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Tres niños desconocidos entre sí se ven unidos por unos actos de violencia extrema que parecen carecer de motivo. Huérfanos y solos, son acogidos como estudiantes en Evensong, un internado para niños emocionalmente traumatizados en un remoto bosque salvaje de Maine. ¿ES UN LUGAR SEGURO? La patóloga forense Maura Isles ya tiene una conexión con la escuela: Julian 'Rata' Perkins, el chico de dieciséis años que conoció durante un caso anterior, ahora vive allí. Pero Isles sospecha que los fundadores de Evensong pueden estar usando la escuela para sus propios intereses. Y su preocupación crece cuando se le pide a la detective Jane Rizzoli que investigue otro atentado contra la vida de uno de los huérfanos de la escuela. ¿O UN LUGAR DE PELIGRO? Jane y Maura pronto descubrirán que incluso una escuela protegida por puertas cerradas y kilómetros de bosque no puede ahuyentar la amenaza creciente. Y, cuando tres muñecas de ramitas salpicadas de sangre son encontradas colgando de un árbol, empiezan a preguntarse si la amenaza realmente proviene de fuera de la escuela… o de dentro.
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Veröffentlichungsjahr: 2023
El último en morir
Tess Gerritsen
El último en morir
Título original: Last to Die
© 2012 Tess Gerritsen. Reservados todos los derechos.
© 2023 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción: Constanza Fantin Bellocq,
© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1267-9
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Rizzoli & Isles
El cirujano (Rizzoli & Isles #1)
El aprendiz (Rizzoli & Isles #2)
El pecador (Rizzoli & Isles #3)
Hermanas de sangre (Rizzoli & Isles #4)
Desaparecidas (Rizzoli & Isles #5)
El club mefisto (Rizzoli & Isles #6)
Reliquia macabra (Rizzoli & Isles #7)
Frío glacial (Rizzoli & Isles #8)
La chica silenciosa (Rizzoli & Isles #9)
El último en morir (Rizzoli & Isles #10)
Dedicatoria
En memoria de mi madre,
Ruby Jui Chiung Tom.
—
Lo llamábamos Ícaro.
No era su verdadero nombre, por supuesto. Mi infancia en la granja me enseñó que nunca se debe poner nombre a un animal destinado al matadero. En lugar de eso, te referías a él como Cerdo Número Uno o Cerdo Número Dos, y siempre evitabas mirarlo a los ojos, para protegerte de cualquier atisbo de autoconciencia, personalidad o afecto. Cuando un animal confía en ti, te cuesta mucho más decidirte a degollarlo.
No teníamos ese problema con Ícaro, que ni confiaba en nosotros ni tenía idea de quiénes éramos. Pero sabíamos mucho sobre él. Sabíamos que vivía detrás de altos muros en una casona de campo en lo alto de una colina a las afueras de Roma. Que él y su mujer, Lucia, tenían dos hijos de ocho y diez años. Que, a pesar de su inmensa riqueza, tenía gustos sencillos y un restaurante local favorito, La Nonna, en el que cenaba casi todos los jueves.
Y que era un monstruo. Razón por la cual estábamos en Italia aquel verano.
La caza de monstruos no es para los débiles de corazón. Tampoco es para quienes se sienten obligados por doctrinas tan triviales como la ley o las fronteras nacionales. Al fin y al cabo, los monstruos no se rigen por reglas, por lo que nosotros tampoco podemos hacerlo. No si esperamos derrotarlos.
Pero, cuando abandonas las normas civilizadas de conducta, corres el riesgo de convertirte tú mismo en un monstruo. Y eso es lo que ocurrió aquel verano en Roma. No lo reconocí en ese momento; ninguno de nosotros lo hizo.
Hasta que fue demasiado tarde.
UNO
La noche en la que Claire Ward, de trece años, debería haber muerto, estaba de pie en el alféizar de la ventana de su habitación del tercer piso de Ithaca, intentando decidir si saltar o no. Siete metros más abajo había unos descuidados arbustos de forsitia, cuya floración primaveral hacía tiempo que había pasado. Amortiguarían su caída, pero lo más probable era que se rompiera algún hueso. Miró hacia el arce y observó la robusta rama que se arqueaba a pocos metros de ella. Nunca había intentado hacer ese salto, porque nunca se había visto obligada a hacerlo. Hasta esta noche había conseguido escabullirse por la puerta principal sin que nadie se diera cuenta. Pero esas noches de escapadas fáciles se habían terminado, porque Bob el Aburrido la había descubierto.
—A partir de ahora, jovencita, ¡te quedarás en casa! Nada de merodear por la ciudad después del anochecer como un gato callejero.
«Si me rompo el cuello en este salto —pensó—, será culpa de Bob».
Sí, esa rama de arce estaba a su alcance. Tenía lugares a donde ir, gente a la que ver, y no podía quedarse ahí para siempre, sopesando sus posibilidades.
Se agazapó, preparándose para el salto, pero se quedó inmóvil cuando los faros de un coche que se acercaba doblaron la esquina. El todoterreno se deslizó como un tiburón negro bajo su ventana y continuó subiendo despacio por la calle silenciosa, como si buscara una casa en particular. «La nuestra no», pensó Claire; nadie interesante aparecía nunca en la residencia de sus padres adoptivos, Bob el Aburrido y la igualmente aburrida Barbara Buckley. Hasta sus nombres eran aburridos, por no hablar de sus conversaciones durante la cena.
—¿Qué tal el día, querida?
—¿Y el tuyo?
—Hace buen tiempo, ¿verdad?
—¿Me pasas las patatas?
En su mundo de trajes de tweed y libros, Claire era la extraterrestre, la niña salvaje a la que nunca entenderían aunque lo intentaran. Realmente lo intentaban. Debería vivir con artistas, actores o músicos, gente que se quedaba despierta toda la noche y sabía cómo divertirse. Su tipo de gente.
El todoterreno negro había desaparecido. Era ahora o nunca.
Tomó aire y saltó. Sintió el aire nocturno en su larga cabellera mientras se elevaba en la oscuridad. Aterrizó, grácil como un gato, y la rama se estremeció bajo su peso. Pan comido. Bajó a una rama más baja y, cuando estaba a punto de saltar, el coche negro volvió a aparecer. De nuevo pasó por delante de la casa, con el motor ronroneando. Lo observó hasta que desapareció al doblar la esquina; entonces se dejó caer sobre la hierba húmeda.
Miró hacia la casa esperando que Bob saliera por la puerta principal gritándole: «¡Vuelve dentro, jovencita!».Pero el porche seguía a oscuras.
Ahora podía empezar la noche.
Se subió la cremallera de la sudadera y se dirigió a la zona céntrica, donde estaba la acción, si es que podía llamarse así. A esas horas, la calle estaba tranquila y la mayoría de las ventanas, oscuras. Era un barrio de casas perfectas con adornos que parecían de juguete, una calle poblada por profesores universitarios y madres a dieta vegana y sin gluten que pertenecían a grupos de lectura. «Veinticinco kilómetros cuadrados rodeados de realidad»era como Bob describía cariñosamente la localidad, pero él y Barbara pertenecían a ese lugar.
Claire no sabía a dónde pertenecía.
Cruzó la calle a grandes zancadas, esparciendo hojas muertas con sus botas desgastadas. Una manzana más adelante, un trío de adolescentes —dos chicos y una chica— fumaban cigarrillos bajo la luz de una farola.
—Hola —los saludó.
El chico más alto la saludó con la mano.
—Hola, Clara Cuchara. He oído que te han vuelto a castigar.
—Durante unos treinta segundos. —Cogió el cigarrillo encendido que él le ofrecía, aspiró una bocanada de humo y exhaló con un suspiro de felicidad—. ¿Cuál es nuestro plan para esta noche? ¿Qué vamos a hacer?
—He oído que hay una fiesta en la cascada. Pero tenemos que conseguir transporte.
—¿Y tu hermana? Ella podría llevarnos.
—No, papá le ha quitado las llaves del coche. Quedémonos por aquí a ver quién más aparece. —El chico hizo una pausa y miró por encima del hombro de Claire con el ceño fruncido—. Ay, no. Mira quién acaba de hacerlo.
Claire se volvió y soltó un gemido cuando un Saab azul oscuro se detuvo junto a ella. La ventanilla del acompañante se abrió y Barbara Buckley dijo:
—Claire, sube al coche.
—Solo estoy pasando el rato con mis amigos.
—Es casi medianoche y mañana hay colegio.
—Tampoco estoy haciendo nada ilegal.
Desde el asiento del conductor, Bob Buckley ordenó:
—¡Sube al coche ahora, jovencita!
—¡No sois mis padres!
—Pero somos responsables de ti. Es nuestro trabajo criarte bien, y eso es lo que intentamos hacer. Si no vienes a casa con nosotros ahora, habrá… Bueno, ¡habrá consecuencias!
«Sí, estoy tan asustada que me tiemblan las piernas». Empezó a reírse, pero de repente se dio cuenta de que Barbara llevaba albornoz y de que Bob tenía el pelo erizado a un lado de la cabeza. Habían tenido tanta prisa en salir tras ella que ni siquiera se habían vestido. Ambos parecían más viejos y cansados, una pareja desaliñada de mediana edad a la que habían sacado de la cama y que, por culpa de ella, mañana se levantaría agotada.
Barbara soltó un suspiro cansado.
—Sé que no somos tus padres, Claire. Sé que odias vivir con nosotros, pero intentamos hacerlo lo mejor posible. Así que, por favor, súbete al coche. No es seguro para ti estar aquí fuera.
Claire lanzó una mirada exasperada a sus amigos, se subió al asiento trasero del Saab y cerró la puerta.
—¿De acuerdo? —dijo—. ¿Satisfechos?
Bob se volvió para mirarla.
—No se trata de nosotros. Se trata de ti. Les juramos a tus padres que siempre te cuidaríamos. Si Isabel viviera, se le partiría el corazón de verte ahora. Fuera de control, enfadada todo el tiempo. Claire, te dieron una segunda oportunidad, y eso es un regalo. Por favor, no la desperdicies. Ahora abróchate el cinturón, ¿vale?
Si él se hubiera enfadado, si le hubiera gritado, ella habría podido soportarlo. Pero la miraba con una expresión tan afligida que se sintió culpable. Culpable por ser una imbécil, por corresponder a su amabilidad con rebeldía. No era culpa de los Buckley que sus padres estuvieran muertos. Que su vida estuviera arruinada.
Mientras se alejaban, se cruzó de brazos en el asiento trasero, arrepentida pero demasiado orgullosa para disculparse. «Mañana seré más amable con ellos —pensó—. Ayudaré a Barbara a poner la mesa, quizá hasta lave el coche de Bob. Porque este coche lo necesita».
—Bob —dijo Barbara—. ¿Qué hace ese coche allí?
Se oyó el rugido de un motor. Unos faros se precipitaron hacia ellos.
Barbara gritó:
—¡Bob!
El impacto lanzó a Claire contra el cinturón de seguridad mientras la noche estallaba con terribles sonidos. Cristales rotos. Acero abollado.
Alguien lloraba y gimoteaba. Al abrir los ojos, Claire vio que el mundo estaba patas arriba y se dio cuenta de que los gemidos eran suyos.
—¿Barbara? —susurró.
Oyó un chasquido sordo, luego otro. Olió a gasolina. Estaba suspendida por el cinturón de seguridad, y la correa se le clavaba tan profundamente en las costillas que apenas podía respirar. Buscó a tientas la hebilla. Se abrió con un chasquido y Claire se golpeó la cabeza; el dolor le subió por el cuello. Se las arregló para retorcerse, girar y quedar tendida, con la ventana destrozada a la vista. El olor a gasolina era más fuerte. Se movió hacia la ventana, pensando en las llamas, en el calor abrasador y en la carne cociéndose sobre sus huesos. «¡Sal de aquí, sal de aquí mientras haya tiempo de salvar a Bob y a Barbara!». Atravesó con un puñetazo los últimos fragmentos de cristal, que cayeron al pavimento.
Aparecieron dos pies y se detuvieron frente a ella. Claire levantó la mirada hacia el hombre que le impedía escapar. No podía verle la cara, solo su silueta. Y el arma.
Hubo un chirrido de neumáticos cuando otro coche rugió hacia ellos.
Claire volvió a meterse dentro del Saab como una tortuga que se repliega en la seguridad de su caparazón. Apartándose de la ventanilla, se cubrió la cabeza con los brazos y se preguntó si esa vez la bala le dolería. Si la sentiría estallar en su cráneo. Estaba tan acurrucada que lo único que oía era el sonido de su propia respiración, el zumbido de su propio pulso.
Casi no oyó la voz que la llamaba por su nombre.
—¿Claire Ward? —Era una mujer.
«Debo estar muerta. Y ese es un ángel hablándome».
—Se ha ido. Ya puedes salir, no hay peligro —dijo el ángel—. Pero debes darte prisa.
Claire abrió los ojos y miró por entre los dedos la cara que la observaba a través de la ventana rota. Un brazo delgado se acercó a ella y Claire dio un respingo.
—Volverá —dijo la mujer—. Así que date prisa.
Claire cogió la mano que le ofrecía y la mujer tiró hasta sacarla de allí. Los cristales rotos tintinearon como una lluvia torrencial cuando Claire rodó sobre la acera. Se incorporó demasiado deprisa y la noche giró a su alrededor. Alcanzó a ver el Saab volcado y tuvo que volver a bajar la cabeza.
—¿Puedes ponerte de pie?
Despacio, Claire levantó la vista. La mujer iba vestida de negro. Llevaba el pelo recogido en una coleta y los mechones rubios brillaban lo suficiente como para reflejar el tenue resplandor de la farola.
—¿Quién eres? —susurró Claire.
—Mi nombre no importa.
—Bob… Barbara… —Claire miró el Saab volcado—. ¡Tenemos que sacarlos del coche! ¡Ayúdame! —Se arrastró hasta el lado del conductor y abrió la puerta de un tirón.
Bob Buckley cayó al pavimento, con los ojos abiertos y ciegos. Claire se quedó mirando el agujero de bala que tenía en la sien.
—Bob —gimió—. ¡Bob!
—Ya no puedes ayudarlo.
—Barbara… ¿Y Barbara?
—Es demasiado tarde. —La mujer la tomó por los hombros y la sacudió con fuerza—. Están muertos, ¿lo entiendes? Los dos están muertos.
Claire sacudió la cabeza, con la mirada fija en Bob. En el charco de sangre que ahora se extendía como un halo oscuro alrededor de su cabeza.
—Esto no puede estar pasando —susurró—. Otra vez, no.
—Ven, Claire. —La mujer la cogió de la mano y tiró para ponerla en pie—. Ven conmigo si quieres vivir.
DOS
La noche en la que Will Yablonski, de catorce años, debería haber muerto, estaba en un campo de New Hampshire buscando extraterrestres en la oscuridad.
Había reunido todo el equipo necesario para la caza. Allí estaba su telescopio Dobson de diez pulgadas, que había pulido a mano hacía tres años, cuando solo tenía once. Le había llevado dos meses; había empezado con papel de lija grueso de grano ochenta y progresado a granos cada vez más finos para dar forma, alisar y pulir el cristal. Con la ayuda de su padre, había construido su propia montura altazimutal. El ocular Plössl de veinticinco milímetros fue un regalo de su tío Brian, quien, cuando el cielo estaba despejado, ayudaba a Will a transportar todo ese equipo al campo después de cenar. Pero el tío Brian era una alondra, no un búho, y a las diez de la noche siempre se iba a la cama.
Así que Will estaba solo en el campo detrás de la granja de sus tíos, como la mayoría de las noches en las que el cielo estaba despejado y la luna no brillaba, y buscaba en el firmamento extraña bolas difusas, también conocidas como cometas. Si alguna vez descubría un nuevo cometa, sabía qué nombre le pondría: cometa Neil Yablonski, en honor a su difunto padre. Los astrónomos aficionados siempre descubrían nuevos cometas, ¿por qué no iba a ser un niño de catorce años el siguiente en encontrar uno? Su padre le dijo una vez que solo hacía falta dedicación, un ojo entrenado y mucha suerte. «Es una búsqueda del tesoro, Will. El universo es como una playa, y las estrellas son granos de arena que esconden lo que buscas».
Para Will, la búsqueda del tesoro nunca perdía atractivo. Seguía sintiendo la misma emoción cada vez que él y el tío Brian sacaban el equipo de casa y lo instalaban bajo el cielo del anochecer, la misma sensación de anticipación de que esa podría ser la noche en que descubriera el cometa Neil Yablonski. Y entonces el esfuerzo valdría la pena, valdrían la pena las innumerables vigilias nocturnas alimentadas con chocolate caliente y golosinas. Incluso los insultos de sus antiguos compañeros de Maryland: gordo fofo, Hombre de Malvavisco.
La caza de cometas no era un pasatiempo que te dejaba bronceado y en forma.
Esa noche, como de costumbre, había comenzado su búsqueda poco después del anochecer, porque los cometas son más visibles justo después de la puesta de sol o antes del amanecer. Pero hacía horas que se había puesto el sol y aún no había visto ninguna bola borrosa. Había visto pasar algunos satélites y un meteoro de brillo breve, pero nada que no hubiera visto antes en ese sector del cielo. Giró el telescopio hacia otro sector y apareció la estrella inferior de Canes Venatici. Los perros de caza. Recordó la noche en la que su padre le había dicho el nombre de aquella constelación. Una noche fría en la que ambos habían permanecido despiertos hasta el amanecer, bebiendo de un termo y comiendo unas…
De repente se irguió y se volvió para mirar hacia atrás. ¿Qué era ese ruido? ¿Un animal o tan solo el viento entre los árboles? Se quedó quieto, atento a cualquier sonido, pero la noche se había vuelto extrañamente silenciosa, tanto que magnificaba su propia respiración. El tío Brian le había asegurado que no había nada peligroso en esos bosques, pero, a solas en la oscuridad, Will se imaginaba todo tipo de cosas con dientes. Osos. Lobos. Pumas.
Inquieto, se volvió hacia el telescopio y cambió el campo de visión. Una bola borrosa apareció de pronto en el ocular. «¡Lo he encontrado! ¡El cometa Neil Yablonski!».
«No. No, bobo, eso no era un cometa». Suspiró decepcionado al darse cuenta de que estaba mirando M3, un cúmulo globular. Algo que cualquier astrónomo decente reconocería. Gracias a Dios que no había despertado al tío Brian para que lo viera, habría sido vergonzoso.
El chasquido de una ramita lo hizo girarse de nuevo. Algo se movía en el bosque. Decididamente, había algo allí.
La explosión lo lanzó hacia delante. Cayó de bruces sobre la hierba mullida, donde quedó aturdido por el impacto. Una luz parpadeó y se tornó más intensa; levantó la cabeza y vio que los árboles brillaban con un resplandor anaranjado. Sintió calor en el cuello, como el aliento de un monstruo. Se volvió.
La granja ardía en llamas que parecían dedos arañando el cielo.
—¡Tío Brian! —gritó Will—. ¡Tía Lynn!
Corrió hacia la casa, pero un muro de fuego le cerró el paso y el calor lo hizo retroceder, un calor tan intenso que le abrasó la garganta. Se tambaleó hacia atrás, ahogándose, y olió el hedor de su propio pelo chamuscado.
«¡Busca ayuda! ¡Los vecinos!». Se volvió hacia la carretera y corrió dos pasos antes de detenerse.
Una mujer caminaba hacia él. Una mujer vestida de negro y delgada como una pantera. Llevaba el pelo rubio recogido en una coleta y la luz parpadeante del fuego le marcaba el rostro anguloso.
—¡Ayúdeme! —gritó—. ¡Mis tíos están en la casa!
Ella miró hacia la granja, ahora totalmente consumida por las llamas.
—Lo siento, pero es demasiado tarde para ellos.
—¡No es demasiado tarde! ¡Tenemos que salvarlos!
Ella sacudió la cabeza con tristeza.
—No puedo ayudarlos, Will. Pero a ti puedo salvarte. —Extendió la mano—. Ven conmigo si quieres vivir.
TRES
Algunas chicas se veían guapas vestidas de rosa. Algunas chicas podían llevar lazos y encajes, podían contonearse en tafetán de seda y lucir encantadoras y femeninas.
Jane Rizzoli no era una de esas chicas.
De pie en el dormitorio de su madre, se miró en el espejo de cuerpo entero y pensó: «Dispárame. Dispárame ahora mismo».
El vestido en forma de campana era de color rosa chicle, con un volante en el escote tan ancho como el cuello de un payaso. La falda era abullonada, con una hilera tras otra de grotescos volantes. Alrededor de la cintura llevaba un fajín con un enorme lazo rosa. Hasta Scarlett O’Hara se sentiría horrorizada.
—¡Ay, Janie, mírate! —dijo Angela Rizzoli, y aplaudió con regocijo—. Estás tan guapa que me vas a robar el protagonismo. ¿No te encanta?
Jane parpadeó, demasiado aturdida para decir una palabra.
—Por supuesto, tendrás que llevar tacones altos. Tacones de aguja de satén, estoy pensando. Y un ramo con rosas rosas y gipsófilas blancas. ¿O eso está pasado de moda? ¿Crees que debería optar por algo más moderno como calas o algo así?
—Mamá…
—Tendré que arreglártelo en la cintura. ¿Por qué has adelgazado? ¿No estás comiendo bien?
—¿En serio? ¿Esto es lo que quieres que me ponga?
—¿Qué pasa?
—Es… rosa.
—Y estás muy guapa con ese color.
—¿Alguna vez me has visto vestir de rosa?
—Estoy cosiendo un vestidito igual para Regina. ¡Estaréis tan monas juntas! ¡Madre e hija con vestidos a juego!
—Regina es guapa. Yo no.
El labio de Angela empezó a temblar. Era una señal tan sutilmente ominosa como el primer movimiento del dial de advertencia de un reactor nuclear.
—Trabajé todo el fin de semana haciendo ese vestido. Cosí cada puntada, cada volante, con mis propias manos. ¿Y no quieres ponértelo, ni siquiera para mi boda?
Jane tragó saliva.
—No he dicho eso. No exactamente.
—Puedo verlo en tu cara. Lo odias.
—No, mamá, es un vestido fantástico. Para una maldita Barbie, tal vez.
Angela se dejó caer sobre la cama con un suspiro digno de una heroína moribunda.
—¿Sabes? Tal vez Vince y yo deberíamos fugarnos. Eso haría más felices a todos, ¿no crees? Así no tendría que lidiar con Frankie. Ni preocuparme por quién está incluido en la lista de invitados y quién no. Y tú no tendrías que llevar un vestido que odias.
Jane se sentó en la cama a su lado y el tafetán se hinchó en su regazo como una gran bola de algodón de azúcar. La aplastó con el puño.
—Mamá, tu divorcio aún no es definitivo. Puedes tomarte todo el tiempo que quieras para planear la boda. Eso es lo divertido, ¿no crees? No tienes que precipitarte. —Levantó la vista al oír el timbre.
—Vince es impaciente. ¿Sabes lo que me dijo? Dice que quiere reclamar a su novia, ¿no es dulce? Me siento como esa canción de Madonna. Como una virgen otra vez.
Jane se levantó de un salto.
—Yo abriré la puerta.
—¡Deberíamos casarnos en Miami y ya! —gritó Angela, mientras Jane salía del dormitorio—. Sería mucho más fácil. ¡Y más barato también, porque no tendría que dar de comer a toda la familia!
Jane abrió la puerta principal. En el porche estaban los dos hombres que menos quería ver un domingo por la mañana.
Su hermano Frankie entró en la casa riendo.
—¿Y ese vestido tan feo?
Su padre, Frank, lo siguió anunciando:
—Vengo a hablar con tu madre.
—Papá, no es un buen momento —dijo Jane.
—Estoy aquí. Es un buen momento. ¿Dónde está? —preguntó, mirando alrededor de la sala de estar.
—No creo que quiera hablar contigo.
—Tiene que hablar conmigo. Debemos poner fin a esta locura.
—¿Locura? —preguntó Angela, mientras salía del dormitorio—. Mira quién habla de locura.
—Frankie dice que vas a seguir adelante con esto —dijo el padre de Jane—. ¿De verdad te vas a casar con ese hombre?
—Vince me lo ha pedido. Le he dicho que sí.
—¿Qué pasa con el hecho de quetodavía estemos casados?
—Es solo cuestión de papeleo.
—No voy a firmar.
—¿Qué?
—He dicho que no voy a firmar los papeles. Y no vas a casarte con ese tipo.
Angela soltó una carcajada incrédula.
—Fuiste tú quien se marchó de casa.
—¡No sabía que le darías la vuelta a la situación y te casarías!
—¿Qué se supone que debía hacer, sentarme a suspirar después de que me dejases por ella? ¡Sigo siendo una mujer joven, Frank! Los hombres me desean. ¡Quieren acostarse conmigo!
—Jesús, mamá —gimió Frankie.
—¿Y sabes qué? —añadió Angela—. ¡El sexo nunca ha sido mejor!
Jane oyó sonar su móvil en el dormitorio. Lo ignoró y tomó a su padre del brazo.
—Creo que es mejor que te vayas, papá. Vamos, te acompaño.
—Me alegro de que me dejaras, Frank —dijo Angela—. Ahora he recuperado mi vida y sé lo que es sentir que te aprecien.
—Eres mi esposa. Todavía me perteneces.
El móvil de Jane, que había enmudecido brevemente, volvió a sonar, insistente, imposible de ignorar.
—Frankie —suplicó—, ¡por el amor de Dios, ayúdame! Sácalo de casa.
—Vamos, papá —dijo Frankie, y le dio una palmada en la espalda a su padre—. Vamos a tomarnos una cerveza.
—No he terminado aquí.
—Sí, has terminado —dijo Angela.
Jane regresó corriendo al dormitorio y sacó el móvil del bolso. Tratando de ignorar las voces que discutían en el pasillo, contestó:
—Rizzoli.
El detective Darren Crowe dijo:
—Te necesitamos en este caso. ¿Cuánto tardarás en llegar? —Sin preámbulos amables, sin «Por favor» ni «Te importaría». Crowe se mostraba encantador, como siempre.
Jane respondió con la misma brusquedad:
—No estoy de guardia.
—Marquette traerá tres equipos. Estoy a cargo del caso. Frost acaba de llegar, pero nos vendría bien una mujer.
—¿Te he oído bien? ¿Has dicho que necesitas la ayuda de una mujer?
—Mira, nuestro testigo está demasiado conmocionado para decirnos nada. Moore ya ha intentado hablar con el chico, pero cree que tú tendrás más suerte con él.
Chico. Esa palabra hizo que Jane se quedara inmóvil.
—¿Tu testigo es un niño?
—Parece tener unos trece o catorce años. Es el único superviviente.
—¿Qué ha sucedido?
A través del teléfono oyó otras voces de fondo, el diálogo entrecortado del personal de la escena del crimen y el eco de múltiples pasos moviéndose por una habitación de suelo duro. Podía imaginar a Crowe pavoneándose en el centro, con el pecho hinchado, los hombros musculosos y su corte de pelo hollywoodiense.
—Esto es un puto baño de sangre —dijo Crowe—. Cinco víctimas, entre ellas tres niñas. La más pequeña no puede tener más de ocho años.
«No quiero ver eso —pensó Jane—. Hoy no. Nunca». Pero se las arregló para decir:
—¿Dónde estás?
—La residencia está en Louisburg Square. Está atestado de malditas furgonetas de noticias, así que es probable que tengas que aparcar a una manzana o dos de distancia.
Jane parpadeó sorprendida.
—¿Eso ha sucedido en Beacon Hill?
—Sí. Incluso a los ricos los liquidan.
—¿Quiénes son las víctimas?
—Bernard y Cecilia Ackerman, de cincuenta y cuarenta y ocho años. Y sus tres hijas adoptadas.
—¿Y el superviviente? ¿Es uno de sus hijos?
—No. Su nombre es Teddy Clock. Vive con los Ackerman desde hace un par de años.
—¿Vive con ellos? ¿Es un familiar?
—No —dijo Crowe—. Es su hijo adoptivo.
CUATRO
Cuando Jane entró en Louisburg Square, vio el conocido Lexus negro aparcado entre el nudo de vehículos de la policía de Boston y supo que la médica forense Maura Isles ya estaba en el lugar. A juzgar por la cantidad de furgonetas de noticias visibles, todas las cadenas de televisión de Boston estaban también allí, y no era para menos: de todos los barrios codiciados de la ciudad, pocos podían igualar esa plaza con la joya de su parque y sus frondosos árboles. En las mansiones de estilo renacentista griego que dominaban el parque residían antiguos y nuevos ricos, magnates corporativos, familias de la élite de Boston y un antiguo senador estadounidense. Incluso en ese barrio, la violencia no era desconocida. «A los ricos también los liquidan», había dicho el detective Crowe; pero, cuando les ocurría a ellos, todo el mundo prestaba atención. Más allá del perímetro policial, una multitud se agolpaba para obtener mejores vistas. Beacon Hill era una parada muy popular entre los grupos de turistas y hoy, sin duda, se lo estaban pasando en grande.
—¡Eh, mira! Es la detective Rizzoli.
Jane vio que la reportera de televisión y el cámara se acercaban a ella y levantó la mano para evitar que le hicieran preguntas. Por supuesto, no le hicieron caso y la persiguieron por la plaza.
—¡Detective, hemos oído que hay un testigo!
Jane se abrió paso entre la multitud murmurando:
—Policía. Déjenme pasar.
—¿Es cierto que el sistema de seguridad estaba desconectado? ¿Y que no robaron nada?
Los malditos periodistas sabían más que ella. Pasó por debajo de la cinta de la escena del crimen y dio su nombre y número de unidad al patrullero de guardia. Era una mera cuestión de protocolo; él sabía quién era ella y ya había anotado su nombre en el portapapeles.
—Debería haber visto a esa chica perseguir al detective Frost —dijo el patrullero riendo—. Parecía un conejo asustado.
—¿Está Frost dentro?
—También el teniente Marquette. El comisario está de camino y creo que su señoría también aparecerá.
Jane levantó la mirada hacia la impresionante residencia de ladrillo rojo de tres plantas y murmuró:
—Guau.
—Calculo que vale unos quince o veinte millones.
«Pero eso era antes de que llegaran los fantasmas», pensó Jane, mirando las hermosas ventanas de arco y el elaborado frontón tallado sobre la enorme puerta principal. Más allá de esa puerta había horrores a los que no tenía estómago para enfrentarse. Tres niños muertos. Esa es la maldición de la maternidad: cada niño muerto lleva el rostro del tuyo. Mientras se ponía los guantes y los cubrezapatos, también se protegía emocionalmente. Como el obrero de la construcción que se pone el casco, se puso su propia armadura y entró.
Miró hacia una escalera que se elevaba tres pisos hasta un techo abovedado de cristal, a través del cual la luz del sol se colaba en una lluvia de oro. Muchas voces, la mayoría masculinas, resonaban en la escalera desde los pisos superiores. Aunque estiró el cuello, no pudo divisar a nadie desde el vestíbulo, solo oía voces, como el rumor de fantasmas en una casa que, a lo largo de un siglo, habría dado cobijo a muchas almas.
—Un atisbo de cómo vive la otra mitad —dijo una voz masculina.
Se volvió para ver al detective Crowe de pie junto a una puerta.
—Y de cómo muere —dijo Jane.
—Hemos dejado al chico en la casa de al lado. La vecina ha tenido la amabilidad de dejarlo esperar en su casa. El chico la conoce y pensamos que se sentiría más cómodo si lo interrogábamos allí.
—Primero necesito saber qué ha pasado en estacasa.
—Todavía estamos intentando averiguarlo.
—¿Por qué van a venir todos los jefes? He oído que el comisario está de camino.
—Solo echa un vistazo al lugar. El dinero manda, incluso cuando estás muerto.
—¿De dónde procede el dinero de esta familia?
—Bernard Ackerman es un banquero de inversiones retirado. Su familia ha sido dueña de esta casa durante dos generaciones. Grandes filántropos. Cualquier organización benéfica que se te ocurra, seguramente han contribuido con ella.
—¿Cómo ha sucedido esto?
—¿Por qué no lo ves por tu cuenta? —Le hizo un gesto para que entrara en la habitación de la que él acababa de salir—. Dime lo que piensas.
No es que su opinión le importara mucho a Darren Crowe. Cuando ella se incorporó a la Unidad de Homicidios, sus enfrentamientos fueron amargos y el desdén de él, demasiado evidente. Aún lo percibía en su risa, en su tono de voz. El respeto que se había ganado ante él siempre sería provisional, y aquí tenía otra oportunidad más de perderlo.
Lo siguió a través de un salón cuyo techo de seis metros estaba ornamentado con querubines, enredaderas y rosetones de hojas doradas. Apenas hubo ocasión de admirar el techo o los cuadros pintados al óleo, ya que Crowe entró en la biblioteca, donde Jane vio al teniente Marquette y a la doctora Maura Isles. En ese cálido día de junio, Maura llevaba una blusa color melocotón, un color inusualmente alegre para alguien que solía preferir los negros y grises invernales. Con su corte de pelo geométrico y sus rasgos elegantes, Maura parecía una mujer que podría vivir en una mansión como esa, rodeada de óleos y alfombras persas.
A su alrededor había libros expuestos en estanterías de caoba que iban del suelo al techo. Algunos de ellos habían caído al suelo, donde un hombre de pelo plateado yacía bocabajo, con un brazo apoyado en la estantería, como si incluso muerto estuviera buscando un libro. Vestía pijama y zapatillas. La bala le había atravesado tanto la mano como la frente, y en la estantería situada por encima del cadáver un estallido de sangre en forma de estrella había salpicado los lomos encuadernados en cuero. «La víctima levantó la mano para bloquear la bala —pensó Jane—. La vio venir. Sabía que iba a morir».
—Mi estimación de la hora de la muerte coincide con lo que os ha dicho el testigo —le dijo Maura a Marquette.
—De madrugada, entonces. En algún momento después de medianoche.
—Sí.
Jane se agachó sobre el cuerpo y estudió el orificio de entrada.
—¿Un arma nueve milímetros?
—O posiblemente una Magnum 357 —dijo Maura.
—¿No lo sabes? ¿No tenemos casquillos?
—Ni uno solo en toda la casa.
Jane levantó la vista, sorprendida.
—Vaya, un asesino meticuloso. Recoge lo que ensucia.
—Meticuloso en varios sentidos —dijo Maura, pensativa, mirando al difunto Bernard Ackerman—. Fue un asesinato rápido y eficiente. Un mínimo de desorden. Igual que arriba.
«Arriba —pensó Jane—. Las niñas».
—Los demás miembros de la familia —dijo Jane, hablando con más tranquilidad que la que sentía—, ¿murieron más o menos al mismo tiempo que el señor Ackerman? ¿Hubo tiempo entre las muertes?
—Mi estimación es solo aproximada. Para ser más precisos, necesitaremos que el testigo nos dé información.
—Que la detective Rizzoli nos va a conseguir —dijo Crowe.
—¿Cómo sabes que me irá mejor con el chico? —dijo Jane—. No puedo hacer magia.
—Contamos contigo porque no tenemos mucho con lo que trabajar. Solo unas huellas en el pomo de la puerta de la cocina. No hay señales de que la entrada haya sido forzada. Y el sistema de seguridad estaba desconectado.
—¿Desconectado? —Jane miró el cuerpo—. Parece que el señor Ackerman dejó entrar a su propio asesino.
—O quizá se olvidó de activarlo. Luego oyó un ruido y bajó a asegurarse.
—¿Fue un robo? ¿Falta algo?
—El joyero de la señora Ackerman arriba parece intacto —dijo Crowe—. La cartera de Ackerman y el bolso de ella siguen en la cómoda del dormitorio.
—¿El asesino entró en su dormitorio?
—Así es. Entró en todos los dormitorios. —Ella oyó la nota ominosa en la voz de Crowe. Sabía que lo que la esperaba arriba era mucho peor que esa biblioteca salpicada de sangre.
Maura dijo en voz baja:
—Te acompañaré arriba, Jane.
Jane la siguió hasta el vestíbulo sin hablar, como si se tratara de un castigo que era mejor soportar en silencio. Mientras ascendían por la gran escalera, Jane vislumbró tesoros por todas partes. Un reloj antiguo. Un cuadro de una mujer vestida de rojo. Registró esos detalles de manera automática mientras se preparaba para lo que la esperaba en los pisos superiores. En los dormitorios.
Al final de las escaleras, Maura giró a la derecha y se dirigió a la habitación del fondo del pasillo. A través de la puerta abierta, Jane vislumbró a su compañero, el detective Barry Frost, con las manos enguantadas en escabroso látex morado. Estaba de pie con los codos apretados contra el cuerpo, la posición que todo policía adopta instintivamente en la escena de un crimen para evitar la contaminación cruzada. Vio a Jane y sacudió la cabeza con tristeza, una mirada que decía: «Yo tampoco quiero estar aquí en este día tan bonito».
Jane entró en la habitación y quedó momentáneamente encandilada por la luz del sol que entraba por los enormes ventanales. El dormitorio no necesitaba cortinas para mantener la privacidad, ya que las ventanas daban a un patio amurallado donde un arce japonés tenía las hojas de un brillante color burdeos y las rosas florecían en todo su esplendor. Pero lo que capturó la atención de Jane fue el cuerpo de la mujer. Cecilia Ackerman, vestida con un camisón beige, yacía de espaldas en la cama, con las sábanas subidas hasta los hombros. Parecía más joven de los cuarenta y ocho años que tenía, con el pelo artísticamente teñido con reflejos rubios. Tenía los ojos cerrados y el rostro inquietantemente sereno. La bala había entrado justo por encima de su ceja izquierda, y el anillo de pólvora en su piel mostraba que era una herida de contacto, producida por el cañón presionado contra su frente en el momento de apretar el gatillo. «Estabas dormida cuando el asesino apretó el gatillo —pensó Jane—. No gritaste ni te resististe, no representabas ninguna amenaza. Sin embargo, el invasor entró en la habitación, se acercó hasta la cama y te disparó una bala en la cabeza».
—Se pone peor —dijo Frost.
Jane miró a su compañero, que parecía demacrado bajo la dura luz de la mañana. Era algo más que mera fatiga lo que veía en sus ojos: lo que había visto lo había dejado conmocionado.
—Las habitaciones de los niños están en la segunda planta —dijo Maura; una afirmación tan práctica que podría haber sido una agente inmobiliaria describiendo las características de esa gran casa.
Jane oyó crujidos en lo alto, los pasos de otros miembros del equipo moviéndose en las habitaciones superiores, y de repente pensó en el año en el que había ayudado a planear la casa del terror de Halloween en su colegio. Habían salpicado sangre falsa y preparado escenas horripilantes, mucho más horripilantes que lo que se veía en aquel dormitorio, donde la víctima reposaba serenamente. La vida real requería poca sangre para horrorizar.
Maura salió de la habitación, indicando que ya habían visto lo importante allí y que debían continuar. Jane la siguió hasta la escalera. Una luz dorada brillaba a través de la claraboya, como si estuvieran subiendo una escalera al cielo, pero esos escalones llevaban a un destino muy distinto. A un lugar al que Jane no quería ir. La blusa veraniega de Maura parecía tan incongruente como ir vestida de rosa a un funeral. Era un detalle sin importancia, pero a Jane le molestaba, incluso le irritaba, que de todos los días que Maura podía elegir vestir colores tan alegres, lo hiciera en una mañana en la que habían muerto tres niñas.
Llegaron a la segunda planta y Maura dio un elegante paso de costado, sorteando un obstáculo del rellano con el cubrezapatos. Solo cuando Jane superó el último escalón vio la figura desgarradoramente pequeña cubierta con una sábana de plástico. Maura se agachó y levantó una esquina de la mortaja.
La niña estaba tumbada de lado, acurrucada en posición fetal, como si intentara refugiarse en la seguridad vagamente recordada del vientre materno. Tenía la piel de color café y el pelo negro recogido en trenzas decoradas con cuentas brillantes. A diferencia de las víctimas caucásicas del piso de abajo, esa niña parecía afroamericana.
—La víctima número tres es Kimmie Ackerman, de ocho años —dijo Maura, hablando con voz clínica, una voz que a Jane, que miraba a la niña en el rellano, le resultaba cada vez más chirriante. Solo una niña. Una niña que llevaba un pijama rosa con caballitos bailando. En el suelo, cerca del cuerpo, se veía la huella de un delgado pie descalzo. Alguien había pisado la sangre de la niña, había dejado esa huella al huir de la casa. Era demasiado pequeña para ser la huella de un hombre. Era de Teddy.
—La bala penetró en el hueso occipital de la chica, pero no salió. El ángulo es consistente con un tirador que era más alto y disparó desde detrás de la víctima.
—Estaba en movimiento —dijo Jane en voz baja—. Trataba de huir.
—A juzgar por su posición, parece que, cuando le dispararon, huía hacia uno de los dormitorios del segundo piso.
—Le dispararon en la nuca.
—Sí.
—¿Quién coño hace algo así? ¿Matar a una niña?
Maura soltó la sábana y se incorporó.
—Puede que haya presenciado algo abajo. Que viera la cara del asesino. Ese sería un motivo.
—No te pongas lógica conmigo. Quienquiera que hizo esto entró en la casa preparado para matar niños. Para acabar con toda una familia.
—No puedo hablar del motivo.
—Solo de la forma en la que murió.
—Que sería un homicidio.
—¿En serio? ¡No me digas!
Maura la miró con el ceño fruncido.
—¿Por qué estás enfadada conmigo?
—¿Por qué esto no parece molestarte?
—¿Crees que no me molesta? ¿Crees que puedo mirar a esta niña y no sentir lo que tú sientes?
Se miraron durante un momento, con el cadáver de la niña tendido entre ellas. Era un recordatorio más del abismo que se había abierto entre ambas desde el reciente testimonio perjudicial de Maura contra un policía de Boston, testimonio que había enviado a ese policía a prisión. Aunque las traiciones a la delgada línea azul no se olvidan con rapidez, Jane había tenido toda la intención de cerrar la brecha que las separaba. Pero las disculpas no eran fáciles y habían pasado demasiadas semanas, durante las cuales su desavenencia se había endurecido hasta convertirse en hormigón.
—Es que… —Jane suspiró—. Odio cuando son niños. Me dan ganas de estrangular a alguien.
—Ya somos dos. —Aunque había dicho las palabras en voz baja, Jane vio el brillo acerado en los ojos de Maura. Sí, la rabia estaba ahí, pero mejor enmascarada y bajo estricto control, el mismo que ejercía Maura para controlar casi todo lo demás en su vida.
—¡Rizzoli! —gritó el detective Thomas Moore desde una puerta. Al igual que Frost, parecía abatido, como si ese día hubiera envejecido una década—. ¿Has hablado ya con el chico?
—Todavía no. Quería ver primero a qué nos enfrentamos.
—He pasado una hora con él y apenas me ha dirigido la palabra. La señora Lyman, la vecina de al lado, ha dicho que, cuando se presentó en su casa sobre las ocho de la mañana, estaba casi catatónico.
—Parece que lo que de verdad necesita es un psiquiatra.
—Hemos llamado al doctor Zucker y la trabajadora social está en camino. Pero he pensado que quizá Teddy podría hablar contigo. Con alguien que es madre.
—¿Qué vio el chico? ¿Lo sabes?
Moore negó con la cabeza.
—Solo espero que no haya visto lo que hay en esta habitación.
La advertencia bastó para que Jane sintiera los dedos helados dentro de los guantes de látex. Moore era un hombre alto y sus hombros impedían que Jane viera el dormitorio, como si intentara protegerla del espectáculo que la esperaba. En silencio, él se hizo a un lado para dejarla pasar.
Dos técnicos de criminalística estaban agazapados en un rincón y levantaron la vista cuando entró Jane. Ambas eran mujeres jóvenes, parte de la nueva ola de mujeres criminalistas que ahora dominaban el campo. Ninguna parecía lo bastante mayor como para tener hijos, para saber lo que era besar con preocupación una mejilla febril o sentir pánico al ver una ventana abierta, una cuna vacía. La maternidad traía consigo toda una serie de pesadillas. En esa habitación, una de esas pesadillas se había hecho realidad.
—Creemos que estas víctimas son las hijas de los Ackerman: Cassandra, de diez años, y Sarah, de nueve. Ambas adoptadas —dijo Maura—. Como están fuera de sus camas, algo debió despertarlas.
—¿Disparos? —preguntó Jane en voz baja.
—No se oyeron disparos en el vecindario —respondió Moore—. Debieron usar silenciador.
—Pero algo alarmó a estas niñas —dijo Maura—. Algo las hizo salir de la cama.
Jane no se había movido de su sitio junto a la puerta. Por un momento nadie habló, y ella comprendió que todos estaban esperando a que se acercara a los cadáveres, que hiciera su trabajo de policía. Exactamente lo que ella no deseaba hacer. Se obligó a acercarse a los cuerpos apiñados y se arrodilló. «Murieron abrazadas».
—A juzgar por sus posiciones —dijo Maura—, parece que Cassandra intentó proteger a su hermana menor. Dos de las balas atravesaron primero el cuerpo de Cassandra antes de penetrar en el de Sarah. Cada una de ellas recibió un solo tiro de gracia en la cabeza. No veo ninguna alteración en su ropa que sugiera agresión sexual evidente, pero tendré que confirmarlo en la autopsia. La haré esta tarde, por si quieres observar, Jane.
—No. No quiero observar. Ni siquiera debería estar aquí hoy. —Se dio la vuelta con brusquedad y salió de la habitación, haciendo crujir los cubrezapatos mientras huía del espectáculo de las dos niñas en su último abrazo. Cuando se dirigía a la escalera, volvió a ver el cuerpo de la más pequeña. Kimmie, de ocho años. «Mire donde mire, en esta casa hay dolor por todas partes», pensó.
—Jane, ¿estás bien? —preguntó Maura.
—¿Aparte de querer descuartizar a ese degenerado?
—Siento exactamente lo mismo.
«Pues lo ocultas mejor». Jane miró el cadáver cubierto por la sábana.
—Miro a esta niña —dijo en voz baja— y no puedo evitar ver a la mía.
—Eres madre, así que es natural. Mira, Crowe y Moore asistirán a la autopsia. No hay necesidad de que estés allí. —Maura miró su reloj—. Va a ser un día largo. Y aún no he hecho las maletas.
—¿Esta es la semana en la que vas a visitar el colegio de Julian?
—Pase lo que pase, mañana me voy a Maine. Dos semanas con un adolescente y su perro. No tengo ni idea de qué me espera.
Maura no tenía hijos, así que ¿cómo iba a saberlo? Ella y Julian Perkins, de dieciséis años, no tenían nada en común más allá de la terrible experiencia que habían compartido el invierno anterior, luchando por sobrevivir en las montañas de Wyoming. Ella le debía la vida al chico y ahora estaba decidida a ser la madre que él había perdido.
—A ver, ¿qué puedo decirte de los adolescentes? —dijo Jane, tratando de ser útil—. Mis hermanos tenían zapatos apestosos. Dormían hasta el mediodía. Y comían unas doce veces al día.
—Metabolismo puberal masculino. No pueden evitarlo.
—Vaya. Realmente te has convertido en madre.
Maura sonrió.
—Es una buena sensación, la verdad.
«Pero la maternidad viene acompañada de pesadillas», se recordó Jane mientras se alejaba del cuerpo de Kimmie. Se alegró de bajar las escaleras, de escapar de aquella casa de los horrores. Cuando por fin salió, respiró hondo, como para quitarse el olor a muerte de los pulmones. La horda de medios de comunicación se había vuelto aún más numerosa y las cámaras de televisión se alineaban como arietes alrededor del perímetro de la escena del crimen. Crowe estaba al frente y en el centro; el detective Hollywood jugaba con su público. Nadie se fijó en Jane cuando se escabulló y se dirigió a la casa de al lado.
Un patrullero montaba guardia en el porche, mirando sonriente cómo Crowe actuaba ante las cámaras.
—¿Quién cree que lo interpretará en la película? —preguntó—. ¿Brad Pitt es lo bastante guapo?
—Nadie es lo bastante guapo para hacer de Crowe —resopló Jane con sarcasmo—. Necesito hablar con el chico. ¿Está dentro?
—Con la agente Vasquez.
—También estamos esperando al psiquiatra. Así que, si aparece el doctor Zucker, que pase.
—Sí, detective.
De repente, Jane se dio cuenta de que aún llevaba puestos los guantes y los cubrezapatos de la escena del crimen. Se los quitó, se los metió en el bolsillo y pulsó el timbre. Un momento después, una atractiva mujer de pelo canoso apareció en la puerta.
—¿Señora Lyman? —dijo Jane—. Soy la detective Rizzoli.
La mujer asintió y le hizo señas para que entrara.
—Dese prisa. No quiero que esas horribles cámaras de televisión nos vean. Es una invasión de la privacidad.
Jane entró en la casa y la mujer cerró rápidamente la puerta.
—Me dijeron que la esperara. Aunque no veo qué más va a poder hacer con Teddy. Ese simpático detective Moore fue muy paciente con él.
—¿Dónde está Teddy?
—Está en el invernadero del jardín. El pobre apenas me ha dirigido la palabra. Apareció en mi puerta esta mañana con el pijama puesto. En cuanto lo vi, supe que había pasado algo horrible. —Se giró—. Es por aquí.
Jane siguió a la señora Lyman hasta el vestíbulo y contempló una escalera que era idéntica a la de la residencia de los Ackerman. Y, al igual que la de los Ackerman, la casa estaba decorada con arte exquisito y caro.
—¿Qué le dijo? —preguntó Jane.
—Dijo: «¡Están muertos! ¡Están todos muertos!». Y eso fue todo lo que pudo decir. Vi sangre en sus pies descalzos y enseguida llamé a la policía. —Se detuvo ante la puerta del invernadero—. Eran buena gente, Cecilia y Bernard. Y ella estaba muy contenta porque por fin tenía lo que quería: una casa llena de niños. Ya estaban en proceso de adoptar a Teddy. Ahora está solo otra vez. —Hizo una pausa—. ¿Sabe? No me molesta tenerlo aquí. Está familiarizado conmigo y conoce esta casa. Es lo que Cecilia hubiera querido.
—Es una oferta generosa, señora Lyman. Pero Servicios Sociales tiene familias de acogida que están especialmente capacitadas para tratar con niños traumatizados.
—Ah, bueno, era solo una idea, puesto que ya lo conozco.
—Entonces, puede contarme más sobre él. ¿Hay algo que pueda ayudarme a conectar con Teddy? ¿Cuáles son sus intereses?
—Es muy tranquilo. Le encantan sus libros. Siempre que yo los visitaba, Teddy estaba en la biblioteca de Bernard, rodeado de libros sobre la historia de Roma. Usted podría intentar romper el hielo hablando de ese tema.
«Historia de Roma. Sí, claro, mi especialidad».
—¿En qué más está interesado?
—En horticultura. Le encantan las plantas exóticas de mi invernadero.
—¿Y qué me dice de deportes? ¿Podríamos hablar de los Bruins? ¿De los Patriots?
—Oh, a él no le interesa eso. Es demasiado refinado.
«Lo que me convierte en una troglodita».
La señora Lyman estaba a punto de abrir la puerta del invernadero cuando Jane dijo:
—¿Y su familia biológica? ¿Cómo acabó con los Ackerman?
La señora Lyman se volvió hacia Jane.
—¿No sabe nada de eso?
—Me han dicho que es huérfano, sin parientes vivos.
—Por eso esto es tan traumatizante, especialmente para Teddy. Cecilia quería darle un nuevo comienzo, con una oportunidad real de ser feliz. No creo que alguna vez haya una oportunidad, ahora que ha sucedido de nuevo.
—¿De nuevo?
—Hace dos años, Teddy y su familia estaban a bordo de su velero, anclados frente a Saint Thomas. Por la noche, mientras la familia dormía, alguien subió a bordo y mató a tiros a los padres de Teddy y a sus hermanas.
En la pausa que siguió, Jane se dio cuenta de repente de lo silenciosa que estaba la casa. Tan silenciosa que ella hizo su siguiente pregunta en voz baja:
—¿Y Teddy? ¿Cómo sobrevivió?
—Cecilia me dijo que lo encontraron en el agua, flotando con su chaleco salvavidas. Y no recordaba cómo había llegado allí. —La señora Lyman miró la puerta cerrada del invernadero—. ¿Ahora entiende por qué esto es tan devastador para él? Ya es bastante horrible perder a tu familia una vez. Pero ¿que vuelva a ocurrir? —Sacudió la cabeza—. Es más de lo que cualquier niño debería tener que soportar.
CINCO
No podrían haber elegido un lugar más tranquilo para un niño traumatizado que el invernadero de la señora Lyman. Con cerramientos de cristal, las ventanas de la estancia daban a un jardín privado amurallado. La luz del sol matutino entraba a raudales por ellas, alimentando una húmeda jungla de enredaderas, helechos y árboles en macetas. En aquella exuberante maleza, Jane no vio al chico, sino solo a la mujer policía que se levantó rápidamente de una silla de jardín de ratán.
—¿Detective Rizzoli? Soy la agente Vasquez —dijo la mujer.
—¿Cómo está Teddy? —preguntó Jane.
Vasquez miró hacia una esquina, donde las enredaderas habían crecido hasta formar un espeso dosel, y susurró:
—No me ha dicho ni una palabra. Solo se esconde y lloriquea.
Entonces Jane localizó la enjuta figura agazapada bajo el emparrado lleno de enredaderas. Estaba replegado sobre sí mismo, con los brazos se abrazaba las piernas contra el pecho. Aunque le habían dicho que tenía catorce años, parecía mucho menor; vestía un pijama azul claro y una mata de pelo castaño claro le ocultaba la cara.
Jane se arrodilló y gateó hacia él, agachándose bajo las enredaderas para adentrarse en la frondosa sombra. El chico no se movió mientras ella se acomodaba a su lado en su frondoso escondite.
—Teddy —dijo ella—. Me llamo Jane. Estoy aquí para ayudarte.
El niño levantó la vista, no respondió.
—Llevas aquí sentado un rato, ¿verdad? Debes tener hambre.
¿Era un movimiento de cabeza lo que había visto? ¿O había sido un estremecimiento, un temblor sísmico provocado por todo el dolor comprimido dentro de ese frágil cuerpo?
—¿Qué te parece un poco de leche con cacao? ¿Tal vez helado? Seguro que la señora Lyman tiene en la nevera.
El chico pareció replegarse aún más sobre sí mismo, formando un nudo tan apretado que Jane temió que nunca fueran capaces de hacerlo relajar las extremidades. Miró a través de la maraña de enredaderas a la agente Vasquez, que la observaba atenta.
—¿Puedes dejarnos solos? —dijo—. Creo que para él es demasiado estar aquí ahora mismo con las dos.