El pozo de los mil demonios - Andreu Martín - E-Book

El pozo de los mil demonios E-Book

Andreu Martín

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Beschreibung

Emblemático título juvenil de Andreu Martín en el que ahonda en los amores de juventud, los miedos a la hora de enfrentarse a la vida y el poder de la amistad. Fernando, Cristina y Jordi deciden pasar sus vacaciones de la universidad haciendo submarinismo en Mallorca. Pronto su viaje se convertirá en una trepidante aventura llena de secretos, espíritus y mentiras que acechan tanto alrededor como dentro de sus corazones. -

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Andreu Martín

El pozo de los mil demonios

 

Saga

El pozo de los mil demonios

 

Copyright © 1988, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726962246

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

1

Nadie sabía si el Curilla era cura de verdad o no, ni cuándo había llegado al pueblo, ni lo que hacía en la casa parroquial. Sabían, eso sí, que no decía misa, y que no estaba muy bien de la cabeza. Hacía de sacristán, arreglaba los ornamentos del párroco, limpiaba la iglesia... Una vez, lo pusieron a darles catecismo a los niños, pero cuentan que se dedicó a decir disparates, a hablar del Demonio y de Jesucristo, mezclando unas cosas con otras y haciéndose unos líos espantosos, y el párroco le dijo que lo dejara, que siguiera con lo de siempre y dejara en paz la doctrina y los dogmas.

—Pero bueno, ¿de dónde ha salido el Curilla éste? —le preguntaban al párroco, un jovencillo y buena persona que había llegado no hacía mucho.

—Ni idea. Me lo encontré con la parroquia. Eso lo sabréis mejor vosotros, que lleváis más tiempo viviendo aquí.

Pero nadie, ni los más viejos del lugar, recordaba cómo ni cuándo había llegado el Curilla al pueblo.

Bah, y después de todo, no importaba. El Curilla se entendía bien con todo el mundo, con los niños con los que más. Jugaba con ellos en cuanto tenía un rato libre, les organizaba meriendas, o les contaba leyendas de la isla.

—Pero no les vaya a contar nada de Jesucristo o del Demonio, ¿eh, Curilla?

—Si en la isla no hay demonios... —decía el Curilla para que todo el mundo le oyera. Y luego, a los niños, les decía al oído—: Y cristos tampoco, claro —y se reían.

La gente, al Curilla, se lo perdonaba todo. Porque era mayor, porque no estaba bien de la cabeza, y porque en el fondo era un buen hombre.

A la hora del telediario, se metía en el bar del Ramón y se tomaba tres o cuatro vasitos de la típica ginebra de la isla. Entonces, el Ramón y los otros le tomaban un poco el pelo, sobre todo en el verano, cuando el pueblo se llenaba de extranjeras que enseñaban las piernas.

—¿Qué le parece, Curilla? ¡Estas cosas en sus tiempos no se veían!

El Curilla se enfadaba, escandalizado, y le decía al Ramón que mandara callar a la gente, que le dejaran oír la tele. No se perdía nunca un telediario ni un partido de fútbol, y los dibujos animados le entusiasmaban. La ginebra le encendía chispas en los ojos y se reía de las patochadas del Ramón.

Pagaba siempre con unas pocas monedas que rebañaba del fondo de los bolsillos de su raída sotana. Nunca preguntaba el precio de lo que había tomado; era evidente que dejaba allí todo lo que tenía, quizá limosnas de las beatas.

Daba media vuelta y salía del bar tambaleándose, con aquella manera de andar tan suya, mecánica y temblorosa.

Lo vieron desde el Nissan Patrol rojo.

—Es aquel borracho —dijo en inglés una voz aguardentosa que parecía de hombre.

El Nissan Patrol rojo gruñó como un animal rabioso y se lanzó con los faros apagados. Los encendió en el último momento, como si el monstruo abriera los ojos para ver mejor a su víctima, para no fallar el golpe.

Un golpe ensordecedor que descompuso la figura del hombrecillo, dándole una instantánea movilidad frenética. Un salto irreal y torpe, una caída sorda y definitiva; el motor y las luces que se pierden calle abajo, desapareciendo casi antes de que nadie se dé cuenta de su presencia, dejando atrás algo que parecía un fardo negro lleno de quién sabe qué.

2

El Nissan Patrol rojo se detuvo ante el portillo de madera.

La mujer que conducía bajó. Abrió el portillo, subió otra vez al jeep, lo puso en marcha. Cruzó el umbral, frenó. Bajó otra vez, ahora con una cadena y un candado, y cerró la entrada de forma que nadie pudiera pasar.

Poco después, el Nissan avanzaba lentamente por un camino polvoriento, desigual y lleno de baches.

Las luces largas iluminaron un bosquecillo de pinos, un huerto, cultivos y árboles frutales de los que hacía mucho que nadie cuidaba. Después, una casa cuadrada, oscura y fea, de tres pisos.

El jeep se detuvo precisamente al lado de la casa, junto al brocal del pozo, que quedaba a la derecha.

Al fondo del jardín se veía la taula.

Un impresionante monumento prehistórico formado por dos rocas inmensas, cuadradas, una sobre otra, formando una T. Un monumento del pasado, ennegrecido por explosiones del presente. Explosiones que no habían conseguido arrancarlo del lugar donde lo plantaron quién sabe qué sacerdotes.

En el coche había dos personas, y ninguna de las dos parecía respirar.

—Ésa es, la taula —dijo en inglés una voz de hombre con notable ansiedad. Jadeaba. No se le entendía bien. Tuvo que carraspear para aclararse la garganta y repetir lo que había dicho—. Ésa es, la taula.

La mujer encendió un BIC y aplicó la llama al contenido de un pequeño incensario. Aquello no olía a incienso. Apestaba a sustancia orgánica en putrefacción. El hombre la miraba sin aliento, y miraba la oscuridad de alrededor temiendo que, de pronto, mil demonios furiosos salieran del pozo, se les abrazaran y los envolvieran en fuego.

Era exactamente eso lo que el hombre temía. Porque sabía que podía ocurrir.

La mujer sacó un frasco de una bolsa y empezó a murmurar algo ininteligible. Poco a poco, se pudo distinguir que pronunciaba nombres extraños: Azarbel, Anachi, Yamael, Hoelersa, Amalel...

El hombre, a su lado, tenía miedo. Hubiera querido santiguarse, pero no se atrevía. Hubiera querido marcharse de allí, interrumpir lo que había iniciado tantos años atrás, pero ya era demasiado tarde.

De pronto, la mujer levantó la voz, sobresaltando al hombre, que soltó un gemido.

—...Envíanos a tus ángeles para que de día y de noche custodien esta casa, este jardín, este lugar... —Lentamente, con el cuidado de quien se mete en una jaula llena de tigres, la mujer se apeó del coche. Movió el incensario, apestando el ambiente, mientras seguía gritando—: Y defiendan a los que aquí viven de todo espíritu adverso, Señor Adonai, Señor Ariel, Señor Elohim, en el nombre de Dios yo os conjuro...

Sin dejar de gritar, la mujer volvió al coche, a buscar el frasco. Envalentonada ahora, se atrevió a alejarse algo más que antes, mientras salpicaba alrededor con el líquido del frasco.

El hombre que iba con ella sentía unas horribles cosquillas en la nuca, a medida que los pelos se le iban poniendo de punta. No era la primera vez que le pasaba desde que la conocía. Una vez más, se preguntó si realmente podía confiar en ella.

«No», se dijo. «Claro que no Pero no había nadie más que quisiera venir a exorcizar la casa...»

El hombre sabía que aquel incensario no contenía incienso, y que el líquido del frasco no era agua bendita. Y eso le daba más miedo aún.

3

El hombre se llamaba Brabham, tenía sesenta y cinco años e iba en una silla de ruedas con motor. Tenía el pelo blanco y escaso y siempre parecía estar empezando a hacer algo de lo que se arrepentía y acababa dejando a medias.

Él mismo descargó del jeep sus maletas y las cajas llenas de papeles, porque no se atrevía a darle órdenes a la mujer, que se llamaba Selena. Se ponía los paquetes en el regazo y subía y bajaba gracias a las rampas y los ascensores que le permitían acceder a cualquier lugar de la casa.

Las ruedas de la silla iban dejando señales sobre el suelo polvoriento, los mecanismos ronroneaban antes de empezar a funcionar y chirriaban, igual que las puertas. Las bombillas que no se habían fundido eran de pocos vatios y convertían en fantasmas las sombras y los muebles tapados con sábanas blancas. Había cristales rotos, pese a las persianas de madera, y Brabham lo atribuyó a las actividades frenéticas y misteriosas que, de vez en cuando, sacudían aquel lugar. Se oían chillidos de ratas.

Dejó todo el equipaje de cualquier manera, tirado sobre la cama y el escritorio, y aprovechando que oía trajinar a la mujer en el piso de abajo, colocando las provisiones en la cocina, abrió el armario. Hizo correr la puerta disimulada del fondo, y comprobó que las armas aún estaban allí. La larga escopeta de caza plegada en su funda de lona, la pistola Astra y el revólver Smith & Wesson que tanto le gustaba a Robbins. Recordó a Robbins enloquecido, disparando tiros por toda la casa, persiguiendo fantasmas invisibles que le tomaban el pelo, abriendo y cerrando puertas, y estallando en risotadas escalofriantes.

Volvió a cerrar el escondrijo y puso en juego todas sus fuerzas para colocar delante una maleta. Brabham rogó a todos los santos que la mujer no lo descubriera. De vez en cuando le atribuía poderes telepáticos. Y de vez en cuando se preguntaba si, llegado el momento, sería suficiente un tiro de escopeta para acabar con ella.

A continuación se dirigió al teléfono para comprobar si funcionaba. Sí, la Telefónica lo había conectado, tal como él mismo había solicitado desde Londres. Así que pudó hablar con Robbins.

—¡No quiero saber nada de esa maldita casa —gritó Robbins—, ya te lo dije! ¡No pienso volver nunca más por ahí!

—Robbins, maldita sea, estoy en esa casa yo, ahora mismo —a Brabham le temblaba la voz. Estaba angustiado. Necesitaba a alguien que le protegiera de Selena—. ¡No pasa nada! Las puertas no se abren solas, ni saltan los cristales, ni se oye ningún ruido y no pasa nada raro alrededor del pozo. Nada de nada, Robbins, te lo juro. ¡Ven inmediatamente! ¡Te necesito!

—Llámame dentro de dos días. Si todavía estás ahí, y no te has vuelto loco, a lo mejor me decido a hacerte uña visita...

Selena asistía a la conversación de lejos, yendo y viniendo, espiando de reojo, de aquella forma que parecía una perpetua amenaza y que le ponía la carne de gallina a Brabham.

—¡Dentro de dos días será demasiado tarde, Robbins! ¡Tiene que ser mañana mismo! ¡Dice Selena que tiene que ser precisamente el diecisiete de julio cuando nos metamos en la cueva!

—¡Cuando me meta yo en la cueva, querrás decir! —protestó Robbins—. ¡Conmigo no cuentes, Brabham! Si quieres, cuando hayáis acabado con vuestros experimentos, iré por ahí a librarte de Selena...

Justo en ese instante, la mujer apareció en la puerta y clavó su mirada fulminante en Brabham. Cualquiera diría que había oído lo que acababa de decir Robbins. «Lo ha oído, seguro. Es una bruja. Ahora me matará», pensó Brabham. «Me matará, seguro, ¿por qué no iba a hacerlo? Esta bruja ya no me necesita para nada...»

—...Y nos repartiremos el tesoro, tú y yo —terminó diciendo Robbins—. Pero antes, deja pasar dos días y luego me llamas, ¿de acuerdo?

—Robbins... —Robbins ya había colgado—. ¿Robbins...?

Se había cortado la comunicación. Brabham se sintió muy solo. Miró a la mujer y le dijo:

—No quiere venir.

—Ya lo sabía—respondió ella. Y parecía referirse a todo el conocimiento del mundo. Como si ella lo supiera todo. Todo.

—Tendremos que buscar a alguien... —dijo Brabham con su voz temblorosa. Con miedo de que la mujer le señalara a él. «Bajará usted». Estaba dispuesto a responderle: «¿Pero cómo quieres que baje, si no puedo mover las piernas...?»

—Mañana buscaremos a alguien —sentenció la mujer.

Aquella noche, Brabham no durmió bien. Mantenía todos los sentidos a la escucha del más mínimo rumor que pudiera venir del exterior o de cualquier rincón de la casa. No se oía nada. No había ninguna presencia. Ni gruñidos, ni el fragor de un huracán arrasador, ni el bramar del Toro, ni el pesado deslizar de la Serpiente. Nadie. La casa estaba vacía. Vertiginosamente vacía y oscura. ¿Tan bien funcionaban los exorcismos que había hecho Selena? ¿Tan eficaz era aquella mujer? Recordó las furias desencadenadas que había conocido tiempo atrás entre aquellas cuatro paredes y volvió a horrorizarse. Le seguía resultando espantosa la perspectiva de enfrentarse con aquellos... digamos espíritus (¿de qué otra forma se les podía llamar?). Pero aún era más horrible compartir la casa con alguien capaz de dominarlos.

4

Quince días en Menorca, con todo el sol del mundo, con un cielo y un mar transparente que hacen pensar en las islas vírgenes del Caribe, con un equipo de submarinismo recién comprado, en compañía de tu mejor amigo y de la chica de la que estás enamorado, se pueden convertir en un espantoso infierno.

Jordi y Fernando habían planeado el viaje en una tienda de la plaza Josep María Folch i Torres, llamada Can Barragán, mientras se compraban el equipo que siempre habían soñado; las botellas Nemrod (un par de ellas, de dos litros), un traje de neopreno, un regulador y un profundímetro Spiro, unas gafas y aletas Mares y un chaleco salvavidas Fenzy. ¿Por qué no ir a estrenar todo aquello a Menorca? ¿Y por qué no invitar a Cristina?

—¿A Cris? —había exclamado Jordi, poniéndose colorado. Qué más quisiera él que invitar a Cris.

—¿Por qué no? —insistió Fernando, cada vez más decidido.

Aquel curso todo había salido inmejorablemente; buenas notas en la Universidad, felicitaciones y generosidad de los padres que se materializaban en aquel equipo completo de submarinismo, y la obtención del título de Submarinista Deportivo de Segunda Clase (con lo cual ya podían bajar hasta los veinte metros).

¿Por qué no iban a seguir teniendo suerte?

—No, no. Con Cris, más vale que no —se resistió Jordi.

—¿Por qué no? ¿No te gusta?

—¡Claro que sí!

—¿Y no te apetece irte con ella de vacaciones?

—¡Claro!

—¿Entonces?

—Es que...

—¿Qué puede pasar? ¿Que diga que no?

—No podría soportar que me dijera que no.

—Ya verás cómo dirá que sí.

—No puede ser, es absurdo... Ella sola, con nosotros dos... Sus padres no la dejarán, ella no querrá, ¿crees que se va a fiar de nosotros...?

—No perdemos nada preguntándoselo, ¿no te parece?

Se lo preguntaron. Y Cris dijo:

—¿Menorca? ¡Fantástico! ¿De verdad? ¡Qué buena idea!

Fernando le tuvo que dar un par de porrazos en la espalda a Jordi para que reaccionara.

—¡Eh, despierta! ¡Que Cris ha dicho que sí!

Se fueron a Menorca el diez de julio, los tres, y alquilaron un Opel Corsa blanco en Ciutadella, y Jordi decidió de pronto hacer méritos delante de Cris. Decidió deslumbrarla. Ahí fue donde se fastidió todo. Porque Jordi estaba colado por Cris, se puede decir que andaba borracho de ojos color madera de pino y que no podía recorrer con la vista aquel cuerpo en bikini, delgado y flexible, sin que le entrara una especie de vahído. Para él, Cris era la mujer perfecta, una especie de presencia mágica que tenía el poder de cortarle la respiración, ponerle una nube delante de los ojos y hacerle titubear y meter la pata a cada sílaba. Jordi pensaba que tenía que hacer méritos si quería ponerse a la altura de ella. Muchos méritos. Y con aquel afán exhibicionista, Jordi (que normalmente era un tío simpaticote, tímido, ingenioso y discreto, y que había conseguido despertar el interés de Cris en el cursillo de submarinismo) se convirtió en un charlatán pesado e insoportable, empeñado en conducir la excursión por los sitios más aburridos del mundo.

Los tres primeros días, Fernando y Cris fueron arrastrados a la Naveta des Tudons, a las murallas de Son Catlar, al poblado de Torre Llafuda y a las piedras de Son Marcer de Baix. Vieron más monumentos megalíticos de los que creían que pudieran existir en todo el mundo y recibieron toda clase de información acerca de sepulcros, hipogeos, taulas, navetas, talaiots, cuevas, murallas y salas hipóstilas, construidas y habitadas miles de años antes de Cristo. Al principio, todo aquello les pareció bastante interesante, pero teniendo en cuenta que en la isla hay 1.603 monumentos prehistóricos conocidos, la visita cultural parecía que iba para largo, y pronto empezaron a notarse los primeros signos de protesta.

No es que Fernando o Cris le recriminaran a Jordi su entusiasmo cultural de buenas a primeras, ni expresamente. Sin darse cuenta, poco a poco, fueron haciendo rancho aparte. Mientras Jordi les invitaba a observar que había cuevas con ornamento exterior o bien con cámaras diferenciadas, los otros dos se reían y murmuraban, y Fernando le hacía cosquillas a Cris y Cris se escapaba de él, se reía... Y Jordi se volvía hacia ellos y les decía:

—¿Qué pasa? ¿Es que no os interesa esto?

Los otros recomponían el gesto como lo habrían hecho ante un profesor severo, y se apresuraban a decir:

—Oh, sí, claro. Mucho, muchísimo, claro...

Pero se les escapaba la risa, y Jordi sabía que les importaba un comino lo que les iba explicando, pero no podía detenerse, porque si no les explicaba todo aquello, ¿de qué iba a hablar? Y seguía, seguía, y se encontró de pronto sintiendo una progresiva e irreversible ansiedad. Y la ansiedad aún hacía que hablara más, y así se fue formando un círculo vicioso que se puso a rodar y rodar hasta convertirse en un verdadero infierno.

Hay que decir, además, que Jordi era delgado y larguirucho y llevaba gafas y todavía le quedaban restos de acné de adolescente y la tendencia a que los pelos se le pusieran de punta; y Fernando, en cambio, tenía abundante pelo en el pecho y le apuntaba una barba cerrada en la prominente mandíbula. Y un buen día, Jordi se miró en el espejo de un escaparate de Ciutadella y aceptó catastróficamente que su mejor amigo le había quitado (sin proponérselo, de esa manera elegante y fina con que ligan los hombres hechos y derechos) a su amada (incluso antes de que ella pudiera haberse dado cuenta de que lo era).

Finalmente, de pronto y sin más ni más, Fernando le soltó:

—Bueno, mira, a partir de mañana, se acabaron las piedras viejas, ¿sabes?

—Yo creí que os estaba gustando... —protestó Jordi.

—Un poquito no está mal. Pero las piedras pesan, ¿sabes? Son pesadísimas, las piedras.

Y Cris se reía.

A Jordi, en aquel momento, se le vino encima de golpe la complicidad que había entre los que él creía sus amigos. Imaginó que, si se moría, ninguno de aquellos dos le echaría de menos. Quizá incluso les hiciera un favor con eso.

—Está bien, está bien, no seguiré dando la paliza...

—Venga, venga, Jordi, no te enfades...

—No, si no me enfado...

—Habíamos venido aquí para hacer submarinismo, ¿no?

—Que sí, que sí, si no estoy enfadado...

Fue un enfrentamiento sin mala fe, pero la visita arqueológica se acabó ahí mismo de una vez por todas, Jordi no volvió a abrir la boca. «¿Qué queréis? ¿Nadar, nadar y nadar? ¡Pues hala, haced lo que queráis!» —pensaba, y lo decía, consciente de que estaba desbarrando y avergonzado por no poder evitarlo. Muy serio, con el aspecto de quien anda preocupado por negocios trascendentales, se lanzó a conocer los fondos marinos de Menorca como si aquello fuera para él un horrible sacrificio. Ceñudo y antipático, se quedaba mirando intensamente hacia el horizonte y sufría en silencio su calvario personal, deseando volver a Barcelona lo antes posible y perder de vista para siempre a Cris y a Fernando, las dos personas que más odiaba en el mundo. Y, cuando los otros se le acercaban o le tocaban, les rehuía claramente.

Fernando y Cris no sabían qué hacer. Al principio, intentaron hablar con él («¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal? ¿Estás enfadado por algo?»), y él respondía que no se encontraba bien, que le dolía la cabeza y quería estar solo. Es difícil comunicarse con alguien que se pone de cara a la pared y dedica todas sus fuerzas a culpabilizar a los que le rodean de manera que, poco a poco, tanto Fernando como Cris se fueron cansando de hacerle caso, decidieron que ya se le pasaría y siguieron haciéndose cosquillas, riendo e intercambiando medias palabras de significado incomprensible para Jordi.

Por eso, aquel día, al llegar a una cala encontrada por casualidad, Jordi saltó del coche, cogió de golpe las aletas, las gafas y el tubo, y echó a correr hacia el agua. Había venido conduciendo en bañador, así que no tuvo que perder tiempo quitándose ropa. Se zambulló, nadó un rato y se perdió entre las negras rocas de los rompientes.

5

El sol entraba violentamente por la ventana. Fuera había uno de esos cielos azulísimos y lavados por la tramontana que son tan característicos de Menorca.

Aún en la cama, tras encender el primer cigarrillo, Brabham oyó los murmullos, silbidos y gorgoteos del agua en las cañerías mientras Selena manipulaba los grifos para ducharse. Hizo lo posible por ahogar con la almohada la violenta tos matutina que le provocaba el tabaco. Por alguna razón, se escondía de aquella mujer como tantos y tantos años lo hiciera de su autoritaria madre.

Después, la oyó bajar a la cocina y trajinar con platos y cacharros. Era inútil esperar que aquella bruja le preparara el desayuno. Siguió expectante, airado y tenso, fumando un cigarrillo tras otro hasta que se le pasaron las ganas de toser, atento a las pisadas que ahora indicaban que ella subía las escaleras hacia la terraza. Se pasó allí toda la mañana, mirando con los prismáticos, mientras Brabham se levantaba, se vestía, bajaba a desayunar y contemplaba, pensativo y aprensivo, el brocal del pozo que se veía desde la cocina.

El brocal del pozo vomitando demonios, el pozo canalizando un viento destructor, que saldría como un rayo invisible, como un géiser sobrenatural, una explosión interna que acabaría destrozando el suelo. Una grieta reptaba como una serpiente rapidísima hacia la casa, hacia la cocina donde Brabham tomaba su café con leche.

Le temblaba la mano. Tenía miedo, mucho miedo. Y los recuerdos le aumentaban el miedo hasta hacerlo asfixiante, hasta convertirlo en enfermedad.

Debió de ser entonces cuando Selena vio el coche blanco que llegaba a la playa.

Brabham condujo la silla hasta la escalera, subió en el ascensor chirriante y se dirigió al dormitorio.

Dentro, sorprendió a la mujer. Había sacado la maleta del armario y había abierto la puerta disimulada al fondo. Ahora estaba limpiando y cargando la pistola Astra, con sus manos de campesina y experto gesto de mercenario.

Brabham se quedó boquiabierto. No, no la había sorprendido. Ella había oído perfectamente el ruido del ascensor y de la silla de ruedas mientras él subía. Le había oído y se había quedado esperando, con la pistola en la mano, para clavarle aquella mirada agresiva y odiosa.

«Ahora me hará daño», pensó Brabham. «Ahora me matará». Siempre lo pensaba cuando Selena le miraba. Aquella mirada era dura y feroz como si precediera inmediatamente a un escupitajo, a una andanada de insultos, de maldiciones, de blasfemias. Le había clavado aquella mirada el día que se conocieron en el salón de la casa de Richmond y, antes de que empezaran a hablar, Brabham ya sabía que aquella mujer haría con él lo que ella quisiera. No era del todo cierto que Brabham hubiera escogido a Selena por ser la única exorcista que había querido acompañarlo a Son Astella. Había sido Selena quien había escogido a Brabham y no tenía la menor intención de soltarlo.

«Ahora me matará», pensó Brabham lleno de miedo.

—Voy a buscar a los que nos ayudarán—dijo la mujer—. Los he visto desde la terraza. Están relativamente cerca, y tienen equipos de submarinismo. Puede ser que necesite esto —se refería a la pistóla—. Tenemos que pensar qué les vamos a decir para convencerlos... No podemos decirles que tienen que meterse en la Guarida de los Demonios...

«Devil’s Den», dijo exactamente.

6

Tanto Fernando como Cris asistieron, impotentes y desconcertados, a la huida de Jordi. Lo vieron correr despavorido hacia el agua y desaparecer en ella, como el suicida que no piensa salir ya nunca más. Durante un instante, los dos sintieron el alma en vilo. «¿Y si...?» Pero no; Jordi no era del tipo de personas que se suicidan. Claro que, teniendo en cuenta su comportamiento de los últimos días...

Se miraron. Se encogieron de hombros y bajaron del coche, uno por cada puerta.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Cris.

Fernando se estaba quitando los pantalones, quedándose en bañador. Abrió la puerta trasera del Opel Corsa, sacó la bolsa azul y, de ella, el traje de neopreno, las gafas, las aletas...

—Dile que estás enamoradísima, y que quieres acostarte con él.

—Animal —replicó ella, sin reír, manos en la cintura, mirando al mar. La cabeza de Jordi sobresalía entre las rocas oscuras.

—Eso es lo que él quisiera oír...

Cris hizo un gesto de impaciencia.

—Ya, pero es que yo no... Yo no... Qué quieres que te diga, yo no...

—Que no estás preparada, vaya —concluyó él, en broma.

—No seas bestia —ella se lo tomó en serio y se picó un poco—. Jordi me cae bien, no está mal, es simpático... Pero hijo, cuando se pone tan neuras... Ya me dirás a quién le apetece enrollarse con un neura semejante, cuando está de vacaciones... Y además, que no... Que ahora, si le hiciera caso, me parecería que lo hago por caridad, ¿entiendes? Es como si me hiciera un chantaje. No sabría si hacía el amor con él porque me apetecía o porque me ponía entre la espada y la pared...

«¿Hacer el amor...? ¿Quiere eso decir que Cris ha hecho ya el amor antes... o que está dispuesta a hacerlo si alguien se lo propone...?»

Fernando la miraba de reojo mientras ella se quitaba el pantalón y se quedaba nada más que con el bikini (la blusa se la había quitado ya por el camino, diciendo «Uf, qué calor», desprendiendo por un momento un halo de cálida atracción). Fernando pensaba que aquella chica le gustaba, y que de un momento a otro pasaría mucho de Jordi y atacaría. Cris seguía hablando, atareada también con su equipo, y él tenía ganas de decirle: «¿Y por qué no te enrollas conmigo? ¿Sabes por qué? También por el mismo chantaje. Porque si tú y yo nos enrolláramos ahora, para el pobre Jordi sería un palo que nos amargaría la vida ya para los restos...» Decidió decírselo. Miró hacia el mar para asegurarse de que Jordi estaba lo bastante lejos para no oírle.

—¿Le ves todavía? —preguntó Cris, acercándose a él como para mirar desde el mismo punto de vista.

Fernando tenía un nudo en la garganta. «Díselo ahora».

—No —dijo—. No te preocupes. Sabe nadar muy bien.

Cris le miró. Tenía el sol de cara, y eso le obligaba a torcer el gesto en una mueca que, aunque parezca mentira, resultaba superatractiva. Lo mismo que su cuerpo ceñido por el traje de goma.

—Es normal, ¿verdad? —preguntó.

—El qué.

—Digo que es normal, ¿no? Jordi... Es normal que alguien, a su edad... A nuestra edad... Tenga problemas de comunicación, ¿verdad?

Observaba los ojos de Fernando, dando a entender más de lo que decía. Fernando leyó en ellos un mensaje que le era muy favorable y pensó «Ahora o nunca», y justo entonces llegó un coche y le interrumpió el gesto de posar su mano en la cintura de la chica.

Los dos oyeron perfectamente el crujir de la grava bajo las ruedas, en lo alto del terraplén que quedaba a la derecha. Después, el portazo. Al mirar hacia arriba, el sol los deslumbró y no pudieron ver más que la silueta de una mujer bajita y despeinada. La oyeron gritar, en un tono agudo y en un idioma que al principio no supieron identificar.

—¿Qué? ¿Qué dice?

—No lo sé...

—¿En qué idioma habla?

—Creo que es inglés...

—¿Qué le pasa?

—No lo sé... ¿Tú hablas inglés?

—Un poco —dijo Fernando, y gritó—: Do you speak spanish? We don’t understand!

La mujer volvió a gritar allá arriba. ¿Por qué no bajaba y aparcaba su coche junto al Opel?

—No sé qué dice de su hijo... —tradujo Cris.

—¡Espere un momento, ya subimos!

Fernando empezó a quitarse el traje de goma.

—¡No, no, no! —gritó la mujer, arriba. Y seguía hablando y diciendo que no, que no se quitaran los trajes de buceo. Pero los muchachos no la entendían.

—¿Qué dice?

—Creo que no quiere que nos movamos de aquí...

Por fin, la mujer hizo un gesto de contrariedad. Abrió la puerta del coche, sacó algo del interior y volvió a cerrar. Muy decidida, entonces, bajó el terraplén hacia ellos. De esa forma, dejó de estar a contraluz, y pudieron verle los ojos.

A primera vista, aquellos ojos monopolizaron la atracción de los chicos. Fernando pensó que era una solterona que había sido regordita y de pronto un día le pasó algo horrible que le hizo adelgazar de golpe y volverse loca. Ahora era una pobre mujer desgreñada, con una bata azul y descolorida. Cris se colgó del brazo de Fernando, en un arrebato de pánico.