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Cuarta y última entrega de las aventuras de detective Wendy Aguilar, creada por Andreu Martín. En plena noche de patrulla, Wendy acude a una alerta por homicidio. Un joven ha muerto apuñalado. Su asesino no tarda en aparecer para entregarse. Sin embargo, algo no le cuadra a Wendy. Puede que sea la rápida confesión del culpable, las ganas del abogado de que ingrese en un correccional o su parentesco con una de las familias más poderosas de la mafia local. El olfato le dice a Wendy que ha llegado la hora de investigar por su cuenta...-
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Seitenzahl: 202
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Andreu Martín
Saga
El día que Wendy conoció al monstruo
Original title: El dia que Wendy va conèixer el monstre
Original language: Catalan
Copyright © 2013, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726962215
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Esta noche Wendy Aguilar y Roger Dueso circulan de paisano en un vehículo sin distintivos policiales, un utilitario de color blanco que pasa desapercibido. Son lo que se llama un Grupo 200, una patrulla como cualquier otra adscrita a tareas para las cuales se considera que el uniforme podría ser un estorbo.
En el briefing de las diez, les han encargado que fuesen a buscar a la señora Romagosa, en un domicilio de Mayor de Sarriá, para acompañarla a una cena de antiguos alumnos que se celebra en el paseo del Borne del Raval.
La señora Romagosa es una mujer maltratada por su marido, con una orden de protección. Casi nadie de su familia sabe dónde vive y le da miedo circular sola por Barcelona porque el hombre que un día la enamoró, y con quien convivió durante ocho años, hoy la tiene amenazada y le da miedo.
Hacía tiempo que Wendy y Roger no coincidían en una patrulla, porque el intendente ha establecido turnos rotativos, y ahora ella teme que su compañero vuelva a hablarle de amor. Hace tiempo que la chica procura mantener y aumentar las distancias, pero el turno de noche dura ocho horas lo bastante solitarias como para favorecer intimidades indeseadas. De manera que saltan las alarmas cuando Roger se anima, por fin, a decir:
–La próxima patrulla vuelves a hacerla de noche, ¿verdad?
Dos semanas después, después de una libre, el turno debería ser de tarde, pero Wendy lo cambiará por uno de noche ya que por las tardes asiste a clases de la universidad, sobre todo ahora, cuando se acercan los exámenes de fin de curso. Para evitar insinuaciones impertinentes, le recuerda a Roger que está estudiando criminología en la Autónoma, porque en la Academia de Mollet todos los cursos están acaparados por los aspirantes de la Científica, y se enreda en un discurso de distracción.
–... Dicen que la facultad es más fácil, pero no creas. El de Derecho Penal es un hueso. Y el lunes veintiuno, dentro de poco más de una semana, tengo examen y no sé nada.
–¿Y cómo te las apañas para combinar estudios, trabajo y esa maternidad que acabas de estrenar?
Ya han recogido a la señora Romagosa y la llevan en el asiento de la parte de atrás del coche y a Wendy le parece que la pregunta es una indiscreción. Roger es así. A veces parece que se divierte poniéndola en un compromiso. La señora se interesa:«¿Ya eres mamá, tan joven?», y Wendy tiene que contarle que ha iniciado el proceso de adopción de una niña que ahora vive con ella en régimen de acogida.
La niña se llama Mon y ya hace un par de años que se conocen. Hija de familia desestructurada de delincuentes, fue a parar bajo la tutela de la Dirección General de Atención a la Infancia y Adolescencia (DGAIA) cuando su madre quería venderla. Wendy intervino, lo impidió y la niña quedó tan deslumbrada por su personalidad que decidió que, de mayor, también quería ser policía. Desde entonces habían mantenido una relación entrañable que tenía que desembocar inevitablemente en una adopción.
–¿Y qué dicen tus padres? –insiste Roger.
Porque Wendy aún vive con sus padres y Mon es una niña muy difícil.
–Se van acostumbrando. Mi madre, ya te imaginas, una madraza, como siempre. Mi padre es más seco, pero sabe mantener a Mon a raya, y me parece que eso a Mon le va muy bien.
Acompañan a la señora Romagosa hasta el restaurante de diseño y ven cómo se sienta con sus antiguos compañeros de colegio. Los dos agentes se mantienen alejados y cenan en la mesa del rincón, atentos a una eventual irrupción del marido maltratador, que no se producirá.
Una vez pedidos los platos, mientras les sirven, Roger adopta tono y actitud de hacer confidencias, como si esta fuera una cita convenida con Wendy, porque tiene una cierta tendencia a confundir las cosas. La toma de la mano y le dice, con voz de barítono:
–¿Sabes una cosa? Me parece que estoy enamorado.
Wendy libera sus dedos de los dedos invasores, convencida de que su compañero añadirá, como siempre,«enamorado de ti»y dispuesta a ponerlo en su sitio, como siempre. Pero esta vez se equivoca:
–...He conocido a una chica y no me la puedo quitar de la cabeza.
Esto sí que es una sorpresa.
–¿Ah, sí? –exclama Wendy, un poco animada.
–Sí. Me parece que es la mujer de mi vida.
–¿Ah, sí? –repite Wendy, aún más animada.
Roger considera que los dos monosílabos y tanta alegría le autorizan a abrir su corazón e inicia un largo monólogo sobre las circunstancias en que conoció a la mujer perfecta, en el metro, y cómo fue descubriendo todas sus virtudes en pocos instantes de conversación.
Wendy tiene que hacer esfuerzos para no bostezar, pero deja que hable, aliviada por el hecho de que Roger se haya decidido a poner sus ojos en otra mujer, lo que considera señal de que por fin la va a dejar en paz.
–Ah, pues qué bien –va diciendo a lo largo de la cena–. Ah, qué bien.
Luego, la señora Romagosa y uno de los antiguos alumnos se acercan a su mesa. Ella les comunica que ha decidido quedarse a pernoctar en el barrio y él les promete que no se va a separar de ella ni un minuto, que la protegerá con uñas y dientes y que, por tanto, ya se pueden ir. Mañana, cuando tenga que regresar a su barrio, la señora protegida ya telefoneará a la comisaría para que envíen otra patrulla.
Wendy y Roger, convencidos de que el antiguo compañero de colegio no piensa separarse de la señora Romagosa en toda la noche, lo consultan con el sargento jefe de turno y, una vez obtenido el permiso, pasada la medianoche, circulan por la Ronda del Litoral, de regreso a su distrito.
Roger no para de hablar de la mujer perfecta. Rubia, alta y con el cuerpo y la distinción de una top model, pero además inteligente, despierta, simpática, con estudios, que en seguida se puso a hablar de psicología y sociología.
–¿En seguida se puso a hablar de psicología y sociología? – se maravilla Wendy como la abuela que valora muy positivamente las virtudes de la nuera.
Es en este momento, cuando el coche ya ha dejado atrás la salida de Ramblas y está pasando por delante del cementerio de Montjuic, que zumba la emisora del coche y la voz metálica de la operadora anuncia:
–De Gaudí 300 a todos los indicativos. Posible sesenta en la Ronda del Litoral, salida de Montjuic Anella Olímpica.
Wendy, al volante, alarga el brazo para coger la radio. Roger frunce el ceño.
–Gaudí 140 –dice la chica–. Recibido. Estoy en la Ronda del Litoral, justo al lado. Vamos allá.
Roger protesta sin énfasis:
–¿Era necesario? No somos de este distrito.
No recibe respuesta. Ya tendría que saber que Wendy Aguilar nunca podría resistirse a un sesenta.
Ni siquiera hace falta conectar la sirena. Ya llegan. Toman la salida de Montjuic Anella Olímpica.
El desvío baja y traza una curva para situarse debajo de la autovía, donde se encuentra un camión articulado, con capacidad para transportar un par de contenedores de los grandes, que tiene escrita la palabra«Armenteras»en letras negras y enormes sobre blanco. Está entre los grandes pilares y una cerca metálica que protege unas obras eternas.
Junto al camión hay un hombre alto y gordo, con barriga esférica de cerveza ceñida por una camiseta imperio de la que sobresale una pelambrera densa y negra. Tiene los ojos desorbitados e incrédulos, fijos en el infinito, preguntando al mundo cómo le puede haber pasado a él una cosa así. Hay otro hombre que fuma cabizbajo y encogido, sin levantar la mirada del suelo.
Wendy detiene el coche, Roger pone el girofaro azul parpadeante sobre el techo para señalar que es vehículo policial y bajan los dos, poniéndose los chalecos reflectantes a cuya espalda se puede leer«Policia Mossos d’Esquadra». Se cuelgan del cuello las credenciales y se identifican como policías ante los dos hombres, que ni los miran. El de la camiseta imperio mantiene sus ojos redondos fijos en el más allá, desconsolado como el niño que asegura que no es culpa suya, que él no lo quería hacer. Queda claro que su compañero, oscuro y taciturno, el que fuma y fuma y mira al suelo, se ha enfadado con él y lo ha regañado por pararse y avisar a la policía y meterse donde no le llaman. La expresión pasmada del gordo parece que está gritando al mundo:«¿Y qué iba a hacer?».
Mientras Roger saca el cuaderno y se dispone a tomar los datos de los camioneros, Wendy se acerca al tercer hombre, que está sentado con la espalda contra la columna y las piernas estiradas y abiertas. Tiene la barbilla clavada en el pecho, como si durmiera la mona. Viste una camisa negra, de manera que el escándalo de la sangre solo se percibe en sus manos, que tiene tranquilamente puestas en el suelo, con las palmas hacia arriba.
Es un chico de veintitrés o veinticuatro años, de cuerpo atlético, vientre plano, cabello abundante y corto, pantalones tejanos negros. Wendy le pone dos dedos en el cuello para comprobar que su corazón ya no late. Entonces, tan cerca, puede ver las perforaciones de la camisa, tres, cuatro, cinco, quizá más, y la humedad de la sangre que brilla sobre la tela.
Al fondo, el camionero gordo cuenta a Roger que vienen de Gerona para recoger dos contenedores de piezas de recambio para automóviles. Acababan de salir de la Ronda del Litoral y bajaban hacia el acceso de los almacenes del puerto cuando han visto a los tres hombres que atacaban a un cuarto.
–¿Qué es lo que han visto exactamente? –pregunta Roger–. ¿Era una pelea confusa, dos lo sujetaban y el otro le pegaba, o corrían...? –deja puntos suspensivos para que el otro elija o añada opciones.
Una persona muerta desprende una sensación horrible de vacuidad y miedo que cuestiona todas las convicciones que puedas tener. La quietud y el silencio que rodean a un cadáver resultado de un acto de violencia te estremecen como si tú también hubieras sido víctima de la agresión.
–Uno agarraba a ese de negro, que se resistía mucho –explica el camionero de la camiseta imperio–. Otro, de camisa blanca, le iba pegando, que yo he creído que le daba puñetazos y debía de estar clavándole el cuchillo...
–¿Camisa blanca?
–Sí. Los otros dos llevaban ropa oscura, pero el que pegaba tenía una camisa blanca.
Wendy saca del maletero la manta de aluminio y la cinta balizadora y regresa junto al cuerpo. Lo cubre con la manta de aluminio para ocultarlo de la vista de los curiosos y conservar su temperatura y, a continuación, con movimientos bruscos y rígidos, se encarga de aislar el terreno circundante mientras se siente físicamente afectada, con ese vértigo perturbador que los veteranos aseguran que ya se le pasará pero que, de momento, siempre se repite. Ya no experimenta el nudo en la garganta ni las ganas de llorar de las primeras veces, eso no, pero sí que se vuelve susceptible, poco comunicativa e irritable.
–¿Y el tercero? –pregunta Roger.
–¿Quién?
–El tercero. Uno sujetaba a la víctima, el de la camisa blanca golpeaba, ¿y el tercero...?
–Estaba un poco apartado. Es el que nos ha visto, y ha gritado, y entonces han echado a correr los tres en aquella dirección.
Llega un coche patrulla con dos agentes de uniforme y una ambulancia de donde salen disparados un hombre y una mujer vestidos de verde hacia la figura inmóvil de la columna.
Wendy se interpone.
–Eh, eh, eh, no toquéis nada, que está muerto.
–Eso deja que lo decidamos nosotros –dice el hombre de verde con la autoridad que le otorga una carrera de medicina.
Wendy no puede impedir que toqueteen y contaminen el cadáver. Se resigna. Ve cómo se acercan al cuerpo, «¡pero no lo mováis mucho!», y lo echan en el suelo boca arriba. Se vuelve hacia Roger, que continúa hablando con los camioneros.
–¿Puede describirlos? ¿Color del pelo, edad...?
–No. Jóvenes. Eran jóvenes, pero no sé...
–¿Altos? ¿Bajos? ¿Gruesos, delgados?
–No le sé decir...
–Pelo rubio u oscuro, piel oscura, piel blanca...
–No... Aquí, debajo de la autovía, no hay mucha luz...
–¿Pero le parece que podría identificarlos, si le enseñamos fotos...? ¿Si volviera a verlos...?
–Me parece que no. No lo sé. En cuanto nos han visto, aquel ha gritado, se han vuelto de espaldas y han salido corriendo hacia allí. No le sé decir más.
Wendy se identifica ante los dos agentes recién llegados. Pertenecen al distrito de Zona Franca y se sorprenden al enterarse de que ella es de Sarrià-Sant Gervasi, con una actitud un poco tensa, como si la considerasen usurpadora, o invasora, o algo parecido. Y, cuando ella se vuelve para indicarles dónde se encuentra el cuerpo profanado por los sanitarios que acaban de comprobar que está bien muerto, distingue al personaje que se destaca al fondo, en la oscuridad, y que avanza hacia ellos arrastrando los pies, muy visible gracias a su camisa blanca.
Trae los brazos separados del cuerpo en señal de rendición y, cuando se acerca a la luz de los faros del camión y de los coches y a los relámpagos azules y amarillos de los girofaros, se destaca al mismo tiempo la expresión horrorizada de unos ojos brillantes y el centelleo en la mano derecha de un objeto metálico que solo puede ser un cuchillo.
–¡Lo he hecho yo! –grita, con voz aflautada por el miedo o la inmadurez–. Lo he matado yo.
–Tira el cuchillo –dice Wendy poniéndose ante él, cerrándole el paso–. Tira el cuchillo al suelo.
Es un chico muy joven, un menor que se para en seco y la mira enloquecido.
–Lo he hecho yo.
–Tira el cuchillo.
Wendy piensa que lleva la pistola a la espalda, en una funda sobre el glúteo derecho, entre los pantalones y la piel, pero no hará el intento de empuñarla. El chico no parece que tenga la intención de utilizar el cuchillo. Se está entregando.
–Te estás rindiendo, ¿no? ¡Pues tira ese cuchillo porque, si no, me voy a creer que me estás atacando y te lo voy a quitar a la fuerza!
El muchacho no se anima a obedecer, como si tuviese miedo de que el cuchillo pudiera rebotar y hacerle daño a alguien. Tiene mucho miedo. Incluso se le escapa la mueca de un sollozo. Dice otra vez:«lo he hecho yo», y sus ojos suplican: «créame, por favor».
En este momento, Wendy sabe que está mintiendo.
–Tira el cuchillo.
El muchacho, casi un niño, flexiona un poco las piernas y envía el cuchillo algunos metros más allá, resbalando por el suelo. Es un cuchillo manchado de sangre, y la mano del chico también está manchada de sangre, igual que la camisa que lleva desabrochada sobre una camiseta donde se ve un erizo y se lee:«Abrázame».
–No lo has matado tú –dice Wendy.
El chico parece que se desespera.
–¡Sí, sí, por favor, lo he matado yo!
«Por favor».
–¿Cómo te llamas?
–Brad. Brad Pérez Klein.
–¿Pérez Klein? –se sorprende ella–. ¿De la familia de los Perros? –El chico aprieta los labios. – ¿Eres pariente de los Semiónov?
El presunto asesino traga saliva y asiente con la cabeza, aterrorizado él mismo por lo que significa ser pariente de los Semiónov.
–Soy hijo del Dogo.
Wendy da un paso adelante, lo agarra del brazo y lo conduce hacia el coche blanco, que es el que tiene más cerca. Pasan entre los dos agentes de uniforme, que no saben qué hacer.
Roger se les acerca con el cuaderno en la mano.
–Dice que lo ha matado él –le comunica Wendy con gesto incrédulo.
El paso subterráneo bajo la Ronda del Litoral se va llenando de gente y de vehículos. Parpadean insistentes las luces azules de los coches de policía y las ámbar de la ambulancia, y al alboroto se ha añadido el coche de los servicios fúnebres, y el de la forense, y el de los códex de la comisaría del barrio, y ahora está llegando el señor juez con el secretario, y han florecido conos alrededor de la zona para desviar el tráfico.
Unos representantes de los almacenes del puerto se han personado para protestar. Que no pueden cerrar el paso a los camiones, que no se puede paralizar la actividad de aquella zona de los muelles de Barcelona, que también trabajan a estas horas.
Ahora mismo, con la autorización del juez, se está habilitando una vía estrecha entre las columnas, y camiones inmensos empiezan a maniobrar a las órdenes de policías uniformados que gesticulan con señales luminosas poniendo en el rincón una cierta alegría de feria.
El sitio se ha convertido en un maremágnum aturdidor.
La forense ha retirado la manta de aluminio y acaba de certificar oficialmente la muerte del chico de negro. Cinco cuchilladas, al menos dos de las cuales mortales.«Pueden proceder», ha dicho. Los policías de la Científica ya estaban a punto, vestidos con sus monos blancos, y protectores de pelo y de zapatos, y guantes de látex, y se ponen en acción, haciendo fotos del cuerpo y del cuchillo, y buscando pisadas y otros indicios en la zona protegida por la cinta policial.
Obtienen la cartera que la víctima llevaba en el bolsillo trasero de los pantalones y, gracias al DNI, ya saben que se llamaba Julián Rofes Muley y que vivía en la plaza Godall de la Zona Franca. Uno de los carnés que lleva les informa de que trabajaba como guardia de seguridad en Transportes Armenteras, precisamente la empresa a la que pertenecen los camioneros que lo han encontrado.
Un hombre y una mujer se acercan a Wendy. Son los códex, los de Investigación.
Ella reconoce al hombre. Es un veterano famoso en el Cuerpo. El barrio portuario de Barcelona es considerado conflictivo, marginal y duro desde hace siglos, y los agentes de Investigación de la comisaría correspondiente parecen tan conflictivos, marginales y duros como el barrio. Sobre todo, el Coco. Le llaman así aunque se llama Coca, Ramón Coca Nomdedéu. Es alto y tiene unos hombros anchos que parece que le pesan y con los que le supone un enorme esfuerzo cargar. Tiene poco pelo en la cabeza y pelusa metálica en las mejillas y la mandíbula, como si estuviera empezando a dejarse crecer la barba o como si no cuidara su higiene. Lleva chaqueta y pantalones de color gris que demuestran que la arruga no siempre es bella, y un jersey de rayas horizontales que hacen pensar en un presidiario de broma. No es un modelo de elegancia y su mirada turbia proclama que le da igual. Unas gafas torcidas no le endulzan la mirada y de pequeño nunca le arreglaron los dientes, ahora manchados de nicotina, porque seguramente fuma y fuma demasiado. A su lado, una cabo casi tan alta como él, con cejas enormes y negras, nariz grande, mandíbula prominente y labios gruesos, que tampoco parece muy interesada en hacer amigos, casi pasa desapercibida.
Coca es como un ogro para asustar a los niños. Mira que vendrá el Coco. No le gusta que le llamen Coco, porque le hace pensar en Coco Chanel y resulta ridículo, y hay quien le ha oído decir:«Llamadme Cocodrilo, en todo caso». Tiene dientes de cocodrilo.
–¿Tú eres la que ha encontrado el cuerpo?
–Yo y Roger Dueso somos Grupo 200 de Sarrià-Sant Gervasi, y hemos sido los primeros en llegar. Los que lo han encontrado han sido aquellos dos señores de allí.
Coca mira en aquella dirección, se rasca la nariz como si dudara de que se pueda llamar señores a semejante pareja, y devuelve su atención a la agente. La contempla como si mirase el horizonte, pensando en otra cosa, de arriba abajo. Wendy nunca se ha sentido menos atractiva. Y, cuando ya parece que no le interesa su presencia en absoluto, resulta que el veterano la ha reconocido y sabe perfectamente quién es.
–Wendy Aguilar, ¿eh? –dice entonces, inexpresivo–. Tú eres famosa, en el Cuerpo.
–No tanto como tú –dice ella, tratando de parecer modesta–. He resuelto un par de asesinatos, sí.
–Tú no has resuelto nada –le endiña el tipo–. Porque tú no eres nadie. Los que pertenecemos al Cuerpo de la Policía no somos nadie. Somos el Cuerpo. Los asesinatos los resuelve el Cuerpo de Policía. No te olvides. Porque, si te olvidas, a lo mejor llegarás a pensar que, de no ser por ti, no habríamos atrapado a los malos, y eso no es verdad porque sí que los habríamos atrapado. Si no lo resuelves tú, lo resolverá cualquier otro miembro del Cuerpo. El trabajo del policía es de todos los policías, porque somos un equipo. Y, además, me han dicho que eres muy indisciplinada y que tuvieron que sancionarte. Mal. Si no trabajas como es debido, no interesas. No eres imprescindible. Métetelo en la cabeza.
Wendy se ha ido poniendo colorada y respira hondo sin apartar los ojos de las gafas torcidas y sucias del inspector Coca. Disimula con dificultad su indignación. No sabe qué responder porque, como suelte lo que tiene en la punta de la lengua, le caerá otra sanción, y al señor Coca no le iba a gustar.
–Bueno, pues, perdona –dice al fin–. Vamos a trabajar.
–Espera –ordena él.
Roger aparece, providencial, a su lado.
–El juez te reclama –le dice a Wendy.
–De acuerdo. Vete al coche, con el detenido. Lo llevaremos nosotros a la fiscalía –dice, cargada de autoridad y de furia contenida. Y a los códex-: Perdonad, me espera el señor juez. Si no le cuento yo cómo he encontrado el cuerpo, ¿quién se lo va a contar?
Se aleja rápidamente para acercarse al señor juez, que ahora mismo está hablando con la forense. Coca y su compañera la siguen, como dos sombras sólidas y pesadas.
Se presenta:
–Soy Wendy Aguilar, señoría.
El juez contempla a Wendy un poco burlón, como si le hiciera gracia la pinta de la chica, con su chaleco reflectante sobre una chaqueta de hilo larga como una casaca, blusa de escote cuadrado, pantalón bombacho y zapatillas deportivas.
–Ah, sí. Su compañero ya nos ha puesto al corriente de los detalles. ¿Usted es la que ha detenido al chico?
–Sí, su señoría. Supongo que ya sabe que es un Pérez Klein, hijo del Gran Dogo.
El juez Barrachina asiente con la cabeza y hace una mueca de contrariedad. Es un hombre de unos cincuenta años, apuesto y elegante, que se muestra distante e incluso indiferente. Solo ha dirigido una ojeada distraída al cadáver. Sabe quiénes son los Semiónov, porque todos los jueces de la ciudad, igual que todos los policías, fiscales, abogados o cualquier otro profesional relacionado con el mundo de la justicia, sabe que los Semiónov tienen participación en todos los negocios relacionados con el tráfico de drogas y de armas de la ciudad. Los reyes de la delincuencia organizada de Barcelona. Y al Gran Dogo, Gustavo Pérez, en estos momentos lo buscan por doble asesinato.
Como parece que el juez no tiene nada más que decir, Wendy aprovecha la pausa para añadir:
–Creo que el chico, ese Brad, no ha matado a nadie. Se atribuye el crimen porque es menor, inimputable. A él no lo meteremos en la cárcel.
Coca y la mujer de Investigación están detrás y Wendy percibe perfectamente los dardos de sus ojos en su nuca.
El juez parece interesarse vagamente por aquel comentario.
–¿Y en qué se basa para decir eso?