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Este libro trata sobre el amor, la locura, la política, las tecnologías, el presente distópico, las nuevas subjetividades, los extravíos del goce, el mundo desorbitado, son leídos y comentados como síntomas de una civilización mutante, incierta y no pocas veces amenazadora. El conjunto de estos trabajos trazan los rasgos fundamentales del paradigma contemporáneo, que da forma tanto a nuevos fenómenos sociales como a los padecimientos de quienes se dirigen al psicoanalista buscando una respuesta al desasosiego de vivir. El autor escribe desde julio de 2018 una columna en Facebook en la que trata estos temas, todos ellos abordados a partir del discurso psicoanalítico y la ficción literaria donde miles de seguidores le siguen domingo a domingo.
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© Gustavo Dessal, 2021
© De la imagen de cubierta: Pablo Bobbio
Montaje de cubierta: Juan Pablo Venditti
© De la fotografía del autor: Flor Dessal Marino
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Ned ediciones, 2021
Preimpresión: Editor Service, S.L.
www.editorservice.net
eISBN: 978-84-18273-37-7
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Ned Ediciones
www.nedediciones.com
Índice
Introducción
I. El psicoanálisis y la máquina de abrir cabezas
II. Políticas para todos los gustos y disgustos
III. Entre todos la matamos y ella sola se vengó. Crónicas de la Tierra
IV. Realdistopik
V. El amor, el deseo y otras enfermedades oportunistas
VI. Ellos, los animales
VII. La locura como patrimonio universal de la humanidad
VIII. La curación por la literatura
IX. Noticias sobre el año en que apestamos
AClara
Introducción
Pese a los perseverantes consejos de mi esposa y mis hijas, me resistí durante muchos años a tener un perfil en Facebook. Nunca me interesaron las redes sociales como usuario; sólo como un síntoma más a investigar. De la misma manera, mi curiosidad por las tecnologías fue lo suficientemente grande como para haber escrito un libro sobre sus efectos y a la vez bastante reducida como para dar el paso de comprarme un altavoz inteligente o un smartwatch. Finalmente en el año 2018 renuncié a mis argumentos en contra, y con una pequeña ayuda técnica inauguré «El Manicomio Global» en Facebook, un espacio donde alojar algunas impresiones sobre el mundo contemporáneo. En ese momento no imaginaba que la idea iba a despertar la simpatía de tantos lectores, cuyos comentarios me han animado a mantener una regularidad semanal. Todos los domingos —y en ocasiones con demasiado atrevimiento por mi parte— publico algo que ha llamado mi atención y que considero puede interesar a otros. Atrevimiento, porque a menudo incursiono en temas en los que me considero un lego absoluto. No obstante, no me lanzo a ninguno sin estar bien sujeto a dos sólidas cuerdas. Una es el discurso del psicoanálisis, que me proporciona un marco teórico, un punto de perspectiva y un límite a la siempre tan próxima tentación de decir cualquier cosa. La otra es la literatura. La ficción literaria es una fuente inagotable de saber, una brújula o sensor que siempre me ayuda a no perderme demasiado en los devaneos del pensamiento. Asido a esas dos cuerdas me descuelgo todos los días por el inconsciente de las personas que se confían a mi escucha, y cada domingo doy a conocer el modo en que alguna noticia o acontecimiento me conmueven. El psicoanálisis y la literatura han dado forma a mi existencia, me han rescatado en muchos momentos, y es por ese motivo que me dedico a ambos oficios: no sólo para ganarme la vida sino también como signo de gratitud por lo mucho que he recibido de ellos. Hoy, dos años y medio después de la inauguración de «El Manicomio Global», he adquirido el gustoso compromiso de dedicar algunas horas semanales a estudiar un tema, confirmar o ampliar las fuentes de información y volcar el resultado en un lenguaje que no sólo incluya a quienes de un modo u otro se identifican con el psicoanálisis, sino que pueda convocar el interés y la lectura de gentes movidas por inquietudes y ocupaciones diversas.
El conjunto de pequeñas historias no ha pasado a este libro en su orden cronológico originario, sino que las he repartido en nueve unidades temáticas. Muchas de esas historias bien podrían haberse incluido en otra clasificación, y algunas pertenecen a más de una de dichas unidades. Pero en términos generales creo que la distribución les hace justicia y le permite al lector modular el ritmo y la temporalidad que considere de su agrado.
Como el título de mi perfil lo indica, todo lo que podrá encontrarse en esta colección se rige por el principio de que la locura no es un acto fallido en el proceso de fabricación de un sujeto, sino que forma parte de todos y cada uno de nosotros. Como humanos nos hemos ingeniado desde hace miles de años para «sobrevivir a nuestra propia locura», como el título de un relato de Kenzaburō Ōe. Esa locura no es precisamente inofensiva, pero en ella habitamos y con ella seguiremos batallando hasta el fin de los tiempos.
No es nada sencillo reflexionar sobre los síntomas singulares y colectivos, incluso aunque uno sea un psicoanalista, sin acercarse peligrosamente al borde del juicio moral, que casi siempre es un prejuicio, es decir, un residuo irresuelto del fantasma inconsciente. Por lo tanto, y como se lee en las etiquetas de algunos alimentos, estos breves textos pueden contener trazas de fantasma y restos de síntoma, puesto que todos ellos se elaboran en la misma factoría, es decir, en alguna misteriosa región del hablanteser que soy. Lo advierto para que a nadie tome por sorpresa si algún tramo de la lectura le produce una reacción alérgica que espero sea pasajera y sin consecuencias importantes.
Por último, quiero expresar mi agradecimiento por la paciencia y fidelidad con las que tantas personas leen cada domingo los posts y me envían sus comentarios. Ellas son una parte fundamental de «El Manicomio Global», y su apoyo sigue siendo decisivo para que mantenga sus puertas abiertas.
Madrid
Enero de 2021
I El psicoanálisis y la máquina de abrir cabezas
27-7-18
«Soledades inevitables»
Existen ciertas prácticas que requieren la soledad. La lectura es un buen ejemplo, y en su libro El último lector, Ricardo Piglia lo explica con gran maestría. Del mismo modo, la soledad es condición absoluta del acto de escribir. «Nunca puede estar uno lo bastante solo cuando escribe...», anota Kafka en su carta a Felice Bauer del 14 de enero de 1913. Y Piglia insiste: «De hecho, hay una relación formal entre la lectura y la isla desierta. Robinson es el modelo perfecto de lector aislado. La subjetividad plena se realiza en el aislamiento, y la lectura es su metáfora. El lector ideal es el que está fuera de la sociedad».
A pesar de algunas excepciones (y de los divertidos juegos dadaístas) la literatura —al igual que las restantes manifestaciones del arte— exige la soledad y el aislamiento, aun si en el corazón del escritor palpita el anhelo joyceano de perdurar en la eternidad del Otro. El análisis, como la lectura o la escritura, suspende a priori las exigencias de la realidad, se desentiende de toda utilidad (pública o privada) y sólo así puede captarse el sentido de la cura, a menos que estemos dispuestos a remasterizarnos para tener nuestra oportunidad en el mercado delcoaching. El propio analizante agradece hallarse, una o dos veces por semana, un rato a solas con su inconsciente, aunque para ello tenga que dar un pequeño rodeo por la transferencia.
En mi cuento La frontera, el protagonista está solo y lee sentado a la luz de la lámpara los signos de una memoria. Debe hacerlo solo, porque lo que se dispone a realizar no admite compañía. Analizar, leer, escribir, solicitan un aislamiento, un cierto resguardo frente a las leyes del mundo. Por lo visto, incluso a los psicoanalistas nos resulta difícil escapar a esas leyes y a la forma en la que la nueva modernidad las declina: rapidez, eficacia y transparencia.
29-7-18
«Otra cura»
Tal vez la pregunta por la sumisión y la indiferencia ciudadana a los atropellos de la globalización merezca una respuesta que pueda ir más allá de la explicación fácil. La servidumbrees gozosa, y la única reacción es hasta ahora esa forma pervertida de la rebelión que consiste en asumir la posición victimista. Richard Morgan ha puesto de relieve lo que denomina «la industria de los derechos», destinada a fomentar la maquinaria de la victimización, esa «forma fraudulenta del privilegio», según las palabras irónicas de Pascal Bruckner. La víctima es la contracara del sujeto narcotizado en el goce de la ignorancia, infantilizado en esa realidad poblada de música, de imágenes, de colores, que lo acompaña y lo envuelve en todas partes: en el trabajo y en el ocio, en la vida pública y en la intimidad. Todos somos niños abusados, una figura que poco a poco se convierte en una de las representaciones favoritas, y en la que se escamotea la satisfacción perversa que de ello se obtiene. El mal no se agota en los agentes externos que nos atormentan. Existe también dentro de nosotros mismos, y se convierte en el mejor aliado de un sistema que se perpetúa con la complicidad de todos. Desde luego, no se trata de promover un discurso del ascetismo, de la renuncia a los bienes, ni de un retorno bucólico a la naturaleza, discurso que constituye una de las tantas diversiones que el capitalismo asume como perfectamente compatible con sus propósitos. De eso también puede hacerse una industria. Se trata más bien de despertar del vano narcisismo de la felicidad, de abjurar de los falsos científicos que nos la ofrecen a cucharadas, de emplear la técnica al servicio de la vida y no al revés, de sobreponerse a la tentación del hedonismo perpetuo, a la impostura de la plenitud. Ése es el sentido ético de la cura, entendida no desde la perspectiva médica que procura devolvernos a la normalidad sino, por el contrario, como reencuentro con nuestra diferencia absoluta, con lo que se aparta de la norma, con lo que no hace masa ni totalidad, con lo que se sustrae a la inercia del discurso corriente, ese discurso que corre en dirección de la banalidad, de la estupidez, de la debilidad moral. Reencuentro con lo que nos hace excepcionales, sin que de ello se derive una excepción ni un privilegio, ni una justificación para rechazar toda deuda. Sólo así, liberados del espejismo fabricado por la connivencia entre nuestros sueños infantiles y los profetas que anuncian su realización, estaremos en condiciones de abrir mejor los ojos al mundo que nos rodea, de leer entre las líneas de los mensajes que nos atraviesan, de no sucumbir a la tentación de buscar en una nueva y oscura autoridad salvadora, la redención de los males que se precipitan cuando las noticias nos anuncian que la vida ha dejado de ser una fiesta.
22-8-18
«Lo trágico, hoy»
Para Lacan, el hombre moderno es alguien que ha perdido el sentido de la tragedia. Esto no significa, por supuesto, que la existencia actual del ser hablante no esté atravesada por la tragedia, ni que la civilización haya alcanzado un estado de bienestar que supera al precedente, ni que el sufrimiento no siga siendo uno de los principales ingredientes de la condición humana. Significa, más bien, que de todo ello el hombre moderno comienza a perder el sentido, es decir, comienza a dejar de leer en el dolor los signos de la verdad. Significa que el hombre moderno ha dejado de concebir una distancia entre su facticidad y las posibilidades de realización de sus sueños, porque la civilización actual no sólo no le exige una renuncia, sino que le inocula la convicción de que la felicidad está al alcance de cualquiera.
¿Qué era, para los antiguos, la tragedia? Era, ante todo, una lección de humildad. Era la aceptación de que el sentido de la vida humana, incluso el de la historia, estaba gobernado por fuerzas que no dependían enteramente de la voluntad ni del empeño del hombre, superado por la acción de un destino que los dioses imponían de modo inevitable. «Conócete a ti mismo», el célebre imperativo moral que auspiciaba el templo de Delfos, es la fórmula de la sabiduría, que no consistía en otra cosa que estar dispuesto a realizar el destino hasta su final. La grandeza de los griegos, aquéllos en los que se fundó la civilización que hoy llega a su ocaso, consistió en saber que el poder del hombre es a la vez infinitamente más pequeño y más grande que su destino.
Cuán distinto nos resulta hoy en día el mundo, cuando comprobamos que los dioses han huido de los templos, de las fuentes y de las estatuas. El destino, es decir el mensaje del más allá, de aquel Otro lugar que obligaba al hombre de la Antigüedad a interrogarse por la verdad, es actualmente una preocupación vana, un pasatiempo de horóscopos y loterías de rascar. El destino ha sido reemplazado por un presente continuo, en el que sólo se nos invita a no perder la eterna oportunidad de ser dichosos. Porque ya ni siquiera la anatomía es el destino, diríamos hoy en día corrigiendo la convicción de Napoleón Bonaparte, puesto que la anatomía también forma parte de la lista de bienes de consumo ofrecidos al capricho del sujeto.
Ésa es la razón por la que Lacan, a diferencia de Freud, tuvo la intuición de que el nuevo paradigma de la subjetividad debía pensarse en referencia a la psicosis. Todo el esfuerzo de su enseñanza confluye hacia una conclusión final que cuestiona la raíz misma de nuestros principios clínicos y epistémicos. La conclusión es que la esencia del hombre moderno es la ausencia de pregunta. En el lugar de la pregunta, la respuesta se anticipa bajo la forma de una certeza que cierra la puerta al inconsciente. El inconsciente es la distancia que existe entre nuestros actos y nuestra comprensión de su sentido. Esa distancia, que en el hombre freudiano constituía el núcleo de su conciencia desdichada y lo impulsaba a rescatar el imperativo délfico en la forma renovada del análisis, está a punto de cerrarse. Es por ese motivo que la psicosis, en singular,más allá de sus variaciones que pluralizan la forma en que se presentan ante la mirada del clínico, es a partir de ahora el modelo del hombre. Y es por ese motivo que Lacan, misteriosamente, predijo que la psicosis es la normalidad, es decir, la norma. Porque la normalidad, la normalidad como triunfo absoluto de la cosmovisión que rige la era actual, ya no es sólo el resultado de una construcción ideológica, sino también el producto de una verificación empírica: el hombre va dejando de creer en su síntoma, va dejando de suponer que el síntoma tiene algo que decir.
28-8-18
«Sobre el valor erótico del dinero»
Si el saber popular ha bautizado el dinero como «el excremento del Diablo», la astucia de Lutero (a quien sus deposiciones inspiraron la Reforma, según cuentan los biógrafos) consistió en arrebatarle el dinero al Demonio y hacerlo bendecir por Dios. Con ello dio luz verde al capitalismo, que no por nada va mucho mejor con el pragmatismo protestante que con las memeces de los católicos, los cuales aún hoy siguen avergonzándose por hacer lo mismo que los otros.
Con el esfínter anal se puede obrar como con el gasto público: abrirlo o contraerlo. Del mismo modo que el erotismo anal keynesiano se opone al friedmaniano, hay quienes gozan de gastar así como otros encuentran su placer más exquisito en retener. Esto último demuestra que la idea habitual de que el dinero sólo existe en función de aquello que puede comprar, es absolutamente falsa. El dinero puede proporcionar un goce por sí mismo, por el mero hecho de su retención y acumulación.
Mucha gente tiene el prejuicio de que psicoanalizarse es cosa de ricos y se equivocan de cabo a rabo. En primer lugar, porque esta idea es propia de quienes desconocen por completo la psicología del rico: los ricos no pagan. No es que no paguen sus sesiones de psicoanálisis, es que sencillamente no pagan nada. Ésa es, ni más ni menos, que la posición del rico: no pagar ningún precio. Por ese motivo, resulta un contrasentido pretender que paguen más impuestos. Si lo hiciesen ya no serían ellos mismos, los ricos, aunque la fortuna siguiera saliéndoseles por las orejas. Es muy poco frecuente que un rico se psicoanalice: no suele estar dispuesto a pagar el precio que supone saber. Prefiere contratar a otros para que se encarguen del saber que él no está dispuesto a asumir.
En segundo lugar, si usted quiere saber algo de sí mismo, algo de su verdad más íntima, tendrá que estar dispuesto a ceder algo, y si no quiere saber nada, posiblemente pagará un precio bastante más caro. Es por esa razón que la terapia analítica se paga. Desde luego, el monto será variable según las posibilidades de cada uno. Un verdadero analista jamás dejará en la puerta a alguien que muestre un deseo decidido de querer saber. Pagar por ello no sólo es la prueba de su compromiso, sino la metáfora de aquello de lo que debe desprenderse a fin de conquistar algo mejor para su propia vida. Alrededor de este gesto simbólico veremos desarrollarse los comportamientos más asombrosos: el sacrificio, la mezquindad, el ocultamiento, la exhibición, la generosidad. En suma: toda una amplia gama de pasiones humanas se pondrán en juego a la hora de meter la mano en el bolsillo.
«Agarrado» o «desprendido», el sujeto siempre muestra algo de su propia intimidad cuando se refiere al dinero, y la sesión analítica es un banco de pruebas incomparable para estudiar lo que la economía no alcanzará nunca a descifrar: la sustancia secreta e impura de lo que mueve el mundo.
14-10-18
«Lo imperdonable del psicoanalista»
Cuando propuse que el libro escrito con el profesor Bauman llevase por título El retorno del péndulo fue porque esas palabras, sugeridas en su correo del 23-08-12, llamaron poderosamente mi atención. Sabio es aquél que sabe leer en las entrelíneas del discurso social no sólo lo que ocurre en el presente sino también lo que se avecina. Tras años de emplearse a fondo en el análisis de la licuefacción de los semblantes, Bauman advirtió que vendría el contragolpe de lo sólido bajo la forma del padre atroz. En esa fecha, la era Trump todavía no podía imaginarse, mucho menos la grave amenaza que se cierne hoy sobre Brasil.
Algunos psicoanalistas, basándose en muy buenos argumentos, habían llegado a postular que el tiempo de la psicología de las masas pertenecía al pasado y que ahora los lazos sociales se organizaban mediante una lógica diferente, basada en identificaciones transversales. Tal vez demasiado confiados en que la transmisión reticular horizontal de la información y de los vínculos podría auspiciar una colectividad descentralizada, sin la clásica figura del líder, o tal vez olvidándose que el goce jamás se acomoda al paso de las transformaciones sociales. Después de todo, no es indispensable una ideología para ser racista: la dinámica del goce puede ser suficiente.
Colegas de Brasil aconsejan que en las redes sociales no se escriba el nombre del personaje, por cuanto un supuesto algoritmo de Facebook y Twitter reacciona ante ese significante generando automáticamente bots que propagan su discurso y refuerzan su presencia. Ignoro si esto es cierto, pero por las dudas me referiré a él como la Cosa (no precisamente «a mais linda do mundo», como cantaba el inolvidable Vinicius), lo innombrable. La Cosa retorna, de la peor manera en la que el Padre puede volver cuando hemos creído que lo arrojábamos por la ventana. Error que resulta de pensar que lo que una cura analítica a veces conquista es extrapolable a la experiencia colectiva.
Nuestra Asociación Mundial de Psicoanálisis no exige de sus miembros una determinada filiación política. Se espera de ellos, sin embargo, que participen de un mínimo consenso: el reconocimiento de que la ética del discurso analítico es incompatible con las prédicas que atacan el corazón mismo de todo aquello que es indisociable de la dignidad del ser hablante: el amor, el respeto a los semblantes, el derecho a la diferencia, al síntoma y a la palabra. En esta hora crucial, el argumento de que votar a la Cosa no es necesariamente apoyar su proyecto sino oponerse a «los otros», es mucho más que una afirmación falaz: es una posición infame, imperdonable en todo contexto y que por lo tanto nuestra Escuela —comoninguna otra institución psicoanalítica— podría admitir jamás. El error clínico es siempre inevitable. La dimisión ética es inadmisible.
11-11-18
«Lo que el psicoanálisis atrapa»
Carece de todo interés especular si los creadores de las mastodónticas compañías de comunicación obran de buena fe, si verdaderamente se creen el mensaje naive que transmiten (poner todo su empeño en contribuir a «un mundo mejor») o si por el contrario los mueve una codicia desenfrenada, tanto en el terreno del poder económico como en el de construir un relato ideológico hegemónico: la tecnología como instrumento capaz de resolver todos los impasses de la civilización. Muchos psicoanalistas cometen un gravísimo error al establecer juicios morales acerca de las tecnologías. Nuestra posición no consiste en alertar sobre los peligros a los que nos enfrentamos y que ya son noticia cotidiana. De eso se ocupan muchos movimientos encabezados por filósofos, sociólogos, ingenieros, futuristas y pensadores en general. Lo que nos interesa de modo particular es comprender los efectos sintomáticos que se presentan a nuestra escucha, a sabiendas de que cualquier política educativa en materia de uso, restricción o permisividad de las redes sociales es completamente ajena al discurso analítico. Las tecnologíasno han «fabricado» el odio, la pornografía, la difamación, los ataques cibernéticos, y tantas otras derivaciones «indeseables» respecto de las infinitas posibilidades con las que contamos en la actualidad. Son el vehículo de todas las pasiones que afectan al ser hablante, las mismas que existen desde que podemos reconocer la huella del homo sapiens en la historia. No está en nuestras manos (como posiblemente en las de nadie), ni forma parte de nuestra ética, intentar cambiar el curso de la evolución tecnológica. Somos, en cambio, los depositarios de aquello que cae, el desecho que el engranaje desprende y también de esa pequeña cosa que puede introducirse de modo subrepticio y provocar una alteración dramática en el funcionamiento del engranaje. Dicho en otros términos, al operar sobre lo real las tecnologías actúan como desencadenantes de ese otro real específico al que el psicoanálisis se dirige y que se manifiesta indefectiblemente a través del síntoma: ese real desencajado del saber que no había sido previsto por los genios de Silicon Valley. Ese real por el que todas las semanas piden perdón…
16-12-18
«Familierías»
Ninguna ideología, ni de derechas ni de izquierdas, ninguno de los experimentos y las utopías que intentaron cambiar la estructura de la familia, lograron siquiera conmoverla. Hubo que esperar la llegada de los avances de la biotecnología para que la estructura familiar, al menos en su presentación formal, comenzase a sufrir algunas variaciones que afectan en verdad tan sólo a un porcentaje infinitesimal de la población del planeta. En las tres cuartas partes de la Tierra viven familias regidas por estructuras ancestrales y en el llamado Primer Mundo —odiosa expresión que me permito emplear para dejar claro el sector al que me refiero— el modelo parental clásico sigue siendo la norma más corriente. Esta observación está destinada simplemente a evitar la idea de que nos hallamos frente a una mutación extraordinaria de la familia, cuando ni siquiera es así desde el punto de vista antropológico ni sociológico. Bien es cierto que ese mismo Primer Mundo conoce un porcentaje elevado de desestructuración familiar, pero que resulta de condicionantes más bien ajenos a los tan repetidos anuncios de una crisis de la familia.
M. es una mujer joven, atractiva, que trabaja en su profesión de manera independiente. Como muchas mujeres que se aproximan a la edad límite de la fecundidad, decidió ser madre aun sin tener una pareja estable. No lo hizo al azar, sino que en su catálogo sentimental eligió al hombre con el que había tenido un compromiso importante y que reunía para ella las mejores condiciones. Él vive en otro país y aunque no ha asumido formalmente ningún vínculo con el niño que ha nacido, lo visita de vez en cuando y mantiene un trato de cordialidad con la madre. El padre de M., que no ha privado a su hija de nada, oficia de padre sustitutivo, asumiendo para su hija el rol de una potencia que se ejerce en varios sentidos, especialmente económico. Él mantiene todo. M. es una madre felizy una mujer insatisfecha. Su hijo presenta una neurosis perfectamente razonable y corriente para su edad, aunque no se descarta que en algún futuro pueda requerir un análisis, como sucederá con otros niños, hijos de parejas más o menos clásicas.
La madre de H. la tuvo con un hombre que fue su marido durante varios años, hasta que descubrió que en realidad le gustaban las mujeres. Formó una pareja homosexual que dura desde entonces. A H. no le cae en gracia la pareja de su madre, como tampoco le cae a J. la de su padre, que es una mujer. H. y J. no se conocen de nada, pero al igual que miles de hijos de padres separados, profesan una auténtica antipatía hacia la pareja de alguno de sus progenitores, a veces de ambos, sean homo o hetero. H. y J. se analizan, y sus respectivas neurosis no difieren de las que padecen los hijos de padres no separados.
La familia de Michael Jackson poseía una estructura clásica, pero un padre monstruoso. La psicosis del célebre artista fue explicada por él mismo en una extraordinaria entrevista realizada por Martin Bashir. El cantante tuvo dos hijos con Debbie Rowe, la enfermera de su dermatólogo, mediante inseminación artificial. Su tercer hijo fue concebido con una madre de alquiler y se lo conoció por su apodo «Blanket» («manta», en inglés) debido a que su padre lo cubría para evitar que lo fotografiasen. Una familia de composición tradicional dio origen a un psicótico extraordinario. Un psicótico extraordinario formó una familia monoparental cuyos efectos en la progenie son diversos, los mismos que podrían observarse en cualquier otra modalidad de orden familiar. Es apasionante comprobar que los cambios formales en la subjetividad de la época no necesariamente conmueven los fundamentos inconscientes del ser hablante. Todo está cambiando aceleradamente, y al mismo tiempo seguimos siendo un trazo, una marca, una huella sin contenido que se repite en la diacronía de la historia.
28-11-18
«Sobre el deseo de vivir»
Este pasado fin de semana en Barcelona escuché varios testimonios de colegas que transmitieron su paso por la experiencia del análisis. Un testimonio analítico es un asunto muy difícil. Es un relato en el que cada uno debe encontrar su modo de articular una elaboración teórica y a la vez hacer pasar a la audiencia algo esencial: la verosimilitud de su propia experiencia, que no sólo depende de la mayor o menor dosis de saber obtenido. Se trata, a fin de cuentas, de una historia. La historia de una vida, y también de la posibilidad que el psicoanálisis le da a un sujeto para que intente reescribirla. Que el pasado no puede cambiarse es una creencia que el psicoanálisis desmiente. Algunas historias lo demuestran. Una de ellas atrajo particularmente mi atención porque me hizo sentir, una vez más, la sospecha de que un análisis llega a su fin cuando se alcanza el misterio primero y último, aquél cuya fórmula no puede saberse. Hablamos constantemente de la pulsión de muerte, tal vez el concepto más dramático e imperdonable que Freud alcanzó en su tremenda indagación. Pero no debemos dejar de lado que también afirmó la existencia de Eros, el deseo de vivir. ¿Cuál es la causa del deseo de vivir? Allí nos acercamos al verdadero límite, a la hiancia más originaria entre causa y efecto. No hay respuesta para ello. Más aún, creo que no debe forzarse. Hay algo insondable en el ser, eso que el psicoanálisis preserva frente a la voluntad de aquellos discursos que se atropellan para dar todas las respuestas y silenciar todas las preguntas. El deseo de vivir es la elección más asombrosa de la condición humana. Un deseo que se abre camino en circunstanciasinimaginables y que —como otros dones— se tiene o no se tiene. El análisis puede servirse de él, pero no puede inventarlo.
26-5-19
«¿De dónde sale toda esa tristeza?»
Existe una ciencia mayoritariamente noble y otra que es una porquería. Aunque esta segunda es minoritaria, por desgracia goza de una perniciosa difusión mediática. No soy yo quien lo dice, y menos en estos términos, sino el doctor Scott Alexander, un prestigioso psiquiatra americano que acaba de publicar un artículo demoledor sobre la falsedad de innumerables estudios genéticos (https://slatestarcodex.com/2019/05/07/5-httlpr-a-pointed-review/?fbclid=IwAR0QJp_47oC_zRhoJh57Eyxdrr9Hh5DxHWE2PogTLNSokyWAPxPxwOpBZB0). ¿El motivo de su indignación? Las conclusiones a las que ha llegado un estudio realizado por un equipo multidisciplinar dirigido por el doctor Richard Border, donde se demuestra que no existe la más mínima base para atribuir una causalidad genética a la depresión (https://www.psychologicalscience.org/news/psychologys-replication-crisis-is-running-out-of-excuses.html?fbclid=IwAR1YzltOisGoR33E0y9AlQ6IDYYKnOf-S4LlGfopLh5BXvW3Ov0gFCthX4M). El doctor Alexander lo expresa con una metáfora muy sugerente: en los últimos veinte años un buen número de genetistas han descrito el comportamiento del unicornio, sus costumbres, su composición anatómica y su estructura celular. El único problema es que el unicornio no existe. Pero cuando ciertos científicos se proponen hallar algo, observa Alexander, podemos estar seguros de que lo van a encontrar. Ahora, una buena parte de la comunidad científica se lleva las manos a la cabeza, preguntándose cómo pueden haberse invertido miles de millones de dólares y publicado infinitas páginas sobre castillos en el aire. La razón de semejante desatino es múltiple y compleja, pero uno de los factores más influyentes es la presión que se ejerce sobre los científicos para que aumenten el número de publicaciones, aun a costa de su calidad. La creciente dependencia del mundo científico y académico de los fondos privados trae una consecuencia inevitable: que el capital mande y determine la orientación del saber. El estudio publicado por el doctor Border ha puesto además de relieve un temblor de fondo que sacude las investigaciones de la psicología denominada «científica»: su fracaso en la capacidad para reproducir experimentalmente los fenómenos que estudia, precisamente uno de los argumentos que más se emplean para combatir la legitimidad del psicoanálisis (https://www.psychologicalscience.org/news/psychologys-replication-crisis-is-running-out-of-excuses.html?fbclid=IwAR3ibtriBZAyMpWbd1UmzrIfHYG4t2HKHlxxM5prsBF1rMSCB4LFMeOvas). Ahora empezamos a ver con un poco más de claridad que no todo lo que reluce es ciencia. Al menos en este caso concreto de la depresión el resultado del partido es rotundo: Psicoanálisis 1; Genética 0.
23-6-19
«Habrá más penas. Olvidos no»
Resulta en apariencia paradójico que el psicoanálisis, un discurso que ha arrojado tanta luz sobre la infancia, no posea una definición sobre lo que significa ser un niño. La razón es que el psicoanálisis no es una psicología evolutiva, y por lo tanto no estudia la infancia desde el punto de vista de la maduración afectiva e intelectual. Cuando Freud afirmó que el inconsciente es atemporal, nos dio a entender que la infancia está allí, para siempre, indiferente a la medida del espacio-tiempo. El inconsciente es a la vez una memoria y la posibilidad del olvido. La noción histórica de infancia es una invención moderna, el resultado de una construcción discursiva y no de un hecho natural. Hasta entonces, los niños eran simplemente adultos inacabados, y por lo tanto no requerían una consideración especial. Las asombrosas conquistas en el terreno de la Inteligencia Artificial nublan la visión de un problema cuya gravedad es cada vez más inquietante, aunque una derecha oscura quiera ocultarlo y una izquierda imprudente pase de largo. En el mundo real, el olvido y el perdón son opciones que aún existen. Pero eso no sucede en el mundo digital, donde las herramientas de la IA acumulan un número infinito de datos, los procesan, los elaboran, y extraen consecuencias que a menudo escapan al control de quienes han creado esos instrumentos. Cada uno de los clics que realizamos al día (es decir, centenares) deja un rastro, una huella. La IA configura con todos ellos una biografía personal que contiene nuestras apetencias, nuestra intimidad sexual, y hasta el paisaje imaginario de nuestros fantasmas. Si los seres hablantes en el fondo sólo gozan y no quieren saber nada, las máquinas quieren saberlo todo y no gozan de nada. ¿Cuál es el problema? Que la máquina es acéfala, y que los algoritmos no establecen ninguna barrera entre un niño y un adulto. ¿Qué supone el hecho de que los clics realizados por los niños se acumulen en la Memoria Virtual Infinita, donde el olvido no rige? Significa, por ejemplo, que los errores, los tropiezos, las transgresiones o cualquier clase de conducta «inapropiada» quedarán por siempre registrados, y en el futuro computarán como parte del perfil de aquél que se ha convertido en adulto. En la vida real, un niño puede ser perdonado por haber sustraído dinero del bolso de su madre. Son cosas que se olvidan. Pero en el universo de la IA, nada se olvida ni perdona. En el año 2012 un padre se dirigió enfurecido a un punto de venta de la cadena americana de supermercados Target, exigiendo una explicación de por qué su hija de 15 años recibía constantemente mensajes con anuncios de cochecitos, biberones y otros productos para bebés. «¿Estáis empujando a mi hija a que se quede embarazada?», bramaba el hombre. El empleado que lo atendió no atinaba a comprender lo que le estaban diciendo. Días después, el padre regresó para disculparse: en efecto, su hija estaba embarazada. Andrew Pole, ingeniero informático que trabajaba para Target, había diseñado un modelo de predicción de embarazo basado en lo que las mujeres miraban y compraban en la web. La Memoria Virtual Infinita guarda para siempre el dato de esa joven. A la IA le resulta indiferente lo que a la chica le haya ocurrido. Sólo le interesa en tanto sujeto consumidor. Sin embargo, algunos años más tarde, al solicitar una beca, un puesto de trabajo, un préstamo bancario, o una póliza de seguro, es probable que ese dato cuente, y no exactamente de manera favorable. Quizás el Nuevo Otro (que existe y de manera bien sólida, aunque esté fabricado con la materia ingrávida de los algoritmos) nunca pueda saberlo todo, pero cada vez sabe más. Por supuesto, usted puede ignorar todo esto y creer que se trata de un cuento de ciencia ficción, una teoría conspiranoica, una falsa alarma. Tal vez. O tal vez usted esté embarazada y no lo sepa.
7-7-19
«Cuidado con las palabras: el viento no se las lleva»
El lenguaje no es un medio que sirve a determinados fines. Es un fin en sí mismo, algo que interesa al poder, y no ha existido ningún período histórico en que el poder no librase su batalla por el dominio del campo del lenguaje. Quien conquista el lenguaje (o cree conquistarlo) tal vez haya ganado la batalla principal. Para Freud las palabras eran la condición de los hechos, y conocemos bien su sentencia: «Se empieza por renunciar a las palabras, y se acaba por renunciar a los hechos». Victor Klemperer, en su terrible y lúcido estudio sobre la lengua del Tercer Reich, mostró con absoluta contundencia a dónde condujo una operación destinada a apoderarse del lenguaje, a despojarlo de su poética, a rebajar su polifonía, a privarlo de su capacidad para marcar de modo singular la subjetividad hasta convertirlo en un ruido de furia, en un clamor universalizante que hace vibrar a las masas y las deshumaniza por completo. Uno de los recursos fundamentales es la descontextualización y la abreviación. La brevedad del mensaje es decisiva para lograr el objetivo de pudrir el lenguaje y transformarlo en una maquinaria de matar. Peter Wehner, en su ensayo The Death of Politics («La muerte de la política») muestra que la más grave contaminación del presente no es la que infecta la tierra, las aguas y los cielos, sino la polución de las palabras. Esa polución se puede analizar en sus dos tiempos, que no son cronológicos sino que obedecen a una secuencia lógica. En primer lugar, la perversión del mensaje.En la actualidad, Twitter es la herramienta perfecta para ello. Pocas palabras, pero que contengan la mayor carga de degradación posible, respaldadas por la convicción de que el emisor no hace más que reproducir lo que el receptor quiere oír. Es el método Trump: dice lo que todo el mundo piensa y no se atreve a expresar. ¿Usted se ha callado durante años porque la corrección política le ha cerrado la boca? Ya no es preciso callar más, porque la libertad del líder se contagia hacia abajo. Ahora todos podemos decir lo que pensamos porque es lo que él piensa, y lo que él piensa es lo que todos pensamos. En segundo lugar, se trata de intervenir sobre el código. Para ello, el truco consiste en vaciar el mensaje de todo significado mediante la reducción al absurdo. Albert Rivera, el líder de Ciudadanos, se está convirtiendo en un experto. Acaba de asegurar en un mitin que su partido gobierna en «400 capitales» de España (país queposee una sola capital nacional —como todos— y 19 capitales de provincia). En esta segunda fase lo importante no es el mensaje, sino atreverse a expresar cualquier cosa, por más inaudita, fraudulenta o contraria a los hechos. Hacerlo todo el tiempo, sin cesar, y lograr así tal aturdimiento significativo que la debilidad mental del ser hablante domine la vida cotidiana. Cuando eso se obtiene, se alcanza el verdadero poder. El poder de desconectar todo enunciado de la verdad fáctica, lo que significa que a nadie le importe nada aunque sepa muy bien que lo que está escuchando es una falacia o una mentira descarada. El poder de normalizar lo aberrante, que es superior al poder de Dios, sólo se consigue mediante la apropiación del lenguaje. Cuando se dispone de ese poder —y no existe ninguno que lo supere, porque a los pueblos no se los puede someter sólo mediante la amenaza física, como lo demostró Hannah Arendt— entonces se tienen todos los demás. Es por esa razón que el primer asalto debe llevarse a cabo sobre el campo de las palabras. Hasta Stalin, que era un campesino iletrado, comprendió eso con su instinto político. El odio y la agresividad se han vuelto indispensables en la política, al punto de que amenazar, insultar y burlarse de los valores «femeninos» tales como la compasión y la solidaridad es un recurso que aumenta la popularidad. El psicoanálisis y el decir poético tienen la enorme responsabilidad de organizar la Resistencia contra la toma del lenguaje, porqueesa tarea ya no podemos esperarla de ningún partido.
21-7-19
«Un horóscopo científico»
Es cada vez más imperiosa la necesidad de asegurar la presencia y la función del psicoanálisis en la sociedad posmoderna. Durante un siglo nos hemos servido de nuestro estatuto extraterritorial para ejercer una praxis que se mantuvo así alejada tanto de los intereses como de las preocupaciones del Estado. Esa splendid isolation respecto de los poderes oficiales fue posible, en parte, gracias a un modelo de Estado que respetaba una distinción entre lo público y lo privado, dejando un cierto margen de libertad y autogestión a este segundo ámbito. Pero en las últimas décadas, y como consecuencia de un nuevo giro en la revolución científico-técnica, el discurso capitalista dispone de instrumentos renovados que permiten diseñar un modelo de Estado diferente, un Estado en el que se anula la frontera entre lo público y lo privado, porque hoy lo privado se ha apoderado de la esfera de lo público. Por una parte, el imperativo «¡Todo a la vista!» crea un estilo de vida, de trabajo y de ocio, donde el exhibicionismo y a menudo la obscenidad se convierten en las reglas favoritas del juego social. Por otra, los intereses del mercado imponen, más allá de la derecha o de la izquierda, una ideología del cálculo y la medida que no sólo no se conforma con evaluar los rendimientos del trabajo y la producción, sino que pretende también administrar y cuantificar los recursos de la subjetividad, incluso en sus aspectos más íntimos.
Tomemos un ejemplo. Una prestigiosa universidad de Seattle anunció haber encontrado la fórmula matemática del divorcio. ¿Qué significa esto? Que analizando el comportamiento, el discurso, y la gestualidad de una pareja que dialoga sobre temas fundamentales —matrimonio, hijos, convivencia, etc.—, es posible trasladar todos estos parámetros a un lenguaje matemático y obtener una cifra de la probabilidad futura que esa pareja tendría de divorciarse. No estoy muy seguro de querer saber la fórmula de nada acerca de mi futuro, pero sí estoy convencido de que es necesario contraatacar. Porque lo más importante de toda esta ideología de la evaluación, la medida, el cálculo, la predicción, es que se pretende hacer pasar por científico lo que no es más que pura superchería. Como durante décadas hemos sido acusados de realizar una praxis que no poseía una evidencia científica, ha llegado la hora de que seamos nosotros quienes descorramos el velo de toda esta falsa ciencia, de cartas astrales validadas por charlatanes de ferias universitarias, de estafas disfrazadas con los semblantes de la racionalidad y que desprestigian la nobleza de la ciencia verdadera.
Hace furor una aplicación que le confiere a la foto actual de una persona el aspecto que su rostro tendrá en la ancianidad. Los inventores son rusos, lo que ha dado pie a toda clase de delirios sobre el uso que Putin hará de ese material fotográfico. Pero más allá de la conspiranoia, resulta interesante preguntarse por el éxito de esta especie de reverso a lo Dorian Gray del Photoshop. Todo el mundo hace lo que sea para verse más joven, y he aquí que de pronto queremos mirar el rostro de lo que inexorablemente seremos (si ya no lo somos) a pesar de toda la inmortalidad que los profetas nos auguran. Tal vez, en el medio de la Gran Hipnosis a la que estamos conectados, queremos un atisbo pasajero de realidad, una entrevisión fugaz de lo que sería el despertar al futuro tal como lo sospechamos, y al mismo tiempo una pequeña dosis de garantía imaginaria de que para entonces seguiremos vivos.
Ya no estamos en la época en la que el psicoanálisis era cuestionado por atentar contra la moral reinante. Nuestra teoría sobre Edipo y la sexualidad no asombran más a nadie, mucho menos a los tecnócratas que diagraman un refinado aparato de control social. La libido no exaspera hoy en día por su carácter sexual, sino porque es incuantificable. La libido como energía que no admite la medida es una metáfora grandiosa, grandiosa porque es formulada por Freud como un oxímoron, una incongruencia conceptual en la que se condensa toda la potencia subversiva del discurso analítico y que nos recuerda que la contingencia es otro nombre de la castración. Creoque el acto analítico mismo es tributario de esta grandiosa metáfora, esta creación salida del rayo luminoso de Freud que, valiéndose del lenguaje de la ciencia, inventa una práctica que sigue haciendo fruncir el ceño del Amo.
15-9-19
«La casualidad de vivir»
Ahora que se han cumplido 18 años del atentado a las Torres Gemelas, leo The Only Plane in the Sky: An Oral History of 9/11 («El único avión en el cielo: una historia oral del 11S»), un libro conmovedor de Garrett M. Graff. El atentado no ha sido la tragedia más importante de la historia, ni mucho menos. El número de víctimas fue inmenso y a la vez ínfimo en comparación, por ejemplo, con los miles y miles de muertos en atentados en todas partes del mundo o los que perecen ahogados en las aguas del Mediterráneo. No obstante, el 11 de septiembre ocupa un lugar especial por ser un punto de inflexión en la historia de la humanidad, como lo ha sido el Holocausto, Hiroshima y Nagasaki, Chernóbil, por mencionar tan sólo el último siglo. Desde luego, no pretendo establecer ninguna clase de comparación entre estos acontecimientos. Simplemente los enumero porque, a su manera, cada uno de ellos es el testimonio de un antes y un después. El libro de Graff, que ha recopilado centenares de relatos de quienes lograron sobrevivir aquel día, es fundamentalmente algo que mueve a una reflexión profunda y compleja. Las historias no sólo ponen de manifiesto que la existencia es un fenómeno completamente insensato —algo que hemos sabido siempre— sino que nos aproxima al estremecedor papel que el azar juega en toda vida humana. El azar, eso que de una vez por todas querríamos eliminar de la ecuación, es en definitiva el gran artífice de todo lo que nos acontece. Poco antes de subir a su reunión en la Torre 2, un hombre se encuentra con una compañera de trabajo. Ella, en un guiño femenino, le hace notar que la hermosa corbata que lleva no pega nada bien con la camisa. Él se deja aconsejar, se da media vuelta y regresa al hotel donde se alojaba para cambiarse. Mientras está en su habitación, el infierno se desata. Por su parte, ella acaba de morir en la conflagración. El cocinero jefe del restaurante «Una ventana al mundo», situado en la última planta, sale del metro y se dirige a su puesto de trabajo. Pero unas calles antes se encapricha de unas gafas que ve en un escaparate: una demora de cinco minutos decide su salvación. Sus setenta y dos compañeros mueren. La vida es una sucesión infinita de infinitas decisiones que tomamos sin que podamos advertirlas. Cada milisegundo de un día cotidiano es el encuentro con una bifurcacióny en esa bifurcación sólo se puede ir a la derecha o a la izquierda. ¿Qué haremos? ¿Por qué A y no B? ¿Cómo elegimos? Y dado que no somos nosotros quienes en verdad elegimos, ¿quién elige «en» nosotros? Los antiguos griegos no podían siquiera concebir una pregunta semejante. Sus tres diosaslo tenían todo preparado, de tal modo que uno podía despreocuparse y dedicar la metafísica a otros menesteres. El destino es algo que se creó para alejarnos todo lo posible de ese insondable abismo. Y el colmo ha sido Dios, la única invención humana quejamás habrá de ser superada. La eternidad divina es la expresión de laimposibilidad de renunciar a su función. El azar es un dios demasiado espantoso como para poder aceptarlo. Pero allí está. No pide cosa alguna de nosotros, no exige sacrificios ni ofrendas, y por supuesto no promete absolutamente nada. Es una sombra invisible que lo recorre todo y al que ni siquiera nos hemos atrevido a dotar de una imagen. ¿Quién podría adorarlo? Incluso en el campo científico el debate teológico entre determinismo y azar sigue siendo feroz. Un actor que debía viajar en uno de los aviones secuestrados llega tarde al vuelo. La agencia de turismo ha cometido un error y le envía el horario equivocado. Dalí y Buñuel se divertían pensando cosas tales como: «El futuro padre de Adolf Hitler va camino de su casa. Esa noche habrá de acostarse con su mujer, a la que dejará embarazada de Adolfito. Poco antes de llegar se encuentra con unos amigos, quienes lo invitan a tomar unas cervezas. El hombre duda, pero finalmente acepta. Bebe bastante y regresa tarde. No se acuesta con su mujer. No nace Adolfito». Es una muy mala noticia recibir una carta de despido. Pero una señora la recibió el día anterior al atentado cuando llegó a su puesto en la Torre 1. «¿Quieres llevarte tus cosas ahora —le pregunta la jefa de Recursos Humanos— o prefieres volver mañana, más tranquila?». La empleada duda, pero finalmente se decide: «No, prefiero hacerlo hoy». Al darle al azar la propiedad poética de un dios no hago otra cosa que abordarlo de lejos, porque no es un dios alguno, sino el primero y último de los misterios que carece de explicación, aunque las matemáticas arrojen sus redes probabilísticas para tratar de atraparlo. Toda causalidad es, en última instancia, el esfuerzo de la razón humana por dotar de sentido al gigantesco agujero que desgobierna el Universo. Allí donde creemos ser dueños de nuestro proyecto, la vida se reduce a una aglomeración de azares que nos agitan y nos empujan de un lado al otro y que reinterpretamos siguiendo una clave de lectura donde se manifiesta nuestra marca singular. Pero entretanto —sorprendente e insidiosa torsión de esa ley implacable— un extraño «algoritmo» se introduce contrariando la arbitrariedad de la contingencia. En el interior de ese impredecible y monumental absurdo, algo trabaja silenciosamente trazando un invisible camino que nos conduce sin cesar a repetir una ominosa y desconocida dirección a la que no podemos sustraernos. Pobres criaturas atrapadas en el laberinto del azar y la repetición, consumimos toda clase de ficciones para soportar tanta locura.Sin ellas, no podríamos aguantar demasiada luz.
6-9-20
«Se alquilan padres»
Cuando Megumi era un bebé, su padre desapareció de su vida para siempre. Asako, la madre de Megumi, sufría mucho cuando su hija preguntaba por su padre, porque sabía que la niña se sentía culpable de aquella separación. Cuando Megumi cumplió los 10