Las voces de la locura - José María Álvarez - E-Book

Las voces de la locura E-Book

José María Álvarez

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Beschreibung

Este libro habla de un largo trabajo, de intereses compartidos y de dos estilos diferentes. Después de varias décadas de colaboración, llama la atención que sigamos dando vueltas a las mismas cuestiones sobre la condición humana y la psicopatología. Una de ellas, las relaciones del lenguaje y la locura, da pie a esta obra. Han pasado muchos años desde las primeras publicaciones sobre el automatismo mental, las voces y la xenopatía: el polo esquizofrénico de la psicosis. El inicial interés por las relaciones del lenguaje y la locura se ha desplazado, de forma paulatina, hacia los vínculos entre la psicopatología y la historia de la subjetividad, y de allí, a la constitución xenopática del sujeto: al lenguaje como morada en la que habitamos e ingrediente que nos constituye.  Avanzamos un paso más al añadir al análisis psicopatológico de las alucinaciones verbales o voces la perspectiva de la historia de la subjetividad. Concluimos que las voces propiamente psicóticas constituyen una manifestación exclusiva de la Modernidad, tanto que resulta difícil concebirlas en subjetividades anteriores, y nos empeñamos en dotarla de argumentos clínicos e históricos. Con la introducción de la perspectiva histórica nos desmarcamos decididamente del modelo biomédico, hegemónico en la actualidad. Esta obra amplía la visión antinaturalista de las enfermedades mentales con la que estamos comprometidos. A los enfoques de otros tiempos sobre la función del delirio, los polos de la psicosis, la condición melancólica del ser, la articulación de lo continuo y lo discontinuo, de lo uno y lo múltiple, añadimos ahora el encuadre de la historia de la subjetividad.  Un largo camino cuyo punto de partida es la psicología patológica y se dirige a la general, que transita, por un lado, de lo discontinuo a lo continuo, y por otro, de lo múltiple a lo uno. Y vuelta a empezar, siguiendo un incesante flujo dialéctico. De los últimos movimientos de ese tránsito dejamos aquí constancia.

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Colección La Otra psiquiatría

Dirigida por José María Álvarez y Fernando Colina

LAS VOCES DE LA LOCURA

José María Álvarez

Fernando Colina

Colección La Otra psiquiatría

Créditos

Título original: Las voces de la locura

© José María Álvarez y Fernando Colina, 2016

Del capítulo: «Entre voces» — © Fernando Colina

Del capítulo: «El hombre hablado. A propósito del automatismo mental y la subjetividad moderna» — © José María Álvarez

2ª edición

© De esta edición: Pensódromo 21, 2021

Diseño de cubierta: Pensódromo

Esta obra se publica bajo el sello de Xoroi Edicions

Editor: Henry Odell

[email protected]

ISBN ebook: 978-84-124690-2-8

ISBN print: 978-84-123372-3-5

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Índice

Prólogo

El automatismo mental. Del lenguaje como sustancia del alma

Las voces y su historia: sobre el nacimiento de la esquizofrenia

Origen histórico de la esquizofrenia e historia de la subjetividad

Entre voces

El hombre hablado. A propósito del automatismo mental y la subjetividad moderna

Sustancia y fronteras de la enfermedad mental

El sujeto de la melancolía

Bibliografía citada

Sobre los autores

Prólogo

Este libro habla por sí mismo de un largo trabajo conjunto, de intereses compartidos y de dos estilos diferentes. Después de casi tres décadas de colaboración, llama la atención que sigamos dando vueltas a las mismas cuestiones sobre la condición humana y la psicopatología. Una de ellas, las relaciones del lenguaje y la locura, da pie a esta obra.

Han pasado unos cuantos años desde las primeras publicaciones sobre el automatismo mental, las voces y la xenopatía, es decir, sobre el polo esquizofrénico de la psicosis. El inicial interés por las relaciones del lenguaje y la locura se ha desplazado paulatinamente hacia los vínculos entre la psicopatología y la historia de la subjetividad, y de esa trabazón llegamos por último a la constitución xenopática del sujeto, esto es, al lenguaje como morada en la que habitamos e ingrediente que nos constituye. Un largo camino, como se ve, que parte de la psicología patológica y se dirige a la general, que transita de lo discontinuo a lo continuo y de lo múltiple a lo uno. Y vuelta a empezar, siguiendo un incesante flujo dialéctico. Todas esas perspectivas se anotan en el texto que abre este libro, en el que se circunscribe el perímetro de nuestra averiguación y se trazan las líneas a seguir: «El automatismo mental. Del lenguaje como sustancia del alma».

De los últimos movimientos de ese tránsito dejamos aquí constancia. Lejos de darnos por satisfechos, nos pareció que avanzábamos un paso más en nuestro plan cuando añadíamos al análisis psicopatológico de las alucinaciones verbales o voces la perspectiva de la historia de la subjetividad. El caso es que, a través de distintas vías, concluimos, de forma provisional, que las voces propiamente psicóticas constituyen una manifestación exclusiva de la Modernidad, incluso que resulta difícil concebirlas en otro tipo de subjetividades anteriores. A sabiendas de que no se trataba más que de una hermosa especulación, nos empeñamos en dotarla de argumentos clínicos e históricos, al hilo de los cuales surgió la propuesta del origen histórico de la esquizofrenia, elaborada a lo largo de dos publicaciones: «Las voces y su historia: sobre el nacimiento de la esquizofrenia» y «Origen histórico de la esquizofrenia e historia de la subjetividad». Ambas pueden leerse en esta obra adecuadamente corregidas y revisadas. A ellas se suman otros dos textos («Entre voces» y «El hombre hablado. A propósito del automatismo mental y la subjetividad moderna»), con los que intentamos afianzar, con otros enfoques y estilos, los planteamientos iniciales.

Con la introducción de la perspectiva histórica nos desmarcamos decididamente del modelo biomédico, hegemónico en la actualidad. De hecho, esta obra, con propuestas quizás atrevidas, amplía la visión antinaturalista de las enfermedades mentales con la que estamos comprometidos. Con ello, a los enfoques de otros tiempos sobre la función del delirio, los polos de la psicosis, la condición melancólica del ser, la articulación de lo continuo y lo discontinuo, de lo uno y lo múltiple, por mencionar algunos de ellos, añadimos ahora el encuadre de la historia de la subjetividad. Mediante esta indagación intentamos iluminar ciertos cambios que afectaron al deseo, al sujeto y a la mentalidad. En nuestra opinión, la aparición de las voces propiamente psicóticas constituyó la manifestación más conspicua de esa transmutación subjetiva. De ahí que propusiéramos, con cierta osadía, el origen histórico de la esquizofrenia y viéramos en el hombre hablado la caricatura del sujeto moderno.

Cuando se sigue con tiento el hilo de la historia, de pronto aparece una especie de nudo, una densidad ensortijada, al aproximarse a los albores de la Modernidad. Da la impresión de que el sujeto acometió por entonces ciertas vivencias inauditas, sobrevenidas sobre todo a consecuencia de los límites del lenguaje, y de la angustia y soledad que eso generó. De pronto las representaciones no alcanzaban a revestir el territorio existente y lo real se adueñaba de una parte de la experiencia. Es ahí donde situamos la emergencia de las voces esquizofrénicas, en ese nuevo mundo terrible y mudo, descoyuntado entre la ciencia y el Romanticismo. Un mundo del que han desaparecido aquellos seres intermedios (ángeles, daimones, etc.) que hacían de lo sobrenatural algo cercano y amigable. En definitiva, un mundo sin Dios que empuja a experiencias inéditas.

A partir de esta perspectiva doble, las voces se nos muestran tanto en su dimensión de injuria como en la de saludable compañía. Desde un punto de vista psicopatológico, las voces dicen sin decir lo que nadie acierta a entender. Si las analizamos según un enfoque histórico, las voces se nos antojan como la respuesta inteligente de la locura a la soledad del hombre moderno, ese hombre perplejo que se disuelve en un universo imposible de simbolizar.

A la par que indagábamos en esas cuestiones, seguíamos dándole forma a una idea, a la que cada día consideramos más sólida y bien fundamentada, respecto a la posible articulación de lo continuo y lo discontinuo, de lo uno y lo múltiple, aspecto que constituye uno de los problemas tradicionales de la filosofía occidental y es un pilar principal de la psicopatología. Surgió de ahí «Sustancia y fronteras de la enfermedad mental», un escrito de psicopatología general que recuperamos para esta obra después de revisarlo atentamente. Cierra el libro «El sujeto de la melancolía», estudio dedicado a la raíz melancólica del hombre, cuyo enfoque aúna de nuevo los componentes históricos y psicopatológicos, es decir, la condición universal de la subjetividad y la condensación morbosa de la tristeza.

Con excepción de «Entre voces» y «El hombre hablado», el resto de los estudios han sido escritos mano a mano. Todos ellos invitan a una lectura atenta si se quiere seguir las pesquisas y desenredar los argumentos, a veces imposibles.

Los autores

El automatismo mental. Del lenguaje como sustancia del alma

La historia y el sujeto / La sustancia del alma

1. La historia y el sujeto

Entre otras cosas, la historia enseña a distinguir lo duradero de lo efímero. Basta con el paso del tiempo para que se aplique su inexorable dictamen, sea cual sea el ámbito del que se trate. Hay conceptos e ideas que dejan una huella indeleble y se convierten en referentes, mientras la inmensa mayoría de ellos se aviejan apenas salen de la cuna. También en el estudio de la condición humana, sobre todo en sus extremos más patéticos, se impone la sentencia de la historia. La psicopatología cuenta con algunas de esas referencias modélicas e intemporales, sobre todo la histeria, la melancolía y la paranoia (delirio). Cualquiera de ellas, en su calidad de tipos clínicos, constituyen magnificaciones de las dificultades habituales que afectan a todo sujeto en lo tocante al deseo, la tristeza y la interpretación, tres ingredientes básicos de nuestra condición.

El automatismo mental contiene asimismo uno de esos elementos esenciales: el lenguaje y sus múltiples aristas. Sobra con esta razón para que se sume a la terna antes enumerada y se erija en el mirador privilegiado desde donde analizar las relaciones entre el sujeto y el lenguaje. Pero a diferencia de la histeria, la melancolía y la paranoia, el automatismo mental casi no tiene historia, por lo que suponemos que informa de algún tipo de cambio en la subjetividad.

Son numerosas las preguntas que esos referentes intemporales siguen formulando. Su valor consiste precisamente en la capacidad de interrogar y suscitar curiosidad. Como rocas indestructibles, esos modelos de referencia han visto formarse a su alrededor numerosas teorías que aspiraban a explicarlos pero acababan finalmente sucumbiendo. Porque las teorías son efímeras si se las compara con las preguntas que las provocan y alientan. La mera mención de los referentes que elegimos como guía es suficiente para saber si estamos del lado de la historia y del sujeto o del lado del cientificismo y de las enfermedades mentales.

2. La sustancia del alma

En la Île de la Cité, corazón de la ciudad de París y lugar de su fundación, Clérambault comenzó, hace ahora un siglo, a elaborar el síndrome del automatismo mental. Lo que esta descripción aportó a la psicopatología clínica contiene una enseñanza que no se ha devaluado con el paso del tiempo. Seis son, cuando menos, los aspectos que conservan hoy día el más vivo interés. Todos ellos renuevan su actualidad y la extienden a territorios situados mucho más allá de la importancia que le confirió en su tiempo el singular médico de la Enfermería especial de la Prefectura de Policía.

El primero, enmarcado en la investigación historiográfica, sitúa el automatismo mental como la culminación de la fenomenología descriptiva, cenit de las observaciones sobre las alucinaciones desarrollado por los clínicos franceses a lo largo del siglo XIX y primeras décadas del XX. En él confluyen las aportaciones semiológicas más brillantes, desde Esquirol hasta Séglas, pasando por Baillarger. A lo largo de ciento treinta años, paulatinamente, las alucinaciones verbales abandonarían el apartado de la patología de la percepción para inscribirse —como propuso Séglas— en el de la patología del lenguaje interior.

De esas contribuciones habría de surgir la figura del xenópata, es decir, el sujeto hablado por el lenguaje, de quien Clérambault ofrece el retrato más esmerado. Y aquí radica el segundo aspecto, de índole estructural, que nos muestra de forma clara y dramática la relación del sujeto y el lenguaje. Desde esta perspectiva adquiere fundamento la pregunta acerca de si los trastornos del lenguaje son una manifestación de la psicosis o la psicosis es un efecto del desorden de la relación del sujeto con el lenguaje. A esta consideración aporta la noción de xenopatía argumentos de reflexión reveladores. A nuestro parecer, el concepto xenopatía incluye una representación privilegiada de la fractura interior, pero aporta un matiz esencial que otros términos (disgregación, escisión, disociación, discordancia, esquizofrenia, etc.) no contienen: un elemento «extraño», «extranjero» (xénos), habita en el interior de lo más íntimo del ser y su presencia lo enferma (phatie). El lenguaje que nos constituye, elemento íntimo y a la vez extraño, se adueña paulatinamente del sujeto y acaba hablando a través de él (xenopatía del lenguaje). De forma descriptiva lo usamos para referir la inefabilidad de experimentar el propio pensamiento, los propios actos, las propias sensaciones corporales o los propios sentimientos como si fueran ajenos, impropios o impuestos, como si estuvieran determinados o provinieran de otro lugar —no importa que sea exterior o interior— del que el sujeto, perplejo y sumido en el enigma, no se reconoce como agente sino como un mero y exclusivo receptor.

Pero el automatismo mental no se limita a una descripción micro-fenomenológica del nacimiento a la psicosis o de su periodo de estado. En su conjunto —este es el tercer aspecto— constituye un modelo nosológico para pensar la locura. En él se muestra el proceso de edificación de las psicosis alucinatorias crónicas desde el surgimiento de los fenómenos elementales, esas miniaturas en las que está inscrita el conjunto de la experiencia psicótica, hasta el gran síndrome con componentes alucinatorios, delirantes, cenestésicos y motrices; esto es, desde el síndrome de pasividad (retrato preciso de la tiranía que ejerce el lenguaje sobre el esquizofrénico) hasta la gran fragmentación simbólica y corporal descrita en el triple automatismo mental. Además, este modelo destaca la discontinuidad de la experiencia que entraña el desencadenamiento, llegando hasta el extremo de la conformación de una «personalidad segunda», tan ajena como extraña a la personalidad premórbida.

El cuarto aspecto que destacamos sitúa al automatismo mental como la expresión más depurada del pathos moderno: la experiencia del hombre hablado, fragmentado, interino de sí mismo. Más que ningún otro trastorno mental, el automatismo mental, la esquizofrenia y las locuras discordantes son el testimonio directo de la presencia amenazadora, autónoma, parásita e intrusa del lenguaje, cuya manifestación por excelencia es la ruptura de unidad interior que asola al hombre moderno. De ella encontramos testimonios de primera mano en el ámbito de la experiencia alucinatoria. En ella se ha basado el psicoanálisis para construir su teoría, en la cual la división subjetiva se da como hecho constitutivo y el lenguaje se propone como quintaesencia del ser, relegando así su vertiente meramente comunicativa. También ese determinismo del lenguaje sobre el hombre y la fragmentación que lo acompaña inexorablemente se pone de relieve en la moderna literatura (Joyce, Woolf, Faulkner), la lingüística y la filosofía, especialmente en Heidegger y sus seguidores.

Estas experiencias de fragmentación, de las cuales las voces o alucinaciones verbales son la expresión más reveladora, parecen estrechamente vinculadas a la singularidad del pathos del hombre de la época de la ciencia y la declinación de la omnipotencia divina. Surge de aquí un quinto aspecto consistente en interrogarse sobre el origen histórico de la esquizofrenia (el polo esquizofrénico o xenopático de la psicosis). Siguiendo esta hipótesis, la esquizofrenia debería concebirse como una enfermedad histórica que expresa la profunda transmutación de la subjetividad sobrevenida con la aparición del discurso científico, con el que el hombre se abrió a nuevos tipos de experiencias respecto a las relaciones con el mundo, los otros y consigo mismo. Esta propuesta, cuyos argumentos extraemos de la historia de la subjetividad y de la psicopatología clínica, se sumaría a las que contradicen con vigor la visión de las enfermedades mentales como hechos de la naturaleza. Además, llevando hasta el extremo dicha propuesta, podríamos concebir la esquizofrenia como un síntoma de la ciencia, en la medida en que ese trastorno señala los límites infranqueables relativos a lo que la propia ciencia ignora de sí misma.

Por último, el automatismo mental es la bisagra que articula la clínica clásica y el psicoanálisis moderno. Las elaboraciones de Lacan sobre el lenguaje, el goce, lo real y la psicosis se inspiran directamente en el automatismo mental; en este sentido, la descripción de la xenopatía clérambaultiana da pie a la construcción de una teoría en la que el lenguaje o discurso del Otro determina y conforma al sujeto. Ahora bien, la clínica clásica y su precisa semiología aportan las herramientas necesarias para, en la mayoría de los casos, distinguir mediante criterios fenomenológicos al loco del cuerdo. Hay en el último tramo de la enseñanza de Lacan, sin embargo, una vuelta de tuerca más que interesa a nuestra reflexión: si se admite que el lenguaje es constitutivo del ser (parlêtre), podría pensarse una dimensión genérica de la xenopatía, una experiencia común a todos los hombres, a partir de la cual surgiría la nueva pregunta de por qué no estamos todos locos o por qué no todos experimentamos el lenguaje como un ente autónomo que nos usa para hablar en nosotros y a través de nosotros. Desde este punto de vista, al pensamiento tradicional de la clínica estructural (neurosis versus psicosis; cordura versus locura) se añade el de una clínica continuista, en la cual la psicosis sería una experiencia originaria común de la que los neuróticos lograrían zafarse con éxito mediante el empleo eficaz de ciertos mecanismos defensivos.

Todos estos aspectos convierten al automatismo mental en el gran referente para pensar la locura moderna, la representada por la fragmentación y las voces, es decir, por el polo más esquizofrénico de la psicosis. Pero también, transitando de la psicología patológica a la psicología general, el automatismo mental constituye la más importante apoyatura de la raigambre lingüística que nos convierte en sujetos y que hace del lenguaje la sustancia del alma.

Las voces y su historia: sobre el nacimiento de la esquizofrenia1

Pregunta / Hipótesis / Espíritus intermedios / Lo imposible y las voces / Un lenguaje extraño / Pathos y lenguaje / De las imágenes a las palabras / Palabras rotas y desamparadas / Ecos de un fracaso

1. Pregunta

La pregunta por la historia de las psicosis es muy difícil de formular. Cualquier imprecisión acota el resultado y cierra el camino a otra posibilidad. Nuestra reflexión gira en torno a las voces de los psicóticos y quiere interrogarse sobre si este síntoma primario —aceptando la terminología fenomenológica—, probablemente el más característico en nuestro tiempo de la esquizofrenia, ha estado siempre presente en las manifestaciones de la locura o, si por el contrario, es de aparición reciente en su sintomatología.

La perspectiva histórica que nos interesa necesita tres exclusiones previas. Primero, descartamos la historia de la propia medicina, del conjunto de los saberes médicos, pues no nos incumbe en este momento conocer cuáles han sido los modelos teóricos que se han utilizado para elucidar la locura. Poco nos dice sobre el tema que nos convoca la evolución conceptual que se extiende desde la primitiva concepción humoral hasta la aparición de la psiquiatría en los albores del siglo XIX, y, dentro de esta última, los sucesivos avatares y disputas entres las corrientes somáticas y psíquicas2. A nosotros, en este momento, nos mueve un hecho concreto: saber si los psicóticos de todos los tiempos han oído voces, o bien si su aparición es más acusada en la Modernidad o, al menos, cualitativamente diferente a como se había presentado antes. En paralelo a esta hipótesis, se aportarán algunas reflexiones destinadas a vincular el surgimiento de la esquizofrenia con la Modernidad, esto es, con la aparición del discurso científico y con una particular relación del hombre con el lenguaje.

En segundo lugar, dejamos aparte todo lo que incumbe al tratamiento de la enfermedad, a las distintas prácticas terapéuticas, pues poco o nada nos dicen salvo lo que concurra, como información indirecta, acerca de la presencia de las voces y su hipotética evolución histórica.

Por último, alejamos de nuestra atención todo cuanto corresponda a una perspectiva biológica de la psicosis, entendiendo que este punto de vista defiende una constancia de la esquizofrenia similar a la que puedan conservar a lo largo de los tiempos la tuberculosis o la litiasis biliar. Enfermedades, en suma, con una causa, una clínica y un desenlace siempre similares, donde las condiciones sociales o psicológicas pueden modificar su frecuencia, su gravedad o el sentimiento de peligro que las acompaña, pero no su entidad o su esencia. La naturaleza física, en este sentido, es muy poco histórica o lo es en unos lapsos tan grandes que escapan a nuestra reflexión.

Lo que ahora reclama nuestra atención es conocer si existe una historia que afecte al deseo, a la subjetividad o a la mentalidad de las personas. Porque, de ser así, cabe que las heridas más notables del hombre, esto es, la tristeza que nos melancoliza, la autorreferencia ególatra que nos vuelve paranoicos y la fragmentación que nos lleva a la esquizofrenia, hayan conocido cambios a lo largo de la historia. Y uno de esos cambios podemos centrarlo alrededor de las voces, por si acaso éstas son un síntoma histórico de las psicosis y su aparición debe atribuirse a un desgarrón distinto de la persona aparecido en una determinada época, en concreto, la Edad Moderna. De ser así, la cuestión que se suscita, lógicamente, será también la recíproca: la presencia de las voces nos orientarán sobre la naturaleza de la enfermedad y, por consiguiente, sobre las heridas humanas más distintivas.

2. Hipótesis

Las diferencias que queremos establecer se desarrollan en torno a dos elementos: la creencia en espíritus invisibles que comparten la realidad con nosotros, y la condición intrínseca de la palabra cuando se confronta con el fondo de las cosas.

Ambas contribuirían a que, llegado un momento en la historia de las mentalidades y la estructura del sujeto, las locuras hayan encontrado su expresión más característica en las voces delirantes y alucinatorias, esos síntomas propios de las psicosis que hoy configuran el núcleo del llamado automatismo mental.

Es cierto que en los testimonios antiguos que se conservan no aparecen descritas las voces como padecimientos propios de los locos, pero esto, por sí mismo, no prueba nada. Sabemos que el interés por lo que decían y formulaban los enajenados es relativamente reciente y coincide prácticamente con la inauguración de la psiquiatría. Se ha dicho —por Foucault— que hasta Pinel no hay un claro interés por conocer qué dice un alienado, por qué lo dice y con qué intención lo cuenta. Nos consta también que, hasta esas mismas fechas, los autores citan casi siempre de segunda mano las declaraciones sintomáticas de los enfermos, las cuales se repiten invariables desde la Antigüedad a lo largo de los escasos textos que dan cuenta de ellas. Por ese motivo, todo cuanto digamos acerca de la aparición de las voces como un síntoma reciente en la fenomenología psicótica o, al menos, como una acentuación específica de la Modernidad, no pasa de ser una mera suposición, sin demostración posible, cuyo alcance tratamos simplemente de evaluar y en ningún caso demostrar. Toda comparación efectiva con el pasado es realmente imposible y sólo tolera, a lo sumo, una hipótesis preparatoria.

3. Espíritus intermedios

Hasta no hace mucho, todos los pueblos occidentales han compartido la idea de que unos entes intermedios entre los dioses y los hombres convivían junto a nosotros en el mismo espacio físico y mental. Espíritus, demones (genios), ángeles o diablos han participado de nuestra experiencia como un hecho inequívoco y común hasta que la mentalidad científica los fue desplazando al campo de la ficción y la fantasía. Es revelador, en este sentido, que Montaigne (1533-1592), elegido para la ocasión como exponente de una nueva mentalidad, exprese su apoyo decidido a las doctrinas socráticas salvo en lo que hace referencia a su trato con los demones, que le parecen el producto de una creencia supersticiosa y superficial: «Nada digiero con tan gran trabajo en la vida de Sócrates como sus éxtasis y diablerías»3.

Opinión aún madrugadora si pensamos que Descartes (1596-1650), con quien realmente identificamos un cambio revolucionario en nuestra racionalidad —como se lee al final de su primera Meditación— todavía está preocupado unos años después por la presencia de genios malignos que con astucia y malas artes se interponen en el curso de su pensamiento4.

Una explicación sustanciosa del papel de los espíritus en aquellos tiempos la encontramos en un artículo de Tasso (1544-1595), El mensajero, que tiene especial significación para nosotros por dos razones. Por un lado, porque está escrito ya en una época tardía, 1580, en los albores por lo tanto de la Modernidad. Y, en segundo lugar, porque lo compone en el período de locura, durante los siete años y medio que permaneció internado en el hospital de Sant’Anna por orden del Duque de Ferrara. En este texto revelador, Tasso sostiene que, en el orden impuesto por Dios y su ministra la naturaleza, nada va de un extremo a otro sin pasar por el medio. Así, al igual que la naturaleza odia el vacío y reclama la ayuda del aire para penetrar en los cuerpos y ocupar todos los intersticios, los ángeles y demonios son necesarios para interponerse entre las especies inferiores y superiores, entre lo mortal y lo inmortal, entre lo humano y lo divino5. De esta suerte, mientras Montaigne empieza a descorrer un espacio racional que no precisa intermediarios inteligibles entre el hombre y la divinidad, o entre la persona y las cosas materiales, un psicótico de genio agudiza un interés renovado por los espíritus, probablemente porque facilitan su delirio y, en cierto modo, templan su ánimo al ceder el protagonismo de las voces a figuras más o menos demoníacas que aún siguen siendo reales para el sentido común de los contemporáneos. Las voces del poeta italiano, por lo tanto, son aún voces de los espíritus y no esas voces inefables que asaltan al esquizofrénico que hoy frecuentamos. «Me susurró al espíritu aquel gentil espíritu que suele hablarme en mis imaginaciones»6, escribe Tasso como muestra de lo que decimos.

4. Lo imposible y las voces

Pero, al tiempo que han desaparecido los espíritus amigables o amenazantes de nuestro entorno, la realidad se ha ido descarnando, volviéndose tanto más cruda cuanto que la lingüisticidad del mundo ha entrado en crisis. Según la ciencia incrementaba su precisión y claridad en la superficie del mundo, el Romanticismo abría un abismo en el corazón del hombre y un territorio sin palabras en el interior de las cosas. En la realidad se ha ido entreabriendo un hueco que las palabras ya no aciertan a delimitar. La cosa en sí kantiana, la voluntad de Schopenhauer, la oscuridad de Schelling, la pulsión de Freud o lo real de Lacan, dan testimonio de esa experiencia radicalmente moderna que conduce al hombre hasta los límites del lenguaje, allí donde la representación no alcanza a revestir el territorio existente. Sin embargo, mientras que para el filósofo de Königsberg la cosa en sí —ese ámbito transfenoménico e inerte que no está sometido al tiempo ni al espacio ni a la causalidad— delineaba los límites entre lo cognoscible y lo incognoscible, para Freud y Lacan ese real, ya activo y amenazante, alcanza a constituir una de las dimensiones propias de la experiencia humana, sellando así el fracaso de lo simbólico y abriendo las puertas a un más allá del placer y del deseo.

De este descubrimiento es hija la psicosis propia de la Modernidad. La esquizofrenia, tal y como la conocemos, no puede ser anterior a este tiempo histórico, cuando la subjetividad descubre una incapacidad nueva y radical en el dominio del lenguaje. Las voces de los esquizofrénicos no son otra cosa que las respuestas del sujeto a lo imposible, respuestas al fin y al cabo ante la presencia de ese real que ha surgido ininteligible, peligroso y amenazador. Surgen del cortocircuito establecido entre una palabra fundida y perdida entre las cosas y la urgencia del lenguaje que acude a sofocar como puede, es decir, con el delirio, la herida que se ha abierto en el mundo y en la división del hombre. Las voces, en este caso, son la lengua muda que empieza a recobrar el habla, son un alfabeto naciente y titubeante. A un psicótico que conocemos, las voces le dicen «vacío», como si le recordaran la tarea original de crear algo, rellenar y simbolizar. A Schreber le decían algo parecido, le obligaban a pensar7. Las voces son el comienzo del racionalismo mórbido del esquizofrénico.

Ahora bien, del mismo modo que el esquizofrénico es precursor e investigador de una nueva realidad, revela también el testimonio de un temor desconocido. Sabemos que la angustia moderna ha sido definida por Kierkegaard como el resultado de una culpabilidad liberada del pecado pero aún sometida a esa posibilidad8. El psicótico, en cambio, es quien ha llevado su inocencia aún más allá, hasta alcanzar un territorio donde a la ausencia radical del pecado, esto es, del deseo, se une también la pérdida de las instrucciones sobre el manejo del verbo.

Muchas veces nos preguntamos sobre las características de la angustia del esquizofrénico, ese pavor que situamos por encima de la angustia neurótica, que, por muy informe y referida a la nada que sea, acertamos a nombrar y delimitar con palabras, aunque éstas se refieran al vacío y a la ausencia precisamente de palabras. Sin embargo, el esquizofrénico habría penetrado en un mundo enigmático, tan oscuro que ha perdido por el camino cualquier posibilidad de nombrarlo, ni siquiera como ausente o incognoscible. Esa presencia sustancial de las tinieblas en las que se extravía, solo y sin el ropaje del lenguaje, constituiría el nivel desolador de su angustia, la cota donde se fractura el lenguaje. Bien distinta resulta esta experiencia de la que puedo forzar si una noche solitaria contemplo con intensidad el firmamento y me cuestiono sobre el misterio de la vida y las dimensiones del cielo. No se trata aquí de este tipo de angustia ante lo que no tiene explicación, sino de la que experimentan quienes han metido el cielo en su cabeza extraviando las palabras que puedan dar cuenta del acontecimiento. No como el poeta nocturno que admira las estrellas y siente el estímulo trémulo de lo inefable, sino como quien ha perdido hasta la posibilidad más remota del lenguaje.

5. Un lenguaje extraño

La desaparición de los espíritus en nuestro imaginario nos confronta más directamente con los abismos que bordean la pulsión, es decir, con la omnipotencia de lo divino y el núcleo mudo de la realidad. Huérfanos de ángeles y diablos, las palabras del hombre moderno tienen que dar cuenta por sí solas de una divinidad sin Dios y de una realidad sin representación cada vez más descarnada, la cual apenas acertamos a formular pese a que se abalanza sobre nosotros con malos modos.

«Nada distingue tanto al hombre antiguo del moderno como su entrega a una experiencia cósmica que este último apenas conoce», escribe Benjamin en Dirección única9.

La temible aberración de los modernos —continúa Benjamin— consiste en considerar irrelevante y conjurable esta experiencia, y dejarla en manos del individuo para que delire y se extasíe al contemplar hermosas noches consteladas. Pero lo cierto es que se impone cada vez de nuevo, y los pueblos y razas apenas logran escapar a ella, tal como lo ha demostrado, y del modo más terrible, la última guerra, que fue un intento por celebrar nuevos e inauditos desposorios con las potencias cósmicas10.

En efecto, el psicótico actual carece de esa experiencia con la que rellenar fácilmente su potencial mundo delirante. Nuestro psicótico no dispone de un mundo sobrenatural compartido con otros seres. Está falto de una experiencia cosmológica que le posibilite tratar la inmensidad del universo, y no acierta a revestir ese mundo mudo y temible que se ha despertado con la escisión del hombre moderno, atrapado y descoyuntado entre la ciencia y el Romanticismo. Un mundo volcánico capaz de reventar las frágiles palabras que entran en contacto con él, esas mismas palabras que comprometen al psicótico hasta desencadenar la locura y ocupar su cabeza con las nuevas voces del automatismo mental, tan inclinadas más tarde a dar testimonio de un supuesto asesinato del alma o a erigirse en el campo de batalla de dos fuerzas cósmicas que comprometen a su oidor.

Los fenómenos de posesión que identifican la locura, a falta de seres espirituales, tienen como inicial poseedor a los residuos de la palabra. Son las nuevas construcciones, entonces, las que vienen a sorprender al esquizofrénico con un lenguaje extraño. Sin embargo, esas palabras reconstruidas en principio no le dicen nada, salvo insinuar el insulto, la alusión, el ruido o el eco del pensamiento. Delirar, en cierto sentido, es el esfuerzo de resucitar los espíritus antiguos para que ocupen el espacio lingüístico que la psicosis ha destruido, es decir, para restablecer la continuidad entre la entidad espiritual y la lingüística, separadas desde el momento del desencadenamiento. De este modo se ratifica que aquella presencia de seres espirituales, ángeles o diablos, asentada por la tradición en el dominio de nuestra naturaleza psíquica, ha sido transformada por la ciencia en un fenómeno de la locura.

6. Pathos y lenguaje

Jubilados los espíritus intermedios de sus funciones saludables y puestas en entredicho la omnisciencia y la omnipotencia de Dios por el racionalismo y por el positivismo de la mentalidad científica, la medicina alienista de principios de XIX continuó sirviéndose de los demones, los espíritus y las vivencias de los místicos para establecer la raigambre patológica de las voces, consideradas en adelante alucinaciones del oído. Se trata, no obstante, de un período de transición en el que los pioneros de la psicopatología elaboran aún sus teorías echando mano de los autores clásicos y de los ideales de la ciencia médica. Nada sorprende, en este sentido, que Pinel, profesor de Medicina y director de manicomio, dejara escrito lo que sigue: «Apenas se puede hablar de las pasiones como enfermedades del alma, sin haber tenido antes presentes en la mente las Tusculanas de Cicerón y las otras obras que este hombre genial consagró a la moral en los años en que maduraba en edad y experiencia»11.

Pero el auge del alienismo no consiguió rebasar la primera mitad del siglo XIX, orillado paulatinamente por el empuje de la ciencia psiquiátrica y la psicología experimental. Desde las primeras descripciones y teorías de Esquirol sobre las alucinaciones, hasta que un siglo después las visiones de la fragmentación subjetiva comenzaran a formularse con los nombres de «esquizofrenia» (Bleuler), «automatismo mental» (Clérambault) o «locuras discordantes» (Chaslin), se suceden algunos hitos psicopatológicos cuya lógica puede precisarse en torno a tres procesos paralelos y dependientes. En primer lugar, se advierte un desplazamiento del interés por el ámbito visual hacia el verbal y el auditivo. En segundo lugar, los fenómenos alucinatorios ruidosos, exteriores y sonoros cederán su protagonismo a ese enjambre de pequeños signos xenopáticos que nombran la atomización radical de la identidad. Por último, y como resultado de los dos anteriores, la fascinación suscitada entre los psicopatólogos por las relaciones entre las alucinaciones y el lenguaje, encontrará los más cabales fundamentos explicativos en la obra de Freud, la cual se afirma desde el principio en la relación consustancial que une el lenguaje y la subjetividad.