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Estaba a punto de recibir una noticia que cambiaría su vida... Shallis no esperaba encontrarlo a él en el bufete de abogados que tenía su padre en el pueblo. Jared Starke era un guapísimo e importante abogado de la gran ciudad. Y desde luego la ex miss Tennessee no esperaba que aquella reunión sobre las propiedades de su difunta abuela acabara convirtiéndose en un apasionado romance secreto... ¡Pero eso era lo que había ocurrido! Y ahora Shallis estaba embarazada de Jared. Tenía que contárselo, por supuesto. Lo que ella no sabía era que Jared había recibido otra noticia relacionada con la paternidad...
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Seitenzahl: 227
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Melissa Benyon
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Embarazo secreto, n.º 1586- agosto 2017
Título original: The Father Factor
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-068-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
PERDONA, creo que me has dado demasiado cambio —Shallis Duncan enseñó una mano llena de monedas y billetes al adolescente de la caja, pero él siguió mirándola boquiabierto, con los ojos como platos.
—¿Eh? —su mirada nublada bajó a donde habría estado su escote si llevara puesto un bikini, en vez de un traje chaqueta gris paloma. Su boca se abrió aún más, revelando su desilusión al ver tanta tela.
—Demasiado cambio —repitió Shallis con paciencia—. ¿Ves? Te di cinco dólares para pagar algo de dos dólares y seis céntimos, y me has devuelto cuarenta y siete dólares y noventa y cuatro céntimos —esbozó una sonrisa tipo hermana mayor—. No creo que a tu jefe le guste.
—Ah, sí —contestó él vagamente—. ¿Quería verlo?
Por lo visto, el chico seguía sin entender. Se rindió.
—Toma —agarró su mano, volvió la palma hacia arriba y puso dos billetes de veinte y uno de cinco en ella. Él se miró la mano, inmóvil—. Ponlo de nuevo en la caja, ¿de acuerdo? —lo aleccionó—. Que tengas un buen día.
Las cinco últimas palabras parecieron encender una lucecita en la mente del chico. Dejó de mirarse la mano.
—Ah, sí, que tenga un buen… —se detuvo, con la impresión de que alguien acababa de decir eso— ah, Miss Amé… señorita Duncan —concluyó.
Shallis suspiró mientras salía de la tienda con el tubo de bálsamo labial en una mano y un maletín de cuero en la otra. Antes o después, esas cosas acabarían.
Pero no aún.
—¡Vaya!, la princesa local de Hyattville —dijo un hombre que salía de una agencia inmobiliaria.
—Buenos días, señor Delahunty —dijo ella, con la sonrisa adecuada de su amplio repertorio.
El bufete de Abraham Starke estaba unas puertas más allá. Tenía persianas de lamas de cedro en las ventanas, un llamador y una placa de latón bruñido en la puerta y una bonita fachada de ladrillos pintados de color crema, con remates azul pálido.
Si se hubiera guardado los cuarenta y cinco dólares sin decir nada, no se habría cruzado con el señor Delahunty. Ya estaría en la relativa seguridad de su cita privada con un hombre de edad suficiente para ser su abuelo que no se impresionaría ni se convertiría en tartamudo al ver a una ex reina de belleza.
Quizá debía concluir que a veces los actos criminales eran justificables.
El señor Delahunty era ayudante de dirección de su padre, en el Banco del Condado de Douglas; no podía ser grosera con él. En realidad, si fuera grosera con cualquiera en la ciudad, ya fuera día o noche, la historia saldría en la portada del semanario de Hyattville.
«La princesa local de Hyattville le dice ¡Largo! a un honrado vecino», o algo por el estilo. Llegaba a ser agotador, y hacía que algunos asuntos fueran más difíciles de resolver. Por ejemplo, quién era ella y qué la haría feliz.
El señor Delahunty estaba haciéndole preguntas: si le gustaba estar de vuelta allí, si se quedaría tres meses, cómo le parecía después de Los Ángeles, si echaba de menos las luces, las fiestas y la celebridad que había dejado atrás…, etc.
No podía contestarle. Aunque él tuviera todo el día, ella no. Abraham Starke la esperaba y ella tenía que volver a su despacho en el Hotel Grand Regency después de comer, para ocuparse de una interminable lista de cosas que hacer.
—Hyattville es una pequeña ciudad fantástica —le dijo—. No me arrepiento de haber dejado Los Ángeles.
Eso era verdad, pero sólo una minúscula parte.
—Bueno, que tengas un buen día, y dile a tu padre que te he visto. Ya sabes, si Miss América hubiera resultado ser una presa fugada, o algo así…
—Lo sé —Shallis sonrió—. Qué injusto, ¿eh? ¿Cómo se habrá atrevido esa mujer a haber llevado una vida intachable?
—Lista, guapa y además graciosa —dijo Duke Delahunty al cielo de abril. Su expresión empezó a parecerse a la del cajero de la tienda, hacía unos minutos.
—Ha sido un placer verlo, señor Delahunty —dijo Shallis rápidamente.
Después volvió a sonreírle porque, como casi todos los ciudadanos de Hyattville, estaba orgulloso de ella y lamentaba mucho que no hubiera ganado el título de Miss América por un pelo. Sería descortés enfadarse por el apoyo que siempre había tenido allí; los que miraban su escote eran franca minoría.
Pero el concurso había sido hacía más de cinco años. Se preguntó si Hyattville la dejaría avanzar en su vida alguna vez.
Shallis abrió la puerta del bufete de Abraham Starke y sonó una campanilla de latón. La recepcionista desvió la mirada de la pantalla de ordenador.
—¡Señorita Duncan! —sonrió esplendorosa—. Le diré al señor Starke que está aquí. La espera.
Instintivamente, Shallis miró su reloj.
—Oh, no, no llega tarde —dijo la recepcionista con premura—. Quería decir que contaba con verla hoy.
Echó la silla hacia atrás demasiado rápido, se puso en pie y tropezó con una de las ruedas. Se le escapó una palabrota y miró a Shallis con pánico, como si una ex finalista de un concurso de belleza tuviera derecho a arrestar a una mujer que maldecía en público.
Se preguntó que más le quedaba por ver. Quizá a Abraham Starke le diera un ataque de acidez al verla. Había sido el abogado de la familia desde antes de que Shallis naciera. Al menos, él no la vería con un vestido de noche y una diadema en la cabeza, tendría otros recuerdos menos exaltados. Por ejemplo, en pañales, o vestida de scout. Eran muy preferibles.
—La señorita Duncan está aquí, señor Starke —dijo la recepcionista, tras llamar y asomar la cabeza.
—Sí, por favor, dígale que entre —dijo una voz que no parecía pertenecer a un octogenario.
Dos segundos después, Shallis estuvo frente a frente con el hombre que seis años atrás había estado cerca de arruinar no sólo el día de boda de su hermana Linnie, sino toda su vida matrimonial con Ryan.
Jared Starke.
No Abraham.
Y sí, ese señor Starke sí tendría recuerdos sobre ella.
Su cuerpo empezó a arder, luego se heló. Sintió una oleada de reacciones. Era como sufrir la emboscada de sentimientos antiguos de los que no había disfrutado en su momento y que en la actualidad le gustaban aún menos.
Había sido muy protectora con su hermana desde su vuelta a Hyattville, hacía tres meses, después de enterarse de por qué Linnie y Ryan no eran padres aún, tras seis años casados. No quería que nada más interfiriese con la felicidad de Linnie.
Y si Jared aún tenía el poder de conseguirlo…
Probablemente fuera la única persona del mundo que podía conseguir que Shallis sintiera nostalgia por el tratamiento de princesa que todos le daban en Hyattville, excepto su padre. No soportaba ser tratada como una princesa, pero al menos sabía manejarlo.
Nunca había sabido manejar a Jared. Como mucho, simulaba hacerlo, eso había hecho en la boda de Linnie.
No sabía que el nieto de Abraham Starke había vuelto a la ciudad y, por lo visto, estaba a cargo del bufete de su abuelo. Era pecaminosamente guapo, nada fiable, y a ella no le gustaba nada.
En realidad no.
No podía traicionar a Linnie de esa manera, y no era tan tonta. En los últimos años había desarrollado un poderoso instinto de autoprotección.
—Shallis —dijo él. Se puso en pie rápidamente. La cortesía sureña que le habían inculcado desde la infancia no parecía afectada por su estancia en Chicago.
El sol que entraba por la ventana iluminaba los reflejos rubios de su cabello, haciendo que destacaran sobre los mechones inferiores, más oscuros. El bronceado, probablemente artificial y debido a sesiones habituales de rayos ultravioleta, le quedaba muy bien.
Unos pantalones de vestir oscuros y una camisa blanca cubrían un fuerte y viril cuerpo que parecía sentirse a gusto bajo la piel; lleno de poder latente pero sin necesidad de probar nada. Debía haberse probado a sí mismo muchas veces, con muchas mujeres. Lo rodeaba un aura eléctrica de éxito sensual, pero él actuaba como si desconociera su existencia.
Shallis estaba segura de que un hombre como él sabía que ese aura lo rodeaba.
Debía tener treinta y tres o treinta y cuatro años, mientras que ella tenía veintiocho. Había sido el primer novio serio de su hermana; cuando Linnie estaba en el último curso de instituto y ella tenía trece años.
Las chicas eran muy impresionables a los trece y Shallis había estado…
Muy impresionada.
De hecho, estuvo locamente enamorada de Jared hasta los dieciséis. Durante esos tres años, él apenas pareció notar su existencia. Ella en cambio, sudaba, se ponía roja, decía tonterías o se quedaba muda al verlo, e incluso escribía poemas horribles. No estaba nada orgullosa de cómo se había comportado la noche que él, por fin, se había dignado a fijarse en ella.
Jared, como si no tuviera noción de que ella podía sentirse hostil o negativa, ni tener sentimientos mucho más complejos sobre él, rodeó el escritorio de roble y le ofreció la mano. Su sonrisa fue tan firme como el apretón de manos. La mirada de los ojos marrón dorado expresaba respeto que daba la sensación de poder convertirse en amistad dadas las circunstancias adecuadas.
En su actitud y lenguaje corporal no reflejaba el «Otra rubia guapa, bostezo… tal vez una noche en la cama», tratamiento habitual en Los Ángeles; ni tampoco «Oh, guau, estoy en la misma habitación que la bella princesa pródiga de Hyattville», habitual allí.
¡Era injusto!
Se comportaba como Shallis quería que lo hiciera el resto de la población, menos Jared Starke. Sabía por Linnie y por propia experiencia, que su actitud debía formar parte de un juego que sólo podía tener un final: que Jared saliera victorioso.
—Jared —dijo, con voz fría. Una finalista al título de Miss América aprendía a controlar la voz—. No esperaba verte aquí.
—Yo no esperaba estar, hasta hace un par de días —farfulló él—. Por favor, siéntate —señaló los dos sillones de cuero que había junto a la ventana, a ambos lados de una mesita de café de roble.
Shallis se sentó con desgana. Tenía los labios resecos, por eso había ido a comprar bálsamo labial. Había pasado el día anterior al aire libre, en la finca de caballos de Linnie y Ryan, y se había quemado con el sol de primavera y la brisa. El tiempo parecía estar en contra de sus intentos de dejar de estar maquillada a todas horas.
—Llegué el viernes —explicó Jared—, y el abuelo prácticamente me puso un manojo de llaves en la mano, agarró su caña de pescar y se fue a la montaña —abrió las manos y volvió las palmas hacia arriba—. Pensaba que venía a descansar, pero él tenía otras ideas.
—Entonces, ¿esto es temporal? ¿Sólo por unos días?
La voz de Shallis sonó aliviada y ella deseó haber escondido mejor su reacción. Estaba segura de que Jared ocultaba algo.
—Muy bien —siguió—. Puedo concertar otra cita para cuando regrese tu abuelo.
Jared la observó en silencio, consciente de su incomodidad y sonrió de nuevo.
—Perdona, creo que te he dado una impresión errónea —aclaró—. Mi abuelo y yo hemos hablado y acordado que me ocuparé del bufete durante los próximos seis meses, mientras consideramos las opciones de futuro. Debería haberse jubilado hace tiempo, pero quiere pensárselo. La muerte de mi padre, hace seis meses, lo afectó mucho.
—Oh, sí. Lógico. Lo sentí mucho —dijo Shallis.
—Fue duro —admitió él—. No nos veíamos mucho desde que él y mamá se divorciaron y se trasladó a Nashville, pero seguíamos estando unidos.
—Lo supongo.
Había visto la foto con marco de plata que ocupaba un lugar prominente en la estantería, tras el escritorio. Jared, su padre y su abuelo sonreían a la cámara, con el fondo de hierba y follaje del club de golf de Hyattville.
Jared no se parecía mucho a ellos. La estructura ósea de su rostro era más angulosa, tenía la mandíbula más prominente y era más fuerte y denso; pero la foto demostraba que los tres se querían mucho.
—Lo cierto es que no hablamos de unos cuantos días hasta que vuelva mi abuelo —continuó Jared—. He mirado los informes y no creo que tu asunto pueda esperar tanto tiempo.
—El patrimonio de mi abuela. No, no puede esperar. A mi madre le resulta muy difícil.
—Puedo imaginarlo.
De nuevo, su voz tuvo el tono perfecto. Condolencia sincera, pero no agobiante. Debía ser una técnica profesional que había estudiado. Shallis se dijo que no podía ser natural en un hombre como él. Tras ver su arrogante comportamiento en la boda de Linnie y Ryan, no tenía ninguna duda al respecto.
—He oído algunas anécdotas fabulosas sobre tu abuela. La mayoría graciosas —dijo él—. Sin duda para tu madre ha sido muy duro.
—Estaban muy unidas —Shallis deseó no tener la garganta tan reseca—. Si yo me ocupo de los temas prácticos y legales, a mamá le resultará más fácil tomar decisiones sobre otras pertenencias de la abuela.
—Si quisieras, podrías ir a Banks y Moore, en Carrollton —ofreció Jared. A ella le pareció ver un brillo retador en sus ojos—. O puedes tratar conmigo.
—Me sorprende que estés aquí —dijo Shallis, intentando ganar tiempo. De pronto, comprendió que estaba reaccionando con demasiada lentitud. Él ya había explicado su presencia—. Quiero decir que me sorprende que estuvieras disponible. Llevas mucho tiempo en Chicago; suponía que tendrías compromisos allí.
—Estoy tomándome un descanso —aclaró Jared. Esperó no haber mostrado la complejidad de sus sentimientos al respecto—. Tengo un par de opciones abiertas, y no quiero tomar la decisión equivocada.
Sabía que la mayoría de la gente de Hyattville no lo creería. Muchos desearían verlo estrellarse y caer, e interpretarían su regreso como señal de que estaba a punto de suceder. Esperaba rumores sobre negocios sucios, deudas, escándalos financieros o incapacitación para ejercer la abogacía.
Esa era la desventaja de haberse proclamado un chico de altos vuelos en una ciudad como ésa. Por desgracia, su ambición y su arrogancia lo habían llevado a cometer varios errores en el pasado, y eso daría plausibilidad a los rumores.
Sin duda, a veces había actuado como un desaprensivo, y no se permitía olvidarlo. Su abuelo Abe había colocado algunos de los trofeos ganados por él jugando al golf y al frontón en las estanterías, «para darle tu sello personal al despacho, que ahora es tuyo». Jared había añadido otro trofeo; uno falso que le habían regalado unos compañeros de la facultad de Derecho.
«Mal perdedor», se leía en una bonita placa de cobre grabada. Lo importante del trofeo era que cuando sus amigos se lo dieron, en son de burla, no fue capaz de reírse. Tres años después, el trofeo era su primer toque personal en las oficinas que había ocupado, y se reía mucho más de sí mismo.
Sabía que lo único que podía hacer respecto a su reputación era agachar la cabeza, sacar fuerzas de su madurez y la fe que tenía su familia en él, y demostrar que todos se equivocaban.
No todos, sólo la gente que importaba.
La bella Shallis Duncan no debía ser una de ellas, pero sin duda lo era. Hacía seis años que no la veía y no había podido sacársela de la cabeza.
—Banks y Moore tiene buena reputación como bufete —dijo ella, levantándose. Él se puso en pie y la miró.
El cabello rubio enmarcaba su rostro y los ojos azules eran grandes y claros como agua de mar. Llevaba un traje clásico y sencillo, pero en su cuerpo esbelto y curvilíneo parecía tan bonito y femenino como un picardías de encaje. No parecía estar maquillada, exceptuando el brillo de labios, pero su piel era tan fina y traslúcida que a Jared le encantó su aspecto natural. La testosterona empezó a circular por su cuerpo.
—Supongo que tu secretaria podrá enviarles la documentación, ¿no? —concluyó Shallis.
A Jared se le encogió el estómago. Maldición, maldición. Le había salido mal la jugada.
Por supuesto, ella no lo vería así. Había escogido la razonable opción que le había ofrecido; se arrepintió de haberlo hecho. Impotente, dejó que el resto de la breve conversación se deshilvanara hasta el final. Cuando ella salió del despacho, el Jared Starke real volvió a tomar el control de sus acciones.
El Jared Starke ganador.
El Jared Starke abogado de cuarta generación.
El Jared Starke que oía «No» y reaccionaba como un toro bravo ante un trapo rojo.
El Jared Starke que podía reírse al mirar su trofeo de «Mal Perdedor», pero no iba a dejar que su última oportunidad de congraciarse con la familia Duncan saliera por la puerta sobre unos tacones gris perla, mientras él se quedaba clavado en el suelo, aprisionado por una salvaje oleada de necesidad y deseo físico.
ESPERA! —gritó Jared, intentando alcanzar a Shallis, que iba hacia su coche, aún aparcado frente a la tienda.
Ella se detuvo y se dio la vuelta. Él estiró la zancada y frenó en seco cuando estuvo cerca de ella.
—¿De veras tienes que hacerlo? —preguntó.
Lo dijo en voz baja e íntima, un gesto que Shallis agradeció. Le gustó menos que la sensación de intimidad pareciera rodearlos y envolverlos.
—Carrollton está a media hora en coche —siguió él—. Las tarifas de Banks y Moore son bastante más altas que las de mi abuelo y no conocen los asuntos legales de tu familia. No sé bien por qué estás tan reacia a…
Ella le lanzó una mirada interrogativa y desdeñosa.
—De acuerdo. Entiendo —él abrió las manos y suspiró. Su voz sonó más grave y profunda.
El tono masculino pareció enredarse en las piernas de Shallis y subir, como el humo de los cigarrillos que había probado algunas veces con catorce años.
—Sé por qué eres reacia, ¿no? —aceptó él—. Pero esto es una relación de negocios y soy buen abogado. Mi abuelo no me habría confiado el bufete si no lo fuera. No estaría considerando ofertas de tres de los despachos más importantes de Chicago si no lo fuera.
Se acercó un poco más a ella. Shallis fue demasiado consciente del movimiento y de su resultado. Podía ver las chispas oro oscuro en sus ojos marrones, y dos pecas diminutas sobre la esquina de su boca. Estrechó los ojos y apretó los labios, pero no dejó de ejercer efecto sobre ella. Siempre lo había ejercido.
—Al menos, celebremos la reunión que estaba concertada para hoy —continuó—. Podemos poner las cosas en marcha con las propiedades de tu abuela. Háblalo con tu madre después. Si alguna de vosotras sigue teniendo problemas con mi participación, estoy seguro de que mi abuelo se hará cargo del caso cuando vuelva de pescar; tu familia lleva muchos años con él.
—¿Cuándo regresa? —preguntó ella, deseando que fuera muy pronto.
—No dio fecha fija, por desgracia. Imagino que tardará al menos un mes, teniendo en cuenta las provisiones y suministros que llevaba en la furgoneta.
—¿Por qué te interesa el tema tanto, Jared?
Él la estudió un segundo y ella tuvo la impresión de que estaba buscando la respuesta que tenía más posibilidades de sonar verídica. Había visto a muchos hombres con esa expresión en el rostro, mientras buscaban la frase hecha que más los acercaría a llevarse a la cama a una reina de la belleza.
—No quiero ser responsable de que mi abuelo pierda la relación profesional con tu familia —contestó él.
—La herencia es pan comido, y de poco valor, ¿no? —le dolía hablar así del legado de su abuela, pero podía ser tan fría como Jared si hacía falta—. Tu abuelo debe ocuparse de cosas así todo el tiempo. Perder a unos clientes no le llevará a la ruina.
—Perder a la familia Duncan será un mal indicio para el resto de la ciudad, y perderá a más clientes. Mira, haz lo que quieras —encogió los hombros—. Simplemente, no me parece necesario, nada más. Parece mezquino.
—¿Mezquino por mi parte?
—Mezquino que cualquiera de nosotros mezcle el legado de tu abuela con un error personal, y muy lamentado, que cometí hace seis años. He seguido con mi vida, y estoy seguro de que tú también.
Sí, se le daba muy bien el tono sincero. La voz profunda y aterciopelada ayudaba mucho. Y los ojos. Y las pestañas. Y el destello irónico que se veía tras ellas.
Shallis casi lo creyó: lo suficiente para pensar que era cierto que Banks y Moore saldrían más caros y eran menos convenientes; decidió concederle el beneficio de la duda. Era un asunto legal sencillo y, por el bien de su madre, no era justo alargarlo más de lo necesario, ni mezclar sentimientos personales.
—De acuerdo —aceptó. Tenía los nervios a flor de piel, como una adolescente—. Haremos lo necesario hoy y le preguntaré a mi madre cómo quiere seguir —pensó para sí que también le preguntaría a Linnie, pero Jared no tenía por qué saberlo.
—¿Quieres café mientras hablamos? —preguntó Jared cuando llegaron de nuevo al bufete y entraron.
—Sí, por favor —Shallis sabía que se podían esconder muchas cosas tras una humeante taza de café, y quizá necesitara hacerlo.
—¿Andrea? —le pidió Jared a la recepcionista.
—Ahora mismo —afirmó ella. Si sentía curiosidad por la súbita partida de Shallis y por su inesperado regreso, no lo demostró—. ¿Cómo lo toma, señorita Duncan?
—Con leche y sin azúcar, gracias.
—Lo siento, señor Starke. Esta mañana se lo ha hecho usted y no he visto…
—Solo.
Por lo visto era capaz de rebajarse a hacerse el café. O quizá intentaba ablandar a Andrea dándole una buena impresión inicial, para aprovecharse después.
«¿Cínica? ¿Yo? ¿Respecto a Jared Starke? Nunca», pensó Shallis para sí.
Esa vez él se sentó frente al escritorio y ella delante, dando a la reunión un carácter profesional. Él explicó los pasos que había que dar antes de repartir las propiedades y solicitó ver los documentos que hubieran encontrado entre las cosas de su abuela.
—No era una persona muy organizada —dijo Shallis.
—Pero eso se lo aceptas en algunas personas, ¿no? Por lo que he oído, tu abuela era una de ellas.
—Era fantástica. Generosa, divertida y creativa. Con un fantástico sentido del humor. Sabía de todo y se preocupaba por la gente. A veces nos volvía locos, sobre todo a mi padre, pero el mundo siempre parecía más interesante cuando estaba presente. Me cuesta creer… que se haya ido.
—Imagino —musitó Jared—. Hace dos semanas, ¿no?
Shallis no contestó. Se escondió tras la taza de café un par de minutos y Jared no la presionó. Era de agradecer, pero en el fondo no quería que se comportara bien. Habría sido mejor para sus nervios que se comportara como un hombre cruel, insensible y tramposo.
—¿Tu madre no quiere esperar un poco más? —preguntó él—. Revisar toda la vida de una persona puede ser una tarea agotadora y difícil.
—Creo que, en cierto sentido, a ella la está ayudando Y tuvo tiempo de prepararse antes de su muerte. La abuela tenía ochenta años, y el ataque fue grave. Sabíamos que no le gustaría vivir sin esperanza de una recuperación completa. Murió mientras dormía, diez días después.
—Has dicho que no era organizada. ¿Tenía todos los documentos en la misma habitación? ¿Algún archivo?
—Oh, no —Shallis sonrió—. Hay cajas, sobres y carpetas por toda la casa.
—Ya —sonrió él—. Conozco ese método de archivo.
—Y están todos los adornos y recuerdos de la abuela, tesoros envueltos en papel de seda, algunas joyas, antiguos vestidos de noche, muchas cosas…
—Decisiones difíciles que tomar. Tendréis que elegir lo que deseéis valorar. Mi abuelo conoce a un par de tasadores que suele recomendar —metió la mano en un cajón, sacó dos tarjetas. En vez de dárselas, las dejó ante ella, sobre la mesa. Shallis se preguntó si no quería arriesgarse a que sus manos se rozaran.
—Gracias —guardó las tarjetas en un bolsillo de la tapa del maletín, que había puesto sobre el escritorio.
Cuando alzó la cabeza, Jared tenía la mandíbula apoyada en las manos y los codos sobre la mesa. Parecía cansado, incluso estresado. Ella se preguntó qué lo había llevado a descansar de su gloriosa ascensión hacia la cumbre en Chicago.
—¿Deberíamos hacer inventario sobre la marcha?
—Quizá sería mejor que lo revisarais todo antes.
—Hay muchas cosas. Y no lo estamos haciendo de forma sistemática.
—¿Habitación por habitación?
—Es lo que intento hacer yo, pero mamá se va por la tangente de vez en cuando. Tenemos muchas interrupciones y aún nos queda mucho que revisar. Voy a pedir la semana que viene libre en el trabajo, pero no bastará.
Shallis se dio cuenta de que le estaba dando demasiados detalles innecesarios a Jared; no había esperado que escuchara tan bien.
—Bueno, echemos un vistazo a los papeles que habéis encontrado por ahora —Jared empezó a hojear los papeles que tenía ante él—. Ésta es la escritura de la casa.
—Sí, pero antes de que la mires, hemos encontrado algo que no entendemos, y quiero preguntarte por ello.
Se inclinó hacia delante y sacó una hoja de la siguiente carpeta del montón. Era un recibo de impuestos sobre la propiedad inmobiliaria fechado un par de meses antes. Encima, su abuela había escrito, con la tinta azul que siempre utilizaba: Pagado 20 de febrero.
—Mira la dirección del inmueble, Jared: calle Chestnut. La abuela nunca vivió en esa parte de la ciudad, y estamos seguras de que no posee inmuebles alquilados, ni allí ni en ningún otro sitio. No entiendo por qué tenía este recibo, y menos aún por qué lo pago.
—El abuelo Abe vive en la calle Chestnut; me alojaré allí hasta que regrese —Jared miró la dirección atentamente—. Está unas seis casas más abajo. Estoy intentando visualizar el cincuenta y seis, pero no lo consigo.
—Es una calle muy agradable, con todas esas antiguas casas victorianas.
—Es preciosa —corroboró él.
—La parte de atrás del Grand Regency da a esa calle.
—Ahora trabajas allí, ¿no? —él alzó la vista del papel—. ¿Directora de celebraciones? Eso es un trabajo de mucha responsabilidad, en un sitio como el Grand.
—¿Ves las canas? —bromeó ella.
—Sí, cientos —corroboró él, risueño.
Sus ojos se encontraron. Iban a compartir una risa, pero intervino el recuerdo y desviaron la mirada.