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El joven Easy Rawlins, un veterano de guerra negro, se encuentra en un bar de Los Ángeles con un individuo inquietante que quiere proponerle un encargo envenenado: localizar a una mujer blanca que suele frecuentar clubs de jazz nocturnos. La falta de trabajo y la necesidad de pagar la hipoteca convierten la oferta en tentadora, pero no deja de antojarse peligrosa: corre el año 1948 y blancos y negros no suelen mezclarse. Easy no quiere ser de esos detectives que se meten en líos, pero...
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Seitenzahl: 274
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Título original inglés: Devil in a Blue Dress.
Autor: Walter Mosley.
© Walter Mosley, 1990.
© de la traducción Rosa S. Corgatelli. Traducción publicada originalmente por Anagrama.
© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2019.
Av. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona
www.rbalibros.com
Primera edición en esta colección: febrero de 2019.
REF.: OBFI282
ISBN: 978-84-9187-318-1
PLECADIGITAL · PREIMPRESIÓN
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Nota
Walter Mosley en RBA
Me sorprendió ver a un hombre blanco entrar en el bar de Joppy. No solo porque fuera blanco, sino porque llevaba un traje blanco crudo de lino, camisa blanca, panamá y zapatos color hueso con calcetines de seda de un blanco inmaculado. Tenía la piel tersa y clara, apenas salpicada por unas cuantas pecas. Por debajo del sombrero le asomaba un mechón de pelo rubio cobrizo. Se detuvo en el umbral de la puerta, llenándolo con su imponente envergadura física, e inspeccionó el local con sus ojos claros; eran de un color que nunca había visto en un hombre. Cuando me miró sentí un estremecimiento de miedo, pero se me pasó enseguida porque en 1948 ya me había acostumbrado a los blancos.
Había pasado cinco años con hombres y mujeres blancos, desde África hasta Italia pasando por París, y en mi propia patria. Comí con ellos y dormí con ellos, y maté a bastantes jóvenes de ojos azules como para saber que tenían tanto miedo a morir como yo.
El blanco me sonrió, y luego avanzó hacia la barra, donde Joppy pasaba un trapo sucio por el mostrador de mármol. Se dieron la mano y se saludaron como viejos amigos.
Lo segundo que me sorprendió fue ver que el hombre había puesto nervioso a Joppy. Joppy era un duro expeso pesado que se sentía tan cómodo armando camorra en el cuadrilátero como en la calle, pero agachó la cabeza y le sonrió a aquel blanco como un viajante de comercio que atraviesa una mala racha.
Puse un dólar sobre la barra e hice ademán de irme, pero Joppy me miró y me hizo señas para que me acercara a ellos.
—Ven aquí, Easy. Hay alguien a quien quiero que conozcas.
Sentí aquellos ojos claros sobre mí.
—Este es un viejo amigo mío, Easy. El señor Albright.
—Puede llamarme DeWitt, Easy —dijo el blanco.
El apretón de su mano era fuerte pero viscoso, como una serpiente enroscándose en mi mano.
—Hola —saludé.
—Sí, Easy —prosiguió Joppy mientras bajaba la cabeza y esbozaba una sonrisa tonta—. El señor Albright y yo nos conocemos desde hace mucho, ¿sabes? Tal vez sea mi amigo más antiguo de Los Ángeles. Sí, nos conocemos desde hace mucho.
—Así es —contestó Albright con una sonrisa—. Conocí a Jop en 1935. ¿En qué año estamos? Debe de hacer trece años. Fue bastante antes de la guerra, antes de que todos los granjeros, y las esposas de sus hermanos, quisieran venir a Los Ángeles.
Joppy jaleó el chiste; yo sonreí cortés. Me preguntaba qué clase de asunto tendría Joppy con aquel hombre, y también qué clase de negocio podría tener conmigo.
—¿De dónde es usted, Easy? —me preguntó el señor Albright.
—De Houston.
—Houston, bonita ciudad. Suelo ir a veces, por negocios. —Sonrió un momento. Tenía todo el tiempo del mundo—. ¿A qué se dedica usted?
De cerca, sus ojos eran del color de los huevos del tordo: mate y opacos.
—Hasta hace dos días trabajaba en Champion Aircraft —dijo Joppy al ver que yo no respondía—. Lo han despedido.
El señor Albright torció los rosados labios para mostrar su disgusto.
—Vaya. Ya se sabe que a esas empresas les importa uno un bledo. No les salen las cuentas como ellos han calculado y despiden a diez padres de familia. ¿Tiene usted familia, Easy?
Al hablar arrastraba ligeramente las palabras, como un próspero caballero sureño.
—No, vivo solo —contesté.
—Pero ellos no lo saben. Por lo que les importa, bien podría tener diez hijos y uno más en camino, y lo echarían igual.
—¡Tiene razón! —exclamó Joppy. Su voz sonó como un regimiento de hombres marchando sobre la grava—. Los dueños de las grandes empresas ni siquiera van a trabajar; solamente llaman por teléfono para averiguar cómo van de dinero. Y ya sabemos que si no les dan una buena respuesta empiezan a rodar cabezas.
El señor Albright rio y le palmeó el brazo a Joppy.
—¿Por qué no nos traes algo de beber, Joppy? Yo quiero whisky. ¿Y usted, Easy?
—¿Lo de siempre? —me preguntó Joppy.
—Sí.
Cuando Joppy se alejó de nosotros, el señor Albright se volvió y le echó un vistazo al salón. Lo hacía a cada momento, volviéndose ligeramente, como si pretendiera controlar cualquier posible cambio. Sin embargo, no había mucho que ver. El bar de Joppy era un establecimiento pequeño en el segundo piso del almacén de una carnicería. Sus únicos clientes habituales eran los carniceros negros, y, como era primera hora de la tarde, estos todavía estaban inmersos en sus arduas tareas.
El olor a carne asada llenaba todos los rincones del edificio; había poca gente, aparte de los carniceros, con un estómago que pudiera soportar sentarse en el bar de Joppy.
Joppy trajo el whisky escocés del señor Albright y un burbon con hielo para mí. Puso ambos vasos sobre el mostrador y dijo:
—El señor Albright está buscando a un hombre para hacer un trabajito, Easy. Le he dicho que estás sin empleo y tienes una hipoteca que pagar.
—Eso sí que es duro. —El señor Albright volvió a sacudir la cabeza—. La gente de las grandes empresas ni siquiera se da cuenta, ni le importa, cuando un trabajador quiere tratar de llegar a ser alguien.
—Y Easy siempre intenta mejorar. Acaba de terminar la escuela secundaria nocturna, y ahora amenaza con ir a la facultad. —Mientras hablaba, Joppy limpiaba el mostrador de mármol—. Y es un héroe de la guerra, señor Albright. Easy estuvo con Patton. ¡Como voluntario! Vio bastante sangre...
—¿En serio? —dijo Albright, pero no estaba impresionado—. ¿Por qué no nos sentamos, Easy? Allá, junto a la ventana.
Las ventanas del local de Joppy estaban tan empañadas que no se veía la calle Ciento tres. Pero si uno se sentaba a una mesita color cereza junto a ellas, al menos se beneficiaba del opaco resplandor de la luz diurna.
—¿Así que tiene una hipoteca que pagar, Easy? Lo único peor que una gran empresa es un banco. Lo primero que quieren es su dinero, y si uno no paga le mandan a la policía a la puerta en un santiamén.
—¿Qué tienen que ver mis asuntos personales con usted, señor Albright? No quiero ser grosero, pero hace apenas cinco minutos que lo conozco y usted quiere saber todo sobre mí.
—Bueno, me ha parecido que Joppy me había dicho que necesitaba trabajar o de lo contrario perdería la casa.
—¿Y eso qué tiene que ver con usted?
—Simplemente, que podría necesitar un buen par de ojos y orejas para hacerme un trabajito, Easy.
—¿Y a qué clase de trabajo se dedica usted? —pregunté.
Tendría que haberme levantado y salido de allí, pero él tenía razón con respecto a mi hipoteca. Y también tenía razón con respecto a los bancos.
—Cuando vivía en Georgia era abogado. Pero ahora solo soy un tipo corriente que hace favores a los amigos, y a los amigos de los amigos.
—¿Qué tipo de favores?
—No sé, Easy. —Encogió sus grandes hombros blancos—. Cualquier cosa que alguien pueda necesitar. Digamos que usted necesita enviarle un mensaje a alguien pero no es..., mmm..., conveniente para usted hacerlo en persona; bien, entonces me llama a mí y lo hago yo. Ya ve, siempre cumplo con lo que me piden, todo el mundo lo sabe, de modo que siempre tengo mucho trabajo. Y a veces necesito un ayudante para cumplirlo. Allí es donde entra usted.
—¿Y de qué va la cosa? —pregunté.
Mientras hablábamos se me ocurrió que Albright se parecía mucho a un amigo que tuve en Texas: Raymond Alexander, pero lo llamábamos Mouse. Pensar en él me alteró el ánimo.
—Necesito encontrar a alguien y podría necesitar ayuda para buscarlo.
—Y con respecto a quién se trata, usted quiere...
—Easy —me interrumpió—, veo que usted es un tipo muy listo y con un montón de buenas preguntas. Y me gustaría hablar más sobre este asunto, pero no aquí.
Del bolsillo de la camisa sacó una tarjeta blanca y una pluma esmaltada, también blanca. Garabateó algo en la tarjeta y me la dio.
—Hable con Joppy sobre mí y después, si quiere probar, venga esta tarde a mi oficina a partir de las siete.
Apuró la copa, me sonrió otra vez y se puso de pie, arreglándose los puños. Se ladeó el panamá y saludó a Joppy, que esbozó una sonrisa y le devolvió el saludo con la mano desde detrás de la barra. Después, el señor DeWitt Albright salió del bar de Joppy como un cliente habitual de vuelta a casa tras su copa de la tarde.
La tarjeta mostraba su nombre impreso en letras floridas. Debajo estaba la dirección que había escrito. Era una dirección del centro; un buen trayecto en coche desde Watts.
Observé que el señor DeWitt Albright no había pagado su consumición, aunque Joppy no parecía tener prisa por reclamar su dinero.
—¿Dónde conociste a ese tipo? —le pregunté a Joppy.
—Lo conocí cuando todavía estaba en el cuadrilátero. Tal como ha dicho él, antes de la guerra.
Joppy seguía en la barra, inclinado sobre su gran barriga y limpiando el mármol. Su tío, también dueño de un bar, había muerto en Houston diez años antes, justo cuando Joppy decidió colgar los guantes. Joppy recorrió todo el camino de vuelta a su tierra en busca de aquel mostrador de mármol. Los carniceros ya habían acordado dejarle abrir el negocio en el piso de arriba y lo único que a él se le ocurrió pensar fue en conseguir aquella repisa de mármol. Joppy era un hombre supersticioso. Creía que solamente podría tener éxito si conservaba en su trabajo una parte de su tío, de éxito comprobado. Cada momento extra de que disponía, Joppy lo empleaba en limpiar y pulir la barra del bar. No permitía peleas cerca de la barra, y si a alguien llegaba a caérsele una jarra o algo pesado se acercaba al instante para comprobar si el mármol había sufrido algún percance.
Joppy era un hombre corpulento que rondaba la cincuentena. Tenía las manos como guantes de béisbol negros y nunca vi que las mangas de sus camisas no se estiraran en las costuras a causa de los abultados músculos. Su cara mostraba las cicatrices de todos los golpes recibidos en el cuadrilátero; la carne de alrededor de sus grandes labios estaba mellada, y encima de su ojo derecho tenía una protuberancia colorada y en carne viva.
En sus años de boxeador, Joppy había logrado un éxito moderado. Figuraba en el séptimo puesto en 1932, pero su gran atractivo residía en la violencia que llevaba al cuadrilátero. Joppy salía balanceándose como un salvaje, soportando todos los golpes que podía propinar un boxeador. En la flor de su carrera no había nadie que pudiera tumbarlo y, después, siempre se hizo respetar.
—¿Tiene algo que ver con peleas? —le pregunté.
—En cualquier parte donde se pueda hacer dinero, allí tiene la nariz puesta el señor Albright —respondió Joppy—. Y no le importa mucho si ese dinero tiene manchas de mugre.
—¿Así que me pones en manos de un gánster?
—No es ningún gánster, Easy. El señor Albright es simplemente un tipo que toca muchas teclas, eso es todo. Es un hombre de negocios, y ya sabes lo que pasa cuando te dedicas a vender camisas y aparece un individuo con una caja y te dice que acaba de caerse de un camión; bueno..., le das un par de dólares al sujeto y miras para otro lado. —Hizo un ademán con su mano semejante a un guante de béisbol—. Esa clase de negocios.
Joppy limpió un trozo de barra hasta que quedó sin una sola mancha, excepto la mugre adherida a las grietas. Las grietas oscuras que se retorcían a lo largo del mármol claro parecían una red de vasos sanguíneos en la cabeza de un recién nacido.
—¿De modo que solo es un hombre de negocios? —pregunté.
Joppy dejó de limpiar un momento y me miró a los ojos.
—No me entiendas mal, Easy. DeWitt es un hombre duro, y frecuenta malas compañías. Pero, aun así, podrías conseguir el dinero para pagar esa hipoteca, y hasta aprenderías algo de él.
Me quedé allí sentado, contemplando el pequeño salón. Joppy tenía seis mesas, y siete taburetes junto a la barra. Ni en una noche animada se llenaba el local, pero yo sentía celos de su éxito. Tenía su propio negocio; tenía algo. Una noche me contó que podría vender el bar, aunque el local no fuera suyo. Pensé que estaba mintiendo, pero después descubrí que la gente compra negocios que ya tienen clientes; no les molesta pagar el alquiler si entra dinero.
Las ventanas estaban sucias y el suelo se veía gastado, pero era el sitio de Joppy, y cuando el patrón-carnicero blanco iba a cobrar el alquiler siempre decía: «Gracias, señor Shag». Porque estaba contento de cobrar su dinero.
—¿Y qué es lo que quiere que haga? —pregunté.
—Que busques a alguien; al menos eso es lo que ha dicho.
—¿Que busque a quién?
—A una chica, no sé. —Joppy se encogió de hombros—. No le voy a preguntar de qué se trata si no tiene nada que ver conmigo. Pero te va a pagar solo por buscar, nadie ha dicho que tengas que encontrar a alguien.
—¿Y cuánto me va a pagar?
—Lo suficiente para esa hipoteca. Por eso pensé en ti para eso, Easy. Sé que necesitas dinero con urgencia. No me importa un bledo ese hombre, ni tampoco la persona a quien anda buscando, sea quien sea.
Pensar en pagar la hipoteca me recordó el jardín delantero y la sombra de mis árboles frutales en el calor del verano. Sentí que yo valía tanto como cualquier hombre blanco; pero si ni siquiera era dueño de la puerta de mi casa la gente me miraría como a un pobre mendigo con la mano estirada.
—Agarra ese dinero, hermano. Tienes que aferrarte a esos ladrillos —me dijo Joppy, como si supiera lo que yo estaba pensando—. Ya sabes que todas esas preciosas chicas con las que sales no te van a comprar una casa.
—No me gusta, Joppy.
—¿No te gusta ese dinero? ¡Mierda! Yo lo tomaría.
—No me refiero al dinero... Es que... Ese señor Albright me recuerda a Mouse.
—¿A quién?
—¿No te acuerdas? Aquel tipo bajito que vivía en Houston. Se casó con EttaMae Harris.
Joppy frunció los estriados labios.
—No, debió de aparecer después de que colgara los guantes.
—Ya, bueno; Mouse se parece mucho al señor Albright. Se viste con elegancia y pulcritud y siempre sonríe. Pero siempre tiene un negocio en mente, y si te interpones en su camino no te sucederá nada bueno.
Siempre traté de hablar un inglés correcto en mi vida, el inglés que enseñaban en la escuela, pero con los años descubrí que solo podía expresar verdaderamente mis sentimientos en la forma natural, «inculta», en la que me criaron.
—Eso de «no te sucederá nada bueno» es una mierda, Easy, pero peor sería que te quedaras en la calle.
—Sí, viejo. Pero me parece que debo andar con cuidado.
—El cuidado no hace daño, Easy. Te ayuda a no meterte en líos, te hace fuerte.
—¿Así que se dedica a los negocios? —volví a preguntar.
—¡Sí!
—¿Y a qué clase de negocios, exactamente? Quiero decir, ¿es vendedor, o qué?
—Hay una frase para su línea de trabajo, Easy.
—¿Cuál?
—Lo que se presente en el mercado. —Sonrió, adquiriendo el aspecto de un oso hambriento—. Lo que se presente en el mercado.
—Lo pensaré.
—No te preocupes, Easy, yo te cuidaré. Tú llama al viejo Joppy de vez en cuando y yo te diré si me parece que las cosas se ponen feas. Mantente en contacto conmigo y todo saldrá bien.
—Gracias por pensar en mí, Jop —le dije, pero me pregunté si más adelante seguiría tan agradecido.
Volví en a casa en coche, pensando en el dinero y en cuánto necesitaba conseguirlo.
Me encantaba ir a casa. Tal vez se debía a que me crie en una granja de aparceros, o a que nunca tuve nada hasta que compré esa vivienda, pero adoraba mi casita. Había un manzano y un aguacate en el patio delantero, rodeado por un espeso césped. A un lado había un granado que daba más de treinta piezas cada estación, y un banano que nunca producía nada. Había dalias y rosas silvestres en macetas dispuestas alrededor de la cerca, y violetas africanas que cuidaba en una gran tinaja en el porche.
La casa en sí era pequeña. Apenas una sala, un dormitorio y una cocina. El baño ni siquiera tenía ducha, y el patio de atrás no era más grande que la piscina hinchable de un niño. Pero aquella casa significaba para mí más que ninguna mujer que hubiera conocido. La amaba y le tenía celos, y si el banco enviaba al alguacil del condado a quitármela, prefería enfrentarme a él con un rifle que renunciar a ella.
Trabajar para el amigo de Joppy era el único modo que disponía para conservar mi casa. Pero algo iba mal; lo sentía en la piel. DeWitt Albright me inquietaba; las insistentes palabras de Joppy, aunque eran ciertas, me inquietaban. No dejaba de repetirme que debía irme a dormir y olvidarme del asunto.
—Easy —dije—, echa un buen sueño esta noche y mañana sal a buscar trabajo.
—Pero estamos a 25 de junio —me dijo una voz—. ¿De dónde saldrán los sesenta y cuatro dólares para el 1 de julio?
—Los conseguiré —respondí.
—¿Cómo?
Seguimos así, aunque desde el comienzo era consciente del poco sentido de aquella conversación. Yo sabía que iba a aceptar el dinero de Albright y a hacer lo que él quisiera que hiciese, siempre que fuera legal, porque aquella casa me necesitaba y no iba a decepcionarla.
Y había algo más.
DeWitt Albright me ponía nervioso. Era un hombre corpulento, de aspecto imponente. Por la manera de erguir los hombros se intuía que albergaba mucha violencia. Pero yo también era corpulento. Y, como a la mayoría de los hombres jóvenes, no me gustaba admitir que el miedo podía disuadirme.
Lo supiera o no, DeWitt Albright me había atrapado por culpa de mi orgullo. Cuanto más le temía, más seguro estaba de que aceptaría el trabajo que me ofrecía.
La dirección que me había dado Albright correspondía a un edificio pequeño, amarillento, en Alvarado. Las construcciones de alrededor eran más altas, pero no tan antiguas ni distinguidas. Atravesé los portones negros de hierro forjado hacia el vestíbulo de la entrada de estilo español. No se veía a nadie, ni siquiera una lista de los inquilinos; solo una pared con puertas color crema sin nombres.
—Disculpe.
Me sobresalté al escuchar una voz.
—¿Qué? —Mi tono de voz se tensó y quebró al darme la vuelta y ver al hombrecillo.
—¿A quién busca?
Era un hombrecito blanco ataviado con un traje a modo de uniforme.
—Busco a..., mmm..., eh... —tartamudeé.
Había olvidado el nombre. Tuve que parpadear para que el recinto no comenzara a darme vueltas.
Era un hábito que había comenzado en Texas cuando era adolescente. A veces, cuando un blanco con autoridad me sorprendía desprevenido, la cabeza se me vaciaba, de modo que era incapaz de decir nada. «Cuanto menos sepas, menos problemas tendrás», solían decir. Me odiaba por ello, pero también odiaba a los blancos, y a la gente de color, por volverme así.
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó el blanco. Tenía el pelo cobrizo y rizado, y la nariz respingona. Como yo aún no podía responder, dijo—: Solo recibimos entregas entre las nueve y las seis.
—No, no —protesté, tratando de recordar.
—¡Claro que sí! Ahora será mejor que se vaya.
—No, lo que quiero decir es...
El hombrecillo comenzó a mirar hacia un pequeño mostrador que se levantaba contra la pared. Imaginé que guardaba allí un palo.
—¡Albright! —grité.
—¿Qué? —gritó él a su vez.
—¡Albright! ¡Vengo a ver a Albright!
—¿Albright qué?
Me miraba con suspicacia y con la mano aún detrás del mostrador.
—El señor Albright. El señor DeWitt Albright.
—¿El señor Albright?
—Sí, eso es.
—¿Viene a entregar algo? —preguntó, extendiendo una mano huesuda.
—No. Tengo una cita. Es decir, se supone que debo verlo.
Odiaba a aquel hombrecillo.
—¿Se supone que usted debe encontrarse con él? Si ni siquiera puede recordar su nombre...
Respiré hondo y dije muy suavemente:
—Se supone que debo ver al señor DeWitt Albright hoy, a cualquier hora a partir de las siete de la tarde.
—¿Se supone que debe encontrarse con él a las siete? Ya son las ocho y media. Probablemente ya se haya marchado.
—Me ha dicho «a cualquier hora» a partir de las siete.
Volvió a estirar la mano hacia mí.
—¿Le ha dado una nota diciendo que usted debía venir aquí a estas horas?
Negué con la cabeza. Me hubiera gustado arrancarle la piel de la cara, como le había hecho una vez a un chico blanco.
—Y bien, ¿cómo sé yo que no es usted un ladrón? Ni siquiera puede recordar el nombre de esa persona, y quiere que lo deje entrar. A lo mejor tiene a un socio esperando a que le permita el acceso...
Ya estaba harto.
—Olvídelo —le dije—. Simplemente dígale, cuando lo vea, que ha venido a verlo el señor Rawlins. ¡Dígale que la próxima vez será mejor que me dé una nota porque usted no puede dejar entrar en este lugar a ningún negro de la calle que no venga con una nota!
Estaba decidido a marcharme de allí. Ese hombrecillo blanco me había convencido de que me había equivocado de sitio. Estaba dispuesto a volver a casa. Encontraría el dinero de otro modo.
—Espere —me dijo—. Aguarde aquí, vuelvo enseguida.
Se deslizó por una de las puertas color crema y la cerró al pasar. Oí el chasquido del cerrojo instantes después.
Al cabo de unos minutos abrió apenas la puerta y me hizo señas de que lo siguiera. Miró a un lado y otro al dejarme pasar; buscaba a mis cómplices, supongo.
El portal daba a un patio abierto con paredes de ladrillos rojo oscuro y adornado con tres grandes palmeras que sobrepasaban el tejado del edificio de tres pisos. Las puertas de los pisos de arriba estaban cerradas por enrejados por los que descendían en cascada enredaderas de rosas blancas y amarillas. El cielo todavía estaba claro en esa época del año, pero vi una luna creciente que asomaba por el patio.
El hombrecillo abrió otra puerta a un lado del patio. Daba a una fea escalera de metal que bajaba a las entrañas del edificio. Atravesamos una polvorienta sala de calderas hacia un corredor vacío pintado de verde parduzco y cubierto de telarañas grises.
Al final del vestíbulo había una puerta del mismo color, desvencijada y herrumbrosa.
—Esto es lo que quiere —dijo el hombrecillo.
Le di las gracias y se alejó. No volví a verlo. A menudo pienso en cuánta gente ha entrado en mi vida apenas unos minutos haciendo ruido, para desaparecer después. Con mi padre fue así; con mi madre no fue mucho mejor.
Llamé a la fea puerta. Esperaba ver al señor Albright, pero en lugar de ello la puerta se abrió hacia una salita en la que se hallaban dos hombres de extraña apariencia.
El hombre que sostenía la puerta era alto y delgado, con el pelo ondulado castaño oscuro, la piel morena como la de un indio de la India, y los ojos castaños tan claros que parecían dorados. Su amigo, que permanecía de pie contra una puerta de la pared opuesta, era bajo y, por la forma de sus ojos, parecía chino, pero cuando lo miré otra vez no me sentí tan seguro de su raza.
El moreno sonrió y extendió la mano. Pensé que quería estrechar la mía, pero me dio unas palmadas en el costado, palpándome.
—¡Eh, hombre! ¿Qué pasa? —dije mientras lo apartaba de mí.
El supuesto chino deslizó una mano en el bolsillo.
—Señor Rawlins —me dijo el moreno con un acento que yo desconocía. Seguía sonriendo—. Levante un poco las manos y sepárelas de los costados, por favor. Solamente lo estoy registrando.
La sonrisa se convirtió en una mueca.
—Oiga, guárdese las manos para usted. No dejo que nadie me palpe así.
El hombre de baja estatura empezó a sacar algo, no sé qué, de su bolsillo. Luego dio un paso hacia nosotros. El tipo sonriente trató de ponerme una mano contra el pecho, pero lo agarré de la muñeca.
Los ojos del moreno relumbraron; me sonrió un momento y le dijo a su socio:
—No te preocupes, Manny. Está limpio.
—¿Estás seguro, Shariff?
—Sí. No lleva nada encima; le tiembla todo un poco, nada más.
Los dientes de Shariff centellearon entre sus oscuros labios. Yo todavía le aferraba la muñeca.
Shariff dijo:
—Dale un toque, Manny.
Manny se sacó la mano del bolsillo y llamó a la puerta que había a su espalda.
DeWitt Albright abrió la puerta al cabo de un minuto.
—Easy. —Sonrió.
—No quiere que lo toquemos —dijo Shariff mientras yo lo soltaba.
—Dejadle —respondió DeWitt—. Solo quería asegurarme de que venía solo.
—Usted es el jefe —dijo Shariff muy seguro de sí y con arrogancia.
—Tú y Manny podéis iros ya —ordenó Albright, sonriendo—. Easy y yo tenemos un asunto pendiente.
El señor Albright se colocó detrás de un gran escritorio claro y puso los zapatos color hueso sobre el mueble, junto a una botella medio llena de Wild Turkey. Había un calendario de papel colgado de la pared situada a su espalda, con un dibujo de una canasta de moras. En la pared no había nada más. También el suelo estaba desnudo: linóleo amarillo con unas vetas de color.
—Siéntese, señor Rawlins —me dijo el señor Albright, señalándome la silla frente a su escritorio.
No llevaba sombrero y su chaqueta no se veía en ninguna parte. Bajo el brazo izquierdo tenía una pistolera de cuero blanco. La boca de la pistola casi le llegaba al cinturón.
—Tiene unos amigos muy simpáticos —le dije mientras estudiaba su arma.
—Son como usted, Easy. Cada vez que necesito mano de obra los mando llamar. Hay todo un ejército de hombres especializados que trabajan a cambio de un precio justo.
—¿El tipo bajito es chino?
Albright se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Lo criaron en un orfanato, en Jersey City. ¿Una copa?
—Gracias.
—Una de las ventajas de trabajar para uno mismo. Siempre tengo una botella en la mesa. Todos los demás, hasta los presidentes de las grandes compañías, guardan el alcohol en el último cajón, pero yo lo pongo bien a la vista. ¿Quiere beber? Muy bien. ¿No le gusta? Ahí atrás tiene la puerta.
Mientras hablaba sirvió el whisky en unos vasos que había sacado de un cajón del escritorio.
A mí me interesaba el arma. La culata y el cañón eran negros; lo único de toda la vestimenta de DeWitt que no era blanco.
Al inclinarme para coger el vaso de su mano, me preguntó:
—¿Así que quiere el trabajo, Easy?
—Bueno, depende de qué tipo de trabajo tenga en mente.
—Estoy buscando a alguien para un amigo —me dijo.
Del bolsillo de la camisa sacó una foto y la puso sobre el escritorio. Era una fotografía de la cabeza y los hombros de una chica blanca y guapa. Originalmente había sido un retrato en blanco y negro, pero lo habían coloreado, como las fotos de los cantantes de jazz que ponen a la entrada de los clubes nocturnos. El cabello claro le caía sobre los hombros desnudos, tenía los pómulos altos y unos ojos que podrían haber sido azules si el artista estaba en lo cierto. Después de contemplarla todo un minuto, decidí que, si era posible hacer que le sonriera a uno de ese modo, valía la pena buscarla.
—Daphne Monet —dijo el señor Albright—. No es mala de mirar, pero cuesta un infierno encontrarla.
—Todavía no entiendo qué tiene que ver esto conmigo —contesté—. Es la primera vez que la veo en mi vida.
—Pues es una lástima, Easy. —Me sonreía—. Pero aun así creo que podría ayudarme.
—Ya me dirá cómo. Es muy difícil que una mujer como esta tenga mi número. Lo que tiene que hacer es llamar a la policía.
—Jamás llamo a un alma que no sea amiga, o al menos amiga de un amigo. No conozco a ningún poli, y tampoco mis amigos.
—Bueno, entonces...
—Mire, Easy —me interrumpió—, Daphne tiene predilección por acompañarse de negros. Le gusta el jazz, los pies grandes y la carne oscura, no sé si me entiende.
Lo entendía, pero no me gustaba oírlo.
—¿Así que usted piensa que ella podría andar por aquí, por Watts?
—No me cabe la menor duda. Pero, como supondrá, yo no puedo entrar en esos lugares para buscarla, porque no poseo el grado de persuasión adecuado. Joppy me conoce bastante bien como para decirme lo que sabe, pero ya le he preguntado y se ha limitado a darme su nombre.
—¿Y qué es lo que usted quiere de ella?
—Tengo un amigo que desea disculparse, Easy. Tiene mal carácter y por eso ella lo dejó.
—¿Y él quiere que vuelva?
El señor Albright sonrió.
—No sé si puedo ayudarle, señor Albright. Como dijo Joppy, hace un par de días perdí un empleo y tengo que conseguir otro antes de que venza el plazo de la hipoteca.
—Cien dólares por un trabajo de una semana, señor Rawlins; pago por anticipado. Usted la encuentra mañana y se guarda lo que le quede en el bolsillo.
—No sé, señor Albright. Quiero decir, ¿cómo sé en qué me estoy metiendo? ¿Qué es lo que usted...?
Se llevó un fuerte dedo a los labios y dijo:
—Easy, uno cruza la puerta por la mañana y ya está metido en algo. De lo único que tiene que preocuparse es de no meterse hasta la nariz.
—No quiero verme mezclado con la ley. A eso me refiero.
—Precisamente por ese motivo tiene que trabajar para mí. A mí tampoco me gusta la policía. ¡Mierda! La policía hace cumplir la ley, y usted ya sabe lo que es la ley, ¿no?
Yo tenía mis propias ideas sobre el tema, pero me las guardé.
—La ley —continuó— está hecha para los ricos, de manera que los pobres no puedan progresar. Usted no quiere involucrarse con la ley, y yo tampoco.
Levantó el vaso y lo inspeccionó como si buscara pulgas; luego lo depositó sobre el escritorio y apoyó las manos, con las palmas hacia abajo, a cada lado.
—Sencillamente, le pido que encuentre a una chica —me dijo—. Y que me diga dónde está. Eso es todo. Usted descubre dónde está y me lo susurra al oído. Eso es todo. Usted la encuentra y yo le doy el dinero de la hipoteca y algo más, y mi amigo le encuentra un trabajo; quizá hasta pueda hacerlo volver a Champion.
—¿Quién es el que quiere encontrar a la chica?
—Nada de nombres, Easy. Es lo mejor.
—Lo que pasa es que detestaría encontrarla y que después me viniera un madero con alguna mierda como que yo fui el último al que vieron con ella... antes de que desapareciera.
El blanco rio y sacudió la cabeza como si le hubiera contado un chiste muy bueno.
—Todos los días pasan cosas, Easy —dijo—. Todos los días pasan cosas. Usted es un hombre instruido, ¿no?
—Claro.
—Así que lee el diario. ¿Lo ha leído hoy?
—Sí.
—¡Tres asesinatos! ¡Tres! Solamente anoche. Todos los días pasan cosas. Gente que lo tiene todo, tal vez hasta tengan dinero en el banco. Quizá tenían planeado lo que iban a hacer este fin de semana, pero eso no les impidió morir. Esos planes no los salvaron cuando les llegó el momento. Gente que lo tenía todo y se volvió descuidada. Se olvidan de que de lo único que hay que estar seguro es de que no les pase nada malo.
La manera como sonrió al acomodarse en su sillón me recordó otra vez a Mouse. Pensé que Mouse siempre estaba sonriente, sobre todo cuando a los demás les ocurría alguna desgracia.
—Usted encuentre a la chica y dígamelo, eso es todo. Yo no voy a hacerle daño, y mi amigo tampoco. No tiene de qué preocuparse.
Cogió una billetera blanca de un cajón del escritorio y sacó un fajo de billetes. Contó diez, mojándose con saliva el pulgar cuadrado cada vez que contaba uno, y los colocó uno sobre otro cerca del whisky.
—Cien dólares —dijo.
Yo no veía por qué no podían ser mis cien dólares.