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En sus pasos, ¿Qué haría Jesús? de Charles M. Sheldon es una novela que explora el impacto del cristianismo práctico en la vida cotidiana y en las decisiones personales. A través de una narrativa centrada en el desafío moral de imitar a Cristo en cada acción, la obra plantea preguntas sobre la ética, la fe y la responsabilidad social. Los personajes enfrentan situaciones que les exigen cuestionar sus prioridades y adoptar un enfoque basado en el amor y la justicia, resaltando las tensiones entre las expectativas sociales y los principios espirituales. Desde su publicación, En sus pasos, ¿Qué haría Jesús? se ha convertido en un texto clave dentro de la literatura cristiana. Su enfoque accesible y su mensaje universal han inspirado movimientos como el de "¿Qué haría Jesús?" (WWJD, por sus siglas en inglés), que busca motivar a los creyentes a adoptar un cristianismo más activo y comprometido. La obra ha sido traducida a múltiples idiomas, adaptada a diferentes formatos y sigue influyendo en discusiones sobre cómo integrar la fe en la vida diaria. La relevancia de la novela radica en su capacidad para conectar los valores espirituales con las realidades sociales y económicas. Al examinar las implicaciones prácticas de vivir conforme a los ideales cristianos, Sheldon ofrece una perspectiva que trasciende su contexto histórico, invitando a los lectores a reflexionar sobre cómo sus propias acciones pueden contribuir a un mundo más ético y compasivo.
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Seitenzahl: 409
Charles M. Sheldon
EN SUS PASOS, ¿QUÉ HARIA JESUS?
Título original:
PREFACIO
EN SUS PASOS, ¿QUÉ HARIA JESUS?
Charles M. Sheldon
1857 - 1946
Charles M. Sheldon fue un escritor y pastor estadounidense, reconocido como uno de los pioneros de la literatura cristiana contemporánea. Nacido en Wellsville, Nueva York, Sheldon es recordado principalmente por su influyente novela En sus pasos, ¿Qué haría Jesús?, una obra que popularizó el concepto de aplicar los principios de la fe cristiana a las decisiones diarias y que marcó un impacto duradero en el movimiento social del cristianismo en el siglo XX.
Primeros años y educación
Sheldon creció en un entorno religioso y desde joven mostró un interés por la fe y la escritura. Estudió en Phillips Academy y más tarde en la Universidad Brown, donde desarrolló un compromiso profundo con los valores cristianos. Posteriormente, se graduó en el Seminario Teológico Andover, lo que lo llevó a desempeñarse como pastor congregacionalista. Su carrera pastoral influyó profundamente en su escritura, ya que buscaba integrar los valores espirituales con las necesidades prácticas de la sociedad.
Carrera y contribuciones
La obra más conocida de Sheldon, En sus pasos, ¿Qué haría Jesús? (1896), surgió de una serie de sermones dramatizados que presentó en su iglesia en Topeka, Kansas. El libro narra la historia de un grupo de personas que, al enfrentarse a desafíos éticos y morales, deciden basar todas sus acciones en la pregunta "¿Qué haría Jesús?" La obra abordó temas como la justicia social, la pobreza y la responsabilidad personal, conectando el cristianismo con el activismo social.
Sheldon utilizó un estilo sencillo y accesible, logrando captar tanto a lectores religiosos como a laicos. Su enfoque práctico y moral resonó en un momento en que Estados Unidos enfrentaba cambios significativos, como la industrialización y la urbanización, y sirvió de inspiración para el movimiento del Evangelio Social.
Impacto y legado
En sus pasos, ¿Qué haría Jesús? se convirtió en uno de los libros más vendidos de todos los tiempos, traducido a numerosos idiomas y adaptado a diversos formatos. Su mensaje inspiró tanto a individuos como a organizaciones cristianas a buscar una vida alineada con los principios de la fe y a promover causas sociales. Aunque algunos críticos lo consideran didáctico, el libro logró conectar profundamente con las preocupaciones éticas de su época y más allá.
Sheldon también escribió otras novelas, aunque ninguna alcanzó el mismo nivel de popularidad. Sin embargo, su enfoque en combinar narrativa y principios espirituales marcó un precedente para la literatura cristiana moderna y el activismo basado en la fe.
Charles M. Sheldon falleció en 1946, dejando un legado duradero en la literatura cristiana y en el activismo social. Su mensaje de vivir de acuerdo con los principios cristianos sigue siendo relevante en el contexto de debates sobre ética y responsabilidad social. Sheldon es recordado no solo como un escritor, sino como un líder que buscó inspirar un cambio genuino en la sociedad a través de la fe.
Sobre la obra
En sus pasos, ¿Qué haría Jesús? de Charles M. Sheldon es una novela que explora el impacto del cristianismo práctico en la vida cotidiana y en las decisiones personales. A través de una narrativa centrada en el desafío moral de imitar a Cristo en cada acción, la obra plantea preguntas sobre la ética, la fe y la responsabilidad social. Los personajes enfrentan situaciones que les exigen cuestionar sus prioridades y adoptar un enfoque basado en el amor y la justicia, resaltando las tensiones entre las expectativas sociales y los principios espirituales.
Desde su publicación, En sus pasos, ¿Qué haría Jesús? se ha convertido en un texto clave dentro de la literatura cristiana. Su enfoque accesible y su mensaje universal han inspirado movimientos como el de "¿Qué haría Jesús?" (WWJD, por sus siglas en inglés), que busca motivar a los creyentes a adoptar un cristianismo más activo y comprometido. La obra ha sido traducida a múltiples idiomas, adaptada a diferentes formatos y sigue influyendo en discusiones sobre cómo integrar la fe en la vida diaria.
La relevancia de la novela radica en su capacidad para conectar los valores espirituales con las realidades sociales y económicas. Al examinar las implicaciones prácticas de vivir conforme a los ideales cristianos, Sheldon ofrece una perspectiva que trasciende su contexto histórico, invitando a los lectores a reflexionar sobre cómo sus propias acciones pueden contribuir a un mundo más ético y compasivo.
El sermón historia “En sus pasos”, o “¿Qué haría Jesús?”, fue inicialmente escrito en el invierno de 1896, y leído por el autor, un capítulo a la vez, a su congregación los domingos por la tarde en la Iglesia Central Congregacional, en Topeka, Kansas. Después fue impreso como una serie en El Avance (Chicago), y su recepción por los lectores de ese periódico fue tal, que los editores de El Avance hicieron arreglos para que apareciera en forma de libro. Fue su deseo, al que el autor se unió de todo corazón, que la historia pudiera alcanzar a tantos lectores como fuera posible, resultando en exitosas ediciones de volúmenes en rústica a un precio al alcance de casi todos los lectores.
La historia ha sido cálida y conscientemente bienvenida por Sociedades de Esfuerzo, organizaciones de templanza e YMCA. Es la oración del autor que el libro llegue como una gran bendición a las iglesias para apoyar el discipulado cristiano y acelerar el establecimiento del reino del Maestro en la tierra.
Charles M. Sheldon
Topeka, Kansas, noviembre, 1897.
“Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas.”
Era viernes por la mañana y el Rev. Henry Maxwell estaba tratando de terminar su sermón matutino dominical. Había sido interrumpido varias veces y se estaba poniendo nervioso conforme la mañana pasaba, y el sermón avanzaba lentamente hacia un final satisfactorio.
“Mary”, le dijo a su esposa, mientras subía después de la última interrupción, “si alguien viene después de esto, me gustaría que le dijeras que estoy muy ocupado y no puedo bajar a menos que sea algo muy importante”
“Sí, Henry. Pero voy a visitar el jardín de niños y tendrás la casa para ti solo.”
El ministro subió a su estudio y cerró la puerta. En unos minutos oyó a su esposa salir, y entonces todo quedó tranquilo. Se acomodó en su escritorio con un suspiro de alivio y empezó a escribir. Su texto estaba en 1ª de Pedro 2:21: “Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas.”
Él había enfatizado en la primera parte del sermón la Expiación como un sacrificio personal, llamando la atención al hecho del sufrimiento de Jesús en varias formas, tanto en Su vida como en Su muerte. Después había enfatizado la Expiación vista como un ejemplo, dando ilustraciones de la vida y enseñanzas de Jesús para mostrar cómo la fe en el Cristo ayudó a salvar hombres por el modelo o carácter que él mostró para ser imitado. Ahora estaba en el tercer y último punto, la necesidad de seguir a Jesús en Su sacrificio y ejemplo.
Había escrito “Tres pasos. ¿Cuáles son?” y estaba a punto de enumerarlos en un orden lógico cuando el timbre sonó bruscamente. Era una de esas campanillas de relojería, y siempre sonaba como lo haría un reloj si tratara de marcar las 12, todas al mismo tiempo.
Henry Maxwell se sentó en su escritorio y frunció un poco el ceño. No hizo ningún movimiento para atender el timbre. Muy pronto sonó de nuevo; entonces, se levantó y caminó hacia una de las ventanas con vista a la puerta principal. Un hombre estaba de pie en los escalones. Era un hombre joven, pobremente vestido.
“Se ve como un vago,” dijo el ministro. “Supongo que tendré que bajar y...”
No terminó su frase, pero bajó y abrió la puerta de entrada. Hubo una pausa momentánea mientras los dos hombres permanecían de pie mirándose mutuamente, entonces el joven de aspecto lastimoso dijo:
“No tengo trabajo, señor, y pensé que tal vez usted podría ayudarme a conseguir algo.”
“No sé de ninguno. Los trabajos son escasos...” replicó el ministro, empezando a cerrar la puerta lentamente.
“No sé, pero tal vez usted podría darme una nota para el tren de la ciudad o para el gerente de los talleres, o algo,” continuó el joven, pasando nerviosamente su desteñido sombrero de una mano a otra.
“No serviría de nada. Tendrá que disculparme. Estoy muy ocupado esta mañana. Espero que encuentre algo. Siento no poder darle algo que hacer aquí. Pero sólo tengo un caballo y una vaca, y hago el trabajo yo mismo.”
El Rev. Henry Maxwell cerró la puerta y oyó al hombre bajar las escaleras. Mientras subía a su estudio, vio desde la ventana de la sala que el hombre caminaba lentamente calle abajo, todavía sosteniendo su sombrero entre las manos. Había algo en la figura tan abatida, sin hogar y olvidada que el ministro dudó por un momento mientras permanecía de pie mirándolo. Entonces regresó a su escritorio y, con un suspiro, empezó a escribir donde se había quedado. No tuvo más interrupciones, y cuando su esposa regresó dos horas más tarde el sermón estaba terminado, las hojas sueltas reunidas, pulcramente acomodadas, y puestas sobre su Biblia, todo listo para el servicio dominical matutino.
“Algo muy extraño sucedió en el jardín de niños esta mañana, Henry,” dijo su esposa mientras tomaban la cena. “Sabes que fui con la Sra. Brown a visitar la escuela, y justo después de los juegos, mientras los niños estaban en las mesas, la puerta se abrió y un hombre joven entró sosteniendo un sucio sombrero con ambas manos. Se sentó cerca de la puerta y no dijo ni una palabra; sólo miró a los niños. Era evidentemente un vagabundo, y la señorita Wren y su asistente, la señorita Kyle, estaban un poco asustadas al principio, pero él se sentó muy tranquilamente y después de unos minutos salió.”
“Posiblemente estaba cansado y quería descansar en algún lado. El mismo hombre llamó aquí, creo. ¿Dijiste que se veía como un vagabundo?”
“Sí, cubierto de polvo, andrajoso y con toda la pinta de un vagabundo. No más de treinta o treinta y tres años, diría yo.”
“El mismo hombre,” dijo el Rev. Henry Maxwell pensativamente.
“¿Terminaste tu sermón, Henry?” preguntó su esposa después de una pausa.
“Sí, ya acabé. Ha sido una semana muy ocupada para mí. Los dos sermones me han costado mucho trabajo.”
“Serán apreciados por una buena audiencia el domingo, espero,” replicó su esposa sonriendo. “¿De qué vas a predicar en la mañana?”
“Siguiendo a Cristo. Estoy tomando la Expiación bajo la idea de sacrificio y ejemplo, y entonces muestro los pasos necesarios para seguir Su sacrificio y ejemplo.”
“Estoy segura de que es un buen sermón. Espero que no llueva el domingo. Hemos tenido muchos domingos con tormentas últimamente.”
“Sí, la asistencia ha sido muy baja por algún tiempo. La gente no viene a la iglesia en medio de una tormenta.” El Rev. Henry Maxwell suspiró al decirlo. Estaba pensando en el esfuerzo cuidadoso y laborioso que había hecho al preparar sermones para grandes audiencias que nunca llegaron.
Pero la mañana del domingo llegó al pueblo de Raymond, uno de esos días perfectos que a veces vienen después de largos periodos de viento, lodo y lluvia. El aire era claro y agradable, el cielo lucía libre de señales amenazadoras, y cada uno de los feligreses del Sr. Maxwell se prepararon para ir a la iglesia. Cuando el servicio inició a las once en punto, el gran edificio estaba lleno con la presencia de la gente mejor vestida, los de aspecto más acomodado de Raymond.
La Primera Iglesia de Raymond creía en tener la mejor música que el dinero podía comprar, y su coro cuarteto este domingo fue fuente de gran placer para la congregación. El himno fue inspirador. Toda la música estuvo en armonía con el tema del sermón. Y el himno fue una elaborada adaptación de la música más moderna del himno
“Jesús, mi cruz he tomado,
Dejo todo y te sigo a Ti.”
Justo antes del sermón, la soprano cantó un solo, el bien conocido himno
“Donde Él me guíe yo le seguiré,
Iré con él, con él, hasta el final.”
Rachel Winslow se veía muy hermosa esa mañana al levantarse detrás del biombo de roble tallado, marcado significativamente con los emblemas de la cruz y la corona. Su voz era todavía más hermosa que su rostro, y eso es mucho decir. Hubo un susurro general de expectación en la audiencia cuando ella se levantó. El mismo Sr. Maxwell se acomodó satisfecho detrás del púlpito. El canto de Rachel Winslow siempre le ayudaba. Él generalmente planeaba que hubiera un canto antes del sermón. Eso hacía posible la inspiración de ciertos sentimientos que hacían su presentación más impresionante.
La gente decía que nunca habían oído ese tipo de canto ni siquiera en la Primera Iglesia. Lo cierto es que, si no hubiera sido un servicio en la iglesia, su solo hubiera sido vigorosamente aplaudido. Incluso, al ministro le pareció que cuando ella se sentó hubo algo que pareció un intento de aplauso o un golpeteo de pies en el piso por toda la iglesia. Se sobresaltó por ello. Al levantarse, sin embargo, y colocar su sermón en la Biblia, se dijo a sí mismo que se había engañado. Por supuesto, eso no podía haber ocurrido. En unos momentos estaba absorto en su sermón y todo lo demás fue olvidado en el placer de su presentación.
Nadie habría acusado a Henry Maxwell de ser un predicador aburrido. Al contrario, con frecuencia se le había acusado de ser sensacionalista; no tanto en lo que él decía, sino en su forma de decirlo. Pero a la gente de la Primera Iglesia le gustaba eso. Le daba a su predicador y a su congregación una distinción placentera que era agradable.
También era verdad que el pastor de la Primera Iglesia amaba predicar. Raras veces cambiaba su lugar. Ansiaba estar en su propio púlpito cuando el domingo se acercaba. Era una estimulante media hora para él el estar frente una iglesia llena de gente y saber que tenía su atención. Era peculiarmente sensible a las variaciones en la asistencia. Nunca predicaba bien ante una audiencia pequeña. El clima también lo afectaba decididamente. Estaba en su mejor forma ante justo una congregación como la que tenía enfrente ahora, en justo ese tipo de mañana. Sintió un brillo de satisfacción al seguir adelante. La iglesia era la primera en la ciudad. Tenía el mejor coro. Tenía una membresía compuesta de gente líder, representantes de la riqueza, sociedad e inteligencia de Raymond. Iba a ir al extranjero para pasar unas vacaciones de tres meses en el verano, y las circunstancias de su pastorado, su influencia y su posición como pastor de la Primera Iglesia en la ciudad...
No es seguro que el Rev. Henry Maxwell supiera cómo podía tener este pensamiento en conexión con su sermón, pero al acercarse al final él sabía que, en algún punto de su presentación, había tenido todos esos sentimientos. Habían entrado en la substancia misma de su pensamiento; podría haber sido todo en unos segundos de tiempo, pero había sido consciente de definir su posición y sus emociones del mismo modo que si hubiera mantenido un soliloquio, y su presentación tomó parte de la emoción de profunda satisfacción personal.
El sermón fue interesante. Estuvo lleno de frases llamativas. Habrían llamado la atención impresas. Habladas con la pasión de un dramatismo que había tenido el buen sentido de nunca ofender con un rastro de despotricar o declamar, fueron muy efectivas. Si el Rev. Henry Maxwell esa mañana se sentía satisfecho con las condiciones de su pastorado, la Primera Iglesia también tenía un sentimiento similar al felicitarse a sí misma por la presencia en el púlpito de este erudito, refinado y con rostro y figura sorprendentes, predicando con tal animación y libre de afectaciones vulgares, ruidosas o molestas.
De repente, en medio de este perfecto acuerdo y concordia entre el predicador y la audiencia, llegó una muy notoria interrupción. Sería difícil describir el alcance de la conmoción que logró esta interrupción. Fue tan inesperada, tan completamente contraria a cualquier pensamiento de cualquier persona presente que no daba lugar a argumentar o, por el momento, a resistirse.
El sermón había llegado a su final. El Sr. Maxwell acababa de dar vuelta a la mitad de la gran Biblia sobre su manuscrito y estaba a punto de sentarse mientras el cuarteto se preparaba para levantarse a cantar la música seleccionada para el cierre,
“Todo por Jesús, todo por Jesús,
Todos los poderes rescatados de mi ser...
...cuando toda la congregación se sobresaltó con el sonido de la voz de un hombre. Venía del fondo de la iglesia, desde uno de los asientos bajo la galería. Un momento después, la figura de un hombre salió de las sombras y caminó por el pasillo central. Antes de que la sorprendida congregación se diera cuenta de lo que estaba pasando, el hombre había llegado al espacio abierto enfrente del púlpito y se había vuelto de frente a la gente.
“Me he estado preguntando desde que llegué aquí” – esas fueron las palabras que él usó estando bajo la galería, y las repitió – “si sería correcto decir una palabra al cierre del servicio. No estoy borracho y no estoy loco, y soy totalmente inofensivo, pero si muero, como es muy probable que lo haga en unos pocos días, quiero tener la satisfacción de pensar que dije mi parte en un lugar como este, y ante este tipo de personas.”
El Sr. Maxwell no se había sentado, y ahora permaneció de pie, inclinado en su púlpito, mirando al extraño. Era el hombre que había ido a su casa el viernes anterior, el mismo hombre joven cubierto de polvo, cansado, de aspecto lastimoso. Sostenía su desteñido sombrero con las dos manos. Parecía ser un gesto favorito. No se había rasurado, y su cabello se veía áspero y enredado. Es poco probable que alguien así hubiera alguna vez confrontado a la Primera Iglesia dentro del santuario. Había cierta tolerancia familiar con este tipo de humanidad en la calle, cerca de los talleres del tren, deambulando de arriba abajo en la avenida, pero ni soñar con un incidente como éste tan cerca.
No había nada ofensivo en los modales o el tono del hombre. No se veía alterado, y habló con voz suave pero clara. El Sr. Maxwell estaba consciente, aún mientras permanecía de pie atontado en medio de su asombro ante el acontecimiento, que de alguna manera el acto del hombre le recordaba a una persona que había visto alguna vez caminar y hablar dormida.
Nadia hizo movimiento alguno para detener al extraño o interrumpirlo de alguna manera. Posiblemente, el sobresalto inicial por su repentina aparición se había transformado en una genuina perplejidad respecto a qué era lo mejor que se debía hacer. Como haya sido, él continuó como si no hubiera pensado en una interrupción y no tuviera idea del elemento inusual que había introducido en el decoro del servicio de la Primera Iglesia. Mientras él hablaba, el ministro permaneció inclinado sobre el púlpito, su cara volviéndose más blanca y triste a cada momento. Pero no hizo movimiento alguno para detenerlo, y la gente permaneció sentada y perpleja en un silencio total. Otra cara, la de Rachel Winslow desde su lugar en el coro, miraba fija y atentamente hacia la andrajosa figura con el sombrero descolorido. Su rostro era llamativo en cualquier momento. Bajo la presión del presente incidente inesperado era tan personalmente distintivo como si hubiera estado enmarcado en fuego.
“No soy un vagabundo común, aunque no conozco ninguna enseñanza de Jesús que haga que un tipo de vagabundo merezca ser salvo menos que otro. ¿Ustedes sí?” Hizo la pregunta con naturalidad, como si toda la congregación hubiera sido una pequeña clase bíblica. Se detuvo solo un momento y tosió dolorosamente. Entonces continuó.
“Perdí mi trabajo hace diez meses. Soy impresor de oficio. Las nuevas máquinas impresoras son preciosos especímenes inventados, pero sé de seis hombres que se han suicidado durante el año pasado sólo a causa de esas máquinas. Por supuesto, no culpo a los periódicos por conseguir esas máquinas. Mientras tanto, ¿qué puede hacer un hombre? Sé que yo nunca aprendí más que un oficio, y eso es todo lo que puedo hacer. He recorrido todo el país tratando de encontrar algo. Hay mucho otros como yo. No me estoy quejando, ¿me entienden? Sólo estoy mencionando los hechos. Pero me estaba preguntando, mientras estaba sentado bajo la galería, si lo que ustedes llaman seguir a Jesús es lo mismo que Él enseñó. ¿Qué quiso decir Él cuando dijo ‘¡Síganme!’? Como dijo el ministro,” – aquí él se volteó y miró hacia el púlpito – “es necesario que los discípulos de Jesús sigan Sus pasos, y él dijo que los pasos son ‘obediencia, fe, amor e imitación.’ Pero no lo oí decirles lo que él quería decir con esto, especialmente el último paso. ¿Qué quieren decir ustedes los cristianos con seguir los pasos de Jesús?
“He deambulado por esta ciudad por tres días tratando de encontrar un trabajo; y en todo ese tiempo no he tenido una palabra de simpatía o de consuelo, excepto de su ministro, quien dijo que lo sentía por mí y que esperaba que encontrara un trabajo en algún lado. Supongo que es porque se han acostumbrado tanto al vago profesional que han perdido el interés en cualquier otro tipo. No estoy culpando a nadie, ¿está bien? Sólo menciono los hechos. Por supuesto, entiendo que no pueden todos dejar sus actividades para buscar trabajos para otros como yo. No les estoy pidiendo que lo hagan; pero lo que me confunde es qué significa seguir a Jesús. ¿Qué quieren decir cuando cantan ‘Iré con él, con él, hasta el final?’ ¿Quieren decir que ustedes están sufriendo y negándose a sí mismos y tratando de salvar a la perdida, sufriente humanidad, como entiendo que Jesús lo hizo? ¿Qué quieren decir con eso? Yo veo mucho del lado difícil de las cosas.
Entiendo que hay más de quinientos hombres en esta ciudad en mi situación. Muchos de ellos tienen familias. Mi esposa murió hace cuatro meses. Me alegra que ya no tenga problemas. Mi niñita se está quedando con la familia de un impresor hasta que yo encuentre un trabajo. De algún modo, me confunde cuando veo tantos cristianos viviendo en lujos y cantando ‘Jesús, he tomado mi cruz, dejo todo y te sigo’, y recuerdo cómo mi esposa murió en una vivienda en la ciudad de Nueva York, jadeando por la falta de aire y pidiéndole a Dios que se llevara también a nuestra pequeña niña. Por supuesto, no espero que ustedes puedan evitar que otros mueran de inanición, o por falta de una nutrición adecuada y de aire en sus casas, pero ¿qué significa seguir a Jesús? Entiendo que la gente cristiana es dueña de una buena cantidad de viviendas. Un miembro de una iglesia era el propietario del lugar donde mi esposa murió, y me he preguntado si seguir a Jesús hasta el final fue verdad en su caso. Oí a algunas personas cantando en una reunión de oración la otra noche,
‘Todo por Jesús, todo por Jesús,
Todas las fuerzas rescatadas de mi ser...
Todos mis pensamientos, y todos mis hechos,
Todos mis días, y todas mis horas.’
...y mientras permanecía sentado en los escalones afuera me preguntaba qué querían decir con eso. Me parece que hay muchos problemas en el mundo que de algún modo no existirían si toda la gente que canta esas palabras saliera y las viviera. Supongo que no entiendo. Pero ¿qué haría Jesús? ¿Eso es lo que ustedes quieren decir con seguir Sus pasos? Me parece a veces como si la gente en las grandes iglesias tuviera buena ropa y lindas casas para vivir, y dinero para gastar en lujos, y pudieran irse de vacaciones en verano y todo eso, mientras la gente fuera de las iglesias, miles de ellos, de hecho, mueren en humildes viviendas, caminan en las calles buscando trabajos, sin llegar a tener un piano o una pintura en la casa, y crecen entre miseria, borracheras y pecado.”
El hombre súbitamente dio un extraño vuelco hacia la mesa de la Comunión y puso una mano mugrienta en ella. Su sombrero cayó en la alfombra a sus pies. Se sintió un revuelo en la congregación. El Dr. West se levantó a medias de su banca, pero el silencio no fue roto por ninguna voz o movimiento en la audiencia digno de mencionar. El hombre pasó su otra mano sobre sus ojos, y entonces, sin una advertencia, cayó pesadamente sobre su rostro, a lo largo del pasillo. Henry Maxwell habló:
“Consideraremos el servicio terminado.”
Bajó las escaleras del púlpito y se arrodilló a un lado de la forma postrada antes que cualquier otra persona. La audiencia instantáneamente se levantó y los pasillos se llenaron. El Dr. West anunció que el hombre vivía. Se había desmayado. “Algún problema del corazón,” masculló el doctor también, mientras ayudaba a cargarlo para llevarlo al estudio del pastor.
Henry Maxwell y un grupo de miembros de su iglesia permanecieron por un tiempo en el estudio. El hombre yacía en el sofá allí y respiraba pesadamente. Cuando surgió la pregunta de qué hacer con él, el ministro insistió en llevar al hombre a su propia casa; él vivía cerca y tenía un cuarto extra. Rachel Winslow dijo:
“Mamá no tiene compañía en este momento. Estoy segura de que le daría gusto darle un lugar con nosotras.”
Se veía muy agitada. Nadie prestó particular atención. Todos estaban agitados por el extraño acontecimiento, el más extraño que la gente de la Primera Iglesia pudiera recordar. Pero el ministro insistió en hacerse cargo del hombre, y cuando un carruaje vino, la forma inconsciente pero viva fue cargada a su casa; y con la entrada de ese ser humano en el cuarto extra del ministro, un nuevo capítulo en la vida de Henry Maxwell empezó, aunque nadie, mucho menos él, soñara con el notable cambio que estaba destinado a hacer en todos en su definición del discipulado cristiano.
El evento creó una gran sensación en la feligresía de la Primera Iglesia. La gente no habló de otra cosa por una semana. La impresión general era que el hombre había entrado en la iglesia en una condición de trastorno mental causada por sus problemas, y que todo el tiempo que habló estaba en un extraño delirio de fiebre, realmente ignorando sus alrededores. Esta era la explicación más caritativa para su acción. El acuerdo general era también que había una singular ausencia de amargura o queja en lo que el hombre había dicho. En todo momento, él había hablado en un tono suave, apologético, casi como si él fuera uno de la congregación buscando luz en un tema muy difícil.
El tercer día después de ser llevado a la casa del ministro hubo un cambio notorio en su condición. El doctor lo mencionó, pero sin ofrecer esperanzas. El sábado por la mañana todavía resistía, aunque había decaído rápidamente al acercarse el fin de la semana. El domingo por la mañana, justo antes de que el reloj marcara la hora, él se enderezó y preguntó si su hija había llegado. El ministro había enviado a traerla tan pronto como pudo conseguir su dirección gracias a algunas cartas encontradas en el bolsillo del hombre. Él había estado consciente y capaz de hablar coherentemente sólo unos pocos momentos desde su ataque.
“La niña viene. Estará aquí,” dijo el Sr. Maxwell mientras permanecía sentado, mostrando en su rostro señales del esfuerzo por las vigilias de la semana; pero él había insistido en cuidarlo casi cada noche.
“No la veré en este mundo,” susurró el hombre. Entonces, pronunciando con mucha dificultad las palabras, dijo: “Usted ha sido bueno conmigo. De algún modo siento que eso es lo que hubiera hecho Jesús.”
Después de unos minutos volvió su cabeza ligeramente, y antes de que el Sr. Maxwell se diera cuenta de lo que pasaba, el doctor dijo suavemente, “Se ha ido.”
La mañana del domingo que amaneció en la ciudad de Raymond fue exactamente como la del domingo de la semana anterior. El Sr. Maxwell subió al púlpito frente a una de las congregaciones más grandes que hubieran llenado la Primera Iglesia. Estaba demacrado y se veía como si acabara de levantarse después de una larga enfermedad. Su esposa estaba en casa con la niñita, quien había llegado en el tren de la mañana una hora después de que su padre muriera. Él yacía en ese cuarto extra, ya sin problemas, y el ministro podía ver su cara mientras abría la Biblia y arreglaba sus diferentes notas a un lado del púlpito, como había sido su hábito por diez años.
El servicio esa mañana contenía un nuevo elemento. Nadie podía recordar que Henry Maxwell hubiera predicado en la mañana sin notas. De hecho, él lo había hecho ocasionalmente cuando recién entró en el ministerio, pero por mucho tiempo él había escrito cuidadosamente cada palabra de su sermón matutino, y casi siempre de sus discursos vespertinos también. No se podía decir que su sermón esta mañana fuera llamativo o impresionante. Habló con considerable vacilación. Era evidente que una gran idea luchaba en sus pensamientos por ser articulada, pero sin ser expresada en el tema que había elegido para su predicación. Ya cerca del cierre de su sermón, él empezó a reunir cierta fuerza de la que tan dolorosamente había carecido al principio.
Cerró la Biblia y, parándose al lado del púlpito, miró a su gente y empezó a hablarles acerca de la increíble escena de la semana anterior.
“Nuestro hermano,” de alguna manera las palabras sonaron un tanto extrañas viniendo de sus labios, “falleció esta mañana. No he tenido tiempo de conocer toda su historia. Él tenía una hermana viviendo en Chicago. Le he escrito y todavía no he recibido una respuesta. Su niñita está con nosotros y permanecerá ahí por ahora.”
Se detuvo y miró a sus oyentes. Pensó que nunca había visto tantas caras serias en todo su pastorado. Todavía no podía decirle a su gente de sus experiencias, la crisis por la que él estaba ahora pasando. Pero algo de sus sentimientos se transmitieron a ellos esta mañana, y no le pareció estar actuando bajo un impulso descuidado en lo absoluto al seguir adelante y anunciarles esta mañana algo del mensaje que llevaba en su corazón.
Así que continuó: “La aparición y palabras de este extraño en la iglesia el domingo pasado dejaron una muy poderosa impresión en mí. No puedo ocultarles a ustedes, o a mí mismo, el hecho de que lo que él dijo, seguido ahora, como saben, por su muerte en mi casa, me ha llevado a preguntarme como nunca antes ‘¿Qué significa seguir a Jesús?’ Todavía no estoy en posición de expresar alguna condenación sobre esta gente o, hasta cierto punto, sobre mí mismo, respecto a nuestro relacionarnos con este hombre como lo haría Cristo, o los números que él representa en el mundo. Pero todo esto no evita que sienta que mucho de lo que ese hombre dijo era tan vitalmente verdadero que debemos enfrentarlo, en un intento por contestarle o, de lo contrario, ser condenados como discípulos cristianos. Una buena parte de lo que se dijo aquí el domingo pasado fue un reto al cristianismo como es visto y sentido en nuestras iglesias. He sentido esto con un énfasis creciente cada día desde entonces.”
“Y no creo que haya un tiempo más apropiado que el presente para que yo les proponga un plan, o un propósito, que se ha estado formando en mi mente como una respuesta satisfactoria a mucho de lo que se dijo aquí el domingo pasado.”
De nuevo, Henry Maxwell hizo una pausa y miró los rostros de su gente. Había hombres y mujeres fuertes y formales en la Primera Iglesia.
Podía ver a Edward Norman, editor del DAILY NEWS de Raymond. Había sido miembro de la Primera Iglesia por diez años.
Ningún hombre era más respetado en la comunidad. Allí estaba Alexander Powers, supervisor de los grandes talleres de la línea del tren, un hombre típico del ferrocarril, uno que había nacido en el negocio. Allí estaba sentado Donald Marsh, rector de la Universidad Lincoln, situada en los suburbios de Raymond. Allí estaba Milton Wright, uno de los grandes comerciantes de Raymond, que empleaba al menos a un centenar de hombres en varias tiendas. Allí estaba el Dr. West quien, aunque todavía comparativamente joven, era visto como una autoridad en casos quirúrgicos especiales. Allí estaba el joven Jasper Chase, el autor, que había escrito un exitoso libro y se decía que estaba trabajando en una nueva novela. Allí estaba la señorita Virginia Page, la heredera, quien por la reciente muerte de su padre había heredado al menos un millón, y estaba dotada con un atractivo inusual en su persona e intelecto. Y no menos que ellos, Rachel Winslow, desde su asiento en el coro, brillaba con su peculiar belleza de luz esta mañana, porque estaba intensamente interesada en toda la escena.
Había algunas razones, posiblemente, en vista del material humano en la Primera Iglesia, para los sentimientos de satisfacción de Henry Maxwell cuando fuera que considerara su feligresía, como lo había hecho el domingo previo. Había un número inusualmente grande de personajes fuertes, individualistas, que formaban la membresía allí. Pero mientras contemplaba sus rostros esta mañana, él estaba simplemente preguntándose cuántos de ellos responderían a la extraña proposición que estaba a punto de hacer. Continuó lentamente, tomando tiempo para escoger sus palabras cuidadosamente, y dando a la gente una impresión que nunca habían sentido antes, incluso cuando él estaba de lo mejor con su presentación más dramática.
“Lo que voy a proponer ahora es algo que no debería parecer inusual o imposible de llevar a cabo. Pero estoy consciente de que será considerado así, quizás, por muchos de los miembros de esta iglesia. Pero para lograr un claro entendimiento de lo que estamos considerando, voy a presentarles mi propuesta muy claramente, sin rodeos. Quiero voluntarios de la Primera Iglesia que se comprometan, seria y honestamente, por un año completo, a no hacer algo sin antes preguntarse ‘¿Qué haría Jesús?’ Y después de preguntarse esto, cada uno seguirá a Jesús tan exactamente como pueda, sin importar cuál sea el resultado. Yo, por supuesto, me incluyo en esta compañía de voluntarios, dando por sentado que mi iglesia no se sorprenderá por mi conducta futura, basada en este criterio de acciones, y no se opondrá a lo que sea que se haga si piensa que es lo que Cristo haría. ¿He sido claro? Al terminar el servicio, quiero que todos aquellos miembros que estén dispuestos a unirse a este grupo se queden, y hablaremos sobre los detalles del plan. Nuestro lema será ‘¿Qué haría Jesús?’ Nuestra meta será actuar como él lo haría si estuviera en nuestros lugares, sin importar los resultados inmediatos. En otras palabras, nos proponemos seguir en los pasos de Jesús tan cerca y tan literalmente como creemos que Él enseñó a Sus discípulos a hacerlo. Y aquellos que voluntariamente hagan este compromiso por un año entero, empezando hoy, actuar así.”
Henry Maxwell volvió a hacer una pausa y contempló a su gente. No era fácil describir la sensación que esa simple propuesta aparentemente causó. Los hombres se veían unos a otros asombrados. No era el estilo de Henry Maxwell definir el discipulado cristiano de este modo. Había una evidente confusión de ideas respecto a su propuesta. La habían entendido bien, pero había, aparentemente, una gran diferencia de opiniones en cuanto a la aplicación de las enseñanzas y ejemplo de Jesús.
Él, tranquilamente, terminó el servicio con una breve oración. El organista empezó su postludio inmediatamente después de la bendición, y la gente empezó a salir. Hubo muchas conversaciones. Grupos animados permanecieron de pie por todo el templo discutiendo la propuesta del ministro. Evidentemente, había provocado gran discusión. Después de varios minutos, pidió que todos los que esperaban quedarse pasaran a la sala de conferencias, que se unía al gran salón al lado. Se vio detenido al frente de la iglesia para hablar con varias personas, y cuando finalmente se volteó, el templo estaba vacío. Caminó a la entrada de la sala de conferencias y entró. Casi se asustó al ver a la gente que estaba allí. No se había hecho una idea sobre ninguno de sus miembros, pero difícilmente había contado con que tantos estuvieran listos para tomar este examen literal de su discipulado cristiano como los que le esperaban. Había quizás unos cincuenta presentes, entre ellos Rachel Winslow y Virginia Page, el Sr. Norman, el rector Marsh, el supervisor del ferrocarril Alexander Powers, Milton Wright, el Dr. West y Jasper Chase.
Cerró la puerta de la sala de lectura, entró y se paró frente al pequeño grupo. Su rostro estaba pálido y sus labios temblaban con genuina emoción. Para él era una verdadera crisis en su propia vida y en la de su congregación. Nadie puede decir, hasta que es movido por el Espíritu Divino, lo que puede hacer, o cómo puede cambiar la corriente de una vida de hábitos fijos en pensamiento, palabra, y acción. El mismo Henry Maxwell, como había dicho, no sabía todavía todo por lo que estaba atravesando, pero estaba consciente de una gran agitación en su definición del discipulado cristiano, y era movido por un profundo sentir que no podía medir al ver los rostros de esos hombres y mujeres en esta ocasión.
Le parecía que la palabra más adecuada para hablar primero era una oración. Les pidió a todos que oraran con él. Y casi con la primera sílaba que él pronunció todos sintieron una clara presencia del Espíritu. Mientras oraban, esta presencia creció en poder. Todos la sintieron. La sala estaba llena con ella tan claramente como si hubiera sido visible. Cuando la oración terminó hubo un silencio que duró varios momentos. Todas las cabezas estaban inclinadas. El rostro de Henry Maxwell estaba húmedo con lágrimas. Si una voz audible del cielo hubiera sancionado su promesa de seguir los pasos del Maestro, ninguno de los presentes se hubiera sentido más seguro de la bendición divina. Y así empezó el movimiento más serio iniciado en la Primera Iglesia de Raymond.
“Todos nosotros entendemos,” dijo él, hablando muy tranquilamente, “lo que nos hemos comprometido a hacer. Nos hemos prometido a nosotros mismos hacer todo en nuestras vidas diarias de acuerdo con la pregunta ‘¿Qué haría Jesús?’ sin importar lo que pueda resultar para nosotros. Alguna vez podré decirles que un cambio maravilloso ha ocurrido en mi vida en el periodo de una semana. Ahora no puedo. Pero la experiencia por la que he pasado desde el domingo pasado me ha dejado tan insatisfecho con mi definición previa del discipulado cristiano que me he visto obligado a tomar esta decisión. No me atrevo a empezarla solo. Sé que estoy siendo guiado por la mano del amor divino en todo esto. El mismo impulso divino debe haberlos guiado a ustedes también.
“¿Entendemos completamente lo que hemos emprendido?”
“Quiero hacer una pregunta,” dijo Rachel Winslow. Todos se volvieron hacia ella. Su rostro brillaba con una belleza que ningún encanto físico podía crear.
“Tengo un poco de duda sobre la fuente de nuestro conocimiento respecto a lo que Jesús haría. ¿Quién va a decidir por mí lo que Él haría en mi caso? Es una época diferente. Hay muchas cuestiones desconcertantes en nuestra civilización que no se mencionan en las enseñanzas de Jesús. ¿Cómo puedo decir lo que Él haría?”
“No hay manera, que yo sepa,” replicó el pastor, “excepto el estudiar a Jesús a través del Espíritu Santo. Recuerden que Cristo dijo, hablando a sus discípulos acerca del Espíritu Santo: ‘Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber.’ No hay otra prueba de la que yo sepa. Todos deberemos decidir lo que Jesús haría después de ir a esa fuente de conocimiento.”
“¿Y qué si otros nos dicen, cuando hagamos ciertas cosas, que Jesús no haría eso?” preguntó el supervisor del ferrocarril.
“Eso no podemos evitarlo. Pero debemos ser absolutamente honestos con nosotros mismos. El estándar del actuar cristiano no puede variar en la mayoría de nuestros hechos.”
“Y, sin embargo, si lo que un miembro de la iglesia piensa que Jesús haría, otro se rehúsa a aceptarlo como Su curso de acción ¿cómo podemos lograr que nuestra conducta sea uniformemente como la de Cristo? ¿Será posible llegar siempre a las mismas conclusiones en todos los casos?” preguntó el rector Marsh.
El Sr. Maxwell permaneció en silencio por un tiempo. Entonces contestó “No; no creo que podamos esperar eso. Pero cuando se trata de un genuino, honesto, informado seguimiento de los pasos de Jesús, creo que no habrá ninguna confusión en nuestras propias mentes o en el juicio de los otros. Debemos librarnos de fanatismo por un lado y de ser demasiado precavidos por el otro. Si el ejemplo de Jesús es el ejemplo que el mundo debe seguir, entonces ciertamente debe ser factible seguirlo. Pero necesitamos recordar este importante hecho. Después de pedirle al Espíritu que nos diga lo que Jesús haría y haber recibido su respuesta, debemos actuar sin importar los resultados para nosotros. ¿Entendido?”
Todos los rostros en la sala estaban levantados hacia el ministro en solemne asentimiento. No había malentendidos en la propuesta. El rostro de Henry Maxwell se estremeció nuevamente cuando notó al presidente de la Sociedad de Esfuerzo con algunos otros miembros sentado detrás de los hombres y mujeres mayores.
Permanecieron un poco más hablando de los detalles y haciendo preguntas, y acordaron informar unos a otros cada semana, en una reunión, sobre los resultados de sus experiencias siguiendo a Jesús de este modo. Henry Maxwell oró de nuevo. Y de nuevo, como antes, el Espíritu se manifestó. Cada cabeza permaneció inclinada por un largo tiempo. Finalmente, se fueron en silencio. Había un sentimiento que les impedía hablar. El pastor les dio la mano a todos cuando salieron. Entonces, se fue a su propio cuarto de estudio detrás del púlpito y se arrodilló. Permaneció allí, solo, por casi media hora. Cuando se fue a casa, entró en el cuarto donde yacía el cuerpo sin vida. Mientras veía su rostro, clamó en su corazón de nuevo por fuerza y sabiduría. Pero ni siquiera entonces se dio cuenta de que un movimiento había empezado que llevaría a la más notoria serie de acontecimientos que la que ciudad de Raymond hubiera conocido.
“El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo.”
EDWARD NORMAN, editor del DAILY NEWS de Raymond, se sentó en su oficina el lunes por la mañana enfrentando un nuevo mundo de acciones. Había hecho su compromiso de buena fe, de hacer todo tras preguntarse “¿Qué haría Jesús?” y, como lo suponía, con los ojos abiertos a todos los posibles resultados. Pero conforme la vida regular del periódico iniciaba con las prisas de otra semana y un remolino de actividad, la encaró con un cierto grado de duda y un sentimiento muy parecido al miedo.
Había llegado a la oficina muy temprano, y por unos minutos estuvo solo. Se sentó en su escritorio con una creciente consideración que finalmente llegó a ser un deseo que él sabía era tan grande como inusual. Todavía tenía que aprender, con todos los demás en esa pequeña compañía que se había comprometido a hacer lo que era cristiano hacer, a que el Espíritu de Vida se moviera con poder en su propia vida como nunca antes. Se levantó y cerró la puerta, y entonces hizo lo que no había hecho en años. Se arrodilló junto a su escritorio y oró por la presencia divina y por sabiduría para dirigirlo.
Se levantó con el día por delante, con su promesa muy clara en su mente. “Ahora, a la acción,” parecía decir. Pero sería guiado por los eventos tan pronto como surgieran.
Abrió su puerta y empezó con la rutina del trabajo de la oficina. El jefe de redacción acababa de llegar y estaba en su escritorio en el cuarto adyacente. Uno de los reporteros estaba escribiendo bruscamente algo en una máquina de escribir. Edward Norman empezó a escribir una editorial. El DAILY NEWS era un periódico vespertino, y Norman usualmente terminaba su editorial principal antes de las nueve.
Había estado escribiendo por quince minutos cuando el editor en jefe lo llamó: “Aquí está el reportaje de la pelea estelar de ayer en el Resort. Abarcará unas tres columnas y media. ¿Supongo que entra todo?”
Norman era uno de esos editores que vigilaban cada detalle del periódico. El jefe de redacción siempre consultaba a su jefe en asuntos tanto de pequeña como de gran importancia. A veces, como en este caso, era sólo una pregunta nominal.
“Sí... No. Déjame verlo.”
Tomó el manuscrito en cuestión como acababa de salir del editor y lo leyó cuidadosamente. Entonces, dejó las hojas en su escritorio y lo pensó seriamente.
“No imprimiremos esto hoy,” dijo finalmente.
El editor en jefe estaba parado en la puerta entre las dos oficinas. Estaba pasmado por la observación de su jefe, y pensó que tal vez no lo había entendido bien.
“¿Qué dijo?”
“Déjalo fuera. No lo usaremos.”
“Pero...” El editor en jefe estaba simplemente estupefacto. Miró fijamente a Norman como si el hombre estuviera fuera de sus cabales.
“Clark, no creo que deba ser impreso, y eso es todo,” dijo Norman, levantando la vista de su escritorio.
Clark rara vez discutía con el jefe. Su palabra había sido siempre ley en la oficina, y había sido raramente sabido que cambiara de parecer. Las circunstancias ahora, sin embargo, parecían ser tan extraordinarias que Clark no pudo evitar expresar lo que pensaba.
“¿Quieres decir que el periódico va a ser impreso sin una palabra sobre la pelea estelar en él?”
“Sí. Eso es lo que quiero decir.”
“Pero eso es inaudito. Todos los otros periódicos lo imprimirán. ¿Qué van a decir nuestros suscriptores? Vaya, es simplemente...” Clark se detuvo, incapaz de encontrar palabras para decir lo que pensaba.
Norman miró a Clark pensativamente. El jefe de redacción era miembro de una iglesia de una denominación diferente a la de Norman. Los dos hombres nunca habían hablado juntos de asuntos religiosos, aunque habían trabajado juntos en el periódico por varios años.
“Entra por un minuto, Clark, y cierra la puerta,” dijo Norman.
Clark entró, y los dos hombres quedaron frente a frente. Norman no habló por un minuto. Entonces dijo abruptamente: “Clark, si Cristo fuera el editor de un periódico, ¿crees honestamente que Él imprimiría tres columnas y media sobre la pelea estelar en él?”
“No, creo que Él no lo haría.”
“Bien, esa es mi única razón para sacar este asunto del NEWS. He decidido no hacer una sola cosa en relación con el periódico por un año completo que yo honestamente crea que Jesús no haría.”
Clark no podía haberse visto más sorprendido si el jefe se hubiera vuelto loco repentinamente. De hecho, pensó que algo estaba mal, aunque el Sr. Norman era la última persona en el mundo, a su juicio, que perdería la cabeza.
“¿Qué efecto tendrá en el periódico?” logró finalmente preguntar con voz débil.
“¿Qué piensas?” preguntó Norman con una mirada penetrante.
“Creo que simplemente arruinará al periódico,” replicó Clark rápidamente. Estaba recuperando sus desconcertados sentidos y empezaba a protestar, “vaya, no es factible sacar adelante un periódico en estos días con esta base. Es demasiado idealista. El mundo no está listo para eso. No podrás tener ganancias. Tan seguro como que estás vivo, si dejas fuera este reporte de la pelea estelar perderás miles de suscriptores. No se necesita ser profeta para ver eso. Las mejores personas del pueblo están ansiosas por leerlo. Saben que ha sucedido, y cuando reciban el periódico esta tarde esperarán media página al menos. Seguramente, tú no puedes darte el lujo de ignorar los deseos del público a ese grado. Será un gran error si lo haces, en mi opinión.”
Norman permaneció sentado en silencio por un minuto. Entonces, habló amable pero firmemente.
“Clark, en tu honesta opinión ¿cuál es el estándar correcto para determinar la conducta? ¿El único estándar correcto para todos son las acciones probables de Jesucristo? ¿Dirías que la mayor y más alta ley por la que un hombre debe vivir estaría contenida en la pregunta ‘¿Qué haría Jesús?’ y en hacerlo sin importar los resultados? En otras palabras, ¿crees que los hombres en todo lugar deberían seguir el ejemplo de Jesús tan literalmente como puedan en sus vidas diarias?” Clark enrojeció y se movió incómodo en su silla antes de contestar la pregunta del editor.
“Bueno...sí...Supongo que, si lo pones al nivel de lo que los hombres deberían hacer, no hay otro estándar de conducta. Pero la pregunta es ¿es factible? ¿Es posible tener ganancias así? Para triunfar en el negocio de los periódicos nos tenemos que acomodar al cliente y a los métodos reconocidos por la sociedad. No podemos hacer como haríamos en un mundo ideal.”
“¿Quieres decir que no podemos sacar adelante el periódico estrictamente en base a principios cristianos y hacerlo triunfar?”
“Sí, eso es justo lo que quiero decir. No se puede hacer. Nos iremos a la bancarrota en treinta días.”
Norman no contestó inmediatamente. Estaba muy pensativo.
“Tendremos la oportunidad de hablar sobre esto de nuevo, Clark. Mientras, creo que debemos entendernos claramente. Me he comprometido por un año a hacer todo lo relacionado con el periódico después de contestar la pregunta ‘¿Qué haría Jesús?’ tan honestamente como sea posible. Continuaré haciéndolo en la creencia de que no sólo podemos salir adelante, sino que podemos triunfar más de lo que lo hemos hecho hasta ahora.”
Clark se levantó. “¿El reportaje no entra?”
“No. Hay mucho material bueno que puede ir en su lugar, y tú sabes cuál es.”
Clark dudó. “¿Vas a decir algo acerca de la ausencia del reportaje?”
“No, deja que el periódico sea impreso como si no hubiera habido algo como la pelea estelar ayer.”
Clark salió de la oficina hacia su propio escritorio sintiendo como si el piso de todo se hubiera esfumado. Estaba asombrado, desconcertado, agitado, y considerablemente enojado. Su gran respeto por Norman contuvo su creciente indignación y disgusto, pero en medio de todo había un sentimiento de creciente asombro ante el súbito cambio de motivos que había entrado en la oficina del DAILY NEWS y amenazaba, como él creía firmemente, con destruirlo.