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Este libro trata sobre todo de la neurosis, una estructura clínica o categoría nosográfica estrechamente ligada al psicoanálisis. Tanto es así que la neurosis representaba para Freud el retrato por excelencia de la condición humana. De ella derivó la concepción del psiquismo, la psicología patológica y la terapéutica analítica. Aunque sólo sea por eso, la neurosis merece nuestra atención. Pero también hay otros motivos, de los que me hago eco en el resto de los estudios sobre la tristeza, la melancolía, la locura normalizada y el diagnóstico. Es una obra con vocación ecuménica. Por eso huye de proposiciones apodícticas y recela de las modas de última hora. Ni está hecha pensando en unos pocos ni se compone de un único material. La historia de la clínica y la filosofía son materiales abundantes en la argamasa, ingredientes que cuando menos servirán de engrudo a la psicopatología y el psicoanálisis, sus constituyentes esenciales. Mas este proyecto será un fracaso si el resultado final fuera confuso, porque, como escribiera Eurípides: "Sabio es de verdad lo claro, no lo turbio". Este libro de José María Álvarez es un testimonio de signo contrario. Es un ejemplo público de que la mejor forma de oponerse al reduccionismo biológico es profundizar en el estudio de la psicopatología. Sólo con un instrumento conceptual ventajoso podemos hacer que el nuevo saber favorezca el diálogo y el vínculo con los enfermos. Lo que la psicopatología nos ayuda a entender es que la esquizofrenia no está en el paciente sino en el modelo que implantamos. Si algo demuestran los distintos textos de este oportuno y laborioso compendio es que sin una teoría consistente no podemos desenvolvernos delante de los pacientes, y mucho menos tratar de ayudarlos a devolver a los síntomas su sentido biográfico. A la postre, la psicopatología es interpretativa, radicalmente hermenéutica, y no debe ser sustituida por datos epidemiológicos, pruebas biomédicas o taxonomías internacionales. Fernando Colina
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Colección La Otra psiquiatría
Dirigida por José María Álvarez y Fernando Colina
ESTUDIOS DE PSICOLOGÍA PATOLÓGICA
José María Álvarez
Prólogo de Fernando Colina
Colección La Otra psiquiatría
Colección La Otra psiquiatría
Dirigida por José María Álvarez y Fernando Colina
Título original: Estudios de psicología patológica
© José María Álvarez, 2017
© De esta edición: Pensódromo 21, 2017
Diseño de cubierta: Pensódromo
Esta obra se publica bajo el sello de Xoroi Edicions
Editor: Henry Odell
ISBN rústica: 978-84-946232-9-5
ISBN ebook: 978-84-947050-0-7
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Para F. Colina, mi maestro
«Es casi humillante que luego de un trabajo tan prolongado sigamos tropezando con dificultades para concebir hasta las constelaciones más fundamentales, pero nos hemos propuesto no simplificar ni callar nada. Si no podemos ver claro, al menos veamos mejor las oscuridades».
Sigmund Freud,
Inhibición, síntoma y angustia
«¿Cuánta verdad soporta, cuánta verdad osa un espíritu?
Esto fue convirtiéndose cada vez más, para mí, en la auténtica unidad de medida».
Friedrich Nietzsche,
Ecce homo
«Los órganos del conocimiento, sin los cuales no es posible una lectura fructífera, se llaman respeto y amor».
Emil Staiger,
Meisterwerke deutscher Sprache: aus dem neunzehnten Jahrhundert
La misión del psicopatólogo va en decremento. Es sorprendente, o al menos curioso, que en la actualidad no interese como lo hacía antes el estudio riguroso de los síntomas, ni exista una especial inclinación por encontrar el sentido de las distintas figuras de dolor con que acuden los pacientes a la consulta. La hegemonía del paradigma biomédico ha arrinconado el proceder clásico de la psiquiatría y con ello ha cortado una de las raíces principales de la disciplina.
Este libro de José María Álvarez es un testimonio de signo contrario. Es un ejemplo público de que la mejor forma de oponerse al reduccionismo biológico es profundizar en el estudio de la psicopatología. Sólo con un instrumento conceptual ventajoso podemos adelantar en el conocimiento de los malestares psíquicos, procurando, al mimo tiempo, que el nuevo saber favorezca el diálogo y el vínculo con los enfermos.
En caso contrario, continuaremos defendiendo, como un acto de fe, el origen cerebral de los padecimientos mentales y proseguiremos soñando con el descubrimiento de su causa física, mientras nos limitamos, durante la espera, a simular como si la revelación ya hubiera llegado. De otro modo no podríamos entender que cualquier psiquiatra de mi generación, si tiene suficiente espíritu crítico y alimenta cierta sorna, pueda reducir los supuestos avances de las neurociencias, hoy tan pregonados, a dos hechos concretos. Uno, a que el electrochoque se aplique ya bajo anestesia y relajación, técnica antes desconocida que puede proponerse de ejemplo, como fácilmente se ve, de florecimiento y humanización de la psiquiatría. El otro, no menos asombroso, nos remite a una contundente frase de Bleuler, de 1926, en su artículo sobre La esquizofrenia, donde se expresa con justificada convicción: «El origen orgánico de la esquizofrenia es demostrable hoy en día con toda la evidencia que se quiera exigir». Juicio de rabiosa actualidad en el debate epistemológico sobre la causa, donde a lo sumo nos inclinamos a cambiar el concepto de «orgánico» por el de «neurotransmisor», dando así evidentes muestras de progreso y nueva mentalidad.
Sea como fuere, y más allá de cualquier ironía, lo que la psicopatología nos ayuda a entender es que la esquizofrenia, por poner un ejemplo diagnóstico, no está en el paciente sino en el modelo que implantamos. Es el modelo nosológico el que contiene y esconde el concepto, no la realidad clínica que representa un sujeto que dice oír voces y se angustia por ello. Dicho de otro modo, no es la persona la que «cumple criterios», según la terminología al uso, y confirma así un diagnóstico que consideramos concluyente, sino nuestro patrón de conocimiento el que debe ser evaluado previamente para juzgar si su «esquizofrenia» está legitimada y bajo qué requisitos y limitaciones puede aplicarse con «criterio». De otro modo es difícil que podamos entender al sufriente que viene a pedirnos ayuda, o que al menos la tolera pasivamente. La esquizofrenia, por seguir con el mismo ejemplo, no es una especie autónoma, natural e irreductible, como pueda serlo un cálculo renal, según sostiene el paradigma biomédico, es simplemente un modo de hablar. Clínicamente no es nada más.
Para el psicopatólogo la ocasión de diagnosticar no remite a enfermedades sino a los miedos, defensas, relaciones y riesgos a los que está sometido el paciente. Su ocupación profesional reside en analizar, esquematizar y categorizar estos recursos y temores para mejor entender al individuo y mejor asumir, de paso, su propia actividad, que le compromete tanto técnica como teórica y moralmente. Diagnosticar, desde este punto de vista, no puede entenderse como un esfuerzo por perseguir verdades profundas que intentan pasar desapercibidas o que se ocultan protegiendo un secreto, siguiendo quizá el antiguo principio de que a la naturaleza le gusta esconderse. No se trata de descubrir la piedra nosológica de la locura, como quien descubre el filón de una mina. Para las personas no caben diagnósticos, a lo sumo podemos catalogarlas, esto es, ordenarlas mediante clasificaciones y categorías que den cuenta de los peligros y amenazas a los que se exponen. Por esta razón entendemos formalmente que, ante un psicótico, no cabe hablar de conciencia de enfermedad, que suena a los efectos alienantes del proselitismo y de la conversión del paciente a nuestros conceptos técnicos, sino, a lo sumo, podemos aludir a una simple conciencia de sufrimiento.
Lo que se pone de manifiesto, ante todo, es que la clínica del psicopatólogo y el diagnóstico no coinciden. Pero no sólo no coinciden cuando se practica una nosología médica, sino que divergen ante cualquier intento clasificatorio, sea de la corriente que sea. Clasificar a alguien siempre es ponerle entre rejas, por lo que debemos procurar abrirle lo antes posible la puerta. Además, cualquier clasificación implica un cierre del conocimiento que impide pensar más allá y se contenta con manosear la categoría que tiene en las manos con el riesgo de hacer una bola. La única posibilidad que ofrece la clínica ante el reto de la clasificación es intentar dejarla siempre en suspenso, siempre en falta, aceptando tan sólo ciertas figuraciones circunstanciales si las exigencias burocráticas o docentes lo reclaman.
El diagnóstico es un epifenómeno sobre el sufrimiento y los riesgos psíquicos de las personas que sólo existe en nuestro lenguaje. De tener que diagnosticar por obligación, incluso si es una mera clasificación provisional, antes tendremos que diagnosticar indefinidamente ese lenguaje nuestro, al menos si pretendemos conocer al interlocutor, paso previo o simultáneo para poder ayudarle. La razón, como señaló Hannah Arendt, no está dirigida tanto al encuentro de la verdad como a la búsqueda del significado, de un significado que le permita al psicótico, entre otras cosas, dejar de vivir como un apátrida solitario.
Pues bien, estos Estudios de psicología patológica son un claro exponente de este esfuerzo por interrogar nuestros procedimientos teóricos. El autor abandona para la ocasión su espacio teórico principal, la locura, bajo el cual escribió La invención de las enfermedades mentales, su libro más sólido y trabajado, donde esclareció, como no se había hecho hasta ese momento, el cimiento histórico de la clínica «mayor» y los hilos conductores que la unen a lo largo de la historia. Hoy, en cambio, reflexiona sobre las neurosis, supuesta patología «menor», que enfoca desde la misma perspectiva, desde una conjunción muy personal de historia y mirada psicoanalítica, desde la unión indisoluble de las lecturas y la práctica clínica.
Todos los problemas históricos, conceptuales y clínicos se dan cita en este texto. Algunos bajo propuestas muy atrevidas, como el de neurosis única, donde la histeria y la obsesión no conforman estrategias independientes sino que se alternan, se suceden y se combinan, al modo como en la estructura psicótica lo hacen igualmente la esquizofrenia, la paranoia y la melancolía cuando se interpretan como polos de una psicosis conceptualmente única.
A veces, como en el capítulo sobre «La locura normalizada», demuestra que basta poner los precedentes históricos de un problema actual para que éste pierda sus apariencias y su plumaje para aceptarse, humildemente, como un avatar o repetición del mismo aprieto que viene resonando y rebotando a lo largo del tiempo. Me refiero concretamente a las psicosis sin psicosis, al reconocimiento de una estructura psicótica cuando no se ha desencadenado, cuando no ha aflorado la sintomatología crítica. Asunto éste, el de la psicosis pre-psicótica, que se sitúa en el núcleo de la psicopatología y que no se resuelve de un plumazo ni bautizando un nuevo término, que por muy original que se crea cuenta con múltiples antecedentes. Tal sucede con la psicosis blanca, ordinaria, normalizada o con un sinfín de términos que son casi sinónimos de las psicosis latente bleuleriana. El autor responde con solvencia a ese interrogante crucial y de doble filo, que no sólo se cuestiona por el desencadenamiento de la psicosis, sino que se pregunta también, para lograr una comprensión más cabal, sobre por qué motivos el sujeto no se había roto antes. De otro modo no entendemos a nadie, pues necesitamos conocer, antes del hundimiento, de qué modo traumático vivió el psicótico sin estar del todo preparado para ello.
Sin embargo, quizá sea el capítulo sobre «La tristeza y sus matices» el de elaboración más compleja para al autor, pero también el más sabroso para los lectores, aunque en esta valoración influyan mucho los gustos y las valoraciones particulares. La evolución de la tristeza, entendida desde su concepción como pecado a su noción de enfermedad, se despliega desde diferentes figuras de la melancolía: inutilidad, duelo, soledad, creación, goce, mal, inacción, cobardía, egoísmo y mentira. La elección es providencial en esta época acultural, pues permite conectar sin esfuerzo la clínica con la literatura, la filosofía y la moral.
La tristeza, al fin y al cabo, se me antoja que debe ser adoptada como eje y centro de gravedad de estos Estudios, tanto por su lugar intermedio en el índice, como por su desarrollo conceptual y discursivo. El capítulo sobre las relaciones entre la melancolía y la neurosis obsesiva así lo confirma, pero en especial lo hace su vibrante retrato del melancólico, bosquejado mediante descripciones antiguas y una colección de imágenes actuales muy personales en torno al método clínico, el patetismo, los rasgos, las formas y la oscuridad.
Si algo demuestran los distintos textos de este oportuno y laborioso compendio es que sin una teoría consistente no podemos desenvolvernos delante de los pacientes, y mucho menos tratar de ayudarlos a devolver a los síntomas su sentido biográfico. A la postre, la psicopatología es interpretativa, radicalmente hermenéutica, y no debe ser sustituida por datos epidemiológicos, pruebas biomédicas o taxonomías internacionales.
Fernando Colina
Este libro tiene algo de sorprendente. Apareció de repente, sin previo aviso. En esto se parece a esos visitantes a los que no esperas, pero una vez acomodados te da la impresión de que siempre han estado allí, entre los tuyos. Hay libros que se escriben mirando un punto concreto del horizonte y con el hipnotizante runrún de una idea directriz, mientras acaricias algunas hipótesis sugerentes y te las ingenias para fortalecerlas con argumentos audaces y sólidos. Otros, en cambio, desempolvan retales almacenados en los cajones y los aúnan con piezas aún por estrenar. En cualquiera de los dos casos, a medida que las hechuras le van dando cuerpo, comprendes que ese libro llevaba tiempo contigo, aunque no te hubieras percatado.
Todo sucedió hace un año y algunos meses, en el recogimiento al que obliga el otoño. Absorto en la redacción de un texto sobre la neurosis, uno de esos escritos amplios cuyo final ya se me antojaba cercano, caí en la cuenta de que tenía un librito entre las manos. Sólo tenía que añadir algunos textos repartidos en publicaciones dispares, redactar comme il faut apuntes y bocetos de conferencias, y, a partir de ese esqueleto, escribir varios capítulos nuevos que le dotaran de consistencia y lo redondearan hasta asemejarlo a una monografía.
Cuando me puse manos a la obra, colgué en la pantalla del ordenador, como había hecho en otras ocasiones, dos adhesivos en los que suelo mirarme con frecuencia y respetar en lo posible. El primero contiene las conocidas palabras de Horacio en las que recomienda borrar y tachar a menudo, si es que aspiras a «escribir cosas que más de una vez merezcan leerse»1; el segundo transcribe las de Lucrecio: «[…] los tontos se admiran y gustan más de todo lo que ven envuelto en palabras enrevesadas, y dan por verdadero aquello que acaso acaricia con donaire sus oídos o se acicala de graciosos sones»2.
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Este libro trata sobre todo de la neurosis, una estructura clínica o categoría nosográfica estrechamente ligada al psicoanálisis. Tanto es así que la neurosis representaba para Freud el retrato por excelencia de la condición humana. De ella derivó la concepción del psiquismo, la psicología patológica y la terapéutica analítica. Aunque sólo sea por eso, la neurosis merece nuestra atención. Pero también hay otros motivos, de los que me hago eco en el resto de los estudios sobre la tristeza, la melancolía, la locura normalizada y el diagnóstico.
Durante los últimos años, muchos psicoanalistas se han sentido atraídos por la descripción y explicación de las formas actuales del pathos, es decir, las nuevas expresiones del malestar. De la mano del último Lacan, para quien el modelo de la subjetividad se inspiraba en las experiencias propias de la locura o psicosis, el brillo que otrora irradiara la neurosis comenzaba a empalidecer. Las psicosis ordinarias, esto es, las formas discretas de la locura, se situaron en el centro de los intereses y debates de buena parte de la comunidad analítica.
Este cambio de tendencia, amplificado hoy día, favorece el aumento de diagnósticos de estas formas normalizadas de psicosis, de ahí que la neurosis tradicional ceda paulatinamente terreno, sus contornos se desdibujen y su quintaesencia corra el peligro de diluirse. La esfera armilar que antaño constituyera la neurosis es hoy para algunos una antigualla de museo. Por eso éste y otros libros sobre la neurosis tienen en el presente un valor añadido.
Mi pequeña contribución analiza estas cuestiones de actualidad y procura mostrar lo esencial de esta estructura clínica, esto es, las manifestaciones clínicas, los perfiles psicológicos que dibuja, los mecanismos psíquicos que la conforman y el intríngulis subjetivo en el que se asienta. Ocho estudios son insuficientes, desde luego. Pero mejor eso que nada.
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Como los anteriores, también este libro tiene vocación ecuménica. Por eso huye de proposiciones apodícticas y recela de las modas de última hora. Ni está hecho pensando en unos pocos ni se compone de un único material. La historia de la clínica y la filosofía son materiales abundantes en la argamasa, ingredientes que cuando menos servirán de engrudo a la psicopatología y el psicoanálisis, sus constituyentes esenciales. Mas este proyecto será un fracaso si el resultado final fuera confuso, porque, como escribiera Eurípides: «Sabio es de verdad lo claro, no lo turbio»3.
La querencia por sumar antes que por restar y la preferencia de lo claro a lo oscuro dan cuenta de un estilo e insinúan algo acerca del deseo. La formación clínica, se sea o no psicoanalista, va de la tierra al cielo, es decir, parte del conocimiento de las experiencias características del pathos y se dirige hacia la elaboración de explicaciones. Esa complementariedad favorece la buena armonía entre la psicopatología clásica y el psicoanálisis. Aunque resulte más laborioso, en nuestro ámbito parece más recomendable llegar a conclusiones generales a partir de analizar detalles particulares. Lo que así se consigue es más denso y consistente que lo que se obtiene cuando, por una ventolera, zanjamos un problema con una supuesta solución, antes incluso de que hubiéramos expuesto todos sus términos. Nuestro ámbito de saber está atestado de problemas, muchos de ellos irresolubles. Seguramente es preferible convivir con ellos a la buena manera, es decir, delimitando las preguntas que nos formulan y siguiendo al detalle las pesquisas que se nos presentan; mejor eso que las modas y los entusiasmos efímeros.
Con razón se me ha criticado que peco de clasicismo. De buena gana suscribo lo que escribiera Montaigne: soy de los que acomodo fácilmente mis consideraciones «bajo la autoridad de las opiniones antiguas»4. Admito que esto supone cierto lastre para acercarme al mundo de hoy. Aunque bien mirado, también proporciona una ventaja cuando los cantos de sirena sólo nos traen ultimísimos sones. Quizás esté equivocado, pero en esos casos tiendo a pensar que la condición humana varía menos de lo que se anuncia a diario.
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Clasicista o no, el caso es que buena parte de mi quehacer se realiza con y para los jóvenes que se forman como psicoanalistas, psicólogos clínicos y psiquiatras. Quien siente curiosidad puede llegar a estudiar. Además, si gusta de la soledad, será más propenso a escribir. Pero para enseñar se necesita ser generoso. El maestro es generoso porque da algo que ama, algo valioso a lo que ha dedicado mucho tiempo antes de entonar el Eureka. Y porque anhela que los que vienen detrás suban al escenario y asuman su papel para que la obra continúe. Pocas cosas más satisfactorias conozco que escuchar o leer algo brillante de un alumno. En esos momentos uno cae en la cuenta de que su trabajo ha merecido la pena, y de que va llegando la hora de bajar al patio de butacas.
Javier Carreño, Gustavo Ingallina, Hernán Lago, Kepa Matilla y Emilio Vaschetto han estado muy presentes mientras escribía estas páginas. Ellos son un buen ejemplo de ese saber hacer sobrio y firme que comienza en el suelo y asciende hacia el cielo, singular mezcla del espíritu de Aristóteles y Platón, de Freud y Lacan.
Valladolid, febrero de 2017
Historia y conceptos / La defensa / El deseo y la pregunta neurótica / La histeria / La neurosis obsesiva / Los modelos de conocimiento del pathos
‘Neurosis’ es un término cuya significación actual guarda una estrecha relación con el psicoanálisis. De tal manera es así que dicho vocablo, a medida que Freud creaba su doctrina, adquiría una significación precisa que jamás había tenido. Ese hecho contribuyó a identificar sus características esenciales, delimitar su perímetro y distinguirla de otras alteraciones semejantes sólo en apariencia. Aún hoy día, pese a la adulteración que ha mermado su potencial heurístico, la noción de neurosis mantiene ciertas hechuras propias del discurso psicoanalítico y se amolda como anillo al dedo a ese tipo de clínica.
Llama la atención que el concepto ‘neurosis’ haya sobrevivido a los envites de las modas y las ideologías, tan amigo como es nuestro ámbito de conocimiento de renovar de continuo los términos y desprenderse a la menor ocasión de teorías aún provechosas. Si lo ha hecho es por el valor que atesora y porque no se ha inventado otro mejor. Hoy por hoy no existe ningún concepto cuyo potencial explicativo englobe la génesis, el desarrollo, la función y la terapéutica de este tipo específico de alteración psíquica, habitual contrapunto de la psicosis. Quizás, por eso mismo, no ha llegado aún el momento de sustituirlo.
Ahora bien, el campo semántico con que Freud dotó a la neurosis ha sufrido diversas modificaciones, algunas de las cuales la enriquecen pero otras la desvirtúan. Comoquiera que por ahora podemos seguir sirviéndonos de este referente fundamental de la psicopatología, vale la pena que limpiemos de maleza sus contornos y reivindiquemos su uso más genuino. En esta dirección se enfoca el presente texto, en el que se espera aportar algunos conocimientos para pensar la psicopatología de la neurosis, conocer su clínica y afinar su terapéutica. Para ello se reflexionará sobre el cómo y el porqué de las categorías nosográficas y se aportarán algunos perfiles psicológicos que, a buen seguro, nos acercarán a las experiencias de esos sujetos a los que llamamos neuróticos.
Los conceptos de la psicología patológica están bien fundamentados cuando gozan a la vez de amplitud y profundidad. En el caso de las categorías clínicas, son preferibles aquellas que dicen cosas esenciales de un mayor número de sujetos, esto es, las que dan cabida a más personas y muestran de ellas sus características intrínsecas. De seguir esta propuesta, elegiremos una categoría clínica que detalle los signos morbosos y su jerarquía (semiología clínica), que sea precisa desde el punto de vista descriptivo (nosografía), que proponga una articulación entre las manifestaciones clínicas y los mecanismos psíquicos que las conforman (patogenia), que diga algo coherente y fundamentado sobre la causa (etiología), que aporte una explicación cabal sobre esa alteración y delimite las diferencias con otras (nosología), y que procure, por último, una orientación terapéutica lo más específica posible. La neurosis, desde la perspectiva que aquí se propone, reúne todos estos aspectos, en la medida en que dice algo consustancial de la condición humana y se aplica a un amplio grupo de sujetos, los cuales, salvo aspectos particulares, comparten un mismo denominador común tanto en las manifestaciones clínicas como en el tipo de funcionamiento psíquico.
Pese a todas estas posibilidades, definir y caracterizar la neurosis no es sencillo. La propia historia que le da cuerpo es un barullo de contradicciones, como enseguida se mostrará. Lo mismo sucede con el campo semántico que se pretende nombrar, a menudo impreciso incluso para los especialistas. Estas dificultades fueron expresadas con acierto por Alexandre Axenfeld cuando escribiera hace casi siglo y medio: «Además, toda la clase de las neurosis se ha fundado en un concepto negativo; nació el día en que la anatomía patológica, encargada de explicar las enfermedades por la alteración de los órganos, se detuvo frente a un número de estados morbosos cuya razón de ser no alcanzaba a comprender. Hasta tal punto fue así que, sabiendo poco más o menos qué es lo que no son las neurosis, en cambio ignoramos qué es lo que son en realidad»1.
En cualquier caso, de momento sobran los motivos para seguir puliendo este concepto. Téngase en cuenta, en primer lugar, que los sustitutos con los que se ha intentado desbancarlo —en especial ‘trastorno’ y ‘trastorno de la personalidad’— inducen una ambigüedad aún mayor. Esto sucede porque las características que se les atribuyen carecen de algún principio organizador que les dé coherencia, de manera que el orden da paso al desconcierto y las categorías se descoyuntan hasta convertirse en un fárrago en el que algunos síntomas y rasgos se elevan al rango de estructuras o tipos clínicos. De importancia similar al anterior, en segundo lugar, el binario neurosis versus psicosis (cordura versus locura) continúa siendo un modelo de psicología patológica válido y aprovechable, aunque seguramente no sea el único.
En muchos ambientes clínicos sigue usándose, a la hora de caracterizar a determinados pacientes, el término ‘neurosis’. Con él se describe, por lo general, tres características: la primera se refiere a un tipo de organización psíquica que hunde sus raíces en la infancia; la segunda enfatiza la omnipresencia de esa alteración en la vida del sujeto, de manera tal que constituye una forma de ser; la tercera subraya que ese tipo de manifestaciones morbosas se diferencian de la psicosis en cualquiera de sus formas. Esta caracterización, de por sí imprecisa, implica sin embargo que la alteración que afecta a ese tipo de pacientes es de tipo psicológico y que sus causas se remontan a la historia infantil. Pese a la ambigüedad, estas pinceladas contrastan, como enseguida se comprobará, con la acepción original. Tan llamativa divergencia ilumina la inmensa riqueza de la historia conceptual de la neurosis, sobre todo de cómo la psicología patológica amplió su territorio ante el obligado retroceso de la neurología y de qué manera afloró, con Freud, una perspectiva en la que las alteraciones psíquicas constituían simple y llanamente el resultado de rudas defensas ejecutadas inconsciente pero decididamente por el sujeto.
El término ‘neurosis’ es relativamente reciente2. Fue creado por el médico y químico escocés William Cullen en la segunda mitad del siglo XVIII. En apenas dos siglos y medio, sin embargo, su significación ha cambiado tanto que incluso hoy día se usa para nombrar lo contrario de lo que sugirió su creador. Esos cambios, lejos de ser superficiales, afectan en especial a la visión de las neurosis o enfermedades nerviosas como alteraciones funcionales del sistema nervioso y a las enfermedades que constituían esa clase taxonómica, de acuerdo con la propuesta inicial de Cullen. Apuntada ya en su obra Sinopsis nosologiae methodicae (1769), es en First Lines of the Practice of Physics, publicado en 1777, donde el autor aporta una caracterización más amplia y precisa: «Me propongo aquí comprender bajo el título de neurosis o enfermedades nerviosas a todas las afecciones preternaturales del sentido o del movimiento, en las que la pirexia no constituye una parte de la enfermedad primitiva; y todas aquellas que no dependen de una afección local de los órganos, sino de una afección más general del sistema nervioso y de las potencias del sistema, de donde dependen más especialmente el sentido y el movimiento»3. Conforme a la orientación nosográfica more botanico, Cullen subdividió las neurosis en cuatro órdenes: Comata, Adynamiae, Spasmi y Vesaniae. La mayoría de estas enfermedades seguirían perteneciendo a los dominios de la neurología; otras, en especial las Vesaniae («funciones alteradas de la mente judicativa, sin pirexia ni coma»), se desplazarían hacia la psicopatología y serían renombradas por Vogel, una década después, con el término clásico Paranoia; más problemáticas, como siempre habían sido, la histeria y la hipocondría —núcleo fundamental de las llamadas por Sydenham y otros «enfermedades nerviosas»—, habrían de peregrinar por múltiples especialidades médicas hasta convertirse finalmente en el paradigma de las alteraciones que interesan al cuerpo, no en calidad de causante del desorden sino en el papel de pregonero.
Mientras el avance en la descripción y clasificación de las enfermedades médicas —fuera mediante el modelo anatomoclínico o el fisiopatológico— se antojaba imparable, en el terreno anímico las cosas pintaban diferente. Como mínimo, el nosógrafo debía distinguir las neurosis de las enfermedades genuinamente físicas y también de las vesanias o locuras. Por si esto fuera poco, ajenas a las lesiones anatómicas, esas enfermedades «nerviosas» tan singulares parecían haberse gestado en circunstancias de índole «moral» o psicológica, sobre todo al calor de las pasiones. De la complejidad del objeto de estudio y de los límites de los métodos por entonces empleados se hizo eco Philippe Pinel con su acostumbrada elocuencia. Desde la primera edición de su Nosographie philosophique, destacó que las enfermedades nerviosas ponen de relieve una estrecha conexión entre la medicina, la historia del entendimiento humano y la filosofía moral, razón por cual distan mucho de someterse —con la facilidad que lo hacen las enfermedades agudas— a las leyes de una distribución metódica, y quizás eso se deba a las funciones orgánicas de las partes en las que se asientan4.
A lo largo del siglo XIX, las neurosis continuaron suscitando múltiples dificultades al enfoque médico5. De ahí que, mientras la corriente más neurológica persistía en el empeño de dotar a las enfermedades nerviosas de un fundamento encefálico, algunos neurólogos comenzaron también a analizarlas desde una perspectiva psicológica. Ambos puntos de vista acabarían confluyendo cuando se acordó que las neurosis se debían en su conjunto al desarrollo de mecanismos propiamente psicológicos. Charcot y sus alumnos, hartos de repetir que ese tipo de alteraciones eran «funcionales» y hastiados de calificar sus lesiones de «dinámicas», terminarían plegándose a la evidencia. La obra de Fulgence Raymond, alumno y sucesor de Charcot en la Salpêtrière, ilustra paradigmáticamente este viraje de la neurología a la psicología patológica; sus palabras, por lo demás, animan al estudio en profundidad de los trastornos psíquicos: «Numerosos trabajos, dedicados al estado mental en las diferentes neurosis, han tenido como resultado enfatizar la perturbación de la afectividad y de la inteligencia, y actualmente se admite por lo general que el elemento psíquico desempeña en las grandes neurosis el papel primordial»6.
Cuando Raymond publicó este texto, en 1911, la obra de Freud había ya arrojado suficiente luz sobre ese terreno hasta entonces sombrío. Las neurosis, es decir, las enfermedades funcionales del sistema nervioso, no guardaban en realidad ninguna relación connatural con el encéfalo y los nervios. De ahí que su propio nombre se hubiera convertido en un oxímoron. Por esta razón, desde hacía unas décadas, algunos autores le habían antepuesto el prefijo psico (psiconeurosis), con lo que las neurosis se desplazaban hacia la psicología y con ello se reconocía abiertamente su génesis psíquica.
A ese cambio de rumbo contribuyó, bien es cierto que de manera modesta, Paul Dubois, profesor de Neurología en Berna y promotor del término ‘psiconeurosis’. Con este nombre designó Dubois ciertos trastornos psicógenos de tipo «nervioso», en especial la histeria y la neurastenia de Beard. Surgida en esta coyuntura de contrabalanceo, la ‘psiconeurosis’ pretendía resaltar los aspectos psicológicos presentes en la neurosis y pergeñar un tratamiento de tipo psicoterapéutico, sin duda más eficaz —en opinión del neurólogo suizo— que los empleados hasta entonces. Más de tres décadas después de que comenzara a promocionar su uso, cuando publicó en 1904 su influyente manual de psicoterapia Les psychonévroses et leur traitement moral, Dubois justificó la pertinencia de ese término frente a la vasta y contradictoria noción de ‘neurosis’ y también frente a la emergente categoría descriptiva de ‘psicosis’7. De múltiples formas insistió este autor en que el origen de los trastornos psiconeuróticos es psíquico (idéogène), pues es la ideación la que crea y mantiene los desórdenes funcionales. Al respecto, escribió: «Los trastornos de la vida psíquica no son únicamente secundarios y determinados por una alteración primaria del tejido cerebral, como en la parálisis general y otras afecciones del cerebro. El origen del mal es por el contrario psíquico y es la ideación la que crea y mantiene los desórdenes funcionales. Habiendo desechado las neurosis cuyo origen somático es probable, conservo tan sólo en el grupo de las psiconeurosis aquellas afecciones donde predomina la influencia psíquica, las que son más o menos proclives a la psicoterapia; son: la neurastenia, la histeria, la histero-neurastenia, las formas ligeras de hipocondría y de melancolía; también se puede y se debe incluir en este grupo ciertos estados de desequilibrio más graves, rozando la vesania»8.
Aunque aquí se han tratado con excesiva concisión, el meollo de estos debates y los cambios sobrevenidos en los conceptos que acaban de exponerse contribuyen a captar la originalidad que introdujera Freud en la psicopatología. Su sola presencia en esta corta, aunque intensa historia, hace que los aspectos antes resaltados conserven hoy día algún interés en la reflexión del pensador de la psicología patológica. Ahora bien, si hasta Freud las neurosis no eran otra cosa que enfermedades nerviosas un tanto dispersas, complejas de describir e imposibles de explicar, con él die Neurose —escrito en singular gracias a la coherencia con que la caracterizó— traspasó las fronteras de la patología y se convirtió en el modelo desde el que analizó la condición humana.
De siempre resultó dificultoso en nuestro ámbito formar categorías o tipos clínicos basados sobre todo en las manifestaciones clínicas. Este asunto se volvía más peliagudo cuando entraba por medio la histeria, como sucede en el caso de las neurosis. En lo tocante a esta dificultad, la obra de Freud es realmente novedosa. Su manera de dotar de unidad a las categorías o estructuras clínicas consistió en desentrañar los mecanismos psíquicos genéricos que daban cuerpo a las manifestaciones y en mostrar las vías que seguían los síntomas en su proceso de formación. De ahí que la expresividad clínica podía ser muy variable sin que ese hecho restara unidad a la estructura o desluciera la quintaesencia común. En esa búsqueda de la unidad en la multiplicidad, Freud descubrió que existían unos patrones generales de funcionamiento mental que conformaban la sintomatología y explicó esos movimientos como modalidades defensivas. Según su consideración, existían varias maniobras protectoras a disposición del sujeto. Cuando éste las ponía en marcha obtenía un apaciguamiento, pero se arriesgaba también a enfermarse tiempo después si, ante ciertas adversidades, el endeble refugio en el que se guarecía se le venía encima9.
Su modelo, elaborado a finales del siglo XIX, se asienta sobre la noción fundamental de «defensa» (Abwehr) y se apoya asimismo en los conceptos auxiliares de «retroactividad» (Nachträglichkeit) e «investimiento» (Besetzung). De una manera general, la defensa constituye un modo genérico de actuación según la cual el yo (Ich) se protege contra toda forma de empuje pulsional que desbarate su equilibrio u homeostasis interna, es decir, el yo reacciona contra lo que juzga inconciliable echando mano de diversos procedimientos. En un sentido más específico, la acción defensiva del yo se ejerce contra una representación o serie de representaciones incompatibles, dolorosas e inasimilables. Se trata, por tanto, de una estrategia defensiva cuyo resultado final determina un tipo de funcionamiento mental e implica la instauración de una variedad concreta de patología psíquica.
Esta concepción psicopatológica posee una riqueza interpretativa inagotable. De los múltiples aspectos que permite considerar, destacan dos en especial: el papel determinante atribuido a la decisión subjetiva (responsabilidad) y la especificación de los mecanismos de formación de los síntomas; ambos aspectos propician una trabazón indisoluble entre la ética y la patogenia. Situada en su contexto, la novedad que introdujo esta perspectiva está fuera de toda duda, pues ese «acto voluntario del enfermo»10 que ponía en marcha la defensa contrariaba cualquier forma de predisposición hereditaria, visión que en aquellos años defendía la teoría de la degeneración y hoy día se saca a colación, a ojo de buen cubero, mediante múltiples referencias a la «genética» de los trastornos psicológicos. Desde el punto de vista de Freud, precedido en esto por Schopenhauer, el sujeto elije evitar el dolor mediante el olvido, es decir, cierra los ojos y no quiere saber sobre lo que le desborda pero le concierne11. De esa decisión, y de la variedad de estratagema que elija para mantenerse en la ignorancia, dependerá el tipo de estructura psíquica en la que se cobije, lo que implica una manera particular de relacionarse con ese motor de la vida que es el deseo y, además, origina síntomas específicos.
Conforme a lo que se acaba de apuntar, Freud diferenció los distintos tipos clínicos en función de la modalidad genérica de defensa ejercida por el yo. Sobre este pilar del pathos que configura y delimita las distintas estructuras clínicas, elaboró la forma específica que adquiere en cada una de ellas el posible fracaso de la defensa y el consiguiente «retorno» al sujeto de eso que no quiere saber. Según este punto de vista, la categoría o estructura ‘neurosis’ comprende un variado ramillete de manifestaciones clínicas agrupadas en tres grandes tipos: la histeria, la neurosis obsesiva y algunas fobias; pese a tan variada expresividad, la neurosis se conjunta por el tipo específico de maniobra defensiva consistente en separar el afecto (Affekt) y la representación (Vorstellung), estrategia a la que, pocos años después, llamará ‘represión’ (Verdrängung).
Aunque diferentes en sus manifestaciones y perfiles psicológicos, la neurosis obsesiva y la neurosis histérica comparten el primer movimiento de la defensa (divorcio entre afecto y representación); de ahí su unión estructural. En el caso de la histeria, el modo particular de volver inocua una representación intolerable consiste en trasponer la suma de excitación a las funciones corporales; este salto o desplazamiento de un conflicto psíquico al funcionamiento corporal es denominado por Freud Konversion (conversión), esto es, «la capacidad psicofísica para trasladar a la inervación corporal unas sumas tan grandes de excitación», sustitución que delimita un tipo clínico neurótico llamado «histeria de conversión»12.
A diferencia de la histeria, sin embargo, la neurosis obsesiva se especifica en el segundo tiempo de la estrategia defensiva. Sucede en este caso que la representación inconciliable con el yo se pone a buen recaudo en un lejano rincón y allí permanecerá aislada, mientras que el afecto correspondiente le da la espalda, se desplaza y se engarza con otras representaciones insustanciales e inocuas: «La representación ahora debilitada queda segregada de toda asociación dentro de la conciencia, pero su afecto, liberado, se adhiere a otras representaciones, en sí no inconciliables, que en virtud de este ‘enlace falso’ devienen representaciones obsesivas»13. Se trata, por tanto, de una defensa en la que el afecto asociado a la representación perturbadora se suelda a otras representaciones inofensivas conformando un tipo de pensamiento obsesivo que, aunque el paciente lo reconoce como estúpido, no puede dejar de rumiarlo una y otra vez puesto que el afecto angustiante se ha desplazado hacia esas representaciones obsesionantes y a ellas se ha adherido.
De acuerdo con el punto de vista freudiano, como se ha dicho, la histeria y la neurosis obsesiva sólo difieren en el segundo paso de la defensa, esto es, en el destino del afecto doloroso desgajado de la representación inconciliable: en el caso de la histeria de conversión, transposición del afecto al funcionamiento del cuerpo, lo que origina un malestar corporal que habla de lo traumático inaceptable; en el caso de la obsesión, trabazón del afecto angustiante con otras representaciones y pensamientos inocuos, banales y estúpidos, hecho que desplaza el sufrimiento a la esfera del pensamiento y ocasiona la frecuente absurdidad de las ideas obsesivas.
Que la histeria y la obsesión forman parte de una misma estructura es algo fuera de toda duda. Ya desde sus primeros trabajos, Freud llamó la atención sobre la continua presencia de síntomas histéricos en toda neurosis obsesiva. Esta observación sería revalidada en el análisis del Hombre de las Ratas, cuando consideró a la obsesión como un dialecto de la histeria: «El medio por el cual la neurosis obsesiva expresa sus pensamientos secretos, el lenguaje de la neurosis obsesiva, es por así decir sólo un dialecto del lenguaje histérico, pero uno respecto del cual se debería conseguir más fácil la empatía, pues se emparienta más que el dialecto histérico con la expresión de nuestro pensar consciente»14. Al incorporar años después la perspectiva de la segunda tópica, esta tesis se vería reforzada con nuevos argumentos: la neurosis obsesiva comienza en forma de histeria y se transforma después en neurosis obsesiva por vía de la regresión. Sobre esta cuestión, las palabras de Freud no dejan lugar a la duda: «La situación inicial de la neurosis obsesiva no es otra que la de la histeria, a saber, la necesaria defensa contra las exigencias libidinosas del complejo de Edipo»15.
Al hilo de estos comentarios podemos plantear —como hemos hecho respecto a la psicosis16— una concepción unitaria de la neurosis con dos polos principales (histeria y obsesión), marco dentro del cual el sujeto se desplaza en su continua búsqueda de equilibrio. Esta perspectiva se asienta sobre dos pilares, uno epistemológico y otro clínico.
El primero se afirma en el enfoque binario que organiza todo el campo de estudio del pathos, como mostraré más adelante17. Al indagar sobre la estructura y composición de este saber, cae uno en la cuenta de que se ha formado oponiendo significantes (neurosis versus psicosis, histeria versus obsesión, etc.). Ahora bien, a la larga, esta oposición inicial se desentiende de los contrastes que muestra la clínica y los confronta como si fueran elementos antagónicos, contrapuestos e incompatibles. Este recurso de composición nosográfica es muy útil para reconocer los perfiles psicopatológicos, pues agiganta sus rasgos hasta la caricatura, pero se aleja paulatinamente de la realidad clínica.
La perspectiva clínica, en segundo lugar, reconoce y destaca que hay sujetos característicamente histéricos y que los hay también típicamente obsesivos, sujetos que jamás cambian de posición o polo en su neurosis. Además de estos casos puros, se observan otros muchos mixtos, esto es, casos con manifestaciones más mezcladas en sujetos con estructuras psíquicas menos perfiladas. Junto a los casos puros y los mixtos, se observan asimismo otros pacientes que pueden deslizarse de uno a otro polo, presentándose unas veces más histéricos y en otras ocasiones más obsesivos. Estas transiciones, cuando se dan de la obsesión a la histeria, suelen acompañarse de una mejoría general y un renacimiento de la vida del deseo; cuando se dan en la dirección contraria, acostumbran a asociarse a un empeoramiento correlativo al aplastamiento del deseo por las defensas.
Se admita o no lo que acaba de señalarse, lo cierto es que, desde el punto de vista freudiano, la definición de neurosis se afianza en el tipo específico de la defensa y en la raigambre infantil del trastorno. La neurosis puede definirse como una alteración psíquica que se origina en la infancia del sujeto y se especifica por un tipo de defensa concreto: la represión; de esta modalidad defensiva derivan sus manifestaciones, las cuales constituyen la expresión simbólica de un conflicto entre la pulsión y la defensa. Comoquiera que la pulsión se impone a la defensa, el sujeto obtiene una satisfacción o goce clandestino. Desde este punto de vista, el síntoma constituye el compromiso entre la defensa y la pulsión, esto es, el síntoma logra satisfacer parcialmente a ambas. Este goce oscuro que se adensa en el síntoma constituye la razón última de que nadie renuncie de buen grado a su síntoma, pues en el fondo el síntoma es la forma de goce más rudimentaria. De ahí que no se trataría de intentar eliminarlo sino de pulir sus aspectos más espinosos y, en buena medida, tratar de amistarnos con él.
Al definir la neurosis como un trastorno psicógeno arraigado en la historia infantil, se diferencia de las llamadas ‘neurosis actuales’, derivadas de una problemática del presente y carentes de determinismo simbólico. A esta diferencia, precisada por Freud en los albores de su obra, se añade otra caracterización posterior —sin duda muy discutible— que atañe a la accesibilidad o inaccesibilidad al tratamiento psicoanalítico: la histeria de angustia o fobia, la histeria de conversión y la neurosis obsesiva forman el grupo de las ‘neurosis de transferencia’, categoría opuesta a las ‘neurosis narcisistas’ o psicosis. Las primeras se benefician del psicoanálisis puesto que la transferencia es posible; las segundas, en cambio, quedan provisionalmente excluidas de ese tratamiento por las dificultades insuperables que ocasiona el estancamiento de la libido en el yo del sujeto.