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Lo suficientemente fuertes como para ser tiernos, seguros de sí mismos para seguir su propio camino e inteligentes para conseguir lo que quieren. Son los Soldados de Fortuna Ella estaba en peligro y él luchaba por protegerla. Pero aquella dulce belleza texana deseaba mucho más. Sally Johnson soñaba con una vida entera de amor en los poderosos brazos de Ebenezer Scott. ¿Podría derrumbar sus defensas de hierro y convertirse en la esposa del mercenario?
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Seitenzahl: 134
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Diana Palmer. Todos los derechos reservados.
CORAZONES SECUESTRADOS, Nº 13 - septiembre 2012
Título original: Mercenary’s Woman
Publicada originalmente por Silhouette® Books
Publicada en español en 2000
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0824-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Ebenezer Scott estaba apoyado en su jeep, mirando descaradamente a la joven que, al otro lado de la calle, tenía la cabeza metida dentro del capó de su vieja furgoneta. Sally Johnson llevaba el cabello rubio recogido en una coleta, vaqueros y botas. Pero no llevaba sombrero. Eb sonrió, recordando cuántas veces le había advertido tiempo atrás que iba a sufrir una insolación. Habían pasado seis años desde la última vez que se vieron. Ella había vivido en Houston hasta el mes de julio, cuando había vuelto con su tía y su primo a la vieja casa familiar en Jacobsville, Texas. La había visto varias veces desde entonces, pero ella no había querido dirigirle la palabra. Y Eb no podía culparla porque sabía que le había hecho mucho daño.
Era esbelta, pero su delgada figura hacía que su corazón se acelerase. Eb sabía lo que había debajo de la blusa. Con placer, recordó el brillo de sorpresa en los ojos grises de la joven cuando él la había besado en aquel sitio secreto. Su impulsivo intento de desanimarla había funcionado demasiado bien y ella había huido despavorida, como esperaba.
Eb se lamentaba por lo que habría podido ser si ella hubiera sido un poco mayor y él no hubiera estado recién llegado del peor baño de sangre de su carrera. Un mercenario no era un hombre aceptable para una niña inocente. Pero entonces Sally no conocía su auténtica vida, la que se escondía tras la fachada del rancho. Casi nadie en aquella pequeña ciudad la conocía.
Habían pasado seis años de aquello y Sally era una mujer, una profesora de primaria. Él estaba... retirado, o así lo llamaban. En realidad, seguía en activo, pero la mayor parte de su tiempo la pasaba entrenando hombres en tácticas de combate. Aunque la gente de Jacobsville creía que era simplemente el propietario de un rancho, seguía teniendo enemigos y uno de ellos había salido de la cárcel poco tiempo atrás. Y aquel hombre buscaría venganza, de eso estaba seguro.
Sally tenía diecisiete años aquella tarde de primavera que él la había hecho salir corriendo. En una vida llena de remordimientos, ella era el más grande de todos. La situación había sido imposible, por supuesto. Pero Eb no había querido hacerle daño y lo que ocurrió seguía pesando en su conciencia.
En aquel momento, observó que Sally empezaba a perder la paciencia con el motor averiado de su furgoneta. Debía llevar una vida muy sencilla, teniendo que mantener a su tía, ciega tras un accidente, y a su primo de seis años, pensó.
Admiraba su responsabilidad, aunque le preocupaba su situación. Ella no tenía ni idea de cuál era la razón por la que su tía se había quedado ciega ni sabía que toda la familia estaba en peligro. Por eso Jessica había persuadido a Sally de que abandonase su trabajo como profesora en Houston y volviera con ella y su hijo a Jacobsville.
Jessica sabía que él podría protegerlos. Sally no sabía cuál era la profesión de Jessica, ni sabía lo que su difunto marido, Hank Myers, hacía para ganarse la vida. Pero, aunque lo hubiera sabido, no habría vuelto a Jacobsville si Jessica no se lo hubiera rogado. Sally tenía razones para odiarlo, pero él era su única oportunidad para sobrevivir. Aunque ella no lo sabía.
En los cinco meses que llevaba en Jacobsville, había conseguido evitarlo. En una ciudad tan pequeña, aquello era muy difícil e, inevitablemente, se veían de vez en cuando. Pero ella lo esquivaba. Era la única indicación del penoso recuerdo que ambos compartían.
Eb la observó sudar sobre el capó y decidió que aquél era tan buen momento como cualquier otro para acercarse.
Sally levantó la cabeza justo a tiempo para ver al alto y fuerte hombre con chaqueta de ante y sombrero Stetson cruzando la calle. No había cambiado, pensó amargamente. Seguía caminando con aquella tranquilidad que lo hacía tan atractivo. Sally odiaba la sensación de ligereza en el corazón que experimentaba al verlo. A su edad, debería haber pasado la fase de enamoramiento adolescente, pensaba. Especialmente, después de lo que él le había hecho aquella tarde de primavera. Aún seguía poniéndose colorada al recordarlo...
Cuando llegó a su lado, Eb se echó el sombrero hacia atrás y clavó en ella sus ojos verdes.
Sally lo miró sin disimular su hostilidad.
–No me mires así –sonrió él–. Habría pensado que tenías suficiente juicio como para no comprarle una furgoneta a Turkey Sanders.
–Es mi primo –le recordó ella.
–Es un canalla –replicó él–. Hace unos años, Moss Hart le dio una paliza porque le había vendido a su mujer un coche que se caía a pedazos. Y a la señora Bates le vendió un coche diciéndole que el motor era «opcional».
Sally sonrió, sin darse cuenta.
–No está tan mal. Sólo que tengo que hacerle unos arreglos.
–Sí –murmuró Eb, echando un vistazo–. Motor nuevo, pintura nueva, un tubo de escape que funcione... y una rueda de repuesto que no esté pelada –añadió, señalando la rueda–. Pon una nueva, Sally. Puedes permitírtelo con tu sueldo.
–Oiga, señor Scott... –empezó a decir ella, irritada.
–Sabes cómo me llamo –la interrumpió él–. Y lo de la rueda no es sólo un consejo. No me gustan tus nuevos vecinos y no quiero que se te pinche una rueda en medio de la carretera.
Sally se levantó, estirándose todo lo que pudo, de modo que su cabeza quedaba a la altura de la barbilla de él. Aquel hombre era exageradamente alto...
–Estamos en el siglo XXI y las mujeres son capaces de cuidar de sí mismas –le espetó, sin dejarse amedrentar.
–No me vengas con ésas –replicó él, poniendo un enorme pie sobre el parachoques para examinar el motor. Unos segundos después, sacó una navaja del bolsillo y se puso a trabajar.
–¡Es mi furgoneta! –exclamó ella, furiosa.
–Es una tonelada de metal con un motor que no funciona.
Sally hizo una mueca. Le molestaba no ser capaz de arreglarlo ella misma y tener que depender precisamente de aquel hombre. Mirar sus grandes y capaces manos hacía que recordase demasiadas cosas... Conocía la ternura de esas manos y el recuerdo hizo que sintiera un escalofrío.
Cinco minutos después, él volvió a guardarse la navaja.
–Inténtalo ahora –le indicó. Sally se colocó frente al volante. La furgoneta arrancó haciendo un ruido de mil demonios, pero al menos, había arrancado. Eb se paró frente a la ventanilla, clavando en ella sus ojos verdes–. Tienes un problema con las válvulas y seguramente pierde aceite. En cualquier caso, vas a tener que llamar a un mecánico. Y la próxima vez, no le compres un coche a Turkey Sanders, me da igual que sea tu primo.
–A mí no me des órdenes –replicó ella.
–Es una costumbre. ¿Cómo está Jessica?
–¿Conoces a mi tía? –preguntó Sally, sorprendida.
–Sí. Y también conocía a tu tío Hank –contestó él–. ¿Tienes una pistola?
Sally se quedó tan confusa que tardó unos segundos en encontrar la voz.
–¿Qué?
–Una pistola –repitió él–. ¿Tienes algún arma?
–No me gustan las armas.
–¿Conoces técnicas de defensa personal?
–Soy profesora de primaria –replicó ella, irónica–. Mis alumnos no suelen atacarme.
–No estoy preocupado por tus alumnos. Ya te he dicho que no me gustan tus vecinos –insistió Eb. Lo que no le explicó fue que los conocía y sabía por qué estaban en Jacobsville.
–A mí tampoco. Pero eso no es cosa tuya...
–Lo es –la interrumpió él–. Le prometí a Hank que cuidaría de su mujer y pienso hacerlo.
–Yo puedo cuidar de mi tía.
–No lo creo. Iré a tu casa mañana.
–No estaré.
–Pero Jessica sí. Además, mañana es sábado y no tienes clase –dijo Eb, como si fuera su dueño o algo así.
–Señor Scott... –empezó a decir Sally, incrédula.
–Sólo mis enemigos me llaman señor Scott.
–Muy bien, señor Scott...
Eb suspiró pesadamente.
–Eras tan joven. ¿Qué esperabas, que te sedujera en el asiento trasero de un coche a plena luz del día?
Sally enrojeció hasta la raíz del cabello.
–¡Yo no estaba hablando de eso!
–Me hubiera gustado no hacerte daño, pero era la única forma de desanimarte. ¡Lo nuestro era imposible, deberías saberlo!
Sally no podía soportar hablar de aquel asunto.
–No me hiciste daño.
–Sí lo hice –murmuró él, observando la cara ovalada, la nariz recta, los labios generosos–. Mañana iré a tu casa. Tengo que hablar con Jessica y contigo. Hay cosas que no sabéis ninguna de las dos.
–¿Qué cosas?
Él cerró la puerta de la furgoneta y apoyó las manos en la ventanilla.
–Conduce con cuidado –dijo, ignorando la pregunta–. Y cambia la rueda de repuesto.
–Yo no acepto órdenes. ¡Y no necesito que un hombre cuide de mí!
Eb sonrió, pero no era una sonrisa alegre. Después, se dio la vuelta y volvió a su jeep con aquel paso tan peculiar.
Sally estaba tan turbada que a duras penas consiguió conducir la furgoneta sin destrozar las marchas.
Stevie estaba viendo la tele cuando Sally entró en la casa.
–¡Me has comprado los cereales de la tele! –exclamó el niño, ayudándola a dejar las cosas en la cocina–. ¡Gracias, tía Sally!
Aunque eran primos, el niño la llamaba tía por afecto y respeto.
–De nada. También he comprado helado.
–¿Puedo tomar un poco ahora?
–Después de la cena. ¿De acuerdo?
–Bueno, vale –murmuró Stevie, desilusionado.
Sally se inclinó para darle un beso en la frente.
–Qué niño tan bueno. Mira, he traído peras y manzanas. ¿No quieres una? La fruta es muy buena.
–Bueno. Pero no me gusta tanto como el helado.
Mientras el niño lavaba una pera, Sally fue al dormitorio para saludar a Jessica. Los ojos de la mujer miraban al vacío, pero reconoció los pasos de su sobrina.
–He oído la furgoneta –sonrió–. Siento mucho que hayas tenido que ir a la compra después del colegio, Sally.
–Me gusta ir a la compra, no te preocupes. ¿Cómo te encuentras?
Jessica se incorporó un poco, apartándose el cabello rubio de la cara. No tenía buen aspecto.
–Me he tomado una aspirina, pero sigue doliéndome la cadera.
–Jessica, Ebenezer Scott me ha preguntado por ti. Ha dicho que va a venir mañana a verte.
Jessica no pareció sorprendida.
–Imaginé que lo haría –murmuró–. Me temo que te he metido en un lío, Sally.
–No te entiendo.
–¿No te has preguntado por qué insistí tanto en volver a Jacobsville?
–Ahora que lo dices...
–Lo hice porque Eb está en Jacobsville. Aquí estaremos a salvo, mientras que en Houston...
–Me estás asustando.
Jessica sonrió con tristeza.
–Ojalá no hubiera ocurrido esto, pero no lo puedo evitar. Un hombre muy peligroso está buscándome.
–¿Qué hombre? –preguntó Sally, sorprendida.
–Un hombre al que yo ayudé a meter en la cárcel y que ha salido de ella por un truco legal.
–¿Tú metiste a un hombre en la cárcel? ¿Cómo? –preguntó Sally, atónita.
–Tú sabías que trabajaba para el gobierno, ¿no?
–Pues sí. Como secretaria.
Jessica respiró profundamente.
–No, cariño. No era una secretaria, era un agente especial. A través de Eb, conseguí ponerme en contacto con uno de los hombres de Manuel López, el jefe de una banda internacional de narcotraficantes, y él me consiguió pruebas suficientes para meterlo en la cárcel. Pero había un pequeño problema legal y su abogado lo aprovechó –explicó, observando la expresión de perplejidad en la cara de su sobrina–. Ahora, López está en la calle hasta que vuelva a celebrarse el juicio y quiere matar a la persona que lo traicionó. Y como sólo yo conozco a esa persona, está buscándome.
Sally estaba boquiabierta. Esas cosas sólo ocurrían en las películas, no en la vida real.
–Estás de broma, ¿verdad?
Jessica negó con la cabeza. Seguía siendo una mujer muy atractiva a los treinta y cinco años. Era esbelta y tenía unos rasgos muy dulces. Stevie, de cabello rubio y ojos oscuros, no se parecía a ella. Y tampoco se parecía a su difunto marido, Hank, moreno y de ojos azules.
–Lo siento, cariño –se disculpó Jessica–. No estoy de broma. Por eso decidí buscar ayuda. Eb nos protegerá hasta que Manuel López vuelva a la cárcel.
–¿Eb también es un agente del gobierno?
–No me gusta contarte esto y sé que a él tampoco va a gustarle, así que tienes que jurarme que no se lo contarás a nadie, Sally.
–Lo juro –murmuró ella.
–Eb era un mercenario. Lo que suele llamarse un soldado de fortuna. Ha luchado con comandos especialmente entrenados por todo el mundo. Ahora está retirado, pero sigue siendo muy solicitado como instructor por varios gobiernos –explicó Jessica–. Su rancho es muy conocido en círculos secretos como una de las mejores academias de tácticas de guerra –añadió. Sally no dijo una palabra. Se había quedado estupefacta. Por eso Eb se había mostrado tan distante, tan poco dispuesto a mantener una relación con ella. Por eso no había querido...–. Espero no haber destrozado tus ilusiones, Sally. Sé lo que sentías por él.
–¿Tú... lo sabías?
Jessica asintió.
–Eb me lo contó todo.
Sally sintió que su cara ardía. Se sentía humillada. ¡Eb había sabido lo que sentía y ella que creía haber disimulado tan bien! Pero era obvio. Encontraba cualquier excusa para verlo y había subido a su jeep una tarde de primavera para pedirle que la llevara a dar un paseo. Él había aceptado, pero media hora más tarde, Sally saltaba del asiento y corría tres kilómetros hasta su casa. Nunca se lo había contado a nadie, pero Jessica lo sabía.
–No me ha contado ningún secreto, si es eso lo que te preocupa –añadió Jessica–. Sólo me dijo que tú estabas colada por él cuando eras una adolescente y que tuvo que hacer algo para que te apartaras. Estaba preocupado por ti.
–No me puedo imaginar a Ebenezer Scott preocupado –murmuró Sally.
–Yo tampoco –sonrió Jessica–. Para mí fue una sorpresa. Me dijo que cuidara de ti y que controlase la gente con la que salías. Pero se podía haber ahorrado la preocupación porque no has salido con nadie.
–Eb me asustó –dijo Sally.
–Y lo sabe. Por eso estaba disgustado.
–Yo era muy joven y supongo que él hizo lo que creyó que debía hacer. Pero iba a marcharme de Jacobsville de todas formas tras el divorcio de mis padres, así que no tenía que haber ido tan lejos.
–Mi hermano sigue sintiéndose como un idiota por dejar a tu madre –dijo Jessica, refiriéndose al padre de Sally–. Y después, ella volvió a casarse...
–¿Cómo están mis padres? –preguntó Sally. Era la primera vez que los mencionaba en mucho tiempo. Casi había perdido el contacto con ellos desde el divorcio, cuando se había ido a vivir con su tía a Houston.
–Tu padre se pasa el día trabajando y tu madre se ha separado de su segundo marido y vive en Nassau –contestó Jessica–. ¿Por qué no los llamas por teléfono?
–¿Para qué? Ahora tienen otra vida y, en realidad, nunca se han preocupado demasiado por mí –suspiró Sally.
–Eran dos críos cuando se casaron –intentó explicar Jessica–. Para ellos fue muy duro asumir la responsabilidad de tener un hijo. Pero no han sido malos padres, Sally.
–¿Por qué Hank y tú esperasteis tanto para tener un hijo?
–No era... conveniente con Hank siempre fuera del país –murmuró Jessica, poniéndose colorada–. ¿Has comprado una rueda de repuesto? –preguntó, como si quisiera cambiar de conversación.