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La última entrega de las hilarantes aventuras de la detective juvenil Teresa Pi, más conocida como Tres Catorce. En esta ocasión se dan cita el mundo de la moda con los bajos fondos en una trama que llevará a Tres Catorce a cruzarse con trenes descarrilados, asesinatos, millones robados y citas a ciegas.-
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Andreu Martín
Catorce y Tres Catorce es un caso–
Saga
El tercero de tres
Copyright © 2001, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726962178
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Escribí este libro mucho tiempo después de haber vivido las aventuras que en él relato. Eso me ha permitido hablar con las diferentes personas que se vieron implicadas (Silvia Foscor, Felisa Olván, el capitán Barreno, los guardias civiles Fernández y Salvador, Rodri Zamorano, el Titi, Miguel Delgado, etcétera) y ellas me describieron muchas situaciones en las que yo no había estado presente. Está claro, pues, que contaré cosas que no he visto e incluso me atreveré a atribuir a las personas sentimientos y reacciones de los que no puedo estar segura en absoluto, pero esta es una práctica habitual entre los historiadores de todas las épocas, y nadie les ha dicho nunca nada. Y, además, el libro es mío, lo escribo como me da la gana, y a quien no le guste, que se aguante.
Os quiero.
¡Ah! Olvidaba presentarme. Me llaman Catorce. Tres Catorce.
TERESA PI
El misterio de Silvia Foscor
El tren de cercanías Girona-Figueres descarriló el 2 de marzo.
Me enteré de ello en el cruce de la carretera de Pruneres con la carretera nacional, donde la Guardia Civil había organizado un atasco absurdo. Tenían paralizada la circulación para dar preferencia a los camiones de bomberos y ambulancias que acudían al lugar del siniestro, pero estos no acababan de llegar y los conductores inmovilizados protestaban haciendo sonar las bocinas y gesticulando ostentosamente para manifestar su contrariedad.
Yo iba en bicicleta. Pude colarme entre los coches hasta llegar a colocarme la primera de la fila. Allí, un guardia civil aturdido me dio el alto.
—¡No se puede pasar! —dijo—. ¡Prioridad absoluta para los vehículos de servicios!
Miré a un lado y a otro de la carretera desierta.
—¿Qué vehículos de servicios? ¡No viene ninguno!
—¡Están a punto de llegar! —contestó él, sudando abochornado. Me pareció que, más que una afirmación, era una súplica.
Como quien no oye bien lo que le dicen, hice una mueca y pedaleé hasta él, en el centro de la carretera.
—¿Cómo dice?
Entonces me dio la noticia:
—Ha descarrilado el tren de Figueres a Girona, y tememos que haya sido un incidente provocado.
Yo tenía prisa.
—Ahora que estoy a mitad de camino, ya da igual que termine de cruzar, ¿no?
—De ninguna manera. Si te lo permito a ti, protestarán todos los que esperan —ya estaban protestando—. Atrás, por favor.
—Lo siento —se creyó que me disculpaba de verdad—. Solo quería que supiera que admiro su abnegación.
—¿Mi qué?
No sabía lo que quería decir abnegación y estaba a punto de ofenderse. De manera que moví las piernas con fuerza y acabé de atravesar la carretera hasta el otro lado. Se enfadó.
—¡Ven acá!
Tal como había vaticinado el esforzado funcionario, también se enfadaron los conductores de los coches detenidos que preguntaban a gritos por qué yo podía pasar y ellos no. Estuvo a punto de producirse un motín. Un par de guardias civiles trataron de echarme el guante, pero supe esquivarlos y continué mi carrera para cumplir mi misión.
En el aeropuerto de Pruneres pude hablar con Manolo Due, el maravilloso pichichi del Barça; había visto cómo secuestraban a su novia y me habían hinchado un ojo.
Pero esta es otra historia, que cuento en el libro titulado Tres Pi erre que erre.
Ahora tengo que hablaros de Silvia Foscor.
Al día siguiente, 3 de marzo, empujé la puerta del despacho de Rodri Zamorano y sorprendí a mi socio con la boca abierta de tal forma, que me pareció que estaba hablando solo.
Arqueó las cejas y me miró, muy quieto, el alma en vilo. Pensé: «¿Qué le pasa?», y le hice un breve resumen de mis últimas investigaciones:
—¡Rodri, perdona que te moleste, pero es que ha habido un asesinato! ¡Un pintor que se llama Jacinto DelaSelva ha matado a un hombre que se llama Galiá y, probablemente, esta noche pasada ha hecho desaparecer el cuerpo y el coche! ¡Es algo relacionado con falsificaciones, que está investigando la Guardia Civil del pueblo...!
—¡Tres, por favor! —consiguió pronunciar entonces mientras desviaba la mirada hacia algún punto situado detrás de la puerta—. Estoy con una clienta...
¿Una clienta?
Estaba sentado al otro lado del escritorio. Más hacia la puerta, estaban los dos asientos de diseño, bastante poco confortables, que acostumbraban a ocupar los visitantes. Y, aún más acá, oculto por la puerta que acababa de abrir y adosado a la pared, había un tresillo de cuero de color amarillo.
Eché una ojeada detrás de la puerta y constaté que Rodri Zamorano no había estado hablando solo.
En el sillón de la derecha distinguí dos piernas largas, de anuncio de medias, que salían de una falda corta y terminaban en zapatos de tacón alto y fino. El escote en punta de la chaqueta de color crema, que hacía juego con la falda, acababa lo bastante abajo como para demostrar que no usaba sujetador y que, por tanto, los pechos llenos, altivos y juveniles eran del todo naturales. (Más adelante, veréis que esta descripción era absolutamente necesaria).
La mano izquierda reposaba, indolente, sobre un bolso de cuero de color gris azulado. El codo derecho estaba sobre el brazo del sillón, en un estudiadísimo y fotogénico ángulo recto, y con la mano larga de uñas rojas sujetaba un cigarrillo de tal manera que te provocaba intensos deseos de adquirir el vicio de la nicotina.
Estuve a punto de proferir un efusivo saludo, agradablemente sorprendida, porque estaba segura de que conocía a aquella persona, aunque no recordaba de qué. Incluso llegué a sonreír.
Era un rostro perfecto que sabía que era perfecto, que estaba acostumbrado a ser admirado, que sonreía halagado y con benevolencia, por la admiración que desvelaba a su alrededor. Ojos grandes, de la forma y del color de la almendra tostada, que consideraron divertidos mi ojo amoratado. Nariz pequeña, apenas insinuada. Labios gruesos, carnosos, sensuales. Sopló con indolencia una bocanada y dijo, con voz gruesa, grave, que le salía del fondo del pecho:
—No importa, no importa. —No omporto, no omporto— Continúa. Es más interesante eso que lo que yo estaba diciendo.
La había desconcertado mi irrupción, claro está, pero, al contrario que Rodri, era capaz de mostrar sorpresa sin poner cara de idiota.
¿De qué la conocía?
—No continúes —se opuso mi socio—. Si estás segura de lo que dices, no quiero saber nada. No soy detective de película, ¿sabes? Yo no investigo asesinatos: eso le corresponde a la policía. Vete al cuartelillo y se lo cuentas, ¿de acuerdo? Y ahora déjanos, por favor. Y acostúmbrate a llamar antes de abrir la puerta.
Pensé que, aunque no lo hubiera pillado hablando solo, Rodri tenía o pronto tendría serios problemas. Tanto embeleso ante aquella mujer me sugirió la clase de conflictos que estaban minando su matrimonio. ¡Pobre Cristina! (su mujer se llamaba Cristina).
Me mordí los labios, me tragué todo lo que estaba deseando decir, di un paso atrás y cerré la puerta. Se me olvidó pedir perdón.
La recepción-sala de espera estaba llena de cajas de cartón y de operarios que conectaban la centralita y el ordenador de Irene, y de mujeres de la limpieza que iban y venían de un lado para otro, procurando reparar los desperfectos que el día anterior habían provocado dos gorilas enloquecidos. (Ya estamos acostumbrados a este tipo de incidentes en las agencias de detectives).
Irene, al verme contrariada, me dedicó una de sus miradas mezquinas y rencorosas. Nunca habíamos simpatizado, ella y yo. No soportaba que una persona de mi edad pudiera darle órdenes. El Titi, con el chichón en la frente, la nariz hinchada y el esparadrapo en la mejilla, también se mostraba frío y distante aquella mañana. Apartó la mirada, confuso. Y yo aparté la mirada, confusa.
(Más tarde me enteraría de que aquel par me estaban ocultando algo).
Era un día fatal.
Me encerré en mi despacho haciendo esfuerzos por olvidar el asesinato del señor Faustino Galiá. Abrí los libros, como si me dispusiera a estudiar, y me telefoneó aquel pretendiente anónimo que se hacía llamar Enamoradamente Enamorado. En aquella ocasión, por primera vez, después de leerme un poema de Gabriel Ferrater que se titula «Ídolos», me preguntó si podíamos vernos.
—Después de tanto tiempo de ocultarme, tengo ganas de recitarte los versos al oído...
Y yo, yo que salía con un chico que se llamaba Toni y que me llamaba Pajarito y que me tocaba el trasero en público para hacerme rabiar, yo le dije que de acuerdo, que aquella noche no, porque tenía que ir al fútbol, pero que al día siguiente con mucho gusto me encontraría con él en la pizzería de Las Codornices, de Alta Villa. A eso se le llama flirtear, ya lo sé, y era un acto asqueroso de infidelidad flagrante contra mi novio, ya lo sé, bastante me arrepentí luego. No sé por qué lo hice. La edad, supongo. La curiosidad. Me halagaba tener un pretendiente secreto. En aquellos momentos, me sentía la reina del mambo, admirada y solicitada por todos los muchachos del contorno. El día antes, el Titi no había podido reprimirse y me había besado apasionadamente. Incluso Manolo Due, el multimillonario y guapísimo pichichi del Barça, me hacía caso. Solo me faltaba un admirador cursi que me leyera poesía por teléfono deformando la voz con un aparato electrónico. Estas cosas te suben la moral y los humos y te impulsan a cometer tonterías.
Acababa de decirle al Enamoradamente Enamorado que nos encontraríamos al día siguiente, a las seis de la tarde, en la pizzería de Alta Villa, cuando alguien abrió la puerta de mi despacho y se coló en él sin llamar.
Era la clienta despampanante que había visto con Rodri Zamorano. Aquella especie de actriz de cine de voz grave, sensual y aterciopelada.
¿Quizá la conocía de eso? ¿Del cine? ¿Sería una actriz?
―¿Puedo hablar contigo un momento?
Después supe que había preguntado por mí a Irene. «¿Una niña... una chica... con un ojo morado... que parece que trabaja aquí...?». Irene le había indicado dónde podía encontrarme, y añadió que no me molestaría, que yo debía de estar estudiando. «Viene por las mañanas a hacer los deberes en el despacho de su padre».
—Me llamo Silvia Foscor —se presentó, ofreciéndome la mano—. ¿Te importa que me siente un momento?
No, no. No me importaba. ¿Qué quería?
—He venido para contratar los servicios de Rodri Zamorano por una cuestión que no viene al caso, pero... Me ha llamado la atención lo que has dicho antes... Eso de un muerto relacionado con Jacinto DelaSelva.
—Ah, sí —respondí sin manifestar interés, queriendo significar que aquel caso ya era agua pasada.
—¿Es... algo que estás investigando? —le resultaba increíble. Miraba a su alrededor la estancia, que, a pesar de encontrarse destrozada por la visita destructora de los dos gorilas, resultaba lujosa y confortable, un buen puñado de billetes a final de mes, si es que era de alquiler. ¿Pagaba yo esos billetes? ¿Dónde estaba mi padre?
—Sí.
—¿Pero tú tienes licencia de... detective?
—Detectiva —la corregí—. Puedes decir detectiva, en femenino —y respondí—: No, claro que no tengo licencia. Este despacho era de mi padre, pero mi padre murió y lo he heredado. Ahora vengo aquí a estudiar...
—… Y, de vez en cuando, te ves envuelta en investigaciones de asesinatos y cosas por el estilo —dijo con cierta sorna que no llegaba a ser ofensiva. Comprendí que le resultara difícil aceptarme con seriedad.
—Cosas por el estilo —respondí modestamente.
Colocó su bolso de cuero gris sobre la mesa, sujetándolo con ambas manos, en un gesto que igual podía ser de ofrenda de todas las riquezas que pudiera contener como de toma de posesión, de compra. Se sentó ante mí con una especie de entusiasmo en los ojos.
Era una de esas mujeres que te hacen pensar que nunca llegarás a ser lo que te gustaría ser. En aquellos momentos aún creía que me estaba desarrollando y miraba atentamente a mi alrededor preguntándome en qué clase de mujer madura me iba a convertir. Bueno, pues tener que aceptar que nunca sería como una Silvia Foscor me producía una desconsoladora sensación de vacío, de hundimiento y de fracaso.
—Y... Respecto a ese asesinato que decías... ¿qué piensas hacer? —me preguntó, excitada y morbosa.
—No lo sé. Supongo que nada. Rodri no me hace caso, el capitán de la Guardia Civil está ocupado con lo del descarrilamiento... Y yo tampoco tengo pruebas...
—¡Pues vamos a buscarlas! —de pronto, era la protagonista de una película de aventuras. Valiente, animosa, jovial—. ¡Vamos, tengo coche! ¡Yo te acompaño! ¿Dónde crees que podríamos encontrar las pruebas de este crimen? ¿Es que no te gustaría encontrarlas?
—¡Claro que me gustaría!
—Pues, ¿a qué esperas?
No me lo repitió dos veces. En un momento (y tal como queda detallado en el libro Me llaman TresCatorce), localicé el lugar donde pensaba que podría encontrar pruebas contra el asesino al que pretendía acorralar y, en el instante siguiente, salíamos disparadas de la agencia, Silvia Foscor y yo, la mujer impresionante tan bien vestida y la mocosa del ojo a la funerala, con pantalones y cazadora vaqueros.
Tenía el Volvo, reluciente y espléndido, mal aparcado delante de la agencia. El interior olía a cuero nuevo. La mar de emocionada y hueca, orgullosa de guiar los movimientos de una mujer tan estupenda, le indiqué a Silvia Foscor qué camino debía tomar.
—Hacia el acceso norte de la autopista. Debemos calcular unos quince kilómetros. Y buscar una casa de campo. La masía de los DelaSelva.
No me preguntó cómo había conseguido que me hincharan el ojo. Supongo que lo consideraba normal en una detectiva privada de mi edad.
Una vez enfilada la autopista, me decidí a pegar la hebra:
—¿Puedo preguntarte para qué querías contratar los servicios de la agencia? Puedes decírmelo con toda confianza. Soy socia de Rodri Zamorano. Me llamo Pi, ¿sabes? Teresa Pi, pero me llaman Tres Catorce...
—¿Tres Catorce?
—Soy la Pi de «Pi y Zamorano». Yo figuro incluso antes que Rodri.
—¿Lo dices de verdad? —se rió.
Le hizo mucha gracia que, en lugar de Pi, me llamaran Tres Catorce. Mientras yo le resumía la situación, no paraba de reírse y de repetir «Tres Catorce». Comentó:
—Supongo que así deben de llamarte tus colegas del cole, ¿no?
Mi padre, Tomás Pi, extraordinario detective privado, fundó la agencia de detectives con Rodri Zamorano. Por eso la agencia se llamaba Pi y Zamorano (un nombre espantoso que las malas lenguas habían convertido en Pisamoreno). Empezaron trabajando sobre todo para las empresas del polígono industrial de Tos. Informes comerciales, comprobación de fidelidades de altos cargos, espionaje industrial. Después, la fama llegó hasta poblaciones grandes como Girona y Figueres, y algunos clientes nos llegaban desde allí. Girona y Figueres no son lo bastante grandes como para guardar según qué secretos de los que se ventilan en las oficinas de los huelebraguetas, y por eso los cónyuges engañados, o los compradores estafados, o los empresarios espiados de esas ciudades prefieren recurrir a investigadores de afuera. Normalmente, contratan a los de Barcelona, donde el anonimato está garantizado y donde parece que todos los servicios tienen que ser de más calidad. Pero, últimamente, con la fama adquirida por nuestra empresa, habíamos captado unos cuantos de estos clientes: el pueblo de Tos estaba mucho más cerca que Barcelona y, a la vez, era lo bastante ignoto como para transmitir tanta sensación de seguridad y discreción como la gran metrópoli.
Todo había ido bien hasta que un camión destrozó el coche de mis padres cuando mis padres viajaban en él. Permitidme que pase página rápidamente. No me gusta llorar ni dar pena, y cada vez que pienso en ello se me llenan los ojos de lágrimas. Supongo que lo entenderéis.
Desde aquel día, yo era la heredera de la mitad de la agencia de detectives Pi y Zamorano. Como la abuela Tecla, con quien vivía, estaba convencida de que Rodri Zamorano quería privarme de lo que era mío quedándose con la totalidad de la empresa, cada día acudía a las oficinas y me encerraba en el despacho de mi padre para hacer los deberes, estudiar o telefonear a los amigos. Se trataba de imponer mi presencia para no favorecer las tentaciones de desfalco supuestas por la abuela paranoica.
—O sea, que me lo puedes contar. ¿Qué querías de Rodri?
—Nada. Estoy buscando a una amiga, una vecina del pueblo que se llama Felisa Olván. ¿Te suena?
Negué con la cabeza. Ella guardó silencio, como si la conducción absorbiera toda su atención. Era una forma de darme a entender que no era asunto mío. Me conformé. Ya estoy acostumbrada.
—¿Y cómo es que puedes acompañarme en todo esto? — pregunté, abordando otro tema que nos evitara silencios embarazosos—. ¿No trabajas?
—Trabajo de vez en cuando. Soy modelo.
—¿Top model? ¿Lo que se dice top model? ¿Como Naomi Campbell o Cindy Crawford o Judit Mascó?
—Sí. Bueno... Hago pasarela, y publicidad...
—¿Haces anuncios? —entonces recordé dónde la había visto. En la tele. La chica del bikini, acabada de salir del mar, con arena pegada a la piel morena, que anunciaba que tenía sed con voz grave y sensual—: ¡Claro! ¡Eres la chica del «¡Tongo sod!» —tal como lo decía en el anuncio, sonaba como «¡Tongo sod!» —. ¡ «Tongo sod», claaaaro! ¿Y te interesan mucho los asesinos y los asesinatos...?
—A todos nos interesan, ¿no? ¡Todas las películas y novelas que merecen un poco la pena tienen un asesino y un asesinato! —hizo una pequeña pausa. Tuve la sensación de que no le gustaba que la hubiera reconocido y que quería desviar mi atención—. ¿Y dices que el asesino, en este caso, es el pintor Jacinto DelaSelva?
—¿Lo conoces?
Cómo se había fijado. En su presencia, yo solo había mencionado el nombre del pintor una vez, de repente y por sorpresa.
—De nombre. Es posible que lo haya visto alguna vez... ¿A quién habría matado?
—A un tal Galiá. Me parece que los dos están enredados en un asunto de falsificaciones...
Me interrumpí. Opté por callar prudentemente, por si acaso Silvia Foscor era amiga o conocida de Jacinto DelaSelva. Había hablado de más. Aún he de comer muchas sopas para ser una detectiva de la categoría de mi padre.
—Espera —dije—. ¿No tendríamos que ir por aquí? Acércate a esa casa y preguntaremos...
Así llegamos a una casa de campo, antigua y recientemente reformada, donde se mezclaban los detalles caros de mal gusto con la pobreza más extrema.
Silvia Foscor reclamó la atención de una viejecita que estaba delante de una chabola desvencijada donde acaso vivían los renteros. Nos confirmó que habíamos llegado a la masía de Jacinto DelaSelva. Entonces, salió de la chabola un individuo que me hizo pensar en el jorobado de Notre Dame, míster Hyde y King Kong. Si Silvia Foscor era la Bella, aquel hombre sin duda era el Bestia.
Llevaba barba de días, los cabellos alborotados y tenía un ojo más cerrado que otro, de manera que su mirada se podría representar con un signo más y un signo menos (+ –). Las manos eran enormes. En otra ocasión las he comparado a guantes de béisbol y me parece un símil muy atinado.
—¿Qué quieren? —preguntó, insolente, mal educado, provocativo.
Silvia Foscor tuvo una especie de ataque de pánico. La onda expansiva de su sobresalto fue tan poderosa que me empujó contra la puerta del Volvo.
—¡Nada, nada! —gritó.
Y, mientras yo pensaba que no había para tanto, pegó una brusca y estrepitosa media vuelta con el coche y arrancó con chirrido de neumáticos, proyectando hacia atrás polvareda y gravilla.
Huimos como si realmente nos persiguiera un King Kong que acabase de ingerir la poción del doctor Jeckyll.
—¿Pero qué haces? —exclamé.
—¿Qué pensabas hacer? —respondió ella con la voz deformada por el miedo y la excitación—. ¿Decirle a aquel orangután que queríamos comprobar si su amo era un asesino?
Estaba improvisando. No decía lo que pensaba ni lo que sentía.
—¿Qué te pasa? ¿Te ha asustado aquel hombre?
—¡Pues sí, Tres, sí, señora, mira por dónde, me ha asustado! ¿Te extraña? ¡Nunca había visto un hombre tan feo! ¡Me ha parecido peligrosísimo! ¿Qué le hubieras preguntado?
No respondí. Solo me quedé mirándola con insistencia, con la intención de leerle los pensamientos y hacer que se sintiera incómoda. ¿Qué me ocultaba? ¿Por qué mentía?
En el trayecto de regreso al pueblo, estuvo hablando precipitadamente, muy nerviosa, llenando el silencio con su voz para no darme la oportunidad de hacer preguntas ni de criticar su comportamiento.
—Bueno, ahora ya sabes dónde está la masía de los DelaSelva, ¿verdad? Y eso era lo que querías saber, ¿no? ¡Pues ya está, misión cumplida! Ahora ya sabes lo que tienes que hacer. Pero yo te aconsejo que vayas a ver al capitán de la Guardia Civil y denuncies lo que sabes... Claro que seguramente no te harán caso, con todo eso del descarrilamiento del tren, pero tienes que intentarlo...
Detuvo el Volvo ante el edificio de la agencia.
—Muy bien, Tres. Siento haberte decepcionado...
Había despertado mi curiosidad. Yo tenía mucho que hacer en aquellos momentos, demasiado para poder dedicarle mi atención, pero me prometí que, tarde o temprano, descubriría qué era lo que me estaba ocultando. ¿Qué relación había entre Silvia Foscor y el caso DelaSelva?
—Adiós —le dije. Y, como una promesa, añadí—: Espero que volvamos a vernos.
El Volvo desapareció tan de prisa como si Godzilla se acercara por el otro extremo con la exclusiva intención de zampársela.
Ya sé que todo esto está muy bien plasmado en el libro Me llaman Tres Catorce, pero tendréis que perdonarme que me repita porque, si estoy escribiendo estas páginas, es precisamente para terminar de explicar lo que entonces no quedó claro.
El misterio de Silvia Foscor.
Silvia Foscor me salva la vida
El miedo de Silvia Foscor se me contagió.
Supongo que en estos escritos debo de ofrecer la imagen de la intrépida detectiva que nunca duda ni tiene miedo. La verdad es que llevo tantas procesiones por dentro que parezco la Semana Santa de Sevilla. Si me auscultan con un fonendo, se pueden oír las trompetas y los tambores. Como ya os habréis podido imaginar (o como ya sabréis seguro si habéis leído Me llaman Tres Catorce), el caso del asesinato de Faustino Galiá era excesivo para mis capacidades y, por si fuera poco, se complicaba con el secuestro de la novia de Manolo Due. Por ello, ante la despavorida reacción de Silvia Foscor, apelé otra vez a la sensatez y seguridad de los adultos, que son quienes se supone que saben hacer bien las cosas.
Regresé, pues, a la agencia para convencer a Rodri Zamorano de que, en el caso de Faustino Galiá, había mucha más tela de lo que nos imaginábamos.
Durante el viaje de vuelta con la top model, mientras ella hablaba y hablaba, había llegado a la conclusión de que estaba de alguna manera relacionada con Jacinto DelaSelva, Faustino Galiá y la falsificación de cuadros. Entonces, ¿para qué había ido a ver a Rodri? ¿Por casualidad? ¿Por aquel caso sin importancia del que no quería ni hablar? No: pensé que me había mentido. Se me ocurrió que el asesino había descubierto mis investigaciones y había enviado a una cómplice en una especie de contraataque subterráneo que debíamos neutralizar cuanto antes.
¿Quién era aquella mujer? ¿Qué información había obtenido de mi socio?
Estas eran preguntas que sólo podía contestar Rodri Zamorano.
De forma que, en cuanto el Volvo brillante se convirtió en un puntito rodeado de polvareda en el horizonte, subí a la agencia saltando los escalones de dos en dos.
Irene estaba leyendo La Vanguardia con un rotulador rojo en la mano. ¿A que estaba haciendo el crucigrama? (¡Imposible! Hay que ser un poco inteligente para resolver el crucigrama de La Vanguardia).
—¿Está ocupado Rodri? —le pregunté.
Me miró, miró la puerta del despacho y puso los ojos en blanco, lo que igual podía significar « ¡Solo Dios lo sabe!», o «¡Estoy hasta el gorro de ese hombre!», o «Es una pregunta demasiado difícil para mí», o alguna cosa por el estilo.
Entonces, me percaté de que estaba mirando las páginas de anuncios y rodeaba con círculos rojos las ofertas de trabajos referentes a «secretarias» o «administrativas».
Me alarmé.
—¿Estás buscando trabajo?
—No te preocupes, que no me voy —dijo con sonrisa empalagosa—. Solo me estoy preparando para cuando Rodri tenga que cerrar la empresa, que será pronto.
Comprendí que me lo decía para que se lo transmitiera a mi socio.
—¿Qué quieres decir?
—Que esto se acaba. Que Rodri ya no acepta casos. Esta mañana, han llamado dos clientes y los ha enviado al cuerno. Ayer, llegó bebido... Ha resuelto tan mal dos casos que llevaba que ha tenido que devolver el dinero que le habían dado por adelantado. El barco se hunde, nena, y estas redonditas rojas son mis salvavidas.
Alarma total. Es de todos conocido que las ratas son las primeras en darse cuenta de que el barco se está hundiendo. Es como la prueba del algodón de los naufragios. Desde aquello del Titanic,