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Julia 1826 ¿Sería por fin su oportunidad de construir juntos ese futuro que ambos anhelaban? Había un gran mundo ahí fuera, ¿pero estaba la ex monja Claire Santaniello preparada para él? Su anhelo de tener un hogar y una familia le habían hecho colgar los hábitos y volver a California. Sin embargo, su verdadera vocación no podía ser el atractivo Caleb McClain, ¿o sí? La asombrosa pelirroja parecía incómoda en el atestado bar. También le resultaba torturadoramente familiar. Caleb no podía creer que la chica que años atrás había amado fuera ahora profesora en su ciudad. Después de ser rescatada en la pista de baile por Caleb, Claire se propuso la misión de resucitar unos sentimientos que él no podría ignorar.
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Seitenzahl: 229
Créditos
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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Planta 18
28036 Madrid
© 2009 Marie Rydzynski-Ferrarella
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Los sueños de una mujer, JULIA 1826 - abril 2023
Título original: The 39-Year-Old Virgin
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo
Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411418966
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
UNA monja entrando en un lugar de moda y lleno de gente…».
«Ex moja, Claire», se corrigió en silencio. Cielos, ¿qué estaba haciendo allí de todos modos?
El estruendo de las voces dominaba sobre la vibrante música conformando un enorme muro sonoro que se arremolinaba entorno a ella. Pensar se volvía más difícil por momentos, mucho más hablar o escuchar.
Claire supuso que se estaba lanzando a una vida que nunca había conocido, la vida que había dejado a un lado.
El cielo sabía que, a pesar de ser popular, no había tenido ni siquiera una cita. Aunque ésa no era la mejor palabra para describir su vida social hasta entonces. Su popularidad tenía un atractivo universal. Ella había sido siempre la que hablaba, de la que la gente se quedaba enganchada. Era una «amiga» con A mayúscula para todo el mundo, daba igual el sexo.
Lo fundamental era que jamás había tenido un novio, ningún hombre estable en el que apoyarse, con el que concebir sueños secretos. No había habido nadie que le hubiera hecho latir aceleradamente el corazón, subir la adrenalina. Nunca había tenido un enamoramiento, mucho menos un amor. ¿Se equivocaba queriendo conocer lo que se había perdido?
Sintió un estremecimiento en los dedos. Estaba nerviosa. Igual de nerviosa que esa tarde cuando su prima Nancy, Nancy la de la vida cómoda, amante esposo y cuatro hijos, había insistido en llevarla de compras para que tuviera algo adecuado que ponerse esa noche, incluida la ropa interior.
—¿Qué tiene de malo la que tengo? —había preguntado.
—Nada si quieres que él adivine de inmediato que eras monja.
Había descartado, tratando de no ruborizarse, las bragas transparentes que Nancy le había elegido.
—No va a haber ningún él —había insistido.
—Ajá —recuperando las bragas junto a otras dos similares, Nancy había sonreído—. A mi cuenta —había dicho dirigiéndose a la caja.
Claire no las llevaba esa noche. De ningún modo se iba a lanzar a una relación superficial sólo para recuperar el tiempo perdido. Primero tenía que hacerse a la idea de salir con un hombre. Y eso iba a llevar tiempo. Mucho tiempo. Había sido monja veintidós años. Llevaba de «civil» sólo un par de semanas. Ni siquiera le había dicho a su madre que había dejado la orden definitivamente cuando había aparecido en su casa. Margaret Santaniello creía que su única hija había obtenido una licencia para cuidarla por su leucemia. Su madre, que orgullosamente proclamaba ante cualquiera que quisiera escucharla que su hija, la hermana Michael, estaba casada con Jesús, había quedado horrorizada cuando había descubierto, de un modo puramente accidental, para decirlo en sus palabras, que se había divorciado de Dios por su causa.
Su madre no tenía forma de saber que ese giro de los acontecimientos llevaba fraguándose largo tiempo. Que no había perdido la fe, pero había perdido la pasión. Y quizás algunas partes de sí misma. Partes que tenía que recuperar. Partes que no iba a encontrar allí, pensó, mirando a Nancy y otras amigas de la infancia que la habían arrastrado a ese sitio, un restaurante llamado Sábado Noche y Lunes por la Mañana, donde los «rollos» era lo que todo el mundo andaba esperando de un modo no muy secreto.
Cuando había pensado por primera vez en dejar la orden, cuando había sentido por primera vez esa oleada de inquietud, de ya no sentirse llena por seguir el camino correcto, había soñado con tener una familia, hijos. Sin embargo, ese sueño no incluía la etapa previa antes de lograr ese objetivo. No había pensado en tener que salir, o el terrorífico paso anterior a ése: buscar una cita.
La idea de buscar, de «salir» le daba más miedo que adentrarse en el corazón de África armada con un camión de medicinas, un crucifijo y un traductor desconocido. Eso lo había hecho casi sin temor pensando que tenía a Dios de su parte porque sus intenciones eran nobles y altruistas.
Dios ya no era su copiloto. En eso volaba sola. Y, si reflexionaba, sus intenciones podían considerarse egoístas, algo que la hacía sentirse extraña. Lo más cerca que había estado de algo así había sido queriendo permanecer viva para ver el siguiente amanecer cuando, junto a un grupo de enfermeras, se había encontrado en territorio enemigo en medio del fuego cruzado.
Se preguntó si sentarse en una mesa del Sábado Noche y Lunes por la Mañana podría considerarse como adentrarse en territorio enemigo.
Nunca habría ido allí por propia iniciativa. Pero Kelly, Amy y Tess, las tres mujeres que una vez habían estado muy cerca de ella cuando eran crías, y su prima Nancy habían insistido en ir allí en su primera incursión en el mundo secular.
—¿Seguro que no quieres nada más fuerte que un ginger ale? —preguntó Amy gritando por encima de la mesa.
En respuesta, ella agarró con fuerza el vaso como si fuera su salvavidas.
—Sí, estoy segura —no era que no hubiera bebido nunca.
Podía manejarse cuando se trataba de licores fuertes, como el whisky, algo que también había aprendido, por necesidad, en África. Pero allí sentía que estaría mejor con la cabeza despejada.
Sentada a su izquierda, Kelly se inclinó hacia ella y le dijo al oído:
—No pareces cómoda, Claire.
—Pensaba que quizá habría sido mejor buscar un sitio más tranquilo para ponerme al día —respondió—. Algo como el medio de una pista de aterrizaje.
—Es muy ruidoso, ¿verdad? —dijo Amy entre risas.
Nancy, a la derecha de Claire, sacudió la cabeza. Era evidente que consideraba a su prima su proyecto.
—Hay un «ponerse al día» y un «ponerse al día» —un guiño acompañó el final de la frase.
Claire ya había tenido bastante a lo que enfrentarse en esas dos semanas: ajustarse con su madre encontrando una rutina que sirviera a las dos; el lunes iba a enfrentarse a un nuevo trabajo con un grupo de niños que ya no la llamarían hermana Michael. Con todo eso encima, no estaba en el mercado, no tenía tiempo, de las relaciones hombre-mujer.
—Aún no quiero ponerme al día en ese sentido.
—Deberías, Claire. El resto de nosotras hemos estado casadas al menos una vez, o seguimos casadas —Amy hizo un gesto con la cabeza para señalar a Nancy—, pero tú… —la señaló con un índice pintado de escarlata—, tú ni siquiera te has mojado los pies —le dedicó lo que Claire pensó que Amy creería era una mirada penetrante—. ¿Tengo razón?
—No creo que los pies sea la parte de la anatomía en la que Amy está pensando —explicó Tess. Iba a decir algo más, pero sus ojos se detuvieron sobre alguien en la barra—. Ahí hay uno mono —afirmó mirando con los ojos entornados—. Creo que conozco al tipo que está con él. ¿Quieres que te lo presente? —Tess parecía dispuesta a ponerse de pie a la menor señal de interés por parte de Claire.
Claire negó con la cabeza vigorosamente. Lo último que quería era ver a un hombre arrastrado hasta la mesa para que ella lo examinara.
—No, de verdad —insistió agarrando a Amy del brazo por si a la pequeña rubia se le ocurría llevar a cabo su amenaza—. Sólo quería ver a mis viejas amigas y hablar, como solíamos hacer.
—Solíamos tener diecisiete o dieciocho años —dijo Tess—. Ya no tenemos esos años —apoyó su afirmación con una risita—. La vida sigue y todo esa mi… historia —cambió la palabra en el último momento con expresión de culpa en el rostro.
—Puedes decir «mierda» si quieres, Tess. No tienes que moderar tu lenguaje delante de mí —dijo Claire—. Ya no soy la hermana Michael.
Tess asintió como si debiera haberlo sabido.
—Vale. ¿Eso significa que no puedes interceder ante el Jefe por tus amigas?
Claire sonrió y se acercó para no seguir gritando.
—Puedo rezar por ti, si es eso a lo que te refieres, pero justo ahora no sé si Él y yo estamos en la misma longitud de onda —pero se encontró hablando con la espalda de Tess porque su amiga se había vuelto a la barra para establecer contacto visual con su conocido.
Al final consiguió que se separara de su amigo y se acercara a la mesa.
Claire vio a Tess iluminarse como un desierto al amanecer, su atención completamente volcada en el hombre que hablaba arrastrando ligeramente las vocales.
—Cuando ya pensaba que no iba a ver a ninguna hermosa dama esta noche. ¿Cómo estás, Tess?
—Ahora muy bien —ronroneó Tess.
—¿Quieres bailar? —preguntó haciendo un gesto en dirección a la atestada pista.
Tess ya estaba de pie y había recorrido dos tercios de la distancia que la separaba de él.
—Me encantaría.
Al momento se perdieron entre la multitud.
Claire pensó que su mesa estaba colocada a un escaso metro de lo que parecía la pista de baile. Una caja de zapatos habría parecido menos atestada.
—No te preocupes —dijo Amy dándole una palmada en la mano—. Te encontraremos a alguien.
—No quiero a nadie —suavemente retiró la mano—. He venido sólo para charlar —miró acusadora a Nancy que había sido la primera en proponerle que se juntaran todas.
Nancy alzó los hombros y después los encogió con gesto inocente.
Claire no se lo creyó ni un minuto.
En un momento, Amy y después Kelly estaban en la pista de baile, aunque Kelly dijo que volvería.
Claire tenía sus dudas. Al ver a Kelly alejarse, frunció el ceño y miró a Nancy.
—Algo me dice que debería haber insistido en reunirnos en La Casa Internacional de las Tortitas.
—Las tortitas no se pueden comparar con estar en los brazos de un hombre —dijo ácida Nancy y después se puso seria—. No se lo reproches, Claire, cariño, tienen buena intención. También piensan que yo no salgo lo suficiente —confesó Nancy—. Esto se supone que es tanto por ti como por mí.
—Pero tú estás casada —protestó.
—Y no lo oculto —levantó la mano derecha con el anillo de compromiso y el de casada—. Patrick no baila y a mí me encanta, así que quita ese gesto de la cara.
—No tengo ningún gesto.
—Díselo a tus labios —reconvino Nancy—. Además, cuando este último invasor aparezca —se apoyó la mano en un vientre que aún no había empezado a llenarse con su nuevo ocupante—, no iré a ningún sitio en una buena temporada. Ésta puede ser mi última oportunidad de salir.
Se suponía que tenía que entender el punto de vista de su prima, pero se seguía sorprendiendo por el matrimonio de Nancy.
—¿Patrick está de acuerdo con que vengas aquí?
—No vengo a buscar hombres, Claire, cariño —informó con una sonrisa—. Estoy aquí como observadora. Por no mencionar que él cree que hemos ido a La Casa Internacional de las Tortitas.
—¿De verdad?
—No, estoy bromeando —se echó a reír—. Patrick sabe dónde estoy. No tenemos secretos. Y además —añadió en tono serio—, confía en mí. Confiamos el uno en el otro. Supongo que soy de las afortunadas.
Incluso mientras decía eso, Nancy parecía alerta.
Clare recorrió los alrededores con la mirada esperando ver a alguien que se dirigiera hacia ellas. Pero no había nadie.
—¿Qué?
—Mi teléfono está vibrando —lo sacó del bolsillo, se tapó un oído y se acercó el móvil al otro—. ¿Hola? Sí, soy yo. Vale, no te preocupes. Voy para allá, cariño.
—¿Allá? —preguntó Claire mientras Nancy cerraba el móvil—. ¿Dónde es allá?
—Casa —dijo Nancy—. Una de las gemelas se ha chocado contra la puerta de la nevera justo cuando la otra la abría. Se ha roto un labio —buscó el bolso, lo encontró y lo puso delante de ella encima de la mesa—. Patrick se marea al ver sangre —añadió con tono de disculpa—. Siento interrumpir la velada tan pronto.
Claire hizo un gesto para que no se disculpara, eso le daba una excusa para irse.
—Está bien, creo que prefiero irme.
Nancy la miró sorprendida.
—Oh, no, no es eso. Quédate, Claire.
Claire dijo lo primero que le vino a la cabeza.
—Puede que necesites una enfermera, y yo tengo un título, ya lo sabes.
—Aprecio la oferta, Claire, pero después de cuatro niños, la enfermería se ha vuelto mi segundo trabajo. Además no podemos irnos las dos.
—¿Por qué no?
—Porque Amy, Tess y Kelly se preguntarán qué ha pasado —Nancy se puso en pie—. Mira, sé que estás inquieta, pero quédate un poco más. Al menos hasta que alguna vuelva —hizo un gesto en dirección a las sillas vacías—. Hasta entonces te toca vigilar los bolsos.
Claire suspiró, se le había olvidado eso.
—Vale, pero en cuanto vuelva una, me marcho.
—Lo que quieras —aceptó Nancy—. La próxima vez —prometió— tú elegirás el sitio.
No quería entretener más a su prima, así que asintió. Pero no iba a haber una próxima vez. No en una temporada. Después de ese intento, sabía que no estaba preparada para aquello. Tenía que acostumbrarse al resto de su vida primero, sentirse cómoda con sus responsabilidades y rutinas nuevas. Entonces, quizá, podría pensar en ir a un sitio como ése y conocer a un hombre.
Y también podría no hacerlo.
—Llámame cuando puedas y dime cómo está la niña.
—Lo haré —le acarició una mano—. Y trata de pasarlo bien el rato que te quedes.
—Haré lo posible —forzó una sonrisa.
—Hazlo —le dijo antes de salir corriendo.
¿Cuánto duraban esas canciones?, se preguntó impaciente. ¿No era hora ya de que volviera alguna?
—Parece que sus amigas la han abandonado, señorita.
A pesar del ruido, Claire oyó las palabras perfectamente. Sorprendida, se dio la vuelta y descubrió a un hombre alto de pie justo detrás de su silla. Y la miraba a ella.
—No tanto —respondió—. Tres están bailando, mi prima ha tenido que irse.
—Suerte para mí —era bien parecido.
Si hubiera tenido que asignarle una edad, habría pensado en cuarenta y pocos. Y pensó que con esa edad tendría que saber que no hay que ir a donde no se está invitado, pero se sentó en la silla de al lado de la suya.
—Bueno, y ¿cómo se llama, guapa señorita?
—Claire —se oyó decir aunque tuvo la sensación de que debería haberle dado un nombre falso.
—Claire —repitió él asintiendo con gesto de aprobación—. Un bonito cambio respecto a Tiffany o Britney —comentó. Le tendió una mano. Ella no podía quitarse la de la cabeza la imagen de un tiburón—. Yo soy Bill.
No estrecharle la mano habría sido grosero y no quería ser grosera, así que se la aceptó sin entusiasmo.
—Hola, Bill.
—Me gusta la forma en que lo pronuncias —dijo sin soltarle la mano.
—Mira —se soltó la mano—, no quiero que te hagas una idea equivocada. No estoy aquí para ligar.
—Oh —en lugar de contrariado, pareció encantado.
Antes de que ella se diera cuenta de lo que hacía, Bill le acarició una mejilla con los nudillos. Claire se puso rígida y echó la cabeza hacia atrás.
—Una dama que quiere ir al grano, me gusta.
—No estoy aquí para ir al grano —informó—, estoy aquí con unas amigas para ponerme un poco al día.
En lugar de arredrarse, Bill la agarró de la muñeca y se puso de pie provocando que ella hiciera lo mismo.
—¿Por qué nos les damos una lección a tus amigas y les hacemos que te busquen? Tengo el coche fuera.
Evidentemente era imposible que se fuera a ningún sitio con ese hombre. Pero aún trató de ser amable.
—No, gracias. Mejor no.
La mano de la muñeca se cerró un poco más fuerte.
—No seas provocadora, Claire. A los hombres nos gusta eso.
Lo miró fijamente sintiendo que el temor estaba siendo desplazado por la ira.
—No me gusta que me maltraten.
—¿Qué eres, una de ésas? —preguntó desdeñoso.
Sabía a qué se refería. Sería más fácil sencillamente mostrarse de acuerdo, dejar que creyera que sus preferencias se inclinaban hacia su mismo sexo, pero eso habría sido mentira.
—Lo que soy —le informó sacudiendo la cabeza—, es monja —«Dios me perdone por mentir».
—Una monja, ya —la noticia no tuvo en él el efecto deseado. En lugar de dejarla, la recorrió con la mirada—. Jamás he estado con una monja —apretó aún más la muñeca y tiró de ella—. Ahora sí que has despertado mi interés. Vamos, baila conmigo, hermana Claire. Muéstrame lo que sabes hacer —la lascivia se incrementó—. Apuesto a que te mueres de ganas de un poco de acción.
Demasiado para seguir siendo educada.
—Si lo estuviera, no sería con semejante neandertal —dijo tratando en vano de soltarse.
—No es la respuesta correcta —dijo en tono de advertencia.
—Pero es la que vas a aceptar —dijo alguien tras ella—. Ya.
CALEB McClain pasó el dedo por el grueso borde del vaso que tenía delante de él en la barra.
Sabía que debía seguir su camino.
Demonios, ni siquiera sabía qué hacía allí en lugar de haber ido al Lucky, el bar de su zona.
Quizá era porque prefería tener la excusa de ir a un restaurante en lugar de a un bar. O lo más probable, porque no quería encontrarse con nadie de la comisaría. Esa noche no se sentía con ganas de hablar con nadie. Nadie esperaba que fuese hablador. No era muy dado al cotilleo, como su compañero, Mark Falkowski, que decía que llevaba un año a un paso de convertirse en una momia.
Al menos eso era lo que Mark sostenía. Ski era el único que habría intentado abordar el asunto que le había dejado tantas cicatrices, pero incluso el detective de metro noventa no se aventuraba mucho en ese territorio. Era más listo que eso. Todo el mundo lo era. Lo mismo que todo el mundo conocía la razón por la que se había encerrado tanto en sí mismo.
Un año. Un año esa noche.
¿Cómo demonios podía correr tan deprisa el tiempo cuando parecía que estaba quieto, cuando cada segundo del día parecía atravesarlo como un arpón?
Y ese día era el peor de todos. Señalaba trescientos sesenta y cinco días desde que había sucedido. Desde que Ski se le había acercado con cara larga para decirle lo que los batidos policías de Los Ángeles Este le acababan de decir.
Salir de la cama esa mañana había sido casi imposible. Había pensado en llamar para decir que estaba enfermo, pero al final había ido, ¿qué iba a hacer? A donde fuera, su cabeza iría con él.
No había escapatoria. Quedarse en casa no era la solución. Danny estaría allí y no quería que su hijo lo viera así.
Sólo pensar en su esposa hacía que se le pusiera un nudo en la garganta. No tenía bastante con el aire que le quedaba en los pulmones.
Jane.
Jane, con su brillante sonrisa, su deseo de poner un vendaje en el mundo y, de algún modo, lo había hecho por medio de su fuerza de voluntad y su infinita capacidad de amar.
Surgió la rabia y se canalizó hacia sus manos. Agarró el vaso con tanta fuerza que se dio cuenta de que lo haría pedazos. Hizo un gran esfuerzo para recuperar el control, para no sobrepasar el límite. Cada día era una lucha.
Si no hubiera sido por esa actitud suya de madre Teresa, su determinación de ir valientemente hasta donde los ángeles tenían el buen juicio de no acercarse, Jane seguiría viva. Viva en lugar de ser una víctima de la enemistad gratuita de dos bandas rivales. Estaba allí, a punto de meterse en el coche, cuando había empezado el tiroteo. Atrapada en el fuego cruzado, fue una de las muchas personas que murieron esa tarde.
La única que a él le había importado.
Un año antes. Exactamente un año antes, su joven y hermosa vida había sido segada sin sentido porque tenía que ver a una chica embarazada cuyo caso seguía como trabajadora social. La chica tenía dieciséis años y ya era madre de dos hijos. Él le había dicho a Jane que estaba perdiendo el tiempo, pero ella estaba convencida de que podría ayudar a la chica a salir adelante.
Podía ser tan testaruda cuando quería. Le había rogado que buscase un trabajo distinto, que dimitiera, incluso que se quedara en casa y fuera la madre de Danny y su esposa y les hiciera a los dos completamente felices. Pero Jane tenía que ser Jane. Estaba decidida a salvar el mundo, así que fue.
Y en lugar de salvar a la muchacha embarazada, Jane había perdido su vida y él su razón de vivir. Nada más parecía importarle realmente, por mucho que hubiera intentado seguir adelante. Seguía siendo policía porque era lo único que sabía hacer y en algo tenía que trabajar para pagar las facturas y darle un techo a Danny.
No debería sentirse así. Jane no habría querido que estuviera así y había sido por Danny que no había apretado el gatillo de su pistola que había acunado en su regazo noche tras noche la primera semana, llevándosela a los labios una y otra vez desesperado por caer en el olvido.
Pero eso habría dejado a Danny huérfano y no podía hacerle eso. No habría estado bien privarle de un padre después de la pérdida de su madre. Había olvidado la pistola y permanecido vivo. Por así decirlo.
En lugar de suicidarse, para sobrevivir, para afrontar las enormes olas de dolor que caían sobre él sin avisar, se había entumecido. Absoluta y completamente entumecido.
Una punzada de remordimiento se abría camino, de vez en cuando, y Caleb se decía a sí mismo que lo había intentado. Que había tratado de salir de esa prisión invisible y estar a disposición de su hijo. Pero cada vez que lo hacía, el dolor se apoderaba de él, lo oprimía hasta el punto de que no era bueno para nadie. Así que se retiraba, le decía a Danny que se ocuparía de él después. Y el chico le perdonaba, todas las veces.
«Lo siento Danny, realmente lo siento mucho».
Miró su vaso casi vacío. Pensó en pedir otra copa. El áspero whisky bajaba con demasiada facilidad. Pero daba lo mismo. Uno o diez, el resultado era el mismo. Nada borraba el dolor y tenía que conducir hasta casa. Matarse a sí mismo era una cosa, pero la posibilidad de matar a otra persona, alguien que no tuviera nada que ver con la tragedia con lo angustiaba, era algo a lo que no quería arriesgarse.
Además, la señora Collins tenía una casa a la que volver. Ya había estado más tiempo del que habían acordado. Edna Collins era un regalo que vivía en la casa de enfrente. La abuela viuda era más que feliz haciéndose cargo de Danny después de la escuela y cada vez que su trabajo se lo exigía. Le daba algo que hacer, le había dicho. Ni siquiera quería que le pagara por su tiempo, pero la había convencido de que aceptara algo.
Alzó su vaso y miró el fondo. Sólo quedaba una gota del líquido ámbar. A pesar de su decisión se debatía pensando en pedir otro antes de marcharse.
No estaba seguro de qué había sido lo que le había hecho mirar en la dirección que lo hizo. En una de las mesas, una mujer trataba de defenderse de los avances de una especie de Romeo al que no parecían gustarle los noes por respuesta. Bueno, ¿qué esperaba en un lugar como ése?
Estaba a punto de mirar a otro lado cuando algo, un recuerdo vago, trató de abrirse camino en su cabeza. Algo sobre ese torrente de pelo rojo, el modo en que sacudía la cabeza que le resultaba familiar. ¿La conocía?
Probablemente no. Quizá se parecía a alguien. Veía a tanta gente en su trabajo…
Miró con más atención. Y entonces recordó. O pensó que lo hacía. Tenía que acercarse más. Dejó el vaso en la barra y depositó un billete al lado.
Al momento cruzaba el atestado salón esquivando a la gente. Cuanto más se acercaba, más seguro estaba. Hasta que llegó a parecerle casi imposible.
Pero no lo era, ¿no? Buscó en esa parte de su mente que aún mantenía recuerdos sin dañar, recuerdos almacenados antes de que Jane apareciera en su vida. Y antes de que saliera.
Pelirroja, piel como de alabastro. Ojos verdes. Aspecto delicado. Era Claire Santaniello.
Nadie más tenía ese tono rojo en el cabello. La confusión lo llenó. ¿Qué hacía en un lugar como ése?
Evaluó la situación con rapidez y le dijo al otro hombre que desapareciera. La expresión en los ojos del otro fue de pura maldad mientras los miraba.
—¿La quieres para ti? —gritó sin soltarle la muñeca a Claire—. Lo siento, yo la vi primero.
Aquello era absurdo. Ni en sus sueños más extraños había imaginado ella una situación semejante. A qué clase de sitio la habían llevado las chicas.
—Nadie ha sido el primero —intervino Claire perdiendo la paciencia—. No soy un hueso por el que podáis pelearos. No me interesa ninguno —dijo por si el recién llegado se hacía alguna idea equivocada por haber salido en su rescate.
Era Claire, sí, estaba seguro.
—Ya has oído a la señorita —dijo Caleb finalmente—. Quiere que te largues —era una orden.
El otro pareció verlo más como un reto.
—¿Me vas a obligar tú?
—¿Por qué no aceptas el reto y lo comprobamos? —dijo Caleb con una calma mortal haciendo un gesto para que el otro pudiera ver la pistola que llevaba bajo la chaqueta.
Los ojos del otro hombre volaron hasta el arma, dejó escapar un juramento antes de abandonar.
—Seguramente será frígida —dijo con desprecio—. Para ti —se dio la vuelta y desapareció entre el gentío.
Cuadrando los hombros, Claire se dio la vuelta para mirar al hombre que había salido en su ayuda. Se debatía entre pensar que la caballerosidad no había muerto y preguntarse si no había saltado de la sartén al fuego.
Sobre todo no quería que pensase que era una especie de débil dama. Se había enfrentado con hombres mucho más peligrosos que el que acababa de marcharse. Claro, que eso había sido cuando estaba en buenas relaciones con Dios.