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Pasamos toda nuestra vida en un solo cuerpo y, sin embargo, la mayoría de nosotros no tenemos prácticamente ni idea de cómo funciona y lo que sucede en su interior. En este Bestseller internacional, Bill Bryson sale de viaje para averiguar exactamente cómo funciona el cuerpo humano y pronto descubre que es infinitamente más complejo, asombroso y a menudo, más misterioso de lo que jamás habría esperado. Viajando desde el cerebro hasta las regiones inferiores y desde el comienzo de la vida hasta su fin, revela que somos una historia increíble de éxito. Y la historia de cómo hemos intentado dominar nuestra biología y prevenir la enfermedad está llena de héroes olvidados, anécdotas sorprendentes y hechos extraordinarios. Esta impresionante edición ilustrada retrata vívidamente lo que narra con cientos de ilustraciones históricas y modernas fotografías. Infinitamente fascinante, tan compulsivamente fácil de leer como completo, este manual del usuario, de lectura obligada, es Bryson en todo su esplendor.
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Seitenzahl: 968
PORTADA
el cuerpo
HUMANO
Bill Bryson
el cuerpo
HUMANO
UNAGuíapara ocupantes
EDICIÓN ILUSTRADA
PORTADILLA
AGRADECIMIENTOS
No creo que haya estado nunca en deuda con más personas por su ayuda y orientación experta, tan generosamente proporcionada, como en este libro. En particular, deseo dar las gracias a dos de ellas por su aportación especialmente cercana: mi hijo, David Bryson, que actualmente cursa la especialización en ortopedia pediátrica en el Hospital Infantil Alder Hey de Liverpool, y mi buen amigo Ben Ollivere, profesor clínico adjunto de cirugía traumatológica en la Universidad de Nottingham y cirujano especialista en traumatología en el Centro Médico Queen’s de Nottingham.
Asimismo, he contraído una gran deuda de gratitud con las siguientes personas:
En Inglaterra: la doctora Katie Rollins, la doctora Margy Pratten y la doctora Siobhan Loughna, de la Universidad de Nottingham y el Centro Médico Queen’s de Nottingham; el profesor John Wass, la profesora Irene Tracey y el profesor Russell Foster, de la Universidad de Oxford; el profesor Neil Pearce, de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres; el doctor Magnus Bordewich, del Departamento de Informática Teórica de la Universidad de Durham; Karen Ogilvie y Edwin Silvester, de la Real Sociedad de Química de Londres; Daniel M. Davis, profesor de inmunología y director de investigación del Centro Colaborativo para la Investigación de la Inflamación de la Universidad de Mánchester, y sus colegas el doctor Jonathan Worboys, Poppy Simmonds, la doctora Pippa Kennedy y Karoliina Tuomela; el profesor Rod Skinner, de la Universidad de Newcastle; el doctor Charles Tomson, especialista en nefrología del grupo hospitalario Newcastle upon Tyne Hospitals NHS Foundation Trust; y el doctor Mark Gompels, del grupo hospitalario North Bristol NHS Trust. Vaya también un especial agradecimiento a mi buen amigo Joshua Ollivere.
En Estados Unidos: el profesor Daniel Lieberman, de la Universidad de Harvard; la profesora Nina Jablonski, de la Universidad Estatal de Pensilvania; la doctora Leslie J. Stein y el doctor Gary Beauchamp, del Monell Chemical Senses Center de Filadelfia; el doctor Allan Doctor y el profesor Michael Kinch, de la Universidad Washington en San Luis; el doctor Matthew Porteus y el profesor Christopher Gardner, de la Universidad de Stanford; y Patrick Losinski y el atento personal de la Biblioteca Metropolitana de Columbus, Ohio.
En los Países Bajos: los doctores Josef y Britta Vormoor, el profesor Hans Clevers, el doctor Olaf Heidenreich y la doctora Anne Rios, del Centro de Oncología Pediátrica Princesa Máxima de Utrecht. Vaya también un especial agradecimiento a Johanna y Benedikt Vormoor.
También he contraído una gran deuda de gratitud con Gerry Howard, Gail Rebuck, Susanna Wadeson, Larry Finlay, Amy Black y Kristin Cochrane de Penguin Random House; con el genial artista Neil Gower; con Camilla Ferrier y sus colegas de la Agencia Marsh de Londres, y con mis hijos, Felicity, Catherine y Sam, por su voluntariosa ayuda. Sobre todo, y como siempre, vaya mi mayor agradecimiento a mi querida y angelical esposa, Cynthia.
A Lottie.
Bienvenida tú también
Título original inglés: The Body Illustrated
Autor: Bill Bryson.
Publicado por primera vez en Gran Bretaña en 2019 por Doubleday.
Esta edición ilustrada ha sido publicada por primera vez en 2022 por Doubleday, un sello de Transworld Publishers. Transworld forma parte del grupo de empresas Penguin Random House.
© Bill Bryson, 2019, 2022.
El autor ratifica sus derechos morales.
© de la traducción: Francisco Ramos, 2022.
Diseño del interior: Smith & Gilmour.
Edición de las fotografías: Caroline Hotblack.
Se han realizado todos los esfuerzos para obtener los permisos de copyright necesarios, tanto de las ilustraciones como de las citas. Nos disculpamos por alguna posible omisión; en cuyo caso, esteremos encantados de corregir los reconocimientos correspondientes en futuras ediciones.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2022.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com
Primera edición: octubre de 2022.
ref.: obdo072
isbn: 978-84-1132-135-8
el taller del llibre •realización de la versión digital
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CRÉDITOS
1. Cómo construir un humano7
2. El exterior: la piel y el pelo23
3. El yo microbiano47
4. El cerebro77
5. La cabeza109
6. ¡Salud!: la boca y la garganta137
7. El corazón y la sangre163
8. El departamento de química199
9. En la sala de disección: el esqueleto231
10. ¡En marcha!: bipedación y ejercicio255
11. Equilibrio271
12. El sistema inmunitario291
13. ¡Respire hondo!: los pulmones y la respiración311
14. El placer del buen comer331
15. Las tripas361
16. El sueño377
17. Las partes pudendas397
18. En el principio: la concepción y el nacimiento417
19. Los nervios y el dolor441
20. Cuando las cosas se ponen feas: las enfermedades461
21. Cuando las cosas se ponen muy feas: el cáncer485
22. Buena y mala medicina507
23. El final531
Breve epílogo 552
Créditos de las imágenes 554
Índice analítico y de nombres 556
contenido
CONTENIDO
1
1. CÓMO CONSTRUIR UN HUMANO
capítulo
Cómo
construir
un
humano
¡Cuán semejante a un dios!
william shakespeare,hamlet
cómo construir un humano9
Hace mucho, cuando cursaba los primeros años de secundaria en una escue-la estadounidense, recuerdo que un maestro de biología me enseñó que todas las sustancias químicas que componen un cuerpo humano podían comprar-se en una droguería más o menos por unos 5 dólares. No recuerdo la cifra exacta: puede que fueran 2,97 dólares, o tal vez 13,50; pero desde luego era muy poco dinero aun para la década de 1960, y recuerdo que me quedé per-plejo ante la idea de que se pudiera fabricar un ser desgarbado y lleno de gra-nos como yo por prácticamente nada.
Fue una revelación tan tremendamente humillante que no me ha aban-donado desde entonces. Pero la cuestión es: ¿era cierto? ¿De verdad valemos tan poco?
Muchos expertos (lo que quizá cabría definir mejor como «estudiantes universitarios de ciencias que no tienen con quien salir un viernes») han intentado calcular en varias ocasiones, casi siempre por diversión, cuánto costarían los materiales necesarios para construir un humano. Probable-mente, el intento más respetable y exhaustivo emprendido en los últimos años sea el que realizó la Real Sociedad de Química del Reino Unido (RSC, por sus siglas en inglés) cuando, en el marco del Festival de Ciencia de Cam-bridge de 2013, calculó cuánto costaría reunir todos los elementos necesa-rios para construir al actor Benedict Cumberbatch (ese año Cumberbatch fue el director invitado del festival, y, convenientemente, resultaba ser un humano del tamaño apropiado).
Según los cálculos de la RSC, hacen falta un total de 59 elementos para construir un ser humano. Seis de ellos —carbono, oxígeno, hidrógeno, nitró-geno, calcio y fósforo— representan el 99,1 % de lo que somos, pero una bue-na parte de los materiales restantes resultan un tanto inesperados. ¿Quién habría pensado que estaríamos incompletos sin un poco de molibdeno en nuestro cuerpo, o de vanadio, manganeso, estaño y cobre? Hay que decir que nuestros requisitos con respecto a algunos de esos elementos son in-creíblemente modestos y se miden en partes por millón o incluso en partes por mil millones. Por ejemplo, solo necesitamos 20 átomos de cobalto y 30 de cromo por cada 999.999.999,5 átomos de todo lo demás.
El principal componente de cualquier ser humano, que ocupa el 61 % del espacio disponible, es el oxígeno. Puede parecer un tanto contrario a la in-tuición que estemos compuestos casi en dos terceras partes de un gas inodo-ro. La razón de que no seamos livianos e hinchables como un globo es que el oxígeno está en su mayor parte combinado con hidrógeno (que representa otro 10 % de nosotros) para formar agua; y el agua, como sabrá el lector si alguna vez ha intentado mover una piscina infantil o simplemente caminar con la ropa mojada, resulta sorprendentemente pesada. No deja de ser un poco irónico que dos de los elementos más ligeros de la naturaleza, el oxíge-no y el hidrógeno, cuando se combinan formen uno de los más pesados, pero
Página opuesta: La complejidad en acción: esta ilustración de un libro de anatomía para artistas del siglo xixrepresenta el esqueleto de una niña en el acto de quitarse una espina del pie; la línea de puntos que aparece en torno al esqueleto señala el contorno de la carne, tomado de un modelo de la misma edad y estatura. Como decía el salmista, somos «una creación admirable».
Página par anterior: Comparación del cuerpo humano con un automóvil, donde sus partes constitutivas realizarían funciones similares; ilustración de Cornelius de Witt, reproducida del libro de Mitchell Wilson The Human Body: What It Is and How It Works, publicado en 1959.
10 EL CUERPO HUMANO
tal es nuestra naturaleza. El oxígeno y el hidrógeno también son dos de los elementos más baratos que contenemos. Según la RSC, todo el oxígeno de nuestro cuerpo saldría por solo 8,90 libras,*y el hidrógeno por 16 (suponien-do que tengamos más o menos la complexión de Benedict Cumberbatch). El nitrógeno (el 2,6 % de nosotros) aún nos sale mejor de precio, a solo 0,27 li-bras por cuerpo. Pero a partir de aquí las cosas se encarecen bastante.
Necesitamos unos 13,5 kilogramos de carbono, y, según la RSC, eso nos costaría 44.300 libras (la institución solo contempla las formas más puras de todos los elementos: nunca harían un humano con materiales baratos). El calcio, el fósforo y el potasio, aunque necesarios en cantidades mucho más pequeñas, nos saldrían en total por otras 47.000 libras. La mayor parte del resto de los elementos resultan aún más costosos por unidad de vo-lumen, pero por fortuna solo se necesitan en cantidades microscópicas. El torio sale a casi 2.000 libras el gramo, pero constituye únicamente el 0,0000001 % de nosotros, por lo que podemos comprar la cantidad necesa-ria para un cuerpo por solo 0,21. Todo el estaño que necesitamos puede ser nuestro por menos de 0,04 libras, mientras que el circonio y el niobio nos costarán solo 0,02 cada uno. Al parecer, no merece la pena cobrar por el 0,000000007 % de nosotros que representa el samario, ya que en las cuentas de la RSC aparece reflejado con un coste cero.
De los 59 elementos que contenemos, 24 se conocen tradicionalmente como «elementos esenciales», puesto que, de hecho, no podemos prescindir de ellos. El resto viene a ser como un cajón de sastre. Algunos resultan claramente beneficiosos; otros pueden serlo, pero todavía no estamos seguros de en qué manera; otros no son perjudiciales ni beneficiosos, pero simple-
* A continuación, damos las equivalencias en euros para mayor claridad, pero téngase en cuenta que son aproxima-das, puesto que el tipo de cambio entre la libra esterlina y el euro es variable: oxígeno, unos 10 euros; hidrógeno, unos 18; nitrógeno, unos 30 céntimos; carbono, unos 50.000 euros; calcio, fósforo y potasio, unos 53.000; torio, unos 24 cénti-mos; estaño, unos 50 céntimos; circonio y niobio, unos 20 céntimos de euro cada uno. (N. del t.)
No deja de ser un poco irónico que dos de los elementos más ligeros de la naturaleza cuando se combinan formen uno de los más pesados, pero tal es nuestra naturaleza.
cómo construir un humano11
mente están ahí, por así decirlo; y algunos son claramente malos. El cad-mio, por ejemplo, es el vigésimo tercer elemento más común en el cuerpo y constituye el 0,1 % de su volumen, pero resulta extremadamente tóxico. Lo tenemos no porque nuestro cuerpo lo anhele, sino porque penetra en las plantas desde el suelo y luego pasa a nosotros cuando las ingerimos. Si uno vive, por ejemplo, en Norteamérica, probablemente ingiere alre-dedor de 80 microgramos de cadmio al día, y ni uno solo de ellos le hace ningún bien.
Todavía no hemos logrado entender del todo una sorprendente pro-porción de lo que ocurre en este nivel elemental. Cojamos casi cualquier célula del cuerpo y tendremos un millón o más de átomos de selenio, pero hasta hace poco nadie tenía ni idea de por qué estaban ahí. Hoy sabemos que el selenio produce dos enzimas vitales cuya deficiencia se ha asocia-do a hipertensión, artritis, anemia, algunos tipos de cáncer e incluso, po-siblemente, una reducción del número de espermatozoides. De modo que no hay duda de que es una buena idea tener un poco de selenio en nuestro cuerpo (se encuentra sobre todo en las nueces, el pan integral y el pescado), pero, por otra parte, si ingerimos demasiado puede envenenar irremediablemente el hígado. Al igual que ocurre con muchos otros as-pectos de la vida, alcanzar el equilibrio correcto es un asunto delicado.
Los elementos de los que estamos formados provienen de explosiones estelares. Lo que los hace especiales en cada uno de nosotros es justo el hecho de que nos constituyen a nosotros. Ese es el milagro de la vida.
12 EL CUERPO HUMANO
En conjunto, según la RSC, el coste total de construir un nuevo ser hu-mano utilizando al servicial Benedict Cumberbatch como plantilla sería de exactamente 96.546,79 libras.*Obviamente, la mano de obra y el IVA incre-mentarían aún más los costes. Con suerte, conseguir un Benedict Cumber-batch para llevarse a casa podría salirnos por menos de unas 200.000 li-bras; no es que sea una enorme fortuna, dentro de lo que cabe, pero, desde luego, tampoco es el puñado de dólares que sugería mi maestro de secunda-ria. Dicho esto, añadamos que en 2012, Nova, un programa científico de la red de televisión pública estadounidense PBS que lleva mucho tiempo en antena, realizó un análisis exactamente equivalente en uno de sus episo-dios, titulado «Hunting the Elements», y calculó que el valor de los compo-nentes fundamentales del cuerpo humano era de 168 dólares, lo cual ilustra un hecho que se hará ineludible conforme avance este libro: que, en lo que respecta al cuerpo humano, a menudo los detalles resultan sorprendente-mente inciertos.
Pero, obviamente, en realidad eso apenas importa: por más que pague-mos o por más esmero que pongamos en ensamblar los materiales, no crea-remos un ser humano. Podríamos reunir a las personas más inteligentes que viven actualmente o han vivido alguna vez y dotarlas de la suma completa de todo el conocimiento humano, y ni aun así podrían crear entre todas una sola célula viva, por no hablar de un replicante Benedict Cumberbatch.
Esto es, sin duda, lo más asombroso de nosotros: que somos solo una colección de componentes inertes, los mismos que uno encontraría en un montón de tierra. Ya lo he dicho antes en otro libro, pero creo que merece la pena repetirlo: lo único que tienen de especial los elementos que nos configuran es el hecho de que nos configuran. Ese es el milagro de la vida.
Pasamos nuestra existencia dentro de esta carne cálida y bamboleante y, sin embargo, apenas le prestamos atención. ¿Cuántos de nosotros sabemos si-quiera aproximadamente dónde está el bazo o para qué sirve? ¿O la diferen-cia entre los tendones y los ligamentos? ¿O qué función tienen los ganglios linfáticos? ¿Cuántas veces al día cree que parpadea? ¿Quinientas? ¿Mil? Seguro que no tiene ni idea. Bueno, pues parpadea 14.000 veces al día; tan-
* Algo menos de 110.000 euros. (N. del t.)
Esto es, sin duda, lo más asombroso de nosotros: que somos solo una colección de componentes inertes, los mismos que uno encontraría en un montón de tierra.
tas que en total tenemos los ojos cerrados durante veintitrés minutos dia-rios en nuestro horario de vigilia. Sin embargo, no hemos de pensar en ello para nada, puesto que cada segundo de cada día nuestro cuerpo realiza una cantidad literalmente inconmensurable de tareas: puede que un cuatrillón, un nonillón, un quindecillón, un vigintillón (son medidas reales)… En cual-quier caso, es una cifra que va mucho más allá de lo imaginable, sin requerir nuestra atención ni un solo instante.
En el segundo de tiempo transcurrido más o menos desde que ha empeza-do a leer esta frase su cuerpo ha producido un millón de glóbulos rojos. Ya están desplazándose a toda prisa por su interior, circulando por sus venas, manteniéndolo vivo. Cada uno de esos glóbulos rojos recorre vibrando nues-tro cuerpo unas 150.000 veces, transportando oxígeno repetidamente a las células, y luego, magullado e inútil, se entregará a otras células para ser silen-ciosamente eliminado por nuestro bien mayor.
En total, se necesitan siete mil billones de billones de átomos (es decir, 7.000.000.000.000.000.000.000.000.000, o siete mil cuatrillones) para for-mar a uno de nosotros. Nadie sabe por qué esos siete mil billones de billones
Un puñado de los millones de glóbulos rojos que produce nuestro cuerpo cada minuto de cada día, captados aquí en una fotomicrografía mientras recorren a toda velocidad los vasos sanguíneos repartiendo oxígeno.
cómo construir un humano13
de átomos tienen un deseo tan urgente de ser nosotros. Al fin y al cabo, no son más que partí-culas mecánicas, sin que exista un solo pensa-miento o noción entre ellas. Sin embargo, de al-guna manera, durante el tiempo de su existencia construirán y mantendrán todos los innumera-bles sistemas y estructuras necesarios para man-tenernos a pleno rendimiento, para que noso-tros seamos nosotros, para darnos forma y configuración, y para permitirnos disfrutar de esa rara y extremadamente agradable condición conocida como vida.
Esta es una tarea mucho más ingente de lo que parece. Una vez «desplegados», resultamos ser realmente enormes. Nuestros pulmones, ex-tendidos, cubrirían una pista de tenis, y las vías respiratorias que contienen llegarían de Lon-dres a Moscú. La longitud de todos nuestros vasos sanguíneos daría dos veces y media la vuelta al mundo. Pero la parte más extraordinaria de todas es nuestro ADN. Tenemos un metro de él empaquetado en cada célula, y tantas células que, si empalmáramos todo el ADN de nuestro cuerpo en una única y fina he-bra, esta se extendería a lo largo de más de 15.000 millones de kilóme-tros, más allá de Plutón. Piense en ello: hay lo suficiente de usted como para abandonar el sistema solar. Somos, en el sentido más literal, seres cósmicos.
Pero nuestros átomos no son más que elementos de construcción, y en sí mismos no están vivos. No es nada fácil decir dónde empieza la vida exacta-mente. La unidad básica de la vida es la célula: en eso todo el mundo está de acuerdo. La célula está llena de cosas que bullen de actividad —ribosomas y proteínas, ADN, ARN, mitocondrias y muchos otros arcanos microscópi-cos—, pero ninguna de ellas está viva en sí misma. La propia célula es solo un compartimento —una especie de pequeña habitación: una celda(como in-dica su etimología)— que las contiene, y de por sí es tan inanimada como cualquier otra habitación. Sin embargo, de alguna manera, cuando todo eso se junta tenemos vida. Esa es la parte que se escapa a la ciencia. Y espero que siempre lo haga.
Lo que quizá resulta más extraordinario es que no hay nadie al mando. Cada componente de la célula responde a las señales de otros componentes, todos chocan y se empujan entre sí como otros tantos autos de choque, pero, de algún modo, todo ese movimiento aleatorio se traduce en una acción fluida y coordinada, no solo dentro de la célula, sino en todo el cuerpo, en la medida
La superficie respiratoria de nuestros pulmones, extendida, cubriría una pista de tenis, como sugiere de forma un tanto inquietante esta ilustración de la década de 1930.
14 EL CUERPO HUMANO
cómo construir un humano15
en que las células se comunican con otras células situadas en diferentes par-tes de nuestro cosmos personal.
El corazón de la célula es el núcleo. Este contiene el ADN celular: un me-tro de él, como ya hemos señalado, estrujado en un espacio que podríamos calificar muy bien de infinitesimal. La razón de que pueda caber tal cantidad de ADN en el núcleo celular es que este es extremadamente delgado: se ne-cesitarían 20.000 millones de hebras de ADN colocadas una al lado de otra para obtener el grosor del más fino cabello humano. Cada una de las células del cuerpo (estrictamente hablando, cada una de las células que tienen nú-cleo) contiene dos copias de nuestro ADN. De ahí que tengamos el suficien-te para llegar a Plutón y más allá.
El ADN existe con un único propósito: crear más ADN. Nuestro ADN no es más que un manual de instrucciones para fabricarnos. Una molécula de ADN —como seguramente recordará el lector de innumerables programas de televisión, si no de las clases de biología en la escuela— está formada por dos hebras unidas por peldaños que forman la famosa es-calera de caracol conocida como doble hélice. Un tramo de ADN se divide en segmentos llamados cromosomas y unidades individuales más cortas llamadas genes. La suma de todos los genes forma el genoma.
El ADN es extremadamente estable. Puede durar de-cenas de miles de años. Hoy es lo que permite a los cientí-ficos llegar a conocer la antropología del pasado más re-moto. Probablemente, nada de lo que el lector posee en este momento —ni una carta, ni una joya ni una preciada reliquia familiar— seguirá existiendo dentro de mil años, pero casi con toda certeza su ADN seguirá estando en al-gún sitio, y podría recuperarse simplemente si alguien se tomara la molestia de buscarlo. El ADN transmite infor-mación con una fidelidad extraordinaria: solo comete un error aproximadamente por cada mil millones de letras copiadas. Aun así, eso representa alrededor de tres erro-res, o mutaciones, por cada división celular. El cuerpo puede ignorar la mayoría de esas mutaciones, pero algu-nas, de vez en cuando, adquieren una persistente trascen-dencia. Eso es la evolución.
Si empalmáramos todo el ADN de nuestro cuerpo en una única y fina hebra, esta se extendería a lo largo de más de 15.000 millones de kilómetros, más allá de Plutón.
Infografía de la doble hélice del ADN, el consumado mecanismo de replicación que constituye el manual de instrucciones de la vida. Es asimismo una molécula asombrosamente estable, de la que cada uno de nosotros posee una inmensa cantidad empaquetada en sus células.
18 EL CUERPO HUMANO
Todos los componentes del genoma tienen un único propósito: mante-ner vivo el linaje de nuestra existencia. No deja de ser una lección de hu-mildad pensar que los genes que llevamos son inmensamente antiguos y posiblemente —al menos hasta ahora— eternos. Nosotros moriremos y de-sapareceremos, pero nuestros genes seguirán y seguirán mientras nosotros y luego nuestros descendientes continúen produciendo descendencia. Y no deja de resultar pasmoso hacer la reflexión de que el linaje personal de cada uno de nosotros no se ha roto ni una sola vez en los 3.000 millones de años transcurridos desde que comenzó la vida. Para que usted o yo estemos aquí ahora, cada uno de nuestros antepasados ha tenido que transmitir con éxito su material genético a una nueva generación antes de extinguirse o de verse apartado de algún otro modo del proceso procreador. Es una auténtica cade-na de éxitos.
Lo que hacen concretamente los genes es dar instrucciones para fabri-car proteínas. La mayoría de las cosas útiles que hay en el cuerpo son proteí-nas. Algunas aceleran cambios químicos, y se conocen como enzimas. Otras, las hormonas, transmiten mensajes químicos. Otras atacan a los agentes patógenos: son los anticuerpos. La mayor de todas nuestras proteínas es la denominada titina, que ayuda a controlar la elasticidad muscular. Su nombre químico tiene 189.819 letras, lo que probablemente la convertiría en la palabra más larga de cualquier idioma si no fuera porque los diccionarios no admiten los nombres químicos. Nadie sabe cuántos tipos de proteínas tenemos, pero las estimaciones van de unos cientos de miles a un millón o más.
La paradoja de la genética es que todos nosotros somos muy distintos, pero, no obstante, genéticamente casi idénticos. Todos los humanos com-parten el 99,9 % de su ADN, y, aun así, no hay dos humanos iguales. Mi ADN y el del lector seguramente diferirán en tres o cuatro millones de lugares, lo cual es solo una pequeña proporción del total, pero suficiente para hacer que haya una gran diferencia entre nosotros. Cada uno de nosotros tiene asi-mismo alrededor de un centenar de mutaciones personales: tramos de ins-trucciones genéticas que no coinciden en absoluto con ninguno de los genes que nos transmitió ninguno de nuestros progenitores, sino que son exclusi-vamente nuestros.
Cómo funciona exactamente todo esto sigue siendo en gran parte un misterio para nosotros. Solo un 2 % del genoma humano codifica proteínas, lo cual equivale a decir que solo el 2 % hace algo demostrable e inequívoca-mente práctico, pero se ignora por completo qué hace el resto. Parece ser que una gran parte simplemente está ahí, como las pecas en la piel, pero hay otra parte cuya presencia carece de sentido. Hay una breve secuencia con-creta, conocida como secuencia Alu, que se repite más de un millón de veces a lo largo de nuestro genoma, en ocasiones incluso en medio de importantes genes responsables de la codificación de proteínas. Por lo que sabemos has-
Los genes construyen proteínas, y las proteínas hacen muchas cosas. Este modelo informático representa un corto segmento de titina, que actúa como una especie de goma elástica química que ayuda a controlar la elasticidad de los músculos.
Doble página anterior: Esta captura de pantalla de una secuencia de ADN humano, tomada en el Centro Sanger de Cambridge durante los trabajos del Proyecto Genoma Humano, representa en diferentes colores los distintos compuestos químicos que componen el genoma.
cómo construir un humano19
ta ahora es un auténtico galimatías, y, sin embargo, constituye el 10 % de todo nuestro material genético. A esa parte misteriosa se la llamó durante un tiempo «ADN basura», aunque actualmente se le da el nombre, más ele-gante, de «ADN oscuro», lo que significa que no sabemos qué hace o por qué está ahí. Parte de él está involucrado en la regulación de los genes, pero la función del resto permanece en su mayoría por determinar.
Con frecuencia se compara el cuerpo con una máquina, pero en reali-dad es mucho más que eso: trabaja las veinticuatro horas del día durante décadas sin necesidad (en su mayor parte) de un mantenimiento regular o la instalación de piezas de repuesto; funciona con agua y unos cuantos com-puestos orgánicos; es suave y bastante bonito; re-sulta convenientemente móvil y flexible; se repro-duce con entusiasmo; cuenta chistes, siente afecto, y sabe apreciar una encendida puesta de sol y una refrescante brisa. ¿Cuántas máquinas conoce que sean capaces de hacer algo de eso? No hay ninguna duda: somos una auténtica maravilla. Pero hay que decir que, entonces, también lo es una lombriz de tierra.
¿Y cómo celebramos el esplendor de nuestra exis-tencia? Bueno, la mayoría de nosotros haciendo el mínimo ejercicio y comiendo el máximo. Piense en toda la basura que se mete por la garganta y cuánto tiempo de su vida pasa despatarrado en estado se-mivegetativo frente a una pantalla brillante. Y, sin embargo, de alguna forma milagrosa nuestros cuer-pos nos cuidan, extraen nutrientes de los variados alimentos que nos llevamos a la boca y se las inge-nian para mantenernos de una pieza, generalmente a un nivel bastante bueno, durante décadas. Suici-darse mediante el estilo de vida requiere años.
Aunque lo hagamos casi todo mal, nuestro cuer-po nos mantiene y preserva. La mayoría de noso-tros somos testimonio de ello de una u otra forma. Cinco de cada seis fumadores no contraen cáncer de pulmón. La mayoría de las personas que inte-
Una máquina y algo más: el cuerpo humano como «palacio de la industria» según Fritz Kahn, un médico alemán que en la década de 1920 contribuyó en gran medida a popularizar la analogía mecánica de la anatomía humana con las ilustraciones de sus libros, que fueron pioneros en el campo de la infografía.
No hay ninguna duda: somos una auténtica maravilla. Pero hay que decir que, entonces, también lo es una lombriz de tierra.
20 EL CUERPO HUMANO
gran el grupo de los principales candidatos para sufrir ataques cardiacos no sufren ataques cardiacos. Se estima que cada día entre una y cinco de nues-tras células se vuelven cancerosas, pero el sistema inmunitario las captura y las mata. Piense en ello. Un par de docenas de veces a la semana, que son más de mil veces al año, contraemos la enfermedad más temida de nuestra época, y en cada una de esas ocasiones nuestro cuerpo nos salva. Desde lue-go, muy de vez en cuando un cáncer se convierte en algo más grave, y puede que nos mate, pero en términos generales los cánceres son raros: la mayoría de las células del cuerpo se replican miles y miles de millones de veces sin equivocarse. Puede que el cáncer sea una causa común de mortalidad, pero no constituye un suceso común en la vida.
Nuestro cuerpo es un universo de 37,2 billones de células*que operan en sincronía más o menos perfecta durante más o menos todo el tiempo. En condiciones normales, un dolor, una punzada de indigestión, algún que otro cardenal o grano es lo único que revela nuestro carácter imperfecto. Hay mi-les de cosas que pueden matarnos —algo más de 8.000, según la Clasifica-ción Estadística Internacional de Enfermedades y Problemas Relacionados con la Saludque elabora la Organización Mundial de la Salud—, y podemos escapar de todas ellas excepto de una. Para la mayoría de nosotros, no es un mal resultado.
Sabe Dios que no somos perfectos, ni mucho menos. Tenemos las mue-las del juicio retenidas porque hemos desarrollado unas mandíbulas dema-siado estrechas para dar cabida a todos los dientes de los que estamos dota-dos, y la pelvis demasiado pequeña para dejar pasar a los hijos sin sufrir un dolor atroz. Somos irremediablemente susceptibles al dolor de espalda. Te-nemos órganos que en su mayoría no son capaces de repararse a sí mismos. Si un pez cebra sufre una lesión en el corazón, desarrolla tejido nuevo; si nos pasa a nosotros, bueno, ¡mala suerte! Casi todos los animales producen su propia vitamina C, pero nosotros no podemos: llevamos a cabo casi todo el proceso, salvo, inexplicablemente, el último paso, la producción de una úni-ca enzima.
* Obviamente, esta cifra es una estimación razonable. Las células humanas son de distin-tos tipos, tamaños y densidades, y resultan literalmente incontables. La cifra de 37,2 billones la calculó en 2013 un equipo de científicos europeos dirigidos por Eva Bianconi, de la Univer-sidad de Bolonia, y se publicó en Annals of Human Biology.
Hay miles de cosas que pueden matarnos y podemos escapar de todas ellas excepto de una. Para la mayoría de nosotros, no es un mal resultado.
cómo construir un humano21
El milagro de la vida humana no es que tengamos algunas debilidades, sino que no nos veamos superados por ellas. No olvide que nuestros genes provienen de ancestros que durante la mayor parte del tiempo ni siquiera fueron humanos. Algunos de ellos eran peces; otros muchos eran pequeños y peludos, y vivían en madrigueras. Tales son los seres de los que hemos he-redado nuestro plan corporal. Somos el producto de 3.000 millones de años de ajustes evolutivos. Sin duda todos estaríamos mucho mejor si pudiéra-mos empezar de cero y dotarnos de un cuerpo construido para nuestras necesidades específicas de Homo sapiens: caminar erguidos sin destrozar-nos las rodillas y la espalda, tragar sin tener un elevado riesgo de atragan-tarnos, producir bebés como una máquina expendedora… Pero no fuimos construidos para eso. Iniciamos nuestro viaje a través de la historia en for-ma de gotas unicelulares flotando en mares cálidos y poco profundos. Des-de entonces todo ha sido un accidente prolongado e interesante, pero a la vez extremadamente glorioso, como espero que dejen patente las páginas siguientes.
2
capítulo
2
el
exterior:
la piel
y
el pelo
La belleza se queda solo a flor de piel, pero la fealdad llega hasta los huesos.
dorothy parker
2. EL EXTERIOR: LA PIEL Y EL PELO
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I
Puede que resulte un poco sorprendente si se piensa, pero nuestra piel es nuestro mayor órgano, y posiblemente el más versátil. Mantiene las tripas dentro y las cosas malas fuera. Amortigua los golpes. Nos proporciona el sentido del tacto, brindándonos placer, calor, dolor y casi todo lo que nos convierte en seres vitales. Produce melanina para protegernos de los rayos del sol. Se repara cuando la maltratamos. Es la responsable de cuanta belle-za logremos poseer. Cuida de nosotros.
El nombre formal con el que se denomina la piel es sistema cutáneo. Su tamaño es de unos dos metros cuadrados, y su peso total suele oscilar entre los 4,5 y los 7 kilos, aunque, obviamente, ello depende de nuestra estatura y de la cantidad de culo y barriga que necesite envolver. Es más fina en los párpados (con solo unos 0,025 milímetros de grosor), y más gruesa en la pal-ma de las manos y la planta de los pies. A diferencia de un corazón o un ri-ñón, la piel nunca falla. «Nuestras costuras no revientan ni tenemos fugas espontáneas», sostiene Nina Jablonski, profesora de antropología en la Uni-versidad Estatal de Pensilvania, que es la decana de todo lo relacionado con la piel.
La piel está formada por una capa interna llamada dermis y una externa que recibe el nombre de epidermis. La superficie más externa de la epider-mis, la denominada capa córnea, está compuesta íntegramente de células muertas. Resulta una idea fascinante que justo aquello que nos hace más encantadores esté muerto. Allí donde el cuerpo se encuentra con el aire, to-dos somos cadáveres. Esas células externas de la piel se reemplazan cada mes. Perdemos piel de manera copiosa, casi irresponsable: unos 25.000 «co-pos» por minuto, es decir, más de un millón cada hora. Si pasa el dedo por un estante polvoriento, en gran medida estará abriendo camino a través de fragmentos de su antiguo yo. Nos convertimos en polvo de forma tan discre-ta como implacable.
A esos «copos» de piel se los denomina propiamente escamas. Cada uno de nosotros deja tras de sí alrededor de medio kilo de polvo al año. Si quemá-ramos el contenido de la bolsa de nuestro aspirador, el tufo predominante sería ese inconfundible olor a chamusquina que asociamos al cabello que-mado. La razón es que la piel y el cabello están hechos básicamente del mis-mo material: queratina.
Debajo de la epidermis se encuentra la dermis, una capa más fértil donde residen todos los sistemas activos de la piel: vasos sanguíneos y linfáticos, fibras nerviosas, las raíces de los folículos pilosos, los depósitos glandulares del sudor y el sebo… Debajo de esta hay una capa subcutánea —que técnica-mente no forma parte de la piel— donde se almacena la grasa. Aunque no pertenezca al sistema cutáneo, es una parte importante del cuerpo, dado
Página opuesta:Estas escamas de la capa más externa de la piel ya están muertas, y no tardarán en desprenderse para dar paso a las nuevas células que se están creando debajo, dispersándose imperceptiblemente a nuestro alrededor y haciéndose visibles en forma de polvo sobre las superficies.
Página par anterior: Cada uno de nosotros tiene unos dos metros cuadrados de piel, aunque la parte que solemos ver de ella no es tan extensa como se representa en esta ilustración anatómica del siglo xvii.
que almacena energía, proporciona aislamiento y mantiene unida la piel al cuerpo que hay debajo.
Nadie sabe a ciencia cierta cuántos poros tenemos en la piel, pero lo cierto es que estamos seriamente perforados. La mayoría de las estimacio-nes sugieren que tenemos entre dos y cinco millones de folículos pilosos, y quizá el doble de glándulas sudoríparas. Los folículos realizan una doble función: hacer brotar pelos y secretan sebo (en las glándulas sebáceas) que, mezclado con el sudor, forma una capa oleosa en la superficie. Esto contri-buye a mantener la piel suave y a la vez hacerla inhóspita para muchos orga-nismos extraños. A veces los poros se bloquean con pequeños tapones de piel muerta y sebo seco, formando las denominadas espinillas. Si además el folículo se infecta y se inflama, el resultado son esos granos que tanto ate-morizan a los adolescentes. Los jóvenes tienen granos simplemente porque sus glándulas sebáceas —como todas sus glándulas— son sumamente acti-vas. Cuando esa afección se cronifica, el resultado es el acné, un término de origen bastante incierto. Parece estar relacionado con la palabra griega acme, que hace referencia a un logro elevado y admirable, lo cual con toda seguri-dad no es precisamente un rostro lleno de granos. No está nada claro cómo ambos conceptos llegaron a hermanarse, y se barajan varias hipótesis, entre ellas la de un posible error tipográfico.
A la izquierda, una micrografía coloreada que muestra las múltiples capas que forma la piel al renovarse constantemente; a la derecha, otra micrografía muestra un tallo piloso y el folículo del que emerge, uno de los varios millones de puntos en los que se perfora nuestra piel.
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La dermis también contiene una serie de receptores que nos mantienen literalmente en contacto con el mundo: si una ligera bri-sa juguetea en nuestra mejilla, son los corpúsculos de Meissner*los que nos lo hacen saber; cuando tocamos un plato caliente con la mano, son los de Ruffini lo que ponen el grito en el cielo; las células de Merkel responden a la presión constante; los corpúsculos de Pa-cini, a la vibración.
Los corpúsculos de Meissner son los favoritos de todo el mundo. Detectan el más ligero roce y son particularmente abundantes en nuestras zonas erógenas y otras áreas de sensibilidad acrecentada: las yemas de los dedos, los labios, la lengua, el clítoris, el pene, etc. Reciben su nombre del anatomista alemán Georg Meissner, a quien se atribuye su descubrimiento en 1852, aunque su colega Rudolf Wagner afirmó que en realidad el descubridor era él. Los dos hom-bres riñeron por el asunto, demostrando que en la ciencia no hay ningún detalle demasiado pequeño que no sea capaz de suscitar ani-mosidad.
Todos estos receptores están exquisitamente sintonizados para permitirnos sentir el mundo. Un corpúsculo de Pacini puede detec-tar un movimiento de solo 0,00001 milímetros, que en la práctica viene a ser como no moverse en absoluto. Es más: ni siquiera requie-ren contacto físico con el material que están interpretando. Como señala David J. Linden en su libro Touch, si hundes una pala en grava o en arena, puedes percibir la diferencia entre ambas, a pesar de que lo único que tocas es la pala. Curiosamente, no tenemos nin-gún receptor para detectar la humedad: solo disponemos de sensores térmi-cos para guiarnos; de ahí que, cuando nos sentamos en un lugar húmedo, generalmente no podemos saber si realmente está húmedo o tan solo frío.
Las mujeres lo tienen mucho mejor que los hombres en lo relativo a la sensibilidad táctil de los dedos, pero posiblemente sea solo porque tienen las manos más pequeñas y, por ende, una red de sensores más densa. Un aspecto interesante del tacto es que el cerebro no solo nos dice qué sensa-ción nos producealgo, sino qué sensación deberíaproducirnos. De ahí que la caricia de un amante nos produzca una sensación maravillosa, pero el mismo roce por parte de un extraño nos resulte repugnante u horrible. También es por eso por lo que nos resulta tan difícil hacernos cosquillas a nosotros mismos.
* El de «corpúsculo» —del latín corpusculum, que significa «cuerpecito»— es un térmi-no un tanto vago anatómicamente hablando. Puede hacer referencias a células sueltas que flotan libremente, como en los corpúsculos sanguíneos, o puede aludir a grupos de células que funcionan de manera independiente, como en el caso de los corpúsculos de Meissner.
Maestros del tacto: el anatomista alemán Georg Meissner (arriba), quien, a menos que su controvertido colega Rudolf Wagner (abajo) tuviera razón, probablemente descubrió los exquisitamente sensibles corpúsculos receptores de la piel que llevan su nombre.
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Uno de los momentos más memorables e inesperados que experimenté cuando escribía este libro fue en una sala de disección de la Facultad de Me-dicina de la Universidad de Nottingham, cuando un profesor y cirujano lla-mado Ben Ollivere hizo una cuidadosa incisión y arrancó una tirilla de piel de aproximadamente un milímetro de grosor del brazo de un cadáver. Era tan delgada que resultaba translúcida. «Aquí —nos dijo— es donde está todo el color de la piel. A esto se reduce la raza: a una tirilla de epidermis».
Le mencioné el tema a Nina Jablonski cuando nos reunimos poco des-pués en su despacho en State College, Pensilvania. Ella asintió con un vigo-roso movimiento de cabeza. «Es extraordinario que se dé tanta importancia a una faceta tan pequeña de nuestra composición —me dijo—. La gente ac-túa como si el color de la piel fuera un factor determinante del carácter, cuando no es más que una reacción a la luz solar. Biológicamente, no existe nada parecido a la raza; nada en términos de color de la piel, rasgos faciales, tipo de cabello, estructura ósea o cualquier otra cosa que sea una cualidad definitoria entre las personas. Y, sin embargo, fíjese en cuánta gente ha sido esclavizada, odiada, linchada o privada de sus derechos fundamentales a lo largo de la historia debido al color de su piel».
Jablonski, una mujer alta y elegante de cabello corto y plateado, trabaja en un despacho muy ordenado, en la cuarta planta del edificio de Antropología
Esta fotomicrografía coloreada muestra con maravillosa claridad la alisada capa externa de la piel, formada por células muertas, bajo la cual brotan las células vivas de la epidermis (púrpura) alimentadas por el tejido conectivo fibroso de la dermis (amarillo).
«Es extraordinario que se dé tanta importancia a una faceta tan pequeña de nuestra composición. La gente actúa como si el color de la piel fuera un factor determinante del carácter, cuando no es más que una reacción a la luz solar».
del campus de la Universidad Estatal de Pensilvania, pero su interés por la piel surgió hace casi treinta años, cuando era una joven primatóloga y paleobióloga en la Universidad de Australia Occidental, en Perth. Cuan-do preparaba una conferencia sobre las diferencias en el color de la piel en los primates y los humanos, se dio cuenta de que la información sobre el tema era asombrosamente escasa, y se embarcó en el que se converti-ría en el estudio de su vida. «Lo que comenzó como un proyecto pequeño y bastante inocente terminaría abarcando gran parte de mi vida profe-sional», me explica. En 2006 escribió una obra muy respetada, Skin: A Natural History, a la que seguiría seis años después Living Color: The Biological and Social Meaning of Skin Color.
La cuestión del color de la piel resultaría ser científicamente más compleja de lo que nadie imaginaba. «Hay más de ciento veinte genes involucrados en la pigmentación de los mamíferos —explica Jablonski—, por lo que resulta realmente difícil desentrañarlo todo». Lo que sabemos es esto: la piel obtiene su color de una serie de pigmentos, el más importante de los cuales es una molécula denominada formalmente eumelanina, pero co-nocida universalmente como melanina. Es una de las moléculas más anti-guas que se conocen en biología, y se encuentra en todo el mundo viviente. No solo colorea la piel: también da a las aves el color de sus plumas, a los peces la textura y luminiscencia de sus escamas, y a los calamares la negrura púrpura de su tinta. Incluso está involucrada en el proceso que hace que la fruta se vuelva marrón. En nuestro caso, también colorea el cabello. Su pro-ducción disminuye drásticamente a medida que envejecemos, y esa es la razón por la que el pelo de las personas mayores tiende a volverse gris.
«La melanina es un excelente protector solar natural —explica Jablons-ki—. Se produce en unas células llamadas melanocitos. Todos nosotros, sea cual sea nuestra raza, tenemos el mismo número de melanocitos. La dife-rencia está en la cantidad de melanina que producen». La melanina suele responder a la luz solar de manera bastante irregular, lo que da lugar a las pecas, técnicamente denominadas efélides.
El color de la piel constituye un ejemplo clásico de lo que se conoce como evolución convergente, es decir, la existencia de resultados evolutivos simi-lares en dos o más ubicaciones distintas. Las personas, pongamos por caso,
La paleobióloga y antropóloga estadounidense Nina Jablonski, que ha dedicado su vida profesional a demostrar que el color de la piel es simplemente una reacción a la luz del sol, y que biológicamente no existe nada parecido a la raza.
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de Sri Lanka y la Polinesia tienen la piel de color marrón claro no porque exista un vínculo genético directo entre ellas, sino porque evolucionaron in-dependientemente para lidiar con las condiciones en las que vivían, que son similares. Antes se creía que la despigmentación probablemente tardaba entre 10.000 y 20.000 años en producirse; pero hoy, gracias a la genómica, sabemos que puede ocurrir mucho más deprisa, probablemente en solo 2.000 o 3.000 años. También sabemos que es un proceso que se ha produci-do repetidamente. La piel de color claro —o «piel despigmentada», como la llama Jablonski— ha evolucionado al menos en tres ocasiones distintas en la Tierra. La bonita gama de tonos que poseemos los humanos obedece a un proceso constantemente cambiante. En palabras de Jablonski: «Esta-mos en medio de un nuevo experimento en la evolución humana».
Se ha sugerido que la piel clara puede ser consecuencia de la migración humana y el auge de la agricultura. El argumento es que los cazadores-reco-lectores obtenían gran parte de su vitamina D del pescado y la caza, y que esos aportes disminuyeron drásticamente cuando la gente empezó a culti-var, y especialmente al desplazarse a latitudes más septentrionales. En con-secuencia, tener una piel más clara se convirtió en una gran ventaja, ya que permitía sintetizar más vitamina D.
La vitamina D es vital para la salud. Ayuda a desarrollar unos huesos y dien-tes fuertes, estimula el sistema inmunitario, combate el cáncer y alimenta el corazón. Es absolutamente beneficiosa. Podemos obtenerla de dos mane-ras: de los alimentos que ingerimos o de la luz solar. El problema es que un exceso de exposición a los rayos ultravioleta del sol daña el ADN de nuestras células y puede causar cáncer de piel, de modo que obtener la cantidad de vitamina correcta resulta un tanto complicado. Los humanos hemos afron-tado el reto desarrollando diversos tonos de piel para adaptarnos a la inten-sidad de la luz del sol en diferentes latitudes. Cuando el cuerpo humano se adapta a unas circunstancias alteradas, ese proceso se conoce como plasti-cidad fenotípica. De hecho, constantemente modificamos el color de la piel: por ejemplo, cuando nos bronceamos o nos quemamos bajo un sol brillante, o cuando nos sonrojamos de vergüenza. El rojo de las quemaduras solares obedece al hecho de que los diminutos vasos sanguíneos de las áreas afecta-das se dilatan y se llenan de sangre, haciendo que la piel resulte caliente al tacto (el nombre formal de las quemaduras solares es el de «eritemas»). Asi-mismo, las mujeres embarazadas con frecuencia experimentan un oscure-
La piel de color claro ha evolucionado al menos en tres ocasiones distintas en la Tierra. La bonita gama de tonos que poseemos los humanos obedece a un proceso constantemente cambiante.
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cimiento de los pezones y las areolas, y en ocasiones también de otras partes del cuerpo, como el abdomen y la cara, como resultado de un incremento de la producción de melanina. Este proceso se conoce como melasma, pero se ignora su finalidad. Por otra parte, el enrojecimiento que experimentamos cuando nos enfurecemos resulta un poco contradictorio: cuando el cuerpo se apresta a luchar, básicamente desvía el flujo sanguíneo hacia donde real-mente se necesita, es decir, los músculos; por lo que el motivo de enviar san-gre a la cara, donde no confiere ningún beneficio fisiológico obvio, sigue siendo un misterio. Una posibilidad sugerida por Jablonski es que, de algu-na manera, ello contribuye a equilibrar la presión arterial. O también podría servir simplemente como una señal para que tu oponente retroceda al ver que estás de veras enfadado.
Sea como fuere, la pausada evolución de los diferentes tonos de piel fun-cionaba muy bien cuando la gente se quedaba en un mismo sitio o realizaba migraciones muy lentas y graduales, pero la mayor movili-dad actual implica que muchas personas terminan en luga-res donde los niveles de sol y los tonos de piel no cuadran en absoluto. En regiones como el norte de Europa y Cana-dá, en los meses de invierno no es posible obtener bastante vitamina D de la debilitada luz solar para conservar la sa-lud, por muy pálida que sea nuestra piel, de modo que dicha vitamina debe consumirse en forma de alimento, y casi na-die obtiene la suficiente cantidad. Esto último no resulta sorprendente: para cumplir con los requisitos dietéticos recurriendo únicamente al alimento habría que ingerir 16 huevos o casi tres kilos de queso suizo todos los días, o, de forma más plausible —ya que no más sabrosa—, tragarse media cucharada de aceite de hígado de bacalao. En algu-nos países, como Estados Unidos, esta deficiencia se palía en parte añadiendo vitamina D a la leche, pero habitual-mente eso solo proporciona una tercera parte de las nece-sidades diarias de los adultos. En consecuencia, se calcula que alrededor del 50 % de todos los habitantes del mundo tienen un déficit de vitamina D durante al menos una parte del año. En los climas septentrionales, la proporción puede llegar ser de hasta el 90 %.
Al desarrollar una piel más clara, también se aclaró el color de los ojos y el cabello, pero solo en una época bastante reciente. Los ojos y el cabello claros surgieron más o menos en la zona del mar Báltico hace unos 6.000 años. No sabemos muy bien por qué. El color del cabello y los ojos no afecta al me-tabolismo de la vitamina D, o a cualquier otro aspecto fisiológico ligado a él, por lo que no parece haber ningún beneficio práctico. Se cree que esos ras-
¿La luz del sol en un vaso? Cartel publicado en 1940 por la División de Salud en el que se anuncian los beneficios de la leche para la salud, incluida su aportación de vitamina D, aunque esta solo proporciona una tercera parte de las necesidades diarias de un adulto.
Titin chain. Computer model of a short titin chain segment consisting of six individual titin domains connected by flexible linkers. Titin is the largest protein chain in the human body, acting like a big rubber band in the muscles.
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gos fueron seleccionados como marcadores tribales o porque la gente los encontraba más atractivos. Si uno tiene los ojos azules o verdes, no es por-que su iris contenga una mayor cantidad de esos colores que el de otras per-sonas, sino porque contiene una menor cantidad de otros: es la escasez de otros pigmentos la que hace que los ojos resulten ser azules o verdes.
El color de la piel ha estado cambiando durante un periodo mucho más prolongado —al menos 60.000 años—, pero no ha sido un proceso lineal. «Al-gunas personas se han despigmentado; otras se han repigmentado —explica Jablonski—. En algunas personas, los tonos de la piel se han alterado mucho al trasladarse a nuevas latitudes; en otras, casi nada».
Las poblaciones indígenas de Sudamérica, por ejemplo, son de piel más clara de lo que cabría esperar en las latitudes que habitan. Ello se debe al hecho de que, en términos evolutivos, son recién llegados. «Pudieron llegar a los trópicos con bastante rapidez y disponían de mucho equipamiento, in-cluida algo de ropa —me explicó Jablonski—. De modo que en la práctica frustraron la evolución». Más difícil de explicar ha resultado el caso de los joisán de África meridional. Estos han vivido siempre bajo el sol del desierto y nunca han migrado a largas distancias; sin embargo, tienen una piel un 50 % más clara de lo que cabría predecir en función de su entorno. Actual-mente, se cree que en algún momento en los últimos 2.000 años el contacto
Pese a haber vivido siempre bajo el sol abrasador de los desiertos del suroeste de África, los pueblos autóctonos joisán tienen la piel relativamente clara debido a una mutación genética comparativamente reciente propiciada por extranjeros desconocidos.
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con extraños introdujo una mutación genética que les aclaró la piel; sin em-bargo, se ignora quiénes fueron esos misteriosos extraños.
El desarrollo en los últimos años de técnicas que permiten analizar ADN antiguo implica que hoy estamos descubriendo cada vez más cosas; gran par-te de ellas resultan sorprendentes, pero también hay algunas confusas, mien-tras que otras son objeto de debate. Basándose en el análisis de ADN, a co-mienzos de 2018 un grupo de científicos del University College de Londres y el Museo de Historia Natural de Gran Bretaña anunciaron, para sorpresa generalizada, que el primitivo británico conocido como el hombre de Ched-dar tenía la piel «entre oscura y negra». (Lo que en realidad dijeron fue que había una probabilidad del 76 % de que tuviera la piel oscura). Al parecer, también tenía los ojos azules. El hombre de Cheddar pertenecía a uno de los primeros grupos de personas que regresaron a Gran Bretaña tras el final de la última glaciación, hace unos 10.000 años. Sus antepasados llevaban 30.000 años en Europa, tiempo más que suficiente para haber desarrollado una piel clara, por lo que, si de verdad tenía la piel oscura, sería una auténtica sorpresa. Sin embargo, otros expertos han sugerido que el ADN estaba demasiado degra-dado, y nuestro conocimiento de la genética de la pigmentación es aún dema-siado incierto para poder sacar conclusiones sobre el color de la piel y los ojos del hombre de Cheddar. Cuando menos, el asunto era un recordatorio de cuánto nos queda por aprender. «En lo referente a la piel, en muchos aspec-tos todavía estamos dando los primeros pasos», me aseguró Jablonski.
La piel se presenta de dos formas distintas: con pelo y sin él. La piel sin pelo se denomina lampiña, y no es demasiado abundante. Las únicas partes de nuestro cuerpo realmente desprovistas de pelo son los labios, los pezones y los genitales, además de las palmas de las manos y las plantas de los pies. El resto del cuerpo está cubierto, o bien de pelo visible, el llamado vello ter-minal, como en la cabeza, o bien del denominado vello corporal, que es el que da esa textura aterciopelada que encontramos, por ejemplo, en la mejilla de un niño. En realidad, somos tan peludos como nuestros primos los simios: lo que ocurre es que nuestro pelo es mucho más fino y tenue. En total, se calcu-la que tenemos cinco millones de pelos, pero el número varía con la edad y las circunstancias, y en cualquier caso se trata solo de una estimación.
El pelo es un rasgo exclusivo de los mamíferos. Como la piel que hay deba-jo, sirve para múltiples propósitos: proporciona calor, amortiguación y camu-flaje, protege el cuerpo de la luz ultravioleta y permite que los miembros de un
En realidad, somos tan peludos como nuestros primos los simios: lo que ocurre es que nuestro pelo es mucho más fino y tenue. En total, se calcula que tenemos cinco millones de pelos.
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grupo se indiquen unos a otros que están enfadados o excitados. Sin embar-go, es evidente que algunas de esas características no funcionan tan bien cuando uno casi no tiene pelo. En todos los mamíferos, cuando tienen frío, los músculos que rodean los folículos pilosos se contraen en un proceso de-nominado formalmente horripilación, pero que se conoce más comúnmen-te como ponérsele a uno la piel de gallina. En los mamíferos provistos de pelaje, este añade una provechosa capa de aire aislante entre el pelo y la piel, pero el vello de los humanos no tiene absolutamente ningún beneficio fisio-lógico y simplemente nos recuerda cuán relativamente lampiños somos. La horripilación también hace erizarse el pelo de los mamíferos (para que el animal parezca más grande y feroz), y de ahí que se nos ponga la piel de galli-na cuando estamos asustados o nerviosos; pero, obviamente, en los huma-nos eso tampoco funciona muy bien.
Las dos cuestiones más persistentes en relación con el pelo humano son: ¿cuándo nos convertimos en seres básicamente desprovistos de pelo, y por qué conservamos pelo visible en los pocos lugares donde lo tenemos? En cuanto a la primera, no es posible determinar de forma categórica cuándo perdieron el pelo los humanos, ya que el cabello y la piel no se conservan en el registro fósil; pero sí se sabe por estudios genéticos que la pigmentación surgió en un periodo comprendido entre hace 1,2 y 1,7 millones de años. Cuando todavía teníamos pelaje, la piel oscura no era necesaria, por lo que este hecho sugeriría un marco temporal bastante seguro para la pérdida del pelo. El motivo por el que conservamos el pelo en algunas partes del cuerpo resulta bastante fácil de determinar en el caso de la cabeza, pero no está tan claro en lo referente a otras áreas corporales. El pelo de la cabeza actúa como un buen aislante en los climas fríos y un buen reflector del calor en los climas cálidos. Para Nina Jablonski, el pelo extremadamente rizado es el que constituye la versión más eficiente, «puesto que incrementa el grosor del espacio comprendido entre la parte superficial del cabello y el cuero ca-belludo, permitiendo que circule el aire». Otra razón independiente de que conservemos el pelo en la cabeza, pero no menos importante, es que este ha sido una herramienta de seducción desde tiempo inmemorial.
Explicar la presencia del vello púbico y axilar resulta más problemático. No es fácil imaginar de qué modo el vello de las axilas puede enriquecer la existencia humana. Una posible explicación sería que este tipo de vello se-cundario tiene la función de atrapar o dispersar (según la teoría) los aromas sexuales o feromonas. El único problema de esta teoría es que no parece que los humanos tengamos feromonas. Un estudio publicado en 2017 en Royal Society Open Sciencepor un grupo de investigadores de Australia concluyó que las feromonas humanas probablemente no existen, y, de existir, cierta-mente no tienen un papel detectable en la atracción. Otra hipótesis es que, de alguna manera, el vello secundario protege la piel que hay debajo, aunque
Página opuesta: Símbolo de belleza: el cuadro Lady Lilith, pintado por Dante Gabriel Rossetti en