Las ciencias inhumanas - Gustavo Dessal - E-Book

Las ciencias inhumanas E-Book

Gustavo Dessal

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Beschreibung

Este libro reúne una serie de textos que denuncian el cientificismo como una operación de domesticación de la vida humana, como un aporte falaz al malestar de la civilización, a las políticas del "malvivir". En la actualidad, no faltan intentos de reducir el amor, el deseo, la pulsión sexual y demás pasiones del ser a mecánicas neuronales y circuitos fisiológicos. Poco importa que semejantes intentos no pasen por ahora de ser meros anuncios periodísticos que diariamente rellenan los intersticios de las catástrofes mundiales. En ninguna publicación faltará el breve informe sobre la universidad de algún estado norteamericano que comunica la buena nueva de haber descubierto, por ejemplo, el mecanismo secreto de por qué los hombres las prefieren rubias o la alteración cromosómica que produce la homosexualidad. Tampoco importa que tales estudios no trasciendan el nivel de la más pura superchería: la sola mención del adjetivo "científico" basta para dotarlos de un aura de legitimidad, una apariencia de verdad. Lo "científico" se ha convertido en un significante capaz de sobrevivir a cualquier fracaso. En términos generales, podemos afirmar que el psicoanálisis se ha limitado a defender sus paradigmas y la efectividad de su práctica frente a los ataques que periódicamente sufrió por parte de distintas disciplinas. Quizá ha llegado el momento de pasar a la ofensiva, y demostrar la inhumanidad de todas aquellas prácticas que contribuyen a lo que Jean-Claude Milner denominó políticas del "malvivir". Compilación de Gustavo Dessal.

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© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: GEBO483

ISBN: 9788424937966

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

PREFACIO

EL FUTURO DEL MYCOPLASMA LABORATORIUM

LA SUBVERSIÓN CONSUMISTA DEL SUJETO

EL CIUDADANO ATÍPICO BAJO LA AMENAZA DEL NUEVO LABORISMO

EL SUJETO EN LOS TIEMPOS DE LA TECNOCIENCIA

ATOLLADEROS DE LA EVALUACIÓN

LA CIENCIA DEL ESTADO Y EL SECRETO DEL PSICOANÁLISIS. ALGUNAS OBSERVACIONES CONTRA CUALQUIER POSIBLE

BIOQUÍMICA NO LACANIANA

UNA - MÁQUINA - ANIMAL

DE LA EVALUACIÓN «CIENTÍFICA» AL RESTO SINGULAR INCONTROLABLE

RELIGIÓN, SEXUALIDAD, FAMILIA, CIENCIA

LEYENDO EL PERIÓDICO EN EL SIGLO XXI

HEISENBERG: UN LAPSUS QUE CAMBIÓ LA HISTORIA

EL MÉDICO: ENTRE LA CIENCIA Y LA FICCIÓN

ACERCA DE LA IMPOSTURA «CIENTÍFICA» DE LAS TERAPIAS COGNITIVO-CONDUCTUALES

TRASTORNOS COGNITIVOS O EL FUNDAMENTO LÓGICO-FILOSÓFICO DEL COGNITIVISMO

HABLEMOS DE LA LOCURA

LA LEY, O EL VANO INTENTO DE REGULAR EL GOCE

PSICOANÁLISIS Y CRIMINOLOGÍA: ESTRATEGIAS DE RESISTENCIA

LA REDUCCIÓN CIENTIFICISTA DE LO HUMANO

MADE IN SCIENCE

LA METAMORFOSIS DE LA CIENCIA EN TÉCNICA: EL DISCURSO CAPITALISTA

NOTAS

PREFACIO

GUSTAVO DESSAL*

Desde su primera formulación publicada en 1966 («La ciencia y la verdad»), la tesis lacaniana de que el sujeto del psicoanálisis es el sujeto de la ciencia fue plenamente demostrada. No obstante, su alcance no ha sido aún debidamente apreciado por historiadores y epistemólogos, a pesar de que dicha tesis postula una interpretación inédita de la ciencia, nunca antes vislumbrada por los estudiosos.

Sin duda, fue necesario el descubrimiento freudiano del inconsciente para que de forma retroactiva la estructura y la lógica científica quedasen desveladas, más allá de cualquier variación de sus paradigmas y de lo que el propio pensamiento científico es capaz de saber sobre sí mismo. Aunque sin los instrumentos de la obra freudiana nada hubiese podido decirse al respecto, lo cierto es que no fue precisamente Freud quien se aproximó a la articulación entre ciencia e inconsciente, entre otras razones por el hecho de considerar la ciencia como un ideal para el psicoanálisis, lo que constituyó un escollo para situar con precisión el modo en que la ciencia se constituye, se emplaza y se extiende en su propósito de conquista y colonización de lo real.

Toda una época separa la concepción de ambos autores en lo que respecta a este tema: la época posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando la ciencia alcanzó un modo de presencia social y una determinación de la vida humana hasta entonces desconocidos. Desde sus orígenes cartesianos hasta mediados del siglo XIX, la ciencia constituía una actividad relativamente desvinculada de la vida de las personas, quienes en su mayoría permanecían ajenas a sus conocimientos o su influencia. Por supuesto, numerosos inventos y descubrimientos produjeron cambios importantes en Occidente, pero una gran parte de estos prodigios no dependieron de manera directa de los desarrollos científicos, sino que más bien fueron tributarios de factores vinculados a la manipulación técnica de lo real, que incluyó en muchos casos una combinatoria de imaginación y azar. A menudo la ciencia se añadió a posteriori, como elaboración y formalización de un saber que había surgido de manera autónoma, y que resultaba ventajoso prohijar.

A partir de la Segunda Gran Guerra el estatuto filosófico de la ciencia ha conocido una transformación decisiva y sin precedentes. No nos referimos a las extraordinarias revoluciones de los paradigmas fisicomatemáticos (que ciertamente ya se habían producido algunas décadas antes), sino al hecho de que la ciencia haya conquistado una presencia social inédita, al punto de convertirse, como lo ha señalado Heidegger, en el modo exclusivo y legítimo de revelación de la verdad. Tras el progresivo desmoronamiento de las grandes mitologías que durante los siglos precedentes sirvieron a los fines de organizar y administrar el orden del sentido, muchos pensadores han señalado a la ciencia como el relevo de esa función, es decir, como sustitución moderna de la esperanza mesiánica depositada en la religión y sus derivaciones sociopolíticas, entre las cuales el marxismo constituyó una tentativa fundamental.

Es probable que las analogías sean lo suficientemente destacables como para hacernos creer que, en efecto, la ciencia se alza en el firmamento como una divinidad renovada, a la que una buena parte de la humanidad reverencia con el mismo fervor —o temor— que siglos antes dedicaba a Dios. Si nos limitamos a analizar este proceso desde el punto de vista de la expansión social de la ciencia y el modo en que se gestiona su transmisión al conjunto social, la idea de una absorción metafórica de la función religiosa resulta bastante convincente:

Ciencia

Dios

(con la salvedad, desde luego, de que la hipótesis de Dios no ha sido jamás desterrada de la conjetura científica).

En la medida en que la transmisión social de la función científica procede mediante la manipulación —en ocasiones inconsciente y en otros casos intencionada— del registro humano en el que se enraíza la esperanza como defensa frente a lo real, es evidente que la ciencia propaga un mensaje bien conocido, sólo que actualizado en un lenguaje laico. No en vano el significante «milagro» ha podido desplazarse de manera prácticamente integral desde la semántica religiosa a la científica. Más aún, mientras la religión adoptó una postura generalmente cauta y crítica respecto de la credibilidad de los milagros, sólo aceptando como tales algunos fenómenos tras rigurosos análisis y comprobaciones, la ciencia en cambio multiplica sus milagros por doquier, los anuncia mucho antes de ser debidamente validados, por no decir incluso antes de que se produzcan, como es el caso de algunas investigaciones sobre el genoma humano y la aplicabilidad de su desciframiento.

Sin embargo, y a pesar de su validez descriptiva, este proceso de metaforización es apenas un aspecto del papel actual de la ciencia, sin duda destacable, pero de ninguna manera el que más nos interesa para los propósitos de este libro. Es necesaria la tesis de Lacan sobre la ciencia (en adelante nombrada como «la Tesis») para comprender el reverso del discurso científico, y atravesar este primer plano de su ubicuidad social, así como su alianza con el ultraliberalismo político.

La Tesis, enunciada por primera vez en el escrito «La ciencia y la verdad», establece una equivalencia entre el sujeto del psicoanálisis y el de la ciencia cuando menos sorprendente, en la medida en que el lector tenderá a razonar, sin carecer de lógica, que entre el psicoanálisis y la ciencia existe esa misma relación que Freud establecía entre el oso y la ballena, o sea, ninguna. La clave de la Tesis lacaniana, formulada en el modo aforístico que demostró su eficacia a la hora de renovar la lectura de Freud, consiste en el sutil pero decisivo desplazamiento del sentido en el empleo del genitivo. Mientras el sujeto del psicoanálisis es el sujeto que el psicoanálisis busca realizar en tanto, por así decirlo, «le pertenece», el sujeto de la ciencia es aquel que el discurso científico destierra en su constitución y posterior aplicación, en tanto «no le pertenece». La extraordinaria operación lógica que Lacan lleva a cabo consiste en sacar a la luz el enlace secreto e invisible que vuelve equivalentes el sujeto que la ciencia hace «desaparecer», y el sujeto que, así «desaparecido», resurge en el seno de la experiencia analítica. Cuál es el estatuto exacto de esa desaparición, a qué procedimientos ontológicos debe remitirse, he aquí uno de los problemas claves que sostienen la argumentación de la Tesis.

En primer lugar, es preciso comprender que la Tesis contempla el carácter necesario del borramiento del sujeto como acto fundacional de la ciencia moderna. No se trata, en este punto, de considerar dicho borramiento como una mera consecuencia del corte epistémico operado por la ciencia, sino del gesto constituyente de su discurso, que exige una separación absoluta de lo que Freud denominaba el proceso primario. Si seguimos a Freud un poco más, cabe recordar aquí su convicción de que la ciencia representa la máxima distancia posible entre el pensamiento y el principio del placer. Abreviando los pasos, podríamos retraducir esta idea de la siguiente manera: la ciencia constituye un modo de conocimiento, de abordaje de lo real, cuya dinámica es ajena a todas las demás formas de conocimiento, las cuales forman parte de la estructura del fantasma. Como veremos, este supuesto divorcio entre ciencia y fantasma queda profundamente cuestionado por el segundo elemento clave en la argumentación de la Tesis: la relación de la ciencia con su propia causa, tal como Lacan la puso de relieve al demostrar que allí tiene lugar una forma esencial de desconocimiento.

La Tesis, por lo tanto, se desdobla en dos aspectos complementarios, pero que resulta decisivo no confundir a fin de extraer toda la potencia de su desarrollo. Por una parte, la ciencia se constituye mediante una exclusión fundante, la del sujeto (que Lacan denomina en ocasiones «forclusión», conforme al mecanismo causal que descubre en las psicosis), cuyos efectos de retorno pueden reconocerse en lo que Freud denomina «el malestar en la civilización», traducible en síntomas singulares o colectivos. Por otra, el agujero así producido encuentra su reflejo en una segunda falta, esta vez la que rubrica la imposibilidad de la ciencia para dar cuenta del deseo que la anima. Esta última imposibilidad es la que vendrá a poner en cuestión la neutralidad de la ciencia en su aproximación a lo real, o dicho en otros términos, hasta qué punto la ciencia puede verdaderamente desembarazarse de una adherencia al fantasma o al principio del placer.

El hecho mismo de que Lacan calificase a la ciencia como «ideología», ideología de la supresión del sujeto, hace sospechar que —con independencia de su efectividad en lo real— la «objetividad» científica forma parte del registro de la ilusión.

El lector, y en particular aquel que no esté familiarizado con la obra de Jacques Lacan (si es que alguna vez alguien puede llegar a experimentar un sentimiento semejante frente a esta obra), no debe en modo alguno suponer que la Tesis implica un enjuiciamiento crítico o moral de la ciencia, como puede surgir en ciertas posiciones filosóficas, religiosas o políticas. Se trata, en todo caso, de analizar el modus operandi con el que la ciencia procede en su cálculo de lo real, y de qué manera ese cálculo está necesariamente atravesado por algo incalculable e impensado que el psicoanálisis descifra en la experiencia del inconsciente. Que lo impensado pueda incluso alcanzar proporciones devastadoras, las cuales eventualmente llegan a alarmar a los propios científicos, no cambia las cosas en lo que respecta a la posición del psicoanálisis y su deslinde de cualquier actitud moral. Como máximo, cabe la salvedad de tomar nota de que la indiscutible acción de la ciencia sobre lo real no impide considerar su dinamismo como una acción ciega e irresponsable, términos ambos que deben ser leídos de modo literal. Ciega, en cuanto la ciencia moderna debe su existencia al abandono de los sentidos humanos como medio de conocimiento; irresponsable, en tanto el automatismo de su desarrollo es independiente de cualquier esfera de intención. Este carácter acéfalo con el que la ciencia se desenvuelve en su propagación y proliferación creciente, esta autonomía que refleja una dinámica carente de control interno, y que a duras penas encuentra un «correctivo» temporario en el límite de la sensibilidad moral que cada sociedad esgrime en determinado momento histórico, en suma, esta forma particular de concebir la revelación de la verdad, es una consecuencia directa del hecho estructural, señalado por la Tesis, de que la ciencia no quiere saber nada sobre la causa de su propio deseo. Apresurémonos a aclarar que este no querer no designa una intención de rechazo o una voluntad negativa que se ejercería en el sentido de una negación psicológica. Se trata, más bien, de afirmar que el querer de la ciencia, su pasión y su deseo de saber, está causado por una ignorancia que le es inherente.

Sin embargo, abstenerse de una crítica moral de la ciencia no significa que el psicoanálisis no pueda adoptar un modo particular de crítica, consistente en lo que cabría denominar una interpretación del discurso científico, si tenemos en cuenta que la interpretación es uno de los instrumentos principales de la experiencia analítica en su desciframiento del síntoma. Esa interpretación no es otra cosa que la aplicación directa de la Tesis a los problemas que la ciencia presenta en la actualidad, y que se derivan principalmente de la extensión y la extrapolación del paradigma científico al terreno de las mal llamadas «ciencias humanas». La interpretación se autoriza en una distinción muy precisa que es necesario introducir (y que la Tesis contempla), aunque hasta ahora los estudiosos de Lacan no hayan acentuado su importancia: la diferencia entre la supresión inaugural del sujeto como acto instituyente de la ciencia, creador de un vacío operativo en el interior de su método, y los modos ulteriores de supresión del sujeto como resultado de la aplicación del método a ciertos fenómenos y planos de la vida humana. Es decir, la diferencia, que bien puede advertirse incluso en las consecuencias clínicas, entre una supresión del sujeto como causa estructurante del método científico moderno y los efectos de dicho método en el terreno del sujeto. Dichos efectos no sólo justifican la necesidad de una interpretación por parte del psicoanálisis, sino que dan prueba de que la ciencia, lejos de constituir una práctica pura, es una actividad social que refleja la ideología dominante de la sociedad en la que se realiza, así como las exigencias políticas de la época, y los prejuicios personales de sus practicantes (cf. Gould, S. J., La falsa medida del hombre, Crítica, Barcelona, 1997). Como lo expresa Richard Lewontin en su libro El sueño del genoma humano y otras ilusiones (Paidós, Barcelona, 2001), «los científicos racistas producen ciencia racista. No es que falseen deliberadamente la naturaleza, sino que sus prejuicios inconscientes los llevan a desviaciones en gran parte inconscientes en sus métodos de análisis, desviaciones que les proporcionan conclusiones cómodas para ellos».

Pocos son los campos en los que el riesgo de falseamiento (cuando no de auténtico delirio) se manifiesta hoy en día en mayor medida que en el de la biología humana. Tras un período de relativa recesión debida al desprestigio que supuso la investigación eugenésica nazi, la biología conoce en la actualidad una época de euforia, pretendidamente avalada por sus logros en el desciframiento del genoma humano. Las esperanzas fundadas en la genética conducen a algunos científicos a la propagación de la creencia en un determinismo biológico que en ciertos casos alcanza el grado del disparate, si no fuera porque aquello que está en juego no es motivo de risa. Por fortuna, también son muchas las voces que, desde la comunidad científica, se alzan para denunciar que la idea de un determinismo biológico absoluto, que explicaría no sólo las diferencias físicas sino que justificaría la presunta existencia de razas «menos favorecidas», o incluso condenadas a la indigencia, constituye una aberración epistemológica y moral, amén de un error de hecho y de concepto. La abrumadora extensión del discurso científico y su progresiva alianza con el proyecto ideológico de la globalización económica y técnica, dificultan hoy en día la labor de discriminar la verdadera ciencia de aquella inundación cotidiana de falsedades «científicas» que los medios de comunicación —e incluso las publicaciones especializadas— difunden como mensajes mesiánicos. Una revista tan prestigiosa como Nature se ha visto obligada a retractarse respecto de afirmaciones que aseguraban la localización definitiva del gen de la esquizofrenia y el síndrome maníaco-depresivo utilizando marcadores de ADN.

Lewontin cita la divertida y al mismo tiempo reveladora anécdota de una reunión científica en la que uno de sus participantes expresó en voz alta: «Si me considero un lector medio de Nature, ¿qué tengo que creer?».

The selfish gen (El gen egoísta, Salvat, Barcelona, 2000), el libro de Richard Dawkins aparecido en 1976, constituye una prueba fehaciente de que una práctica forclusiva puede conducir a la construcción de un delirio que goce de gran aceptación entre algunos especialistas. Sin duda, la genética no sólo es una rama de la ciencia, sino también un caudal inagotable de significaciones muy propicias para alimentar una expansión delirante. La certeza de Dawkins acerca del determinismo genético lo lleva a afirmar que la causa del deseo sexual se basa en la calidad genética del partenaire, gracias a la «información» que al respecto nos brinda nuestro cerebro. Según este autor, los seres humanos no somos otra cosa que «torpes robots» bajo la dirección de genes que «nos crearon, cuerpo y mente». Esta oda a la disolución del sujeto, celebrada en la actualidad como una Biblia del conocimiento científico, no sólo supone la erradicación de cualquier atisbo de responsabilidad en el comportamiento y la orientación humana individual o colectiva, sino que afirma la inexorabilidad de un destino en el que no tenemos participación alguna. Resulta verdaderamente instructivo comprobar hasta qué punto una teoría científica tiene más probabilidades de ser aceptada cuanto mayor sea su capacidad para negar rotundamente todo rastro de subjetividad. La certeza de Dawkins de que nos somos más que robots a merced de una dictadura genética, no es sino una nueva metáfora de los aterradores proyectos ideológicos que atormentaron al siglo xx, y que hoy pretenden rehabilitarse con nuevos argumentos «científicos».

¿Cuáles son, por ejemplo, algunas de las derivaciones concretas de estas afirmaciones? Jonathan Epstein ha «logrado» crear simulaciones informáticas de genocidios mediante simples reglas de partida (citado por Olivier Dyens en La condition inhumaine, Flammarion, París, 2008), lo que demostraría que los genocidios responden más a dinámicas algorítmicas del ecosistema que a una voluntad humana cualquiera.

En su libro La condition inhumaine, de reciente aparición, el profesor Olivier Dyens sostiene la tesis de que la revolución tecnológica ha producido tal mutación ontológica y metafísica del hombre, que su verdadera condición actual debe calificarse como inhumana. El término no se aplica aquí en su valor moral y negativo, sino como intento de redefinir las condiciones de una nueva realidad a la que debemos hacer frente: el hecho de que la tecnología ha comenzado a desdibujar la frontera entre el hombre y la máquina, obligándonos a reconsiderar el concepto de humanidad. La máquina no sólo no se opone y se distingue del humano, sino que la posmodernidad no puede concebir lo humano sin la máquina. Como lo escribe el autor de una forma rotunda y expresiva, «no somos humanos sino por nuestra relación con las máquinas». A pesar de lo inquietante que la idea pudiera parecer, Dyens es consciente de que su propuesta no es otra cosa que la versión posmoderna y actualizada del maquinismo cartesiano, al que debemos una parte esencial de la revolución científica. Pero el error de su ensayo, que por momentos formula preguntas lúcidas y sugerentes, consiste en oponer el lenguaje humano al lenguaje informático o tecnológico. Una vez más, comprobamos hasta qué extremo los teóricos que con toda razón propugnan la dislocación y disolución de las realidades aseguradas por las creencias humanas siguen aferrados a la concepción ingenua del lenguaje como símbolo que representa una cosa del mundo. Según este razonamiento, el lenguaje humano nos aproxima a la realidad de los objetos, mientras que el lenguaje informático nos aleja de ellos, sumergiéndonos en la virtualidad de lo simbólico. Digámoslo con palabras del autor: «El lenguaje humano designa el mundo. El lenguaje informático designa el binario». ¿Qué designa el lenguaje que emplea Olivier Dyens? ¿Es humano o informático el lenguaje con el que se dirige a nosotros? No lo sabemos, pero en cualquier caso sí sabemos algo sobre su fantasma: cree que existe un lenguaje (humano) capaz de armonizar la aprehensión de la realidad y la comunicación, y otro (tecnológico) que rompe esa armonía, del mismo modo en que cree en la existencia de una lectura de la realidad determinada por nuestra estructura biológica, que entra en colusión con la lectura que nos ofrecen las máquinas. No está claro si nuestra condición inhumana es el producto de una humanidad dorada que hemos perdido a consecuencia de la tecnología, o si por el contrario la tecnología es el producto de nuestra condición inhumana, en el sentido de que nuestra relación con el lenguaje es radicalmente contraria a cualquier relación biológica, natural y comunicacional con el mundo. El psicoanálisis afirma que el lenguaje nos convierte en seres virtuales, que vivimos en realidades virtuales desde siempre, y que la desmaterialización del mundo que la posmodernidad nos anuncia no es tan nueva como parece, sino que viene precedida por el hecho de que el hombre accede a la realidad con «los aparatos del goce» (cf. Lacan, Libro XX, 1972), lo que significa que nos «informamos» del mundo según el modo en cada uno goza de su inconsciente.

La Tesis de Lacan merece ser proseguida a la luz de su investigación sobre el goce, concepto que ahonda en la estructura y los elementos de la pulsión freudiana. Si lo humano se concibe desde la perspectiva del determinismo biológico, es evidente que no cabe atribuirnos ninguna particularidad como especie. Que nuestra secuencia de ADN no se distinga demasiado de la de la mosca de la fruta constituye una herida narcisista que bien puede sumarse a la lista propuesta por Freud. Si, por el contrario, el acento se pone en la dinámica de los neurotransmisores y en la convicción de que la inteligencia humana es reproducible mediante modelos informáticos, nos veremos forzados a reconocer que nada nos diferencia de las máquinas. Dado que Jacques Lacan formuló una teoría sobre el inconsciente como una estructura basada en el lenguaje, ¿podríamos acaso aventurar una aproximación entre el sujeto del inconsciente y el «hombre neuronal»? (Changeux, El hombre neuronal, Espasa Calpe, Madrid, 1986). ¿Sería ésta la vía por medio de la cual el psicoanálisis y la ciencia podrían encontrar una alianza epistémica y política? Aquí es donde la Tesis prosigue, y nos recuerda que el goce es la «sustancia» del pensamiento, una sustancia que no puede sintetizarse en el laboratorio, y que hace del pensamiento algo que no puede computarizarse por entero. La inconsistencia lógica introducida por el goce (que refuta la idea de que un genocidio pueda reducirse a una combinatoria matemáticamente programable, como si sólo se tratase de una secuencia neutra de significantes) plantea una singularidad del ser hablante que la ciencia ignora por completo. Podemos continuar con Lacan afirmando entonces que no sólo el sujeto del psicoanálisis es el sujeto de la ciencia, sino también que el goce que el psicoanálisis revela en su experiencia es el goce de la ciencia, el goce que la ciencia excluye para afirmar la vana pretensión de suturar la hiancia del universo. En su escrito «La ciencia y la verdad», Lacan habló del «no-éxito» de la ciencia en su propósito de suprimir la división del sujeto. «No-éxito» es una fórmula que no implica necesariamente el fracaso, sino la imposibilidad. El triunfo de la ciencia es incontestable e irreversible, lo cual no impide que el psicoanálisis pueda apuntar al goce como límite de imposibilidad que lo real humano, es decir, subjetivo, reintroduce como residuo imperecedero del cálculo.

La pretensión de aplicar a los registros de la subjetividad los paradigmas propios de la biología y las ciencias físico-matemáticas ha producido en el mejor de los casos un error de concepto, y en el peor una falsificación de los hechos no siempre involuntaria. La idea de que por haber seguido un proceso matemático uno ha producido un objeto real es un prejuicio frecuentemente extendido entre los científicos, y que responde en parte al desplazamiento que en el último siglo ha tenido lugar desde el terreno de la ciencia pura al de las aplicaciones tecnológicas. Que el cerebro de un deprimido muestre determinadas imágenes digitalizadas no demuestra nada sobre la causa de la depresión, a pesar de que los hechos parezcan «hablar» por sí mismos. Pero los hechos «hablan» según el modo en que se los interroga, o incluso el modo en el que se los hace callar. La ciencia hace hablar a los hechos del hombre para acallar en él la voz del goce, que sin embargo sigue hablando en los sueños y los síntomas. Escucharla, descifrar su sentido, preservar su irreductible singularidad, es la labor a la que el psicoanalista de hoy se ve más que nunca comprometido, si queremos seguir contribuyendo a esa peculiar forma de resistencia llamada psicoanálisis.

La singularidad, el exilio de sí que la civilización percibe respecto de la tecnología y la imposibilidad de gobernar su evolución, es la forma en que en la actualidad se manifiesta el poder de lo simbólico y la disolución del ideal de la autoconsciencia. Resulta evidente que el desarrollo del saber —y la historia lo atestigua— avanza incesantemente como profanación de lo sagrado. Toda aprehensión de lo real supone una desacralización del objeto al que se dirige, lo que inevitablemente tendrá una repercusión en la conciencia de cada época, encargada de definir la inviolabilidad de los principios en los que se sustenta. Como es obvio, la objeción del psicoanálisis al cientificismo actual no se alinea en la serie de las protestas morales que el desarrollo científico ha despertado a su paso. Por el contrario, defiende la idea de que la formalización de lo real no puede ser en modo alguno confundida con su medición, y que las consecuencias de dicha confusión son tanto más problemáticas cuando se extienden al terreno de la intimidad subjetiva. Para el psicoanálisis, lo íntimo no se vuelve jamás equivalente a lo sagrado o lo inviolable. Forma parte de la fundación misma del acto analítico la idea de que lo íntimo se entregue a la elucidación de la palabra, a condición de que el sujeto se preste a ello a través de un consentimiento del que se vuelve responsable. Pero existe una intimidad que el psicoanálisis protege y cuyo principio se halla contenido en el concepto freudiano de libido, metáfora de una cualidad energética incuantificable, es decir, refractaria a cualquier procedimiento de medición. Para el psicoanálisis la intimidad remite a lo que en el sujeto resulta (en el sentido de resultado, de resto de una operación) incuantificable y único, en tanto contingencia irrepetible, diferencia absoluta imposible de reabsorberse en las leyes generales de lo estadístico, lo normativo y lo calculable.

¿Rescribiría Lacan medio siglo más tarde su escrito «La ciencia y la verdad» titulándolo «La ciencia y lo real»? No lo creo probable. Aunque a partir de los años setenta el concepto de verdad fue cediendo terreno a lo real en juego en la práctica analítica, aunque el concepto pivote de objeto a «desarregló» la triangulación entre inconsciente, saber y verdad, este último término sigue siendo la clave de la relación estructural y a la vez crítica entre ciencia y psicoanálisis. En la pragmática de la cura analítica, el «saber hacer» con lo real es indisociable del «cómo hacerlo», y esta distinción no puede ser jamás descuidada. Finalmente, bien puede decirse que aquello a lo que denominamos verdad en psicoanálisis no es sino el modo de designar el estatuto intrínseco de lo ético en el desarrollo de una cura, a diferencia del método científico, para el cual la ética constituye un regulador externo, por lo general multidisciplinario, y que no forma parte del proceso mismo de su elucidación. Que a su estructura de ficción Lacan le haya añadido a la verdad la condición de ser no-toda hizo de la práctica analítica un modo de dirigirse a lo real irreconciliable con las políticas destinadas a programar las condiciones universales de la infelicidad, que es el auténtico rostro de las promesas de felicidad apoyada en el «cienciacionalismo» del poder.

El ser hablante, reflexionó Freud en su ensayo Más allá del principio del placer, quiere en su inconsciente morir a su manera, es decir, que su muerte se inscriba en un sentido que no se agote en la materialidad de los irreductibles procesos biológicos. Podríamos agregar, de manera análoga, que el ser hablante también quiere enfermar a su manera y —por qué no— curarse siguiendo esta misma pauta, lo cual puede muy bien contemplar la posibilidad de no querer curarse del síntoma que le permite existir.

Ahora que el mundo se desmaterializa a toda velocidad, dando paso a la expansión infinita de un hipertexto en el que la vida humana encuentra una nueva transustanciación, el psicoanálisis tiene una larga experiencia que aportar. La virtualidad de la realidad es bien conocida para una praxis que —desde sus inicios— se fundamenta en el corte irreductible entre el signo y su referente. A diferencia del discurso moral, el psicoanálisis no plantea ninguna objeción a que la ciencia algún día altere profundamente la naturaleza humana, por la sencilla razón de que dicha naturaleza humana no existe como tal, no ha existido jamás, y que la nostalgia de su supuesta pérdida no es otra cosa que una fantasía, muy poco distinguible de la fantasía científica de explicar al hombre según las leyes de la naturaleza. Y es particularmente en su empeño por naturalizar la sexualidad donde numerosos estudios científicos naufragan contra las costas de la estupidez. Allí donde el mathema no puede escribir lo real del sexo, siempre surgirá el poema, que es otra forma de nombrar el síntoma, ese artificio donde la letra y el goce se entretejen para sostener una existencia.

Si muchos son los campos de investigación y experimentación extremadamente propicios para el disparate pseudocientífico, el de la genética resulta ser en la actualidad uno de los más fértiles. No entraremos, desde luego, en la crítica especializada de esta rama de la biología, dado que para ello existen numerosas obras debidamente autorizadas que se dedican a poner bajo un signo de interrogación algunas de las premisas y promesas fundamentales de la genética moderna. Nos parece más pertinente señalar en el contexto de este prefacio hasta qué punto puede llegar el reduccionismo cientificista. Un maravilloso ejemplo lo constituye la «confirmación» de que la creencia en Dios obedece a la acción de un determinado gen, o de una sustancia neurotransmisora, como es el caso de la serotonina. Todo esto no sería mucho más que un episodio en la larga historia de la estupidez humana (que a juicio de Einstein constituye una prueba irrefutable del infinito) si no fuese por el hecho de que esta clase de afirmaciones se emiten desde los departamentos de prestigiosas universidades que disponen de presupuestos millonarios. Qué es lo que predispone al misterioso gen hacia la elección de Jesucristo, Alá, Jehová, Buda o la Pachamama es algo que aún no ha sido revelado, pero suponemos que es sólo una cuestión de tiempo. Mientras tanto, recuerde que si en algún momento se ve asaltado por la tentación de entrar en un templo, o de pronunciar una plegaria, debe respirar hondo y procurar relajarse. Es probable que de este modo consiga apaciguar la influencia de su gen religioso. Por el contrario, si es usted un creyente convencido no debe preocuparse. En breve dispondrá en el mercado de reforzadores enzimáticos de la fe. Imaginemos la poderosa industria que el futuro nos promete: potenciadores de la religiosidad, inhibidores para quienes deseen abrazar la causa del ateísmo, incluso conversores efervescentes para los que decidan cambiar de credo. Una vacuna contra el fundamentalismo integrista podría ser también de gran utilidad, sin duda. ¿Acaso no sería factible la hipótesis de un origen vírico?

¿Cuál es, finalmente, la gran lección que podemos obtener? Una extraordinaria lección de humildad. Nada contribuye mejor que el cientificismo moderno a rebajar aquella visión que tenemos de nosotros mismos. Nuestras conquistas, nuestras desgracias, lo más elevado y lo más execrable de la civilización, nuestras guerras y nuestras obras de arte, la locura, el amor, el crimen y la avaricia, el poder, la gloria y la ternura, todo ello no ha sido más que un espejismo en el que nos hemos extraviado durante milenios. Abra los ojos, despierte de su sueño y entérese de una vez que todo está en nuestros genes y en nuestras células, y que si se encuentra angustiado, deprimido, enamorado o sufre de alucinaciones, todo es culpa de esas malditas bacterias que pululan en su organismo: ellas son las que gobiernan nuestras vidas. Puede creerlo. Está científicamente demostrado.

GUSTAVO DESSAL

EL FUTURO DEL MYCOPLASMA LABORATORIUM*

JACQUES-ALAIN MILLER**

Una comunicación de la Agencia Francesa de Prensa [AFP] llegó en el momento oportuno para procurarme mi introducción. Ha llegado anoche a las 21:24 h, proveniente de Washington, capital de los Estados Unidos.

Craig Venter —el famoso investigador de punta en biotecnología, que había estado con su equipo en el primer lugar en la carrera del desciframiento del genoma humano, y que acaparó la crónica por haber querido patentar su descubrimiento— está ahora «a punto de crear una nueva forma de vida». La noticia podría volverse oficial a partir de este lunes, en las Jornadas de Estudios Anuales del Instituto Craig J. Venter de San Diego, en California.

Por primera vez en el mundo, un cromosoma sintético habría sido realizado en laboratorio. Un equipo de 20 investigadores, bajo la dirección del premio Nobel Hamilton Smith, habría logrado pegar, enlazar, articular, una secuencia del ADN de 381 genes (les recuerdo que el genoma humano cuenta con alrededor de 34.000).

Los biotecnólogos partieron del organismo vivo más simple que les era conocido, ese organismo unicelular que llamamos bacteria, en este caso la bacteria Mycoplasma genitalium, que se encuentra en las vías genitales. Su patrimonio genético de 517 genes fue artificialmente reducido a un cuarto para dar nacimiento, si podemos decirlo así, al cromosoma sintético, el cual fue luego trasplantado e injertado en una célula bacteriana viva. Este cromosoma debería lograr tomar el control y manejar la bacteria. Esto sería una «nueva forma de vida». La bacteria así manipulada ha recibido el nombre de Mycoplasma laboratorium.

Si he comprendido bien la noticia, el Mycoplasma laboratorium es una entidad mixta, híbrida; la molécula es natural, mientras que su ADN es artificial. Queda aún por saber si esta nueva forma de vida alcanzará a reproducirse y a metabolizarse. Interrogado por la AFP, un portavoz del instituto ha indicado que eso no se ha hecho todavía. «Cuando lo logremos, ha dicho, habrá una publicación científica, pero sin duda faltan algunos meses». No obstante, Craig Venter ha declarado al periódico The Guardian: «Sabíamos leer nuestro código genético. Vamos a ser capaces de escribirlo». Él tiene la intención de patentar la nueva bacteria, y de no permitir su utilización más que bajo contrato de licencia con su instituto.

Este avance sensacional de la biotecnología ya da que hablar a los organismos de vigilancia en bioética. El director de una organización canadiense ha declarado: «¿Qué quiere decir eso de crear nuevas formas de vida en un tubo de ensayo? Mr. Venter ha perfeccionado un chasis sobre el cual puede construirse más o menos cualquier cosa, desde nuevos medicamentos hasta armas biológicas». Craig Venter ha respondido: «Tenemos la impresión de que that is good science. Es un paso filosófico muy importante en la historia de nuestra especie. Intentamos crear un nuevo sistema de valores concernientes a la vida. En este punto, no se puede esperar que todo el mundo esté contento, happy». No, no todo el mundo está contento.

Los progresos de la biología serán sin duda en el siglo XXI lo que fue la física en el siglo XX, como lo escribía recientemente Freedman Dyson en la New York Review of Books. Sin duda, la industria biotecnológica conocerá un crecimiento exponencial.

Al mismo tiempo, la vida, bajo las formas conocidas desde el origen de los tiempos, encuentra sus defensores. Ésos son los sectores de la tradición, que pueblan los comités de ética y las organizaciones de bioética, desde los humanistas laicos hasta la Iglesia. Ésta lleva a cabo sobre este tema un combate político multiforme, que va desde el aborto hasta las células madre. Éste será mañana, se puede prever, el vade retro Mycoplasma laboratorium.

¿Y los psicoanalistas?

El psicoanálisis no es, sin duda, una nueva forma de vida, pero es probablemente una nueva forma de discurso, el producto artificial de la logotecnología más avanzada. No es seguro que sus practicantes aún se hayan dado cuenta del discurso inédito al que sirven, a pesar del esfuerzo prolongado de Lacan por desprender el ADN freudiano, es decir, la secuencia significante dirigiendo la práctica, desde su filón inicial, concreción de antiguos discursos e ideologías caducas. La inercia ideológica, es decir, imaginaria, vence regularmente en ellos al dinamismo simbólico del discurso, y se traduce en la realidad efectiva por una práctica frecuentemente dubitativa, incierta en su problemática.

La gran mayoría de psicoanalistas existentes en el mundo, por no decir su casi totalidad, son los tradicionalistas. Adoptan de modo completamente natural las posiciones humanistas y clericales, con la esperanza de prolongar el mundo que han conocido, y de frenar, incluso detener, el movimiento actual de la ciencia, así como las incidencias que dicho movimiento tiene sobre las dimensiones políticas y sociales de la realidad efectiva. Están animados por el pesimismo radical de Sigmund Freud, persuadido de haber reconocido en el ser humano, a través de su experiencia, una pulsión específica, la pulsión de muerte, de la que el siglo XX le había permitido constatar la devastación a gran escala por la explosión de una guerra mundial, en 1914, y por la ruptura del equilibrio de las potencias impulsado por Bismarck (véanse el Tratado de Berlín de 1878 y el Acta final de la Conferencia de Berlín en 1885). Simultáneamente, el sistema de valores de la democracia americana, tan opuesto al de Austro-Hungría y, más generalmente, a aquel de la vieja Europa, aumentaba en potencia, y emprendía el proceso de su mundialización, cuya evidencia se impone al principio del siglo XXI. El cambio de los fundamentos de la tradición europea le parecía a Freud a la vez irresistible, y que no podría producirse sino para lo peor.

En su Ética del psicoanálisis, que retoma El malestar en la cultura, Lacan se inscribe en la misma línea. Reconoce la pulsión de muerte actuando en la preponderancia adquirida por el discurso científico, sus avances prodigiosos, su verdadero frenesí, y sus consecuencias sobre los modos de vida y de goce: la multiplicación y la renovación incesante de los objetos tecnológicos, haciendo nacer demandas cada vez más apremiantes y ofreciendo satisfacciones cada vez más disponibles, sin, por tanto, calmar la falta de goce, sino, al contrario, distribuyéndola sobre toda la superficie del globo, llevándola a una intensidad jamás vista, poniendo en movimiento las sociedades detenidas, sin historia, frías, y conduciendo a la ebullición a las sociedades cálidas.1

Como el pesimismo freudiano, el pesimismo lacaniano está establecido sobre la convicción de que todo cambio es para lo peor, y que ese peor se impondrá irresistiblemente, que está programado, que es seguro. Pero en Lacan se añade una nota que no está en Freud: una nota sardónica propiamente hablando, un tono burlón y malvado respecto a una humanidad que, a través de acontecimientos sensacionales, trabaja para su perdición. ¡No hay piedad con la humanidad! El destino de esta calaña, de esta forma de vida intrínsecamente fracasada, es de absorberse después de haber aportado a la naturaleza todas las trasformaciones, todas las devastaciones, que están condicionadas por el hecho de que esta especie, porque ella habla, es a la vez desnaturalizada y desnaturalizante, si puedo decirlo así.

Se verá, leyendo este año el Seminario XVIII y el Seminario XIX bajo una forma al fin digna del autor, la atención que Lacan había puesto en el descubrimiento del código genético. Se verá que estaba intrigado por la forma de vida unicelular de las bacterias. Se verá también que profetizaba grandes cambios en la organización de la vida y de su reproducción.

Lacan mostraba su inclinación burlona, y no ocultaba su malevolencia: «No tengo buenas intenciones», decía él. Y es que las buenas intenciones no garantizan nada. Como se sabe, el infierno está empedrado con ellas. Es imposible dirigir una cura analítica hacia su conclusión lógica si el analista no está suficientemente familiarizado con su propia malevolencia para romper los velos de la piedad y del terror. Burla y malevolencia no son solamente rasgos de carácter de Lacan. La burla, apoyándose en el brazo de la malevolencia, forma el cortejo para que, del analista, se espere la lucidez.

Los psicoanalistas no tienen que convertirse en el coro de las suplicantes que suspiran por los tiempos pasados. Libre cada uno de ser humanista, si eso le place, cristiano, por qué no, pero como analista, no sabrá ser tradicionalista, ya que esa posición reactiva, reaccionaria, conservadora, va en contra de su acto. Sin embargo, esto no quiere decir que el psicoanálisis pueda compartir el entusiasmo de los mánagers del progreso científico, que aspiran a llenar las arcas de sus institutos con los dineros obtenidos por los contratos de licencia que firmarán para la utilización de los cromosomas patentados.

No, el psicoanálisis no es una bella alma, porque en las gigantescas transformaciones en el discurso de la vida y de la sociedad, aspira a seguir horadando su vía en la Wirklichkeit, la realidad efectiva. Y le importa que existan otros como él, que no sean engañados ni por la tradición ni por el progreso. Como ser no-engañado absoluto es la errancia asegurada, la tercera vía debe ser el discurso analítico.

Estamos lejos de eso, pensamos. El discurso analítico es muy pobre, miserable, en cuanto se lo compara con los esplendores acumulados en el curso de los siglos por las tradiciones religiosas y humanistas, cuando mide sus balbuceos con el progreso implacable del discurso de la ciencia, y con las riquezas bien materiales que vienen a llenar los cofres del capitalismo industrial y financiero. Y bien, en su indigencia misma el discurso analítico ocupa sin embargo en el choque de la tradición y del progreso una posición original, estructuralmente prescrita, y que se demuestra inexpugnable por poco que los psicoanalistas sepan mantenerse en la saetera de su fortaleza.

El destino del psicoanálisis no está de ninguna manera atado a la vitalidad del Nombre-del-Padre heredado de la tradición. La declinación del Nombre-del-Padre se anunció desde el siglo XIX, Balzac lo señala, por efecto de las modificaciones que inducían en la sociedad el aumento de la potencia del modo de producción capitalista, él mismo condicionado por la revolución tecnológica de finales del siglo XIX, consecuencia de la revolución científica del siglo XVII. Los avances de la biología en la segunda mitad del siglo XX han dislocado poderosamente el orden del mundo fundado sobre la prevalencia del Nombre-del-Padre y del Nombre-de-Dios. Esta perturbación, en adelante sensible a todos, está en el origen de la reacción tradicionalista, que toma la forma de movimientos llamados fundamentalistas. Estos movimientos, inexistentes en las zonas del globo marcadas por las religiones sin Nombre-del-Padre, permanecen moderados en aquellas donde se había impuesto una concepción trinitaria, taponando lo absoluto del Nombre. Son ya más extremistas allí donde el culto del Nombre único es tradicional, en el judaísmo, y recurren francamente al mass murder allí donde el Nombre es tradicionalmente llamado a reinar sobre los espíritus y sobre la sociedad bajo una forma absoluta, quiero decir en la tierra del Islam.

Se pueden prever desde ahora las inmensas convulsiones que tendrán lugar en el curso del presente siglo por la aparición probable de nuevas formas sintéticas, perfeccionadas en laboratorio, ya no en el Nombre-del-Padre, sino en el nombre del progreso científico y de los beneficios que de él se esperan.

Ya no más leer, sino escribir el código genético: es lo que aún no se ha hecho, pero a partir de ayer está dicho, y es probable que se haga.

En este punto es oportuno escuchar de nuevo la vocecita de Jacques Lacan, y su llamada aforística, por largo tiempo enigmática, críptica: «No hay proporción sexual —relación sexual— que pueda escribirse».

Se trata aquí de un caveat mayor, de una cláusula de imposibilidad extraída por Lacan de la experiencia condicionada por el discurso analítico, y del que se esforzó en demostrar la pertinencia en sus Seminarios XVIII y XIX en los inicios de los años setenta. Hoy, en 2007, esto quiere decir que las reescrituras en curso del patrimonio genético de los seres vivos darán sin duda nacimiento a nuevas formas de vida. Esta reescritura terminará ciertamente por tocar al genoma humano mismo. Formas inéditas de reproducción del viviente aparecerán. No obstante, podemos estar seguros de que, en lo que concierne a la especie humana, permanecerá imposible escribir en el código genético la proporción sexual que no hay.

En el ser hablante, la proporción sexual está condicionada por el lenguaje o, más precisamente, por la práctica de lalangue. De esto se deduce que se distingan en su cuerpo los órganos, que toman un valor de significante. Es el caso en particular del órgano macho de la reproducción. Es también el caso de una entidad material excretada por el cuerpo, a saber, el objeto anal, y de la entidad material necesaria para la subsistencia, tomada del cuerpo materno, el objeto oral. Del mismo modo funciona para los objetos cuya materialidad es ciertamente menos evidente, la mirada y la voz. Esos objetos tienen un valor de significantes imaginarios. Teniendo valor de significantes, son potencialmente portadores de significación. Esas significaciones no son genéricas y necesarias; en razón de la estructura de la relación del significante al significado, son individuales y aleatorias. Pero interfieren necesariamente en el establecimiento de la proporción sexual, hasta el punto de que parece que el ser hablante tiene relación con esos objetos más que con el partenaire sexual propiamente dicho.

El psicoanálisis ha podido mostrar que, en un sujeto dado, la elección de objeto sexual estaba guiada por la implicación de dicho objeto en ciertas significaciones ligadas a los objetos primordiales que hemos enumerado. El modo de goce del ser hablante está afectado hasta en sus fundamentos, y se encuentra esencialmente diversificado según los individuos de la especie, incluso se puede grosso modo distinguir el modo de gozar del individuo macho del modo de gozar del individuo hembra. Esta individuación extrema del modo de gozar según las significaciones en juego, obliga por otra parte a poner en función al sujeto del significante más que al individuo de la especie.

Para decirlo en términos técnicos, la relación del sujeto al falo y, más generalmente, al objeto a, existe como tal, se encuentra en todos los sujetos dotados de ser hablante, proviene, digamos, de lo real. En cambio, la relación al otro sexo no existe como tal, proviene, digamos, del semblante. La relación sexual constituye en el ser hablante una verdadera falla de lo real, que ninguna ingeniería biotecnológica, ninguna biología sintética, sabrá colmar, salvo extrayéndole su facultad de hablar, al realizarle una ablación simbólica. Es en esa pequeña falla donde proliferan los fantasmas, los delirios, también las epopeyas de las que se revela capaz la especie humana, tanto en el registro religioso como en el científico, y en las tecnologías que explotan y orientan.

La experiencia analítica, que tiene ahora un siglo detrás de ella, muestra, si se la lee como conviene, que la elección del objeto sexual propio de un sujeto dado se caracteriza por tres rasgos constantes: la contingencia; la singularidad; la invención.

Contingencia. El defecto de escritura de toda proporción sexual genérica tiene por consecuencia que el sujeto depende de la contingencia de los encuentros que puede hacer en la esfera de su Umwelt, y de los enunciados prescriptivos que remplazan para él la relación imposible de inscribir. Las civilizaciones han inventado diferentes modelos normativos para compensar el defecto de la proporción sexual. Con relación a esas normas, la desviación subjetiva no es accidental, es de regla. Un análisis permite en general aislar el o los encuentros iniciales haciendo escritura.

Singularidad. Una vez instalado a partir de la contingencia inicial, el modo de gozar, en general, se vuelve necesario, en el sentido de que no cesa más de escribirse, sino que se repite. Un análisis debe permitir repetir, aislar, volver legible la escritura del programa del goce que prevalece para un sujeto, abriéndole así la posibilidad de ganar un cierto grado de libertad con relación a aquél y, al menos, de reinscribirse en él con el menor malestar posible.

Invención, finalmente. Una invención aleatoria viene en general a recubrir la contingencia real como la necesidad subsecuente, para dar al sujeto la ilusión de una libertad de elección inspirada por motivos éticos y/o racionales, según la fórmula: «Yo, como los otros», a menos que sostenga en él la noción de la desgracia de ser, de la cual sería sólo él la víctima, según la fórmula «Todos, menos yo». Un análisis, una vez más, debe permitir barrer esos sueños groseros para reconciliarse lo mejor posible con la singularidad que es el terreno de todo ser hablante. La ideología contemporánea de la civilización occidental, fuertemente marcada por el psicoanálisis, va además en ese sentido.

Por esta razón propongo, para las Jornadas de la ECF del año próximo, que podamos testimoniar, basándonos en la riqueza infinita de nuestra experiencia, de la proporción sexual en la contingencia, su singularidad y sus invenciones.

Bibliografía

FREEMAN DYSON, «Our biotech future», The New York Review of Books, vol. 54, n° 12, 19 de julio de 2007; también: l’échange de W. Berry, J. P. Herman y C. B. Michael, con Fr. Dyson, vol. 14, 27 de septiembre de 2007; la carta de Raymond A. Firestone y la respuesta de Fr. Dyson, vol. 54, 11 de octubre de 2007.

FRÉDÉRIC GARLAN, «Le biologiste controversé C. Venter anuncia una nueva forma de vida», AFP, 6 de octubre de 2007, 20:24 h.

ED PILKINGTON, «Scientist has made synthetic chromosome», The Guardian, 6 de octubre de 2007.

Complementos

En el momento de escribir mi comunicación, no había leído el artículo siguiente, muy sugerente: Andrew Pollack, «How do you like your genes? Biofabs take orders», The New York Times, 12 de septiembre de 2007.

Para una aproximación mediática al juego de roles sexuales, consulté esta mañana el dossier de la revista Elle de esta semana, titulado «Especial sexo. ¡Viva el amor! Lo que nos vuelve mujeres. Lo que los vuelve locos», Elle, n° 323, 8 de octubre de 2007.

LA SUBVERSIÓN CONSUMISTA DEL SUJETO

IGNACIO CASTRO REY*

A riesgo de ser pesados, recordemos otra vez el avance entre nosotros de la normalización, el despliegue general de la identidad, de los procesos sociales de identificación y reconocimiento que hacen «salir del armario» a individuos, minorías y nuevas naciones. La fluidez del capitalismo se consigue con una atomización individual, con la acumulación masiva de una identidad aislada y marcada. Sólo se suman masivamente átomos desarraigados de lo cualitativo, sólo se acumula y se cuantifica el aislamiento. Desde hace tres, cuatro décadas el «principio de individuación» del ser humano parece ser el aislamiento creciente de cualquier principio fijo, el recorte informativo del individuo sobre un fondo neutro, uniforme, tan plural como indiferente. El triunfo mundial de la información y el canon digital supone un fondo de oscurantismo analógico que impide la expresión espontánea y hacer un sinfín de preguntas. Vivimos en una combinación acelerada de desarraigo y reidentificación, de silencio privado y espectáculo público, de miedo y seguridad. En este sentido, nuestra época es profundamente nuclear, incluso a través de variantes verdes. No tolera a un niño, una mujer, un indígena, un inconsciente sin regular ni reconocer. El ideal es que no haya existencias que palpiten fuera de la historia, vidas sin ser integradas como sujeto de derechos. El mercado es, en este aspecto, una forma genial de marcado, de marcaje, mucho más eficaz que el Estado. El imperio estadounidense sobre el mundo —en primer lugar, sobre Europa— impulsa el dominio puritano del desarraigo y la identificación, de la independencia y la asociación. Es puritano porque siente repugnancia ante el virus de la existencia, la posibilidad de que su simple condición mortal genere sentido. Éste es el fantasma del capitalismo, que la singularidad se baste a sí misma. Para sortearlo, barras y estrellas, barras de corte y estrellas de marca: balcanizar y federar. ¿Es otra cosa la actual Europa? Lo mismo ocurre en el plano psíquico: cortar y pegar, aislar y evaluar, diagnosticar y medicar. Se trata de un poder biopolítico que desaloja íntimamente lo latente en aras de una actualización comunicativa que penetra todos los rincones. Nunca como en el «fin de la Historia» ésta ha tenido un fin más preciso: la cobertura, la duplicación, el dominio de cualquier forma de vida. No deben quedar potencias latentes. Para nosotros ya no hay clase proletaria que ronde las afueras, sino sólo la vida sin nombre, sin clase ni media estadística. Estamos hablando de un poder social, venido del Norte, cuyo fantasma es la finitud misma, su inmediatez mortal. Un poder que generará, se ha dicho, guerras terribles. ¿También contra el alma de la subjetividad, ese Dasein cuya esencia es existencia?

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Por lo pronto, bajo el imperativo de la socialización, este avance del aislamiento y su conexión febril, es necesario constatar el retroceso, el marginamiento creciente de lo que podríamos llamar la errancia, ese errar propio de la vida más elemental, del «cualquiera» que es uno mientras vaga. Recordemos que la individualidad tiene el precio de no poder ser elegida ni conocida; por definición, tiene su eje fuera de toda esencia fija: sencillamente, deviene, nos sorprende «arrojados» en tal o cual caso. De ahí la importancia clave de atender al lapsus y el error, al acto fallido, a aquello que en el cristianismo se llamaba «pecado». Como el Yo no es el maestro en su morada, no tiene método para la verdad. Su método es la crisis del saber, el dolor y la vivencia constante de la finitud, de aquello que muta por fuera y precisamente la ideología consumista niega. De resultas de ésta, debemos hablar de una nueva discriminación, de la clandestinidad que segrega la transferencia global de la existencia a lo social, de la naturaleza a la historia, de lo personal a lo impersonal y técnico. Gitanos, mujeres, homosexuales, negros, gallegos, judíos: todo el mundo quiere reconocimiento público, tener los dos pies en el Estado-mercado, en el marcado estadístico e informativo. Estamos hablando de un estatismo continuo, anímico, interiorizado. En el plano psíquico, el resultado es la hipertrofia de las señas de identidad y el decrecimiento de la relación con todo lo que sea turbio y terrenal, lo indefinido o anómico en el sujeto, lo que no se presente marcado. El Yo es como una Torre aislada dentro de las sombras de la subjetividad, sostenido por el temor constante a un ataque interno. Asistimos a una especie de hegelianismo generalizado también en el orden mental, a una voluntad incansable de superación, aunque hoy día su estilo sea emotivo y personalizado, casi a la carta. Lo sucio o anómalo sólo obtiene reconocimiento si es espectacular —si tiene «armas de destrucción masiva», perdonen la broma—. A veces parece que en este marco de «debilitamiento» posmoderno y corrosión del viejo carácter, incluso las posiciones individuales más sutiles —leer a Benjamin, gustar de las películas de Sokurov, ser deleuziano o lacaniano— son solamente otros modos de la identificación, formas de mantener la marca del nombre propio en la planicie mundial de la indiferencia.

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Asistimos a un divorcio generalizado de la subjetividad —la crisis de la pareja es sólo parte de esto— con respecto a cualquier cosa que comprometa o limite su narcisismo, la seguridad del egoísta «yo-mí-me-conmigo». Es obvio que la caída espectacular de la tasa de natalidad en los países desarrollados, salvo que el Estado intervenga con incentivos, es un reflejo indirecto de esto. Tener un hijo no es precisamente desplegar tu identidad, sino apostar por la otredad más íntima de tu existencia, y no parece que estemos preparados para esto. Con frecuencia, al criticar la «hipocresía» tradicional de ayer, lo que el sujeto quiere es romper incluso con las formas de cortesía y educación que hoy obligarían a atender al otro. Y esto es groseramente patente hasta en las situaciones más dramáticas: el muerto al hoyo, el vivo al bollo. Todo el mundo es vertiginosamente correcto en cualquier situación, por no decir ausente. Al mismo tiempo que el sujeto se atiene rígidamente a las reglas del guión social, a una seguridad que no le exige más que asistir «interpasivamente» —diría Baudrillard— al espectáculo, no se permite ninguna actuación que le ponga en juego, que arriesgue su seguridad o su narcisismo. En nuestro mundo la gente ni siquiera es malvada, sino simplemente neutra, fluida, reservada. Ésta es nuestra monstruosidad banal, la que los «efectos especiales» del terror mediático ocultan. En este mundo taladrado por la imagen, se trata de no ser nunca visible personalmente, sino sólo escénicamente, en los diversos papeles precocinados que desempeñamos. El sujeto se divide en franjas horarias separadas y así nadie lo conoce —ni siquiera él mismo—, mientras la vida la controlan distintos guiones que no están en contacto entre sí. La conexión se establecería al desconectar del programa social, al pararse y dialogar con el no-saber de la existencia, con su «angustia», pero eso es más o menos inconcebible en estos tiempos de programación total, donde la división del ocio prolonga en lo privado el control antes circunscrito solamente al horario de trabajo. Si hoy ponemos continuamente el acento en la violencia espectacular es para tender una cortina de humo sobre esa otra violencia diaria, discreta, consensuada. En efecto, la moraleja de la violencia espectacular, de esos monstruos que hoy dan tanto juego mediático, es ésta: el exterior no digitalizado es aberrante; por tanto, mantente a este lado de las cámaras, perfecciona las reglas de la compartimentación.

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La información sólo tiene un mensaje, por eso puede mutarse en un medio sin fin: mantén las afueras de la vida lejos. Pero el problema es que el afuera constituye lo más íntimo del adentro, el ser mismo del Dasein