Inesperada atracción - Diana Palmer - E-Book
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Inesperada atracción E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

El agente del FBI Garon Grier compró un rancho en Jacobsville para intentar acabar con algunas rencillas familiares, y, a pesar de que no tenía ningún interés en enamorarse, sintió una inesperada atracción por su vecina, una joven tímida que quería que ciertos secretos permanecieran ocultos y que jamás había pensado en el amor. Grace y Garon se convirtieron en aliados al tener que trabajar juntos en el caso más difícil de la carrera de Garon:. localizar a un asesino en serie cuyas víctimas eran menores, y estaban muertas... excepto una. Ahora un duro hombre de la ley y una mujer con un trágico pasado se encontraban con una nueva oportunidad para ser felices. Sólo necesitaban un poco de suerte... "Palmer sabe cómo hacer que salten chispas... y cómo emocionar" Publishers Weekly

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2007 Diana Palmer.

Todos los derechos reservados.

INESPERADA ATRACCIÓN, Nº 54 - septiembre 2011

Título original: Lawman

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicado en español en 2008

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin y Romantic Stars son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-736-5

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

Dedicatoria

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciseis

Promoción

En memoria de Gene Burton, nuestro vecino y amigo.

Uno

La vieja propiedad de los Jacob estaba en bastante mal estado, porque el último propietario había sido muy descuidado. En el despacho había una gotera, y quedaba justo encima del condenado ordenador.

Garon Grier la contempló con exasperación desde la puerta. Llevaba un elegante traje gris, porque acababa de llegar a Jacobsville desde Washington D.C., donde había asistido a un curso de investigación de homicidios en Quantico. Era su nueva especialidad dentro del FBI. Trabajaba en la oficina de San Antonio, pero recientemente había dejado el apartamento en el que vivía allí y se había trasladado a aquel enorme rancho de Jacobsville.

Su hermano Cash era el jefe de policía de la población. Habían estado distanciados durante un tiempo, porque Cash había repudiado a su familia cuando su padre se había vuelto a casar días después de que su madre muriera a causa de un cáncer, pero la situación se había arreglado. Cash estaba felizmente casado con Tippy Moore, una modelo y actriz afamada a la que se conocía con el apodo de «la luciérnaga de Georgia», y acababan de tener una hija.

Para Cash, la pequeña era como las joyas de la corona, pero a Garon le parecía más una pequeña ciruela pasa enrojecida que no dejaba de mover los puños. Aunque la verdad era que con el paso de los días iba haciéndose más bonita. Le encantaban los niños, a pesar de que no lo parecía. Tenía un carácter directo y brusco, apenas sonreía, y solía mostrarse reservado y seco incluso con las mujeres... sobre todo con ellas. Se le había roto el corazón cuando el amor de su vida había muerto de cáncer, y estaba resignado a permanecer solo durante el resto de su vida. Era lo mejor, porque no tenía nada que ofrecerle a una mujer. Tenía treinta y seis años, y vivía por y para su trabajo. Aunque lo cierto era que le habría gustado tener hijos... sí, habría estado bien tener un crío, pero no estaba dispuesto a arriesgar el corazón.

La señorita Jane Turner, el ama de llaves a la que había contratado, entró en el despacho tras él y lo miró con resignación.

–No pueden venir a arreglar la gotera hasta la semana que viene, señor Garon –le dijo, con un marcado acento texano–. Será mejor que pongamos un cubo por ahora, si no quiere subir usted mismo al tejado con un martillo y unos clavos.

–No tengo por costumbre subir a tejados –le contestó, sin inflexión alguna en la voz.

Ella recorrió su elegante traje gris con la mirada, y murmuró:

–No me extraña –sin más, dio media vuelta para marcharse.

Garon la miró con sorpresa. Aquella mujer parecía pensar que siempre iba trajeado, pero se había criado en un rancho del oeste de Texas. Podía montar cualquier bicho de cuatro patas y en su adolescencia había ganado varios rodeos. Aunque en ese momento sabía más de armas y de investigaciones que de rodeos, era más que capaz de dirigir un rancho; de hecho, había empezado a criar ganado, Angus negros de pura raza, y pensaba ser un duro competidor para sus hermanos y su padre en las ferias de ganado. Había planeado criar sementales capaces de ganar cualquier competición, pero para eso tenía que conseguir que los vaqueros accedieran a trabajar para un recién llegado. Las poblaciones pequeñas parecían blindarse contra los forasteros, y la mayoría de los menos de dos mil habitantes de Jacobsville parecían contemplarlo con suspicacia a través del visillo de las ventanas cuando iba al pueblo. Por el momento estaban observándolo, tomándole la medida y manteniendo las distancias. Los habitantes de Jacobsville formaban una enorme familia de casi dos mil personas, y eran muy cuidadosos a la hora de admitir nuevos miembros.

Le echó un vistazo al reloj. Iba a llegar tarde a la reunión a la que tenía que asistir en la oficina del FBI en San Antonio, pero su vuelo de la noche anterior había sufrido un retraso en Washington por causas de seguridad, y no había llegado a San Antonio hasta primera hora de la mañana. Desde allí había ido en coche hasta Jacobsville, y apenas había dormido.

Salió al amplio porche delantero, donde había un balancín blanco y varios muebles nuevos de mimbre con cojines, también blancos. Estaban a finales de febrero, y el ama de llaves le había dicho que tenía que haber un lugar adecuado en el que las visitas pudieran sentarse y pasar el rato. Cuando él le había contestado que no esperaba tener ninguna visita, ella se había limitado a soltar un bufido burlón y había encargado los muebles de todas formas; al parecer, era toda una autoridad en la zona, y sin duda iba a intentar imponerle sus criterios a él también. Cuando le había dejado claro lo que pasaría si se atrevía a chismorrear sobre su vida personal, ella se había limitado a mirarlo con una sonrisa que ya había empezado a aborrecer. Si hubiera podido conseguir a otra empleada que fuera tan buena cocinera...

Alzó la mirada al oír el motor de un coche, y vio un viejo cacharro negro de marca desconocida avanzando a duras penas y petardeando humo. Era el vehículo de su vecina, cuya casa de listones blancos ribeteada en verde era apenas visible a través de los pecanes y los mezquites que separaban ambas propiedades. Se llamaba Grace Carver, y cuidaba de su abuela, que estaba enferma del corazón. Era una mujer bastante anodina, llevaba el pelo rubio recogido en una coleta, casi siempre vestía vaqueros y sudadera, y solía mostrarse muy tímida cuando coincidían; de hecho, parecía tenerle miedo. A lo mejor su reputación había llegado a oídos de la gente de la zona.

Se habían conocido cuando el viejo pastor alemán de Grace se había escapado y había entrado en sus tierras. Ella había ido a buscarlo, y se había disculpado una y otra vez. Tenía los ojos grises, el rostro oval, y sus únicos rasgos destacables eran su boca y su tez perfecta. Se había limitado a presentarse y a pedirle disculpas sin acercarse lo bastante como para estrecharle la mano, y se había largado casi de inmediato llevando casi a rastras a su perro. No la había vuelto a ver, pero hacía más o menos una semana que la señorita Jane le había dicho que el animal había muerto, y que de todas formas a la abuela de Grace, la señora Collier, no le gustaban los perros.

Cuando él había comentado que la señorita Carver parecía bastante nerviosa al hablar con él, el ama de llaves había contestado crípticamente que Grace era «peculiar» con los hombres y que no salía demasiado, pero no había entrado en detalles y él no le había preguntado nada más al respecto, ya que no estaba interesado. De vez en cuando disfrutaba de alguna velada con una mujer atractiva, preferiblemente alguien moderno y culto, pero las mujeres como la señorita Carver nunca le habían interesado.

Después de echarle un vistazo a su reloj, cerró la puerta principal y fue hacia el coche oficial al que tenía derecho por trabajar en el FBI. Llevaba allí el equipo y los accesorios de trabajo, a pesar de que en el garaje tenía un Jaguar negro nuevo y un imponente Ford Expedition, porque era el coche con el que iba a trabajar. Aunque tardaba unos veinte minutos en llegar a San Antonio, se había cansado de vivir en un apartamento. A pesar de que era una mujer áspera, la señorita Turner era muy buena cocinera y se ocupaba de la casa sin martirizarlo con un parloteo incesante, así que se consideraba afortunado.

Se puso en marcha, y miró con curiosidad hacia el coche de Grace; seguramente, ni siquiera se había dado cuenta de que aquel trasto tenía algún problema mecánico. De vez en cuando, la veía cuidando sus rosales. Eso era algo que tenían en común, porque a él le encantaban las rosas, y había plantado diversas variedades durante su corto matrimonio. En el rancho tenía espacio más que de sobra para disfrutar de aquel pasatiempo, pero casi ningún rosal florecería en febrero.

La oficina era un hervidero de actividad, y encontró a un inspector de homicidios de San Antonio esperándolo en su despacho.

–Ni siquiera he tenido tiempo de presentar mi informe al agente especial al mando, ¿qué demonios quiere? –le dijo en voz baja a la secretaria que compartía con otro agente.

El inspector de homicidios estaba de pie junto a la ventana, con las manos en los bolsillos. Era un tipo alto, su pelo negro estaba recogido en una coleta aún más larga que la de su hermano Cash, y a juzgar por su aspecto, debía de ser una especie de rebelde.

–Algo relacionado con un caso en el que está trabajando, tiene que ver con el secuestro de una niña –le contestó ella.

–Yo no me ocupo de secuestros, a menos que acaben en asesinato.

–Trabajo aquí, sé a qué te dedicas.

–No te hagas la listilla.

–Y tú no te pongas borde. Ganaría veinte dólares por hora si fuera fontanera.

–Joceline, ni siquiera sabes ponerle una arandela a un grifo –le contestó él con paciencia–. ¿No te acuerdas de lo que pasó cuando intentaste arreglar el del lavabo de mujeres?

Ella se apartó un mechón de pelo oscuro de la cara, y comentó con altivez:

–Había que secar el suelo de todas formas. Si quieres saber lo que quiere el inspector Márquez, ¿por qué no se lo preguntas tú mismo?

–Vale. ¿Qué me dices de una taza de café? –le dijo con irritación.

–Ya me he tomado una, gracias –le contestó ella, con una sonrisa.

–No soporto a las mujeres liberadas.

–¿Es que no puedes prepararte un poco de café tú solito?

–Ya hablaremos cuando vengas a pedirme un aumento de sueldo.

–Pues ya hablaremos cuando necesites que te pasen a limpio algún informe.

Garon entró en su despacho sin dejar de mascullar imprecaciones en voz baja, aunque Joceline no dio muestra alguna de oírlo.

El inspector se volvió al oírlo entrar. Tenía los ojos negros, un tono de piel oliváceo, y parecía preocupado.

–Hola, soy Márquez –le dijo, mientras se daban la mano–. Supongo que tú eres el agente especial Grier, ¿no?

–Si no lo fuera, no tendría que ocuparme de todo el papeleo que hay encima de ese escritorio –le contestó Garon con sequedad–. Siéntate, ¿te apetece un café? Aunque tendremos que ir a buscarlo nosotros mismos, claro... ¡porque mi secretaria es una mujer liberada! –añadió en voz alta, cuando Joceline pasó junto a la puerta.

–El ordenador está a punto de borrar la carta de seis páginas que le has escrito al fiscal general sobre tu propuesta para una nueva legislación –le contestó ella–. Es una pena, no sé si tienes alguna copia de seguridad...

–¡Si llegas a casarte, yo mismo te entregaré encantado!

–Si llego a casarme, seré yo quien te entregue a ti.

Garon se sentó tras su escritorio, y comentó:

–Debe de ser hermana de mi ama de llaves. Aunque fui yo quien las contrató, no dejan de darme órdenes.

Márquez esbozó una sonrisa y le dijo:

–Tengo entendido que diriges un equipo que se ocupa de crímenes violentos contra niños.

Garon se puso serio de inmediato y se reclinó en su silla.

–Técnicamente, dirijo un equipo que se ocupa de crímenes violentos, incluso de asesinatos en serie. Pero nunca me he ocupado del asesinato de un menor.

–Entonces, ¿quién se ocupa de esos casos?

–El agente especial Trent Jones era nuestro especialista en ese tema, pero acaban de transferirlo a Quantico para que se ocupe de un caso de altos vuelos, y aún no hemos tenido tiempo de reemplazarlo –Garon frunció el ceño y añadió–: pero Joceline me ha dicho que has venido por una desaparición.

–Empezó siendo una desaparición, pero se ha convertido en un homicidio. Era una niña de diez años. Hemos investigado a todo su entorno, incluyendo a sus padres, pero como no hemos encontrado a ningún posible sospechoso, creemos que pudo ser un desconocido.

Se trataba de un tema muy serio y, por desgracia, no era algo fuera de lo común. Había habido varios casos por todo el país de niños asesinados por delincuentes que ya habían sido condenados por crímenes sexuales.

–¿Tenéis alguna pista?

–No, encontramos el cuerpo ayer. He venido porque he encontrado un caso parecido, y creo que podría tratarse de un crimen en serie.

–¿Cuándo la secuestraron?

–Hace tres días.

–¿Alguna huella?

–No. Los criminólogos inspeccionaron la habitación de la niña a conciencia, pero no encontraron nada.

–¿Se la llevó de su propia habitación? –le preguntó Garon, sorprendido.

–En medio de la noche, y nadie oyó nada.

–¿Huellas de pies, o de ruedas...?

–Nada. O es un tipo con mucha suerte, o...

–O no es la primera vez que hace algo así –dijo Garon.

Márquez respiró hondo.

–Exacto, pero mi teniente no cree que ése sea el caso; según él, un pedófilo se la llevó y la asesinó, pero yo le recordé que es la segunda vez en dos años que tenemos un caso en el que secuestran a la víctima en su propia habitación. El último fue en Palo Verde, y asesinaron a la niña de forma parecida. Encontré la información en el VICAP, nuestro programa de aprehensión de criminales peligrosos, pero el teniente me dijo que estaba perdiendo el tiempo.

–¿Comprobaste si había datos de otros homicidios infantiles?

–Sí, y encontré dos en Oklahoma de hace ocho años. Sucedieron con un año de diferencia, y secuestraron a las niñas de sus casas a plena luz del día. Cuando le enseñé la información al teniente, me dijo que era pura coincidencia, y que la única similitud era que las niñas habían sido estranguladas y apuñaladas.

–¿Cuántos años tenían las víctimas?

Márquez se sacó una Blackberry del bolsillo.

–Entre diez y doce años. Las violaron, las estrangularon y las apuñalaron.

–Dios... ¿qué clase de animal sería capaz de hacerle algo así a una cría?

–Una verdadera alimaña. Creía que en los casos del VICAP que concordaban con este homicidio aparecería un lazo rojo, pero no ha habido suerte.

Cuando Márquez se sacó una bolsa para pruebas del bolsillo y se la dio, Garon la abrió y miró lo que había dentro.

–¿Un lazo rojo de seda?

–Es el arma del crimen. Los primeros agentes que llegaron al lugar pertenecían a la policía de San Antonio, y lo encontraron alrededor del cuello de la niña. El cuerpo apareció ayer, detrás de una pequeña iglesia que hay al norte, y lo trajimos hasta aquí para el examen forense. No hemos informado a la prensa sobre lo del lazo.

Todos los inspectores de homicidios intentaban mantener en secreto una o dos pruebas, para poder sacar información a sospechosos que podían estar mintiendo sobre su implicación en un crimen. Siempre salía algún chalado que se confesaba culpable por razones que sólo la psiquiatría podía explicar.

Garon rozó el lazo y comentó:

–A lo mejor el tipo tiene alguna clase de fantasía.

Había asistido a seminarios del Departamento de Ciencias del Comportamiento del FBI, y había visto cómo trabajaban los criminólogos. El modus operandi era el método que se utilizaba para perpetrar el crimen, y la firma era un detalle que relacionaba a las víctimas de un asesino en serie, algo que tenía importancia para el criminal en cuestión y que no cambiaba. Algunos dejaban a sus víctimas en alguna pose obscena, otros las marcaban de algún modo, pero muchos de ellos dejaban algo que los identificaba.

–¿Has comprobado en la base de datos si se han encontrado lazos parecidos en otros casos?

–Fue lo primero que hice, pero nada. Si se ha encontrado alguno, a lo mejor lo han pasado por alto o no lo han incluido en el archivo. He intentado ponerme en contacto con la policía de Palo Verde, que fue donde tuvo lugar el último homicidio, pero es una jurisdicción muy pequeña y no contestan ni a las llamadas telefónicas ni a los correos electrónicos.

–Buena idea. ¿Qué quieres de nosotros?

–Un perfil estaría bien para empezar. A mi teniente no va a hacerle ninguna gracia, pero hablaré con el capitán para pedirle que os pida ayuda de manera formal. Fue él quien me sugirió lo del perfil.

–Avisaré a uno de los ayudantes del agente especial al mando, para que esté al tanto de la situación.

–¿A uno de los ayudantes?

–Nuestro agente especial al mando está en Washington, intentando conseguir los fondos para un nuevo proyecto que queremos poner en marcha. Se trata de una colaboración con los institutos de la zona, para concienciar a los chicos sobre los efectos nocivos de las drogas.

–Pues va a tener que pedirle dinero a alguien que tenga más que el gobierno –comentó Márquez con sequedad–. A nivel local, nuestro presupuesto es mínimo. Tuve que pagar yo mismo una cámara digital para poder tomar fotos en la escena del crimen.

–Sé cómo te sientes –le dijo Garon, con una carcajada.

–¿Es verdad que muchos casos no aparecen en el VI-CAP?

–Sí. Los formularios son más cortos que antes, pero se tarda una hora en rellenarlos y a algunos departamentos de policía les falta tiempo. Si encuentras otro caso en el que aparezca un lazo rojo, puede que consiga convencer a tu teniente de que se trata de un asesino en serie... antes de que vuelva a matar.

–¿Podréis cedernos un agente, si formamos un equipo para cazar a ese tipo?

–Yo estoy disponible. El resto de mi equipo está intentando atrapar a una banda que asalta bancos con armas automáticas. No soy imprescindible, mi ayudante puede encargarse de dirigir la operación en mi ausencia. He trabajado en casos de asesinatos en serie, y conozco a varios agentes de la Unidad de Ciencias del Comportamiento que podrían ayudarnos. Estaré encantado de trabajar con vosotros.

–Gracias.

–De nada. Todos estamos en el mismo equipo.

–¿Tienes tarjeta?

Garon se sacó de la cartera una sencilla tarjeta blanca con letras negras y le dijo:

–Aquí tienes mi número de teléfono, y también mi móvil y mi dirección de correo electrónico.

–¿Vives en Jacobsville? –le preguntó Márquez, después de echarle un vistazo a la tarjeta.

–Sí, he comprado un rancho –Garon soltó una carcajada–. Se supone que no tenemos que involucrarnos en ningún negocio fuera del trabajo, pero moví algunos hilos. Vivo en el rancho, y como el capataz se ocupa del día a día, no tengo problemas.

–Yo nací en Jacobsville –le dijo Márquez, con una sonrisa–. Mi madre aún vive allí, tiene una cafetería.

En el pueblo sólo había una cafetería, y Garon había comido allí varias veces.

–¿Te refieres a la Cafetería de Barbara?

–Exacto.

Garon frunció el ceño. No quería ser maleducado, pero Barbara era rubia.

–Estás pensando en que es extraño que tenga una madre rubia, ¿verdad? –le dijo Márquez, sonriente–. Mis padres tenían una pequeña casa de empeño en el pueblo, y murieron en un intento de robo. Barbara no se había casado, y estaba sola. Mis padres solían enviarme a comprar comida a su cafetería, y ella me adoptó después del funeral. Es una señora de armas tomar.

–Eso he oído.

Márquez le echó un vistazo a su reloj.

–Tengo que irme, te llamaré cuando hable con el capitán.

–Será mejor que me mandes un correo electrónico. Hoy me esperan un montón de reuniones, tengo que ponerme al día.

–De acuerdo. Hasta pronto.

–Adiós.

Garon regresó a Jacobsville bastante satisfecho. Su brigada estaba interrogando a los testigos del último robo para intentar encontrar alguna información útil, ya que aquellos tipos con armas automáticas eran un peligro para toda la comunidad de San Antonio. Había estado hablando con uno de los ayudantes del agente especial al mando, le había propuesto organizar un grupo de trabajo junto con los inspectores de homicidios de San Antonio para investigar el asesinato de la niña, y había recibido luz verde. Su superior incluso le había dado el número de teléfono de un ranger de Texas al que conocía; al fin y al cabo, iban a necesitar toda la ayuda que pudieran conseguir.

Al pasar por delante de la propiedad de Grace Carver, vio el coche en el camino de entrada, y se preguntó si podría volver a ponerlo en marcha. Era un milagro que aquel montón de chatarra funcionara.

Al enfilar por el camino de entrada de su casa, estuvo a punto de chocar contra un Mercedes descapotable. Una morena de ojos oscuros que le resultaba familiar salió del coche de inmediato. Llevaba un traje de chaqueta, y la falda corta enfatizaba sus largas piernas. Era la agente inmobiliaria que trabajaba desde hacía poco con Andy Webb, el hombre que le había vendido el rancho. Su tía era la anciana señora Tabor, una millonaria que vivía en una mansión en la calle principal del pueblo.

¿Cómo se llamaba...? Jaqui, Jaqui Jones. Era fácil de recordar, su figura escultural la hacía memorable.

–Hola –lo saludó, con voz insinuante–. Me he pasado por aquí para ver si estás satisfecho con el rancho.

–Mucho, gracias –le dijo él, con una sonrisa.

–¡Genial! –Jaqui se le acercó aún más. Era casi tan alta como él, a pesar de que él medía más de metro ochenta y cinco–. Celebro una fiesta en casa de mi tía el viernes de la semana que viene, me encantaría que vinieras. Así podrás conocer a la gente influyente de la zona.

–¿Dónde, y a qué hora?

–Espera un segundo, voy a escribirte la dirección –le dijo ella, con una enorme sonrisa.

Volvió a su coche, y le mostró a la perfección su cuerpo al inclinarse para buscar un bolígrafo y una libreta. Era obvio que estaba disponible e interesada... igual que él. Hacía bastante que no estaba con una mujer. Después de anotar la dirección en una hoja, se la dio y le dijo: –A eso de las seis. Es pronto, pero podemos tomar un trago mientras esperamos a que lleguen los demás.

–No bebo.

Lo miró asombrada, y al darse cuenta de que no estaba bromeando, sonrió y comentó: –Bueno, pues podemos tomar un café. –Perfecto. Nos vemos allí –al ver que vacilaba por un momento, como si quisiera quedarse, Garon añadió–: he llegado desde Washington muy temprano, y he tenido un día muy duro en el despacho. Estoy bastante cansado.

–Entonces, será mejor que me vaya y te deje descansar. No te olvides de lo de la fiesta.

–Claro que no.

Como él había rodeado el Mercedes para aparcar su coche delante de la casa, Jaqui no tuvo problemas para retroceder, y le saludó con la mano mientras se alejaba de allí.

Al entrar en la casa, Garon estuvo a punto de chocar con la señorita Jane, que le dijo con un tono ligeramente beligerante:

–Esa mujer tan elegante me ha dicho que le esperaría, pero no la he invitado a entrar. Sólo lleva dos meses en el pueblo, y ya se ha ganado cierta reputación. ¡Un día, cuando estaba en el despacho de Ben Smith, le metió la mano en los pantalones!

Al parecer, se trataba de un pecado horrible. Garon no hizo ningún comentario, y se limitó a esperar a que continuara.

–Él le sacó la mano enseguida, abrió la puerta del despacho y la echó a la calle. Su mujer trabaja con él, y cuando le contó lo que había pasado, ella fue a ver a Andy Webb y le dijo dónde podía meterse la propiedad que habían estado a punto de comprarle.

–Jaqui no pierde el tiempo, ¿no? –comentó Garon con ironía.

–Es una buscona, una mujer decente no se comportaría así –le contestó la señorita Jane con frialdad.

–Estamos en el siglo XXI.

–¿Su madre habría hecho algo así?

Garon contuvo el aliento. Su madre había sido una santa, y no podía imaginársela insinuándose a otro hombre que no fuera su padre... hasta que él le había sido infiel y había precipitado su muerte.

El ama de llaves leyó la respuesta en su mirada, y comentó:

–Mi madre tampoco. Una mujer que se porta así con hombres a los que apenas conoce será así siempre, aunque esté casada. Lo mismo que los hombres que tratan a las mujeres como si fueran juguetes de usar y tirar.

–Entonces, ¿todos los solteros de Jacobsville se mantienen célibes?

Ella lo fulminó con la mirada.

–En las poblaciones pequeñas, casi todo el mundo suele casarse y tener hijos, nuestra forma de ser es distinta a la de la gente de ciudad. Aquí, el honor y el amor propio son mucho más importantes que cerrar un acuerdo de negocios y quedar para comer en un restaurante de lujo. Somos gente sencilla, señor Grier, pero no nos fijamos sólo en las apariencias y juzgamos lo que vemos.

–¿No hay un pasaje en la Biblia sobre lo de juzgar a los demás?

–También hay varios sobre el bien y el mal. Las civilizaciones se desmoronan cuando las artes y la religión se convierten en algo superfluo –al verlo enarcar las cejas, añadió con una sonrisa–: ¿creía que soy estúpida porque trabajo de ama de llaves? Tengo un máster en Historia, y trabajé de maestra en la gran ciudad hasta que un alumno me dio una paliza que por poco me mata delante del resto de la clase. No quise retomar la docencia cuando salí del hospital, así que ahora me dedico a cuidar de las casas ajenas. Es un trabajo más seguro, sobre todo cuando trabajo para agentes de la ley. Tiene la cena en la mesa.

–Gracias.

Ella se fue antes de que pudiera añadir algo más, aunque lo cierto era que Garon se había quedado sin palabras. Había sido Hayes Carson, el sheriff del condado de Jacobs, quien se la había recomendado; al parecer, la había empleado de forma temporal hasta que había encontrado un ama de llaves a tiempo parcial. Teniendo en cuenta lo que le había pasado, no era de extrañar que hubiera dejado la enseñanza. Hacía unas dos décadas que él se había graduado en el instituto y había ido a la universidad, pero en sus tiempos, eran los profesores los que controlaban las aulas.

Más tarde, mientras permanecía tumbado en la cama con la vista fija en el techo, oyó que alguien golpeaba la puerta principal con fuerza. Se levantó de inmediato, y después de ponerse una bata, bajó la escalera descalzo. La señorita Jane se le había adelantado, y al ver que encendía la luz del porche y que hacía ademán de abrir la puerta, le gritó:

–¡No abra si no sabe quién es! –se apresuró a acercarse a ella, mientras se sacaba del bolsillo una Glock del calibre cuarenta.

–Sé quién es –le dijo ella, mientras abría sin más.

Se trataba de Grace Carver, la vecina. Llevaba una bata un poco raída, unas zapatillas viejas, su largo pelo rubio estaba recogido en una descuidada cola de caballo, y sus ojos grises e inundados de lágrimas reflejaban una profunda ansiedad.

–Por favor, ¿puedo usar tu teléfono? A mi abuela le cuesta respirar, y le duele el pecho. Me parece que tiene un ataque al corazón, pero mi teléfono no funciona y el coche no se pone en marcha, ¡se va a morir!

Antes de que acabara de hablar, Garon ya había marcado el número de Urgencias y le había dicho a la telefonista lo que pasaba. Después de darle la dirección de la casa, se volvió hacia Grace y le dijo con firmeza:

–Espérame, ahora mismo vuelvo.

Subió las escaleras a la carrera, se puso unos vaqueros, una camisa y las botas sin molestarse en perder el tiempo con los calcetines, agarró una chaqueta, y bajó cuando no habían pasado ni cinco minutos.

–Eres rápido –comentó Grace.

–Por mi trabajo, estoy acostumbrado a que me llamen a cualquier hora –la tomó del codo, y se volvió hacia el ama de llaves–. No sé cuánto tardaré, pero tengo mis llaves. Cierre la puerta, y váyase a dormir.

–De acuerdo. Grace, rezaré por tu abuela y por ti.

–Gracias, señorita Jane –le contestó ella con voz suave. Tenía un ligero acento texano que resultaba muy dulce.

Garon la llevó al Jaguar negro, y la ayudó a entrar. Ella se sentía bastante incómoda, ya que además de ir en bata, no estaba acostumbrada a estar a solas con un hombre.

Los dos permanecieron en silencio durante el corto trayecto, y en cuanto llegaron, salieron del coche y entraron corriendo en la casa. La señora Jessie Collier estaba sentada en su cama, vestida con un tupido camisón azul que parecía sacado de los años veinte. Era una mujer corpulenta, con el pelo blanco recogido y los ojos de color verde claro, y estaba respirando con dificultad.

–¡Grace, por el amor de Dios, ve a por mi bata!

–Claro –Grace se acercó al armario de inmediato.

–Qué muchacha tan estúpida, nunca hace nada bien –la anciana miró a Garon con expresión huraña, y le preguntó–: ¿quién es usted?

–Su vecino. La ambulancia viene de camino.

–¿Una ambulancia? –fulminó con la mirada a Grace, que se le acercaba con una bata blanca de felpa, y le espetó–: ¡te... te he dicho que... iríamos en el coche! ¡Una ambulancia nos... costará dinero!

–El coche no se pone en marcha, abuela.

–Lo has averiado, ¿verdad? Eres... una estúpida... –la mujer gimió, y se llevó la mano al pecho.

–Por favor, abuela, no te alteres. ¡Vas a empeorar las cosas! –le dijo Grace, angustiada.

–Te encantaría que me muriera, ¿verdad? Así... tendrías toda la casa para ti, y no tendrías que cuidar de una anciana.

–No digas eso, sabes que te quiero –le dijo su nieta con suavidad.

–Sí, claro. Da igual, yo no te quiero a ti. Por tu culpa... perdí a mi hija, sufrí el escarnio público, tuve que... que sufrir una tremenda vergüenza cada vez que iba al pueblo...

–Abuela... –susurró Grace. Su rostro reflejaba lo mucho que le dolían aquellas palabras.

–Ojalá me muriera, ¡así no tendría que aguantarte! –le espetó la anciana, jadeante.

Cuando oyeron la sirena de la ambulancia, Grace se sintió más que aliviada. La avergonzaba tanto que su vecino hubiera oído todo aquello, que no se atrevía ni a mirarlo. Como estaba deseando escapar de la habitación, se apresuró a decir:

–Ya bajo yo.

–Estúpida, arruinaste mi vida... –refunfuñó la anciana.

Garon la miró con desagrado. Su nieta estaba haciendo todo lo posible por ella, pero aquella vieja parecía tan cariñosa como una pitón. A lo mejor se comportaba así por el súbito ataque que había sufrido, aunque la mujer de su vida había muerto pidiéndoles perdón a las enfermeras porque tenían que ayudarla a usar el orinal... había sido un ángel dulce y amable hasta el final. Qué contraste.

Los paramédicos llegaron tras Grace con una camilla, y empezaron a atender de inmediato a la señora Collier.

–¿Es un ataque al corazón?, ¿va a recuperarse? –les preguntó Grace con preocupación.

–¿Es usted su hija?

–Su nieta.

–¿Ha sufrido algún ataque así antes?

–Sí. El doctor Coltrain le recetó unas pastillas de nitroglicerina, pero no se las toma. Y tampoco quiere tomarse la medicación que le recetó para controlarle la tensión sanguínea.

–¡Las medicinas cuestan dinero! –les espetó la anciana–. Sólo cuento con mi pensión, porque con lo que ella gana no podría dar de comer ni a un ratón. Trabaja a tiempo parcial en la floristería, y cocina...

–Si trabajara a jornada completa tendría que dejarte sola todo el día, y no puedo hacerlo –le dijo Grace con calma. No añadió que entonces tendría que contratar a alguien para que la cuidara, y que nadie que la conociera aceptaría ese trabajo.

–Es una buena excusa, ¿verdad? –la señora Collier se llevó la mano al pecho, y soltó una exclamación ahogada.

–¿Dónde están las pastillas de nitroglicerina? –se apresuró a preguntar uno de los paramédicos.

Grace rodeó la cama corriendo, sacó una caja de la mesita de noche, y se la dio. El hombre hizo caso omiso de las protestas de la anciana y le colocó una pastilla debajo de la lengua, pero a pesar de que la mujer se estremeció cuando empezó a hacerle efecto, el paramédico que estaba controlando las constantes vitales le lanzó a su compañero una mirada que hablaba por sí misma.

–Vamos a tener que llevarla al hospital –comentó. Miró a Grace, y le preguntó–: ¿puede venir con ella?

–Sí, pero... tengo que cambiarme de ropa, sólo tardo un segundo.

Fue a su habitación de inmediato, se puso a toda prisa unos vaqueros, una sudadera y sus viejas zapatillas de deporte, y regresó de inmediato sin perder el tiempo en maquillarse ni en peinarse.

Garon la miró con atención. Estaba claro que no ganaría un concurso de belleza, pero se había vestido con una rapidez sorprendente. La mayoría de las mujeres a las que conocía tardaban horas en arreglarse.

–Os seguiré en mi coche, y os traeré de vuelta –le dijo.

Ella hizo ademán de protestar, pero uno de los paramédicos comentó:

–Lo más seguro es que tenga que quedarse en el hospital esta noche por lo menos.

–¡No pienso quedarme allí! –protestó la señora Collier, a pesar de que seguía jadeando y aferrándose el pecho.

–Pues va a tener que hacerlo –le contestó el hombre con una sonrisa cargada de paciencia–. Vamos a ponerla en la camilla, Jake.

–Sí, vamos.

Grace permaneció junto a Garon mientras colocaban en la camilla a su abuela, que no dejó de refunfuñar. Siguieron a los paramédicos en silencio cuando la llevaron a la ambulancia, y entonces se dirigieron hacia el Jaguar.

–¿No necesitarás tu bolso? –le preguntó él, cuando entraron en el coche.

Ella indicó con un gesto la riñonera que llevaba alrededor de la cintura, y le dijo sin inflexión alguna en la voz:

–Llevo las tarjetas sanitarias de la abuela. No puede morir... es todo lo que tengo en el mundo.

Garon pensó que, si aquello era cierto, aquella mujer no tenía gran cosa. Había creído que esa noche podría dormir y descansar, pero estaba claro que no iba a ser así.

Dos

Cuando acabaron de hacerle todas las pruebas a la señora Collier, ya era más de medianoche. El doctor Jeb «Copper» Coltrain salió a la sala de espera en cuanto obtuvo los resultados, y le dijo a Grace que había sido un ataque al corazón bastante grave.

–Está mal, Grace. Lo siento, pero supongo que esperabas algo así. Ya te dije que esto pasaría tarde o temprano. –Pero... hay medicinas, y en las noticias vi que habían desarrollado nuevos procedimientos quirúrgicos...

Él hizo ademán de colocarle una mano en el hombro, pero la bajó antes de tocarla cuando ella se tensó de forma visible. Garon también notó su reacción, y sintió cierta curiosidad.

–La mayoría de esos procedimientos aún están en fase experimental, Grace –le dijo el médico con voz suave–. Y las medicinas aún no han sido aprobadas por Sanidad.

Cuando Grace se mordió el labio inferior, Garon no pudo evitar darse cuenta de que tenía una boca preciosa con un tono rosado natural, y una tez perfecta que muchas mujeres le habrían envidiado. Su pelo tenía un suave color rubio dorado, y estaba ligeramente ondulado; a pesar de que lo tenía recogido en una coleta, suelto debía de llegarle hasta media espalda. Tenía unos pechos pequeños pero firmes, y una cintura estrecha; de hecho, estaba perfectamente proporcionada. Los vaqueros ajustados que llevaba enfatizaban sus largas piernas y sus caderas curvilíneas... de pronto se sintió incómodo observándola, y se apresuró a apartar la mirada y a centrar su atención en Coltrain.

–A lo mejor ha sido un ataque leve –insistió ella.

–No tardará en tener uno aún peor –le dijo el médico–. Se niega a medicarse, y a dejar de comer patatas fritas cargadas de sal y pepinillos en vinagre... cuando dejas de comprárselos, hace que se los lleven a domicilio. Grace, tienes que admitir de una vez por todas que no está ayudándose, y que no puedes obligarla a vivir si no quiere.

–¡No quiero que se muera!

Coltrain respiró hondo y miró a Garon, que permanecía en silencio.

–¿Eres el hermano de Cash? –al ver que él asentía, añadió–: ¿el agente del FBI?

Garon asintió de nuevo.

–Mi coche no se ponía en marcha y el teléfono no funcionaba, así que he tenido que pedirle ayuda –comentó Grace, para detener el interrogatorio. El médico era brusco y rudo con los desconocidos, y el señor Grier no parecía ser un hombre demasiado paciente.

–Entiendo –se limitó a decir Coltrain, sin apartar la mirada de Garon.

–Puedo quedarme con mi abuela esta noche.

–Ni hablar. Vete a casa, y duerme un poco. Te irá bien descansar, por si se recupera y vuelve a casa.

–¿Si se recupera?, ¿cómo que «si se recupera»?

–De acuerdo, cuando se recupere –le contestó el médico con irritación.

–¿Hará que me llamen si me necesita?

–Sí, haré que te llamen. Venga, ve a ocuparte del papeleo –al ver que ella miraba a Garon y vacilaba por un segundo, insistió–: él puede esperar. Venga, ve de una vez –cuando ella obedeció, el médico miró a Garon con suspicacia y le preguntó–: ¿conoces bien a la familia?

–Sólo había hablado una vez con Grace hasta hoy, somos vecinos.

–Sé dónde vive. ¿Cuánto sabes de ella?

Garon empezó a impacientarse.

–No sé nada, y quiero que siga siendo así. Esta noche le he hecho un favor, pero no estoy de humor para hacerme cargo de nadie, sobre todo si se trata de una solterona desastrada.

–Con esa actitud no vas a llegar lejos en Jacobsville, Grace es especial –le espetó Coltrain con indignación.

–Lo que usted diga.

El médico respiró hondo, y masculló una imprecación en voz baja mientras seguía a Grace con la mirada.

–Se quedará destrozada cuando la vieja se muera, y eso no va a tardar en pasar. He pedido que le hagan un ecocardiograma, y ya tiene muertos la mitad de los músculos del corazón. Acabará con el resto en cuanto le dé el alta... si es que dura tanto, claro. Grace cree que la he sedado, pero la verdad es que está en coma. No he tenido valor para decírselo, por eso no he querido que entre a verla. Está en la UCI, y no creo que salga de ésta. Grace no tiene a nadie más.

–Todo el mundo tiene algún pariente.

–Sus padres se divorciaron cuando ella tenía diez años. Su abuela tuvo que hacerse cargo de ella, y no ha dejado de recordarle el favor que le hizo. Su madre se fue de la zona, y murió de sobredosis cuando Grace tenía doce años. Su padre había muerto dos años antes en un accidente. No tiene tíos ni tías, sólo le queda un primo lejano que vive en Victoria, pero es muy mayor y está prácticamente incapacitado.

–¿Y qué más da que no tenga a nadie?, es una mujer adulta.

Coltrain tardó unos segundos en contestar, y finalmente le dijo:

–Grace es muy inocente, es más joven de lo que parece –en vez de explicar aquellas enigmáticas palabras, soltó un suspiro y añadió–: en fin, te agradeceré que la lleves a su casa. A lo mejor Lou y yo podemos ingeniárnoslas para ayudarla.

Lou era su esposa. Era doctora, y ejercían juntos en la zona junto con el doctor Drew Morris.

Garon frunció el ceño, porque sentía que estaban obligándolo a cargar con una obligación. Pero a pesar de que la situación no le hacía ninguna gracia, no podía largarse y dejar tirada a Grace sin más. De repente, se le ocurrió una idea. Sí, alguien tenía que sacrificarse, pero no tenía por qué ser él.

–La señorita Turner trabaja para mí, y ella conoce a Grace.

–Sí, Jane fue profesora suya. Están muy unidas, a pesar de que no tienen parentesco.

–Puedo pedirle a la señorita Turner que se quede con ella esta noche.

–Qué detalle –comentó el médico con sarcasmo.

Garon se limitó a mirarlo sin pestañear con un brillo acerado en sus ojos oscuros, y se negó a ceder; finalmente, Coltrain se dio cuenta de que no iba a dar su brazo a torcer y soltó un sonoro suspiro.

–De acuerdo, pero voy a sedar a Grace antes de que se vaya. Si la señorita Turner puede quedarse con ella esta noche, se lo agradeceré.

–Cuente con ello –le dijo Garon.

Coltrain llevó a Grace a la sala de Urgencias, y le auscultó el corazón.

–Estoy bien –protestó ella. –Sí, es verdad –el médico le puso una inyección que ya tenía preparada, y le dijo–: vete a casa, necesitas descansar. –No he llamado a Judy para decirle que mañana no podré ir a la floristería, seguro que me echa.

–Claro que no, seguro que lo entiende. Una de las enfermeras de Urgencias, Jill, es prima suya. Le pediré que le diga lo que ha pasado –le dijo él con una sonrisa.

–Gracias, doctor Coltrain. –Tu vecino va a dejar que la señorita Turner se quede contigo esta noche. –Qué amable... aunque me siento un poco incómoda teniéndolo cerca. –Es agente del FBI, y por lo que me dijo su hermano Cash, es muy bueno en homicidios...

Grace apartó la mirada y le dijo:

–Tengo que irme.

–No es obligatorio que te caiga bien, Grace. Pero necesitas que alguien te ayude a pasar por todo esto. –La señorita Turner lo hará –Grace se volvió hacia la puerta y añadió–: gracias, doctor.

–Saldrás adelante, Grace. Todos tenemos que enfrentarnos a la pérdida de seres queridos, forma parte de la vida; al fin y al cabo, nadie sale vivo de este mundo –le dijo, mientras salían al pasillo.

–Es reconfortante saberlo.

–Sí, es verdad.

Garon estaba esperándola con las manos en los bolsillos, paseándose de un lado a otro. Parecía cansado e irritado.

–Estoy lista. Gracias por esperar –le dijo Grace, sin mirarlo a los ojos.

Él se limitó a asentir con un gesto cortante.

–Te llamaré si hay alguna novedad, Grace. De verdad –le dijo Coltrain.

–De acuerdo. Gracias, doctor.

–De nada. Descansa un poco.

Ella fue hacia la puerta sin añadir nada más. Era obvio que se le había olvidado que su teléfono no funcionaba, y que por lo tanto el médico no podría contactar con ella.

Garon la siguió sin sacarse las manos de los bolsillos. No se despidió de Coltrain, que por su parte lo siguió con la mirada con expresión ceñuda, hasta que una enfermera lo llamó.

Garon abrió la puerta del coche y ayudó a entrar a Grace, que parecía haber enmudecido. Permanecieron en silencio mientras salían del aparcamiento, y al final él comentó:

–Conoces bien al doctor, ¿verdad?

Ella se limitó a asentir sin mirarlo.

–Es un hombre bastante rudo, ¿no?

Grace pensó que el comentario era gracioso viniendo de alguien que parecía incluso peor que Coltrain, pero como era demasiado tímida para decirlo, asintió sin más.

Garon enarcó una ceja. Se sentía como si estuviera hablando solo, y se preguntó por qué el médico le había puesto una inyección en vez de darle una pastilla; de hecho, también le parecía extraño que el tipo se preocupara hasta el punto de querer asegurarse de que no pasara la noche sola. Mucha gente tenía familiares muy enfermos, y la mayoría aguantaba la situación sin necesidad de tranquilizantes, sobre todo si se trataba de mujeres jóvenes y sanas.

Se dijo que no era asunto suyo y sacó el móvil para llamar a la señorita Turner, que contestó de inmediato. Era obvio que no se había acostado.

–¿Le importaría pasar la noche en la casa de la señorita Carver?

–Claro que no. Estaré lista en cuanto lleguen.

Garon guardó el teléfono y le dijo a Grace:

–Iremos a buscar a la señorita Turner, y os llevaré a tu casa. Ella puede llevarte mañana al trabajo y al hospital en mi Expedition, haré que uno de mis empleados os lo lleve a primera hora.

Solía usar el todoterreno para desplazarse por el rancho, y tanto el capataz como los vaqueros tenían sus propios medios de transporte. Pensaba hacer que uno de sus mecánicos le echara un vistazo al coche de Grace, pero prefirió no decírselo porque no quería responsabilizarse de ella más tiempo del necesario.