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La caída del Occidente romano es uno de los temas más abundantemente tratados por la historiografía, desde Gibbon hasta nuestros días, y sigue fascinándonos como fascina mirar a un abismo: ¿cómo un imperio tan poderoso, y en apariencia tan sólido, se debilitó hasta caer en apenas setenta años? Las respuestas a esta cuestión han sido múltiples y se han planteado desde numerosos prismas, achacándose culpas sea a bárbaros, sea a cristianos, sea a ambos; enfatizándose factores climáticos, desequilibrios sociales o marasmo económico; apuntando a la erosión de los viejos valores, a las innúmeras guerras civiles o a la corrupción de las élites… Esta pléyade de respuestas subraya el desafío que supone tratar de comprender y explicar por qué Roma cayó, un desafío que asume José Soto Chica, uno de nuestros mayores expertos en la Antigüedad Tardía y autor de libros señeros como Imperios y bárbaros o Visigodos. Hijos de un dios furioso, para plantear, a su vez, otra pregunta: por qué el «imperio gemelo», la Roma de Oriente, Bizancio, sobrevivió y prosperó, mientras Occidente se hundía y disgregaba. Alrededor de este eje, El águila y los cuervos desarrolla un relato vibrante sobre el convulso tiempo que medió entre el reinado de Juliano el Apóstata y el día del año 476 en que Odoacro depuso al último emperador de Occidente, el niño Rómulo Augusto, para enviar las insignias imperiales a Constantinopla. Un relato que integra los distintos aspectos que tener en cuenta para entender el proceso que quebró al Imperio –políticos, militares, sociales, religiosos, económicos o culturales–, pero en el que la erudición no ahoga un ritmo frenético, con personajes trágicos de la talla de un Aecio –«el último de los romanos»– o una Gala Placidia, con emperadores funestos como Valentiniano III y otros como Mayoriano que trataron desesperadamente de salvar los restos del naufragio, con bárbaros como el godo Alarico o el vándalo Genserico, saqueadores de una ciudad cuyos muros no había hollado ningún enemigo en ochocientos años. Porque lo impensable pasó: Roma cayó, y los cuervos se enseñorearon sobre el águila.
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Seitenzahl: 1019
Veröffentlichungsjahr: 2022
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El águila y los cuervos. La caída del Imperio romano
Soto Chica, José
El águila y los cuervos. La caída del Imperio romano / Soto Chica, José
Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2022. – 520 p., 8 de lám. : il. ; 23,5 cm – (Historia Antigua) – 1.ª ed.
D.L: M-19693-2022
ISBN: 978-84-124830-3-1
94(37)316.483
355.422 368.911.1
EL ÁGUILA Y LOS CUERVOS
La caída del Imperio romano
José Soto Chica
© de esta edición:
El águila y los cuervos. La caída del Imperio romano
Desperta Ferro Ediciones SLNE
Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha. 28014 Madrid
www.despertaferro-ediciones.com
ISBN: 978-84-124830-7-9
Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández
Cartografía: Juan Valverde Ayuso
Coordinación editorial: Isabel López-Ayllón Martínez
Revisión técnica: Alberto Pérez Rubio
Documentación: David Soria Molina
Primera edición: octubre 2022
Las figuras número 1, 4, 11, 13, 15, 19, 34, 35 y 50 pertenecen a Classical Numismatic Group, Inc. La figura 3 pertenece a www.livius.org. Las figuras 6, 40 y 49 pertenecen a Andrew Malone. La figura 7 pertenece a AHO. La figura 9 pertenece a A. Sabin. Las figuras 10 y 46 pertenecen a Sailko. La figura 12 pertenece a la Yale University Art Gallery. La figura 16 pertenece al Museo Nacional de Historia de Rumanía (MNIR). La figura 17 pertenece a Carole Raddato. La figura 18 pertenece a G. dallorto. La figura 20 pertenece a SJuergen. La figura 21 pertenece a Robur.q. La figura 22 pertenece a Rabe! La figura 23 y la 3 y la 12 a color pertenecen a José Luiz Bernardes Ribeiro. La figura 24 pertenece a Herbert Frank. La figura 31 pertenece a Petar Milošević. La figura 33 pertenece a Giovanni Dall’Orto. La figura 36 pertenece a GFDL. La figura 37 pertenece a David Monniaux. Las figuras 38 y 48 pertenecen a Marie-Lan Nguyen. Las figuras 39 y 43 pertenecen a Wolfgang Sauber. La figura 41 pertenece a Daniel Martin. La figura 42y la 9 a color pertenecen a Anagoria. La figura 44 pertenece a Jean-Pol GRANDMONT. La figura 45 pertenece a la Colección Numismática de Braga, en el Museo Nacional de Berlín. La figura 47 pertenece a Schristian Bickel. Respecto a las imágenes a color, la 1 pertenece a Michiel, la 4 a Stefano Suozzo y la 6 a O. Mustafin. Las figuras 2, 5, 8, 14, 25-30, 32 y 2, 5 y 10 del pliego a color son de dominio público. La 7 pertenece a Cristian Chirita, la 8 a Ángel M. Felicísimo y la 11 a Ismoon.
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Producción del ePub: booqlab
Para Jorge Juan Soto Chinchilla.
En los últimos veinticinco años has sido «mis ojos» en interminables jornadas de seguirle la pista a huestes guerreras y a épocas olvidadas; juntos acompañamos a Heraclio hasta la cumbre del verdadero Ararat y combatimos junto a Aecio contra Atila; juntos encontramos la ruta que siguió «la espada de Dios» y juntos hallamos el estauroteques que contenía la Vera Cruz.
Jorge, el mundo no ha tenido Imperio más formidable que el romano y yo no podría haber tenido «ojos» más certeros que los que tú me prestas, ni mejor compañero para viajar a través del tiempo.
Agradecimientos
Prólogo
Introducción
1. «La sangrienta tempestad de la batalla»
2. «También en Roma mueren los hombres»
3. «Cuando se enfurece Ares»
4. «Un imperio convertido en morada de bárbaros»
5. «¡Fija precio a la carne humana!»
6. «La semilla del desastre»
7. «¡Oh, miseria!»
Epílogo
Bibliografía
Imágenes
Un libro puede ser muchas cosas, pero cuando se constituye en desafío, debe de tener alma y ese «alma» la constituyen mis editores y amigos, Alberto Pérez Rubio, Javier Gómez Valero y Carlos de la Rocha. Ellos me embarcaron en este desafío y ellos me han apoyado en cada paso de la aventura. Así que gracias por regalarme batallas y por ayudarme a librarlas.
Además, Alberto leyó y corrigió el manuscrito y dotó al libro de una magnífica portada. Carlos, por su parte, trazó los mapas y diagramas que contiene El águila y los cuervos que tan importantes son y que tanto esclarecen el texto; y Javier siempre está ahí para ayudar al «águila» a volar segura hasta las manos de los lectores.
Este libro cuenta con un excelente prólogo del catedrático de historia medieval en la Universidad CEU San Pablo, Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña. Alejandro no solo es un historiador al que admiro muchísimo y del que muchísimo he aprendido, sino que también es un gran escritor capaz de hacer que la historia sea lo que en realidad es: maestra de la vida. Por si fuera poco, Alejandro es un hombre de corazón grande. Gracias por leer y prologar este libro.
Como siempre, he contado con mucha ayuda a la hora de embarcarme en las investigaciones que demandó El águila y los cuervos, pero debo de comenzar por dar las gracias al doctor Jorge Juan Soto por sus consejos, correcciones y auxilio constante a la hora de analizar y escudriñar para mí mapas, obras de arte, tablas de datos, etc. Su pasión por la historia y muy en particular por la del Imperio, me permitió contar con un montón de excelentes sugerencias e ideas de las que este libro se ha beneficiado mucho.
Debo también dar las gracias al doctor Francisco J. Jiménez Espejo por haber leído el borrador y haberme dado muchos y excelentes consejos, por haberme señalado puntos débiles y equívocos y por haberme regalado su inmensa erudición en materias tan diversas y en apariencia tan dispares entre sí como pueden serlo, por ejemplo, el estudio del clima en tiempos pasados –disciplina en la que es autoridad– o la filosofía de la historia. Francisco, además, es un amigo y, eso, cuando uno escribe un libro, es un depósito de energía indispensable.
Jorge Navarro, amigo y compañero en la pasión por la historia, leyó también el borrador del libro y me ofreció sus impresiones y puntos de vista. Con él valoré algunos aspectos fundamentales de este libro, como los referentes a las comparaciones entre la inflación y la presión fiscal entre el Imperio romano del siglo IV y nuestro propio tiempo. Su aguda perspicacia y su criterio excelentemente formado fueron muy valiosos para mí y su apoyo y amistad, aún más.
El doctor Francisco Plata, profesor en la St. John Fisher University de Rochester (Nueva York) fue otro de los amigos, audaces amigos, que se atrevió a leer el manuscrito de esta obra que ahora el lector tiene delante. Francisco me regaló sus impresiones como lector y me transmitió un vendaval de energía e ilusión por el proyecto cuando más lo necesitaba.
El doctor Eduardo Kavanagh, director de Desperta Ferro Antigua y Medieval, leyó parte del manuscrito y siempre me ha ofrecido su consejo y su aliento. Trabajar a su lado es siempre estimulante, fácil y enriquecedor. Gracias.
El doctor Luis Gonzaga Roger Castillo, como siempre que me embarco en estas lides, me brindó su erudito conocimiento acerca de la patrística y de la filosofía de la época y me trasladó algunos textos difíciles de encontrar. Muchas gracias, Luis.
Juan José Sánchez ha puesto a mi disposición el buen hacer del servicio de préstamo interbibliotecario de la UGR. Sin él y sin sus compañeros hubiera sido imposible acceder a algunos de los documentos y textos que me fueron necesarios.
Quiero también dar las gracias al Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas de Granada por su constante apoyo. En especial he de destacar a sus directores, la profesora Encarnación Motos Guirao y el catedrático Moschos Morfakidis Filactós, que siempre me alientan y me ofrecen su amistad y a mis compañeros, las doctoras Panagiota Papadopoulou y Maila García Amorós, y el doctor Carlos Martínez, gracias por vuestro apoyo y por haberme facilitado textos o resuelto dudas.
Mi hijo mayor, Ciro Alejandro, filósofo en ciernes y apasionado de la historia de Roma, leyó también algunas partes del manuscrito y habló largamente conmigo de cuestiones tales como el minarquismo del Estado romano en el siglo IV o del papel de la prestigiocracia en su gobierno y administración. Gracias, Ciro, por los ratos de buena charla y por estar siempre a mi lado.
El doctorando Miguel Navarro Torrente, con quien me une una gran amistad, me facilitó varios artículos, encontró para mí fuentes de difícil acceso y leyó algunas partes del borrador. Muchas gracias.
Quiero agradecer también su trabajo y su paciencia para conmigo a Isabel López-Ayllón que ha editado el borrador de El águila y los cuervos y lo ha convertido en un libro.
Gracias, asimismo, a mi hijo menor, Darío Ulises, siempre interesado en mi trabajo y siempre una fuente de energía en mi vida.
Debo dedicar también unas palabras de agradecimiento a mi amigo Miguel Martín, con el que he sostenido innumerables y entretenidas conversaciones sobre el sentido de la historia y que me ofreció sus impresiones como lector sobre algunos pasajes del borrador.
Por último, o casi, quiero darle las gracias a Kenza. Jornada a jornada, me has ayudado a buscar libros, a consultar textos o a traducirlos. Pero, por encima de todo, eres la mujer que me tomó de la mano y que me acompaña cada día. Las alas del águila eran poderosas, las que tú me das, me regalan serena felicidad.
Pero no puedo ni debo olvidarme de Kira, mi gato. Kira, desde que llegaste a nuestra vida, has sido un destello de luz gatuna y, en no pocas ocasiones, cuando me hallaba perdido en romanas reflexiones, me rescataste para recordarme las cosas esencialmente importantes.
La caída del Imperio romano de Occidente es, sin duda, uno de los momentos más cargados de épica y dramatismo de la historia universal. Difícilmente se encontrará una materia narrativa más propicia para que un gran historiador demuestre sus facultades como narrador. Así que estamos de enhorabuena, apreciados lectores, porque esta temática llena de posibilidades va a ser ahora el sujeto de un ensayo de un historiador del perfil de José Soto Chica. Además de su riguroso manejo de las fuentes originales relacionadas con la historia de la guerra en la Edad Media, en la que es uno de los principales especialistas en España, José Soto Chica es, sobre todo, un narrador extraordinario.
Lo ha demostrado sobradamente en ensayos históricos que, a mi juicio, son ya una referencia ineludible, como su monumental monografía Imperios y bárbaros. La guerra en la Edad Oscura (2019). Esta obra, aún no lo bastante reconocida, me parece uno de los mejores libros de historia escritos en nuestro país en las últimas décadas. También son notables por su amena erudición sus estudios sobre los visigodos en su obra homónima (2020) y sobre los enfrentamientos bélicos entre el Imperio bizantino y la Persia sasánida (565-642), objeto de su magnífica tesis doctoral (publicada por el Centro de Estudios Bizantinos en 2012). No es nada habitual encontrar hoy especialistas españoles en historia militar de la Antigüedad Tardía, y menos aún en un ámbito tan alejado de nuestra tradición historiográfica como Bizancio y el Imperio persa sasánida.
Si a esto le sumamos que José Soto Chica es el autor de dos aclamadas novelas históricas ambientadas en la Edad Media, una de ellas (El Dios que habita la espada) galardonada el año pasado con el Premio de Narrativa histórica de la editorial Edhasa, creo que nadie albergará dudas sobre sus capacidades narrativas. Un gran talento para narrar y hacer inteligible la historia que resulta hoy día poco habitual, ya que, por desgracia, una parte de la historiografía ha abrazado un estilo farragoso, un argot lleno de tecnicismos, que resulta aburrido para el lector no especialista. La historia es, ante todo, narración. Si se pierde eso de vista se convierte en sociología o metodología, es decir, algo árido que no interesará más que a los académicos.
En la última década esta temática acerca de la caída del Imperio romano se ha puesto, por así decirlo, de moda en la historiografía anglosajona. Así, una serie de historiadores anglosajones han publicado valiosos ensayos sobre el apocalipsis de Roma. Por citar solo algunos de los traducidos recientemente al español, cabe mencionar a Peter Heather, Chris Wickham o Adrian Goldsworthy, autores de obras de gran valía. Pues bien, creo no exagerar al afirmar que esta obra que ahora publica José Soto Chica no desmerece, ni mucho menos, a su lado.
Dicho todo esto, no le resultará nada sorprendente leer que el libro que tiene usted entre las manos, apreciado lector, sea, a mi juicio, un ejemplo excelente de cómo se hace buena historia. Sobre todo, creo que hay que agradecerle a José Soto Chica que, huyendo de lo fácil, no nos haya ofrecido un mero ensayo sobre historia militar y política, que son sus temas de mayor especialización, sino que haya escrito una historia total acerca de la caída del Imperio romano, en la que se incluyen también aspectos sociales, económicos y culturales. A los capítulos extraordinarios de análisis estratégico y de historia militar, se le suman en esta obra otros de gran profundidad analítica en torno a cuestiones religiosas, de la vida cotidiana o de historia de las mentalidades.
Particularmente valiosa me parece la clarificadora exposición del complejo hilo de causas y efectos en torno a la progresiva entrada de tropa de origen bárbaro en las legiones romanas, que terminaría por afectar primero al generalato y luego al gobierno mismo del Imperio en la época de los magistri militum germanos. Pocas veces he leído algo tan bien expuesto sobre un tema tan complicado. A hacer sencillo lo difícil también contribuye, como es habitual en todo lo que viene publicando la editorial Desperta Ferro, la serie de excelentes mapas que acompañan al texto, además de más de cincuenta figuras, lo cual ayudará mucho al lector a seguir los eventos políticos y las operaciones militares.
A todas estas reflexiones sobre su obra quiero añadir, no puedo evitarlo, un apunte sobre su trayectoria personal. Si admirable es su obra escrita, tanto en el campo de la investigación como en el de la novela, no lo es menos su recorrido vital. La vida de Pepe, como le llamamos sus amigos, es un ejemplo impresionante de superación personal. Fue militar profesional antes que historiador, desempeñando labores de policía militar durante la misión de paz de la ONU en Bosnia. Un desgraciado accidente con explosivos durante unas maniobras en Cerro Muriano le costó una pierna y lo dejó ciego, truncando su carrera militar. Sin embargo, gracias a esta lamentable desgracia personal encontró una segunda vocación, la de historiador, pues tan solo un año después se matriculó en la Universidad de Granada, en cuya escuela de estudios bizantinos luego defendería su tesis doctoral.
En definitiva, su profunda vocación de historiador demostró ser más fuerte que todos los hándicaps debidos a su invalidez. De este modo, de una gran desgracia nació un gran historiador y un ejemplo de cómo superar una situación adversa. Como el que esto escribe, Pepe extrae sus fuerzas de una «conciencia de continuidad», de saber que se es parte de «una cadena de vida», que somos herederos de una tradición y que, por tanto, tenemos el deber de transmitirla. De esta conciencia de ser herederos nace un sentido de la vida y un propósito. Todos los que le conocemos y apreciamos podemos dar fe, no solo de su bonhomía, sino también de que este sentido de la vida es la fuente de una gran alegría de vivir, que Pepe transmite nada más conocerle.
Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña
Catedrático de Historia Medieval
Universidad CEU San Pablo
La caída del Occidente romano es, sin duda, el tema más abordado por la historiografía y uno de los que más atraen la atención general. Si hacemos una búsqueda en la red nos encontraremos con que existen más de cinco millones de entradas que abordan el tema. Y lo abordan de todas las formas imaginables: miles de libros, de artículos científicos, de divulgación y de prensa, de pódcast, páginas web, cómics, películas, series televisivas, novelas históricas y obras de arte se ocupan de la caída de Roma. Es, pues, tarea imposible conocer, o tan siquiera enumerar, el total de trabajos dedicados a la caída del Imperio romano y, por ende, es un ejercicio arriesgado atreverse a afrontar la empresa de tratar de comprender y explicar por qué un imperio tan poderoso y en apariencia tan sólido, se debilitó y cayó en el espacio de la vida promedio de un ser humano: setenta años.
Y es que Roma, y muy en particular su caída, nos fascinan. No es de extrañar, pues hasta la propia palabra imperio, o imperium, remite a ella, a la lengua de Roma. Roma es el patrón, la medida de lo que todos entendemos por imperio. Roma es raíz fuerte y poderosa en la historia y ha condicionado y condiciona, el devenir de los pueblos de Europa, del norte de África, de Oriente Próximo y, a través de la colonización europea, de América y Oceanía, alzándose siempre como modelo, obsesión diría yo, al que siempre se aspira a imitar en mayor o menor medida. Baste aquí con señalar como ejemplos visibles de emulación imperial, el Capitolio de Washington, el Arco de Triunfo de París o los títulos imperiales que se dieron los emperadores del Sacro Imperio, Alemania, Austria, Rusia o el Imperio turco otomano: káiser, zar y kayser i rum, esto es y en los cuatro primeros casos, «césar» y en el tercero y con más contundencia aún, «césar de los romanos». Del mismo modo, en un eterno e imperial retorno, Carlomagno, Otón I, Mehmet el Conquistador, Carlos I de España, Felipe IV, Iván el Terrible, Napoleón, Adolfo Hitler, Mussolini… Todos, de una manera u otra, se creyeron continuadores del Imperio romano y trataron de enlazar con él o de revivirlo. Vendrán otros, no lo duden. O puede que ya estén aquí. ¿Acaso no es la Unión Europea un imperio asimétrico de bajo perfil? ¿O es que acaso no se puede considerar la firma entre Francia y Alemania del Tratado de Aquisgrán en 2019 en la sala de la coronación de su ayuntamiento, como un guiño a uno de los émulos de Roma: el Sacro Imperio Romano Germánico? ¿No será que simplemente hemos cambiado el controvertido término de Imperio por el de Unión?
A lo largo de los últimos veintidós años, me he formado como especialista en la época que los historiadores llamamos Antigüedad Tardía o también, Alta Edad Media. Las denominaciones que acabo de utilizar expresan que la época en cuestión es un «territorio disputado» y, por lo tanto, movedizo y adecuado para el debate historiográfico. Un debate que da continuos frutos. Es por eso que esta obra se ha beneficiado mucho de la investigación más reciente sobre los aspectos políticos, militares, económicos, religiosos, sociales y climáticos del periodo final del imperio, sin duda la época más transformadora y controvertida de cuantas vivió la milenaria Roma. Unos años que se extienden, grosso modo, entre el 250 y el 750, abarcando siglos convulsos plenos de imperios y bárbaros. Mi tesis doctoral, «Bizantinos, sasánidas y musulmanes: el fin del mundo antiguo en Oriente. 565-642», me llevó más de siete años y tras ella he publicado cinco libros sobre la época y más de cincuenta artículos dedicados a distintos aspectos y periodos de la Antigüedad Tardía o Alta Edad Media. Muchos de esos trabajos se centraron en las relaciones y guerras sostenidas entre tres imperios: el Imperio romano de Oriente, el Imperio sasánida y el Imperio árabe. También me han interesado otros imperios de la época como el de la dinastía Tang en China, los imperios de los turcos kok, el de los ávaros, el Imperio gupta de la India o el Imperio tibetano, y creo que eso me ha permitido desarrollar una mirada diferente, un enfoque comparativo y valorativo, si se me permite la expresión y en suma y simplemente, distinto, al que con frecuencia se adopta al abordar la caída del Imperio romano de Occidente.
Y es que en historia la perspectiva es fundamental y la posibilidad de poder comparar, también. Quizá por ello, para mí, la gran pregunta que hay que hacerse a la hora de sopesar la caída de este gran imperio de Occidente es la de por qué su «imperio gemelo», la Roma de Oriente, Bizancio, sobrevivió y prosperó a la par que Occidente se hundía y disgregaba.
Lo que el lector encontrará en este libro es un relato a la vez que una reflexión. El relato es con toda probabilidad el que más ha condicionado la historia de Europa y del Occidente, la reflexión quizá nos ayude a todos a ser más prudentes y humildes, a valorar más la paz, la estabilidad y la seguridad y, con suerte, a observar con más desconfianza a nuestros gobernantes y a ser más exigentes con nuestras élites.
Atardecer del 5 de septiembre del 394. Doscientos mil hombres que sirven bajo los estandartes de Roma están a punto de matarse entre sí. Los dos ejércitos romanos, el oriental y el occidental, se hallan separados por las aguas del río Frígido (actual Vipava, en la frontera italoeslovena). Unas aguas que, acudiendo a las palabras de un contemporáneo, pronto «humearán con la sangre»2 de los combatientes, pues está a punto de librarse la mayor batalla de todo el periodo.
En efecto, la más significativa y dura batalla librada entre el 350 y el 550, fue la sostenida no entre romanos y bárbaros, sino entre romanos y romanos. Pues ni tan siquiera en los Campos Cataláunicos, el 20 de junio del 451, se reunirían ejércitos tan poderosos como los convocados en las orillas del río Frígido.
El combate fue en verdad brutal. Teodosio I (379-395) había reunido lo mejor de los ejércitos de Oriente y le había sumado veinte mil federados bárbaros, en su mayor parte godos, pero también alanos y hunos y, en menor medida, íberos del Cáucaso y árabes, hasta sobrepasar la cifra de cien mil efectivos que, tras atravesar el Ilírico y tomar al asalto y por sorpresa los pasos de los Alpes julianos, tenían ahora enfrente a las duras unidades de los ejércitos del Occidente romano congregadas allí por el pagano magister militum Arbogastes y su emperador, el inteligente y afable gramático Eugenio. Eran aquellas, las occidentales, tropas aguerridas, pero en su mayor parte bisoñas, así que Arbogastes había tenido el buen tino de disponerlas en excelentes posiciones defensivas situadas tras el cauce del Frígido y consolidarlas con fosos, terraplenes y torres. Unas posiciones que sería una locura atacar. Y Teodosio cometió esa locura. Sin detenerse, tras coronar las alturas y pasar de inmediato de la columna de marcha al combate, su vanguardia, constituida por los veinte mil federados que servían en su ejército y por varios millares de arqueros e infantes ligeros, se precipitó hacia el cauce del Frígido para superarlo y lanzarse al asalto de las inexpugnables posiciones de las tropas de Occidente.
Fue una matanza. Los comandantes de la vanguardia de Teodosio, el godo Gainas y el viejo príncipe íbero caucásico Bacurio, lanzaron una y otra vez a sus tropas de federados bárbaros e infantes ligeros romanos sobre las defensas del ejército de Occidente solo para ver cómo eran deshechas y diezmadas. En efecto, las aguas del Frígido tuvieron que «humear» con la sangre derramada y quedar taponadas por los cadáveres que en ellas quedaron, pues al cerrarse la noche, diez mil de los veinte mil federados bárbaros de Teodosio se habían dejado ahí la vida mientras trataban de superar las posiciones de las legiones del Occidente romano.
La victoria parecía tan completa que Arbogastes ofreció esa noche a sus hombres un festín en el que se sirvió abundante vino y durante el cual, el augusto de Occidente, Eugenio, entregó condecoraciones y premios a los oficiales y soldados que se habían destacado durante los feroces combates que se acababan de librar.
Mientras, en Ad Pirum, esto es, en el peral en donde Teodosio I había instalado su cuartel general, el ánimo no estaba para banquetes. Las pérdidas habían sido tan brutales y las posiciones enemigas habían demostrado tal solidez que la mayoría de los generales y consejeros del augusto de Oriente abogaban por aprovechar lo que quedaba de noche para retirarse. Pero Teodosio se negó. Esa misma noche dispuso un nuevo ataque y antes de que la madrugada fuera día, lanzó a sus mejores tropas romanas contra las tropas de Occidente.
Estas fueron cogidas por sorpresa. Muchos estaban borrachos tras el festín, otros dormían ajenos a la muerte que se les echaba encima. Pese a todo, la disciplina y espíritu de combate de las legiones y unidades del Occidente romano quedó evidenciada una vez más en su rápida respuesta y pronto se desencadenó una feroz batalla en toda la línea. Los estandartes de los dos ejércitos romanos, el oriental y el occidental, avanzaron y retrocedieron alternativamente, mostrando así la dureza de la lucha. Ni siquiera la deserción de algunas unidades occidentales situadas en los flancos quebró la resistencia de la mayoría de los soldados de Arbogastes y Eugenio que continuaron luchando con denuedo y sosteniendo sus líneas.
Mas, entonces, un feroz ataque de los orientales llevó a algunos de ellos a romper la línea enemiga, superar las defensas de las legiones de Occidente y llegar hasta la tienda ocupada por Eugenio, de modo que el augusto, que pasaría a la historia como usurpador, fue capturado y linchado hasta la muerte, antes de que su cuerpo fuera llevado ante Teodosio y decapitado.
Figura 1:Tremissis del emperador de Occidente Eugenio (reg. 392-394), derrotado de forma decisiva en la sangrienta batalla del río Frígido. Muchos de los enfrentamientos más costosos librados por el Ejército romano en este periodo se debieron a guerras civiles y luchas intestinas por el poder, no a conflictos externos.
Pronto, la cabeza seccionada de Eugenio fue convenientemente dispuesta sobre una larga lanza. Al ver ondear tan macabro estandarte sobre la punta de un spiculum, los soldados de Occidente se desmoralizaron y comenzaron a entregarse o a huir. Arbogastes, el magister militum de Occidente, de origen franco y tan pagano como cristiano era su recién decapitado emperador, trató de huir, pero acorralado por los hombres de Teodosio, optó por el suicidio.3
Terminaba así la batalla del río Frígido, una batalla destacable tanto por cerrar una época, como por abrir otra, la de la caída del Occidente romano. Pero, ante todo, la batalla del río Frígido es una suerte de belicoso y trágico cuadro que contiene muchos de los elementos que explican el dramático proceso que, ochenta y dos años más tarde, terminaría con la deposición del último augusto occidental.
¿Cuáles fueron esos elementos o causas? En primer lugar, la continua, violenta y creciente inestabilidad política, que minó, literalmente y en mucha mayor medida que las guerras contra los bárbaros, la fortaleza militar romana, a la par que debilitó el poder central frente a los poderes regionales y locales y forzó al límite las finanzas del Imperio; en segundo lugar, la creciente influencia de los altos mandos del ejército sobre los augustos hasta el punto de que estos últimos pasarían a un segundo plano ante el poderío de sus generalísimos; en tercer lugar, el progresivo peso de los bárbaros en los conflictos civiles romanos; en cuarto lugar, la impotencia de los augustos y sus administraciones para gestionar y controlar de forma eficaz los territorios y gentes que en teoría dominaban; en quinto lugar, la creciente desafección y desconfianza de las élites occidentales hacia un gobierno imperial que, desde el 337 y con suma frecuencia, les fue impuesto desde Oriente; y, en sexto lugar, la ascendente incapacidad del gobierno central para garantizar la seguridad, lo que terminó impulsando a las élites regionales y a las comunidades locales a buscarla por su cuenta, bien poniéndose bajo la protección de señores de la guerra romanos, bien situándose bajo el gobierno de jefes bárbaros.
Pero ¿y los cambios sociales? ¿Y la crisis económica? ¿Y el cambio climático? ¿Y la insoportable presión de los bárbaros en las fronteras? ¿Y la perniciosa influencia de un cristianismo que se volvía más y más intransigente? ¿Y el cambio de paradigma político e ideológico? ¿Y los cambios en la producción y el paisaje? ¿Y la corrupción? Sí, todo eso también y, por supuesto, dos centenares o más de causas que podrían sumarse a todo lo anterior y a lo que aquí propondremos.4
La vida tiene la mala costumbre de ser compleja. Y la historia solo es, en esencia, vida. No obstante, aunque son muchas las causas que participan en el devenir de cualquier proceso humano, desde una simple decisión o acción personal a la complicada interacción de los múltiples elementos que participan de una sociedad o de una construcción estatal, lo cierto es que solo una o unas pocas de ellas poseen el peso o el impacto necesarios para alterar significativa o irremediablemente, el destino de algo tan grande como una estructura imperial. Y si hubo una estructura imperial grande y sólida, esa fue la romana.
Ahora bien, todos los modelos explicativos, todas las tesis sostenidas sobre la decadencia y caída de Roma, engloban un gravísimo problema: la supervivencia de la parte oriental del Imperio. Y es que el Imperio romano sobrevivió en Oriente por otros mil años y, como mostraremos a su debido tiempo, en el siglo V comenzó a experimentar una notable estabilidad interna, continuó con su virtuoso ciclo de crecimiento demográfico y económico iniciado a finales del siglo III, afrontó con éxito una profunda reforma militar que le permitió volver a ejercer su hegemonía en todo el Mediterráneo frente a los estados bárbaros y logró un mejor y mayor dominio sobre sus élites regionales y locales, otorgando al augusto y a su administración un mayor control sobre los recursos del Imperio. Pero ¿por qué Oriente superó la crisis iniciada tras la derrota romana en Adrianópolis y reapareció como potencia hegemónica en la segunda mitad del siglo V? Y lo que es más, ¿cómo se explica la imparable expansión del Imperio romano de Oriente en la primera mitad del siglo VI? El cambio climático, la conflictividad social y religiosa, los problemas de relación entre el centro y la periferia, la presión bárbara… Todas esas circunstancias también las sufrió Oriente en el 395 y/o en el 450 y, sin embargo, Oriente pervivió, se renovó, se fortaleció y, a partir del 533, se expandió, mientras que Occidente se debilitó, fraccionó y desapareció.
Por lo tanto, cualquier causa, cualquier explicación, cualquier respuesta a la pregunta de por qué Roma cayó en el siglo V, debe de tener en cuenta por qué la parte del Imperio capitaneada por Constantinopla, la segunda Roma, no solo sobrevivió, sino que prosperó.
Pero volvamos a las ensangrentadas aguas del río Frígido. Algunos hombres que en los siguientes años determinaron el destino de Roma, hombres como Alarico, Estilicón o Flavio Constancio, más tarde Constancio III, pelearon aquel día en las filas de Teodosio. ¿Qué aprendieron en aquellos dos días de terribles combates? Sin duda, para Alarico el Frígido no solo fue el arranque de un vivo y personal rencor nacido de la constatación de que él y sus hombres habían sido usados como «carne de lanza» sin ningún pudor y hasta con regocijo, por parte de los romanos, sino también la lección de que solo el desempeño de una alta magistratura militar romana podía salvaguardar su futuro y el de sus seguidores. Para Estilicón, la batalla supuso asegurar su posición junto al emperador y con ello la base de partida de su futuro gobierno de Occidente como generalísimo del menor de los hijos de Teodosio: Honorio.
Un jefe bárbaro, un godo, y un medio bárbaro, un medio vándalo, al servicio de Roma. Eso eran Alarico y Estilicón en septiembre del 394. Ambos mostraban dos fases del proceso de integración de las élites bárbaras en el Imperio y muestran además hasta qué punto ese proceso integrador era exitoso. De hecho, se recordará que el jefe del ejército romano rival, el occidental, también era bárbaro, en este caso, franco.
Y es que a Roma no le falló la capacidad de integrar,5 a Roma le falló la facultad de generar la suficiente estabilidad, la suficiente fortaleza y seguridad internas, como para que ese proceso constituyente fuese la única opción que las élites bárbaras tuvieran para prosperar en el Imperio.
Todo lo que acabamos de exponer en las líneas anteriores es lo que, en definitiva, subyace bajo los montones de cadáveres que hacían «humear las aguas del río Frígido» y, todo eso, corregido progresivamente por Oriente y continuamente agravado en Occidente, fue lo que determinó que el primero sobreviviera y el segundo cayera.
Figura 2: Escultura de pórfido originaria del Gran Palacio de Constantinopla, hoy situada en Venecia, que representa a los tetrarcas –los augustos Diocleciano y Maximiano, y los césares Galerio y Constancio Cloro– en actitud fraternal. Las reformas iniciadas por Diocleciano y sus colaboradores, muchas de ellas continuación de iniciativas precedentes, lograron poner fin a la crisis del siglo III y fundamentar un nuevo ascenso del poder romano durante los dos primeros tercios del IV.
El siglo IV estuvo marcado por dos fenómenos en apariencia contrapuestos e, incluso, contradictorios: la construcción y fortalecimiento de un nuevo orden imperial que sacó al Imperio de la situación de colapso, ruina y división que arrastraba durante la llamada «crisis del siglo III» y a la par y, aunque resulte paradójico, una destructiva y continua tendencia a las guerras civiles y a los conflictos entre las élites gobernantes.
Así, tras la reunificación del Imperio lograda por Aureliano (270-275) y tras la consolidación de la recuperación y estabilidad logradas por Diocleciano y su casi completa reorganización de las estructuras imperiales (284-305), el Imperio se vio sometido a durísimas tensiones internas y a un fuerte desgaste por mor de las continuas y destructivas guerras civiles:
306-312
Guerras de Majencio y Maximiano contra Severo, Galerio y Constantino.
313
Guerra entre Licinio y Maximino Daya.
314-317
Guerra entre Constantino y Licinio.
324
Guerra entre Constantino y Licinio.
340
Guerra entre los hijos de Constantino I: Constantino II y Constante.
350-353
Alzamientos de los usurpadores Magnencio, Nepociano y Vetranio contra Constante y Constancio II y guerra civil entre Magnencio y Constancio II.
355
Usurpación de Claudio Silvano.
360-361
Guerra civil entre el alzado Juliano el Apóstata y el augusto Constancio II.
365-366
Guerra entre Procopio y Valente.
372-375
Rebelión e intento de usurpación de Firmo en África.
383
Alzamiento de Magno Clemente Máximo contra Graciano.
386-387
Ocupación de Italia, África e Iliria por Magno Clemente Máximo y expulsión de Valentiniano II.
387-388
Guerra entre Magno Máximo y Teodosio I.
392
Alzamiento de Arbogastes contra Valentiniano II y usurpación de Eugenio.
394
Guerra de Teodosio I contra Eugenio y Arbogastes.
398
Guerra entre el comes Africae Gildón y el gobierno de Occidente capitaneado por Estilicón.
Se debe de tener en cuenta que la impresionante lista de guerras civiles y violentos alzamientos que acabamos de glosar, no es exhaustiva, pues no incluye multitud de intentos de usurpación, pronunciamientos militares y rebeliones que, o solo afectaron a pequeñas áreas del Imperio o que fueron aplastadas enseguida antes de que causaran graves daños.
Los romanos del periodo eran plenamente conscientes de que eran las guerras civiles incesantes las que minaban su bienestar. Y, así, Flavio Vopisco Siracusano, el supuesto biógrafo de Probo en la Historia Augusta, una obra que con toda probabilidad fue escrita o al menos «editada» en tiempos de Teodosio I, se dejaba llevar por la ensoñación, atribuida a Probo, de un mundo sin soldados ni guerras civiles: «¿Cuánta felicidad hubiera brillado para el Imperio si no hubiera habido soldados durante su gobierno? Ningún habitante de las provincias tendría que tributar para el avituallamiento, no se pagaría ninguna soldada extrayéndola de los donativos públicos, la República romana dispondría de tesoros inagotables, el emperador no realizaría ningún gasto y los propietarios no pagarían impuesto alguno. Ciertamente Probo prometía un siglo de oro. No habría en adelante campamentos, en ninguna parte se oiría el corno de guerra, no se fabricarían ya armas, este pueblo de guerreros que ahora trastorna la República con guerras civiles se dedicaría a labrar la tierra. Váyanse los que preparan a los soldados para las guerras civiles, los que desean armar las diestras de sus hermanos para que den muerte a sus hermanos […]».6
Como vemos, el autor del texto anterior tenía muy claro que las guerras civiles eran las principales responsables del sostenimiento de costosos ejércitos que lastraban al Estado y drenaban sus recursos. Pero, ante todo, el texto anterior contiene un grito de desesperación ante un siglo marcado por la guerra civil: «Váyanse los que preparan a los soldados para las guerras civiles, los que desean armar las diestras de sus hermanos para que den muerte a sus hermanos». Y es en ese «grito de desesperación» donde el historiador debería de «tomar el pulso» al Imperio que se dirigía a la crisis del siglo V: un Imperio de un «pueblo de guerreros que trastornaba a la República con guerras civiles».
Pero, si a las guerras civiles y alzamientos que acabamos de listar le sumamos la serie de desastres sufridos ante bárbaros y persas, podremos sopesar de forma adecuada el enorme desgaste y esfuerzo militar y económico que el Imperio tuvo que afrontar en el siglo IV. Un esfuerzo que cobra aún más relieve si consideramos que conflictos civiles y desastres exteriores coincidieron con una interminable serie de exitosas, pero duras, guerras fronterizas que se entablaron desde el limes arábigo y persa, al danubiano, renano, africano y britano.
Ese estrés, ese desgaste militar tan continuado y extremo, se debe de conjugar con otra cuestión puesta de relieve en la batalla del río Frígido: la creciente hostilidad de las élites occidentales ante un dominio imperial fuerte y la incapacidad de este último por imponerse de forma efectiva en amplias zonas del Occidente romano. En efecto, el reinado de Teodosio, un hispano, esto es, un romano de Occidente, estuvo marcado por sus repetidos intentos de endurecer la posición del poder imperial sobre las élites occidentales, más poderosas y ricas y menos propensas a aceptar sumisamente los deseos del emperador y siempre dispuestas a tratar de sustraerse a sus obligaciones ante el poder central. De hecho, Teodosio tuvo que admitir desde el 388 que, pese a su victoria sobre Magno Clemente Máximo, no ejercería un control efectivo y directo sobre la diócesis más rica de Occidente, África, la cual estaba por completo controlada por Gildón, un antiguo aliado de su padre, Teodosio el Viejo, pero asimismo un oficial romano y un noble mauri con extensas redes clientelares en África y que durante los siguientes diez años sería, de facto, el poder reinante en el África romana.
¿Cómo fue esto posible? ¿Por qué un Teodosio tan dispuesto a aplastar militarmente a los usurpadores surgidos en Occidente, Máximo y Eugenio, se mostró incapaz de imponerse a Gildón? Pues porque precisamente por tener que enfrentar a esos mismos usurpadores, es decir, debido a que tuvo que afrontar el desgaste de buena parte de su poderío militar en dichas luchas, no contaba con fuerza suficiente como para emprender una expedición africana. Eso y el hecho de que, siempre que le fue posible, Teodosio prefirió buscar equilibrios y acuerdos. Y es que era muy consciente de los cada vez más reducidos límites de la autoridad imperial. Por eso, en vez de emprender una campaña militar contra Gildón, aceptó su autonomía, casi independencia de facto, a cambio de que el comes Africae reconociera de iure su autoridad, de que siguiera enviando a Roma el trigo, el aceite y la carne salada que sostenían a su población y de que le enviara una pequeña parte de los impuestos recaudados en la diócesis africana, si bien esto último Gildón lo hacía de forma intermitente y torticera.7
Y es que desde el 385, cuando Valentiniano II lo nombró comes Africae, Gildón ejercía un poder casi absoluto sobre la diócesis africana. Gildón era hijo de Nubel, que en la década del 360 era uno de los hombres más ricos de la diócesis a la par que ejercía como príncipe de una tribu mauri y como un alto oficial romano: praepositus de los equites armigeri iuniores, y hermano del usurpador Firmo que se alzó contra Valentiniano en el 372. Gildón supo mantener complicados equilibrios durante trece años: a finales del 385 reconoció a Máximo como augusto y en el 386 dejó de enviar trigo y oro a Valentiniano II. Luego, cuando en el 387 Máximo se impuso a Valentiniano II en Italia, Gildón se acercó a Teodosio pero sin interrumpir los envíos de trigo a Roma y, al final, cuando en el 388 Teodosio se impuso a Máximo, Gildón supo mantener su independencia a cambio de una difusa lealtad.
Teodosio, el hombre de los compromisos, terminó por buscar una alianza aún más personal con Gildón, para lo que casó a Silvana, la hija de este último, con Nebridio, nieto de su difunta esposa Flacidia, y otorgó a Gildón en el 392-393, un título creado de forma expresa para él, magister utriusque militiae per Africam, que reconocía que el poder militar en África estaba por completo en manos de Gildón.
Cuando Teodosio I murió a inicios del 395, Gildón volvió a desempeñar su habitual y equívoco papel: con el apoyo de Eutropio, rival oriental de Estilicón, se negó a reconocer el régimen de este último y puso de iure a África bajo la soberanía de Oriente. En el fondo, Gildón se alzaba como rival de Estilicón y de facto, seguía siendo el señor independiente del África romana. Una situación que se mantuvo hasta que en julio del 398 las dos legiones selectas y el cuerpo de caballería gala enviados por Estilicón al mando de Mascezel, hermano de Gildón, derrotaron al ejército de este último y acabaron con su vida.
El caso de Gildón nos enseña dos cosas importantes para comprender la caída del Imperio: el gran poder de las élites regionales y su tendencia y capacidad para imponer sus intereses al Imperio y ello hasta el punto de independizarse de facto de él. No obstante, si sopesamos lo que acabamos de contar, nos percataremos de que, durante cuatro décadas, desde finales de la década del 350 al 398, toda la política y todo el poder en la más rica diócesis del Occidente romano, la africana, giró en torno a una sola familia: la de Nubel.
Pero no solo en África quedó limitada la autoridad imperial directa y efectiva, también en amplias zonas del resto de Occidente como el norte de las Galias o de Britania, la acción de la administración central y la voluntad del augusto Teodosio eran atenuadas, cuando no severamente limitadas, por el poder de las élites regionales y locales o por la incapacidad del Imperio para proyectar su dominio efectivo sobre dichas regiones. Incluso la vieja, pero aún muy poderosa, nobleza senatorial italiana, pese a su habilidad secular para correr a felicitar al triunfador en una guerra civil o en un alzamiento militar, se mostró a menudo renuente, e incluso hostil, ante la política que Teodosio I trataba de poner en marcha en Occidente tras su triunfo sobre Magno Máximo en el 388.
Occidente era, pues, difícil de gobernar y no porque fuera significativamente más pobre o estuviera más expuesto ante el avance bárbaro, sino porque sus élites eran más poderosas, ricas e independientes que las orientales y eso, en un Imperio forjado en la tácita alianza entre el centro imperial y las élites regionales y locales, era una fuerte señal de advertencia.8
Pero, aunque en Occidente la resistencia de las élites regionales al control central era más acusada, ese mismo fenómeno también se evidenciaba en Oriente e, incluso, se sumaba a fuertes manifestaciones de anarquía y resistencia a la autoridad central expresadas en el seno de lugares tan vitales y, en apariencia tan accesibles a la autoridad del augusto, como lo eran las grandes ciudades. Aquí, la renuencia a aceptar sin más la voluntad del augusto y el gobierno de sus delegados y administradores quedaba enmarcada por las fuertes tensiones desarrolladas tras la legalización y ascenso del cristianismo, manifestándose, a veces de forma muy violenta, que las poderosas corrientes religiosas y sociales que fluían bajo la brillante superficie del aparato administrativo y militar imperial, condicionaban a este último, a la par que también ponían claros límites a la autoridad del emperador por mucho que este tratara de ocultarlo con una activa propaganda y pese a sus victorias militares.
De hecho, Teodosio, ya lo hemos dicho, fue el hombre de los compromisos. Era el que cedía ante unos y otros para lograr tiempo y espacio y mantener, si no toda la autoridad, al menos una parte de ella y, con ella, su fachada, su apariencia.
Un ejemplo de lo anterior lo tenemos en la violenta, desgarrada, rebelde y anárquica Alejandría del año 391. Ese año llegó a la gran urbe egipcia el eco de la política religiosa puesta en marcha el año anterior por Teodosio I. Esa política se basaba en un endurecimiento de la legislación antipagana y, en buena medida, estaba condicionada por el deseo del augusto de imponerse a las élites occidentales, en su mayor parte todavía paganas, así como de contentar a una Iglesia cada vez más poderosa y exigente, con la que ya había chocado repetidamente por razones tales como los disturbios antijudíos de Calínico (389) o la matanza del hipódromo de Tesalónica (390).
Pues bien, en esa renovada legislación antipagana de Teodosio I no solo se prohibían los sacrificios y los rituales paganos en público, sino que se explicitaba la responsabilidad de las autoridades, centrales, regionales y locales, muchas de ellas paganas, de cumplir y hacer cumplir las nuevas disposiciones.
Figura 3: Probable busto del emperador Teodosio I el Grande (reg. 379-395), encontrado en la localidad de Afrodisias (Aydin, Turquía). Este augusto de origen hispano asumió la púrpura tras el desastre de Adrianópolis (378), y fue el primero –tras el desdichado Valente– en tratar de afrontar el problema godo. Fue también responsable de convertir el cristianismo ortodoxo en la religión oficial del Estado.
Nótese que, en ese momento, año 390, las más altas autoridades del Imperio, dejando de lado al emperador, eran paganas. En efecto, los cónsules de ese año, Símaco y Tatiano, eran notorios paganos, mientras que el prefecto de Roma, Albino, también lo era, del mismo modo en que lo eran Nicómaco Flaviano y el ya mencionado Tatiano, los prefectos del pretorio de Occidente y de Oriente, y Arbogastes, el mando militar más poderoso de Occidente.
Por todo ello, la nueva legislación antipagana de Teodosio no se debería percibir como el fruto de la intransigencia religiosa de un cristiano devoto y falto de realismo, ya que Teodosio nunca fue eso y dio sobradas muestras de que, si le convenía, podía enfrentarse a la Iglesia o incluso meterla en cintura, sino un calculado ataque destinado a debilitar la posición de una nobleza y de unas élites, civiles y militares, demasiado poderosas. En cualquier caso, en el 391 y gracias a los decretos de Teodosio I, muchos templos paganos se estaban entregando a los cristianos y la conflictividad religiosa iba en aumento.
Uno de los lugares donde más creció y se exacerbó el enfrentamiento de las comunidades religiosas fue Alejandría, una urbe que en aquel momento era la segunda ciudad más poblada del Imperio y en la que convivían, aunque quizá el término «convivir» sea demasiado optimista y poco realista, cristianos, paganos y judíos. Lo cierto es que esta ciudad siempre había sido una población violenta y agitada. Desde el siglo I a. C. las luchas callejeras entre paganos y judíos fueron frecuentes y desde el 249 los cristianos se sumaron con entusiasmo al gusto de judíos y paganos alejandrinos por insultarse, apalearse e, incluso, matarse en las calles. Pero lo que sucedió en el 391 alcanzó cotas insospechadas de violencia y evidenció la debilidad del sistema.
En efecto, ese año, el patriarca de la ciudad, Teófilo, logró que el augusto Teodosio I entregara a los cristianos el gran templo de Dionisos.9 Teófilo era un hombre violento, conflictivo y traicionero y, como tal, no defraudó a nadie: consagró el templo al culto cristiano, pero haciendo público escarnio y burla de las estatuas y objetos cultuales de Dionisos. Indignados, los paganos de Alejandría comenzaron a atacar a los cristianos y la ciudad se enredó en duras luchas callejeras que las autoridades no pudieron reprimir.
La violencia no solo no pudo ser controlada, sino que aumentó. Los paganos terminaron haciéndose fuertes en el mayor templo de la ciudad, el célebre Serapeum, y allí, bajo la atenta mirada del dios Serapis, encarnado en una fabulosa estatua de oro y marfil, lanzaban ataques contra los cristianos alejandrinos dando muerte a muchos, crucificando a algunos y capturando a otros para llevarlos al Serapeum en donde se les obligaba, incluso bajo tortura, a sacrificar a los dioses antiguos.
Lo de verdad curioso es que, pese a que la guarnición de la ciudad no era en modo alguno pequeña y a que fue reforzada con tropas provenientes de todo Egipto mandadas por Romano, a la sazón comes limitis Aegypti y al mando de una fuerza que sumaba cuatro legiones, nueve cohortes y dieciocho unidades de caballería –diecisiete mil quinientos soldados– y pese a que Evagrio, el prefecto de Alejandría, era uno de los magistrados más poderosos de la parte oriental del Imperio, ni el primero, ni el segundo, lograron poner coto a las luchas callejeras y a la desobediencia y violencia extremas en que tanto la población como sus líderes religiosos estaban inmersos.
Los paganos, dirigidos por el filósofo Olimpio, se mantuvieron en pie de guerra durante semanas y la anarquía más absoluta reinó en Alejandría hasta que el emperador logró encontrar una solución de compromiso: ofrecía una amnistía general a los paganos por los asesinatos, torturas y demás desmanes cometidos, pero a la par, para aquietar a los apaleados cristianos, reconocía a los «caídos» de estos últimos la condición de mártires y les entregaba el resto de templos paganos de Alejandría para su destrucción o conversión en iglesias.
Así que la Alejandría del 391 muestra muy bien cuáles eran los límites del poder imperial a finales del siglo IV. El hombre más poderoso de la tierra, el hombre a cuyas órdenes estaba el ejército más grande y mejor adiestrado del mundo, era, al fin y al cabo, incapaz de imponer la ley y asegurar la paz en la segunda ciudad más grande de sus dominios y tenía que ceder ante la violencia desencadenada por extremistas religiosos para poder restaurar el orden. El orden, que no la concordia. Años más tarde, en Constantinopla, un antiguo sacerdote pagano de Alejandría, Heladio, que a la sazón se ganaba la vida como gramático, aún se ufanaba de haber dado muerte durante los disturbios alejandrinos a nueve cristianos.
Por su parte, los cristianos, aunque tuvieron que «tragarse» la amnistía imperial concedida a los paganos, se recrearon de forma hiriente y grotesca en su triunfo: Serapis era el dios que regulaba las crecidas del Nilo. La destrucción de su enorme, crisoelefantina e imponente estatua cultual fue un momento clave de la lucha del cristianismo contra la antigua religión. Los egipcios tenían pánico, aunque fueran cristianos, a que la destrucción de Serapis atrajera la desgracia sobre Egipto. Se decía que, si se destruía la estatua de Serapis, el universo entero entraría en ebullición y el orden cósmico se quebraría. Así que el patriarca Teófilo, pese a su fanatismo y a su triunfo sobre los paganos, no las tenía todas consigo cuando enfrentó la gran estatua de Serapis. Al cabo, Teófilo ordenó a uno de sus acólitos que la emprendiera a hachazos con el dios.
El primer golpe levantó gritos de alarma entre quienes contemplaban la dramática escena, pero al ver que el dios no fulminaba a su atacante y que el orden del universo no se descomponía, el furioso iconoclasta continuó su labor y redujo a pedazos la mole de Serapis. Tras ello, la cabeza del dios fue arrastrada por las calles de Alejandría.
Todo lo anterior no se hizo sin que estallaran nuevas luchas callejeras entre cristianos y paganos y, aunque esta vez la autoridad imperial pudo imponerse, Teófilo, el patriarca, se creía lo bastante fuerte como para no cumplir las disposiciones del emperador. Pues, si bien es cierto que este había entregado a la destrucción por mano de los cristianos las estatuas y objetos sagrados del Serapeum y de otros templos paganos de la ciudad, también había explicitado que las imágenes de los dioses que contenían los templos debían de ser fundidas para acuñar moneda que debía luego ser distribuida entre los pobres de Alejandría. Pero Teófilo no hizo tal cosa, sino que con el bronce, el oro, el cobre, la plata y las gemas y demás preciosos materiales de las estatuas de los templos paganos, mandó fabricar todo tipo de objetos litúrgicos y adornos para gloria de sus iglesias. Así que, una vez más, quedó evidenciado que la autoridad imperial podía ser desafiada, soslayada y evitada, por los poderes y élites locales.
En Alejandría, en el 391, un ciclo espiritual, el del mundo egipcio y sus hibridaciones con otras religiones antiguas, parecía cerrarse tras cuatro mil años de evolución y aunque el último templo pagano de Egipto, el de Isis en File, cerca de Asuán, no fue cerrado sino en el año 535,10 la destrucción del Serapeum puede ser consagrada como el hito que cierra la historia del antiguo Egipto.
Pero, como siempre ocurre en la historia, el cierre de un ciclo no significa un corte radical con lo que se deja atrás. Según cuentan las fuentes, al demoler el Serapeum, fueron hallados unos misteriosos y arcaicos jeroglíficos con forma de cruz. Sometidos a inspección, se determinó que eran proféticos y que anunciaban la consagración del viejo templo pagano al nuevo y triunfante dios cristiano. Como es evidente, se trató de la cristianización del jeroglífico Anj (vida), que posee una singular forma de cruz. Y lo que es más, la vara sagrada que se guardaba y veneraba en el templo de Serapis y con la que se medía ritualmente la crecida del Nilo, se conservó y continuó con su sagrada misión anual, pero ahora se custodiaba en una iglesia y se cristianizó su mágico poder.
En fin, transformados en iglesia, la de Angelium, los restos del Serapeum alojarían el cuerpo de san Juan Bautista y sería este poderoso santo quien garantizaría la fertilidad y las crecidas del «sacratísimo» Nilo.11
Este era el mundo de Teodosio I, un Imperio complejo y en transformación. Un Imperio aún poderoso, pero en el que las señales de desgaste y división internas, de disgregación y debilitamiento, eran ya evidentes y preocupantes. Ahora bien, esas «señales» no eran los «síntomas de una enfermedad incurable» ni de una «muerte inevitable». Que los problemas del Imperio tenían solución lo demostraría Oriente en el siglo V. Que eran importantes y peligrosos problemas, lo demostraría Occidente durante el mismo siglo. Las dos partes del Imperio, simplemente, enfocaron y enfrentaron sus graves problemas, en esencia, los mismos problemas, de forma diferente. La historia de la caída de Roma es, pues, la historia no de un proceso inevitable, sino de la adopción de malas soluciones para afrontar ese proceso.
En las siguientes páginas narraremos cómo el Occidente romano afrontó el siglo V y cómo fracasó. Luego, tras los hechos, las preguntas y para hallar las respuestas trataremos de aclarar en qué se diferenciaron Oriente y Occidente en sus respuestas. Dicho de otro modo: qué soluciones encontró Oriente y no puso en práctica Occidente.
Así que esta historia, la de la caída de Roma, será una historia que nos enseñará que, en última instancia, la seguridad y el orden, las decisiones políticas que los garantizan, la dinámica de acuerdo y enfrentamiento entre centro y periferia y entre los intereses particulares y los generales, son más decisivos para la supervivencia de un Estado que el cambio climático, la transformación del paradigma cultural o religioso o que los cambios sociales y económicos.
Roma fue siempre un Estado, un Imperio, en transformación y crisis. De la Monarquía a la República, de la República al Principado, de la crisis del siglo III al nuevo modelo de Imperio surgido de las reformas y transformaciones puestas en marcha por Diocleciano y Constantino, la sociedad, la economía, la religión o el Ejército romanos no hicieron sino evolucionar, transformarse, adaptarse. Y, en cada una de esas evoluciones, transformaciones y adaptaciones, Roma superó crisis tras crisis. Lo que diferenció a los hombres del Occidente romano del siglo V de sus antepasados fue su falta de confianza, de fe si se quiere decir así, en su Imperio y, ante todo, su falta de acierto en cómo hacer frente a la crisis que les tocó vivir.
La historia de la caída de Roma es, pues, una historia aleccionadora y quizá, por eso mismo, nos fascina: porque es la historia de cómo la mediocridad puede derribar un Imperio que parecía destinado a la eternidad.12
1. Claudio Claudiano, Panegírico al tercer consulado de Honorio, 75-80.
2.Ibid., 95-100.
3.Ibid., 85-105; Zósimo, Nueva historia, IV, 53-58; Orosio, Historias, VII, 35.1-22; Eunapio de Sardes, Historia, frag. 60, en Blockley, R. C., 1983; Sozómenos, Historia eclesiástica, VII, 22-24 y Sócrates Escolástico, Historia eclesiástica, V, 25, en Migne, J. P., 1864, vol. 67; Teodoreto de Ciro, Historia eclesiástica, V, 24, en Migne, J. P., 1860, vol. 80, t. III; Filostorgio, Historia eclesiástica, XI, 2, en Amidon, Ph. R., 2007; Crónica gala a. D. 395, en Mommsen, Th., 1982; Crónica del conde Marcelino a. D 394, en Croke, B., 1995; Juan Zonarás XIII, 18, en Grigoriadis, I., 1995; Jordanes, Getica, XXIX, 145; Rodríguez González, J., 2005, 201-202; Ferrill, A., 1989, 72-76; Soto Chica, J., 2020b, 135-139.
4. Para obtener más información sobre las más de doscientas causas que se han aducido para la caída de Roma, vid. Goldsworthy, A., 2009, 31-32.
5. Arce, J., 2018 y Boin, D., 2021.
6.Historia augusta, Vida de Probo 23, 1-6, en Picón, V. y Cascón, A., 1989.
7. Leppin, H., 2008, 173-176.
8. Para comprender la descomunal riqueza de las élites occidentales en la segunda mitad del siglo IV y el primer tercio del V, vid. Brown, P., 2016, en especial 215-267.
9. Las fuentes muestran divergencias con respecto al templo entregado a los cristianos. Unas señalan el templo de Dionisos, otras el templo de Mitra. En cuanto al Serapeum, el templo de Serapis, parece que Constantino I ya lo clausuró en el 325, y lo cierto es que Juliano lo reabrió en el 361-362.
10. Procopio de Cesarea, I, 19, 34-37.
11. Sozómenos, Historia eclesiástica, VII, XV, Sócrates Escolástico, Historia eclesiástica, V, 16-17; Rufino de Aquilea, Historia eclesiástica, II, 23-24 y 29 en Migne, J. P., 1878, vol. 21; Eunapio de Sardes, Historia, frag. 77; Teodoreto de Ciro, Historia eclesiástica, V, XXII.1-4; Juan de Nikiu, Crónica LXXVIII, 75 y LXXIX, en Charles, R. H., 1916.
12. La fascinación que nos provoca la prueba una simple búsqueda en la red: solo en español las entradas dedicadas a los libros titulados La caída del Imperio romano, o que abordan el tema, suman diez mil, mientras que en inglés dicha cifra sube a cincuenta mil. Si en vez de solo libros dedicados al tema ampliamos la búsqueda a artículos, páginas web, pódcast, películas, prensa, etc., la cifra de entradas dedicadas en la red a la caída del Imperio romano asciende a más de cinco millones.