Enseñar pensamiento crítico - bell hooks - E-Book

Enseñar pensamiento crítico E-Book

bell hooks

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Beschreibung

La búsqueda del pensamiento libre es una actividad constante. En Enseñar pensamiento crítico, hooks considera el aprendizaje el primer espacio para defender la diversidad, la igualdad y, en definitiva, la democracia. Si la enseñanza es el espacio donde desarrollar el pensamiento crítico, y el aprendizaje es una actividad que dura toda una vida, este libro aborda algunos de los problemas más urgentes que debemos enfrentar hoy en día dentro y fuera del aula. Enseñar pensamiento crítico es un libro imprescindible para cualquier persona que vea la educación como práctica de la libertad. Además de ser un manual para encontrar herramientas atrevidas con las que enfocar la enseñanza, también intenta cambiarlo todo, incluso a nosotros mismos. Hooks cuestiona cómo hemos aprendido hasta ahora, cuestiona los referentes y cuestiona el complejo equilibrio que nos permite enseñar, valorar y aprender a partir de obras escritas por autores racistas y sexistas, entre otros. Con esta obra intelectual, provocadora y alegre la autora celebra y reivindica el poder del pensamiento crítico. Sin duda, propone un cambio de paradigma en la educación, el aprendizaje y la transformación social.

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Enseñar pensamiento crítico

CICLOGÉNESIS 17 | RAYO VERDE

Enseñar pensamiento crítico

bell hooks

Traducido por Víctor Sabaté

Primera edición: enero 2022.

Título original: Teaching Critical Thinking: Practical Wisdom

Copyright © 2010 bell hooks

Authorised translation from the English language edition published by Routledge, a member of the Taylor and Francis Group LLC

© de la traducción del inglés, Víctor Sabaté

© de esta edición, Rayo Verde Editorial, 2022

Diseño de la cubierta: Tono Cristòfol

Ilustración de la cubierta: Marina Vidal

Maquetación de la edición en papel: Noemí Giner

Corrección: Antonio Gil y Cristina Anguita

Producción editorial: Xantal Aubareda y Sandra Balagué

Conversión a epub: Iglú ebooks

Publicado por Rayo Verde Editorial S.L.

Mallorca, 221, sobreàtic, 08008 Barcelona

www.rayoverde.es

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ISBN: 978-84-17925-79-6

THEMA: JNA, JBSF, JBFA, JBSF11

La editorial expresa el derecho del lector a la reproducción total o parcial de esta obra para su uso personal.

Índice

Enseñar: una introducción
Enseñanza 1. Pensamiento crítico
Enseñanza 2. Educación democrática
Enseñanza 3. Pedagogía del compromiso
Enseñanza 4. Descolonización
Enseñanza 5. Integridad
Enseñanza 6. Propósito
Enseñanza 7. Colaboración (escrito con Ron Scapp)
Enseñanza 8. Conversación
Enseñanza 9. Contar historias
Enseñanza 10. Compartir historias
Enseñanza 11. Imaginación
Enseñanza 12. Dar o no dar clases magistrales
Enseñanza 13. Humor en el aula
Enseñanza 14. Hora de llorar
Enseñanza 15. Conflicto
Enseñanza 16. Revolución feminista
Enseñanza 17. Negra, mujer y académica
Enseñanza 18. Aprender a superar el odio
Enseñanza 19. Respetar a los profesores
Enseñanza 20. Docentes contra la docencia
Enseñanza 21. Autoestima
Enseñanza 22. El placer de la lectura
Enseñanza 23. Vida intelectual
Enseñanza 24. Escribir libros infantiles
Enseñanza 25. Espiritualidad
Enseñanza 26. Contacto
Enseñanza 27. Volver a amar
Enseñanza 28. La transformación feminista
Enseñanza 29. Ir más allá de la raza y el género
Enseñanza 30. Hablar de sexo
Enseñanza 31. Enseñar como una vocación profética
Enseñanza 32. Sabiduría práctica

La existencia humana está, porque se hizo preguntando, en la raíz de la transformación del mundo. Existe una radicalidad en la existencia, que es la radicalidad del acto de preguntar. […] De modo radical, la existencia humana implica asombro y pregunta, riesgo y existencia. Y por eso mismo supone acción, transformación.

PAULO FREIRE, Por una pedagogía de la pregunta

Enseñar: una introducción

Cuando empecé mi proceso educativo en las escuelas segregadas, solo para personas negras, de Kentucky, en la década de los cincuenta, tuve la suerte de que nuestros profesores, que eran afroamericanos, se preocuparan seriamente de que tanto yo como el resto de los estudiantes recibiéramos una «buena educación». Para aquellos profesores, una «buena educación» no consistía solo en transmitirnos conocimientos y prepararnos para ejercer una profesión, también querían que fomentara un compromiso indisoluble con la justicia social y, en especial, con la lucha por la igualdad racial. Creían firmemente que los profesores deben ser siempre compasivos. El hecho de que encarnaran de forma ejemplar una inteligencia superior y una moralidad ética moldeó mi percepción de la escuela como un lugar en el que el deseo de aprender podía ser alimentado y crecer. Los maestros de nuestras escuelas segregadas esperaban que fuéramos a la universidad. Se inspiraban en lo que W. E. B. Du Bois había dicho, en 1933, acerca de la educación superior de las personas negras:

Tenemos en nuestras manos este futuro posible, pero no por deseo y voluntad, sino por pensamiento, planificación, conocimiento y organización. Si la universidad logra que surja de ella en los próximos tiempos un negro americano que se conozca a sí mismo, que sea consciente de su difícil situación y que sepa protegerse a sí mismo y luchar contra los prejuicios raciales, entonces, y no de otra manera, el mundo que soñamos se hará realidad.

Aquellos profesores nos enseñaron que la educación era el camino más adecuado para alcanzar la libertad. Estaban allí para guiarnos, nos mostraban el camino que conducía a ella.

Cuando llegué a la universidad, me sorprendió mucho ver que había profesores cuya principal fuente de placer parecía ser el ejercicio de su poder autoritario sobre la clase, aplastando así nuestros espíritus y deshumanizando nuestras mentes y nuestros cuerpos. Yo había escogido la Universidad de Stanford, un centro predominantemente blanco, sobre todo porque los programas de becas y apoyo financiero eran mejores que los que se ofrecían en las instituciones para personas negras. Pero no se me había ocurrido pensar en cómo sería estudiar con profesores universitarios racistas. Incluso a pesar de que en el instituto había tenido docentes abiertamente racistas que nos trataban con desprecio y de forma desagradable, había idealizado la universidad. Creía que sería un paraíso centrado en la enseñanza, donde estaríamos todos tan ocupados estudiando que no tendríamos tiempo para los mezquinos asuntos mundanos, y mucho menos para el racismo.

Necesitamos más relatos autobiográficos de la primera generación de estudiantes negros que ingresaron en escuelas y universidades predominantemente blancas. Imaginad cómo os sentiríais si quien os enseñara no os considerara completamente humanos. Imaginad lo que se siente cuando quienes te enseñan creen que pertenecen a una raza superior, que no deberían tener que rebajarse a enseñar a estudiantes a los que consideran incapaces de aprender.

Por lo general, sabíamos qué profesores blancos nos odiaban y nos manteníamos alejados de sus clases, salvo que fueran imprescindibles. Dado que muchos de nosotros habíamos llegado a la universidad en el contexto de una poderosa lucha antirracista por los derechos civiles, éramos conscientes de que íbamos a encontrar aliados en esa batalla, y así sucedió. Pero lo más sorprendente fue que el machismo sin complejos de mis profesores varones resultó aún más duro que su racismo velado.

Ir a clase en medio de aquel clima novedoso y extraño de cambio racial era al mismo tiempo estimulante y aterrador. En esos días, casi todo el mundo hablaba del inicio de una nueva era de igualdad y de educación democrática, pero, en realidad, las viejas jerarquías de raza, clase y género permanecían intactas. Y aparecieron rituales inéditos para asegurar que todo ello siguiera siendo así. Intentar conciliar esos dos mundos —uno en el que éramos libres para estudiar y aprender como cualquier otra persona y otro en el que continuamente se nos recordaba que no éramos como cualquier otra persona— me generó cierta esquizofrenia. Quería aprender, y disfrutaba haciéndolo, pero también temía a casi todos mis profesores.

Fui a la universidad para convertirme en profesora, sin embargo, ya no tenía ningún deseo de enseñar. Ahora quería ser escritora. Sin embargo, aprendí enseguida que trabajar largas jornadas en empleos no cualificados no me ayudaría a convertirme en escritora, y al final concluí que la docencia era la mejor profesión a la que se puede dedicar alguien que quiere escribir. Mientras duraron mis estudios tuve también a profesores progresistas que educaban en la práctica de la libertad y, aunque habían sido la excepción, el hecho de conocerlos me inspiró. Supe que quería seguir su ejemplo y convertirme en una profesora que ayudara a sus estudiantes a aprender de forma autónoma. Y me convertí en ese tipo de profesora, influenciada por las mujeres y los hombres progresistas (negros y blancos) que me habían enseñado una y otra vez, desde la escuela primaria hasta la universidad, el poder del conocimiento. Estos profesores y profesoras me enseñaron que se puede elegir educar en la práctica de la libertad.

A partir del apoyo al desarrollo personal y la autorrealización de los alumnos en las clases, aprendí enseguida a amar la enseñanza. Me encantaban los estudiantes. Me encantaba el aula. También me pareció muy inquietante que muchos de los abusos de poder que experimenté durante mi formación siguieran siendo habituales, y quise escribir sobre ello.

Cuando le hablé por primera vez a Bill Germano —mi editor en Routledge desde hacía mucho tiempo— de que tenía la intención de escribir un libro que incluyera una serie de ensayos sobre la enseñanza, se mostró reticente. Me dijo que tal vez no hubiera público para una obra así, y que, además, yo no era profesora en el área de la pedagogía, pues mis trabajos publicados hasta aquel momento se habían centrado en la teoría feminista y la crítica cultural. Entonces le comenté que me proponía explorar las conexiones entre la pedagogía del compromiso y las cuestiones de raza, género y clase, y también quería centrarme en cómo había influido en mis reflexiones el trabajo de Paulo Freire. A medida que me iba escuchando, como siempre hace, Germano se convenció. Y así fue como se publicó, en 1994 y con gran éxito, Enseñar a transgredir: la educación como práctica de la libertad.

Diez años después publiqué Teaching Community: A Pedagogy of Hope (Comunidad de aprendizaje. Una pedagogía de la esperanza), la «secuela» de Enseñar a transgredir, donde seguí explorando cuestiones sobre la pedagogía del compromiso. En la introducción, titulada «Teaching and Living in Hope» (Enseñar y vivir con esperanza), hablé acerca de cómo mi primer libro sobre la enseñanza llegó a un público muy diverso y cómo creó un espacio en el que pude dialogar con docentes y estudiantes sobre educación. En concreto, escribí:

En los últimos años he pasado más tiempo enseñando a profesores y estudiantes sobre docencia del que he pasado en las aulas de los departamentos de inglés, estudios feministas o estudios afroamericanos. Esos nuevos espacios de diálogo no se abrieron solo a causa de la fuerza de Enseñar a transgredir. Esto también sucedió porque, cuando entré en la esfera pública, me empeñé, como profesora, en dotar de pasión, destreza y estilo al arte de la enseñanza: para el público quedó claro que practicaba lo que predicaba. Aquella unión de la teoría y la práctica constituyó un vigoroso ejemplo para los profesores que buscaban una sabiduría práctica.

Hace más de veinte años que algunos docentes me piden que aborde muchos temas que no se trataron de forma específica en mis dos primeros libros sobre la enseñanza. Quieren que escriba sobre diferentes cuestiones, que responda a preguntas que eran particularmente apremiantes para ellos.

En este libro, Enseñar pensamiento crítico, que cerrará mi trilogía sobre la enseñanza, no he seguido la estructura de las obras anteriores, en las que presenté una serie de ensayos, sino que me he centrado en algunas cuestiones e inquietudes que profesores y estudiantes me habían planteado y las he respondido con un breve comentario al que me refiero como «enseñanza». Las treinta y dos enseñanzas que presento aquí abordan desde diferentes perspectivas una amplia gama de cuestiones, algunas sencillas y otras complejas, relacionadas con la raza, el género y la clase social. Me ha hecho mucha ilusión escribir estos breves comentarios; hay muchísimas cuestiones relacionadas con la enseñanza que vale la pena considerar, aunque a veces parezcan poco aptas para ser tratadas en un ensayo extenso. Una profesora negra quería que abordara cómo podía mantener su autoridad en el aula sin ser percibida a través del estereotipo sexista y racista de la «mujer negra enfadada». Otra profesora quería que hablara sobre el hecho de llorar en el aula, mientras que un docente me pedía que disertara sobre el humor en las clases. Fue particularmente difícil abordar el tema de si podemos aprender de los pensadores y escritores que son racistas y sexistas. El poder que tienen los relatos, la función esencial que cumple la conversación en el proceso de aprendizaje y el lugar que ocupa la imaginación en el aula son solo algunas de las otras cuestiones que se tratan en este libro.

Todos los temas que se discuten aquí han surgido de mis conversaciones con profesores y estudiantes. Aunque las cuestiones abordadas no están conectadas por un tema central, todas ellas surgen de nuestro deseo colectivo de convertir el aula en un lugar donde se fragüe un compromiso firme y un aprendizaje intenso.

Enseñanza 1Pensamiento crítico

En la portada de mi libro autobiográfico Bone Black (Negro de hueso) hay una fotografía de cuando tenía tres o cuatro años. En ella aparezco sujetando una especie de juguete que había hecho en la escuela bíblica de vacaciones; en realidad era un libro con la forma de una paloma. Suelo bromear diciendo que esa fotografía podría titularse «Retrato de la intelectual en su infancia», y sería mi versión de El pensador de Rodin. La niña de la instantánea mira fijamente el objeto que sostiene en la mano, y su ceño podría considerarse un estudio sobre la concentración intensa. Cuando miro esta imagen, puedo ver cómo la niña piensa. Puedo ver su mente en funcionamiento.

Pensar es una acción. Para todos los intelectuales en ciernes, los pensamientos son el laboratorio en el que se formulan preguntas y se encuentran respuestas, y el lugar en el que se unen las visiones de la teoría y la práctica. El motor del pensamiento crítico es el anhelo de saber, de comprender cómo funciona la vida. Los niños están predispuestos de forma natural a ser pensadores críticos. Más allá de las fronteras de raza, clase social y género y de sus circunstancias concretas, los niños entran en el mundo de la maravilla y el lenguaje consumidos por el deseo de conocimiento. A veces están tan ansiosos por saber que no dejan de formular preguntas una y otra vez, exigiendo conocer el quién, el qué, el cuándo, el dónde y el porqué de la vida. Buscando respuestas, aprenden de forma casi instintiva cómo pensar.

Por desgracia, la pasión de los niños por el pensamiento suele terminar cuando se topan con un mundo que pretende educarlos tan solo en la conformidad y la obediencia. A muchos niños se les enseña muy pronto que pensar es peligroso. Y, lamentablemente, estos niños dejan de disfrutar del proceso de pensar y empiezan a tener miedo de la mente pensante. Ya sea en sus casas, con padres que les enseñan, mediante un modelo basado en la disciplina y el castigo, que es mejor decantarse por la obediencia antes que por la conciencia de sí mismos y la autodeterminación, o bien en las escuelas, donde el pensamiento independiente no se considera un comportamiento aceptable, la mayoría de los niños estadounidenses aprenden a olvidar la idea de que pensar es una actividad apasionada y placentera.

Cuando los estudiantes llegan a las aulas universitarias, la mayoría tienen miedo de pensar. Y los que carecen de ese temor, a menudo van a clase asumiendo que no será necesario pensar, que todo lo que tendrán que hacer es procesar información y vomitarla en los momentos adecuados. En los espacios tradicionales de educación superior, los estudiantes se encuentran de nuevo en un mundo donde no se fomenta el pensamiento independiente. Por suerte, hay algunas clases en las que determinados profesores sí se proponen educar en la práctica de la libertad. En estos espacios, el pensamiento, y en concreto el pensamiento crítico, es lo más importante.

Los estudiantes no se convierten en pensadores críticos de la noche a la mañana. Primero tienen que aprender a abrazar la alegría y el poder del pensamiento en sí mismo. La pedagogía del compromiso es una estrategia de enseñanza que tiene como objetivo que los estudiantes recuperen las ganas de pensar, así como su voluntad de alcanzar una autorrealización total. El objetivo principal de la pedagogía del compromiso es lograr que los estudiantes puedan pensar críticamente. Daniel Willingham, en su artículo «Critical Thinking: Why Is It So Hard to Teach?» (Pensamiento crítico. ¿Por qué es tan difícil de enseñar?), afirma que el pensamiento crítico consiste «en examinar los dos lados de una cuestión, mantenerse abierto a nuevas evidencias que invaliden ideas inmaduras, razonar de forma imparcial, exigir que los argumentos se basen en pruebas, deducir e inferir conclusiones a partir de los hechos disponibles, resolver problemas, etcétera».

En palabras más sencillas, el pensamiento crítico implica, en primer lugar, descubrir el quién, el qué, el cuándo, el dónde y el cómo de las cosas —encontrar las respuestas para las eternas preguntas de los niños curiosos—, y luego usar ese conocimiento de forma que nos permita determinar qué es lo más importante. El educador Dennis Rader, autor de Learning Redefined (Aprendizaje redefinido), considera que la capacidad de determinar «qué es significativo» resulta fundamental en el proceso del pensamiento crítico. En su obra La mini-guía para el pensamiento crítico. Conceptos y herramientas, Richard Paul y Linda Elder definen el pensamiento crítico como la forma de pensar en la que «el pensante mejora la calidad de su pensamiento al apoderarse de las estructuras inherentes al acto de pensar y al someterlas a estándares intelectuales». También dicen que el pensamiento crítico debe ser «autodirigido, autodisciplinado, autorregulado y autocorregido». Es decir, pensar sobre el hecho de pensar, o pensar conscientemente en las ideas, es un requisito imprescindible para desarrollar el pensamiento crítico. Paul y Elder nos recuerdan:

Aquel que piensa críticamente, tiene un propósito claro y una pregunta definida. Cuestiona la información, las conclusiones y los puntos de vista. Se empeña en ser claro, exacto, preciso y relevante. Busca profundizar con lógica e imparcialidad. Aplica estas destrezas cuando lee, escribe, habla y escucha.

El pensamiento crítico es un proceso interactivo que exige la participación tanto del profesor como de los estudiantes.

Todas estas definiciones comparten la visión de que el pensamiento crítico implica discernimiento. Es una forma de acercarse a las ideas que pretende comprender las verdades esenciales, subyacentes, y no simplemente la verdad superficial que nos resulta obvia a primera vista. Uno de los motivos por los que la deconstrucción causó furor en los círculos académicos es porque instaba a la gente a pensar más, con mayor intensidad y con sentido crítico; a desentrañar los conceptos; a comprobar qué se esconde bajo la superficie; a trabajar por el conocimiento. Pero, aunque muchos pensadores críticos pueden sentirse realizados intelectual o académicamente al llevar a cabo este trabajo, eso no significa que los estudiantes hayan acogido de forma universal e inequívoca la enseñanza del pensamiento crítico.

De hecho, la mayor parte de los estudiantes se resiste a asumir este proceso; se encuentran más cómodos con un tipo de aprendizaje que les permita adoptar una posición pasiva. El pensamiento crítico exige un compromiso de todas las personas que participan en el proceso pedagógico que se desarrolla en el aula. Suele ocurrir que los profesores que se esfuerzan en enseñar pensamiento crítico se desanimen ante la resistencia de los estudiantes. Sin embargo, cuando un estudiante aprende la habilidad de pensar críticamente —y esto por lo general sucede con unos pocos, no con la mayoría—, la experiencia es de lo más gratificante para las dos partes. Cuando enseño a pensar críticamente a los estudiantes, espero compartir con ellos, a través de mi ejemplo, el placer que supone trabajar con las ideas y entender el pensamiento como una acción.

Mantener la mente abierta es un requisito esencial del pensamiento crítico. Con frecuencia, hablo de una apertura radical porque, después de pasar muchos años en ambientes académicos, he visto muy claro que resulta muy fácil defender y apegarse a los puntos de vista propios y descartar cualquier otra perspectiva. Gran parte de la formación académica incita a los profesores a asumir que ellos siempre «tienen razón». En cambio, yo propongo que los profesores mantengamos la mente abierta en todo momento y estemos dispuestos a aceptar que no tenemos respuestas para todo. El compromiso firme con una apertura de miras está en la base del proceso de pensamiento crítico y es fundamental en la educación. Este compromiso requiere mucho coraje e imaginación. En From Critical Thinking to Argument (Del pensamiento crítico al argumento), los autores Sylvan Barnet y Hugo Bedau sostienen que «el pensamiento crítico exige que usemos nuestra imaginación, que veamos las cosas desde perspectivas diferentes a la nuestra y que anticipemos las consecuencias más probables de nuestra posición». Así pues, el pensamiento crítico no solo presenta exigencias a los estudiantes, sino que también pide a los profesores que demuestren con su ejemplo que el aprendizaje activo significa que no todos podemos estar en lo cierto al mismo tiempo y que la forma de conocimiento cambia constantemente.

El aspecto más emocionante del pensamiento crítico en el aula es que exige a todos que tomen la iniciativa, es decir, invita activamente a los estudiantes a que piensen con pasión y a que compartan sus ideas de forma entusiasta y abierta. Cuando todas las personas en el aula, profesor y estudiantes, reconocen que son responsables en conjunto de la creación de una comunidad de aprendizaje, el aprendizaje alcanza su máximo sentido y utilidad. En una comunidad como esta no hay lugar para el fracaso, pues todo el mundo participa y comparte los recursos que se necesitan en cada momento para garantizar que saldremos del aula sabiendo que el pensamiento crítico nos empodera.

Enseñanza 2Educación democrática

Crecí en la década de los cincuenta del siglo pasado en Estados Unidos, cuando todavía existía la segregación racial en las escuelas y cuando las semillas de la lucha por los derechos civiles se propagaban silenciosamente. En aquel momento, la gente hablaba sobre el significado y el valor de la democracia. Era un tema de discusión pública y también un asunto que estaba presente en las conversaciones privadas. Hombres negros como mi padre, que había combatido en la Segunda Guerra Mundial, en la infantería segregada, formada solo por negros, volvieron a casa decepcionados por una nación que los había enviado a luchar y a morir por «un mundo seguro para la democracia» y que, al mismo tiempo, les negaba derechos civiles. Pero esta decepción no los llevó a la desesperación. Fue un catalizador que los impulsó a luchar en Estados Unidos para hacer de nuestra nación una verdadera democracia. Durante mis años en el instituto, participé en Voice of Democracy (Voz de la democracia), un concurso de ensayos que estaba patrocinado por una asociación de veteranos de guerra y que tenía como finalidad otorgar becas escolares a los ganadores. En mis ensayos expresaba de forma muy apasionada la opinión de que nuestro país era una gran nación, la mejor del mundo, porque tenía un fuerte compromiso con la democracia. Escribía que los ciudadanos deben asumir la responsabilidad de proteger y mantener la democracia. Como a muchos niños negros, me habían enseñado que uno de los rasgos más importantes de nuestra democracia era que garantizaba el derecho de todos los ciudadanos a la educación, con independencia de su raza, género o clase social.

En la actualidad, apenas hay debate público entre los estudiantes sobre la naturaleza de la democracia. La mayoría tan solo asume que vivir en una sociedad democrática es un derecho innato; no les parece que tengan que trabajar para conservarla. Puede que ni siquiera asocien la democracia con el ideal de igualdad. En sus mentes, el enemigo de la democracia es siempre —y únicamente— un «otro» extranjero, que se mantiene a la espera para atacar y destruir el modo de vida democrático. No leen a los grandes pensadores estadounidenses del pasado y del presente que nos han enseñado el significado de la democracia. No leen a John Dewey. No conocen su poderosa idea de que «la democracia tiene que nacer de nuevo en cada generación, y la educación es su partera». También James Beane y Michael Apple, en su libro Escuelas democráticas, inciden en la necesidad de alinear la educación escolar con los valores democráticos y, parafraseando a John Dewey, afirman que «para que las personas consigan y mantengan una forma de vida democrática, deben tener oportunidades de aprender lo que esa forma de vida significa y cómo se puede practicar». Cuando grupos de ciudadanos estadounidenses desprovistos de derechos trabajaron para cambiar las instituciones educativas y garantizar que cualquier persona pudiera acceder a ellas con toda libertad —personas no blancas y mujeres blancas, junto con otros aliados en la lucha— se produjo un dinámico diálogo nacional sobre los valores democráticos. En este diálogo se consideró que los docentes eran portadores esenciales de los ideales de la democracia. Esos ideales estaban presididos por un profundo y permanente compromiso con la justicia social.

Muchos de los aliados en aquella lucha eran hombres blancos que, en virtud de sus circunstancias y privilegios, iban a la vanguardia en los esfuerzos por hacer de la educación un lugar donde siempre se alcanzaran los ideales democráticos. Y, sin embargo, muchos de estos defensores de los valores democráticos estaban divididos. En el ámbito de la teoría, defendían que cualquier persona tenía derecho a la educación, pero, en la práctica, contribuían a mantener las jerarquías en las instituciones educativas, donde se favorecía a los grupos privilegiados. Era lo mismo que le pasaba a Thomas Jefferson, pues, a pesar de que hizo una gran contribución al surgimiento de la democracia, su mente estaba dividida. Aunque Jefferson proclamó que había que «educar e informar al pueblo», en gran parte de su obra muestra que su pensamiento estaba dividido. Por un lado, podía hablar y escribir de forma muy elocuente sobre la necesidad de defender el espíritu de la democracia y la igualdad, pero, por otro, tenía esclavos y negaba a las personas negras los derechos humanos más básicos. A pesar de estas contradicciones, Jefferson no vaciló al manifestar que era crucial abrazar el cambio para el «progreso del espíritu humano». Y escribía: «A medida que [el espíritu humano] deviene más desarrollado, más ilustrado, que se hacen nuevos descubrimientos, que nos son desveladas nuevas verdades y que cambian las costumbres y las opiniones con las circunstancias, las instituciones deben a su vez cambiar y caminar con su tiempo». Ciertamente, la formación escolar y la educación empezaron a sufrir cambios profundos y radicales a medida que se popularizaba la crítica de los valores patriarcales, capitalistas e imperialistas y del supremacismo blanco.

La cultura conservadora del dominador respondió a esos cambios mediante un ataque a determinadas políticas públicas, como las que introdujeron acciones afirmativas gracias a las cuales las instituciones de educación superior habían podido aceptar a grupos carentes de derechos. En consecuencia, las puertas a la educación que se habían abierto y estaban permitiendo el acceso a las personas sin derechos empezaron a cerrarse. El subsiguiente aumento de escuelas privadas debilitó las escuelas públicas, mientras que la enseñanza que estaba orientada al aprendizaje mecánico —es decir, a preparar al alumnado para realizar pruebas de tipo test— reforzó la discriminación y la exclusión, mientras que la segregación basada en la raza y la clase social se volvió la norma comúnmente aceptada. Además, se redujo la financiación para la educación en todos los frentes. Los docentes progresistas que habían luchado para realizar cambios radicales fueron, sencillamente, comprados. El estatus y los elevados salarios los llevaron a unirse al sistema que poco antes habían intentado desmantelar.

En la década de los noventa del siglo pasado, los Estudios Negros, los Estudios de las Mujeres y los Estudios Culturales fueron reformulados para que dejaran de ser espacios progresistas en el sistema educativo, y evitar así que desde ahí se pudiera dar voz a un discurso público sobre la libertad y la democracia. Fueron, en su mayor parte, desradicalizados. Y los espacios en los que no se produjo la desradicalización se convirtieron en guetos, es decir, en el escenario adecuado para los estudiantes que quieren asumir una imagen pública radical. Hoy en día, los docentes que se niegan a llevar a cabo la desradicalización son casi siempre marginados o se los invita a abandonar el mundo académico. Quienes no nos hemos rendido, quienes seguimos luchando para educar en la práctica de la libertad, podemos comprobar de primera mano cómo se socava la educación democrática. Y esto sucede a medida que los intereses de las grandes empresas y del capitalismo corporativo empujan a los estudiantes a concebir la educación como un simple medio para alcanzar el éxito material. Esta forma de pensar hace que la acumulación de información sea más importante que la obtención de conocimientos o el aprendizaje para pensar de forma crítica.

El principio de igualdad, que es fundamental en los valores democráticos, significa poco en un mundo dominado por una oligarquía global. Mediante la utilización de la amenaza de ataques terroristas para convencer a la ciudadanía de que la libertad de expresión y de protesta está en peligro, los gobiernos del mundo están adoptando políticas fascistas que socavan la democracia en todos los frentes. Hervé Kempf, al explicar que «el capitalismo ya no necesita a la democracia», en su vigoroso y polémico libro Cómo los ricos destruyen el planeta, sostiene:

De este modo, la democracia viene a oponerse a los objetivos buscados por la oligarquía: favorece la oposición a los privilegios infundados, alimenta el cuestionamiento de los poderes ilegítimos, lleva a un análisis racional de las decisiones. Por lo tanto, es cada vez más peligrosa, en una época en la que las peligrosas desviaciones del capitalismo son cada vez más evidentes.

Ahora más que nunca, necesitamos docentes que hagan de las escuelas lugares en los que las condiciones para la conciencia democrática puedan establecerse y florecer.

Los sistemas educativos han sido, en Estados Unidos, el principal ámbito en el que se ponían en valor, tanto en la teoría como en la práctica, la libertad de expresión, la discrepancia y las opiniones plurales. Susan Griffin, en su fundamental análisis sobre este tema, Wrestling with the Angel of Democracy: On Being an American Citizen (Luchar con el ángel de la democracia. El significado de ser un ciudadano estadounidense), nos recuerda que «mantener vivo el espíritu de la democracia requiere una revolución continua». Por su parte, Marianne Williamson, en la profunda reflexión acerca de la democracia que lleva a cabo en The Healing of America (La curación de América), recalca las formas en las que el principio democrático de igualdad sigue sustentando los valores democráticos:

Hay personas en Estados Unidos que hacen hincapié en nuestra unidad y, sin embargo, no logran comprender la importancia de nuestra diversidad, de igual manera que hay quienes enfatizan nuestra diversidad, pero son incapaces de apreciar la importancia de nuestra unidad. Es preciso que honremos ambas cualidades. Las dos son importantes, y la relación que mantienen la una con la otra refleja una verdad filosófica y política sin la cual no podemos prosperar.

Griffin se hace eco de estos sentimientos: «En una democracia se expresarán numerosos puntos de vista sobre todos los asuntos posibles, y casi todos ellos deben tolerarse. Este es uno de los motivos por los que las sociedades democráticas suelen ser plurales». El futuro de la educación democrática vendrá determinado por la dimensión de la victoria de los valores democráticos por encima del espíritu de la oligarquía que pretende silenciar las voces críticas, prohibir la libertad de expresión y negar a la ciudadanía el acceso a la educación.

Los docentes progresistas seguimos honrando la educación como práctica de la libertad porque comprendemos que la democracia florece en un entorno donde se valora el aprendizaje, donde la capacidad de pensar es señal de una ciudadanía responsable y donde la libertad de expresión y la voluntad de disentir se aceptan y se fomentan. Griffin sostiene al respecto:

El hecho de que las personas que contribuyen a fomentar la conciencia democrática vayan más allá de las limitaciones que imponen los prejuicios y las suposiciones es compatible con un profundo deseo de libertad de expresión y pensamiento, no solo como herramientas en las eternas batallas por el poder político que tienen lugar en cualquier época, sino desde un impulso democrático aún más importante, el deseo de ampliar las conciencias.

La educación democrática se basa en la premisa de que la democracia funciona, de que se encuentra en los cimientos de cualquier proceso genuino de enseñanza y aprendizaje.

Enseñanza 3Pedagogía del compromiso

La pedagogía del compromiso empieza al asumir que aprendemos mejor cuando estudiante y profesor interactúan en su relación. Como líderes y facilitadores, los docentes tienen que descubrir lo que los estudiantes saben y lo que necesitan saber. Este descubrimiento solo se produce si los profesores están dispuestos a llevar a sus estudiantes más allá de un nivel superficial. Como docentes, podemos crear un clima óptimo para el aprendizaje si conocemos el nivel de conciencia e inteligencia emocional que hay en el aula. Esto significa que debemos tomarnos nuestro tiempo para conocer a quiénes estamos enseñando. Cuando empecé a trabajar en el aula mi mayor preocupación, incluso con un punto obsesivo, fue, como les pasa a muchos docentes, si sería capaz o no de abordar la gran cantidad de información y de temas que tenía asignados. Con el fin de asegurarme de que tendría tiempo de cubrir todo lo que me parecía relevante, no reservé ningún momento para que los estudiantes se presentaran o compartieran conmigo algo de información acerca de dónde venían y cuáles eran sus sueños y esperanzas. Pero luego me di cuenta de que si dedicaba tiempo a hacer que todo el mundo se conociera, la energía de la clase era más positiva y propicia para el aprendizaje.