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Del deber al deseo Tony Carlino mantuvo la promesa de casarse con la viuda de su mejor amigo, Rena Montgomery. Rena y él habían vivido un tórrido romance hacía mucho tiempo y Tony la había abandonado… Pero ni un matrimonio obligado podía disminuir el deseo que Tony todavía sentía por ella. Mentir por amor Joe Carlino regresó al valle de Napa para ayudar a dirigir la bodega familiar, no para verse distraído por su bella secretaria, Ali Pendrake. Joe ya había cometido el error de tener una relación con una de sus empleadas y no quería repetirlo, pero Ali lo atraía de un modo irresistible. Reencuentro inesperado Inesperadamente, el empresario Nick Carlino se encontró cara a cara con una mujer que había formado parte de su pasado, Brooke Hamilton, y con su bebé de cinco meses. A pesar de que llevaban años sin verse, Nick le ofreció su hospitalidad. Pero tener a Brooke bajo el mismo techo le despertó recuerdos que habría preferido dejar olvidados, y pasiones que debía controlar. El legado de los viñedos Carlino pendía de un hilo…
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Seitenzahl: 506
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 421 - mayo 2019
© 2010 Charlene Swink
Del deber al deseo
Título original: Million-Dollar Marriage Merger
© 2010 Charlene Swink
Mentir por amor
Título original: Seduction on the CEO’s Terms
© 2010 Charlene Swink
Reencuentro inesperado
Título original: The Billionaire’s Baby Arrangement
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-965-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Del deber al deseo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Mentir por amor
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Reencuentro inesperado
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Si te ha gustado este libro…
Tony Carlino estaba encaprichado con los coches, la velocidad y el peligro desde la infancia. Las colinas de Napa, origen de muchos merlot y pinot excelentes, ya se habían convertido en su campo de juegos cuando solo tenía seis años. Se subía a su monopatín, se lanzaba por los terraplenes a toda velocidad y, frecuentemente, terminaba de cabeza en la hierba.
Pero Tony no se rendía nunca cuando quería algo. No se dio por satisfecho hasta que dominó las pendientes con el monopatín, con la bicicleta y, por último, con la moto. Más tarde, se graduó en las carreras de coches de la NASCAR y se convirtió en un campeón.
Con el tiempo, dejó temporalmente las carreras y se encaprichó de otras cosas. Ya no estaba fascinado con los coches y la velocidad, sino con una clase de peligro muy diferente, que no tenía nada que ver con eso.
Rena Fairfield Montgomery.
Miró a la viuda de ojos azules desde el otro lado de la tumba donde se habían congregado varias docenas de personas. El viento del valle jugueteaba con su vestido solemnemente negro, le apartaba el pelo de la cara y mostraba su expresión de tristeza.
Rena le odiaba.
Por buenos motivos.
Además, Tony sabía que, cuando terminara la ceremonia, se vería obligado a internarse en un campo minado de emociones. Y no había nada que fuera más peligroso para él. Especialmente, cuando se trataba de Rena y de todo lo que representaba.
Giró la cabeza y observó las tierras y las viñas de los Carlino; las tierras y las viñas que habían alimentado a su familia durante generaciones, las que él había repudiado en cierta ocasión, las que habían pasado a ser responsabilidad suya y de sus hermanos desde el fallecimiento de su padre.
Volvió a mirar a Rena, que ya se había quedado sin lágrimas. Estaba junto al ataúd, de color bronce, mirándolo como si no pudiera creer lo sucedido; como si no pudiera creer que David, su amado esposo, hubiera muerto.
Tony se estremeció y tuvo que hacer un esfuerzo para contener sus propias lágrimas. David había sido su mejor amigo desde que jugaban juntos al monopatín. Habían sido uña y carne. Habían mantenido su amistad en todas las circunstancias y a pesar de la rivalidad que existía entre sus dos familias.
Incluso a pesar de Rena se había enamorado antes de Tony.
En ese momento, Rena extendió un brazo hacia el ramo de flores que estaba sobre el ataúd. Retiró la mano justo cuando las yemas de sus dedos acariciaban un pétalo. Y entonces, miró a Tony.
Al hombre que conocía su secreto. Al hombre que no lo revelaría nunca.
Él le devolvió la mirada y, durante unos segundos, la complicidad y el dolor por la pérdida de David los unió.
Rena parpadeó y se alejó del ataúd con piernas temblorosas, mientras todos miraban a la preciosa viuda que acababa de dar el último adiós a su esposo.
–Era un buen tipo –dijo Nick.
Tony miró a Nick y a Joe, sus hermanos pequeños, que se acababan de acercar a él.
–Sí, lo era –replicó, sin apartar la vista de Rena.
–Rena se ha quedado sola –comentó Joe–. Tendrá que trabajar mucho para mantener Purple Fields a flote.
Tony respiró hondo y pensó en su próximo movimiento. Rena y él habían sido rivales durante años, pero la bodega de la viuda se estaba hundiendo poco a poco y se encontraba al borde de la quiebra.
–No tendrá que hacerlo.
Joe se puso tenso.
–¿Es que tienes intención de comprarle el negocio? No lo venderá, hermanito. Es una mujer obstinada. Le han hecho muchas ofertas y las ha rechazado.
–Pero ninguna de esas ofertas será como la mía.
Joe miró a su hermano a los ojos.
–¿Le vas a ofrecer algo que no pueda rechazar?
–Algo así. Le voy a pedir que se case conmigo.
Rena se marchó sola en su coche, rechazando los ofrecimientos de amigos y de vecinos bienintencionados que la querían llevar a casa, sentarse a su lado y rememorar la vida de David Montgomery.
Ella nunca había entendido que la gente se reuniera después de un entierro y se dedicara a comer, a beber e incluso a reír, olvidando a veces el motivo del acto. Pero fuera como fuera, no le podía hacer eso a David, un buen hombre y un marido cariñoso que había muerto a una edad demasiado temprana. No podía celebrar una vida que se había interrumpido en plena juventud, con tantos años por delante.
Así que, cuando llegó el momento de dirigirse a las personas que se habían congregado en el cementerio, se limitó a decir unas palabras antes de subirse al coche y marcharse: «Espero que disculpéis. Necesito estar sola».
Circuló por las carreteras y estrechas calles de Napa, que conocía palmo a palmo porque había crecido y se había casado allí. Y lloró en silencio, derramando lágrimas que ya creía agotadas y que corrieron por sus mejillas.
Al llegar a la propiedad de los Carlino, una extensión de hectáreas y hectáreas de vibrantes viñedos, redujo la velocidad y detuvo el vehículo.
Sabía por qué estaba allí. Sabía por qué se había detenido precisamente ante la puerta de entrada. Rena culpaba a Tony Carlino por la muerte de David y deseaba gritarlo a los cuatro vientos.
Un deportivo de color plateado apareció momentos después y paró detrás de su coche. Al mirar por el retrovisor, Rena supo que había cometido un error grave. Tony bajó del deportivo y caminó hacia su ventanilla.
–Oh, no.
Rena apoyó la frente en el volante, que aferró con fuerza. Se mordió el labio y se tragó el deseo de gritar. No tenía fuerzas suficientes.
–¿Rena?
El rico y profundo tono de la voz de Tony atravesó la ventanilla. Tony había sido su amigo una vez; había sido lo más importante del mundo para ella. Pero las cosas habían cambiado tanto que ahora solo veía a un desconocido que no debería haber vuelto al valle.
–Estoy bien, Tony –dijo, levantando la cabeza del volante.
–No es cierto.
–Acabo de enterrar a mi esposo.
Tony abrió la portezuela.
–Habla conmigo.
Ella sacudió la cabeza.
–No. No puedo.
–Pero has venido aquí por una razón.
Rena cerró los ojos, intentando refrenar sus sentimientos, pero su mente no dejó de pensar en la muerte de David.
Salió del coche, presa de una ira renovada, y empezó a caminar por la estrecha carretera, flanqueada de árboles. A los pies de la colina, el valle se extendía entre vides y casas grandes y pequeñas, donde muchas familias trabajaban juntas, codo con codo, por conseguir una buena cosecha.
Le había prometido a David que sacaría adelante Purple Fields. Una promesa extraña para haberla formulado en su lecho de muerte; pero una promesa que, en todo caso, debía cumplir. Rena amaba Purple Fields; había sido el legado de sus padres y ahora era su hogar, su refugio y su vida.
Caminaba tan deprisa que Tony tardó en alcanzarla.
–Maldita sea, Rena… David era mi amigo. Yo también lo quería.
Rena se detuvo y se giró hacia él.
–¿Que tú lo querías? ¿Cómo te atreves a decir eso? ¡Ha muerto por culpa tuya! –estalló al fin–. No deberías haber vuelto. David era feliz hasta que tú apareciste.
Tony apretó los labios.
–Yo no soy responsable de su muerte, Rena.
–David no se habría sentado al volante de ese coche de carreras si no hubieras vuelto a casa. Desde que volviste, no hacía otra cosa que hablar de ti. ¿Es que no lo entiendes? Tú representabas todo lo que David quería. Te fuiste de los viñedos. Te hiciste piloto. Ganabas carreras. Te convertiste en un campeón.
Tony sacudió la cabeza.
–Fue un accidente, Rena; solo un accidente.
–Un accidente que no se habría producido si te hubieras mantenido lejos –insistió.
–Sabes perfectamente que no podía. Mi padre falleció hace dos meses. Volví a casa para dirigir la empresa.
Rena clavó la mirada en sus ojos, con frialdad.
–Ah, claro, tu padre.
Santo Carlino, el padre de Tony, había sido un hombre capaz de hacer cualquier cosa por su imperio vinícola. Había intentado comprar todas las bodegas pequeñas del valle; y cuando sus dueños se negaban a vender, él encontraba la forma de arruinarlos. Purple Fields había sido la excepción, una espina clavada en el corazón de los Carlino. Los padres de Rena se habían resistido con uñas y dientes y se habían salido con la suya.
–No quiero hablar mal de los muertos –continuó ella–, pero…
–Ya sé que lo despreciabas –la interrumpió.
Rena se mordió la lengua.
–Márchate, Tony. Déjame en paz.
Tony sonrió.
–Lamento decirte que estoy en mis tierras.
Rena respiró hondo y se maldijo en silencio por haber ido a su propiedad. Como David habría dicho, había sido una decisión propia de una descerebrada.
Ya se dirigía de vuelta al coche cuando Tony la agarró del brazo.
–Deja que te ayude.
A ella se le hizo un nudo en la garganta. Al parecer, Tony no sabía lo que le estaba pidiendo; no sabía que jamás aceptaría su ayuda.
Lo miró una vez más y se llevó una sorpresa. Eran los mismos ojos oscuros de siempre, pero su mirada había cambiado. Ahora tenía un fondo de paciencia que jamás habría creído posible en Tony Carlino. Al fin y al cabo, no había ganado un campeonato nacional por su habilidad para esperar.
–No me toques, por favor.
Él miró el brazo de Rena y lo acarició con dulzura, subiendo y bajando la mano por su piel.
–Lo digo en serio, Rena. Me necesitas.
Rena se apartó de Tony y se alejó un poco.
–No, yo no te he necesitado nunca. Además, solo me ofreces tu ayuda porque te sientes culpable –dijo.
Tony le dedicó una mirada helada.
Ella se alegró.
No necesitaba ni su ayuda ni su lástima. Se las había arreglado doce años sin Tony Carlino y no necesitaba nada que le pudiera ofrecer.
Solo quería acurrucarse en su cama y soñar con el día en el que, por fin, tuviera a su hijo entre los brazos.
Tony cerró los libros de contabilidad de los Carlino, estiró las piernas y se frotó el hombro, que le dolía. Sus viejas lesiones de piloto de carreras tenían la extraña habilidad de hacer acto de presencia cada vez que se sentaba en el despacho de su difunto padre. Quizás fuera porque Santo se había opuesto a que se marchara de Napa. Pero puestos a elegir entre el negocio familiar y las carreras, eligió lo segundo.
Tony quería algo más que uvas, viñas y una preocupación constante por la vendimia y por el tiempo que iba a hacer. Santo se lo tomó tan mal que incluso se negó a hablar con él cuando se marchó. No en vano, era el mayor de sus tres hijos; el que algún día se haría cargo del negocio. Y al final resultó que ninguno de los tres se quedó en casa.
Pero desde entonces, habían pasado doce años.
Y muerto Santo, Tony no había tenido más remedio que volver.
El testamento de su padre estipulaba que, si los tres hermanos querían recibir la herencia que les correspondía, tenían que volver a las tierras de los Carlino, dirigir la empresa y ponerse de acuerdo para que uno de ellos asumiera el cargo de presidente en un plazo no superior a seis meses.
Tony sabía que el testamento de Santo no era más que un truco para manipularlos. Pero él no estaba allí por el dinero de la herencia. Él tenía dinero de sobra. Había vuelto para asistir al entierro de su padre y para recuperarse de las heridas que había sufrido meses atrás, al sufrir un accidente en la carrera de Bristol.
Como hermano mayor, le había correspondido la tarea de llamar a sus hermanos y pedirles que volvieran a casa. Joe, el cerebro de la familia, estaba viviendo en Nueva York, donde trabajaba en su última invención para la industria informática. En cuanto a Nick, el menor de los tres, se estaba ganando toda una reputación como seductor y como jugador en Europa.
Tony sonrió al pensar en Nick. Tenía una vitalidad desbordante, frente a la que habría palidecido el propio Santo Carlino en sus días de juventud. Pero, a pesar de su carácter, Tony no podía negar que Santo también había sido un marido leal y afectuoso. Muchos pensaban que Josephina le había soportado porque era una especie de santa. No podían estar más equivocados. En realidad, Santo habría hecho cualquier cosa por ella.
–Bueno, ¿cuándo es la boda?
Tony se giró hacia Joe, que acababa de entrar en el despacho.
–¿Cómo?
–¿No dijiste que te ibas a casar?
Tony apartó los libros de contabilidad y se recostó en el sillón.
–Para casarse, se necesita una novia.
–Sí, eso tengo entendido –dijo con humor–. Pero dime, ¿por qué has elegido a Rena? ¿Es por Purple Fields? ¿O por otra cosa?
Su hermano mayor suspiró.
–Quizás sea porque lo quiero todo.
–¿Lo quieres? ¿O lo deseas? –preguntó con malicia.
Tony entrecerró los ojos.
–No sigas por ese camino, Joe –le advirtió.
Joe se encogió de hombros.
–Es la primera vez que hablas de matrimonio. Y lo último que esperaba oír tras el entierro de David es que tienes intención de casarte con su viuda… Aunque se trate de Rena. Además, todos sabemos que no es precisamente tu mayor seguidora.
Tony soltó un bufido.
–No me digas –se burló.
–Aún no has contestado a mi pregunta. ¿Por qué te quieres casar con ella? –insistió–. ¿Estás enamorado?
Tony frunció el ceño a pesar de sus esfuerzos por mantenerse impasible. Había estado enamorado de Rena en su juventud, pero las carreras le gustaban aún más que ella y, al final, le había partido el corazón.
Ahora se le había presentado la oportunidad de pagar la deuda que había contraído con Rena y de honrar la promesa que le había hecho a David cuando su amigo se encontraba al borde de la muerte. David le imploró que cuidara de su esposa y del hijo que, según sospechaba, llevaba en su vientre.
Tony no tuvo más remedio que aceptar. No sabía si estaba preparado para casarse con ella y para cuidar de un niño que ni siquiera era suyo, pero lo haría de todas formas.
–No, no estoy enamorado… –Se levantó y miró a su hermano a los ojos, bajando la voz–. Es por otro motivo.
–¿Otro motivo?
–Le prometí a David que cuidaría de su bodega, de Rena y… del hijo que está esperando –le informó.
Joe se llevó una mano a las gafas y se las ajustó un poco mientras miraba a su hermano. Después, asintió y dijo:
–Comprendo. Y supongo que Rena no lo sabe.
–No.
–¿La ves con frecuencia?
–Me temo que no –contestó–. La he llamado varias veces desde el entierro, pero se niega a hablar conmigo.
–No me extraña.
–¿Cómo que no te extraña?
–Oh, vamos, Tony… ¿creías que estaría encantada de retomar vuestra relación donde la dejaste hace doce años? Le rompiste el corazón. La dejaste completamente destrozada –le recordó Joe–. Todos se alegraron mucho cuando se enamoró de David y salió del agujero. Discúlpame por lo que voy a decir, pero tu nombre quedó bastante maltrecho durante una temporada.
–Lo sé.
–Luego, empezaste a ganar carreras y la gente olvidó el dolor que le habías causado a Rena. Pero Rena no lo olvidó. Y ahora, por si eso fuera poco, su esposo ha fallecido. No es extraño que no quiera saber nada de ti. Lo ha pasado muy mal.
–En cualquier caso, tengo que mantener la promesa que le hice a David.
Joe sonrió.
–Respeto tu fuerza de voluntad, Tony. Aunque no imagino qué puedes hacer para seducir a una mujer que te…
–¿Que me odia?
–En efecto.
–Bueno, tengo un plan.
Joe sacudió la cabeza.
–Tú siempre tienes uno.
–Y ha llegado la hora de ponerlo en marcha.
Rena miró el interior del armario entre las lágrimas que le cegaban los ojos. Habían pasado tres meses desde el entierro de David y la ropa de su esposo seguía estando al lado de la suya, en el mismo lugar.
Extendió un brazo y acarició su camisa preferida, de color azul pálido. Se recordó sentada junto al fuego, con la cabeza apoyada en el pecho de David, sobre esa misma camisa, mientras él le pasaba un brazo por encima de los hombros.
–¿Qué voy a hacer ahora, David? –se preguntó en voz alta.
Se había quedado viuda a los treinta y un años. Jamás habría imaginado algo así. Sobre todo cuando, unas semanas antes, había estado planeando el momento de decirle a su marido que se había quedado embarazada. Lo tenía todo pensado. Incluso había comprado tres camisetas para celebrar el acontecimiento: la primera, la de David, decía: «soy el padre»; la segunda, la suya, «soy la madre» y la tercera, la del niño, «soy el jefe».
Estaba tan contenta que ni siquiera había ido al médico después de hacerse la prueba de embarazo. Quería que David fuera el primero en saberlo.
Pero las cosas habían cambiado tanto que ahora estaba sola y en una situación extremadamente precaria. La única luz de su vida era el niño que llevaba en su vientre; un niño al que adoraba y al que había jurado proteger a toda costa.
Al cabo de unos minutos, cerró el armario. No se sentía con fuerzas para retirar la ropa de su difunto marido.
–No estoy preparada –susurró.
Poco después, la voz de su vieja amiga Solena Meléndez la sacó de sus pensamientos.
–¿Quieres que te ayude con las cosas de David?
Rena sonrió con tristeza. Desde el fallecimiento de David, Solena había adquirido la costumbre de pasar por la casa todas las mañanas, para asegurarse de que se encontraba bien.
–No, pero te lo agradezco.
Solena y Raymond Meléndez trabajaban en Purple Fields. Solena era la catadora oficial y Raymond se encargaba de supervisar los viñedos. Habían sido empleados leales de la empresa desde que Rena y David la heredaron, tras la muerte de sus padres.
–Todo lleva su tiempo, Rena.
Rena asintió.
–Lo sé.
–Y cuando llegue el momento, te ayudaré.
Rena volvió a sonreír y se secó las lágrimas.
–Gracias, Solena.
Se acercó a Solena y la abrazó. Su relación con Raymond y con ella había cambiado con el transcurso de los años; ya no los consideraba empleados, sino amigos.
Amigos cuyos salarios no podría pagar si no conseguía un crédito del banco.
–Hoy hemos recibido varios pedidos –le informó–. Me aseguraré de que lleguen a tiempo.
Rena asintió. Por suerte, Solena le recordaba todos los días que tenía un negocio que dirigir. Purple Fields era una bodega pequeña pero de gran reputación que se había mantenido por sí misma hasta que la crisis económica y la presión de las bodegas más grandes empezaron a hacer mella.
–Hoy tengo una reunión en el banco.
Rena no se hacía demasiadas ilusiones, pero debía intentarlo. Necesitaba el crédito para afrontar los gastos del mes corriente y del siguiente. David le había dejado la pequeña suma de su seguro de vida, pero era el dinero para pagar las facturas del médico y para abrir una cuenta a nombre de su hijo.
Un hijo del que nadie sabía nada. No se lo había dicho a ninguno de sus conocidos y amigos. Ni siquiera a Solena.
–Ojalá que tengas suerte…
–Ojalá.
Solena salió de la habitación y Rena entró en el cuarto de baño para arreglarse un poco. Sus ojeras eran tan evidentes que sabía que no las podría disimular con maquillaje, pero debía hacer un esfuerzo por dar buena imagen cuando se reuniera con el señor Zelinski, el gerente del banco. Los banqueros desconfiaban de la desesperación. Rena lo sabía y había preparado el encuentro con todo tipo de cifras y resultados, para demostrar que Purple Fields era rentable.
Ya estaba cruzando el comedor cuando llamaron a la puerta.
–¿Quién será? –se dijo.
Rena alcanzó el bolso y la carpeta con los datos financieros de la bodega antes de abrir. Era Tony Carlino.
–¿Tony? ¿Qué haces aquí?
Él le dedicó una sonrisa sombría.
–No respondes a mis llamadas.
–No respondo porque tengo una buena razón para no responder. No quiero hablar contigo –replicó.
–Puede que no, pero yo necesito hablar contigo.
Rena respiró hondo e intentó mantener la calma. El simple hecho de ver a Tony bastaba para que su mente se llenara de malos recuerdos. Pero había superado su decepción con él, había seguido adelante y no quería saber nada de su antiguo amor.
–¿Ah, sí? ¿Y de qué quieres hablar?
Tony miró el interior del edificio. No había estado en él en muchos años. Y por supuesto, Rena no lo invitó a entrar.
–De algo que no te puedo decir en la puerta de tu casa.
Ella miró la hora.
–Lo siento, pero estaba a punto de irme. No puedo hablar contigo.
–Entonces, cenemos juntos.
–¿Cenar? –Rena tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no arrugar la nariz–. No quiero cenar contigo.
Tony suspiró, desesperado.
–No recordaba que fueras tan difícil…
Rena pensó que no la recordaba tan difícil porque no lo era cuando conoció a Tony, a los dieciséis años. Se enamoró de él a primera vista, aunque lo mantuvo en secreto durante una temporada. Tony tenía una sonrisa que le iluminaba el corazón; y cuando le hacía reír, se sentía como si estuviera en el paraíso.
–Ya no me conoces, Tony. –Alzó la barbilla, orgullosa.– Si quieres hablar conmigo porque te sientes culpable por lo de David, estás perdiendo el tiempo.
Tony volvió a suspirar.
–No tengo motivos para sentirme culpable –afirmó–. Pero estoy aquí por David.
Rena volvió a mirar la hora. Aunque no quería llegar tarde, Tony le había despertado la curiosidad.
–¿Por David? ¿Qué pasa con él?
–Cena conmigo y te lo diré.
Atrapada entre su prisa y la curiosidad, Rena no tuvo más remedio que aceptar el ofrecimiento de Tony.
–De acuerdo.
–Pasaré a recogerte a las ocho.
–Muy bien. Pero ahora, tengo que marcharme.
Tony asintió y se fue. Rena soltó un suspiro de alivio.
No quería pensar en la cena que le esperaba aquella noche. No estaba dispuesta a hacer las paces con él. Aunque lo conocía lo suficiente como para saber que no aceptaría una negativa por respuesta.
Sin embargo, ahora debía concentrarse en el asunto del banco.
–Cada cosa en su momento –se dijo.
A fin de cuentas, tenía problemas más importantes que cenar con Tony Carlino.
Tony salió de Purple Fields y giró a la derecha, para tomar la carretera que llevaba a la propiedad de los Carlino. A ambos lados, en colinas y valles, se extendían los viñedos que cubrían la tierra con un manto verde.
Llevaba tres meses en Napa y aún se sentía desorientado e inseguro con el lugar que ocupaba. La muerte de su padre lo había obligado a asumir la responsabilidad de dirigir la empresa, aunque fuera con ayuda de Joe y de Nick.
Pero el momento no podía haber sido más adecuado. Tony había dejado huella en la NASCAR y había disfrutado cada segundo de su carrera como piloto, hasta que aquel accidente lo sacó de las pistas. Entonces, empezó a considerar la posibilidad de dejar las carreras. Y la muerte de Santo aceleró los acontecimientos.
Su vida había cambiado drásticamente y en muy poco tiempo. No sabía si estaba preparado para casarse y criar a un hijo que no era suyo, pero le había hecho una promesa a David y, por otra parte, Rena tenía razón en una cosa: si no hubiera vuelto a Napa, si no hubiera renovado su amistad con David, él no habría perdido la vida.
Al llegar a la propiedad de los Carlino, pulsó el mando a distancia y las puertas de hierro forjado se abrieron. Segundos más tarde, detuvo el coche delante del garaje y salió. Joe, que estaba en el vado, lo recibió con su sonrisa de siempre y le dio una palmada en la espalda.
–Cualquiera diría que has visto un fantasma…
Tony pensó que, en cierto modo, lo había visto. La trágica muerte de David se repetía una y otra vez en su memoria desde que había salido de Purple Fields.
La tarde del accidente fue gloriosa, con brisa y poco más de veinte grados de temperatura; una tarde de las que despertaban los deseos de vivir. Tony recordó que estaba pensando exactamente eso cuando David se estrelló. Y minutos después, se encontraba a su lado en la ambulancia que lo llevaba al hospital.
–Creo que Rena está embarazada –le había dicho David, haciendo un esfuerzo por hablar.
–Calla, no digas nada… Ahorra fuerzas, por favor.
David siguió hablando de todas formas, en voz tan baja que Tony se tenía que inclinar sobre él para entender lo que decía.
–Tony…
–Sí, no te preocupes, estoy contigo.
–No la dejes sola. Rena merece una buena vida. Prométeme que cuidarás de ella… y de nuestro hijo.
–Te lo prometo, David.
–Cásate con ella… –le rogó, aferrándose a su mano–. Prométeme que te casarás con ella.
Tony no lo dudó.
–Está bien. Lo haré.
David asintió y cerró los ojos.
–Y dile que la amo.
–Aguanta, David… Rena llegará al hospital dentro de poco. Se lo podrás decir tú mismo.
Cuando llegaron al hospital, Rena ya los estaba esperando. Tony los dejó a solas para que pudieran hablar, y David falleció poco después. Aún podía oír los sollozos de Rena. Jamás había visto a una mujer tan destrozada.
Sacudió la cabeza, miró a Joe y dijo:
–He estado con Rena.
Joe arrugó la nariz.
–Ah, eso explica tu mirada de desesperación… Y supongo que también habrás estado pensando en David, ¿verdad?
–Sí, no me lo quito de la cabeza. Yo soy el piloto de carreras, el que se arriesga; pero tuvo que ser él quien muriera en un accidente.
–Todos los días se producen accidentes, Tony. Además, tú no tienes la culpa de que se subiera a un coche; tú no lo animaste a competir.
–Ojalá Rena lo viera de esa forma… todo sería mucho más fácil.
–Bueno, ¿y qué tal te ha ido con ella?
Tony se encogió de hombros.
–Hemos quedado para cenar.
–Es un principio…
Tony se frotó la mandíbula.
–No sé qué decir, Joe. Rena es tan orgullosa como obstinada.
–Mujeres… –ironizó–. Ya he aprendido esa lección. No quiero más relaciones amorosas.
–Parece que Sheila te dejó una huella profunda…
Esta vez fue Joe quien se encogió de hombros.
–Ya lo he superado.
Por la actitud relajada de Joe, Tony supo que era sincero. Su impresionante secretaria neoyorquina había jugado con él y había utilizado sus encantos para arrastrarlo al matrimonio; pero luego encontró a una víctima con más dinero, abandonó a Joe y se casó con un hombre que le doblaba la edad.
–Bueno, te dejo –continuó Joe–, me voy a la oficina. Suerte con Rena esta noche.
–Gracias. Y por cierto, no se lo digas a nadie.
Tony no quería que la gente lo supiera. Algunas personas no entenderían que saliera a cenar con la viuda de su mejor amigo.
–Descuida, hermanito. Te guardaré el secreto.
Rena tenía las manos heladas cuando detuvo el coche y miró su casa, que había visto días mejores y pedía a gritos un tejado nuevo y una capa de pintura.
En los últimos tiempos, había descuidado el jardín y los edificios aledaños a la casa; pero los viñedos que se veían al fondo, cuyas uvas eran el pilar del legado que había recibido, estaban en las mejores tierras de la zona. Sus vinos merlot y cabernet habían ganado muchos premios por la combinación de buen tiempo, buena tierra y minerales. Los viñedos no la dejaban nunca en la estacada.
–Esas viñas son lo único que tengo… –se dijo con voz temblorosa–. ¿Qué voy a hacer?
La reunión con el señor Zelinski no había dado los resultados que esperaba. David se había endeudado en exceso para mantener la empresa a flote, aunque Rena tuvo que presionar al gerente del banco para que le dijera la cruda verdad. A fin de cuentas, los Fairfield y los Montgomery llevaban mucho tiempo en Napa y eran amigos del gerente del banco. Zelinski simpatizaba con ella y no quería verla en esa situación.
Pero, en cualquier caso, sus esperanzas se habían ido al garete. Además de no poder acceder a un crédito, tendría que pagar el que David había pedido para mantener la empresa; lo que, en otras palabras, significaba que iba a necesitar mucho más dinero del que había supuesto al principio.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Al otro lado del vado, ya entre las vides, Raymond se dedicaba a comprobar las hojas de las plantas para asegurarse de que estaban sanas. Rena sabía lo que tenía que hacer, pero lo odiaba con todo su corazón. En esas circunstancias, no le quedaba más opción que despedir a Raymond y a Solena.
Desesperada, salió del coche y corrió hacia la casa, llorando. Su mundo se derrumbaba a toda prisa. Acababa de perder a su esposo y ahora también iba a perder a sus viejos y buenos amigos.
Pero no podía hacer nada; ni podía esperar que Raymond y Solena se quedaran con ella sin cobrar un céntimo. Afortunadamente, sabían tanto de vinos y eran tan eficaces y trabajadores que estaba segura de que encontrarían otro empleo con rapidez.
Cerró la puerta, se encerró en su dormitorio y se secó las lágrimas. A continuación, dejó la carpeta y el bolso a un lado, se quitó los zapatos y se tumbó en la cama, donde estuvo un buen rato mirando al techo.
Repasó las opciones que tenía. Se preguntó a quién podía acudir en busca de ayuda y qué podía hacer para salvar la bodega. Y por fin, después de media hora de pensamientos tortuosos, llegó a la única conclusión posible.
Tendría que vender Purple Fields.
Tony no estaba seguro de que llevar un ramo de flores a Rena fuera lo más adecuado. Sabía que los tulipanes le encantaban y sabía que le gustaban especialmente los de color rojo; más de una vez, en la adolescencia, le había confesado que los encontraba tan brillantes y alegres que siempre le arrancaban una sonrisa. Pero esta vez no le arrancarían ninguna sonrisa. Él no podía hacer nada por animarla. Salvo, tal vez, desaparecer.
Al final, llamó a la puerta de la casa con las manos vacías. Solo esperaba que no hubiera cambiado de opinión sobre la cena.
Al fin y al cabo, la había tenido que presionar para que cenara con él. No le había dejado otra opción. Había esperado un tiempo prudencial para acercarse a ella y darle tiempo para que se recuperara de la pérdida de David. Pero con un negocio al borde de la quiebra y un niño en su vientre, Rena no podía esperar; tenía un problema muy grave y él, la promesa que le había hecho a su difunto esposo.
Por segunda vez en el mismo día, entró en Purple Fields. Esta vez, aparcó el deportivo delante del edificio donde se hacían las catas, una construcción cuya tienda atraía a los turistas durante las últimas semanas de primavera y los meses de verano, cuando el tiempo era cálido y el aroma de las uvas impregnaba el ambiente. Rena había trabajado allí en la adolescencia, sirviendo queso y bocadillos a los clientes.
Tony se pasó una mano por la cara y se preparó para afrontar la ira de Rena. Era consciente de que no aceptaría sus términos sin plantar batalla.
Salió del coche, caminó hasta la entrada de la casa y llamó con la aldaba de metal. Llamó tres veces y esperó. Como no le abrieron, volvió a llamar con más fuerza.
–¡Rena!
Tony echó un vistazo a las tierras circundantes, pero no estaba allí. Y cuando ya se disponía a llamar otra vez, observó que la puerta estaba abierta.
Rena la había dejado sin cerrar.
Él se alarmó. Siempre había sido una mujer cauta y, ahora que vivía sola, tenía más motivos para ser precavida.
Preocupado, entró en la casa y avanzó hacia el salón. Todo estaba a oscuras.
–¿Rena?
Siguió por el pasillo, abriendo todas las habitaciones, hasta que llegó a la última. Rena yacía dormida en una cama, a la luz de la luna.
Tony se estremeció al contemplar su cabello, que caía suavemente sobre la almohada. Llevaba el mismo vestido que le había visto horas antes, una prenda austera que, sin embargo, no alcanzaba a disimular la curva de sus senos y la de sus caderas.
Mientras la observaba, pensó que había estado enamorado de aquella mujer y que ella le había regalado su virginidad a los dieciocho años. Aún recordaba sus gritos de placer. Se había entregado sin reservas, pero él le había fallado porque en su vida había otra pasión, las carreras, que llevaba en la sangre desde que era un niño. Necesitaba la velocidad, el peligro, el viento en la cara, la sensación de libertad.
Pero Tony no estaba allí para rememorar el pasado, sino para dejarlo atrás y afrontar el futuro. Rena se había quedado viuda y el dolor por la muerte de David estaba grabado en su hermosa cara, incluso dormida.
Quiso salir del dormitorio y cerrar la puerta con suavidad, para no despertarla; pero no pudo apartar la vista de ella. Se quedó en el umbral, contemplándola, hasta que ella se estiró unos momentos después. Entonces, él clavó la mirada en sus piernas y se excitó sin poder evitarlo; las había acariciado muchas veces, durante largas noches de amor.
Rena abrió los ojos de repente. Al ver a Tony, soltó un grito ahogado, se sentó en la cama y lo miró con enfado.
–¿Qué estás haciendo aquí?
–Habíamos quedado para cenar…
–¿Para cenar?
Rena se quedó momentáneamente confundida, pero su enfado regresó al instante.
–¿Cómo has entrado en mi casa?
–La puerta estaba abierta. Y no es una buena costumbre, Rena… podría haber entrado cualquiera.
–Y ha entrado cualquiera –contraatacó.
Tony hizo caso omiso de su comentario. Rena puso los pies en el suelo y se frotó la frente con las dos manos.
–Supongo que me he quedado dormida. ¿Qué hora es?
–Las ocho y cuarto.
Ella lo miró.
–¿Has estado aquí todo el tiempo?
–No, acabo de llegar.
–No sé lo que me ha pasado… estaba agotada –se disculpó.
A Tony no le extrañó demasiado. Tenía muchos problemas y, por si eso fuera poco, estaba embarazada.
–Bueno, es comprensible. Este mes ha sido muy duro para ti.
–No puedes ni imaginar lo duro que ha sido –replicó.
–¿Cuánto tiempo necesitas?
Ella frunció el ceño.
–¿A qué te refieres?
–A cuánto tiempo tardarás en arreglarte para salir a cenar.
–Ah, eso… no, esta noche no quiero ir a ningún sitio –Rena se llevó las manos al estómago–. No me encuentro bien.
–Te encontrarás mejor cuando comas. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que comiste algo?
–Me tomé una ensalada al mediodía.
–¿Al mediodía? Rena, tienes que comer bien.
Ella abrió la boca para decir algo, pero la cerró.
–Te espero en el salón –continuó él.
Tony salió de la habitación sin darle ocasión de protestar. Y mientras se alejaba, pensó que esa situación se iba a repetir más veces antes de que acabara la noche.
Rena se levantó lentamente, recordando los sucesos del día.
Primero, Tony se había presentado en la casa para hablar y la había presionado para que cenara con él. Luego, había estado en el banco y el señor Zelinksi había destrozado sus esperanzas con toda amabilidad; no le podía conceder un crédito, lo cual implicaba que ella no podría pagar a sus empleados y que Purple Fields estaba condenada al cierre.
El corazón empezó a latirle más deprisa. Estaba al borde del desmayo. Y aunque no tenía hambre, debía admitir que necesitaba comer; si no por ella, al menos por el bien del niño. No se podía permitir el lujo de caer en una depresión.
Entró en el cuarto de baño, se miró en el espejo, se lavó un poco, se cepilló el cabello y se maquilló lo justo para tener un aspecto admisible. Después, se quitó la ropa y se puso unos pantalones negros, unos zapatos oscuros y un jersey de color beis que era elegante y cómodo a la vez.
Cuando entró en el salón, Tony estaba leyendo una revista. La dejó a un lado, se levantó y la miró a los ojos.
–Tienes mejor aspecto.
Ella no dijo nada, pero notó su mirada de preocupación y se preguntó a qué se debería.
–¿Nos vamos? –preguntó él.
–¿Adónde me llevas?
Tony comprendió lo que quería decir.
–Descuida, Rena. Nadie te verá conmigo.
–¿Ah, no? ¿Cómo es posible? –preguntó con escepticismo.
–Recuerda que los Carlino somos propietarios de la mitad del restaurante de Alberto. Esta noche está cerrado al público.
–¿Insinúas que lo habéis cerrado por mí?
–No lo insinúo, lo afirmo –contestó–. Necesitaba hablar contigo y sabía que no aceptarías si alguien nos podía ver.
Rena casi había olvidado que los Carlino tenían inversiones en otros negocios. Además de la bodega, poseían varias líneas de productos relacionados con el vino y unos cuantos restaurantes de la zona.
–Esto no es una cita, Tony. Que quede claro.
Tony asintió.
–Está claro.
Rena pasó ante él y esperó a que él saliera de la casa antes de cerrar la puerta. Cuando llegó al deportivo, abrió la portezuela y se puso el cinturón de seguridad.
Él se sentó al volante unos segundos después.
–¿Preparada? Hace una noche preciosa… ¿te importa si bajo la capota del coche?
–No, en absoluto. Necesito que me dé el aire.
Tony pulsó el botón de la capota y arrancó en cuanto estuvo bajada. Condujo por las calles de Napa a una velocidad sorprendentemente baja, como si estuvieran dando un paseo dominical. De vez en cuando, giraba la cabeza y miraba a Rena.
Ella no podía negar que se estaba comportando de un modo extremadamente cortés. Como no podía negar que lo encontraba devastadoramente atractivo. Tony le había gustado desde que se conocieron en el instituto, cuando ella tenía dieciséis años. Hasta entonces, los Carlino habían estudiado en un colegio privado de Napa; pero Tony odiaba la disciplina y el conservadurismo de aquella institución y se había empeñado en ir a un colegio público.
Desde entonces, fueron amigos. Y su amistad creció poco a poco hasta que, dos años más tarde, empezaron a salir.
A pesar de que los Carlino eran ricos. A pesar de que su padre y Santo eran enemigos declarados. A pesar de que Rena nunca había creído de verdad que su relación con Tony pudiera ser duradera.
–¿Te importa que ponga música?
–Prefiero un poco de silencio.
–Como quieras.
Al cabo de unos minutos, Tony detuvo el deportivo en la parte trasera del aparcamiento del restaurante.
–Esto es nuevo para mí –dijo él–. No suelo entrar por la puerta trasera de los locales… ¿Tienes hambre?
–Sí, bastante.
–Me alegro, porque la cena nos estará esperando.
Tony salió del coche y le abrió la portezuela cuando ella todavía se estaba quitando el cinturón de seguridad. A continuación, le ofreció una mano para ayudarla a salir; el deportivo era tan bajo que Rena la aceptó para no quedar como una patosa al intentar ponerse en pie.
El contacto de su piel fue más turbador de lo que había imaginado. Lo fue tanto que tuvo que hacer un esfuerzo para no retirar la mano al instante y traicionar sus emociones. Cuando ya estuvo de pie, se apartó, le dio las gracias y lo siguió al interior del local.
–Por aquí…
Tony la llevó a un apartado en cuya mesa prendía una vela. El establecimiento estaba completamente vacío. Ella se sentó en un lado y él, al otro.
Rena había estado pocas veces en el restaurante de Alberto, pero siempre que iba, se sentía como si estuviera en las calles de la Toscana, entre las fuentes y los edificios antiguos del viejo continente. Era uno de los mejores restaurantes del condado.
–Le he pedido al chef que preparara una selección de platos distintos. No sabía lo que querrías cenar.
–¿Ya has olvidado que adoro la pizza de pepperoni?
Tony sonrió.
–No, no lo he olvidado. Pero dudo que la pizza de pepperoni esté en el menú. Anda, vamos a la cocina, a ver qué nos ha dejado el chef…
Al entrar en la cocina, Tony destapó una de las tapas de los platos que el chef les había preparado.
–Ah, escalopines de ternera… y aún están calientes.
Rena los miró con interés y Tony levantó otra tapa.
–Langostinos a la plancha…
–Hum. Huele muy bien…
Tony levantó el resto de las tapas y descubrió un buen filete, que olía maravillosamente; una ensalada de aguacate, mandarina y nueces; y unos ravioli de espinacas.
–Los ravioli tienen buen aspecto. Y la ensalada –dijo ella.
Tony optó por el filete.
–Excelente. Lleva la ensalada y comeremos en cuanto encuentre una botella de vino.
–No, yo no quiero vino… –Rena sacudió la cabeza–. Prefiero agua.
–Bueno, envenénate con lo que quieras –declaró con humor.
Tony llevó los ravioli y el filete a la mesa, se marchó en busca de una botella y volvió minutos después.
Ya se disponían a cenar cuando ella protestó.
–Deja de mirarme, Tony.
–No puedo evitarlo. Eres la mujer más guapa del lugar.
Rena cerró los ojos un momento.
–No sigas, Tony.
–Me he limitado a constatar un hecho evidente… –se defendió.
Ella decidió ir al grano.
–¿Por qué estamos aquí, Tony? ¿Qué era tan importante como para que no me lo pudieras decir en la entrada de mi casa?
–Te lo diré luego. Después de cenar.
Rena echó un trago de agua.
–¿Por qué?
–Porque quiero que disfrutes de la comida.
Ella frunció el ceño.
–¿Tienes miedo de que se me quite el apetito?
Tony respiró hondo y suspiró.
–No. Simplemente, pareces agotada y necesitas comer.
–¿A qué viene esa preocupación repentina por mi bienestar?
–No es repentina, Rena. Siempre me he preocupado por ti.
–Eso no es cierto. ¿Quieres que te recuerde lo que pasó entre nosotros?
Tony sacudió la cabeza.
–¿No podrías olvidar, durante unos minutos, quién soy yo y quién eres tú? ¿No podríamos olvidar el pasado y limitarnos a disfrutar de una buena cena?
Rena lo miró y asintió.
–Está bien. Comamos antes de que los ravioli se queden fríos.
–Buena chica…
Rena le lanzó una mirada llena de ira.
Él alzó las manos en gesto de rendición.
–Lo siento.
Tras disculparse, Tony empezó a comer y probó el vino. En cuestión de unos minutos, se bebió dos copas.
Cuando terminaron de cenar, Tony retiró los platos y se negó a aceptar la ayuda de Rena. Necesitaba estar a solas unos minutos; debía encontrar la forma de pedir matrimonio a la viuda de su mejor amigo sin que la oferta sonara cruel e insensible. Pero solo había una forma. Decir la verdad.
La situación no podía ser más irónica. Rena Fairfield era la única mujer con quien se había planteado la posibilidad de casarse. Lo habían hablado muchas veces cuando eran jóvenes, pero la madre de Rena se puso enferma y a él se le presentó la oportunidad de pilotar coches de carreras. Al final, él se marchó y la dejó al cuidado de su madre y ayudando a su padre en la dirección de Purple Fields.
Tony le rogó que se fuera con él, pero ella dijo que no podía, que tenía obligaciones familiares y que, además, adoraba el vino y Purple Fields. Estaba hecha para vivir en Napa, igual que él lo estaba para ser piloto.
Y sabía que le había hecho daño; que había estado a punto de destruirla.
Cada vez que la llamaba desde algún circuito, Rena se mostraba más distante que la vez anterior; hasta que un día le pidió que no la llamara más. Dos años después, se casó con David. Ni siquiera lo invitaron a la boda.
Tony alcanzó una bandeja con tiramisú, helado de spumoni y rollitos de canela bañados en chocolate. Cuando volvió a la mesa, Rena le lanzó una mirada tan cargada de escepticismo que él dijo:
–¿Te sorprende? A pesar de lo que puedas creer, yo no fui un niño mimado. De niño, tenía que ayudar en las tareas de la casa. Mi padre era tajante al respecto.
–Y yo que pensaba que estabas acostumbrado a que te sirvieran… –ironizó.
–Y ahora lo estoy. No lo voy a negar. Las cosas me han ido bien. Soy rico y me puedo permitir el lujo de…
–¿Cerrar un restaurante para cenar a solas con otra persona?
–Sí, entre otras cosas.
–Supongo que debería sentirme honrada por tenerte como camarero. Debes de tener un buen motivo para tomarte tantas molestias.
–Lo tengo.
Tony alcanzó el helado y se lo puso delante.
–El helado te encantaba. Pruébalo –continuó.
Rena no lo dudó. Alcanzó una cucharilla y probó el helado, que compartió con él. Tras llevarse tres cucharillas a la boca, dijo:
–Muy bien, Tony, ya he cenado contigo. ¿Vas a decirme de una vez de qué querías que habláramos?
–Rena, sé que me odias.
Ella apartó la mirada.
–Bueno, yo no diría tanto.
–Entonces, ¿no me odias? –declaró con un destello de esperanza.
Rena lo volvió a mirar a los ojos.
–Yo no he dicho eso.
Tony ni siquiera parpadeó. Simplemente, se preparó para lo que tenía que decir.
–¿David te contó algo antes de morir?
–Eso no es asunto tuyo.
–No, supongo que no –admitió–. Pero necesito decirte lo que me pidió a mí. Necesito que conozcas las palabras que me dirigió en la ambulancia.
Los ojos de Rena se humedecieron y Tony sintió una punzada en el corazón. Nunca había soportado sus lágrimas. Cuando ella lloraba, él se hundía. Pero afortunadamente, Rena sacó fuerzas de flaqueza y se contuvo.
–Muy bien. ¿Qué te dijo?
Tony habló con suavidad, al borde de que se le quebrara la voz.
–Me dijo que te amaba. Y que merecías una buena vida.
–Era un hombre maravilloso.
–Sus últimos pensamientos fueron para ti…
Rena derramó una lágrima solitaria.
–Gracias, Tony. Necesitaba saberlo.
–No he terminado todavía. Hay más.
Ella se recostó en la silla y se cruzó de brazos.
–Está bien, te escucho.
–Me pidió que cuidara de ti, que te protegiera. Y voy a cumplir la promesa que le hice, Rena. Quiero casarme contigo.
Si Tony hubiera dicho que pensaba viajar a la Luna montado en una escoba, a Rena no le habría parecido más ridículo.
Se quedó boquiabierta y no fue capaz de pronunciar una sola palabra.
Se había emocionado al saber que los últimos pensamientos y preocupaciones de su difunto esposo habían sido para ella; pero también estaba indignada. Le parecía increíble que David le hubiera pedido que la protegiera y que se casaran. David debía de saber que no confiaba en él. Debía de saberlo.
–¿Estás hablando en serio? –preguntó al recuperar el habla.
–Completamente.
–Es ridículo.
–Quizás. Pero también es el último deseo de David.
–¿Te pidió que te casaras conmigo?
Tony asintió.
–Se lo prometí, Rena.
Ella sacudió la cabeza con todas sus fuerzas.
–No, no, no, no, no… –repitió.
Tony mantuvo la mirada en sus ojos.
–Dime lo que te dijo. Sus últimas palabras.
–Dijo que me amaba y que mantuviera Purple Fields a flote… –declaró con voz rota–. Dijo que sabía lo mucho que significaba para mí.
–¿Y se lo prometiste?
–Sí, pero…
Rena dejó la frase sin terminar. Se había acordado de la conversación que había mantenido con Zelinski. Todo estaba perdido. No tenía más remedio que vender el legado de su familia, Purple Fields, lo que más amaba.
–No me puedo quedar con la bodega –siguió hablando–. He decidido vender.
Tony se recostó en la silla y le concedió unos segundos de silencio para que tuviera tiempo de recomponerse.
–Tú no quieres vender Purple Fields –dijo.
–Claro que no.
–Si nos casáramos, Purple Fields se salvaría y ya no tendrías que preocuparte por los problemas económicos. Me aseguraría de ello.
Ella se mantuvo cabizbaja. No quería admitir que casarse con Tony resolvería sus problemas y que, además, serviría para mantener la promesa que le había hecho a David.
No se podía casar con él.
Tony la había abandonado cuando más lo necesitaba.
Le había hecho tanto daño que no se había recuperado hasta que conoció a David, un hombre tan especial como bueno. Además, su muerte estaba demasiado cercana como para considerar la posibilidad de casarse con otro; sobre todo, con Tony.
Él se inclinó hacia delante y le acarició la mano.
–Piénsalo, Rena. Piensa en las promesas que los dos le hicimos.
Veinte minutos después, cuando volvieron al coche, Rena seguía pensando en ello. Quería salvar Purple Fields y conseguir que volviera a ser una empresa rentable; pero el precio era demasiado alto.
Al llegar a la casa de Rena, Tony la acompañó a la entrada. Ella metió la llave en la cerradura y se giró para mirarlo.
–Buenas noches, Tony.
Él bajó la mirada y la clavó en su boca. Durante unos instantes, Rena tuvo la sensación de que volvía a ser la chica enamorada que escuchaba sus palabras con veneración. Se acordó de lo bien que se llevaban en la cama, de la pasión que compartían, de la alegría de hacer el amor con él.
Entonces, Tony bajó la cabeza. Rena pensó que la iba a besar en los labios y esperó el momento del contacto; pero solo le dio un beso en la mejilla.
–Vendré a verte mañana, Rena.
Ella entró en la casa, cerró la puerta y se pasó una mano por la mejilla que Tony acababa de besar. Luego, cerró los ojos y buscó una solución para su dilema.
Una solución que no pasara por casarse con Tony Carlino.
A las doce de la mañana del día siguiente, Tony llamó a la puerta de Rena. Como no abrió, se dirigió a la tienda del edificio contiguo y se asomó por la ventana. Solena Meléndez le saludó con la mano y le invitó a entrar.
–Buenos días…
–Hola, Solena.
Tony la había conocido en el entierro de David, pero sabía que era una buena amiga de Rena. Algo mayor que su jefa, vivía en una zona residencial de Napa con su esposo, Raymond, que también trabajaba en Purple Fields.
Un simple vistazo a su alrededor bastó para comprobar que Solena mantenía la tienda inmaculada. No había ni una sola mota de polvo. Y los estantes estaban llenos de mercancías para vender.
–Estoy buscando a Rena. ¿Sabes dónde está?
–Estoy aquí…
La voz de Rena llegó desde el cuarto trasero, de donde estaba sacando unas cajas de botellas de vino. Tony sintió la necesidad inmediata de acercarse para echarle una mano, pero se refrenó; siempre había sido una mujer orgullosa.
Rena dejó una caja en el mostrador y sonrió a Solena.
–Vuelvo en seguida. ¿Me acompañas, Tony?
Rena salió de la tienda y se internó en los viñedos. Cuando estuvo segura de que nadie les podía oír, se giró hacia Tony y le lanzó una mirada intensa.
–¿Piensas presentarte en mi casa cuando te venga en gana?
Tony sonrió.
–¿Estás enfadada porque no he llamado para pedir cita?
–No. Bueno, sí –respondió, frunciendo el ceño–. Estoy ocupada, Tony. No quiero más compañía que la de los clientes que estén dispuestos a comprar algo.
–Trabajas demasiado y no tienes empleados suficientes, Rena.
Rena alzó los ojos al cielo.
–He estado haciendo esto desde que nací, Tony –le recordó–. Sí, trabajo mucho, pero no me importa… Y ahora, ¿se puede saber por qué has venido?
–Te dije que pasaría a verte.
–¿A verme? A espiarme, más bien.
–Si lo quieres ver de esa forma…
Rena lo miró con disgusto.
–Sé arreglármelas sola. Y odio que David te hiciera prometer que cuidarías de mí.
–Lo sé, pero una promesa es una promesa.
–Y tú no rompes tus promesas, ¿verdad? –declaró con sarcasmo–. Salvo que sean promesas a jovencitas enamoradas… entonces, no tienes problema alguno.
Rena se dio la vuelta y se alejó, pero Tony no podía permitir que su encuentro terminara de esa forma. La alcanzó, la agarró del brazo y la obligó a mirarlo.
–Yo te amaba, Rena. No te equivoques. Me he disculpado mil veces por haberme ido, pero sabes de sobra que no me podía quedar aquí y que tú no podías venir conmigo. No estábamos destinados para terminar juntos. No entonces.
Ella apartó el brazo y alzó la barbilla, orgullosa.
–Ni entonces ni nunca, Tony. Márchate de una vez.
–No me voy a ir a ninguna parte. No hasta que me haya expresado con suficiente claridad. Mi oferta de matrimonio es una propuesta de negocios, Rena. Si dejaras tu ira a un lado, te darías cuenta. Te ofrezco la posibilidad de salvar Purple Fields.
Rena se mantuvo en silencio.
–¿Cuánto tiempo pasará antes de que te veas obligada a despedir a Solena y a su marido? ¿Cuánto tiempo antes de que tengas que vender la bodega? –preguntó–. Y tú no quieres vender. Purple Fields es tu vida. Adoras tu trabajo.
A Rena se le empañaron los ojos.
–No digas más, Tony. Por favor.
–Me limito a decir la verdad. Sabes perfectamente que casarte conmigo es la única solución –declaró.
Rena lo miró a los ojos.
–Ha pasado muy poco tiempo desde la muerte de David… y por si eso fuera poco, no estoy enamorada de ti.
–Ni yo de ti –dijo él con suavidad, para no herirla–. Aunque nunca, en ningún momento de estos años, he pensado en casarme con otra.
Tony le puso las manos en la cintura a Rena y la atrajo hacia él. Luego, bajó la cabeza y la besó con suavidad en los labios. Y como ella no se apartó ni se resistió, profundizó el beso y saboreó la exquisita dulzura de su boca, toda la belleza y la sensualidad de la mujer en la que se había convertido.
Momentos después, rompió el contacto y contempló sus ojos azules.
–Puede que ya no estemos enamorados, pero tenemos toda una historia de amistad.
–Yo no soy amiga tuya.
–David quería que nos casáramos.
–¡No! ¡Nunca! –Rena se limpió la boca con la mano, como si así pudiera borrar su pasado común–. No me voy a casar contigo. Me da igual lo que le prometieras a David. Todavía te culpo de su muerte y… y…
–¿Y qué, Rena? Ese beso me ha demostrado que aún hay algo entre nosotros. Puedes salvar la bodega y cumplir el último deseo de David.
–Tú no lo entiendes… tu familia se enorgullece de su sangre. Es algo típicamente italiano. Todo tiene que ser puro, desde el vino que destiláis hasta los niños que traéis a este mundo. Y yo estoy embarazada de David, Tony. Si me casara contigo, te verías obligado a criar a un hijo de otro hombre.
Tony no parpadeó, no movió ni un músculo. Y Rena se llevó una sorpresa. Esperaba que cambiara de opinión y retirara su oferta matrimonial al saber de su embarazo; pero era evidente que ya le habían informado al respecto.
–¿Cómo es posible que lo sepas? ¿Quién te lo ha dicho?
–Bueno…
Ella entrecerró los ojos.
–Dímelo.
–David. Me lo dijo David.
Rena hundió los hombros, derrotada, y se pasó una mano por el pelo.
–Lo siento mucho, Rena.
–Y yo. Daniel no llegará a conocer a su hijo.
–No, pero deseaba que tu hijo y tú estuvierais bien. Y estoy en condiciones de asegurar vuestro bienestar.
–Pero yo no quiero casarme contigo.
Tony notó la resignación en su voz.
–Lo sé.
–¿Qué dirían los demás, Tony? ¿Qué pensarían? Mi esposo acaba de morir y yo me caso con su mejor amigo…
Tony ya había tomado una decisión al respecto.
–No te preocupes por nada. Lo mantendremos en secreto. Nadie lo sabrá.
Ella lo miró con estupefacción.
–¿En secreto?
–Durante una temporada.
Rena cerró los ojos unos segundos y volvió a considerar la idea de casarse con él, por mucho que le disgustara.
–Tu bodega necesita una inyección económica con urgencia –continuó Tony–. Y tu hijo necesita un padre.
–Es posible que tengas razón. Pero yo no te necesito a ti. Ya no te necesito.
Tony se dijo que la respuesta de Rena era lo más cercano a un sí que iba a salir de su boca. Y en ese preciso instante, empezó a hacer planes para la boda.
Rena lloró durante dos noches, consciente de la inutilidad de negar lo inevitable. Estaba entre la espada y la pared, debatiéndose en guerras internas desde que Tony le había hecho su propuesta de matrimonio. Y no encontraba otra solución para su problema. Sus deudas eran tan grandes que nadie la podía ayudar.
Pero casarse con Tony le parecía inadmisible.
No podía permitir que se convirtiera en el padre de su hijo.
No era justo.
Salió de la casa y contempló el sol, que empezaba a salir por detrás de los montes, bañando el valle con tonos dorados. Era su momento favorito del día. En vida de David, despertaba temprano y salía al exterior para cuidar del jardín y abrir su mente a todas las posibilidades. Él se sentaba en la terraza y se dedicaba a tomar café y a observarla. Hablaban constantemente, de todo tipo de cosas. Y su presencia le daba consuelo y paz.
Pero desde su muerte, Rena había descuidado el jardín. Y aquella mañana esperaba encontrar solaz con sus lilas y sus rosas.
Se puso los guantes de jardinería y empezó a arrancar malas hierbas mientras pensaba en lo que David le había pedido antes de morir. Su difunto esposo le había negado lo que más necesitaba, tiempo para vivir su duelo y superarlo; tiempo para encontrar una forma de salvar Purple Fields sin ayuda de nadie. En su afán de protegerla de las malas noticias, le había ocultado que la bodega estaba al borde de la quiebra.