5,00 €
¡Solo en la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y el hombre la felicidad! Estas páginas te ayudarán a sumergirte en el gran río de la misericordia divina. A través de la oración podrás atraer las innumerables gracias que Jesús ha prometido a los que, con confianza, practiquen el culto de la divina misericordia en las formas que ha transmitido santa Fraustina (imagen, fiesta, novena, coronilla y hora de la divina misericordia).
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Veröffentlichungsjahr: 2025
Textos tomados del Diario: 1992 y 2004 Congregación de Religiosas de la Bienaventurada Virgen María de la Misericordia
© Servicio fotográfico L’Osservatore Romano
© Editrice Shalom s.r.l. - 14.09.2022 – Exaltación de la Santa Cruz
© Libreria Editrice Vaticana (textos de los Sumos Pontífices)
© Textos bíblicos: Versión oficial de la CEE
(Conferencia Episcopal Española)
ISBN 978 88 8404 791 5
ISBN ePub 979 12 5639 187 5
Via Galvani, 1 - 60020 Camerata Picena (AN) - ITALY
Per ordinare citare il codice 8087:
www.editriceshalom.it
Tel. 071 74 50 440
dal lunedì al venerdì dalle 8:00 alle 18:00
Whatsapp 36 66 06 16 00 (messaggistica)
Fax 071 74 50 140
a cualquier hora del día y de la noche
La editorial Shalom no cede los derechos de autor (ni patrimoniales, ni morales) al autor del presente libro.
Introducción
La misericordia de Dios en la Biblia
Vocablos y conceptos del término ‘misericordia’
La misericordia de Dios: el corazón del AT
Jesús, encarnación de la misericordia de Dios
La misericordia de Dios en el magisterio
Juan Pablo II
Benedicto XVI
Papa Francisco
Santa María Faustina Kowalska
El culto a la divina misericordia
Objeto del culto: la divina misericordia
Las condiciones del culto a la divina misericordia
1. Confianza en la divina misericordia
2. Misericordia con el prójimo
Las formas del culto a la divina misericordia
1. Veneración de la imagen de Jesús misericordioso
Significado teológico del cuadro
Elementos del cuadro
Promesas ligadas a la veneración
2. Fiesta de la divina misericordia
Promesas ligadas a la fiesta
Modo de celebrar la fiesta
Indulgencia plenaria
3. La coronilla de la divina misericordia
Significado de la coronilla
Características de la oración
Promesas ligadas a su rezo
4. La hora de la divina misericordia
5. Difusión del culto a la divina misericordia
Otros rasgos de la espiritualidad de la divina misericordia
Amor por la Iglesia
Amor por la Confesión
Amor por la Eucaristía
Amor por María Madre de misericordia
Oraciones a la divina misericordia
Coronilla de la divina misericordia
Novena de preparación a la fiesta de la divina misericordia
La hora de la divina misericordia: el Viacrucis
Otras oraciones
El santo Rosario
Misterios gozosos
Misterios luminosos
Misterios dolorosos
Misterios gloriosos
Letanías a la divina misericordia
Oraciones de santa Faustina
Honor y gloria a ti
Para obtener la misericordia de Dios
Ante el Santísimo Sacramento
Por la santa Iglesia y los sacerdotes
Por la Patria
Oración de agradecimiento
Para pedir el amor a Dios
Por el don de la sabiduría
Oh Dios benigno
Para pedir la gracia de realizar obras de misericordia para con el prójimo
Por los pecadores
En el sufrimiento
Por una buena muerte
Oh Jesús, haz mi corazón semejante al tuyo
Madre y Señora mía
Madre de Dios
Dulce Madre del Señor
Tómame bajo tu protección
Oraciones a santa Faustina
Para obtener gracias
A santa Faustina
Letanías a santa Faustina
Del Diario de santa Faustina
Frutos de la oración
¿El infierno existe?
¿El purgatorio existe?
¿El paraíso existe?
Consagración del mundo a la divina misericordia
Jesús misericordioso pintado por Adolf Hyla. Santuario de la Divina Misericordia en Cracovia.
Ap –
APOCALIPSIS
Cód. –
código
Dt -
DEUTERONOMIO
Ef -
CARTA A LOS EFESIOS
Ex -
EXODO
Flp -
CARTA A LOS FILIPENSES
Gál -
CARTA A LOS GALATAS
Hch –
HECHOS DE LOS APOSTOLES
Heb -
CARTA A LOS HEBREOS
Is -
ISAIAS
Jer -
JEREMIAS
Jn –
EVANGELIO SEGUN SAN JUAN
Lc –
EVANGELIO SEGUN SAN LUCAS
Mc -
EVANGELIO SEGUN SAN MARCOS
Mt -
EVANGELIO SEGUN SAN MATEO
n. -
numero
Núm -
NUMEROS
Os –
OSEAS
Rm. -
CARTA A LOS ROMANOS
Pág. -
página
Págs. –
páginas
Rm -
CARTA A LOS ROMANOS
Sal -
SALMOS
1Jn -
SEGUNDA CARTA DE SAN JUAN
1Pe -
PRIMERA CARTA DE SAN PEDRO
1Cor -
PRIMERA CARTA A LOS CORINTIOS
2Cor -
SEGUNDA CARTA A LOS CORINTIOS
Toda la historia de la salvación no hace sino mostrarnos el amor misericordioso de Dios, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del hombre.
Desde la primera caída, Dios quiere liberar al hombre de la condición de muerte y de pecado, haciéndole capaz de vivir el proyecto originario que estableció para él. Dios no ha abandonado nunca a sus criaturas, a pesar de su iniquidad e infidelidad; al contrario, él mismo se rebajó en primer lugar ante el hombre para elevarlo. Toda la Biblia narra cómo el Padre, siendo fiel a su amor al hombre, hace todo lo posible para que se convierta.
El objetivo de las páginas que siguen no es presentar todo lo que se encierra en la Biblia bajo el término misericordia, sino mostrar solo los aspectos de esta realidad –es decir, la misericordia de Dios- que son más significativos.
Con este fin, tomaremos en consideración algunos pasajes tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, indicando en primer lugar algunas consideraciones sobre los términos más usados en la Sagrada Escritura para indicar la misericordia de Dios.
Los autores de los libros sagrados de la Biblia describen la naturaleza del amor de Dios que, como nos enseña san Juan (1Jn 4,8), es la identidad y la misma esencia de Dios, a través de una gran variedad de términos que tienen a su vez múltiples significados. Sobre todo, para hablar de compasión y misericordia, el Antiguo Testamento utiliza el término rahamîm. Es la forma plural de rehem y designa especialmente el seno materno en el que el niño se forma y es llevado antes del nacimiento. Con este término pueden señalarse también las vísceras de un ser humano que, tanto en el Antiguo como el Nuevo Testamento (que utiliza el término splajna), se consideran la sede de los sentimientos. Uniendo estos dos significados podemos decir que el término rahamîm indica el espacio que se reserva en sí para la vida del prójimo, el sentimiento íntimo y profundo que une a dos seres por razones de sangre y de corazón, como ocurre en la relación de amor entre padres e hijos o entre hermanos. Este amor totalmente gratuito responde a una necesidad interior, una exigencia del corazón. También a Dios se le atribuyen ‘vísceras’ capaces de conmoverse por el pueblo (Jer 31,20) o de estremecerse por la cólera (Os 11,8-9). La unión de Dios con su pueblo se expresa significativamente con el afecto visceral de una madre por su niño (Is 49,15-16). La misericordia de Dios se manifiesta por tanto al mismo tiempo como amor paternal y maternal.
El segundo término más importante para comprender la misericordia es hesed, que significa favor gratuito, amor inquebrantable, amistad, indulgencia e incluso gracia. El significado principal es el de ‘bondad’, que generalmente se manifiesta en forma de compasión, piedad y perdón, teniendo siempre como fundamento la fidelidad a un compromiso, que se siente como tal o por los vínculos de la naturaleza, debido a la situación propia, o también como deber jurídico asumido libremente. Se trata de un término relacional, que no indica solo una única acción, sino también una actitud constante, con vistas a mantener una comunión para siempre, pase lo que pase.
Aplicado a Dios, va más allá de cualquier relación recíproca de fidelidad, de la simple comunión o pena por la miseria del hombre; se trata de un don inesperado y no merecido, en cuanto que es un interés libre y gratuito de Dios por el hombre.
A estos dos vocablos principales se añaden tres verbos con sus respectivos derivados, usados unida y paralelamente a rahamîm. Son: hanan, es decir, «mostrar gracia, ser clemente»; hamal, que quiere decir «compadecer», «sentir compasión», «perdonar»; y, finalmente, hus, que significa «conmoverse», «tener misericordia», «perdonar».
En el texto griego, además de splajna, encontramos términos que reflejan los significados del original hebreo, aunque su significado no siempre sea exactamente el mismo, debido a la riqueza semántica de la lengua hebrea. El término más usado, tanto en los LXX como en Nuevo Testamento es eléo, traducción de hesed, que significa «tener misericordia» y «actuar con misericordia», y alude a Dios que tiene piedad de los hombres. Otra palabra del texto griego es oiktirmós (compasión, conmiseración), que subraya el aspecto exterior del sentimiento de compasión, señalando la participación sentida en los sufrimientos o problemas de otros, unida al deseo de aliviarlos y la disponibilidad para ayudar. La mayoría de las veces equivale al término hebreo rahamîm e incluso a los vocablos que significan «gracias» y «favor».
Como se ve, hay que tener en cuenta toda esta rica variedad de vocabulario para profundizar y redescubrir plenamente el concepto de misericordia, en la Biblia y en la vida.
Existe todavía una imagen distorsionada según la cual el Dios del Antiguo Testamento es un Dios iracundo y el del Nuevo Testamento, un Dios benévolo. En realidad, la cosa es completamente distinta. El Antiguo Testamento es una gran escuela de la misericordia de Dios. Dios es un Señor que participa en los acontecimientos de su pueblo. Ama a Israel y sufre cada vez que se aleja de él, poniéndose en acción para llevarle socorro. Quiere que Israel tenga experiencia de él como un Dios más grande que sus debilidades, capaz de ser continuamente misericordioso. El ser misericordioso de Dios forma parte de su misma naturaleza, nace de la exigencia de su corazón y se manifiesta en su libre, gratuita, unilateral y estable disposición benévola para con el hombre. Dios es misericordioso porque es fiel a su amor y a su alianza.
En el Antiguo Testamento la revelación explícita de la misericordia está indisolublemente ligada a la revelación fundamental de Dios en el éxodo de Egipto y después en el monte Sinaí. Entre las páginas más significativas se encuentra la de Éx 34,6-7, en la que Dios, mostrándose a Moisés, revela el misterio de su nombre: «Señor, Señor, Dios compasivo (hannûn) y misericordioso (rahûm), lento a la ira y rico en clemencia (hesed) y lealtad, que mantiene la clemencia hasta la milésima generación, que perdona la culpa, el delito y el pecado, pero no los deja impunes y castiga la culpa de los padres en los hijos y nietos, hasta la tercera y cuarta generación». Aquí, con una intensa serie de términos, se quiere reforzar e inculcar el concepto (el de misericordia, precisamente) que califica el comportamiento de Dios: lento, paciente, ponderado, generoso, compasivo, tolerante y fiel; en contraposición al comportamiento humano: instintivo, pasional, impetuoso, infiel. Y este comportamiento de Dios se dilata en el tiempo, más allá de la misma memoria y perspectiva humana, «por mil generaciones» (el número indica simbólicamente una cantidad incalculable e indefinible). Conceptos similares los encontramos también en otras muchas partes de la Escritura (Éx 20,6; 34,7; Dt 5,10; 7,9; Sal 100,5; 106,1; 107,1; 118,1.4.29; 136; Jer 33,11; 32,18). La misma fórmula de Éx 34,6-7 se repite, entera o en parte, en distintos pasajes del Antiguo Testamento (Núm 14,18; Sal 86,15; 103,8.13; 145,8; Jl 2,13; Gén 4,2), además de la forma sintética de Ef 2,4. En otras muchas partes, el orante necesitado de perdón se dirige a Dios invocando su piedad (Sal 4,2; 6,3; etc.) y llamándolo «padre» (Is 63,16; Sal 103,13). Atención especial merece el texto de Is 49,15 que, traducido casi literalmente del hebreo, dice así: «¿Es posible que la mujer se olvide de su niño, que deje de tener compasión del hijo de sus mismas entrañas? Pues aunque sus entrañas se olviden, yo no te olvidaré». Aquí encontramos la página más sublime que describe con tintes tiernísimos la misericordia de Dios como amor paterno y materno.
El amor paternal está hecho de estímulo y solicitud; el padre quiere hacer crecer a su hijo y llevarlo a la madurez. Por eso un papá difícilmente alabará incondicionalmente a su hijo en su presencia: tiene miedo de que se engría y no progrese más. Al contrario, corrige con frecuencia al hijo: «¿Qué padre no corrige a sus hijos?» (Heb 12,7); y también: «El Señor reprende a los que ama» (Heb 12,6). Pero no solo esto. El padre es también el que da seguridad, que protege, y Dios se presenta al hombre, a lo largo de toda la Biblia, como su «roca, su baluarte y su fuerza salvadora» (cfr. Sal 18,3).
El amor maternal, sin embargo, está hecho de acogida y ternura; es un amor «visceral»; parte de lo más hondo de las entrañas de la madre (y quien ha vivido la experiencia de la maternidad conoce qué unión físico-física se da entre los dos seres), donde se ha formado la criatura, y desde allí afecta a toda su persona haciéndola «estremecerse de compasión». Ante cualquier cosa que haga un hijo, aunque sea terrible, la primera reacción de la madre es siempre la de abrirle los brazos y acogerlo. Si un hijo, que se ha ido de casa, vuelve, es la madre quien suplica y convence al padre para que lo acoja y no le regañe demasiado. En el ámbito humano, estos dos tipos de amor, viril y maternal, están siempre, más o menos, repartidos; en Dios están unidos. He aquí por qué el amor de Dios se manifiesta algunas veces incluso con la imagen explícita del amor materno (Is 29,15); «Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo» (Is 66,13).
Por tanto, la misericordia de Dios se puede concebir como la plenitud de su amor, paterno y materno, cuyo destinatario es el pueblo y cada hombre individual. Como se ve, la idea se expresa con fuerza y radicalidad, más allá de la habitual «compasión» a la que estamos acostumbrados.
La verdad sobre el amor de Dios al hombre lo expresa profundamente también Oseas, bajo la forma de confesión del amor de Dios al infiel Efraín: «¿Cómo podría abandonarte, Efraín, entregarte, Israel? […] Mi corazón está perturbado, se conmueven mis entrañas. No actuaré en el ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque yo soy Dios, y no hombre; santo en medio de vosotros, y no me dejo llevar por la ira» (Os 11,8-9). Su ira no es como la nuestra, no indica un sentimiento violento de repulsa ni una colérica intervención violenta, sino la resistencia que Dios opone al mal y a la injusticia. Su ira es solo el reverso de su amor apasionado, es la expresión de su premura. No es Dios quien necesita a su pueblo, sino su pueblo es quien necesita de él. Cuando su pueblo se aleja de él sobreviene la infelicidad y la miseria: «Una doble maldad ha cometido mi pueblo: me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados que no retienen agua» (Jer 2,13).
El amor de Dios por su pueblo es de una fidelidad inimaginable, en su compasión y misericordia muestra su santidad y su justicia. Debido a su santidad, Dios no puede más que oponerse al mal y al pecado. Por eso se revelan y son castigados todos los errores y pecados cometidos por el pueblo. Son nombrados sin contemplaciones, cada caída es llamada por su nombre. A todos, desde el rey a las personas más sencillas, se les recriminan sus pecados, aparentemente de forma poco piadosa. Pero precisamente por esto se manifiesta la misericordia de Dios, que no podría existir nunca sin la verdad y la justicia. Solo puede curar si diagnostica de modo totalmente claro y honesto. El Antiguo Testamento muestra la grandiosa misericordia de Dios por los pecados de su pueblo, pero los pecados no son minimizados, ni banalizados.
La misericordia puede «arraigar» solo donde los pecados son llamados por su nombre. Y viceversa, solo es posible fijar la mirada en la propia miseria, ver los pecados propios y reconocerlos en el encuentro con la misericordia de Dios. Revelar la propia culpa ante un juez despiadado sería, en cierto sentido, un suicidio. Solo ante el amor de Dios, que odia el pecado pero ama al pecador, es posible reconocer y confesar el propio pecado. Como un niño que ha hecho una de las suyas, el pecador puede correr hacia Dios y echarse en sus brazos misericordiosos. Solo la confianza en Dios, en Jesús («Jezu, ufam tobie», «Jesús, confío en ti»), hace posible el arrepentimiento por los pecados propios por amor a Dios.
Se acusa a la Biblia y al cristiano de hablar demasiado del pecado. Es verdad: nuestra liturgia habla mucho del pecado, pero ¿no será porque confiamos en la misericordia de Dios? Así como creemos y confiamos en un Dios infinitamente misericordioso, no tenemos necesidad de esconder los pecados, negar nuestros errores, declarar continuamente nuestra inocencia. Solo así podemos entender por qué los santos se tenían como grandes pecadores. Veían, a la luz de la misericordia de Dios, qué pecadores eran todavía y qué profunda era su miseria.
El Antiguo Testamento es verdaderamente la gran historia de amor de Dios con su pueblo, la escuela de la misericordia. Pero solo en Jesucristo se revela la medida completa de la misericordia de Dios. Él es la misericordia de Dios «en persona».
Todas las características del Dios misericordioso del Antiguo Testamento se manifiestan plena y definitivamente en la persona de Jesucristo: «Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo» (Gál 4,4). Cristo, el Hijo eterno de Dios, igual en poder y gloria al Padre, se hizo pobre; bajó en medio de nosotros, se hizo cercano a cada uno de nosotros; se despojó, «anonadándose», para hacerse en todo igual a nosotros (Flp 2,7; Heb 4,15). ¡La Encarnación de Dios es un gran misterio! Pero la razón de todo esto es el amor divino, un amor que es gracia, generosidad, deseo de proximidad, misericordia y que no deja de entregarse y sacrificarse por las criaturas amadas. La misericordia, el amor, es compartir en todo la suerte del amado. El amor hace iguales, crea igualdad, derriba los muros y las distancias. Y Dios ha hecho esto con nosotros.
Jesús, de hecho, «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado» (Gaudium et spes, 22).
La humanidad de Jesús es presencia de misericordia, signo de la compasión de Dios por los débiles, los vacilantes. Por eso va a buscar a los pecadores, se sienta con ellos en la mesa y los llama a ser sus discípulos. Percibir esta realidad puede suscitar en el hombre un deseo auténtico de conversión y fidelidad a su vocación.
Jesús mismo nos da la mejor prueba de que el Dios del Antiguo Testamento es el Dios misericordioso. Como «fórmula breve» en el camino a la santidad nos dice simplemente esto: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Vivir la misericordia significa por tanto ser perfectos «como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).
Pero, ¿cómo es misericordioso nuestro Padre celestial? ¿Cómo podemos nosotros, pobres pecadores, reflejar la perfección de Dios precisamente en la misericordia? Dios nos ha revelado este camino hacia su perfección enviando a su Hijo: en él podemos ver, en forma humana, la misericordia de su Padre. Y podemos aprender, en comunión con él, la misericordia del Padre. Viviendo en comunión con Jesús podemos llegar a ser sus discípulos.
Él puede mostrarnos la misericordia de su corazón. Puede, todavía más, imprimirla en nosotros, formarnos según su corazón. Este es el camino nuevo que el Padre nos ha entreabierto. ¿Cómo podríamos, de otra forma, conocer la misericordia de Dios si no pudiéramos verla en el rostro humano de Jesús? La misericordia de Jesús es, por tanto, el camino para ser iguales a Dios.
Con frecuencia Jesús en el Evangelio no solo predica el mensaje de la misericordia, sino que también lo vive. Pongamos solo tres ejemplos: la viuda de Naín (Lc 7,11-15). Su hijo único ha muerto. Lo llevan fuera de la ciudad. Jesús se encuentra con el cortejo fúnebre y, al ver a la viuda, «se compadeció de ella», literalmente: «Se conmovió hasta las vísceras». En otra ocasión es la vista y la súplica desesperada de un leproso lo que conmueve profundamente a Jesús (Mc 1,40-45). Y en otra ocasión son dos ciegos que, con su miseria, suscitan su profunda compasión (Mt 20,29-34).
Jesús ha explicado de la mejor forma el mensaje de la misericordia del Padre en sus parábolas. Esto vale en primer lugar para la parábola del buen Samaritano (Lc 10,25-37). Jesús la cuenta respondiendo a la pregunta: «¿Quién es mi prójimo?». La respuesta es: no una persona cualquiera lejana, sino más bien aquél para quien eres cercano, aquél que encuentras concretamente y que, en esta situación de necesidad, necesita de tu ayuda. La misericordia no es un sentimiento vago de «amor universal». Es concreta. En el relato de Jesús, el Samaritano actúa de modo humano: es presa de una profunda compasión y hace lo que la situación requiere.
Interrumpe su programa de viaje, trabajos y compromisos, y cuida al herido grave. «¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». La respuesta es inevitable: «El que practicó la misericordia con él».
La misericordia es concreta. Jesús no predica un amor a los lejanos, sino a los cercanos. Tal amor no está ligado a vínculos familiares, a la amistad, a la pertenencia religiosa o étnica, sino que tiene su criterio en el hombre que encontramos por el camino y que, aquí y ahora, necesita de una ayuda concreta.