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Primer volumen de las aventuras de Gregorio Miedo y Medio, un personaje inolvidable creado por la pluma de uno de los autores más emblemáticos de literatura juvenil española: Andreu Martín. Nuestro protagonista, Gregorio Medoy, es tan miedoso que se ha ganado el apodo de Gregorio Miedo y Medio. Sin embargo, un día cae en sus manos el maravilloso Grimorio Gregoriano, un libro lleno de fórmulas para convertirse en Mago de Verdad. A partir de ese momento, sus enemigos se ven debilitados, a su profesor de matemáticas se le rompen los pantalones, la maravillosa Henar queda perdidamente enamorada de él y el pavoroso Monstruo del Hotel Espléndido no puede hacerle daño alguno. Una nueva serie de aventuras, humor y muchas emociones para los más pequeños de la casa.-
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Seitenzahl: 246
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Andreu Martín
Saga
Gregorio Miedo y Medio
Copyright © 2000, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726962291
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Andreu Martín(Barcelona, 1949) es escritor y guionista de cómic, teatro y series de televisión. También ha trabajado como director de cine (Estoy en crisis, El Caballero del Dragón). Ha escrito novelas policiacas como Prótesis (premio Círculo del Crimen, 1980); Barcelona Connection (premio Hammett de la Asociación Internacional de Escritores Policiacos, 1989), adaptada al cine, o El hombre de la navaja (premio Hammett, 1993). Como autor de literatura juvenil ganó, junto con Jaume Ribera, el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil (1989) por No pidas sardina fuera de temporada, con el que empezó la serie de libros dedicados al joven detective Flanagan, y posteriormente el premio Columna Jove 1994 por Flanagan de luxe. También ha sido premiado por su novela Mentiras de verdad (Premio Ramon Muntaner, 1999) y más recientemente por Bellísimas personas (Premio Ateneo de Sevilla, 2000).
Su obra ha sido traducida al alemán, francés, italiano, portugués, holandés, catalán, gallego, vasco y bable.
La Palabro se ha vestido de gala. El traje de chaqueta gris marengo, la camisa de seda y la corbata de lazo. El pelo recogido en un moño austero, perfilados los párpados con una línea negra, los labios rojos, las mejillas pálidas coloreadas con la torpeza de quien no está acostumbrada a maquillarse.
Su marido, ese ente amorfo y sin nombre que se queda tras el mostrador, ha arqueado las cejas, sorprendido por tanta elegancia, y le ha preguntado dónde iba. Ella, naturalmente, no le ha contestado.
Pasa a recogerla un todoterreno enorme, negro y reluciente como el charol, demasiado lujoso para el modesto Bazar Topete, Objetos de Regalo. El conductor es un tipo delgado, huesudo, con una mirada afilada y penetrante que le da aspecto de estar a punto de explotar. Es una mirada rabiosa, escrutadora y amenazante, como si en medio de una multitud estuviera tratando de identificar al asesino de su madre. Los pómulos altos y pétreos, los labios y las mandíbulas apretadas contribuyen a acrecentar la inquietante sensación de peligro que infunde. No saluda a la Palabro cuando ésta monta en el coche, y la Palabro lo prefiere así. Se estremece ante la sola idea de tener que intercambiar alguna palabra con aquel sujeto.
El todoterreno negro atraviesa el Puente de Hierro en dirección a Salamanca.
Cinco minutos después, la Palabro se arrepiente de haber accedido a entrevistarse con aquel desconocido de voz oscura que la llamó anteayer por teléfono. No acostumbra a salir de su bazar para hablar de temas profesionales. Normalmente, son los otros quienes van a verla. Pero el hombre de la voz oscura le ofreció diez millones de pesetas y con eso la convenció. No son frecuentes los negocios de diez millones de pesetas.
Apenas media hora después de salir de su casa, el todoterreno entra en los terrenos de una dehesa. A lo lejos, en el horizonte, se perfilan contra el cielo las siluetas de los toros bravos.
El conductor ominoso hace girar el volante y el vehículo negro abandona la carretera para lanzarse campo a través, dando brincos sobre baches, matorrales y desniveles.
La Palabro no se atreve a preguntar dónde van. Ve a lo lejos el edificio central de la dehesa y deduce que el conductor es impaciente y está atajando. Se están acercando mucho a la manada de enormes toros bravos, pero la lógica dice que nada pueden hacerles mientras se mantengan dentro del todoterreno.
Se detienen en seco. En medio del campo.
Los toros levantan la testuz y dirigen una mirada insultantemente indiferente hacia los intrusos.
El conductor se apea. ¿Qué ocurre? ¿Una avería? Con asombrosa serenidad, rodea el coche pasando por delante del capó y abre la puerta que queda más cerca de la Palabro.
—Bájese.
—¿Qué?
—Que se baje. Que se apee.
—Pero...
La Palabro mira a los toros por encima del hombro del chófer. Confía en que esa mirada sea lo bastante explícita, pero no le sirve de nada. El chófer delgado de la mirada terrible la agarra de un brazo y la saca del coche sin contemplaciones.
—Que se baje.
—Oiga, pero escuche...
—Hasta la casa, tendrá que ir usted a pie.
—¡Pero los toros...!
El conductor no parece haberse percatado de la presencia de los toros. Vuelve a rodear el capó del todoterreno y se pone otra vez tras el volante. Arranca y el coche se aleja dejando tras de sí una estela de polvo.
De pronto, a la Palabro los toros le parecen mucho más cercanos y más grandes. Las astas son como espadas afiladísimas. Los animales también la contemplan con insistencia, incrédulos ante tanta osadía. «¿Cómo se atreve ésta...?»
La Palabro empieza a caminar hacia el edificio que la aguarda a lo lejos, a lo muy lejos. Lentamente. No tendría que haberse puesto la falda estrecha. Ni los zapatos de tacón. Se le tuercen los tobillos en las desigualdades del terreno. La Palabro tiene las piernas largas y es capaz de dar zancadas mucho mayores que esos pasitos ridículos a que le obliga la maldita falda tubo del traje gris marengo.
Un toro resopla a su espalda.
A la Palabro le parece escuchar una especie de galope. O trote. El suelo vibrando bajo las pezuñas de los animales enfurecidos.
Se quita los zapatos de tacón dando puntapiés al aire, proyectándolos hacia un lado y a otro, los deja allí tirados y prueba a caminar más de prisa.
La falda continúa siendo un estorbo. Las piedras se le clavan en las plantas de los pies, pero no debe permitir que eso retarde su avance.
Los toros no se han lanzado contra ella, o ya la habrían atrapado. Se imagina ensartada por los enormes pitones, haciendo piruetas en el aire como los toreros que alguna vez vio en la tele. Lanzada hacia el cielo, patas arriba, cayendo de cabeza, aquellas terribles costaladas, y el toro embistiendo de nuevo, hincándole el cuerno.
Sin pensar en lo que hace, baja la cremallera de la falda y se la quita con decisión. Cae la prenda en torno a sus pies y la Palabro se siente liberada. Entonces, echa a correr.
Oye un mugido.
No se atreve a mirar por encima del hombro, pero está segura de que la persiguen. No consigue quitarse de la mente los cuernos afilados, las narices del toro resoplando para manifestar su furor.
La Palabro es capaz de correr muy de prisa. Ha corrido delante de la policía y delante de malhechores mucho más peligrosos y veloces que la policía. Ha corrido delante de coches que la embestían y delante de balas que buscaban su cuerpo. Y, hasta entonces, siempre salió ilesa. Pero, una vez más, como siempre que se encuentra en una situación semejante, piensa que el crimen no compensa, se pregunta quién la mandaría a ella mezclarse con esta clase de personas y meterse en esta clase de situaciones.
Cae y rueda por el suelo y entonces, por el rabillo del ojo, ve que uno de los toros viene a por ella. Está bastante lejos. Hasta entonces, él y sus colegas la han estado observando con curiosidad e infinita paciencia. La caída y el revolcón han terminado por exasperar a uno de los monstruos negros, el más curioso. Ahí viene, mugiendo, trotando. Ahora sí que no hay salida posible.
Con un chillido, la Palabro se pone en pie y continúa la carrera con redobladas ansias. ¡Socorro! ¿Por qué le hacen aquello? ¿Quién es aquel maldito Caín Frutales que le ofreció diez millones de pesetas? ¿Por qué le han tendido esta trampa?
Corre mucho más que antes, mucho más de lo que se creía capaz de correr. Sus rodillas se levantan y descienden con la velocidad y la energía de pistones de un automóvil a cien por hora, los pies apenas tocan el suelo, sus brazos van adelante y atrás con precisión de corredor profesional. Le sangran las plantas de los pies, heridas por piedras y espinos, las medias están destrozadas y las carreras dibujan líneas como churretones a lo largo de sus piernas.
El edificio central de la dehesa no está lejos. Puede distinguir perfectamente el todoterreno negro ante la puerta, y el rojo de los geranios bordeando las ventanas. Junto al vehículo se encuentra el chófer fumando un cigarrillo tranquilamente y un hombre alto, corpulento y con el cráneo afeitado. Un hombre de cabeza muy gorda y redonda, como un balón de fútbol, que va vestido totalmente de negro.
La Palabro piensa que esta visión será la última de su vida. Siente la presencia del toro a poca distancia de su espalda, su resollar furibundo, el peso de su corpachón cada vez que posa un pie en el suelo.
La Palabro va llorando y grita:
—¡Por el amor de Dios, socorro!
El hombre cabezón vestido de negro tiene algo en la mano. Algo que la Palabro quiere creer que es un revólver. Espera el estampido de un disparo que termine de una vez con este tormento. Un balazo que mate al toro o que la mate a ella de una vez, ahorrándole cornadas y volteretas de saltimbanqui por los aires. Pero nadie mata a un toro bravo de un tiro. ¿Tú sabes lo que cuesta un toro bravo?
El trote a su espalda se precipita, como si el animal hubiera acelerado aún más su carrera; a la Palabro le parece que el aliento de la bestia le quema la espalda, y ella ya no puede correr más, de manera que abre la boca en una mueca angustiosa, al límite de sus fuerzas, y se da por muerta en el momento en que tras ella se produce un estruendo como de alud.
Y el estruendo y la presencia de la muerte van quedando atrás, atrás, mientras ella se acerca más y más al hombre de la cabeza gorda que tiene en la mano un mando a distancia, de ésos de hacer zapping en el televisor.
La Palabro no vuelve el rostro para no perder ni un instante, pero la sonrisa confiada y socarrona de los dos hombres le dan a entender que ya no hay peligro, que el toro ha quedado atrás, quién sabe si riéndose de que ella se asuste por tan poca cosa. Lo cierto es que resulta ridículo que una mujer como ella corra de esta manera, sin falda ni zapatos, con las medias destrozadas, el maquillaje arruinado por las lágrimas, el moño alborotado, la ropa sucia y rota por las caídas.
—Tranquila, tranquila —oye que dice el dueño de la casa.
Suelta el llanto con una especie de alarido y se deja caer de rodillas, temblando presa de un ataque de nervios. Llora y ríe en confusa mezcolanza y cada vez tirita con mayor violencia. Los dos hombres la observan con benevolencia, esperando pacientes a que se calme y pueda mantener una conversación civilizada. La Palabro se atreve a mirar atrás y ve que el toro es un bulto en el suelo, una montaña negra que ha hincado los cuernos. ¿Muerto?
La Palabro no entiende nada.
—Está dormido. No había ningún peligro, mi querida señora. Tiene implantado un electrodo en el cerebro. Basta activar el electrodo con este mando a distancia para que caiga rendido de sueño. Cuando despierte, ya no recordará nada.
La Palabro, hecha una piltrafa, sólo puede levantarse apoyándose en los dos hombres. Al dolor, al miedo, a la fiebre, al temblor y a la rabia se suma una profunda vergüenza ahora, cuando toma conciencia de que está sin falda ni zapatos, los cabellos en desorden y carreras en las medias. Es incapaz de articular palabra. El dueño de la casa habla por ella.
—Soy Caín Frutales, para servirla —tiene la cabeza muy gorda y parece más gorda aún porque la lleva completamente rapada. Pero se le ve orgulloso de tener la cabeza tan enorme. Sus ojillos son rasgados y perversos, aficionados a las bromas pesadas. Y luce una barba recortada minuciosamente, un hilillo de pelos que forma un círculo perfecto en torno a la boca—. Con este pequeño experimento sólo quería demostrarle lo que puede sucederle si trata de engañarme, o si habla de mis propósitos con la policía o con cualquier otra persona. Le conviene que seamos amigos, le conviene tenerme de su parte.
Entran en la casa. La Palabro se ha sentado en una silla. Frente a ella, sobre un escritorio, hay cinco montones de billetes de cinco mil pesetas.
—Ahí tiene cinco millones de pesetas por adelantado. Puede contarlos. Un buen adelanto por un trabajo que todavía no sabe ni en qué consiste. No me lo puede negar, ¿verdad? Con este dinero, puede comprarse ropa nueva, medias nuevas, zapatos nuevos y pagarse una sesión en la peluquería más cara de su pueblo. Dentro de dos días, ya no se acordará de esta broma inofensiva... A menos que esté planeando engañarme.
—¿Qué quiere de mí? —es lo primero que sale de los labios resecos de la Palabro.
—Me han dicho que es la única de la región que puede conseguírmelo.
—¿El qué?
—El Grimorio Satánico. Está en el Museo del Diablo de Palencia. Tráigamelo y tendrá los otros cinco millones.
—¿Y si no puedo traérselo?
—Vamos, vamos. ¿Y si la atropella un coche cuando cruza la calle? ¿Y si le cae una tonelada de ladrillos en la cabeza? No tiene por qué pensar en desgracias. Necesito ese grimorio antes de la próxima luna llena.
—Papá, ¿qué es un grimorio?
El señor Medoy está leyendo el dominical. Levanta la vista, frunce el ceño y los labios y deja la lectura a un lado.
—¿De dónde has sacado eso? —el señor Medoy nunca le diría a su hijo «No lo sé».
—De aquí.
El chaval trae el periódico en la mano. Le muestra unos grandes titulares:
ASALTO AL MUSEO DEL DIABLO
Y, debajo: Los ladrones se llevaron un tesoro de valor incalculable. El texto dice que, por la noche, al menos dos hombres accedieron al museo por las alcantarillas, abriendo un boquete en el suelo después de desconectar las alarmas. Se llevaron objetos religiosos medievales, tan valiosos por el oro y las piedras preciosas con que están fabricados como por su antigüedad; y un par de retablos del siglo XIV, y terracotas mesopotámicas, y el llamado Grimorio Satánico, del que sólo se conserva este ejemplar en todo el mundo.
A Gregorio no le ha llamado la atención la palabra retablo, ni terracota ni mesopotámico. Se ha ido a fijar en grimorio, posiblemente porque la fotografía que ilustra la noticia muestra un libro antiguo, abierto por páginas cubiertas de caracteres incomprensibles, y el pie dice «Grimorio Satánico».
El niño no se habría conformado con la sucinta explicación «Un grimorio es un libro», de manera que su padre abandona el sillón para dirigirse a la biblioteca. Saca el volumen de la enciclopedia correspondiente a la letra ge, hojea unos instantes y, al fin, ilustra a su hijo:
—Es el libro que utilizaban las brujas y los hechiceros. Allí constaban los conjuros para hacer sus obras de magia.
—Sus obras de magia —el chico, maravillado.
—Por ejemplo, allí es donde pone lo que hay que hacer para volar sobre las escobas...
—O para hacer que una princesa se enamore de ti —apunta mamá desde el comedor, ella siempre tan romántica.
—O cómo hacerte invisible...
—O cómo encontrar tesoros ocultos...
Gregorio quiere tener un grimorio.
Tiene que conseguirlo como sea.
Valentín Condal no se llama Valentín Condal.
Es el nombre con que se ha bautizado para viajar a Zamora, donde iniciará una nueva aventura que todavía no sabe cuál es. Le gusta llamarse Valentín porque viene del latín y significa «sano, robusto, hombre con buena salud», pero parece un diminutivo simpático y asturiano de la palabra valiente. Además, san Valentín (14 de febrero) es el santo patrono de los enamorados. Le parece, pues, un nombre ideal para héroe de novela amable que relate peripecias intrascententes. Ha elegido Condal de apellido porque cree que le ennoblece, puesto que viene de conde, y además le recuerda a su ciudad natal, Barcelona, a la que se suele denominar Ciudad Condal.
Cuando finaliza sus aventuras, Valentín Condal suele dejar atrás una buena cantidad de personas con la unánime opinión de que debería acabar su vida pudriéndose entre rejas, de ahí que a Valentín Condal le convenga cambiar de nombre. Con otro nombre, es otra persona y ese personaje nuevo llega sin pasado a lugares nuevos donde, por lo general, vive un presente del cual, debidamente convertido en pretérito, deberá huir por piernas y preferirá olvidarse una vez más. Nombre nuevo, vida nueva, aventura nueva.
Mientras Valentín Condal conduce su coche polvoriento y busca la provincia de Zamora, en la radio un locutor de voz profunda comenta el robo del Museo del Diablo de Palencia.
—Tenemos con nosotros a Conrado Arlanzón, especialista en el tema a quien, hace unos años, encargaron la traducción del latín del Grimorio Satánico, que ahora nos ocupa. Buenos días, señor Arlanzón.
—Buenos días.
—¿Este Grimorio Satánico es único? Quiero decir: ¿hay más grimorios en el mundo?
Alguna vez le comentaron a Valentín Condal, entre risas, que Zamora no existía. Según sus amigotes, se trataría de uno de tantos nombres inventados por los geógrafos para llenar espacio en los mapas y ganarse el sueldo. «Oye: este mapa me queda muy vacío.» «Pues pon tres o cuatro pueblos y una montaña.» Material de relleno para tener entretenidos a los chavales en clase y que ejerciten su memoria. «León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia.» Al fin y al cabo, a lo largo de la vida se van olvidando los conceptos que no utilizas y mal puedes utilizar aquello que no existe. Los defensores de tal teoría le explicaron que los geógrafos desaprensivos bautizaron la entelequia con una palabra empezada por zeta porque, de este forma, quienes se entretuvieran en comprobar la existencia de todas las palabras del atlas y lo hicieran por orden alfabético (Aachen -Aquisgrán-, Aalen, A’álí an-Nil, Aalst...,) se cansarían mucho antes de llegar a Zamora.
—Hay muchos grimorios conocidos. Desde la Edad Media hasta bien avanzado el siglo XVIII, el fenómeno de la brujería produjo gran cantidad de libros de hechizos que se hicieron famosos. Los más conocidos son, quizá, «La clavícula de Salomón» de Eliphas Levi y las «Clavículas de Rabbi Solomon»...
—¿Clavículas? ¿Por qué se llaman clavículas? ¿Es que están escritos sobre huesos humanos?
—No. No tiene nada que ver con el hueso del hombro. Es un diminutivo de clave. También hay que citar el Grimorio del Papa Honorio, publicado en Roma en 1760. Y el Pequeño Alberto.
—... Y el Gran Alberto, ¿no?...
—No. El Gran Alberto, que en realidad se llama Los Admirables Secretos de Alberto el Grande, es en realidad un tratado de ciencias naturales, medicina y distintas recetas prácticas, como la forma de conocer el sexo del hijo que va a nacer, por ejemplo, pero no es propiamente un libro de conjuros mágicos, como el Pequeño Alberto. Los dos fueron escritos por un monje alquimista del siglo XIII, maestro por cierto de santo Tomás de Aquino, pero la única copia de que se dispone data del siglo XVIII...
A lo largo de la vida de Valentín Condal, los estudios de historia parecían confirmar la superchería. En efecto, Zamora no habría sido lo que es si el rey Fernando de Castilla no hubiera tenido la mala idea de dividir su reino para tener contentos a sus chicos. Castilla la bien nombrada le correspondió a Sancho; León, Asturias y Sanabria fueron para don Alfonso, y Galicia y Portugal le tocaron a don García. Las hijas, las pobres doña Urraca y doña Elvira, protestaron enérgicamente aun cuando su padre estaba en el lecho de muerte: «¿Y a nosotras? ¡Como somos mujeres, nos dejáis desheredadas!». El rey moribundo hizo gesto de «Ostras, es verdad» y arregló las cosas echando mano de «un rincón»: «Allá en tierra leonesa, un rincón se me olvidaba, Zamora tiene por nombre, Zamora la bien cercada», una especie de propina, premio de consolación para que Urraquita no proteste. Y a doña Elvira le dejó Toro (pero ésa es otra historia). Doña Urraquita y su castillo a orillas del Duero habrían pasado por la Historia totalmente desapercibidos de no ser por una curiosa anécdota que parece fruto de la imaginación de un guionista de tebeos. El infante don Sancho no se conformó con la herencia. Primero le quitó Galicia y Portugal a su hermano García. Luego, fue a por la hermanita. En compañía de su amiguete, el Cid Campeador, cercó Zamora con ánimo de arrebatársela a Urraquita. Pero una noche, durante el cerco, cuando estaba haciendo sus necesidades en cuclillas, un fementido traidor, Bellido Dolfos, hijo de Dolfos Bellido, lo mató y se metió corriendo en la ciudad por el famoso Portillo de la Traición. Arrastrado por las habladurías de mala fe, Valentín Condal se siente inclinado a considerar esta peripecia como una patraña, y le parece más probable que don Sancho muriera en otra parte y de manera más gloriosa y que la tal Urraca y Bellido-Dolfos-hijo-de-Dolfos-Bellido, igual como el doctor Cataplasma, el capitán Trueno o la familia Trapisonda, no hayan existido jamás. Ni tampoco, por consiguiente, el castillo, ni la ciudad, ni siquiera la provincia de Zamora.
Tal vez por eso haya elegido tan mítico y remoto lugar para esconderse de sus perseguidores.
—¿Y hay más grimorios?
—En la Bibliotèque de l’Arsenal de París, se conservan al menos dos: el libro de la Magia Sagrada de Abra-Melín, del siglo XVII, y el misterioso y poco conocido Manuscrito de Magia de Gio Peccatrix el Mago. Y en la Biblioteca del Museo Británico hay gran cantidad de manuscritos ocultistas que han sido poco o mal estudiados. Por no hablar de la Biblioteca del Vaticano. El Liber Spiritum, el Libro de San Cipriano o Ciprianillo, el Grimoire Verum, el Hell’s Coercion, el Libro de la Muerte, la Espada de Moisés...
—¿Y el Necronomicón, del árabe loco, que cita Lovecraft en sus obras?
—Ése no lo ha visto nunca nadie, que yo sepa. Además, sería más un tratado de geografía subterránea y estudio de unos seres extraños que vivirían al margen de nuestra civilización, con religiones ancestrales y dioses monstruosos. Nunca se ha dicho que sea un libro de conjuros.
En Barcelona, cuando se dirigió a una librería especializada en viajes, geografía y antropología para buscar referencias de su lugar de destino, las sospechas parecieron verse confirmadas. Porque, en aquel establecimiento donde se puede encontrar desde un plano de la ciudad de Moscú hasta el mapa de los senderos más recónditos de la provincia canadiense de Saskatchewan, pasando por la descripción de todos los monumentos funerarios prehistóricos de la Tierra del Fuego y por el calendario de las fiestas de guardar nepalíes, no había ni un solo libro, ni un mapa, ni la menor referencia a la provincia o a la ciudad de Zamora.
Lejos de desalentarle, aquel descubrimiento fue un acicate más para Valentín Condal, que pensó que nunca a nadie se le ocurriría buscar a un fugitivo en un lugar que acaso ni siquiera exista.
—¿En qué se diferenciaría el Grimorio Satánico de los otros?
—Todos los grimorios que hemos citado hasta ahora pretenden ser libros religiosos, ortodoxos. Los autores invocan a las Fuerzas Divinas y Angélicas para controlar a los Demonios, que son quienes hacen los prodigios, quienes pueden volverte invisible o hacer que una dama se enamore de ti o fulminar a tus enemigos. El Grimorio Satánico, en cambio, es un documento manifiestamente herético y blasfemo. Se dice que está encuadernado con piel humana, unos dicen que es la piel de un brujo que fue ejecutado por la Inquisición, otros que es la piel de una víctima de un aquelarre. El caso es que se inicia con una invocación a diosas muy antiguas, Hécate, Diana, Ishtar, Diosa de Diosas, y eso nos hace pensar en que su origen está en la religión ancestral que controlaban exclusivamente las brujas. Es, pues, muy anterior al siglo XII en que se empezó a creer que las brujas estaban sometidas al Demonio. Se dice en el proemio que la persona que se dispone a leer y poner en práctica los conjuros del Grimorio está renunciando a las leyes de los hombres y haciendo un pacto con el «Cornudo de las Profundidades Subterráneas». O sea, que está vendiendo el alma, ofreciéndose explícitamente como pasto del Infierno por toda la eternidad. Se habla de personas que murieron fulminadas mientras lo estaban leyendo, otras se volvieron locas. Por eso, de los quinientos ejemplares de que se habla en la primera página, todos fueron perseguidos como la peste, prohibidos, destruidos por el fuego. Excepto éste, que al parecer se encontró en una biblioteca árabe de Córdoba, precintado, con la expresa prohibición de que no fuera leído jamás.
—Pero usted, para traducirlo, tendría que leerlo...
—No lo traduje. Quiero decir que no terminé de traducirlo.
Una semana después, mientras circula en su coche desvencijado por las calles de Valladolid, no hay forma de encontrar un cartel que le indique por dónde se va a Zamora. Hay indicaciones para llegar a Tordesillas y a Medina del Campo y a Salamanca, a Burgos y a Portugal, pero ninguna que haga pensar en la existencia de la imaginaria Zamora. Los transeúntes a quienes pregunta le responden con una amplia sonrisa que lo mismo puede ser de profunda amabilidad como de íntimo regocijo ante un nuevo incauto en busca de un imposible. Le dicen que tome tal calle o tal otra, que tuerza a la derecha o a la izquierda y, muy probablemente, luego se quedarán retorcidos de risa. Otros le dirigen con el ceño y la boca fruncidos, como si hubieran oído hablar alguna vez del improbable Reino de Zamora o como si no les gustaran las bromas ni tomar el pelo a desconocidos y lamentaran verse obligados a hacerlo por quién sabe que leyes autóctonas no escritas. Los más sinceros, en fin, se encogen de hombros y le dicen que no tienen ni la más remota idea de cómo se llega adonde él quiere ir.
—¿No terminó de traducirlo? ¿Por qué?
—Mire: yo no creo en estas cosas. He estudiado mucho el fenómeno de la brujería, pero desde fuera, como una manifestación social más. No obstante, lo cierto es que, en los meses que dediqué a la traducción del libro, cambió mi vida. No descarto que fuera autosugestión, pero me sentía mal, me sentía infeliz, agresivo con mi familia. Intolerante, amargado, impaciente. Por primera vez, pegué a mis hijos. Empecé a comportarme de forma extraña... Y empecé a tener muy buena suerte. Me tocó la lotería. Muchos millones. Pero no dormía bien por las noches. Me alejé de mis amigos. Bueno, no sé muy bien lo que pasó, pero me asusté. Entregué los cincuenta o sesenta folios que había traducido, me negué a cobrar ni un céntimo por ellos. Los millones que me habían tocado en la lotería los repartí en diferentes ONGs. Y mi vida volvió a la normalidad.
—¿Y qué pasó con esos folios traducidos?
—Me han dicho que la editorial los metió en una caja fuerte y allí se conservan. Nadie los ha leído y no creo que se publiquen jamás.
Al fin, cuando ya se ha resignado a refugiarse en Portugal, que es donde todo el mundo va a refugiarse, Valentín Condal encuentra casualmente el minúsculo letrero en forma de flecha donde, en negro sobre blanco, se asegura que a Zamora se llega tomando una estrecha desviación a la derecha. Sale de la provincia de Valladolid y se interna en la de Zamora y, entonces, la carretera olvidada por la administración como por el resto de la humanidad se estrecha y cubre de baches.
Así es como llega Valentín Condal a un mundo hermoso donde parece que se ha detenido el tiempo.
Dos hombres en una situación desesperada.
En el maletero del coche llevan el tesoro del Museo del Diablo de Palencia, valorado en ni se sabe cuántos millones. Ellos son los que abrieron un boquete desde las alcantarillas, los que desactivaron las alarmas y metieron en dos sacos aquellas maravillas de oro, plata y brillantes, aquellas antigüedades de madera carcomida y aquel libraco enorme. Y ahora les acaban de informar que la policía sabe quiénes son y les anda buscando.
Hace un momento que ha sonado el móvil del Caspa. Era Luciano, muy nervioso.
—¡Que ya saben quiénes sois! ¡Que os han identificado!
Luciano es policía, amigo de los dos ladrones. A veces, les pasa información valiosa para sus fechorías y, a cambio, ellos le dan propinas. Es un policía corrupto, una mala persona. Concretamente, ha sido él mismo quien ha proporcionado a sus colegas los datos de los ladrones, para ponerse una medalla.
—Los asaltantes del Museo del Diablo son dos habituales, fichados muchas veces, que se llaman Selenio Chiclana Vázquez, alias Caspa; y José Luis Pérez Vilches, alias el Andamio.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Un chivatazo. Y las huellas dactilares que dejaron. Y que soy muy listo. Ah, y conducen un Peugeot de color rojo...
Y, hace un momento, a ellos:
—Ah, y saben que vais en un Peugeot color rojo, y la matrícula y todo.
Alarma. Nervios. Gritos.
Hasta ese momento, el viaje ha sido apacible, la conversación relajada, el Andamio ha dormitado un poco y luego se han bebido unas cervezas a morro. A consecuencia de la llamada telefónica, una crispación eléctrica acaba de adueñarse del interior del vehículo.
—¿Por qué tuviste que hacerte ese tatuaje? ¡Eso es todo lo que pregunto! ¿Por qué tuviste que hacerte ese tatuaje? No pregunto nada más.
—¡Ya sé que no me preguntas nada más! No creo que tu celebro de piojo te dé para más. ¡Lo malo es que me lo estás preguntando desde hace una hora, sin parar!
—¡Y tú no me contestas! ¡Y yo sólo quiero que me expliques por qué tuviste que hacerte ese tatuaje!
—¿Quieres callarte de una vez? ¡Estoy tratando de pensar!
—Y te cuesta encontrar una respuesta, ¿verdad? ¡A mí también! ¡Yo tampoco consigo entender por qué te hiciste ese tatuaje!