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El Club Mefisto es el sexto libro de la afamada serie Rizzoli & Isles y la inspiración detrás de el éxito televisivo. 'HE PECADO' Las palabras están escritas con sangre en la escena del crimen más atroz que la patóloga forense Maura Isles y la detective Jane Rizzoli han presenciado en su vida. El asesino ha desangrado a la víctima y la ha desmembrado horriblemente. Cuando ocurre un segundo asesinato, la policía descubre un vínculo con una sociedad secreta llamada el Club Mefisto. Su misión es aterradora: encontrar el verdadero origen del mal sobre la tierra. ¿Pero es posible que el mal ya los haya encontrado a ellos?
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Seitenzahl: 506
Veröffentlichungsjahr: 2022
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El club mefisto
El club mefisto
Título original: The Mephisto Club
© 2006 Tess Gerritsen. Reservados todos los derechos.
© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción: Constanza Fantin Bellocq
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1226-6
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
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Para Neil y Mary
Agradecimientos
Escribir cada libro es un desafío, una montaña que parece imposible de escalar. Por más difícil que sea la escritura, tengo el consuelo de saber que maravillosos colegas y amigos me apoyan. Muchas gracias a mi incomparable agente, Meg Ruley, y al equipo de la agencia Jane Rotrosen. La guía que me habéis dado ha sido la estrella a la que he seguido. Gracias también a mi maravillosa editora, Linda Marrow, que logra que cualquier escritor brille, a Gina Centrello, por su entusiasmo a través de los años, y a Gilly Hailparn por toda su gentil atención. Y del otro lado del charco, Selina Walker, de Transworld, ha sido mi animadora más infatigable.
Para terminar, debo agradecer a la persona que ha estado conmigo durante más tiempo. Mi esposo Jacob sabe lo difícil que es estar casado con una escritora. Y sin embargo, sigue allí.
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”Destruye todos los espíritus de los réprobos y a los hijos de los Custodios porque han hecho daño a los humanos.”
– El Libro de Enoc X: 15, antiguo texto judío, siglo II AC.
Uno
Parecían ser la familia perfecta.
Eso era lo que pensaba el chico, de pie junto a la tumba abierta de su padre, mientras escuchaba cómo el ministro contratado leía lugares comunes de la Biblia. Solo un pequeño grupo se había reunido esa mañana cálida y llena de insectos de junio para llorar el fallecimiento de Montague Saul, no más de una docena de personas a muchas de las cuales el chico acababa de conocer. Durante los últimos seis meses, había estado en el internado y ese día estaba viendo a varias de esas personas por primera vez. La mayoría no le interesaba en absoluto.
Pero la familia de su tío... ellos le interesaban sobremanera. Eran dignos de estudio.
El doctor Peter Saul se parecía mucho a su hermano muerto, Montague, delgado y cerebral con gafas de búho y pelo castaño que comenzaba a ralear hacia la inevitable calvicie. Su esposa, Amy, tenía una cara redonda y no dejaba de dirigir miradas ansiosas a su sobrino de quince años, como si quisiera rodearlo con los brazos y sofocarlo en un abrazo. El hijo de Peter y Amy, Teddy, tenía diez años y era pura delgadez de brazos y piernas. Un pequeño clon de Peter Saul, hasta con las mismas gafas de búho.
Por último, estaba la hija, Lily. Dieciséis años.
Unos mechones de pelo se le habían soltado de la coleta y se le adherían a la cara por el calor. Se la veía incómoda con el vestido negro y al igual que una potranca, se movía constantemente, como preparándose para disparar. Como si prefiriera estar en cualquier parte antes que en este cementerio, espantando insectos que zumbaban.
Se los ve tan normales, tan corrientes, pensó el chaval. Tan distintos de mí. Entonces, de repente, la mirada de Lily se encontró con la suya y él sintió un estremecimiento de sorpresa. De reconocimiento mutuo. En ese instante, casi pudo sentir cómo los ojos de ella penetraban las fisuras más oscuras de su mente y examinaban todos los sitios secretos que nadie más había visto. Que él nunca había permitido que vieran.
Turbado, desvió la mirada. Se concentró, en cambio, en las otras personas que se encontraban alrededor de la tumba: el ama de llaves de su padre. El abogado. Los dos vecinos de al lado. Conocidos que estaban allí por un sentido de decoro, no por afecto. Solo conocían a Montague Saul como el erudito callado que había regresado hacía poco de Chipre, que pasaba los días entre libros y mapas y pequeños objetos de alfarería. No conocían verdaderamente al hombre. Como tampoco conocían a su hijo.
Por fin la ceremonia terminó y el grupo avanzó hacia el chico, como una ameba de conmiseración dispuesta a tragárselo, a decirle cuánto lamentaban que hubiera perdido a su padre. Y tan pronto después de haberse mudado a Estados Unidos.
Por lo menos tienes familiares aquí que te ayudarán —dijo el ministro.
¿Familiares? Sí, supongo que esta gente es mi familia, pensó el chaval, mientras el pequeño Teddy se acercaba tímidamente, empujado por su madre.
—Vas a ser mi hermano, ahora —dijo Teddy.
—¿Sí?
—Mamá ya te ha preparado tu dormitorio. Está al lado del mío.
—Pero yo me quedaré aquí. En la casa de mi padre.
Desconcertado, Teddy miró a su madre.
—¿No vendrá a casa con nosotros?
Amy Saul intervino enseguida:
—No puedes vivir aquí solo, querido. Solo tienes quince años. Tal vez te sientas tan a gusto en Purity que quieras quedarte con nosotros.
—Mi colegio está en Connecticut.
—Sí, pero el año escolar ha terminado. En septiembre, si deseas regresar a tu internado, podrás hacerlo, por supuesto. Pero pasarás el verano con nosotros.
—Es que no estaré solo aquí. Mi madre vendrá por mí.
Se hizo un largo silencio. Amy y Peter se miraron y el chaval pudo adivinar lo que estaban pensando. Sumadre lo abandonó hace años.
—Vendrá a buscarme —insistió él.
El tío Peter dijo con gentileza:
—Hablaremos de eso más tarde, hijo.
Por la noche, el chico permaneció despierto en la cama, en la casa de su padre en la ciudad, escuchando los murmullos de su tía y de su tío en el estudio de la planta baja.. El mismo estudio donde Montague Saul había trabajado durante los últimos meses para traducir sus frágiles trocitos de pergaminos. El mismo estudio donde hacía cinco días había sufrido un derrame cerebral y se había desplomado sobre el escritorio. Esas personas no deberían estar allí, entre los objetos preciosos de su padre. Eran invasores en su casa.
—No es más que un chaval, Peter. Necesita una familia.
—No podemos llevarlo a rastras a Purity si no desea venir con nosotros.
—Cuando tienes quince años, no tienes alternativa. Los adultos deben tomar las decisiones.
El chico se levantó de la cama y se deslizó fuera del dormitorio. Bajó en silencio hasta la mitad de la escalera para escuchar la conversación.
—Además ¿a cuántos adultos ha conocido? Tu hermano no contaba como uno de ellos, precisamente. Estaba tan metido en sus momias amortajadas que es probable que nunca se haya dado cuenta de que había un niño en la casa.
—Eso no es justo, Amy. Mi hermano era un buen hombre.
—Bueno, pero despistado. No imagino a qué clase de mujer se le ocurriría tener un hijo con él. ¿Y luego se va y deja que al niño lo críe Monty? No entiendo cómo una mujer podría hacer eso.
—Monty no lo crió tan mal. El chico obtiene las mejores calificaciones en la escuela.
—¿Esa es tu forma de medir lo que significa ser buen padre? ¿Qué el chaval tenga buenas calificaciones?
—También es un joven aplomado. Mira lo entero que estuvo durante la ceremonia.
—Está entumecido, Peter. ¿Acaso viste alguna emoción en su cara, hoy?
—Monty también era así.
—¿De sangre fría, quieres decir?
—No, intelectual. Lógico.
—Pero en el fondo, sabes que el chico ha de estar sufriendo. Me vienen deseos de llorar de solo pensar cómo necesita a su madre en este momento. se pasa todo el tiempo diciendo que ella vendrá por él, cuando sabemos que no lo hará.
—No lo sabemos.
—¡Ni siquiera hemos conocido a la mujer! Monty nos escribe un día desde El Cairo para contarnos que tiene un hijo recién nacido. Por lo que sabemos, puede haberlo encontrado entre los juncos, como al bebé Moisés.
El chico oyó que el suelo crujía por encima de él y echó una mirada hacia la cima de la escalera. Se sorprendió al ver a su prima Lily mirándolo por encima de la baranda. Lo estaba observando, estudiando, como si fuera una criatura exótica que nunca había visto antes y ella estuviera tratando de decidir si era peligroso.
—¡Vaya! —dijo la tía Amy—. ¡Estás despierto!
Sus tíos acababan de salir del estudio y estaban al pie de la escalera, mirándolo. Se veían algo consternados ante la posibilidad de que él hubiera escuchado toda su conversación.
—¿Te sientes bien, querido? —preguntó Amy.
—Sí, tía.
—Es muy tarde. ¿No deberías volver a la cama?
Pero él no se movió. Permaneció en la escalera un momento, preguntándose cómo sería vivir con estas personas. Qué podría aprender de ellos. El verano sería interesante, hasta que su madre viniera por él.
—Tía, he tomado una decisión —dijo—.
—¿Sobre qué?
—Sobre el verano y dónde me gustaría pasarlo.
Ella de inmediato supuso lo peor.
—¡Por favor, no te apresures. Tenemos una casa realmente bonita, sobre el lago, y tendrías tu propia habitación. Por lo menos ven unos días de visita antes de decidir.
—Pero he decidido pasarlo con ustedes.
Su tía hizo una pausa, momentáneamente aturdida. Luego se le iluminó la cara con una sonrisa y subió por la escalera para abrazarlo. Olía a jabón Dove y a champú Breck. Tan común, tan corriente. Luego un sonriente tío Peter le dio una palmada afectuosa en el hombro; su forma de darle la bienvenida a un nuevo hijo. La felicidad de ellos era como una telaraña de azúcar hilada, que lo atraía a ese universo, donde todo era amor y luz y risas.
—Los niños se alegrarán tanto de que regreses con nosotros —dijo Amy.
El chico miró hacia la cima de la escalera, pero Lily ya no estaba allí. Había desaparecido sin que nadie la viera. Tendré que mantenerla vigilada, pensó. Porque ella ya me está vigilando a mí.
—Ahora eres parte de nuestra familia —dijo Amy.
Mientras subían juntos la escalera, ella comenzó a contarle sus palanes para el verano. Todos los sitios a donde lo llevarían, los platos especiales que le prepararían cuando regresaran a casa. Sonaba feliz, alegre, como una madre con su bebé nuevo.
Amy Saul no tenía idea de lo que estaban por llevarse a su casa.
Dos
Doce años más tarde.
Tal vez eso era un error.
La doctora Maura Isles se detuvo afuera de las puertas de Nuestra Señora de la Divina Luz, sin poder decidirse a entrar. Los fieles ya habían ingresado y ella estaba de pie en la noche, sola, mientras la nieve caía en susurros sobre su cabeza descubierta. A través de las puertas cerradas de la iglesia, oyó que la organista comenzaba a tocar “Adeste Fideles” y supo que ya todos estarían sentados. Si pensaba unirse a ellos, era el momento de entrar.
Vaciló, porque no pertenecía al núcleo de creyentes que estaban en esa iglesia. Pero la música la llamaba, al igual que la promesa de calor y el consuelo de rituales conocidos. Allí afuera, en la calle oscura, se encontraba sola. Sola en la Nochebuena.
Subió los escalones y entró en la iglesia.
Aun a esa hora tardía, los asientos estaban ocupados por familias con niños soñolientos que habían sido despertados para asistir a la Misa del Gallo. La llegada tardía de Maura atrajo varias miradas y cuando los acordes de “Adeste Fideles” se apagaron, ella se sentó en el primer asiento libre que encontró, cerca del fondo. Casi de inmediato, tuvo que ponerse de pie nuevamente con el resto de la congregación cuando comenzó la canción de entrada. El padre Daniel Brophy se acercó al altar e hizo la señal de la cruz.
—Que la gracia y la paz de Dios nuestro padre y el señor Jesucristo estén con todos vosotros —dijo.
—Y con tu espíritu —murmuró Maura junto con los demás fieles. Aun después de tantos años alejada de la iglesia, las respuestas fluían con naturalidad de sus labios, grabadas allí por los domingos de su infancia. —Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. Señor, ten piedad.
Aunque Daniel no se había percatado de su presencia, Maura estaba concentrada solamente en él. En el pelo oscuro, los movimientos elegantes, la profunda voz de barítono. Esa noche podía observarlo sin sentirse incómoda ni avergonzada. Esa noche podía mirarlo tranquila.
—Danos alegría eterna en el reino de los Cielos, donde vives y reinas, con el Espíritu Santo, un solo Dios por los siglos de los siglos.
Maura se acomodó en el asiento y oyó toses ahogadas y los quejidos de niños cansados. Las velas ardían en el altar celebrando la luz y la esperanza en esa noche invernal.
Daniel comenzó a leer:
—Y el ángel les dijo: “No tengáis miedo, pues os traigo una buena noticia que será motivo de gran alegría para todos...”
San Lucas, pensó Maura, reconociendo el pasaje. Lucas, el médico.
—“... como señal, encontraréis al niño envuelto en...” —Se interrumpió cuando su mirada de pronto se posó sobre Maura. Y ella pensó: ¿Te resulta tan sorprendente verme aquí esta noche, Daniel?
Él carraspeó, bajó la mirada al texto y siguió leyendo.
—“Encontraréis al niño envuelto en pañales, recostado en un pesebre”.
Aunque él sabía ahora que Maura estaba sentada entre su grey, su mirada no volvió a cruzarse con la de ella. Ni mientras cantaban “Cantate Domino” y “Dies Sanctificatus”, ni durante el ofertorio o la liturgia de la Eucaristía. Mientras otros a su alrededor se ponían de pie y enfilaban hacia el altar para recibir la comunión, Maura permaneció en su asiento. Como no era creyente, le resultaba una hipocresía la hostia y beber el vino.
¿Entonces qué estoy haciendo aquí?
De todos modos, permaneció en su sitio durante los ritos finales, durante la bendición y la despedida.
—Podéis ir en paz.
—Demos gracias a Dios —respondieron los fieles.
La misa había terminado y abotonándose abrigos y calzándose guantes, la gente comenzó a dirigirse a la salida para abandonar la iglesia. Maura, también, se puso de pie y cuando estaba por salir al pasillo vio que Daniel la miraba y le imploraba en silencio que no se marchara. Volvió a sentarse, sintiendo las miradas de todos los que pasaban junto a su asiento. Sabía lo que veían o lo que imaginaban ver: una mujer sola, hambrienta de palabras de consuelo del sacerdote en la víspera de Navidad.
¿O acaso veían algo más?
No les devolvió las miradas. Miró hacia adelante mientras se vaciaba la iglesia, concentrándose impasiblemente en el altar y pensando: Es tarde y debería irme a casa. No sé qué beneficio puede tener que me quede.
—Hola, Maura.
Levantó la mirada y se encontró con los ojos de Daniel. La iglesia todavía no se había vaciado. La organista seguía recogiendo sus partituras y varios miembros del coro se estaban poniendo los abrigos, pero en ese instante, la atención de Daniel estaba tan focalizada en Maura que bien podría haber sido la única otra persona en la iglesia.
—Ha pasado mucho tiempo desde tu última visita —dijo él.
—Sí, puede ser.
—Fue en agosto ¿verdad?
O sea que tú también has llevado la cuenta.
Daniel se sentó en el asiento junto a ella.
—Me sorprende verte aquí.
—Es la Nochebuena, al fin y al cabo.
—Pero tú no eres creyente.
—Me gustan los rituales, de cualquier manera. Las canciones.
—¿Esa es la única razón por la que has venido? ¿Para entonar algunos cánticos y repetir algunos Amén y Demos gracias a Dios?
—Quería estuchar música. Estar con otras personas.
—No me digas que estás sola esta noche.
Ella se encogió de hombros, dejó escapar una risa.
—Me conoces, Daniel. No se me dan bien las fiestas.
—Pensaba que... es decir supuse...
—¿Qué?
—Que estarías con alguien. Sobre todo esta noche.
Lo estoy. Estoy contigo.
Guardaron silencio mientras la organista se acercaba por el pasillo, cargada con un bolso de partituras.
—Buenas noches, padre Brophy.
—Buenas noches, señora Easton. Gracias por su maravillosa actuación.
—Fue un placer. —La organista dirigió una última mirada penetrante a Maura, luego siguió hacia la salida. Oyeron que la puerta se cerraba y finalmente, quedaron solos.
—¿Por qué has dejado pasar tanto tiempo? —preguntó él.
—Pues, ya sabes cómo es el negocio de la muerte. Nunca afloja. Uno de nuestros patólogos tuvo que operarse de la columna hace unas semanas y hemos tenido que cubrirlo. He tenido mucho trabajo, nada más.
—Siempre puedes coger el teléfono y llamar.
—Sí, lo sé. —Él también podía hacerlo, pero nunca lo hacía. Daniel Brophy jamás cruzaría la línea, lo que tal vez fuera bueno: la tentación que sentía Maura alcanzaba para ambos.
—¿Cómo has estado? —preguntó ella.
—¿Te enteraste del derrame que tuvo el padre Roy el mes pasado? Tuve que hacerme cargo de la capellanía policial.
—Me lo contó la detective Rizzoli.
—Estuve en aquella escena del crimen en Dorchester hace algunas semanas. El policía al que le dispararon. Te vi allí.
—No te vi. Deberías haberme saludado.
—Bueno, estabas ocupada. Completamente concentrada, como de costumbre. —Sonrió. —A veces tienes una expresión tan intensa, Maura. ¿Lo sabías?
Ella rió.
—Tal vez ese sea mi problema.
—¿Problema?
—Asusto a los hombres.
—A mí no me has asustado.
¿Cómo podría hacerlo?, pensó ella. Tu corazón no está disponible para que te lo rompan. Miró con intención su reloj y se puso de pie.
—Es muy tarde, y ya te he robado mucho tiempo.
—No es que tenga nada urgente que hacer —dijo él mientras la acompañada hacia la salida.
—Tienes una grey de almas que cuidar. Y no olvidemos que es la Nochebuena.
—Como verás, yo tampoco tengo adónde ir esta noche.
Maura se detuvo y se volvió hacia él. Estaban solos en la iglesia, respirando los aromas de las velas de cera y el incienso, fragancias familiares que le recordaban una infancia con otras Navidades, otras misas. Los días en que entrar en una iglesia no le provocaba el torbellino de emociones que sentía en ese momento.
—Buenas noches, Daniel —dijo, volviéndose hacia la puerta.
—¿Pasarán otros cuatro meses antes de que vuelva a verte? —preguntó, Daniel.
—No lo sé.
—He echado de menos nuestras charlas, Maura.
Ella volvió a vacilar, con la mano lista para empujar la puerta.
—Yo también. Tal vez por eso no deberíamos seguir con ellas.
—No hemos hecho nada de lo cual avergonzarnos.
—No todavía —dijo ella en voz baja, con los ojos no sobre él sino sobre la pesada puerta tallada, que se interponía entre ella y la huida.
—Maura, no dejemos las cosas así entre nosotros. No hay razón por la que no podamos mantener algún tipo de...
Se interrumpió.
El móvil de Maura estaba sonando.
Ella lo sacó del bolso. A esa hora, una llamada no podía significar nada bueno. Respondió, sintiendo los ojos de Daniel sobre ella y su propia reacción ante esa mirada.
—Habla la doctora Isles —dijo, con voz demasiado serena.
—Feliz Navidad —dijo la detective Jane Rizzoli—. Me sorprende que no estés en tu casa ahora mismo. Intenté llamarte allí.
—Vine a la Misa del Gallo.
—Hostias, ya es la una de la mañana. ¿No ha terminado todavía?
—Sí, Jane. Ha terminado y estoy a punto de marcharme —respondió Maura en un tono de voz que desalentaba cualquier otra pregunta. —¿Qué tienes para mí? —preguntó. Porque ya sabía que eso no era un saludo sino una llamada a comparecer.
—La dirección es el número 210 de la calle Prescott, en East Boston. Una residencia privada. Frost y yo llegamos hace media hora.
—¿Detalles?
—Tenemos una víctima, una mujer joven.
—¿Homicidio?
—Por supuesto.
—Hablas con mucha seguridad.
—Lo verás cuando llegues.
Maura cortó; Daniel seguía mirándola. Pero el momento para tomar riesgos, para decir cosas de las que ambos podrían arrepentirse, había pasado. La muerte había intervenido.
—¿Tienes que ir a trabajar?
—Estoy de guardia esta noche. —Devolvió el móvil al bolso. —Como no tengo familiares en la ciudad, me ofrecí.
—¿Justamente esta noche?
—Que se trate de Navidad no cambia demasiado las cosas para mí.
Se abotonó el abrigo y salió de la iglesia hacia la noche. Daniel la siguió afuera y mientras ella caminaba hacia el coche por la nieve recién caída, se quedó observándola desde los escalones, con las vestiduras blancas al viento. Maura se volvió y vio que levantaba la mano para saludarla.
Seguía saludándola cuando ella se alejó.
Tres
Las luces azules de los vehículos policiales parpadeaban por entre una filigrana de nieve que caía, anunciando a todos aquellos que se acercaban: algo ha sucedido aquí, algo terrible. Maura sintió que el paragolpes delantero raspaba contra el hielo cuando aparcó su Lexus contra el banco de nieve para dejarles lugar de paso a otros coches. A esa hora, en la Nochebuena, los únicos vehículos que tomarían por esa calle estrecha serían, como ella, miembros del séquito de la Muerte. Se tomó un instante para juntar fuerzas para las horas agotadoras que seguirían, mirando con ojos cansados las luces parpadeantes. Sentía las piernas entumecidas; la circulación pesada como barro. Despierta, se dijo. Es hora de ir a trabajar.
Bajó del coche y el repentino golpe de aire frío barrió el sueño de su mente. Cruzó por la nieve polvo que susurraba como plumas debajo de sus botas. A pesar de que era la una y media de la mañana, había luces en varias de las casas modestas de la calle y por una ventana decorada con esténciles festivos de renos voladores y bastones de golosinas, vio la silueta de un vecino curioso que espiaba desde su cálida casa a una noche que ya no era de paz ni de amor.
—¿Hola, doctora Isles? —saludó un patrullero, un policía mayor a quien apenas si reconoció. Resultaba evidente que él sabía perfectamente quién era ella. Todos sabían quién era. —¿Cómo es posible que haya tenido tanta suerte esta noche, eh?
—Podría preguntarle lo mismo, oficial.
—Creo que a ambos nos tocó el premio mayor. —Soltó una risotada. —Feliz Navidad, joder.
—¿La detective Rizzoli está adentro?
—Sí, ella y Frost han estado filmando. —Señaló una casita en la que todas las luces estaban encendidas, una construcción cuadrada apretada en una hilera de cansadas residencias más antiguas. —Ya deben de estar listos para usted.
El ruido de arcadas violentas hizo que Maura mirara hacia la calle, donde una mujer rubia estaba doblada en dos, sujetándose el abrigo largo para no ensuciar el bajo mientras vomitaba sobre el banco de nieve.
El patrullero soltó un bufido y dijo por lo bajo a Maura:
—Esa sí que va a ser una buena detective. Llegó a la escena como salida del programa televisivo Cagney y Lacey. Dándonos órdenes a todos. Sí, señor, muy recia. Entra en la casa, echa una mirada y un minuto después está aquí afuera vomitando en la nieve. —Soltó una risotada.
—No la he visto antes. ¿Es de Homicidios?
—Tengo entendido que acaban de trasladarla desde la unidad anti narcóticos y anti vicios. Gran idea tuvo el comisionado de enviar más chicas. —Negó con la cabeza. —No durará mucho, según mi predicción.
La detective se limpió la boca y se dirigió con pasos vacilantes a los escalones del porche, donde se sentó.
—¡Eh, detective! —gritó el patrullero—. Le convendría alejarse de la escena del crimen. Si va a vomitar de nuevo, al menos hágalo donde no estén recogiendo pruebas.
Un policía más joven que estaba allí cerca emitió una risita.
La detective rubia se puso de pie en forma abrupta; las luces de los vehículos iluminaban su expresión mortificada.
—Creo que iré a sentarme un minuto en el coche —murmuró.
—Sí, hágalo, señorita.
Maura observó cómo se refugiaba en su vehículo. ¿A qué horrores estaba a punto de enfrentarse ella dentro de esa casa?
—Doc —llamó el detective Barry Frost. Acababa de salir de la casa y estaba en el porche, enfundado en una chaqueta corta vientos. Tenía el pelo rubio alborotado, como si acabara de salir de la cama. Si bien su tez siempre había sido cetrina, la luz amarillenta del porche le daba un aspecto más enfermizo que de costumbre.
—Entiendo que allí dentro la situación es desagradable —dijo Maura.
—No es algo que uno quiera ver en Navidad. Me pareció mejor salir a tomar un poco de aire.
Maura se detuvo al pie de los escalones y vio la cantidad de huellas que había sobre la nieve del porche.
—¿No hay problema si entro por aquí?
—No; todas esas huellas son de policías.
—¿Había rastros de pisadas?
—Aquí afuera no encontramos demasiado.
—¿Qué, entró volando por la ventana?
—Parecería que barrió tras él. Se pueden ver algunas de las marcas del barrido.
Maura frunció el ceño.
—Este criminal presta atención a los detalles.
—Espere a ver lo que hay adentro.
Maura subió los escalones y se colocó guantes y cubrezapatos. De cerca, Frost tenía aspecto todavía peor, demacrado y pálido. Pero inspiró hondo y ofreció valientemente:
—Puedo acompañarla.
—No tómese su tiempo aquí. Rizzoli podrá enseñarme el lugar.
Frost asintió, pero sin mirarla; miraba hacia la calle con la feroz concentración de un hombre que trata de mantener la cena dentro de su estómago. Maura lo dejó con su lucha y apoyó la mano en la puerta, preparada para lo peor. Hacía solo unos minutos, había llegado exhausta, tratando de mantenerse despierta; ahora sentía la tensión chispeando como estática por su sistema nervioso.
Entró en la casa. Se detuvo allí, con el corazón acelerado y contempló una escena absolutamente inocua. El vestíbulo tenía suelo de roble gastado. Desde la puerta se veía la sala, decorada con muebles baratos que no combinaban entre sí: un diván vencido, un sillón puf, una biblioteca montada con tablas y bloques de hormigón. Nada hasta allí que gritara escena del crimen. El horror estaba por venir; Maura sabía que la aguardaba en esa casa, pues había visto su reflejo en los ojos de Barry Frost y en el rostro ceniciento de la mujer detective.
Pasó de la sala al comedor, donde vio cuatro sillas alrededor de una mesa de pino. Pero no fueron los muebles los que llamaron su atención, sino los sitios dispuestos en la mesa, como para una comida familiar. Cena para cuatro.
Uno de los platos tenía encima una servilleta de lino doblada y salpicada de sangre.
Con cuidado, Maura cogió la servilleta por el borde, la levantó, vio lo que había debajo, sobre el plato. De inmediato la dejó caer y dio un paso hacia atrás, ahogando una exclamación.
—Veo que has encontrado la mano izquierda —dijo una voz.
Maura se volvió.
—Me has dado un susto terrible.
—¿Quieres asustarte de verdad? —dijo la detective Jane Rizzoli—. Sígueme. —Giró y guió a Maura por un pasillo. Al igual que Frost, Jane parecía haberse levantado de la cama. Tenía los pantalones arrugados y el pelo oscuro alborotado. Pero a diferencia de Frost, se movía sin temor, y sus cubrezapatos de papel susurraban sobre el suelo. De todos los detectives que presenciaban regularmente las autopsias, Jane era la que seguramente se acercaría a la mesa para poder ver más de cerca y ahora se movía sin mostrar ninguna vacilación. Maura la siguó de mala gana, con la mirada fija en las gotas de sangre que se veían en el suelo.
—Mantente de este lado —le indicó Jane—. Tenemos pisadas aquí que van en ambas direcciones. Una zapatilla deportiva. Están secas, pero no quiero ensuciar nada.
—¿Quién dio aviso a la policía?
—Fue una llamada al 911. Justo después de medianoche.
—¿Desde dónde?
—Desde esta misma casa.
Maura frunció el ceño.
—¿Fue la víctima? ¿Intentó pedir ayuda?
—Nadie habló. Alguien solamente llamó al operador de emergencia y dejó el teléfono descolgado. El primer coche policial llegó diez minutos después de la llamada. El patrullero encontró la puerta sin llave, entró en el dormitorio y se quedó helado. —Jane se detuvo en la puerta y por encima del hombro, dirigió a Maura una mirada de advertencia.
—Aquí es donde se pone difícil.
La mano cortada ya era bastante terrible.
Jane se hizo a un lado para permitir que Maura tuviera una visión del dormitorio. Ella no vio a la víctima; lo único que vio fue la sangre. El cuerpo humano promedio contiene tal vez unos cinco litros de sangre. El mismo volumen de pintura roja, arrojada por una habitación, podría salpicar todas las superficies. Lo que los ojos pasmados de Maura vieron cuando miró desde la puerta, fueron justamente esas salpicaduras extravagantes, como serpentinas brillantes arrojadas por manos juguetonas sobre las paredes blancas, los muebles y la mantelería.
—Es arterial —observó Rizzoli.
Maura solo pudo asentir, en silencio, mientras su mirada seguía los arcos de la salpicadura, leyendo la historia de horror escrita en rojo sobre las paredes. Como estudiante de cuarto año de Medicina cuando cumplía un período de rotación en Urgencias, una vez había visto a una víctima de un disparo desangrarse sobre la mesa de traumatismos. La presión sanguínea se desplomaba, y el residente de cirugía, desesperado, le había practicado una laparotomía de emergencia, con la esperanza de controlar la hemorragia interna. Le había abierto el abdomen, liberando una fuente de sangre arterial que brotó con fuerza de la aorta rota, salpicando la cara y la ropa de los médicos. En los últimos y febriles segundos, mientras succionaban y presionaban con toallas esterilizadas, Maura solo había podido concentrarse en la sangre. En su brillo, su olor a carne. Había introducido la mano en el abdomen abierto para coger un retractor y la tibieza que le había empapado las mangas del uniforme le había resultado sedante como un baño. Aquel día, en el quirófano, Maura había visto el inquietante chorro que incluso una presión arterial baja puede generar.
Ahora, mientras contemplaba las paredes del dormitorio, era otra vez la sangre lo que la hipnotizaba, esa historia escrita de los últimos segundos de la víctima. Cuando se realizó el primer corte, el corazón de la víctima seguía latiendo, generando una presión sanguínea. Allí, por encima de la cama, fue a dar la primera salpicadura, un chorro que se elevó por la pared. Tras unas pulsaciones vigorosas, los arcos comenzaban a decaer. El cuerpo trataba de compensar por la caída de la presión, las arterias se estrechaban, el pulso se aceleraba. Pero con cada latido, el corazón perdía sangre y aceleraba su propia muerte. Cuando por fin la presión cesaba y el corazón se detenía, ya no había chorros, solo un sangrado silencioso y débil en el que se iba la última sangre que quedaba. Esa era la muerte que Maura veía registrada en esas paredes y sobre esa cama.
Entonces su mirada se detuvo, atraída por algo que casi había pasado por alto entre todas esas salpicaduras. Algo que hizo que de pronto se le erizara el pelo de la nuca. Sobre una pared, dibujadas con sangre, se veían tres cruces invertidas. Y debajo de ellas, una serie de símbolos crípticos.
—¿Qué significa eso? —preguntó Maura en voz baja.
—No tenemos idea. Hemos estado tratando de entenderlo.
Maura no podía apartar la mirada de los símbolos. Tragó saliva.
—¿Con qué coño estamos lidiando?
—Espera a ver lo que sigue. —Jane dio la vuelta al otro lado de la cama y señaló el suelo. —La víctima está aquí. Bueno, la mayor parte de ella, digamos.
No fue hasta que Maura rodeó la cama que tuvo un atisbo de la mujer. Estaba desnuda, de espaldas. La hemorragia exanguinante le había dejado la piel del color del alabastro y Maura de pronto recordó una visita a una sala del Museo Británico donde se exhibían docenas de estatuas romanas fragmentadas. El desgaste de los siglos había rajado y astillado el mármol, quebrando las cabezas, los brazos, hasta dejarlos convertidos en poco más que torsos anónimos. Eso era lo que veía ahora, al contemplar el cadáver. Una venus rota. Sin cabeza.
—Al parecer la mató aquí, sobre la cama —dijo Jane—. Eso explicaría las salpicaduras en aquella pared y toda la sangre sobre el colchón. Luego la arrastró al suelo, tal vez porque necesitaba una superficie firme para terminar de cortar. —Jane inspiró y se volvió, como si de pronto hubiera llegado a su límite y ya no pudiera seguir mirando el cadáver.
—Dijiste que el primer coche patrulla tardó diez minutos en responder a esa llamada al nueve-uno-uno —dijo Maura.
—Exacto.
—Lo que se hizo aquí, las amputaciones, la decapitación, tomó más de diez minutos.
—Sí, lo hemos pensado. No creo que haya sido la víctima quien realizó la llamada.
El crujido de un paso hizo que ambas se volvieran y se encontraran con Barry Frost de pie en la puerta, sin demasiado entusiasmo aparente por entrar en la habitación.
—Ha llegado la Unidad de Escena del Crimen —dijo.
—Diles que pasen. —Jane se interrumpió. —No tienes buen aspecto.
—Creo que estoy bastante bien. A pesar de todo.
—¿Y Kassovitz? ¿Ha terminado ya de vomitar? Nos vendría bien un poco de ayuda aquí.
Frost negó con la cabeza.
—Sigue sentada en el coche. No creo que su estómago esté listo para esto. Iré a buscar a los técnicos forenses.
—Pero dile que madure un poco, por el amor de Dios —dijo Jane mientras él abandonaba la habitación—. Detesto cuando una mujer me decepciona. Nos hace quedar mal a todas.
La mirada de Maura volvió a fijarse sobre el torso que estaba en el suelo.
—¿Has encontrado...?
—¿El resto de la mujer? —dijo Jane—. Sí. Ya has visto la mano izquierda. La mano derecha está en la bañera. Creo que ahora es el momento de mostrarte la cocina.
—¿Qué hay allí?
—Más sorpresas. —Jane echó a andar hacia el pasillo.
Cuando se volvía para seguirla, Maura se vio de pronto a sí misma reflejada en el espejo del dormitorio. Su imagen la miraba con ojos cansados; tenía el pelo negro lacio aplastado por la nieve derretida. Pero no fue su imagen lo que la dejó helada.
—Jane —susurró—. Mira esto.
—¿Qué cosa?
—En el espejo. Los símbolos. —Maura se volvió y contempló la escritura en la pared. —¿Lo ves? ¡Es una imagen al revés! Esos no son símbolos, son letras que deben ser leídas en el espejo.
Jane miró la pared, luego el espejo.
—¿Es una palabra?
—Sí. Dice Peccavi.
Jane negó con la cabeza.
—Ni siquiera al revés tiene el menor sentido para mí.
—Está en latín, Jane.
—¿Y qué significa?
—He pecado.
Por un instante, las dos mujeres se miraron. Luego Jane soltó una risa repentina.
—Pues ahí tienes una buena confesión. ¿Crees que un par de Ave Marías borrarán este pecado en particular?
—Tal vez la palabra no se refiera al asesino. Tal vez se refiera a la víctima. —Miró a Jane. He pecado.
—Un castigo —aventuró Jane—. Una venganza.
—Sería un motivo posible. Ella hizo algo que enfureció al asesino. Pecó contra él. Y esto es la venganza.
Jane inspiró hondo.
—Vayamos a la cocina. —Caminó por el pasillo delante de Maura. Al llegar a la puerta, se detuvo y miró a Maura, que se había detenido en el umbral, demasiado pasmada por lo que veía como para pronunciar palabra.
Sobre el suelo de baldosas, había un gran círculo dibujado con lo que parecía ser tiza roja. Repartidos dentro de la circunferencia había cinco charcos negros de cera que se había derretido y endurecido. Velas, pensó Maura. En el centro de ese círculo, posicionada de tal manera que los ojos las miraran a ellas, se encontraba la cabeza cercenada de una mujer.
Un círculo. Cinco velas negras. Es una ofrenda ritual.
—Bien, entonces ahora se supone que vuelvo a casa con mi hijita —dijo Jane—. Por la mañana, nos sentamos todos alrededor del árbol y abrimos regalos y fingimos que hay paz en la Tierra. Pero yo estaré pensando en... esa cosa....que me mira. Feliz Navidad de mierda.
Maura tragó saliva.
—¿Sabemos quién es?
—Pues no he traído a ninguna amiga o vecino para que la identifiquen. Oiga, ¿reconoce esa cabeza en el suelo de la cocina? Pero según la foto de la licencia de conducir, diría que se trata de Lori-Ann Tucker. Veintiocho años. Pelo castaño, ojos castaños. —Jane soltó una risa repentina. —Si armas todas las partes del cuerpo, eso es lo que tendrías.
—¿Qué sabes de ella?
—Encontramos un talón de pago en su bolso. Trabajaba en el Museo de Ciencias. No sabemos cuál es su puesto allí, pero a juzgar por la casa, los muebles... —Jane miró hacia el comedor. —... no ganaba demasiado dinero.
Oyeron voces y el ruido de pasos cuando el equipo de técnicos de la escena del crimen entró en la casa. Jane de inmediato se enderezó para recibirlos con alguna semblanza de su aplomo habitual. La impávida detective Rizzoli, conocida por todos.
—Hola, muchachos —dijo mientras Frost y dos forenses entraban cuidadosamente en la cocina. —Hoy nos ha tocado uno de los buenos.
—Jesús —murmuró uno de los técnicos—. ¿Dónde está el resto de la víctima?
—En varias habitaciones. Podéis empezar por... —Se interrumpió y su cuerpo se tensó.
El teléfono de la cocina estaba sonando.
Frost era el que se encontraba más cerca.
—¿Qué opinas? —preguntó, mirando a Rizzoli.
—Responde.
—Con cuidado, Frost levantó el auricular con su mano enguantada.
—¿Hola? ¿Hola? —Tras unos segundos, colgó. —Cortaron.
—¿Qué dice el identificador de llamadas?
Frost pulsó el botón de historial de llamadas.
—Es un número de Boston.
Jane sacó su móvil y estudió el número en el visor.
—Intentaré devolverle la llamada —dijo, y marcó. Se quedó escuchando mientras sonaba. —No hay respuesta.
—Espera, veré si ese número ha llamado aquí con anterioridad —dijo Frost. Revisó el historial de llamadas entrantes y salientes. —Bien, aquí está esa llamada al 911. A las doce y diez de la noche.
—Nuestro asesino, anunciando su obra de arte.
—Hay otra llamada, justo anterior a esa. A un número de Cambridge. —Levantó la mirada. —Fue a las doce y cinco.
—¿El asesino hizo dos llamadas desde este teléfono?
—Si es que fue él.
Jane contempló el aparato.
—Pensemos en esto. Él está aquí en la cocina. Acaba de matarla y desmembrarla. Le ha amputado la mano, el brazo. Coloca la cabeza aquí, en el suelo. ¿Por qué llamaría a alguien? ¿Quiere jactarse de lo que ha hecho? ¿Y a quién llamaría?
—Averígualo —propuso Maura.
Jane volvió a utilizar su móvil, esta vez para llamar al número de Cambridge.
—Está sonando. Bien, se conecta con un contestador automático. —Hizo una pausa y de pronto miró a Maura. —No vas a creer a quién pertenece este número.
—¿A quién?
Jane cortó, volvió a llamar y le entregó el móvil a Maura.
Maura escuchó que sonaba cuatro veces. Luego se conectó el contestador automático y se oyó una grabación. La voz le resultó instantánea y escalofriantemente familiar:
—Te hascomunicado con la doctora Joyce P. O’Donnell. Me interesa saber de ti así que por favor deja un mensaje y te devolveré la llamada.
Maura cortó y se quedó mirando a Jane, que estaba igualmente desconcertada.
—¿Por qué llamaría el asesino a Joyce O’Donnell?
—Mentira —dijo Frost—. ¿Es el número de ella?
—¿Quién es? —preguntó uno de los técnicos forenses.
Jane lo miró.
—Joyce O’Donnell —dijo Jane—, es un vampiro.
Cuatro
Ese no era el sitio donde Jane quería estar en la mañana de Navidad.
Frost y ella se hallaban sentados en el Subaru de Jane, aparcado sobre la calle Brattle, contemplando la gran residencia blanca de estilo colonial. La última vez que Jane había estado en esa casa, había sido verano y el jardín delantero estaba impecablemente cuidado. Al verlo ahora, en una estación diferente, volvió a sentirse impresionada por el buen gusto de cada detalle, desde los marcos pintados de gris a la elegante corona navideña en la puerta principal. El portón de hierro forjado estaba decorado con ramas de pino y cinta roja y por la ventana delantera se veía el árbol, resplandeciente de ornamentos. Eso sí que era una sorpresa. Hasta las sanguijuelas celebraban la Navidad.
—Si no deseas hacer esto —dijo Frost—, puedo ir yo a hablar con ella.
—¿Crees que no puedo encargarme de la situación?
—Creo que debe de ser difícil para ti.
—Lo que me resultará difícil será no estrangularla.
—¿Ves? A eso me refiero. Tu actitud resultará un obstáculo. Vosotras dos tenéis una historia y eso tiñe todo el asunto. No puedes ser objetiva.
—Nadie podría ser objetivo sabiendo quién es ella. Y qué hace.
—A ver, Rizzoli, hace lo que le pagan para hacer.
—Sí, igual que las putas. —Excepto que las putas no lastiman a nadie, pensó Jane, con los ojos fijos en la casa de Joyce O’Donnell. Una casa pagada con la sangre de víctimas de asesinatos. Las putas no entran como si nada a los tribunales en elegantes trajes de St. John y suben al estrado como testigos para declarar en defensa de carniceros.
—Lo único que digo es que trates de mantener la calma ¿vale? —dijo Frost—. No tiene que caernos bien. Pero no podemos permitir que se enfade.
—¿Crees que ese es mi plan?
—Pues mírate un poco. Ya se te ven las garras.
—Es solo defensa propia. —Jane abrió la puerta del coche. —Porque sé que la perra esta intentará clavarme sus garras a mí. —Descendió y se hundió hasta los tobillos en la nieve, pero apenas sintió el frío que le entraba por las medias; los escalofríos internos no eran físicos. Se mantuvo concentrada en la casa, en el encuentro que le esperaba, con una mujer que conocía demasiado bien sus miedos secretos. Y que también sabía cómo útilizarlos.
Frost abrió el portón y tomaron por el sendero limpio de nieve. Las losas estaban congeladas y Jane se esforzó tanto para no resbalar que para cuando llegó a los escalones del porche ya se sentía insegura y fuera de equilibrio. No era el mejor estado en el que enfrentarse a Joyce O’Donlell. Tampoco ayudaba que al abrir la puerta, O’Donnell estuviera impecable y elegante como siempre, con el pelo rubio cortado en refinada melena, una camisa rosada y pantalones hechos a medida para su cuerpo atlético. Jane, en su gastado traje de pantalón y chaqueta, con los bajos húmedos por la nieve derretida, se sintió como el mendigo que pide limosna en la puerta de la mansión. Es precisamente como ella quiere que me sienta.
O’Donnell los saludó con un frío movimiento de cabeza.
—Detectives. —No se hizo a un lado de inmediato, hizo una pausa cuya intención era demostrar que allí, en su territorio, la que estaba al mando era ella.
—¿Podemos pasar? —preguntó Jane por fin. Sabiendo, por supuesto, que les permitiría entrar. Que el juego ya había comenzado.
O’Donnell hizo un ademán para que entraran.
—No es así como me agrada pasar el día de Navidad —dijo.
—Tampoco a nosotros —replicó Jane—. Y estoy segura que tampoco era lo que deseaba la víctima.
—Como le informé, la grabación ya ha sido borrada —dijo O’Donnell, mientras caminaba delante de ellos hacia la sala. —Podéis escucharla, pero no hay nada allí.
La casa no había cambiado mucho desde la última vez que Jane había estado allí. Vio las mismas pinturas abstractas en la pared, las mismas alfombras orientales de colores vibrantes. El único agregado nuevo era el árbol de Navidad. Los árboles de la infancia de Jane habían estado siempre decorados al azar, con la mezcla de adornos que habían sobrevivido a Navidades anteriores en lo de Rizzoli. Y espumillón. Mucho, mucho espumillón. Árboles de Las Vegas, solía llamarlos Jane.
Pero en ese árbol no había ni un centímetro de espumillón. Nada de Las Vegas en esa casa. De las ramas colgaban prismas de cristal y gotas de plata que reflejaban el sol invernal en las paredes, como esquirlas danzantes de luz. Hasta su maldito árbol de Navidad me hace sentirme inadecuada.
O’Donnell cruzó hasta el contestador automático.
—Esto es todo lo que tengo ahora —dijo, y pulsó INICIO. La voz digital anunció: “No tiene mensajes nuevos”. Miró a los detectives. —Me temo que la grabación que me solicitasteis ya no está. En cuanto llegué a casa anoche, escuché todos los mensajes y los fui borrando a medida que pasaban. Para cuando llegué al vuestro, pidiendo que conservara la grabación, era demasiado tarde.
—¿Cuántos mensajes había? —preguntó Jane.
—Cuatro. El vuestro era el último.
—La llamada que nos interesa fue alrededor de las doce y diez de la noche.
—Sí, y el número sigue allí, en el registro electrónico. —O’Donnell pulsó un botón y volvió a la llamada de las 00:10. —Pero la persona que llamó a esa hora no dijo nada. —Miró a Jane. —No había ningún mensaje.
—¿Qué se escuchaba?
—Ya se lo he dicho. Nada.
—¿Ruidos externos? ¿El televisor, tránsito?
—Ni siquiera respiración agitada. Solo unos segundos de silencio y luego el ruido de cuando cortó. Por eso la borré de inmediato. No había nada que escuchar.
—¿El número de la persona que llamó le resulta conocido? —preguntó Frost.
—¿Debería?
—Es lo que le estamos preguntando —replicó Jane, con inconfundible aspereza.
La mirada de O’Donnell se cruzó con la de Jane y ella vio, en esos ojos, un destello de desdén. Como si ni siquiera fuera digna de su atención.
—No, no reconocí el número —dijo O’Donnell.
—¿Conoce el nombre de Lori-Ann Tucker?
—No. ¿Quién es?
—Fue asesinada ayer, en su casa. Esa llamada fue hecha desde su teléfono.
O’Donnell hizo una pausa y dijo, con lógica:
—Podría tratarse de un número erróneo.
—No lo creo, doctora O’Donnell. Creo que la llamada era para usted.
—¿Para qué llamarme y no decir nada? Es más probable que haya escuchado la grabación del contestador y se haya dado cuenta de que se había equivocado y haya cortado.
—No creo que el llamado haya sido de la víctima.
De nuevo, O’Donnell guardó silencio, esta vez durante más tiempo.
—Comprendo —dijo—. Fue hasta un sillón y se sentó, pero no porque estuviera impactada. Se veía perfectamente imperturbable sentada allí en el sillón, una emperadora atendiendo a su corte. —Usted piensa que me llamó el asesino.
—La posibilidad no parece preocuparla en absoluto.
—Todavía no sé lo suficiente como para preocuparme. No sé nada sobre este caso. Así que, ¿por qué no me cuenta más? —Hizo un ademán hacia el sofá, una invitación para que las visitas se sentaran. Era el primer indicio de hospitalidad que les ofrecía.
Porque ahora somos nosotros los que tenemos algo interesante para ofrecerle a ella, pensó Jane. Ha olido la sangre. Es exactamente lo que esta mujer anhela.
El sofá era color blanco prístino y Frost se detuvo antes de sentarse, como temiendo ensuciar la tela. Pero Jane no le dirigió una segunda mirada. Se sentó con sus pantalones húmedos por la nieve, concentrada solo en O’Donnell.
—La víctima era una mujer de veintiocho años —dijo Jane—. La mataron anoche, cerca de la medianoche.
—¿Hay sospechosos?
—No hemos hecho ningún arresto.
—O sea que no tiene idea de quién es el asesino.
—Solo digo que no hemos hecho ningún arresto. Estamos siguiendo pistas.
—Y yo soy una de ellas.
—Alguien la llamó del teléfono de la víctima. Podría muy bien haber sido el asesino.
—¿Y por qué querría él (suponiendo que se trata de un hombre) hablar conmigo?
Jane se inclinó hacia adelante.
—Ambas lo sabemos, doctora. Usted se dedica a eso. Es probable que tenga un bonito club de admiradores allí afuera, todos los asesinos que la consideran su amiga. Es famosa, sabe, en el círculo de asesinos. Es la psiquiatra que habla con los monstruos.
—Trato de entenderlos, nada más. Los estudio.
—Los defiende.
—Soy neuropsiquiatra. Estoy mucho más calificada para declarar en el tribunal que la mayoría de los testigos expertos. No todos los asesinos merecen estar en la cárcel. Algunos de ellos son personas seriamente dañadas.
—Sí, conozco su teoría. Un niño se golpea la cabeza, se le joden los lóbulos frontales y está absuelto de toda responsabilidad por cualquier cosa que haga de ahí en adelante. Puede matar a una mujer, cortarla en trozos y usted saldrá a defenderlo en el tribunal.
—¿Eso es lo que le sucedió a esta víctima? —La expresión de O’Donnell se había vuelto inquietantemente alerta, sus ojos tenían un destello salvaje. —¿La desmembraron?
—¿Por qué lo pregunta?
—Me gustaría saberlo, nada más.
—¿Por curiosidad profesional?
O’Donnell se arrellanó en el sillón.
—Detective Rizzoli, he entrevistado a muchos asesinos. Con el correr de los años, he compilado una cantidad de estadísticas sobre motivos, métodos, patrones. Entonces la respuesta es sí, se trata de curiosidad profesional. —Hizo una pausa. —El desmembramiento no es tan inusual. Sobre todo si es para facilitar la tarea de deshacerse de la víctima.
—Ese no fue el motivo en este caso.
—¿Lo sabe con certeza?
—Está muy claro.
—¿El asesino exhibió deliberadamente las partes del cuerpo? ¿Armó una escenografía?
—¿Por qué? ¿Acaso tiene amiguitos pervertidos a los que les gusta esa clase de cosas? ¿Quiere darnos algunos nombres? Le escriben cartas ¿no es así? Su nombre es conocido. La doctora a la que le encanta enterarse de todos los detalles.
—Si me escriben, por lo general es de manera anónima. No me dicen sus nombres.
—Pero recibe cartas —interpuso Frost.
—Se comunican conmigo, sí.
—Los asesinos.
—O los fabuladores. Me resulta imposible determinar si dicen la verdad o no.
—¿Piensa que algunos solo comparten sus fantasías?
—Y es probable que nunca vayan más allá de las fantasías. Solo necesitan una forma de expresar deseos inaceptables. Todos los tenemos. El hombre más afable en ocasiones fantasea sobre cosas que le gustaría hacerles a las mujeres. Cosas tan retorcidas que no se atreve a decírselas a nadie. Apuesto a que hasta usted tiene algunos pensamientos inapropiados, detective Frost. —Le dirigió una mirada cuyo propósito era ponerlo incómodo. Frost ni siquiera se sonrojó.
—¿Alguien le ha escrito sobre fantasías de desmembramiento? —preguntó.
—Últimamente, no.
—¿Pero alguien le ha escrito?
—Como he dicho, el desmembramiento no es algo inusual.
—¿Cómo fantasía o como acción real?
—Ambas cosas.
Jane intervino:
—¿Quién le ha estado escribiendo sobre sus fantasías, doctora O’Donnell?
La mujer la miró a los ojos.
—Esa correspondencia es confidencial. Es el motivo por el que se sienten seguros contándome sus secretos, sus deseos, sus fantasías.
—¿Esa gente la llama?
—Rara vez.
—¿Y habla con ellos?
—No los evito.
—¿Guarda una lista de los que llaman?
—No diría una lista. No recuerdo la última vez que sucedió.
—Fue anoche.
—Pues yo no estaba aquí para responder.
—No estaba aquí tampoco a las dos de la mañana —observó Frost—. Llamamos a esa hora y se conectó el contestador.
—¿Dónde estaba anoche? —preguntó Jane.
O’Donnell levantó los hombros.
—Salí.
—¿A las dos de la mañana en Nochebuena?
—Estaba con amigos.
—¿A qué hora llegó a su casa?
—A eso de las dos y media.
—Han de ser muy buenos amigos. ¿Le molestaría decirnos sus nombres?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque no quiero que invadan mi privacidad. ¿De verdad que tengo que responder a esa pregunta?
—Esta es una investigación de homicidio. Anoche masacraron a una mujer. Fue una de las escenas del crimen más brutales a las que he tenido que acudir.
—Y quiere saber cuál es mi coartada.
—Me pregunto por qué no nos la quiere revelar.
—¿Soy sospechosa? ¿O solamente está tratando de demostrarme quién manda?
—No es sospechosa. De momento.
—Entonces ni siquiera tengo obligación de hablar con vosotros. —Abruptamente, O’Donnell se puso de pie y comenzó a caminar hacia la puerta. —Los acompañaré afuera.
Frost también se dispuso a levantarse, pero luego vio que Jane no se movía y volvió a sentarse.
Jane dijo:
—Si le importara un rábano la víctima, si hubiera visto lo que le hizo a Lori-Ann Tucker...
O’Donnell se volvió y la miró.
—¿Pues por qué no me lo cuenta? ¿Qué fue exactamente lo que le hicieron?
—Quiere los detalles ¿verdad?
—Es mi campo de estudio. Necesito saber los detalles. —Avanzó hacia Jane. —Me ayuda a entender.
O te excita. Por eso de repente pareces interesada. Hasta anhelante.
—Dijo usted que la desmembraron —observó O’Donnell—. ¿Le cortaron la cabeza?
—Rizzoli —dijo Frost, con tono de advertencia.
Pero no era necesario que Jane revelara nada; O’Donnell ya había extraído sus propias conclusiones. —La cabeza es un símbolo muy poderoso. Es tan personal. Tan individual. —O’Donnell se acercó, moviéndose como un depredador. —¿Se la llevó consigo, como trofeo? ¿Cómo recuerdo de su caza?
—Díganos dónde estaba anoche.
—¿O dejó la cabeza en la escena? ¿En algún sitio donde provocaría el máximo impacto? Donde nadie podría pasarla por alto. ¿Sobre la encimera de la cocina, quizá? ¿O en un sitio prominente en el suelo?
—¿Con quién estuvo?
—Es un mensaje muy fuerte, exhibir una cabeza, una cara. Es la forma que tiene el asesino para decirle que tiene el control absoluto. Le está mostrando lo insignificante que es usted, detective. Y lo poderoso que es él.
—¿Con quién estuvo? —En el instante en que las palabras brotaron de su boca, Jane se dio cuenta de que había cometido un error. Había permitido que O’Donnell la sacara de quicio y había perdido los estribos. La señal suprema de debilidad.
—Mis amistades son privadas —respondió O’Donnell y añadió, con una sonrisita. —Excepto la que usted ya conoce. Nuestro mutuo conocido. Siempre pregunta por usted, ¿sabe? Quiere saber qué es de su vida. —No era necesario que dijera su nombre. Ambas sabían que hablaba de Warren Hoyt.
No reacciones, se dijo Jane. No le permitas ver cuán profundamente te ha clavado las garras. Pero sintió que se le tensaba la cara y vio que Frost la miraba con preocupación. Las cicatrices que Hoyt le había dejado en las manos eran solamente las heridas más obvias; había otras mucho más profundas. Aun ahora, dos años más tarde, la sola mención de su nombre la hacía estremecerse.
—Es su gran admirador, detective —dijo O’Donnell—. Si bien nunca volverá a caminar gracias a usted, no le guarda ningún rencor.
—No me interesa en absoluto lo que piensa.
—Fui a verlo la semana pasada. Me mostró su colección de recortes de periódicos. Su “Carpeta de Janie” como la llama. Cuando usted estuvo atrapada en aquel asedio al hospital, durante el verano, él mantuvo el televisor encendido toda la noche. Miró cada segundo de los informativos. —O’Donnell hizo una pausa. —Me contó que usted tuvo una niñita.
La espalda de Jane se puso rígida. No permitas que te haga esto. No dejes que te siga clavando las garras.
—Entiendo que su hija se llama Regina ¿verdad?
Jane se puso de pie y si bien era más baja que O’Donnell, algo en sus ojos hizo que la otra mujer diera un paso atrás.
—Volveremos en otra oportunidad —dijo Jane.
—Puede llamarme todas las veces que desee —dijo O’Donnell—. No tengo nada más para decirle.
—Miente —dijo Jane.
Abrió con fuerza la puerta del coche y subió detrás del volante. Permaneció allí sentada, contemplando una escena que era de una belleza de tarjeta de Navidad: el sol resplandecía sobre los pedazos de hielo, las casas cubiertas de nieve estaban decoradas con bonitas coronas y muérdago. No había Santa Claus ni renos estridentes en esa calle, ni decoraciones exóticas en los techos como las de Revere, donde ella se había criado. Pensó en la casa de Johnny Silva, a pocas casas de la de sus padres y en la larga fila de curiosos que venían desde kilómetros de distancia para contemplar el asombroso espectáculo de luces que los Silva montaban cada año, en diciembre, en el jardín delantero de su casa. Allí se podía ver a Santa Claus y a los reyes magos, el pesebre con María y Jesús y una cantidad de animales que habría hundido el arca de Noé. Todo encendido como una feria. Se podría haberle dado energía a un pequeño país africano con la electricidad que consumían los Silva todas las Navidades.
Pero allí sobre la calle Brattle, no había espectáculos chillones, solo discreta elegancia. Allí no vivía ningún Johnny Silva. Jane prefería tener al idiota de Johnny como vecino que a la mujer que vivía en esa casa.
—Sabe más de este caso de lo que nos ha dicho.
—¿Cómo llegas a esa conclusión? —dijo Frost.
—Por instinto.
—Pensé que no creías en el instinto. Es lo que siempre me dices. Que es solo una corazonada con suerte.
—Pero conozco a esta mujer. Sé lo que le hace tilín. —Miró a Frost, cuya palidez invernal parecía aún más pronunciada bajo la luz débil del sol. —Anoche recibió más que una llamada muda del asesino.
—Estás adivinando.
—¿Por qué la borró?
—¿Por qué no la borraría, si el que llamó no dejó ningún mensaje?
—Eso dice ella.
—Ay, por Dios. Te provocó. —Frost meneó la cabeza. —Sabía que lo haría.
—No es así. .
—¿Ah, no? Cuando comenzó a hablar de Regina, ¿eso no te encendió la mecha? Es psiquiatra, sabe perfectamente cómo manipularte. No deberías siquiera tratar con ella.
—¿Y quién va a hacerlo? ¿Tú? ¿Esa floja de Kassovitz?
—Alguien que no tenga una historia con ella. Alguien a quien no pueda alterar. —Le dirigió una mirada ten penetrante que hizo que Jane sintiera deseos de apartar la cara. Hacía dos años que eran compañeros y aunque no eran amigos cercanos, se entendían de una manera en la que ni los amigos ni los amantes lo hacían, porque habían compartido los mismos horrores, habían librado las mismas batallas. Frost, más que nadie, más aún que su esposo Gabriel, conocía su historia con Joyce O’Donnell.
Y con el asesino conocido como El Cirujano.
—Todavía te da miedo ¿no? —preguntó él en voz baja.
—Me hace enfurecer, nada más.
—Porque sabe lo que te hace sentir miedo. Y nunca deja de hacerte pensar en él, nunca deja de mencionar su nombre.
—Como si fuera a tenerle miedo a un tío que ni siquiera puede mover los dedos de los pies. Que ni siquiera puede mear a menos que una enfermera le meta un tubo por la polla. Sí, claro, le tengo mucho miedo a Warren Hoyt.
—¿Sigues con las pesadillas?
La pregunta de Frost la dejó helada. No podía mentirle; se daría cuenta. Así que no respondió, sino que miró hacia adelante, hacia la calle perfecta con las casas perfectas.
—Yo también las tendría —dijo Frost—, si me hubiera sucedido a mí.
Pero no te sucedió a ti, pensó Jane. Yo fui la que sintió la hoja del bisturí de Hoyt contra la garganta, la que tiene las cicatrices de sus cortes. Es en mí en quien todavía piensa, es conmigo con quien sigue fantaseando. Aunque él nunca más podría hacerle daño, el mero hecho de saber que ella era su objeto de deseo le daba escalofríos.
—¿Por qué estamos hablando de él? —dijo—. Esto se trata de O’Donnell.
—No se puede separarlos.
—No soy yo la que trae su nombre a colación. Concentrémonos en lo que nos compete ¿vale? En Joyce P. O’Donnell y por qué el asesino decidió llamarla.
—No tenemos la certeza de que haya sido el asesino quien la llamó.
—Hablar con O’Donnell es la idea que tienen todos los degenerados de lo que es el sexo por teléfono. Le pueden contar sus fantasías más enfermizas y ella las absorberá y les pedirá más mientras toma notas. Por eso él ha de haber querido llamarla. Para jactarse de su logro. Quería una oreja dispuesta y ella es la persona obvia a quien llamar. La doctora Crimen. —Con un movimiento furioso, giró la llave y encendió el motor. El aire helado brotó de las rejillas de la calefacción. —Por eso la llamó. Para ufanarse. Para disfrutar de la atención de ella.
—¿Y por qué nos mentiría O’Donnell al respecto?
—¿Por qué no quiso decirnos dónde estaba anoche? Te hace preguntarte con quién estuvo. Si la llamada no habrá sido una invitación.
Frost frunció el entrecejo.
—¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo?
—Antes de la medianoche, nuestro asesino corta en trozos a Lori-Ann Tucker. Luego llama a O’Donnell. Ella alega que no estaba en casa, que se conectó el contestador automático. Pero, ¿y si en verdad estaba en su casa en ese momento? ¿Y si hablaron por teléfono?
—Llamamos a su casa a las dos de la mañana. No atendió.
—Porque ya no estaba en su casa. Dijo que había salido con amigos. —Jane lo miró. —¿Y si se trataba de un solo amigo? Un amigo nuevito, nuevito.
—Ay, vamos. ¿En serio crees que protegería a este asesino?
—Es capaz de cualquier cosa. —Jane soltó el freno y se alejó de la acera. —De cualquier cosa.