El diablo en el juego de rol - Andreu Martín - E-Book

El diablo en el juego de rol E-Book

Andreu Martín

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Beschreibung

A través de un aparentemente inofensivo juego de rol basado en las cartas del tarot, Andreu Martín nos cuenta una historia de secretos y mentiras entre adolescentes, una reflexión sobre los peligros de confundir realidad y ficción, todo ello envuelto en un elegante thriller juvenil que dejará sin aliento al lector.-

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Andreu Martín

El diablo en el juego de rol

 

Saga

El diablo en el juego de rol

 

Copyright © 2003, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726962277

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

EL SUMO SACERDOTE

Estaba a punto de besar el cuello de Patricia cuando sonó el teléfono.

No pasaba nada. Sólo estábamos haciendo los deberes de Informática. El Obtuso nos había dicho: «Los que tengáis ordenador en casa, el lunes me traéis el calendario-agenda diseñado con Word». Una especie de examen para empezar el segundo trimestre. A mí se me daba bien la informática y a Patricia no, porque no tenía ordenador, de manera que la había invitado a mi casa para enseñarle. No tenía la intención de hacer yo sus deberes, claro que no. Se trataba de que Patricia aprendiera conmigo lo que debería haber aprendido en clase antes de Navidad. Por eso, ella se encontraba delante del teclado, muy concentrada, y yo a su espalda diciéndole «¿Ahora qué harías?», o «Busca en Herramientas», o «¿Qué tipo de letra prefieres?».

No había nadie más en casa. Mi padre me había dejado una nota lacónica con la receta para la cena y los ingredientes sobre el mármol de la cocina. Mi dormitorio sólo estaba iluminado por la pantalla del ordenador y el flexo. El resto de la estancia estaba en una semioscuridad aterciopelada y cálida que nos cobijaba y alentaba la intimidad.

Yo acababa de descubrir el poder embriagador del perfume femenino. Hasta aquel momento, mis compañeras de clase no usaban perfumes, o no me había dado cuenta, o tal vez olían a Nenuco o a colonia de niñas. Y, de pronto, al inclinarme sobre aquel hombro para ver mejor la pantalla del ordenador, o para indicar a Patricia qué tecla debía pulsar, la fragancia dulce y fresca me atravesó la pituitaria y llegó directamente al centro de mi cerebro. Creo que incluso enrojecí. Mis ojos se clavaron en el cuello de aspecto sedoso, terso, apetitoso, que dejaba al descubierto el jersey de escote de ojal, y se me nubló la vista mientras mis labios se estiraban involuntariamente, atraídos por el poderoso imán de aquella epidermis limpísima.

Entonces sonó el teléfono y la magia se hizo añicos como si estuviera hecha de cristal muy frágil.

Necesité una fracción de segundo para tomar conciencia de dónde estaba, y qué estaba haciendo allí, y quién era, adónde iba y de dónde venía. Tragué saliva, me aclaré la garganta con una tosecilla ridicula, descolgué el auricular y dije:

— Diga — mi tono revelaba fastidio, la verdad.

— Tengo que hablar contigo — oí una voz de ultratumba, arropada por ecos, como si me hablaran desde el púlpito de una catedral. Gabriel tenía voz de locutor, profunda e irreal—. ¿Dispones de un poco de tiempo?

— Sí. Claro.

Patricia arrugaba el ceño como si a ella le molestara la interrupción tanto como a mí. En seguida notó que ocurría algo especial.

«¿Quién es?»

— Hay un errepegé en marcha — dijo Gabriel Máster —. ¿Queréis jugar?

«Queréis», en plural.

— ¿Un errepegé? — exclamé.

Se le iluminaron los ojos a Patricia.

— ¿Un RPG?

— Sí, sí. Role-Playing Game. Un errepegé. Un juego de rol.

— ¿Un juego de rol?

— ¿Un juego de rol? —exclamó ella—. ¿Con Gabriel?

Habíamos descubierto el juego de rol el año anterior. Empezamos con Dungeons and Dragons, como todo el mundo, y la fiebre en seguida se apoderó de nosotros. Seguimos con Werewolf y con los Mitos de Cthulhu, y unos cuantos compañeros del cole se obsesionaron tanto con eso que no podían pensar en nada más. Gabriel, Charly Freya, Félix elGato, María Rolera o el Trazas llegaron a ponerse muy insoportables. María Rolera se ganó su apodo a pulso y a Gabriel pasamos a llamarle máster o Gabriel Máster para distinguirlo de otros Gabriel del instituto. A mí no me había dado tan fuerte pero, si asistías a una partida dirigida por Gabriel Máster, comprendías el entusiasmo reinante.

¡Cómo contaba las historias! Era capaz de meterte de cabeza en los ambientes más extravagantes y asombrosos, te hacía vivir situaciones de peligro como si realmente te estuvieras jugando la piel, creaba unas escenas tan emocionantes que a más de uno lo vi llorar. Félix el Gato lloró cuando era el druida Manolix y murió aplastado por aquella losa.

Fue culpa suya. Gabriel le había avisado de que había una trampa en la caverna. Debería haber esperado a que lo sacaran de allí. Pero Manolix sabía que sus compañeros estaban luchando contra siete encapuchados sin rostro en la sala de al lado y llevaban las de perder. Sabía que, con su ayuda mágica, podría decantar la lucha a su favor, y decidió arriesgarse. Una roca se movía con un ruido de engranajes al fondo. Supuso que se trataría de un resorte que abría la puerta de la mazmorra y decidió comprobarlo. La empujó. Automáticamente, sonó un crujido espeluznante por encima de su cabeza y la losa inmensa que formaba el techo — Gabriel lo había indicado antes: el techo está formado por un solo bloque de granito— cayó sobre él.

—¡Salto hacia un rincón de la sala! — anunció Manolix angustiado.

Gabriel hizo un gesto apesadumbrado para dar a entender que no tenía escapatoria posible, pero le concedió que tirase el dado. Quizá, si llegaba hasta la pared y se apretaba mucho contra ella, tendría la oportunidad de quedar solamente mutilado. Manolix era un druida pequeño y ágil como una ardilla. Sacó un nueve con un dado de diez. Eso significaba unos reflejos maravillosos, un salto prodigioso. Se quedó pegado a la pared como una lagartija, como el papel decorativo.

Entonces Gabriel dijo que tirarían el dado los dos a la vez y restarían las cantidades para computar qué daño le había hecho la caída de la losa. Si la diferencia era a favor de Manolix, se salvaría pero calcularían las lesiones sufridas. Sólo si sacaba ocho o nueve puntos a su favor se consideraría que había salido milagrosamente ileso. Siete, seis o cinco le darían derecho a quedar muy malherido pero capaz de pedir auxilio. Si sacaba menos... Bueno, ya veríamos. Félix el Gato y Gabriel tiraron sus dados a la vez. Jugadores y espectadores guardamos un silencio sepulcral, con el corazón en un puño. Todos queríamos mucho a Manolix. Era un druida ingenioso, ocurrente, encantador. El dado de Gabriel sacó un diez, y Félix sacó un uno. No podía haber sido aplastado de una manera más fulminante. Quedó hecho papilla bajo aquella lápida inmensa.

Entonces fue cuando Félix el Gato se puso a llorar.

—¡No hay derecho! —-protestó.

Y estábamos de acuerdo con él. No era justo. Había movido la maldita roca con la intención de ayudar a sus compañeros. Había sido un acto de generosidad. Pero así es la vida. O así es el juego de rol. Si te juegas el físico, puedes perderlo.

Después de un verano de encadenar juegos con juegos, generalmente en el sótano del taller del padre de Charly Freya, Gabriel decidió inventarse reglas más sencillas y situaciones nuevas. Dijo que los clásicos le servían como punto de referencia, para saber de qué iba la cosa, pero que prefería partir de cero, crear sus propios mundos y poner sus propias condiciones para sorprendernos cada vez con aventuras inesperadas.

Era una gozada jugar con Gabriel Máster.

Y ahora Gabriel Máster me estaba preguntando si quería participar en un nuevo RPG organizado por él. Patricia saltaba de alegría, braceaba y movía la boca gritando en silencio «¡Yo también, yo también!».

— Cuenta conmigo — dije.

— ¿Y con Patricia? — preguntó la voz tremenda.

¿Cómo sabía que Patricia estaba conmigo? Buen golpe de efecto. Muy propio del Máster. Con esa voz de doblador de cine, templada y un poco redicha, soltaba afirmaciones así y te dejaba de una pieza. Luego, pensabas que no era tan difícil deducir que Patricia y yo estábamos juntos: seguro que se me notaba cantidad que yo estaba colado por la morenita, a lo mejor alguien me había oído el viernes cuando yo le proponía que viniera a hacer los deberes a casa el domingo por la tarde; o Gabriel Máster nos había seguido, que era muy capaz de ello. Pero eso lo pensabas luego. De momento, te quedabas maravillado e imaginabas que todo lo que Máster pudiera contar a continuación sería igualmente sorprendente y fantástico.

— También puedes contar con Patricia — dije.

Ella se quedó boquiabierta un instante. Luego, aplaudió y afirmó tan enérgicamente con la cabeza que se despeinó.

— Entonces, baja a la portería de tu casa y busca en el buzón.

Había dado por supuesto que íbamos a aceptar. Ya nos había dejado un mensaje.

— Yo te espero al teléfono — añadió.

No tuvo que esperar mucho rato. Incapaz de estar quieto en el rellano de la escalera mientras el ascensor acudía a mi llamada, me lancé por las escaleras de cuatro en cuatro, organizando un alboroto formidable con mis saltos, y volví a subirlas de dos en dos, en un abrir y cerrar de ojos. Luego, tuve que disimular mis jadeos y mi falta de aliento ante una Patricia que esperaba en vilo.

—¡Qué! ¿Qué?

Le mostré lo que había encontrado en el buzón.

Dos naipes del Tarot.

El Diablo y la Estrella.

— El Diablo y la Estrella — dije al teléfono.

— Tu teléfono tiene sistema manos libres — afirmó el Máster como si lo estuviera viendo. ¿Cuándo había estado Gabriel en mi casa?—. Conéctalo para que Patricia pueda oírme.

Lo hice.

— Os habla el Sumo Sacerdote de Tarotown — el vozarrón catedralicio, resonando con ecos, llenó la penumbra de mi habitación.

Patricia y yo nos tomamos de la mano, asustados. Escuchamos boquiabiertos, sin aliento.

El juego acababa de empezar.

— La inmensa mayoría de la población mundial vive engañada, y vosotros lo sabéis. La inmensa mayoría de la población cree a pies juntillas que aquello que percibe a través de los sentidos es la pura verdad. Y vosotros sabéis que eso no es cierto. Lo que vemos, tocamos, oímos y olemos no son más que burdas interpretaciones que hacen del entorno nuestras rudimentarias terminaciones nerviosas. El mundo que nos rodea es demasiado horrible, demasiado peligroso e injusto y, poco a poco, los simples mortales han ido adaptando sus sentidos y sensaciones para recibir del exterior imágenes tranquilizadoras. Quieren creer que nunca pasa nada y han educado su cerebro para convencerse de que no pasa nada. Creen vivir en un mundo de apacibles señores con traje, corbata y maletín de cuero; inofensivos turistas de pantalón corto, calcetines, sandalias y plano de la ciudad; alegres niños que juguetean por las calles, alborozados.

»Pero tanto vosotros como yo sabemos que eso no es la verdad.

Hablaba con la trascendencia con que los adultos hablan de cosas importantes. La seriedad del juez durante el divorcio de mis padres. La gravedad de mi padre en el entierro de la abuela. Ese tono engreído de los agentes secretos cuando acaban de comunicarles que un sabio loco se dispone a destruir el mundo.

— La realidad está reflejada en las cartas milagrosas del Tarot.

Me levanté y, procurando no hacer ningún ruido, me puse a rebuscar entre mis cosas. Una baraja de Tarot que tiempo atrás me había regalado no sé quién. Pensé que Gabriel Máster sabía que yo tenía una y que contaba con que la encontraría antes de que él terminara su relato.

— Ésos son los personajes que pueblan nuestro hábitat. A nuestro alrededor, hay guerreros despiadados que matan por placer, monstruos que nos acechan a cada paso. Éste es el Reino de la Muerte. Vosotros sabéis que ese hombrecillo del traje y las gafitas es, en realidad, un guerrero salvaje vestido con armadura de hierro oxidado. Y lo que lleva en la mano no es un maletín de cuero sino la recién cortada cabeza de su enemigo. Y, en lugar de ese perro que ladra, vosotros veis a un monstruo feroz y amenazador al que hay que exterminar a cualquier precio. Y ese niño llorón es un enano loco y berreador al que alguien tortura con unas pinzas al rojo vivo.

Mi habitación era una leonera. Los recuerdos, cachivaches y objetos imprescindibles se acumulaban por encima de todos los muebles y ahí estaban criando polvo.

Últimamente, decía mi padre que en eso se notaba la falta de una madre. Yo no sabía si estaba insinuando que pensaba casarse con su última novia y tampoco sabía si eso me hacía alguna ilusión. Me había acostumbrado a tener la ropa y otras pertenencias amontonadas a mi manera y me desazonaba enormemente imaginar que una mano femenina pudiera venir a poner orden y a esconder mis cosas en lo más profundo de los cajones.

— Hay cadáveres en descomposición por todas partes, el suelo está alfombrado de huesos humanos. Los habitantes de este mundo demencial se negaron a contemplar y aceptar continuamente tanto horror e, incapaces de cambiar las cosas, mutaron su sistema nervioso hasta que éste modificó las sensaciones que recibía del exterior. Ahora, reinterpretan aquello que captan los sentidos, la vista, el oído, el olfato y el tacto, para inventarse una realidad virtual soportable.

Tampoco me parecía una perspectiva espléndida volver a las discusiones desaforadas y a los portazos que precedieron al divorcio. Y verme obligado a comparecer ante el juez para declarar que mi madre tenía un amante. O tener que escuchar otra vez que mi madre consideraba mejor que yo me quedara con papá. Y se fue sin darme un beso de despedida. No quería volver a pasar por tragos como aquéllos nunca más y, para mí, por el momento, la palabra matrimonio sólo tenía ese significado.

— Ya no ven los esqueletos del suelo, no se enteran de la cantidad de asesinatos que se cometen a su alrededor, creen que la vida es bella y sólo les afecta la muerte de sus seres queridos más próximos. Entonces, se dicen que han fallecido de muerte natural.

Eché una ojeada de soslayo a Patricia, que dividía su atención entre lo que nos decía el Máster y mi frenética búsqueda. Me pregunté si me apetecería casarme con ella para acabar gritándole impertinencias y groserías y cerrándole las puertas en las narices.

— ¿Muertenatural? ¿Qué será eso? Aseguran que la gente se muere de paros cardíacos, embolias, cáncer, enfermedades varias, pero eso sólo son patrañas para vivir sosegados. Si alguno es atacado a traición por un loco homicida que le hiende el cráneo con una roca, dirán que se ha desprendido un trozo de cornisa accidentalmente. Si cincuenta son atacados por una horda de antropófagos, se dicen unos a otros y escriben en sus periódicos que perecieron en un accidente de tráfico. Mentiras piadosas.

Por fin la encontré. Cubierta de polvo y siniestra a más no poder. La baraja de Tarot. «Spanish Tarot, Español», decía en la caja.

— ¿Qué es? — preguntó Patricia sobreponiendo un susurro a la voz imponente del Máster.

— ¿No la conoces? Es una baraja de las que utilizaban las brujas para adivinar el futuro.

— Hay humanos que, debido a una facultad especial, intuyen esa impostura. Pueden llegar a vislumbrar la realidad que los rodea, ver los horrores que se ocultan tras esas engañosas apariencias. Entonces, si no han sido debidamente preparados para ello, la impresión que reciben es excesiva. Pierden contacto con todo tipo de realidad. Son esos que van diciendo que ven marcianos que les persiguen, que su vecino es un demonio de color azul, que ellos mismos son Papas o Emperadores, y les llaman locos.

Aparté de la baraja los naipes más o menos tradicionales de oros, copas, espadas y bastos para quedarme con los veintidós llamados arcanos. Eran dibujos toscos, de reminiscencias medievales, sin perspectiva e iluminados con colores planos. «Basado en el Tarot clásico de 1736», se leía en la caja. Cada naipe tenía su nombre en inglés y castellano, y números romanos al pie.

Sentados en la cama, con los rostros tan juntos que podíamos percibir el calor de la epidermis del otro, Patricia y yo íbamos repasando los personajes de cada uno de los arcanos. Todos ellos nos parecían siniestros. En la carta del Juicio, los muertos salían de las tumbas. La Sacerdotisa se parecía a Isabel la Católica, con un libro abierto en las manos y absorta en sus pensamientos. En la carta número xviii , dos perros aullaban a la luna junto a una charca donde los amenazaba una cigala roja, una especie de cangrejo monstruoso. La Muerte era un esqueleto que, armado con una guadaña, sembraba los campos de huesos, cabezas, pies, piernas y brazos cortados.

Dimos también con la estampa del Sumo Sacerdote que se estaba dirigiendo a nosotros. The High Priest. Naipe número V. Un hombre mayor, con cabellos y barba rubios y ojos grandes y cansados, un poco inspirado en algún Pantocrátor, con la mano levantada a punto de impartir la bendición. Y dos fieles de rodillas ante él. Pensé que esos dos fieles atentos éramos Patricia y yo.

— Pero vosotros no temáis. No os habéis vuelto locos. Lo que estoy explicando no os impresiona especialmente porque ya lo sabíais. Vosotros pertenecéis a la casta de los Tarótidas. Habéis sido especialmente educados para aceptar la realidad como es. No es que veáis el horror que os rodea, porque al fin y al cabo sois seres humanos, pero sí que sabéis que existe, sabéis que lo que vuestros ojos y vuestros oídos y vuestro tacto perciben es mentira. Vosotros, los Tarótidas, sois los encargados de velar porque este orden de cosas continúe inalterable. Procuráis que la gente continúe siendo feliz, aunque viva engañada. Vuestra misión consiste en ocultarles el horror. Sois el Diablo y la Estrella.

Tanto Patricia como yo miramos las cartas que había encontrado en el buzón.

El arcano número xv , el Diablo, me mostraba mi verdadero aspecto. Un personaje desnudo de color azul, con un extraño gorro amarillo, alas de murciélago y un mínimo taparrabos rojo. Lo más horrible era que en mi barriga había un segundo rostro — ojos, nariz, boca de labios carnosos—, y ojos abiertos en mis rodillas. Estaba subido a un pedestal a cuyo pie se veían encadenadas, como perros, dos figuras femeninas con orejas puntiagudas de gnomo, y rabo.

Así era yo en el mundo creado por Gabriel Máster.

Patricia era la Estrella. Estampa número xvii . Una mujer de larga melena rubia que vertía en un río agua de dos jarras. Había visto una imagen similar representando el signo de Acuario en algún horóscopo. Por encima de ella, un cielo cuajado de estrellas, una, dos, tres, hasta siete, y la octava en el centro, de dieciséis puntas, más brillante que ninguna. Sobre una flor, un pajarito otorgaba una cierta amenidad al arcano y lo hacía menos siniestro que los otros.

Variaba la voz de Gabriel en el teléfono. Se volvía más grave, más reticente. Amenazadora.

— Alguno de vosotros, los Tarótidas, seres humanos al fin y al cabo, desprecia a la pobre gente a quien se supone que tiene que defender y disfruta expandiendo el horror en su entorno. Es el caso del Loco. La carta del Loco no tiene número porque él mismo se puso fuera de juego. Nunca ha querido pactar con nadie.

Patricia encontró en seguida el naipe del Loco, The Fool. Efectivamente, no tenía número. Representaba a un individuo con un sombrero puntiagudo, que llevaba un hatillo al hombro y que caminaba, despistado o indiferente, hacia un precipicio por donde podría caer si daba un paso más. Un perro le mordía el fondillo del pantalón.