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La renombrada socióloga Arlie Hochschild se embarca en un interesante viaje que invita a la reflexión desde su liberal Berkeley, en California, hasta las profundidades de Luisiana, un bastión de la derecha conservadora. A medida que va conociendo a personas que se oponen firmemente a muchas de las ideas que ella siempre ha defendido, Hochschild encuentra sin embargo puntos de encuentro. Son personas con preocupaciones que comparten todos los estadounidenses: el deseo de comunidad, la aceptación de la familia y esperanzas para sus hijos. Así, Extraños en su propia tierra va más allá de la idea liberal más extendida de que se trata de personas que han sido engañadas para votar en contra de sus propios intereses. Hochschild encuentra vidas destrozadas por salarios estancados, la pérdida de un hogar, un sueño americano escurridizo, y analiza los puntos de vista políticos que tienen sentido en el contexto de sus vidas. Basándose en su conocimiento experto de la sociología de las emociones, nos ayuda a comprender cómo es la vida en el Estados Unidos republicano. A lo largo del camino, encuentra respuestas a una de las preguntas cruciales de la política estadounidense contemporánea: ¿por qué las personas que más se beneficiarían de la intervención gubernamental "liberal" aborrecen la sola idea?
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Cuando comencé esta investigación, hace cinco años, me estaba empezando a preocupar la división, cada vez más hostil, que se estaba produciendo en nuestro país entre dos bandos políticos. Para mucha gente de izquierdas el Partido Republicano y Fox News parecían empeñados en desmantelar gran parte del Gobierno federal, recortar las ayudas a los más necesitados y aumentar el poder y el dinero de los que ya eran poderosos y ricos: el 1 % que está en lo más alto. Para muchas personas de derechas el propio Gobierno era una élite dedicada a amasar poder, a inventar causas que les permitieran aumentar su control y a repartir limosnas a cambio de votos demócratas leales. En ese momento fue cuando ambos partidos rebasaron sus límites tradicionales y Donald Trump irrumpió en escena, acelerando el pulso de la vida política estadounidense. Yo entendía, hasta cierto punto, al sector liberal de izquierdas, pero ¿qué estaba pasando en la derecha?
La mayor parte de la gente que se hace esta pregunta llega a ella desde una perspectiva política. Y aunque yo también tengo mis opiniones, como socióloga me mueve un enorme interés por cómo percibe la vida la gente de la derecha, es decir, por las emociones que subyacen a la política. Para entender estas emociones tuve que ponerme en su lugar. Y en ese intento descubrí su historia profunda, una historia que narran según sus sentimientos.
El tema de la política era toda una novedad para mí, no así mi enfoque, siempre en primer plano. En un libro anterior, The Second Shift, me centré en la sempiterna cuestión de cómo los padres reservan tiempo y energía para la vida doméstica cuando ambos trabajan fuera de casa y me encontré, de repente, sentada en el suelo de la cocina de más de una familia trabajadora observando a cuál de sus progenitores llamaba el niño, si quien respondía al teléfono era el padre o la madre o la relativa gratitud que cada miembro de la pareja dispensaba al otro.
En mi búsqueda de un lugar de trabajo que fuese compatible con la familia me vi recorriendo aparcamientos de polígonos industriales y sedes de empresas, observando la hora a la que los empleados, agotados, se marchaban a casa (The Time Bind) y sondeando las fantasías de los trabajadores, qué harían si tuvieran tiempo: irían de vacaciones, se apuntarían a clases de guitarra… Entrevisté a varias niñeras filipinas (Global Woman) y, en un pueblecito de Gujarat (India), entrevisté a madres de alquiler que gestan bebés para clientes occidentales (The Outsourced Self). Esta tarea me llevó a creer firmemente en la necesidad de una baja paternal pagada para padres tanto de hijos recién nacidos como recién adoptados: una política que tienen, por cierto, todas las naciones industriales del mundo salvo Estados Unidos. Ahora que la mayor parte de los niños estadounidenses viven en hogares donde todos los adultos trabajan, me pareció que la idea de la baja remunerada sería muy bienvenida y humana y estaba tardando en llegar. Pero este ideal se ha dado de bruces con una nueva realidad, una puerta que se cierra de golpe: muchos de los votantes de derechas se oponen a la idea de que el Gobierno ayude a las familias trabajadoras. De hecho, aparte del Ejército, no ven necesaria la presencia del Gobierno. Y otros ideales, como aumentar la protección medioambiental, frenar el calentamiento global o evitar que haya personas sin techo, se han quedado al umbral de la puerta, cerrada a cal y canto. Me he dado cuenta de que, si queremos que el Gobierno nos ayude a conseguir estos objetivos, tendremos que entender a quienes consideran que el Gobierno es un problema más que una solución. Así fue como comencé mi viaje al corazón de la derecha estadounidense.
Ya a finales de los años sesenta, al notar que se estaba produciendo una brecha en la cultura estadounidense, mi marido, Adam, y yo nos fuimos a vivir un mes a Santa Ana (California), a unos apartamentos llamados Kings Kauai Garden, que tenían un patio decorado como si fuese la selva, con sonidos de pájaros y otros animales de la jungla. Nuestro propósito era conocer a los miembros de la John Birch Society, sociedad de derechas precursora temprana del Tea Party. Asistimos a algunas reuniones del grupo y hablamos con cuanta gente nos fue posible. Muchas de las personas que conocimos se habían criado en ciudades pequeñas del Medio Oeste y se sentían profundamente desorientadas en las zonas residenciales, anómicas, de California. Luego ese malestar se transformó en la creencia de que la sociedad estadounidense corría el riesgo de ser fagocitada por los comunistas. Al observar nuestro entorno, se entendía perfectamente por qué se sentían fagocitados: en apenas unos años naranjales enteros se habían convertido en aparcamientos o en centros comerciales, un caso claro de expansión urbanística salvaje y sin planificación. Nosotros también nos sentíamos fagocitados, pero no era por el comunismo.
Durante la mayor parte de mi vida he sido partidaria del sector progresista, pero hace relativamente poco comencé a sentir la necesidad de entender a la derecha. ¿Cómo han llegado a pensar así? ¿Podemos hacer causa común en algunas cuestiones? Estas dudas me llevaron a coger el coche un día y recorrer el cinturón industrial de Lake Charles (Luisiana) junto a Sharon Galicia: una madre soltera blanca, menuda y cálida, una belleza rubia que iba por las empresas vendiendo seguros médicos. Impertérrita ante el zumbido ensordecedor de una sierra que cortaba enormes láminas metálicas, se puso a hablar a los operarios de una planta, que se levantaron las máscaras protectoras y se cruzaron de brazos para escucharla. Sharon hablaba deprisa y resultaba convincente: «¿Y si tenéis un accidente? ¿Y si no podéis pagar las facturas o no podéis esperar un mes para que vuestro seguro entre en vigor? Nosotros os aseguramos en veinticuatro horas». Mientras iban a buscar un bolígrafo para firmar, Sharon les hablaba de cazar ciervos, de cuánta carne de caimán ha de llevar el boudin (un tipo de salchicha que gusta mucho en Luisiana) y del último partido de los lsu Tigers.
Mientras recorríamos el cinturón industrial, me iba contando su historia. Su padre, un hombre taciturno que trabajaba en una fábrica, se había divorciado de la atribulada madre de Sharon y se había vuelto a casar. Se fue a vivir a un remolque a treinta minutos en coche de su casa, sin decírselo ni a ella ni a su hermano. Me despedí de Sharon con varias preguntas bulléndome en la cabeza: ¿qué le había sucedido a su padre?, ¿cómo le había afectado a ella, siendo pequeña, el desenlace de aquel matrimonio?, ¿y como mujer casada y, después, como madre soltera?, ¿cómo era la vida de aquellos hombres con los que trataba?, ¿por qué una mujer como ella, brillante, considerada y llena de determinación —que podía haber disfrutado de una baja parental remunerada— era miembro entusiasta del Tea Party, para quien esa idea era inconcebible?
Naturalmente, di las gracias a Sharon enseguida por haberme permitido acompañarla en su ronda y al cabo de un rato volví a dárselas mentalmente por aquel regalo que me había hecho en forma de confianza y colaboración. Y al cabo de un tiempo se me ocurrió que ese tipo de conexión que ella me ofrecía era mucho más valiosa de lo que yo había llegado a imaginar en un principio. Aquello empezó a poner los andamios de un puente de empatía. Nosotras, una a cada lado del puente, imaginábamos que la empatía con el otro lado es el punto final a cualquier análisis realizado con la cabeza fría. Pero estábamos equivocadas: es en realidad al otro lado del puente donde puede dar comienzo el análisis más importante.
La lengua inglesa no pone a nuestro alcance muchas palabras que describan esa sensación de llegar a conectar con alguien de un mundo distinto al propio y darse cuenta de que ese interés es bien recibido por el otro. Se crea algo mutuo, especial. Y eso es un regalo. Gratitud, admiración, agradecimiento; para mí, todas estas palabras valen: no sé cuál emplear. Pero creo que necesitamos un término específico, con un lugar de honor. Algo que restituya la tecla que falta en el piano cultural del mundo angloparlante. Nuestra polarización, pero también la realidad —cada vez más patente— de que la gente no se conoce, es el camino hacia la antipatía y el desprecio.
La primera vez que experimenté la sensación de conectar con alguien y que esa conexión fuese mutua fue cuando todavía era una niña: mi padre era funcionario de Asuntos Exteriores y, según lo asumía mi mente infantil, se me había encomendado una misión personal que consistía en hacerme amiga de la gente de todos los países a los que nos llevaba su trabajo: mi misión era paralela a la de mi padre. Imaginaba que alguien me había encomendado que conectara con aquellas personas que hablaban, vestían, caminaban o rezaban de un modo diferente, que tenían un aspecto distinto al nuestro. ¿Me había dicho mi padre que lo hiciera? No lo creo. Entonces, ¿por qué lo hacía? No tengo ni idea: el entendimiento llegó después. Curiosamente, en aquel momento sentí la misma gratitud por la conexión que se produjo que, muchos años después, cuando recorrí las fábricas con Sharon y hablé con tantas personas a las que fui conociendo mientras investigaba para escribir este libro. Volví a tener la sensación de estar en un país desconocido. Pero en esa ocasión era el mío.
01
Un viaje al corazón
La camioneta roja de Mike avanza despacio por el camino de tierra entre las hileras de caña de azúcar de tallo alto, alegres flecos de seda que ondean bajo el sol de octubre. Se extienden por la llanura aluvial todo lo que alcanzan mis ojos. Estamos en los terrenos de la plantación Armelise, como se llamaba en tiempos. A unos cuantos kilómetros al oeste el poderoso Misisipi empuja hacia el sur los sedimentos y desperdicios del Medio Oeste: pasa por Nueva Orleans y llega hasta el golfo de México.
—Caminábamos por aquí descalzos, por entre las hileras de caña —me cuenta Mike.
Es un hombre alto, blanco, de aspecto bondadoso. Tiene sesenta y cuatro años. Se quita las gafas de sol para inspeccionar una zona del cañaveral y se detiene. Saca el brazo estirado por la ventanilla de la camioneta y señala a la izquierda, a lo lejos.
—Por allí debe ser donde vivía mi abuela. —Y desplazando el brazo hacia la derecha, añade—: Y mi tío abuelo Tain tendría el taller de carpintería por allí.
No muy lejos vivía otro tío abuelo suyo, Henry, un mecánico al que apodaron Pook, que significa «montón de heno». Otro hombre, al que llamaban Piragua, regentaba la herrería donde iban Mike y un amigo a buscar esquirlas de metal que brillasen, según sus ojos infantiles, «como el oro». Su abuelo Bill supervisaba los cañaverales. La casa de la señorita Ernestine, continúa Mike, estaba al lado de… «eso de ahí». Ernestine era una mujer negra y esbelta con un pañuelo blanco en la cabeza, rememora Mike.
—Le gustaba preparar sopa de quingombó con mapache y zarigüeya, y nosotros le llevábamos los que tuviéramos de la caza del día y alguna amia calva que hubiéramos pescado. La recuerdo gritando por la ventana cuando su marido no conseguía arrancar el coche: «¡A ese coche le duele algo!».
Luego Mike señala lo que fue el camino embarrado que llevaba a la casa donde vivió de niño.
—Era una de esas casas típicas sureñas con estructura de pasillo, pero nos dio cobijo a nueve, y bastante bien.
La casa era un barracón para alojar a los esclavos de la plantación Armelise, renovado después. El padre de Mike era fontanero. Trabajaba en las casas de la plantación y en los alrededores. Al mirar por la ventanilla de la camioneta, Mike y yo no vemos lo mismo: él ve un mundo industrioso que amó y que ya no existe. Yo veo un campo verde.
Subimos una cuesta, bajamos otra y vamos caminando hasta la hilera de caña más cercana. Mike corta un tallo, recorta los dos extremos y lo parte en dos. Mascamos la fibra de la caña de azúcar y disfrutamos de su sabor dulce. Al volver a la camioneta, Mike continúa rememorando: el diminuto asentamiento de Banderville, ya desaparecido; a finales de los años setenta estaba desmantelado por completo. Unas tres cuartas partes de su población eran negras, una cuarta, blanca, pero recuerda que todos vivían en paz y armonía aunque no fueran iguales. La infancia de Mike transcurrió en la era del azúcar, el algodón y los arados tirados por mulas; su madurez, en la era del petróleo. De joven había trabajado en verano para ahorrar para la universidad: llevaba planchas de madera por un pantano infestado de mosquitos para construir las plataformas petrolíferas. Ya de adulto, comenzó su trabajo propiamente dicho (al principio, en un programa de prácticas) y en su día a día había tenido que calcular el tamaño, la resistencia y el coste de los materiales necesarios para construir aquellas enormes plataformas donde se asentarían las torres petroleras del golfo y para construir los tanques gigantescos, blancos y esféricos, donde se almacenaban cantidades ingentes de productos químicos y petróleo.
—Cuando yo era niño, si te parabas en la orilla de la carretera con el pulgar levantado, siempre te recogía alguien. Si eras tú el que conducía, recogías a cualquiera. Si alguien tenía hambre, se le daba de comer. Existía la comunidad. ¿Y sabes quién ha terminado con todo eso? —Hace una pausa—. El Gobierno de la nación.
Volvemos a montarnos en su camioneta roja, tomamos un trago de agua (ha traído botellas de plástico para los dos) y continuamos avanzando entre las cañas de azúcar mientras nuestra conversación deriva hacia la política.
—La mayor parte de los que viven aquí son cajunes, católicos y conservadores —explica; luego añade con entusiasmo—: Yo estoy con el Tea Party.
La primera vez que vi a Mike Schaff fue unos meses antes, al micrófono de una manifestación medioambiental en la escalinata del capitolio del estado de Luisiana, en Baton Rouge. La voz se le quebraba de la emoción. Había sido víctima de uno de los desastres medioambientales más extraños y devastadores que se habían producido en el país, que le había privado, literalmente, de su casa y de su comunidad; como un desagüe, se había tragado árboles de varias decenas de metros de altura convirtiendo de la noche a la mañana cuarenta acres de terreno en una ciénaga, como contaré más adelante. Y aquello me hizo cuestionarme algo muy en serio: el desastre lo había provocado una empresa de perforaciones sometida a una legislación muy poco rigurosa, pero Mike, como partidario del Tea Party, había acogido con alegría cualquier medida de desregulación que impidiera los controles gubernamentales. Y el Gobierno había impuesto recortes drásticos del gasto, incluso en materia de protección medioambiental. ¿Cómo podía entonces estar allí, al borde del llanto, recordando la casa que había perdido mientras reclamaba un mundo despojado de todo control salvo en el ámbito de lo militar y la asistencia en caso de huracán? Yo no entendía nada. Sentí que había un muro entre nosotros.
Muros de empatía
Puede decirse que he venido a Luisiana llevada por cierto interés en los muros. Y no me refiero a los físicos, visibles, como los que separan a los católicos de los protestantes en Belfast, a los estadounidenses de los mexicanos en la frontera de Texas o, en otro tiempo, a los residentes de Berlín Oriental y Berlín Occidental. Lo que me interesa son los muros de la empatía. Un muro de empatía es un obstáculo que impide comprender a otra persona, una barrera que nos hace sentir indiferencia, incluso hostilidad, hacia quienes profesan creencias diferentes a las nuestras o han vivido su infancia en circunstancias distintas. En los periodos de turbulencia política tendemos a aferrarnos a las certezas inmediatas. Metemos con calzador toda la información que vamos recibiendo en una ideología que tenemos ya configurada. Nos damos por satisfechos con conocer a los que tenemos enfrente solo de forma superficial. Pero es posible conocer a los otros desde dentro sin modificar nuestras convicciones, ver la realidad a través de sus ojos, entender las conexiones que existen entre vida, sentimientos y política. ¿No equivale eso a atravesar el muro de la empatía?[1] Yo pensaba que sí.
Pedí a Mike Schaff que me mostrara el lugar donde se había criado porque quería entender, si era posible, su forma de ver el mundo. Me presenté diciéndole: «Yo soy de Berkeley (California). Soy socióloga y estoy intentando entender la profunda división que existe en nuestro país. Para ello he tratado de salir de mi burbuja política y conocer a gente como usted». Mike asintió cuando mencioné la división y apostilló: «¿De Berkeley? ¡Allí deben de ser todos comunistas!». E hizo una mueca que parecía significar: «Nosotros, los cajunes, tenemos sentido del humor. Espero que vosotros también lo tengáis».
No me lo estaba poniendo difícil. Aquel hombre alto, de constitución fuerte, con sus gafas de montura de color canela, hablaba de manera sucinta y en voz baja, casi un murmullo. Tendía a la reflexión sincera, en ocasiones autocrítica, y al estilo declarativo e incondicional con que la gente escribe en Facebook. Hablando de su pasado, me dijo:
—Mi madre era cajún y mi padre, alemán. Los cajunes decimos que tenemos el culo negro. Como yo era mitad cajún y mitad alemán, mi madre me llamaba «medioculo». —Nos reímos los dos—. No sabíamos que éramos pobres.
Ese estribillo lo oiría entonar con frecuencia a los miembros de la extrema derecha a los que quise conocer, cuando se referían a la infancia de sus padres. El padre había criado a siete hijos con un sueldo de fontanero. Mike tenía el ojo de un ingeniero, el amor por la caza y la pesca de un deportista y el oído de un naturalista para el canto de una rana arborícola. Yo no conocía a ningún miembro del Tea Party, no tanto como para hablar con ellos, desde luego; y él no conocía a mucha gente como yo.
—Yo soy provida, y estoy a favor de las armas y de la libertad de vivir nuestra vida como nos parezca siempre que no hagamos daño a los demás. Y soy, definitivamente, antisistema —me dijo Mike—. Nuestro Gobierno es demasiado estructurado, demasiado ambicioso, demasiado incompetente. Está demasiado ramificado y ya no conecta con nosotros. Tenemos que volver a las comunidades locales, como la que teníamos en Armelise. Creo sinceramente que así estaríamos mejor.
No solo se ha ampliado más la brecha que existía entre los dos principales partidos políticos del país: el sentimiento político también es más profundo ahora que antes. En 1960 se realizó una encuesta en la que se preguntaba a los adultos estadounidenses si les «molestaría» que un hijo suyo se casara con un miembro del partido político contrario: no más del 5 % respondió afirmativamente. Pero en 2010 dieron una respuesta afirmativa el 33 % de los demócratas y el 40 % de los republicanos.[2] De hecho, el partidismo,[3] como lo llaman algunos, supera ya al racismo como fuente de prejuicios divisores.
Antes, cuando los estadounidenses se iban a vivir a otro sitio, iban buscando un trabajo mejor, una casa más asequible o un clima más benigno. Ahora, sin embargo, lo hacen para estar con otros que sean afines a sus opiniones, según explican Bill Bishop y Robert G. Cushing.[4] Las personas tienden a la segregación, se separan y se juntan atendiendo a diferentes enclaves emocionales: aquí, la ira; allá, la esperanza y la confianza. Un grupo de texanos libertarios compró un terreno en un salar al este de El Paso; lo llamaron Paulville y crearon una especie de reserva para los seguidores de Ron Paul, entusiastas y amantes de la libertad. Cuanto más se confina la gente en un lugar junto a otros con ideología similar, más extremas se vuelven sus opiniones. Según un estudio realizado por el Pew Research Center[5] en 2014 con más de diez mil estadounidenses, las personas que se sienten más comprometidas (desde el punto de vista político) con su partido consideran que «los del otro partido» no solo están equivocados: están «tan desorientados que son una amenaza para el bienestar de nuestra nación». En comparación con lo que sucedía en el pasado, cada grupo utiliza su propio canal para informarse: la derecha, Fox News y la izquierda, msnbc. Y así se hace más amplia la brecha.
Vivimos en lo que TheNew Yorker ha denominado «la era del Tea Party». Unas 350.000 personas son miembros activos de este movimiento, pero según otra encuesta de Pew el 20 % de los norteamericanos,[6] unos 45 millones de personas, lo apoya. Y la división se manifiesta en una variedad de temas que sorprende: el 90 % de los demócratas cree en la participación del hombre en el cambio climático, según dicen las encuestas, frente al 50 % de los republicanos moderados, el 38 % de los republicanos conservadores y solo el 29 % de los defensores del Tea Party. De hecho, la política es el único factor que, por sí solo, determina en gran medida las opiniones relativas al cambio climático.[7]
La brecha se ha agrandado porque la derecha se ha desplazado hacia la derecha, y no porque la izquierda se haya desplazado hacia la izquierda. Los presidentes Eisenhower, Nixon y Ford, todos republicanos, avalaron la Enmienda de Igualdad de Derechos (era). En 1960 la plataforma gop, republicana, apoyó la libre negociación de convenios colectivos entre patronal y obreros. Los republicanos presumían de haber aumentado el salario mínimo de varios millones de trabajadores y de haber fortalecido el sistema de seguros por desempleo y ampliado sus prestaciones.[8] Bajo el mandato de Dwight Eisenhower las rentas más altas habían de pagar en impuestos el 91 % de sus ganancias;[9] en 2015, era solo el 40 %. La organización Planned Parenthood ha recibido graves ataques de los candidatos republicanos que se postulaban a la presidencia en 2016, aunque una de las fundadoras era Peggy Goldwater, esposa de Barry Goldwater, que fuera candidato republicano conservador a la presidencia en 1968. El general Eisenhower promovió una enorme inversión en infraestructuras, algo que ahora casi todos los congresistas republicanos perciben como una acción en la que el Gobierno se ha extralimitado peligrosamente. Ronald Reagan aumentó la deuda nacional y favoreció el control de armas, y ahora la legislación republicana del estado de Texas autoriza a sus ciudadanos a llevar armas cargadas y acceder con ellas a iglesias y bancos. Los conservadores de ayer hoy resultan moderados o incluso liberales.
La extrema derecha pide ahora recortes en amplios sectores del Gobierno federal, en los ministerios de Educación, Energía, Comercio e Interior. En enero de 2015, 58 republicanos votaron para abolir el irs (Servicio de Impuestos Internos).[10] Algunos candidatos republicanos al Congreso pidieron que se eliminaran todas las escuelas públicas.[11] En marzo de 2015 el Senado estadounidense, de mayoría republicana, sacó adelante una enmienda a los presupuestos donde se proponía vender o donar todos los terrenos federales de uso no militar y que no fuesen monumentos nacionales o parques naturales, con 51 votos a favor y 49 en contra. La medida afectaba a bosques, reservas de flora y fauna y áreas naturales protegidas.[12] En 1970, no hubo ni un solo senador estadounidense que se opusiera a la ley de calidad del aire, la Clean Air Act. Apoyado por 95 congresistas republicanos, el senador David Vitter, de Luisiana (uno de los estados más contaminados de la Unión), ha pedido ahora el cierre de la Agencia de Protección Medioambiental (epa).[13]
El distanciamiento del Gobierno que está protagonizando el Tea Party puede indicar que la tendencia es más marcada. Durante la depresión de los años treinta, los estadounidenses acudieron al Gobierno federal a buscar ayuda para su recuperación económica. En respuesta a la recesión de 2008, sin embargo, una gran mayoría de los habitantes del país no recurrió a él.[14] A medida que se amplía la división política y se endurecen las opiniones, también se pone más en juego. Ni los ciudadanos de a pie ni los líderes hablan mucho con los del otro lado, dañando así el proceso, sorprendentemente delicado, de gobernanza. Claro que el país ha estado dividido antes: durante la Guerra Civil la diferencia de opinión se saldó con unas 750.000 muertes. Durante los tormentosos años sesenta hubo conflictos por la guerra de Vietnam, por los derechos civiles y por los derechos de las mujeres. Pero, a fin de cuentas, una democracia saludable depende de la capacidad colectiva de debatir cualquier tema. Y para llegar a eso hay que saber qué está pasando, sobre todo con esta derecha cada vez más fuerte y que cambia cada vez más deprisa.
La gran paradoja
Inspirándome en el libro de Thomas Frank What’s the Matter with Kansas? comencé un viaje de cinco años al corazón de la derecha estadounidense. Llevaba conmigo, como si fuera una mochila, una gran paradoja. Cuando se publicó el libro de Frank, en 2004, se abría una grieta entre izquierda y derecha tras la que subyacía una paradoja. A partir de entonces la grieta se ha ido ensanchando, convirtiéndose en una ensenada.
Los llamados estados «rojos», gobernados por los republicanos, son más pobres, registran más madres adolescentes, un índice de divorcio más elevado, peor salud, más obesidad, más muertes traumáticas, más bebés que nacen con bajo peso y más fracaso escolar. Sus habitantes viven de media cinco años menos que los de los estados demócratas o «azules». De hecho, la diferencia de esperanza de vida entre Luisiana (75,7 años) y Connecticut (80,8) es la misma que existe entre Estados Unidos y Nicaragua.[15] Y los estados republicanos sufren más en otro aspecto poco conocido, que es el relativo al interés de las personas por cuestiones de la salud y la vida: la contaminación industrial.
Luisiana es un ejemplo extremo de esta paradoja. The Measure of America, un informe del Consejo de Investigación para las Ciencias Sociales, evalúa a todos los estados de la Unión basándose en el «desarrollo humano» que presentan. Las variables evaluadas son esperanza de vida, éxito escolar e ingresos personales. De los 50 estados, Luisiana quedó en el puesto 49 y el último en nivel general de salud.[16] Según el National Report Card, el sistema de evaluación de las instituciones de enseñanza norteamericanas, de 2015 Luisiana ocupaba el puesto 48 de 50 en lectura y el 49 de 50 en matemáticas, ambas de octavo grado. Solo ocho de cada diez habitantes del estado han terminado la enseñanza secundaria y solo el 7 % ha cursado estudios superiores o grados profesionales. Según el Kids Count Data Book, realizado por la Annie E. Casey Foundation, Luisiana ocupaba el puesto 49 —de 50 estados— en bienestar infantil. Y es un problema que trasciende la raza: una persona de raza negra vive en Maryland cuatro años más de media, gana el doble de dinero y tiene el doble de posibilidades de obtener una licenciatura que un negro de Luisiana. Y los blancos de Luisiana están en peor situación[17] que los blancos de Maryland o de cualquier otra parte, fuera de la región del Misisipi. Luisiana ha sufrido, además, muchos problemas medioambientales: tiene casi 650 kilómetros de costa baja y plana que se están hundiendo, y pierde una extensión de humedal del tamaño de un campo de fútbol a la hora. Está constantemente bajo la amenaza de los huracanes y del aumento del nivel del mar, fenómenos que los principales científicos de todo el mundo vinculan al cambio climático.
Con tantos factores a los que hay que hacer frente cabría esperar que la gente diera la bienvenida a cualquier ayuda federal. En realidad, buena parte de los presupuestos anuales de los estados republicanos —en el caso de Luisiana, el 44 %— procede de fondos federales; el Gobierno federal aporta 2.400 dólares anuales por habitante.[18]
Pero Mike Schaff no acoge con tanta alegría ese dinero federal; duda, además, que el cambio climático sea algo científicamente probado: «Ya me preocuparé por el calentamiento global dentro de cincuenta años», dice. A Mike le encanta su estado y la vida al aire libre. Pero en lugar de volver la vista al Gobierno, la vuelve hacia el mercado libre, como otros miembros del Tea Party. La madre de Mike votó al candidato demócrata por Luisiana, Ed Edwards, porque era cajún y a Jack Kennedy porque era católico. El término «demócrata» no era tan malo entonces, pero ahora sí lo es. Mike había trabajado durante mucho tiempo en una empresa pequeña y defiende el libre mercado para empresas de cualquier tamaño: de esto parece desprenderse otra paradoja. Muchos defensores del Tea Party poseen pequeñas empresas o trabajan en ellas. Pero los políticos a los que apoyan avalan leyes que consolidan el poder de los monopolios, que está en manos de las empresas más grandes y que están dispuestas a devorar a las pequeñas. ¿Pequeños agricultores que votan a Monsanto? ¿El propietario de la tienda de la esquina que vota por Walmart? ¿El librero del pueblo votando a Amazon? Si yo fuera un pequeño empresario, me alegraría de que bajaran los impuestos de sociedades, claro, pero no a costa de fortalecer a los grandes monopolios que me pueden echar de la escena empresarial. No, yo no lograba entenderlo.
En torno a este rompecabezas tiene lugar otro aún mayor: ¿cómo puede un sistema provocar el sufrimiento y esquivar la culpa que le corresponde por ello? En 2008 los inversores de Wall Street, unos insensatos con menos normas, por desgracia, de las necesarias, llevaron a muchos a perder sus ahorros, sus hogares, sus puestos de trabajo y sus esperanzas. Pero años después, bajo la bandera del mercado libre, muchos ciudadanos afines al movimiento, cada vez más numeroso, de la derecha de pueblo defienden a Wall Street frente al afán regulador del Gobierno. ¿Qué está pasando?
Pensé que la mejor manera de averiguarlo era revirtiendo el reparto original: saliendo de mi barrio en un estado demócrata para adentrarme en otro republicano e intentar escalar el muro de empatía.[19] Mis amigos y vecinos —los de mi lado del muro— son más o menos como yo. Su nivel de estudios es de licenciado universitario o superior, y leen a diario The New York Times. Consumen alimentos orgánicos, reciclan la basura y toman el BART (la red pública de ferrocarriles) siempre que pueden. La mayoría han crecido en una costa u otra. Algunos van a la iglesia y otros se consideran «espirituales», pero no van a la iglesia. Muchos tienen un puesto en el sector público o en organizaciones sin ánimo de lucro, y están tan sorprendidos como yo con todo esto. Cuando comencé, no tenía ningún amigo que hubiera nacido en el sur, solo uno que trabajara en el sector del petróleo y ninguno en el Tea Party.
En su ensayo «Who Turned My Blue State Red?»,[20] publicado en TheNew York Times, Alec MacGillis ofrece una explicación sorprendente para la gran paradoja. Asegura que los habitantes de los estados republicanos que necesitan el Medicaid y los vales de comida los utilizan, pero no votan, mientras que los que están un peldaño por encima en la escala de clases, blancos y conservadores, no los necesitan, y votan… en contra de que se destine dinero público a ayudar a los más pobres.
Esta tesis de los «dos grados más» nos da una parte de la respuesta que no es la mayor parte. Por un lado, descubrí que los pudientes que votan contra los servicios sociales del Gobierno los utilizan de todos modos. Prácticamente todos los defensores del Tea Party a los que entrevisté para escribir este libro se han beneficiado personalmente de algún servicio social importante o tienen familiares cercanos que lo han hecho. Algunos tienen padres ancianos e impedidos que carecen de seguro privado de atención médica prolongada, y los han declarado indigentes para poder disfrutar del Medicaid. Un hombre cuya esposa sufría una grave enfermedad incapacitante y cuyos cuidados le hubieran arruinado fue tan caritativo como para divorciarse y que ella pudiera optar al Medicaid. El hermano, sin minusvalías, de una mujer que no aprobaba el programa —ambos del Tea Party— se benefició del programa de ayudas alimentarias, snap. Otro se dio de alta como desempleado cuando llegó la temporada de caza. Casi todos me decían: «Si está ahí, ¿por qué no vamos a aprovecharlo?». Pero muchos se avergonzaron luego y me pidieron que disociara su identidad de sus actos. Eso he hecho. La vergüenza, sin embargo, no impidió a estas personas, que no eran partidarias de los servicios sociales, aprovecharse de ellos.
MacGillis sugiere que los votantes actúan movidos por su propio interés. Pero ¿de verdad lo hacen? La tesis de los «dos grados más» no explica por qué los votantes de los estados republicanos que no eran multimillonarios se oponían a que se subieran los impuestos a los multimillonarios, un dinero que habría permitido ampliar una biblioteca pública o poner columpios en un parque municipal. Pensé que la mejor manera de poner a prueba la teoría de MacGillis era elegir un problema que sí tuvieran los votantes adinerados de los estados republicanos pobres y ver si tampoco quieren ayudas sociales para eso en concreto. En otras palabras: el votante que está dos peldaños por encima puede decir: «Vamos a recortar en ayudas sociales para los pobres porque yo no soy pobre». O bien: «Nada de mejorar las escuelas públicas, que mi hijo va a una privada». Aunque lo cierto es que ninguna de las personas con las que hablé dijo tal cosa, se enfrentan a otros problemas con los que el sistema público puede ayudarles, lo que me lleva a la razón de ser de este libro: la contaminación ambiental. Si examinamos este tema de cerca, pensé, tal vez podríamos desenmascarar la perspectiva, siempre más amplia, que ha llevado a esta gente a reaccionar así. Y muchas más cosas.
Para empezar, yo quería llegar al corazón geográfico de la derecha: el sur. El reciente aumento de la influencia de la derecha ha tenido lugar, mayoritariamente, bajo la línea Mason-Dixon: se trata de un área que abarca los estados originales de la Confederación y donde vive un tercio de la población estadounidense. En las últimas dos décadas la población del sur ha aumentado el 14 %. Entre 1952 y 2000 se ha detectado un incremento del 20 % de votantes republicanos entre blancos con nivel de estudios secundarios; entre los blancos con nivel de estudios universitarios el incremento fue todavía mayor.[21] En todo el país los blancos se han desplazado, ideológicamente, hacia la derecha: entre 1972 y 2014 pasaron de ser el 41 % de los demócratas a solo el 24 %, mientras que los republicanos blancos han aumentado del 24 % al 27 %. Los blancos independientes también aumentaron en este tiempo, aunque la mayoría de ellos tiende más a la derecha. De manera que, si quería entender a la derecha, tendría que ir a conocer el sur blanco.[22]
Pero ¿a qué parte del sur debía ir? En las elecciones de 2012 el 39 % de los votantes blancos de todo el país votó por Barack Obama. En el sur, el 29 %. En Luisiana, solo el 14 %: una proporción mucho menor que en todo el sur.[23] Según un sondeo realizado en 2011, la mitad de los habitantes de Luisiana apoyaban al Tea Party.[24] Próxima a Carolina del Sur, Luisiana también tenía la mayor proporción de representantes en los caucus del Tea Party en la Cámara de Representantes de Estados Unidos.[25]
Quiso la suerte que tuviera un contacto en Luisiana: Sally Cappel, suegra de un antiguo alumno mío de la universidad. Fue Sally quien me introdujo en el sur blanco y, a través de un amigo, en la derecha que habita en él. Sally, artista afincada en Lake Charles, era una demócrata progresista que en las primarias de 2016 votó por Bernie Sanders. Shirley Slack, una amiga suya muy querida, vivía en Opelousas (Luisiana). Era auxiliar de vuelo, viajaba por todo el mundo y era ferviente partidaria del Tea Party y de Donald Trump. Ambas mujeres se habían unido a una hermandad de mujeres (no a la misma) de la Universidad Estatal de Luisiana. Ambas se habían casado, habían tenido tres hijos, habían vivido en Lake Charles, a una distancia una de otra que se podía recorrer a pie, y cada una de ellas tenía las llaves de la casa de la otra y adoraba a los hijos de la otra. Shirley conocía a los padres de Sally e incluso preguntaba a la madre de Sally si no se estaban preocupando demasiado por pequeñeces. Intercambiaban regalos por Navidad y por su cumpleaños y leían juntas los periódicos, buscando en las noticias qué acontecimientos culturales iban a tener lugar, a los que, cuando las dos vivían en Lake Charles, asistían juntas. Un día me quedé a pasar la noche en casa de Shirley, en Opelousas, y me fijé en una acuarela que había en la habitación de invitados y que había pintado Sally: era un regalo para la hija de Shirley, de once años, que aspiraba a ser bailarina. Con un pie en punta sobre una abultada nube pastel y el otro muy levantado, la bailarina tenía la cabeza rodeada de mariposas amarillas que componían un círculo. Era un cuadro encantador que representaba el sueño de una niña: un sueño que se hizo realidad. Ambas mujeres veían las noticias en televisión: Sally, las de Rachel Maddow en msnbc, y Shirley, las de Fox News con Charles Krauthammer, y las comentaban después con sus respectivos maridos, que pensaban más o menos como ellas. Las dos mujeres hablaban por teléfono dos o tres veces por semana y sus hijos, ya mayores, seguían en contacto, saltando en parte esa brecha política que les separaba. Pero este libro no trata de la vida personal de estas dos mujeres, aunque no habría podido escribirlo sin ellas. Creo que su amistad muestra lo que nuestro país tiene que aprender a forjar: la capacidad de conectar superando las diferencias.
Empecé por leer lo que habían dicho otros pensadores sobre el ascenso de la derecha. En un extremo estaban los que defendían que era el bando de los muy ricos, que querían proteger su dinero y habían contratado a expertos en relaciones públicas e ingeniería social para crear un movimiento compuesto por seguidores de base.[26] En The Billionaires’ Tea Party, por ejemplo, el cineasta australiano Taki Oldham muestra que los grupos de ciudadanos del país que estaban desafiando al cambio climático los habían formado en realidad las compañías petroleras, y que la ira populista antigubernamental estaba orquestada según una estrategia corporativa.[27] Otros aducían que los muy ricos habían revitalizado el movimiento, sin cuestionarse si el apoyo a las bases era una falacia. Jane Mayer, redactora de The New Yorker,[28] describe la estrategia de unos multimillonarios del petróleo, los hermanos Charles y David Koch, que solo en 2016 destinaron 889 millones de dólares a ayudar a candidatos de derechas y a apoyar sus causas.[29] «Para que se materialice el cambio social hace falta una estrategia que aplique una planificación integral en dos sentidos, vertical y horizontal, partiendo de la creación de ideas y llegando al desarrollo de políticas concretas en educación, organización de bases, formación de lobbies, litigios y acción política»,[30] dijo Charles Koch. Era como si una corporación empresarial inmensa empezara a apoderarse de los bosques, adquirir las prensas de papel, montara una editorial y pagase a los autores para que escribieran libros sesgados. Una organización política de ese calado podía ejercer una influencia impresionante. En los años que siguieron al caso Ciudadanos Unidos contra la Comisión de Elecciones Federales y a la decisión tomada por el Tribunal Supremo en 2010, que permitía las donaciones corporativas anónimas e ilimitadas a candidatos políticos, esa influencia ha estado funcionando a pleno rendimiento. Solo 158 familias adineradas aportaron casi la mitad de los 176 millones de dólares de que dispusieron los candidatos en la primera fase de las elecciones presidenciales de 2016: 138 millones de dólares a los republicanos y 20 a los demócratas.[31] A través de Americans for Prosperity, los hermanos Koch han solicitado un compromiso del Congreso para limitar la autoridad de la epa.
La plantación Armelise, donde nació Mike Schaff, y Bayou Corne, donde ha vivido siempre y donde espera morir, se encontraban a pocos kilómetros de una franja del Misisipi que ahora está salpicada de plantas petroquímicas y que se conoce popularmente —y con buen tino— con el nombre de «Callejón del Cáncer». ¿Estaba este problema entre los intereses de Mike Schaff? Según él, sí. Nadie le pagaba por asistir a las reuniones del Tea Party que se celebraban en su pueblo, ni tampoco a sus vecinos, muchos de los cuales pensaban igual que él.
En What’s the Matter With Kansas?, Frank explica que estamos confundiendo a personas como Mike. La llamada agenda económica de todo hombre rico incluye, a modo de cebo, algún problema social: piden que se prohíba abortar, reclaman el derecho a llevar armas y el rezo en las escuelas, pero intentan convencer a Mike y los que piensan como él de que abracen una política económica que les perjudica. Como ha escrito Frank: «Vota para parar los abortos: percibirás una reducción en el impuesto sobre la plusvalía […]. Vota para que el Gobierno deje de controlarnos: tendrás a cambio la formación de monopolios y conglomerados de empresas en todos los sectores, desde los medios de comunicación hasta el embalaje de la carne. Vota para dar el golpe de gracia al elitismo y obtendrás un orden social en el que la riqueza está más concentrada que nunca».[32] A sus adorados paisanos de Kansas, dice Frank, les están engañando.
¿Cómo funciona ese engaño? ¿Puede una persona ser inteligente y crítica, estar bien informada y, sin embargo, ser engañada? Mike era muy inteligente, consultaba un buen número de fuentes de información —aunque la principal fuera Fox News— y hablaba mucho de política con familiares, amigos y vecinos. Como yo, vivía en un enclave donde la mayoría de la gente era de su opinión. Mike no creía que la máquina de ideas que financiaban los Koch le estuviera timando. De hecho, Mike se preguntaba si una máquina financiada por Soros me estaba timando a mí. La compra de influencias políticas es algo real, poderoso y que está en juego, pero, como explicación a la cuestión de por qué pensamos como pensamos, la idea de timo —y la presunción de candidez— es excesivamente simplista.
La zona donde vivimos suele reflejar una cultura especial de gobierno, que vincula la política a la geografía. Esta es la tesis que defiende Colin Woodard en American Nations. Las zonas rurales del Medio Oeste, el sur y Alaska se inclinan más a la derecha, mientras que las ciudades grandes, Nueva Inglaterra y las dos costas lo hacen hacia la izquierda, destaca Woodard. Como parte de una tradición de gobierno de ciudad pequeña y orientada a Europa, los habitantes de Nueva Inglaterra tienden a creer en el buen gobierno para el bien común. En los Apalaches y Texas prefieren los Gobiernos minimalistas que aman la libertad. Si recorremos su árbol genealógico y nos remontamos al sistema de castas, los blancos de los estados confederados valoran mucho el control local y se resisten al poder federal, que vinculan a la derrota del sur por parte del norte hace 150 años.[33] La resistencia al sistema fiscal federal también se originó en el sur, como muestra la historiadora Robin Einhorn.[34] Las tradiciones regionales son reales, naturalmente, pero no tan inmutables como apunta Woodard. Y mientras que la extrema derecha es más fuerte en el sur, muchos de sus miembros pertenecen a un grupo de población que está presente en todo el país: persona de raza blanca de mediana edad o mayor, con ingresos medios o altos, casada y cristiana.[35]
Otros señalan los valores morales de la derecha. En The Righteous Mind, por ejemplo, Jonathan Haidt defiende —a diferencia de Frank— que la gente no es tan fácil de manipular y que vota en virtud de sus intereses personales, basados en sus valores culturales. Aunque tanto la derecha como la izquierda valoran la empatía y la justicia, destaca Haidt, dan una prioridad diferente a la obediencia a la autoridad (la derecha) y al individualismo (la izquierda), por poner un ejemplo. Seguramente esto es cierto, pero una persona puede defender un conjunto de valores con calma o hacerlo en un estado de furia que hace surgir a un partido nuevo. ¿Qué establece la diferencia entre uno y otro? Theda Skocpol y Vanessa Williamson defienden, con toda razón, que existe una conjunción especial de circunstancias y factores de dos tipos: de predisposición y de precipitación. A este último tipo pertenecen la gran recesión de 2008 y los esfuerzos del Gobierno por impedirla, la presidencia de Barack Obama y Fox News.[36]
Y aunque todas estas obras me ayudaron mucho, me di cuenta de que en todas ellas faltaba una cosa: no se entendía la emoción en la política.[37] Lo que yo quería saber era qué quería sentir la gente, qué creían ellos que debían o no debían sentir y cómo se sentían en relación con una serie de temas. Cuando oímos hablar a un líder político, no oímos solo palabras: le escuchamos con una predisposición que nos inclina a querer pensar unas cosas determinadas. Algunos ideales emocionales y universales están presentes en todo el espectro, pero otros no. Algunos se sienten orgullosos del «Dadme a esa multitud de pobres, cansados, que se agolpan…» del poema, esa América de la estatua de la Libertad, mientras que otros desean sentir el orgullo de la América que respeta la Constitución, la del hombre que se hace a sí mismo.
En este juego entran unas normas, las de los sentimientos, que no son las mismas en la derecha que en la izquierda. La derecha quiere liberarse de las nociones liberales en lo que uno debe sentir: felices por los recién casados gais, tristes por la situación de los refugiados sirios, satisfechos de pagar impuestos. La izquierda ve prejuicios en todas partes. Estas normas molestan al núcleo emocional de la derecha. Y a este núcleo es al que puede apelar un candidato como el empresario multimillonario Donald Trump, candidato republicano a la presidencia en 2016, diciendo, mientras contempla a las multitudes de partidarios suyos, que «ve toda esa pasión».
Podemos llegar a ese núcleo, por lo que yo he visto, a través de lo que yo he llamado «la historia profunda»,[38] que es un relato que uno siente como si fuera cierto. Y como si estuviera mirando a través del espejo de Alicia, esa historia profunda me llevó a centrarme en un emplazamiento de conflicto social que lleva tiempo cociéndose y que ha ignorado la izquierda de Occupy Wall Street —que consideraba el reparto entre el 1 % y el 99 % del ámbito privado como un escenario de la lucha de clases— y también la derecha antigubernamental, que pensó que las diferencias de clase y de raza eran cuestión de preferencias personales. La historia personal me llevaría a la cuestión de «lo que debo o no debo sentir», a la gestión de esos sentimientos y a los sentimientos que están en el núcleo de todo, los que remueven los líderes carismáticos. Y así veremos que todo el mundo tiene su propia historia profunda.
Visitas y seguimientos
Pero lo primero es la gente. Establecí mi primera base de operaciones en Lake Charles, una ciudad del suroeste de Luisiana, a unos cincuenta kilómetros al norte del golfo de México, con 74.000 habitantes: la mitad negros, la mitad blancos, y muchos de ellos de extracción cajún. De ellos, el 3 % no había nacido allí.[39] El 23 % de los residentes tenía estudios universitarios y los ingresos medios por familia eran de 36.000 dólares anuales. Asentado en Calcasieu Parish (la herencia francesa de Luisiana favorece la denominación de parish o «parroquia» en lugar del habitual county, «condado»), Lake Charles es sede de 75 festivales de la zona, y su Museo del Mardi Gras presume de albergar la mayor colección de disfraces del Mardi Gras del mundo. Atrae por igual a turistas, gracias a sus tres enormes casinos, y a trabajadores, que encuentran empleo en el sector petroquímico, en rápida expansión.
Una vez allí, me puse en contacto con varios integrantes de la extrema derecha. Para empezar, Sally Cappel y Shirley Slack me ayudaron a establecer cuatro grupos meta: dos compuestos por liberales y otros dos formados por defensores del Tea Party. Los grupos se reunían en la cocina de Sally y yo, tras las reuniones del Tea Party, realizaba entrevistas a algunos de sus miembros. En ocasiones hablaba también con sus cónyuges y sus padres. Uso el término «entrevista» porque lo que hacía, antes de que hablaran, era pedirles que firmaran una hoja donde se exponía mi propósito. Pero al cabo de dos o tres horas ellos solían decir que había sido un placer conversar conmigo y cierto es que aquellas sesiones se convirtieron, en más de una ocasión, en una mezcla de entrevista y conversación.
A través de uno de estos grupos del Tea Party conocí a una mujer, contable, que me invitó a una serie de almuerzos de trabajo que celebraban una vez al mes. Pertenecía a las Mujeres Republicanas del Suroeste de Luisiana y me espetó, alegremente: «Quizá te hagamos cambiar de opinión». Había un grupo muy nutrido y bien organizado de mujeres blancas, de mediana edad, profesionales, y una mesa aparte ocupada por adolescentes con camisetas rojas. En cada uno de esos almuerzos conocí a otras mujeres que ocupaban la misma mesa que yo y pude concertar citas para más entrevistas. Llegué incluso a conocer a sus familias y a sus vecinos. Me invitaron a visitar dos escuelas privadas cristianas y a asistir a actividades y oficios religiosos de las Iglesias baptista, católica y evangélica: fui incluso a un quingombó que celebraron para mayores de cuarenta años. Una mujer de las que asistían a los almuerzos era esposa de un pastor de la Iglesia evangélica que me presentó a muchos de los integrantes de su parroquia y me invitó a unirme a ella y a sus amigos en una partida de Rook (un juego de cartas que se juega con una baraja de cincuenta y siete naipes, también conocido como el «póquer del misionero» y que representa, para los evangélicos, una estupenda alternativa a los juegos de cartas tradicionales, asociados a las apuestas). Conocí a un hombre cuyo tío abuelo había sido el Grand Wizard del Ku Klux Klan (razón por la que tuvo que irse a vivir a otra ciudad), a un blanco miembro del Tea Party y a una mujer baptista de energía arrolladora que había adoptado a un bebé afroamericano y a un niño de Sudamérica.
Seguí también la campaña de un candidato republicano al Senado de Estados Unidos y su rival del Tea Party, que me llevó a un asado popular en Acadian Village (Lafayette), una regata y un festival del arroz en New Iberia, un mitin en Crowley y un encuentro informal en Rayne. En todas las paradas pude charlar con los vecinos: un biólogo marino y activista medioambiental, llamado Mike Tritico —independiente en lo político e hijo del propietario de una tienda de muebles—, me dijo que algunos amigos suyos de derechas se oponían con vehemencia a su activismo. Tendría unos setenta años y era alto, con porte de profesor y un conocimiento enciclopédico de la industria local, al que algunos consideraban un ermitaño (vivía en una cabaña medio desmantelada en los bosques de Longville), otros, un santo, y los funcionarios del Gobierno, una china en el zapato. Le pregunté si podía acompañarle y conocer a sus adversarios. Mike aceptó el desafío.
A lo largo de cinco años acumulé 4.690 páginas de transcripciones basadas en entrevistas sobre todo a un núcleo de defensores del Tea Party —unos 40— y a otras 20 personas de diversos ámbitos sociales y profesionales —profesores, trabajadores sociales, abogados y funcionarios— que ampliaron las perspectivas que había construido en mi relación con los del núcleo. De este núcleo seleccioné a un número reducido de personas que ilustraban a la perfección una serie de estereotipos. Con su permiso, seguí sus evoluciones, les pregunté dónde habían nacido y asistido a la escuela, dónde iban a la iglesia, dónde hacían sus compras… Me divertí con ellos y traté de captar cuáles eran sus influencias. Aunque todos apoyaban al Tea Party, eran muy distintos entre sí: unos iban a la iglesia tres veces por semana, otros no iban nunca. Unos tenían siete armas, pistolas o escopetas; otros, tres: unas estaban guardadas en una panoplia acristalada y otras, en el cajón de la mesilla. Su visión de la pobreza también era muy diversa. Un hombre me dijo: «Pregunté al de seguridad de la tienda de comestibles qué solía robar la gente. Me dijo que, sobre todo, arroz, frijoles y comida para bebé. Eso dice algo». Otros pensaban que esos datos eran una exageración. También sus temores eran diferentes: un hombre me contó que había comprado un libro de medicina de segunda mano en Goodwill por si acaso la economía se iba al cuerno y tenía que arreglarse él mismo el brazo si se lo rompía. Otro hacía acopio de provisiones por si había que ser autosuficientes, igual que sus vecinos. La mayoría, sin embargo, no sucumbía ante tanta alarma. Este núcleo también difería en cuanto a suspicacias hacia el presidente Obama y a las razones de su rechazo. La cuenta de Facebook de un partidario del Tea Party mostraba unas fotos de tazas de loza del presidente Obama, de frente y de lado, y una matrícula con su nombre debajo de su imagen, mientras que otro le mostraba en una vivienda protegida. La mayoría estaban airados, asustados, algunos lamentaban pérdidas económicas serias. Pero también en el plano emocional diferían mucho unos de otros. Pueden verse más resultados de esta investigación en el Apéndice A.
Definitivamente, aquello no era Berkeley (California). Por una parte, la forma de hablar era bien distinta: un hombre se refirió a un discurso simple y sin retórica como «cháchara yanqui». Las iglesias, grandes o modestas, salpicaban el paisaje y en algunas ciudades pequeñas había una en cada manzana. Tres góndolas de la mayor librería de Lake Charles estaban dedicadas a la Biblia —Biblias de diferentes colores, formas y ediciones— o a cuadernos forrados en piel destinados al estudio de la Biblia. Algunos restaurantes ofrecían «Especialidades de Cuaresma» para atraer a los residentes católicos, cajunes o criollos franceses. Había ausencias que me recordaban que no estaba en casa: no tenían TheNew York Times en los quioscos de prensa, casi no había productos orgánicos en tiendas y mercados, no se exhibían películas extranjeras en los cines, escaseaban los coches pequeños y las tiendas de ropa con tallas pequeñas, no había muchos peatones hablando en otros idiomas por sus teléfonos móviles…, no había, en realidad, muchos peatones. Y también menos perros labradores y más pitbulls o bulldogs. Nada de carriles para bicicleta, cubos para el reciclaje de basura, cada uno con su color, o placas solares en los tejados. En algunas cafeterías la casi totalidad del menú eran fritos. Nadie preguntaba, antes de empezar a comer, si la comida era sin gluten y antes de la comida principal se bendecía la mesa. Al este de Lake Charles, a lo largo de la franja de empresas petrolíferas que bordean el bajo Misisipi, vi muchos carteles que anunciaban los servicios de abogados para reclamar daños personales («Just call Chuck»). Ante la ausencia de todos los talismanes de mi propio mundo, y en presencia de los del suyo, me di cuenta de que el Tea Party no era tanto un grupo político oficial como una cultura, una forma de ver y de sentir un lugar y sus gentes.
Comparé los grupos estudiantiles de actividades diversas que había registrados en la Universidad Estatal de Luisiana, en Baton Rouge (alma mater de algunos de los estudiantes con los que hablé), con los de la Universidad de California en Berkeley, donde yo había impartido clases durante tanto tiempo. En la Universidad de Luisiana (un campus con 30.000 estudiantes y 375 grupos) encontré sedes de la Hermandad Cristiana de Oilfield, el Club del Agronegocio, la Asociación para la Gestión de la Contaminación del Aire, la Sociedad de Petrofísica y los Analistas de Datos de los Pozos, además de una asociación de juegos de rol y caza cuyas siglas eran WARS («guerras» en inglés). Ninguno de ellos tenía un análogo en Berkeley.
Entre los grupos de Berkeley (37.000 estudiantes, 1.000 organizaciones estudiantiles), se encontraban Amnistía Internacional y la Coalición contra el Tráfico de Personas, una asociación por la sostenibilidad llamada Building Sustainability at Cal, la Asociación de Estudiantes de Ciencias Medioambientales, la Global Student Embassy (que promueve la cooperación entre bases en temas medioambientales)…, grupos todos ellos que tampoco tenían análogo en Luisiana. Mike Schaff se había graduado en la Universidad Estatal de Luisiana, en el campus de Monroe, y formó parte del club de ajedrez, del llamado Círculo K (Kiwanis) y de una fraternidad militar llamada Scabbard and Blade. Con 25.000 alumnos matriculados, su campus tenía 150 asociaciones estudiantiles. Uno de ellos, llamado Cupcakes con Causa, recaudaba fondos para ayudar a mujeres veteranas. Otro, el Equipo de Pesca de la ULM (Luisiana en Monroe), celebraba competiciones mensuales. Entre los clubes de estudiantes de índole política de la Northeastern Louisiana State estaba Young Americans for Liberty y había asociaciones de estudiantes republicanos (College Republicans), pero no demócratas.[40]
Mientras conducía por las inmediaciones de Lake Charles, advertí que algunas camionetas llevaban una pegatina en la parte trasera con el dibujo de una serpiente de cascabel mostrando la lengua, con la leyenda: «Don’t Tread on Me» (No invadas mi territorio). El símbolo, creado en 1775 por un general de la guerra de las Trece Colonias, lo adoptó el Tea Party en todo el territorio nacional. Y aunque ya había perdido vigencia en 2011, en la interestatal 49, entre Lafayette y Opelousas, vi un enorme cartel que decía: «¿Dónde está la partida de nacimiento?», que cuestionaba claramente el lugar en el que había nacido el presidente Obama. En la valla de un solar de venta de camiones de segunda mano de la ruta 171, entre Longville y DeRidder, a una hora en coche de Lake Charles en dirección norte, un cartel colgado en la pared de una cabaña de madera proclamaba, ominosamente, que era «The Obama Smokehouse».
En todas partes hay recuerdos de la segregación racial. En el cementerio de Westlake, por ejemplo, una vereda separa las tumbas de los blancos y las de los negros. La hierba que rodea las tumbas de los blancos siempre está bien cortada, no así la de las tumbas de los negros. Otro ejemplo: una estatua de granito de un joven soldado confederado delante de los juzgados de Calcasieu Parish con una placa que da las gracias «a los que defendieron el sur». No hay un monumento equivalente en recuerdo a las víctimas de los linchamientos. Cuando visité Lake Charles, en 2016, advertí una pequeña bandera de los primeros tiempos de la Confederación —tres bandas, roja, blanca y roja, y trece estrellas en la esquina superior izquierda— en el pedestal de ese monumento. Tres de las cinco parroquias que constituyen el suroeste de Luisiana, por no mencionar el banco Jefferson Davis y la autovía, llevan el nombre de algún oficial confederado;[41] el estado tiene noventa monumentos a la Confederación, algunos de ellos inaugurados recientemente, en 2010. Hace solo cincuenta años quemaron una cruz[42] cerca de un remolque de Longville, ciudad donde vivían uno de mis guías, Mike Tritico, y algunos amigos suyos que me presentó: fue la última cruz, que se sepa, que se quemó en el estado. Seis hombres fueron acusados y condenados por fiscales federales. El tema racial parece estar presente en todo en el plano físico, pero no en la charla común.
El ojo de la cerradura
Yo quería un primer plano de la situación. Y la mejor manera de obtenerlo, pensé, era conociendo a un grupo de personas en un sitio y centrándome en un único asunto. El problema no era un grupo de votantes bienintencionados que echan abajo las medidas del Gobierno porque ellos no las necesitan: todas las personas con las que hablé querían un entorno limpio, pero en Luisiana me di de bruces con la gran paradoja. Fuerte contaminación y fuerte resistencia al control de contaminantes. Si realmente lograba introducirme en la mente y en el corazón de aquellas gentes de la extrema derecha en relación con cuestiones como el agua que beben, los animales que cazan, los lagos en los que se bañan, los torrentes en los que pescan y el aire que respiran, entonces podría conocerlos bien. Estudiando sus opiniones con la técnica del ojo de la cerradura («¿Debe el Gobierno regular los contaminantes industriales? Si es así, ¿en qué medida?»), yo esperaba entender la perspectiva de la derecha sobre un conjunto más amplio de problemas. Por decirlo desde un punto de vista emocional, podría entender cómo funciona la política en todos nosotros.
Como estado petrolero con un importante historial de laxitud en la regulación, Luisiana lleva décadas sufriendo una grave contaminación medioambiental. Durante el tiempo que me llevó la investigación, la fiebre del fracking golpeó también a Lake Charles y la ciudad se convirtió inmediatamente en centro de un plan de inversión sorprendente, que ascendía a 84.000 millones de dólares, en el suroeste de Luisiana. Era uno de los mayores planes de inversión de la industria estadounidense. Lake Charles se había convertido en zona cero de la producción de petroquímicos del país.[43]
Saqué el tema del crecimiento industrial en muchas de las entrevistas que realicé a funcionarios públicos: el alcalde de Westlake, cerca de allí, y el responsable de la empresa Southwest Louisiana Task Force for Growth and Opportunity, a la que acababan de encomendar la planificación para acoger a 18.000 trabajadores que se alojarían en barracones: 13.000 de estos hombres venían de otros estados, pero había incluso instaladores de tuberías llegados de Filipinas.[44]