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Julia 1825 Cuando la presentadora de televisión Dakota Delany accedió a que el guardaespaldas Ian Russell se convirtiera en su sombra durante dos semanas, no sabía que iba a tener que luchar contra aquel espléndido hombre que controlaba cada uno de sus movimientos. Y, desde luego, no sabía que Ian se iba a adueñar no sólo de su seguridad, sino también de su corazón. La testaruda y alegre Dakota no se acercaba siquiera al ideal de cliente de Ian, pero podría ser algo más: su alma gemela… si lograba darse cuenta de que había encontrado el amor verdadero.
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Seitenzahl: 236
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2005 Marie Rydzynski-Ferrarella
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un marido para siempre, julia 1825 - enero 2023
Título original: Because a Husband Is Forever
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411415941
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
8 de octubre de 1861
Mi amor, Espero que esta carta te encuentre sano y salvo. Es lo peor de esta horrible guerra: no saber dónde estás, ni siquiera si estás vivo. Pienso que, si algo te hubiera sucedido, mi corazón me lo diría. Si me fueras arrebatado tanto en cuerpo como en alma, una parte de mi corazón, sin duda, se marchitaría, puesto que sólo late por ti. Cada noche beso mi mano y toco con ella el camafeo que me regalaste, y que no me quitaré hasta que no vuelvas a mi lado, y rezo por que a la mañana siguiente me asome a la ventana para verte llegar por la colina. Es lo único que me mantiene viva en estas oscuras horas.
Te echo de menos y te amo cada día más.
Tu Amanda
1 de junio de 1861
Amanda Deveaux contempló el camafeo en su mano. Sobre el delicado ovalo azul de Wedgwood, se distinguía el perfil de una joven griega, grabado en marfil.
Levantó la vista hacia el hombre que se lo había regalado, el teniente William Slattery, del ejército confederado. Su Will, deslumbrantemente atractivo con su nuevo uniforme gris, un uniforme que ella misma había cosido. Su corazón se inflamaba de orgullo por él y por lo que iba a hacer. Y al mismo tiempo, estaba hecho pedazos.
—Quiero que lleves esto, Amanda —Will le ajustó la cinta de terciopelo negro alrededor del cuello—. Prométeme que no te lo quitarás hasta que vuelva a casa para hacerte mi esposa.
—¿Y por qué no podemos casarnos ahora? —suplicó ella.
—Porque —contestó él mientras miraba de reojo a la madre de la joven—. Una dama no se casa deprisa y corriendo como una sirvienta cualquiera.
—Yo no quiero ser una dama —a Amanda no le importaba la tradición—. Quiero ser tu esposa.
—Serás ambas cosas cuando regrese. Prométeme que me esperarás —insistió él.
Ella se aferró a la mano del hombre, haciendo caso omiso de las miradas reprobatorias de su madre. A su madre nunca le había gustado Will. Su familia no tenía bastante dinero para ella.
—Sabes que lo haré. Para mí eres el único. Lo fuiste desde la primera vez que te vi, y lo serás cuando exhale mi último aliento —susurró ella.
Will le besó una mano. Y entonces, porque era joven y estaba enamorado, y porque a lo mejor no se volverían a ver, la atrajo entre sus brazos y besó a la mujer que había amado desde niño. La besó apasionada y prolongadamente con la ilusión de poder llevarse con él ese recuerdo. Debía luchar en una guerra que no había deseado. No había comprado su libertad, como otras personas de su clase que habían pagado a sustitutos para que lucharan y murieran por ellos.
Hijo del propietario de una pequeña plantación, el honor de Will le impedía permitir que otros se arriesgaran por él. Pero en aquellos momentos tenía el corazón hecho pedazos al besar a la mujer por la que hubiera preferido morir antes que tener que abandonar.
—Creo que es hora de que se marche, teniente —dijo bruscamente Belinda Deveaux.
—Espérame —suplicó una vez más sin quitar la vista de los ojos de Amanda.
—Hasta la eternidad, si es preciso —Amanda agitó una mano a modo de despedida mientras la otra se aferraba al camafeo—. Hasta la eternidad —susurró obstinadamente la joven.
En la actualidad
¿Verdad que es bonito?
Dakota Delany levantó la vista del mostrador de cristal que protegía una colección de joyas y piezas únicas, y se encontró con la mirada, increíblemente azul e increíblemente amable, de una mujer de aspecto maternal.
Dakota habría jurado que estaba sola en la pequeña sala de exposiciones de la tienda de antigüedades de Nueva York. Quince minutos antes, al entrar en la sala, no había ningún vendedor a la vista y le costó un rato asimilar la repentina aparición de otra persona sin que se hubiera oído el más leve crujido en el suelo de madera.
Para ser sincera consigo misma, Dakota no sabía muy bien qué hacía allí. Jamás había sentido interés por las antigüedades, ni el deseo de recorrer las tiendas de la calle que las albergaba. Pero una irreprimible inquietud le había obligado a sentarse aquella mañana al volante de su BMW rojo. Al amanecer había abandonado la ciudad de Nueva York rumbo hacia el norte, escoltada a ambos lados de la carretera por los árboles cuyas hojas empezaban a amarillear.
Dakota no estaba muy segura de por qué seguía conduciendo, ni adónde iba. No le sobraba el tiempo. A las dos tenía que grabar un programa en directo, igual que todas las tardes de lunes a viernes. Eso implicaba estar de vuelta a las doce, so pena de provocarle a su ayudante de producción, y a la sazón mejor amiga, el infarto con el que MacKenzie Ryan siempre le amenazaba si las cosas no iban según lo programado.
La programación.
Demonios, si las cosas progresaran según lo programado, ella estaría junto al doctor John Jackson, quizás incluso en esa misma tienda, eligiendo el anillo de boda. Estaba convencida de que su relación se encaminaría hacia el altar. Durante algún tiempo, incluso había creído encontrar a un hombre que no buscaba nada en ella, salvo ella misma. Un hombre con el que compartir su vida para siempre, con el que vivir una vida como la que habían vivido sus padres.
John Jackson no necesitaba su nombre, ni la fama, por no hablar del dinero, para salir adelante. El doctor dirigía una lucrativa clínica privada y era uno de los cirujanos plásticos más reputados de la Costa Este.
El problema era que, al buen doctor también le gustaba dedicarle una atención especial a su trabajo. Dakota había escuchado rumores, pero tras decidir que era el hombre con quien se iba a casar, se negó a aceptarlos. Había crecido en el mundillo del espectáculo, su padre era locutor y su madre y un abuelo habían participado en casi todas las películas de serie B. Desde hacía cuatro años, ella misma era la estrella de un programa de entrevistas, por lo que conocía bien la poca base sobre la que podían sustentarse los rumores.
Sin embargo, esos rumores habían resultado ser ciertos. Había vuelto temprano a su casa una tarde y se había encontrado a John, que también había vuelto temprano, tomando medidas a una de sus pacientes remodeladas.
En una décima de segundo, la confianza y el corazón le habían estallado en pedazos. John se había trasladado a un domicilio de Park Avenue, y ella volvía a estar sola.
Muy a su pesar.
Con veintinueve años cumplidos, se había resignado a permanecer soltera durante mucho tiempo, incluso para siempre. Los hombres, sencillamente, no merecían la pena, había decidido durante el trayecto en coche aquella mañana. Además, tenía una vida muy intensa. Entre el trabajo y las visitas ocasionales a la familia, no tenía tiempo de pensar en el hecho de que en el fregadero, los únicos platos sucios eran los suyos, así como la ropa tirada por toda la casa.
—¿Quiere que le enseñe la gargantilla?
Antes de terminar la pregunta, la mujer sacó el camafeo de debajo del mostrador.
Se trataba de una preciosa joya, aunque nada recargada. El pequeño perfil de una mujer estaba grabado sobre Wedgwood azul, atravesado por una cinta de terciopelo negro. Parecía nuevo. No había nada extraordinario en esa pieza que le hiciera destacar sobre el resto. Aun así, nada más entrar en la tienda para echar un vistazo, sin fijarse especialmente en nada, Dakota se había sentido inexplicablemente atraída hacia ese camafeo.
—No, yo… —no había ido allí a comprar nada, sólo a matar el tiempo.
La protesta llegó tarde. La amable mujer de cabellos grises sujetaba el camafeo delante de ella.
Durante un fugaz instante, el rostro de la mujer del camafeo quedó atrapado en un rayo de sol.
—Esta joya tiene su leyenda, ¿sabe? —dijo la mujer en voz baja.
—¿Una leyenda?
Digna hija de su padre, Dakota era incapaz de ignorar la promesa de una buena historia.
La mujer salió de detrás del mostrador. Cara a cara, tenía un aspecto casi angelical.
—Sí —los ojos azules de la dependienta chispeaban al hablar—. Al parecer perteneció a una belleza sureña y le fue regalada por su prometido justo antes de que partiera a la guerra, en 1861. Se llamaba Amanda Deveaux, y él era William Slattery, un joven y atractivo teniente del Ejército Confederado. El propio William se lo puso alrededor del cuello a su amada y le hizo prometer que lo llevaría puesto hasta que pudiera volver para casarse con ella.
—¿Y lo hizo?
Dakota era incapaz de apartar la mirada del camafeo, aún envuelto en el rayo de sol. A pesar de haber sufrido por amor, en el fondo seguía siendo una romántica.
En lugar de contestar la pregunta, la mujer más mayor sonrió enigmáticamente y posó delicadamente el camafeo sobre el cuello de Dakota.
—¿Por qué no se lo prueba? —la animó con dulzura mientras ataba los dos extremos de la cinta de terciopelo antes de dar un paso hacia atrás y asentir—. Le queda muy bien.
—¿En serio? —el delicado óvalo se acomodó en el hueco de la garganta de la joven quien lo acarició con una mano.
—Dicen que quienquiera que lo lleve puesto —la dependienta volvió a asentir mientras una suave brisa que se había colado en la estancia le agitó ligeramente los cabellos—, conseguirá el amor verdadero y que, una vez suceda eso, en cuanto sepa que se trata del hombre con el que va pasar el resto de su vida, deberá traspasar el camafeo a otra persona para que la magia perdure.
—Magia —repitió Dakota. ¿Acaso había alguien que aún creyese en la magia? Ella desde luego no. Tras contemplar su imagen en el espejo que la dependienta le ofrecía, levantó la vista y sonrió con cierto menosprecio hacia sí misma—. Yo no siento ninguna magia.
—Querida —la dependienta se rió mientras sacudía la cabeza—. La magia no irrumpe como un rayo. La verdadera magia llega desapercibida y despliega su poder de manera silenciosa. Antes de que se dé cuenta, se habrá instalado con firmeza en su alma.
Dakota tenía serias dudas al respecto. No creía en magia ni en amuletos encantados. Pero lo que no podía negar era que ese camafeo era muy bonito.
Y se merecía un capricho que le levantara el ánimo.
—Me lo llevo —dijo mientras le devolvía el espejo a la mujer.
—Eso me había imaginado —la dependienta miró a la joven, y ésta sintió que la sonrisa se fijaba lentamente en su interior—. En cuanto entró en la tienda, supe que el camafeo era para usted.
—Pues yo no la vi a usted al entrar —Dakota se sentía perpleja. Aquel lugar no parecía estar dotado de un sistema de vigilancia.
—Pero yo sí la vi a usted —la sonrisa de la mujer era imperturbable.
Estaba a punto de preguntarle a la dependienta dónde se había escondido para observarla sin ser vista cuando el antiguo reloj que había en una esquina empezó a dar la hora.
Las diez.
¿Cómo era posible? No le había llevado tanto tiempo llegar hasta allí, ¿o sí? Las horas parecían haberse deslizado en el olvido. ¿Había estado tanto tiempo perdida en sus pensamientos?
Las miradas de ambas mujeres se fundieron.
—Será mejor que se marche o llegará tarde a su programa —dijo la otra mujer mientras empezaba a rellenar un recibo. Dakota abrió la boca para decir algo, pero la dependienta, adivinando una vez más sus pensamientos, amplió la sonrisa—. Aquí vemos los canales principales. Incluso tenemos un ordenador o dos, aunque no me gustan esas molestas máquinas.
El comentario había sido de lo más apropiado. Aquel lugar parecía anclado en el siglo pasado.
La mujer tenía razón. Tenía que volver antes de que se le hiciera tarde. Volvió a tocar el camafeo que colgaba de su cuello, reticente a separarse de su nueva adquisición.
—Creo que me lo llevaré puesto.
—Eso me figuré —la dependienta le entregó una pequeña bolsita.
—¿Qué es eso? —Dakota sacó la chequera de su bolso mientras contemplaba el saquito de terciopelo verde.
—Es para el camafeo. Puede meterlo aquí cuando llegue el momento de pasarlo a otra persona.
—Después de encontrar mi amor verdadero —Dakota le entregó un cheque con una sonrisa.
—Después —la otra mujer asintió con suma gravedad. Su fe parecía inquebrantable.
—No creo que necesite el saquito —Dakota sacudió la cabeza
—Lo hará —la mujer mayor le puso el saquito en la palma de la mano.
Dakota aún pensaba en la extraña mujer y en la tienda cuando aparcó el coche en el aparcamiento subterráneo del estudio de televisión. Aunque su vida no era muy alegre, era incapaz de borrar la sonrisa que parecía haberse apoderado de sus labios.
Algún día debería volver a la tienda para invitar a aquella mujer, cuyo nombre desconocía, al programa. Le encantaba encontrar personas interesantes y curiosas. La mayor parte del tiempo se relacionaba con personas que pasaban por la vida demasiado deprisa para disfrutar de lo que les rodeaba, o incluso de lo que habían ganado con esfuerzo.
—Médicos, curaos a vosotros mismos —murmuró Dakota casi sin aliento mientras corría a su camerino. La elección de la frase había sido, como poco, desafortunada. La profesión médica era la última con la que deseaba tener tratos. Pero ni siquiera eso consiguió borrar su sonrisa.
Tocó el camafeo, como si intentara conjurar la buena suerte, aunque se recriminó por ello en silencio. Lo único que le iba a proporcionar ese camafeo era algún cumplido. El amor verdadero sólo existía en los cuentos de hadas y, en raras ocasiones, en las vidas de otras personas. Personas como sus padres que pertenecían a otra generación. El amor verdadero parecía haberse perdido en un presente por el que navegaba a toda prisa junto a otras personas.
Al llegar al camerino, saludó con una inclinación de cabeza a la chica que le aguardaba. El rostro de Alicia se iluminó mientras se ponía a trabajar, aunque no tenía gran cosa que hacer. «Tienes un tono de piel perfecto», le había dicho al conocerla. «Si todos fueran como tú, me quedaría sin trabajo».
—Hola, Alicia. Siento el retraso —sin molestarse en sentarse, Dakota se colocó frente a la maquilladora con el rostro levantado.
Pero Alicia no estaba sola. Mordiéndose las uñas, en un típico gesto suyo, estaba MacKenzie, quien suspiró aliviada al ver entrar a la presentadora.
—Gracias a Dios que has aparecido. ¿Tienes idea de qué hora es? —señaló su reloj de muñeca con una uña mordisqueada—. Estaba a punto de llamar a la Guardia Nacional.
Dakota estaba acostumbrada al dramatismo de su amiga. Habían sido compañeras de habitación en la Universidad de California. Dakota, la rubia y escultural nativa, se había propuesto cuidar de la pequeña y morena trasplantada desde Boston. Juntas habían ido a Nueva York para arrasar la ciudad. Y gracias a una pequeña charla entre el padre de Dakota y el director del estudio, prácticamente lo habían conseguido.
—Creo que tienen cosas más importantes que hacer que buscarme a mí, Zee.
—Y por si no te habías dado cuenta, yo también —sin más preámbulo, le quitó a Dakota el bolso de las manos y buscó en él el teléfono móvil—. Vaya, pues está aquí —con tono contrariado y acusador, la mujer sacó el objeto plateado y lo sostuvo en alto—. El objeto de tener uno de estos chismes, Dakota, es que las personas puedan llamarte cuando están sufriendo un infarto.
—Quería estar sola —Dakota recuperó el teléfono y lo guardó en el bolso que a su vez guardó en el cajón inferior del tocador.
—Temía que hubieras decidido hacer una locura —MacKenzie apretó los labios y escrutó el rostro de su amiga en busca de alguna señal de colapso. No era típico de ella marcharse sin más.
—¿Por John? ¡Por favor! No soy una adolescente —a pesar de lo unidas que estaban, a Dakota no le gustaba mostrar sus sentimientos, sobre todo delante de una tercera persona.
Se conocían desde hacía demasiado tiempo para fingir. MacKenzie jamás había pensado que vería a su gregaria amiga entregarle el corazón a un hombre. Cuando sucedió, contuvo la respiración, rezando para que no saliera mal. Pero salió mal.
—No —dijo MacKenzie en voz baja—. Eres una mujer adulta cuyo corazón ha sido machacado por un primate con botas de soldado.
—Eso es agua pasada —Dakota agitó una mano en el aire.
Después miró a la maquilladora y alargó una mano para que ésta le entregara su carmín preferido. Sin necesidad de espejo, la joven hizo los honores antes de devolverle la barra.
—Y ahora, centrémonos en la historia de hoy —había decidido no cambiarse de ropa.
—Hay un pequeño problema —MacKenzie apoyó una mano en el hombro de su amiga.
—¿Qué clase de pequeño problema? —Dakota entornó los ojos.
—Ese entrenador de animales cuya entrevista estaba programada…
—«Valiente» Frederick —la otra mujer asintió. Era lunes. El fin de semana había repasado la lista de invitados y echado un vistazo a sus biografías para conocerlos un poco antes de enfrentarse a ellos en el programa—. ¿Qué pasa con él?
—Pues parece que «Valiente», ingresó en Urgencias anoche. Uno de sus animales decidió poner a prueba su apodo y le arrancó parte de un dedo.
—¿Está bien? —Dakota reprimió un escalofrío mientras intentaba no imaginarse la escena.
—Se lo volvieron a coser, pero no hace falta aclarar que hoy no podrás sujetar una de sus serpientes en brazos.
—Pues no puedo decir que lo lamente realmente —a pesar de atreverse con todo, había cosas que se situaban al final de su lista, y entre ellas estaban las serpientes y cualquier animal que la mirara como una posible comida.
—Afortunadamente, tenía un plan de emergencia —continuó MacKenzie mientras se dirigían hacia el estudio de grabación.
Dakota se rió. Su mejor amiga siempre lo tenía todo previsto. De haber estado en el Titanic, esa pequeña mujer habría encontrado el modo de llevar el barco a puerto seguro.
—Ni por un segundo lo dudé. Y bien, ¿a quién voy a entrevistar?
—¡No! —la profunda voz masculina rugió autoritaria a lo lejos.
—A él —MacKenzie puso los ojos en blanco.
Dakota se volvió y siguió el sonido de la voz hasta su fuente. Lo mejor era conocer al invitado antes del programa.
—¿Y «él», es…? —preguntó mientras miraba a su amiga.
—Ian Russell —MacKenzie, que era unos siete centímetros más baja que su jefa y amiga, sujetó una carpeta contra el pecho mientras intentaba seguirle el paso—. De Russell y Taylor, los guardaespaldas de los ricos y famosos —añadió al ver la expresión perpleja de Dakota.
Dakota recordó que se trataba de dos antiguos detectives de homicidios. La entrevista estaba programada para finales de aquella semana. El negocio debía ir bastante flojo si habían aceptado adelantar la cita con tan poco tiempo de aviso.
—Como se te ocurra acercarte a mí con esa borla de polvos, vas a caminar muy tieso —le advertía el invitado a Albert, el jefe de maquilladores en el preciso instante en que Dakota apareció.
—¿Dakota…? —el maquillado buscó desesperadamente la ayuda de la presentadora.
La súplica encerraba multitud de emociones. Con una sonrisa en los labios, Dakota le quitó la borla a Albert mientras apoyaba la mano que tenía libre sobre el pecho del furioso invitado. Con suavidad, aunque firmeza, empujó al robusto, alto y moreno hombre contra la silla de la que pretendía levantarse.
Pillado por sorpresa, el hombre ofreció poca resistencia. Dakota no tenía la menor duda de que, de habérsele resistido, aunque se hubiera lanzado sobre él con todo el peso de su cuerpo, no le habría dejado la más mínima huella. El contacto del cuerpo contra su mano le había revelado unos músculos duros como rocas. A no ser que llevara armadura…
—Hola —murmuró ella—. Soy Dakota Delany y estoy segura de que no querrás aparecer en pantalla con el aspecto de un fantasma.
—Soy Ian Russell y… —contestó él, consciente de que se hacía necesaria una presentación. Sin embargo el resto de la frase quedó ahogado bajo la borla de polvos cosméticos que la mujer le aplicaba sobre un rostro que bien podría corresponder a la más rutilante estrella de Hollywood.
El hombre era malditamente atractivo, y ella se imaginó sin dificultad a las mujeres guardando cola para hacerse acreedoras de sus servicios, a lo mejor incluso alguno relacionado con el oficio de guardaespaldas.
Mientras le aplicaba el maquillaje en suaves toques, sus miradas se fundieron durante largo rato. De repente, la magia sobre la que había bromeado con la mujer de la tienda de antigüedades pareció surgir.
Durante un instante, tuvo que luchar con todas sus fuerzas para despegar la borla del rostro del hombre. Pero, durante ese instante, tuvo la clara sensación de que esa borla era una extensión de sus dedos. Algo muy extraño.
—Ya está —dijo ella al fin, apenas consciente de haber hablado—. He acabado.
Una risa gutural proveniente de otra silla despertó a Dakota de su ensoñación. Inclinó la cabeza y vislumbró a otro hombre, de quien supuso debía ser Randy Taylor, el socio de Ian.
—Me temo que nadie va a poder confundir a Ian con un ser amistoso. Ese ceño fruncido fue grabado en su rostro nada más nacer, y no se ha movido desde entonces —dijo Randy con una amplia sonrisa mientras cruzaba la estancia con una mano extendida—. Hola, soy Randy Taylor. Yo soy el sensato. Y acaba de conocer a Ian, mi ruidoso socio.
—Lo mejor será que entreviste sólo a Randy —el ceño fruncido se hizo más evidente mientras el hombre se ponía en pie—. No sé si será el más razonable, pero sí es el más comunicativo.
—En eso tiene razón —Randy se rió—. Cuando está de mal humor, es tan hablador como un árbol.
Dakota sonrió mientras recordaba una vieja canción de Broadway que había oído en una reciente reposición. La canción se titulaba, Hablo con los árboles. Y de repente sintió unas inmensas ganas de hablar con árboles.
SEGURO que lo hará muy bien —minutos antes del inicio del programa, Dakota le dedicó a su poco entusiasta invitado la más brillante de sus sonrisas, mientras le tomaba distraídamente del brazo y lentamente lo conducía hacia el estudio de grabación.
Ian tuvo que hacer acopio de su autocontrol para no responder al comentario de la mujer. Sabía que no lo iba a hacer bien, y su opinión estaba bien fundada. Se conocía a sí mismo mucho mejor que esa rubia de brillantes ojos azules.
Todo era culpa de Taylor. Taylor era quien había insistido en que les vendría bien la publicidad. Taylor siempre tenía prisa.
Pero él no. Para él, las cosas estaban bien tal y como estaban. Hacía falta tiempo para hacerse con una cartera de clientes decente. Y eso se lograba a través del boca a boca.
Ian no se molestó en suprimir el ceño fruncido mientras se dejaba guiar. No le encontraba ningún sentido a aparecer en un programa de televisión para hacer el payaso, juzgado por un montón de extraños. El público sólo quería entretenimiento.
Y eso no tenía relevancia en la profesión de guardaespaldas. Ni reflejaría el duro trabajo que su socio y él llevaban a cabo a diario.
Suspiró profundamente, lamentando haberse dejado convencer por Taylor, a pesar del seductor aroma floral que desprendía la hermosa presentadora.
—Es muy buena —Randy se inclinó hacia MacKenzie mientras seguían los pasos de Ian y Dakota.
MacKenzie se sintió orgullosa por su amiga. Formaban un equipo, y cada una se alegraba de la buena suerte de la otra. Ella le había sugerido a Dakota que se convirtiera en presentadora. Si había alguien con un don natural para esa clase de trabajo, ésa era su jefa.
—Aún no has visto nada —la mujer sonrió al atractivo hombre que estaba a su izquierda—. Si se empeñara en ello, Dakota conseguiría que la mismísima esfinge revelara todos sus secretos.
Y eso era lo que le había dado el éxito. Su público había aumentado exponencialmente desde sus comienzos, cuatro años atrás, y tenía toda una legión de admiradores.
La morena ayudante estaba convencida de que su amiga tenía un rostro que invitaba a las confidencias, un gesto que proclamaba a gritos que era de fiar. ¿Y por qué no? Con su risa fácil y agilidad mental, Dakota recordaba a la hermana, a la madre, a la mejor amiga o la tía favorita.
No era tanto el aspecto físico, que era soberbio, sino su manera de conducirse. Parecía sinceramente interesada en lo que le estuvieran contando, ya fuera la explicación científica de un avance médico, o las desventuras de alguna estrella de Hollywood. Dakota siempre conseguía sonsacar la información más importante y el detalle que conseguía llamar la atención de su público. Un público que se sentía como en casa en el estudio que semejaba un salón.
Cada día, de lunes a viernes, a las dos de la tarde, la audiencia tenía la sensación de haber sido invitada a casa de la presentadora para charlar un rato. Y no les faltaba razón. Dakota se había asegurado de que el estudio de grabación fuera una réplica exacta del salón de su casa. La regla principal para lograr una buena entrevista era que ella misma se sintiera cómoda.
De haber estado un poco más rígido, ese hombre sería un árbol, pensó Dakota. Se notaba claramente su impaciencia por salir de allí. Había entrevistado a un número suficiente de personas como para saber que él no era un invitado voluntario. Sospechó que su socio era el principal culpable de su aparición en el programa.
Pero el camino por el que hubiera llegado hasta allí no importaba. Tenía el deber de hacerle sentirse a gusto. O al menos todo lo a gusto que podría llegar a sentirse Ian Russell.
—No te dolerá, Ian, te lo prometo —ella se puso de puntillas y acercó los labios a su oído.
El cálido aliento de la mujer le hizo cosquillas en la oreja y se abrió paso por la nuca hasta las mejillas. En lugar de calmarle, el sencillo gesto le provocó un terremoto de sensualidad.
—¿Cómo? —poco acostumbrado a ser él quien necesitara ser tranquilizado, Ian la miró fijamente.
—La entrevista —explicó Dakota con calma sin desviar la mirada de los ojos del hombre—. No es dolorosa. Y acabará antes de que te des cuenta.