Juez y parte - Andreu Martín - E-Book

Juez y parte E-Book

Andreu Martín

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  • Herausgeber: SAGA Egmont
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

Andreu Martín, que ha demostrado en múltiples ocasiones un indudable dominio de las claves de la novela negra, nos deslumbra ahora con una obra en la que la intriga crece desde la primera página. Nos cuenta la historia de una prostituta muerta, una más, sin mayor importancia, a manos de un delincuente común y corriente, proxeneta, alcohólico y jugador. Sin embargo, esta mujer en particular, esta prostituta que a nadie importa, esconde mucho más de lo que parece. Un teniente de la Guardia Civil, un juez y una forense encargados del caso están a punto de averiguarlo.En "Juez y parte" no solo se desarrolla una trama apasionante, sino que, además, con la ironía y lucidez propias de los grandes maestros del género, su autor plantea un singular recorrido por los lados más oscuros y recónditos del ser humano.-

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Seitenzahl: 293

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Andreu Martín

Juez y parte

 

Saga

Juez y parte

 

Copyright © 2002, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726961959

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I

1

Asesinato de una joven en Sant Martí del Congost

La noche del jueves al viernes María Cruz López Codillo, de 23 años, vecina de Sant Martí del Congost (Pallars), apareció apuñalada sobre la nieve, en una parada de autobús de la pequeña población pallaresa. El agresor, sorprendido en flagrante delito por unos vecinos, ha pasado a disposición judicial.

2

Allí está.

En el restaurante de los Orioles, sentado a la mesa del rincón, bajo la colección de pequeños retratos de Ramón Casas que representan a Albéniz, Cambó, los Hermanos Quintero, Pío Baroja, Pompeu Fabra, Picasso y Rusiñol. Espera que le sirvan la comida.

Lleva la gabardina larga demasiado fina para el frío que hace en estos lugares y en esta época. Ya pilló una gripe, hace unos días, por culpa de esta gabardina. Si recayese, quizá Verónica tendría la oportunidad de ejercer de enfermera. Es broma. Bueno está Abellán.

Está leyendo con mucha atención el contenido de una carpeta azul. ¿Qué lee? Verónica no lo sabrá hasta que, silenciosamente, se acerque a la mesa.

Se le ve muy concentrado. Apoya el codo derecho sobre la mesa y no puede tener quieta la mano. Tan pronto tira del lóbulo de la oreja, como alisa el escaso cabello hacia atrás, se rasca la nuca o se pellizca la mejilla. Una respiración pausada, plácida, de durmiente, confiere un imperceptible vaivén a su espalda. Con la mano izquierda pasa lentamente los recortes de prensa que se refieren al asesino de Sant Martí.

3

Crimen pasional en la estación de esquí de La Guineu

La madrugada del 3 de febrero, a pocos metros de uno de los telesillas más frecuentados de la estación de esquí de La Guineu, próxima a la población de Riudalgues (Pallars), un conocido delincuente de la comarca llamado Daniel Rius Gui, de 33 años, natural del pueblo de Albanell, asestó cinco cuchilladas mortales a su compañera sentimental, la joven María Cruz López Codillo, de 23 años. Dos jóvenes barceloneses que pasaban el fin de semana en los alrededores fueron testigos del crimen y después de un violento enfrentamiento inmovilizaron al homicida.

Daniel, que tenía antecedentes penales por robo de ganado, atraco y tráfico de drogas, pasó a disposición judicial.

4

Abellán intuye la presencia que le observa en silencio. Levanta los ojos y parece desconcertado. Boquiabierto, se queda unos minutos mirando a la muchacha, que lleva el pelo muy corto, rojo y de punta, y los labios y las uñas pintados de negro. Para ser una persona buscada por toda la policía de la comarca, no parece preocuparse mucho por pasar desapercibida.

—Hay una orden de busca y captura contra ti —anuncia Abellán con tono neutro.

Simultáneamente recuerdan la última vez que se vieron, viajando en taxi de Barcelona a Sant Martí, desasosegados en aquel espacio demasiado pequeño, los pensamientos del uno interfiriendo en los pensamientos del otro. Al llegar a Sant Martí ni tan siquiera se habían dado un beso de despedida.

—Tendré que dictar la orden de busca y captura —había dicho entonces Abellán refiriéndose a Daniel Rius Gui.

—Sí. Claro —había respondido ella—. Y yo tendré que espabilarme para ayudarle.

Y se habían separado.

—Hay una orden de busca y captura contra ti.

—Ya lo sé —dice Verónica.

Sabe que hay una orden de busca y captura contra ella. Y sabe que la ha dictado Abellán. Por lo visto, ésta es la principal ocupación de los jueces: dictar órdenes de busca y captura. Intuye que no es el mejor momento para sentarse y estar un rato de palique. De la bolsa escarlata que lleva al hombro extrae un paquete de plástico, algo no muy grande pero ostensiblemente pesado, envuelto en una bolsa de hipermercado. Entretanto, con un siseo clandestino, con el tono recriminatorio de los amantes abandonados, comenta:

—Te he estado llamando, te he dejado mensajes...

—No decías quién eras.

—No podía. Me persigue la policía, tú lo has dicho. Pero tú sabías quién era.

—No sabía dónde encontrarte.

—¿Y no te podías poner al teléfono cuando te decían que te había vuelto a llamar?

¿Pero qué pasa? ¿Ahora le hace una escena doméstica?

—Tenía mucho trabajo.

Y ya está.

¿Y ya está? ¿Eso es lo que significa esa mirada insulsa? ¿O quizá quiere decir «lárgate, o me veré obligado a hacer que te detengan»?

La Vero varía de actitud. «De acuerdo. Si tú vas de duro, yo también sé hacerlo.»

—Esto —el paquete— puede ayudarte. Son las últimas palabras de Daniel Rius.

—Ah —¿Le interesa o no? ¿Qué significa ese «Ah»?

Abellán comprueba el contenido de la bolsa. Una pistola automática y dos cintas de magnetofón.

Verónica aclara:

—Creo que estabais buscando esta pistola. Y en las cintas está la entrevista que Ernesto Palamós hizo a Daniel Rius.

—Por fin lo consiguió.

—Sí, señor.

—¿Dice Daniel que él mató a Cruz?

—Sí.

—Entonces, es una confesión.

—Quiero que escuches cómo lo dice.

A Abellán, de vez en cuando, se le escapan ojeadas inquietas hacia la puerta del restaurante. Paranoico. ¿Y si entra alguien y lo ve hablando con este Modigliani de cabellos rojos?

—Está bien —dice.

—Está bien. Adiós, juez.

Y ya está. El juez la mira inexpresivo, pasmado. «Adiós, adiós. Ya está, ¿qué más quieres?»

La chica de pelo rojo da media vuelta y sale del restaurante de los Orioles. Tras la ventana, Abellán la ve montar a la grupa de una moto conducida por un chico de pelo muy largo, en plan heavy metal. ¿Será Magín? Con estrépito, desaparecen de escena.

El juez Abellán, precisamente el juez que ha dictado la orden de busca y captura contra la chica de pelo rojo, continúa leyendo los recortes de prensa. Como si nada. La mano que antes era inquieta ahora reposa olvidada, protectora y posesiva, sobre el paquete de plástico.

El Oriol de apellido le trae la sopa de puerro y queso, especialidad de la casa.

5

Asesinato a pie de pista

Dos jóvenes sorprendieron al asesino y mantuvieron con él una violenta reyerta hasta que consiguieron inmovilizarlo

 

Ernesto Palamós

 

Seis grados bajo cero.

A 763 metros sobre el nivel del mar.

El blanco de la nieve brilla contrastando con la negrura de la noche. La cinta de asfalto mojada refleja la tenue luz de una fantasmal parada de autobús.

La única persona que espera en esta parada ya no es una persona. Es el cuerpo inanimado de María Cruz López Codillo, de 23 años, hasta hace un par de horas atolondrada y frívola prostituta de un pueblo de alta montaña que últimamente se ha visto enriquecido por la afluencia de esquiadores que vienen a disfrutar de la estación de La Guineu.

Un hombre, esgrimiendo una navaja, huye del lugar del crimen. Sus pies resbalan sobre la fina película de humedad que poco a poco se va convirtiendo en hielo.

Óscar y Gustavo, jóvenes barceloneses aficionados al deporte del esquí, sufrieron una macabra sorpresa cuando, aquella madrugada del día 3 de febrero pasado, circulaban por la carretera que une Riudalgues con la estación de La Guineu. Desde el 4×4 de Gustavo Autor habían asistido a una escena de extrema violencia en la parada del autobús que, durante el día, hace el trayecto entre el conocido balneario y las pistas. En el primer momento les había parecido que se trataba de un hombre que golpeaba a una mujer. Pararon el coche, se apearon y descubrieron horrorizados el cadáver sangrante de la prostituta. Luego vieron al fugitivo y, dejándose llevar por un impulso ciego, lo persiguieron.

Un asesino

El fugitivo es Daniel Rius Gui, de 33 años, natural de un pueblecito llamado Albanell, y tiene numerosos antecedentes penales entre los que se cuentan el robo con lesiones, el robo de ganado, el contrabando, el tráfico de estupefacientes y el proxenetismo. Alcohólico y aficionado al juego, los que lo conocen dicen que pagaba sus deudas con el dinero que María Cruz López obtenía con el ejercicio de la prostitución.

En Sant Martí todos recuerdan que solía conducir un coche Honda de más de tres millones de pesetas. Sin embargo, su pasión por el juego siempre le hizo perder mucho más de lo que ganaba.

Y su tendencia al alcohol provocaron que perdiera la cordura y la mujer a la que amaba.

Todavía no sabemos por qué (quizá no lo sabremos nunca) aquella noche funesta. clavó cinco cuchilladas a María Cruz López Codillo. Al verse perseguido se para en seco y planta cara a sus perseguidores.

El alcohol y la vesania ponen relámpagos en sus ojos y la navaja centellea, roja de sangre, en su puño, cuando se lanza a un ataque feroz y los tres hombres se enzarzan en una rabiosa pelea.

La degradación de un pueblo

Sant Martí del Congost tiene algo más de 4.000 habitantes y, hasta hace unos años, era el centro de una comarca rica en maíz, alfalfa, centeno y ganadería. Los sábados bajaban agricultores y ganaderos de los pueblos vecinos para hacer sus negocios en el mercado semanal. Sin embargo, la juventud ha ido desertando progresivamente de las labores del campo, y los viejos de la zona, al morir, no han encontrado a nadie a quien dejar el testigo. Las tierras han sido arrendadas o vendidas a unos pocos resistentes que, finalmente, han acabado cediendo al éxodo. Y lenta pero inexorablemente, masías y campos se vacían y empobrecen.

La degradación de un joven

Daniel Rius Gui es uno de tantos jóvenes de la comarca derrotados por el cansancio de una vida esclava de la tierra, del tractor, de los intermediarios que escatiman dinero al agricultor mientras aumentan los precios del mercado.

Daniel Rius Gui, amargado ya a sus 33 años, acabó odiando también a los representantes del mundo urbano e irreal que pasaban sus vacaciones en Sant Martí y los pueblos de alrededor. Incapaz de valorar el trabajo del campo e incapaz, al mismo tiempo, de alejarse de él aprovechando la relativa prosperidad de sus padres, se lanzó a una vida disipada, de interminables partidas de póquer y coqueteo con las drogas y el alcohol. Los índices de alcoholismo de esta comarca se igualan a los más altos de Europa, y Daniel Rius Gui era un claro representante de este nivel de degradación.

Un día robó el coche de un veraneante y terminó despeñándolo por un barranco. Fue detenido, juzgado y encarcelado en la Cárcel Modelo de Barcelona. La cárcel, una vez más, fue su «Universidad del Crimen», y de allí Daniel salió convertido en delincuente diplomado. Al poco tiempo volvió a ser detenido y juzgado por entrar en un piso del Ensanche y apalear salvajemente a su propietario para robarle algunos objetos de plata, 23.000 pesetas en efectivo y joyas cuyo valor no alcanzaba las 200.000 pesetas.

De nuevo en libertad y una vez en la pendiente, Daniel Rius ya no paró de rodar. Volvió a ser condenado sucesivamente por tráfico de estupefacientes, violación, corrupción de menores y proxenetismo. Fue por aquellas fechas, en el año 1992, año de los Juegos Olímpicos de Barcelona —mientras estaba en la cárcel—, cuando murieron sus padres, que tiempo atrás habían renegado de él. Esto significó el regreso a su tierra natal.

La fría prosperidad de la nieve

Entonces, encontró que en Sant Martí del Congost todo había cambiado. Habían construido las pistas de esquí de La Guineu y se había potenciado al máximo el. turismo de verano. Algunos pueblos, hasta el momento habitados únicamente por viejos campesinos y pastores, se habían convertido en preciosas colonias residenciales, cada casa en un espléndido chalet con fachada histórica. Único propietario de prácticamente toda la aldea de Albanell, Daniel Rius Gui vendió su hacienda, o la perdió en una rápida sucesión de timbas, grescas y noches de alcohol profundo.

Los vecinos recuerdan al Daniel soberbio, prepotente y despilfarrador de aquellos días del Honda de más de tres millones de pesetas. El rey de Sant Martí. Por desgracia, la llegada del dinero y la prosperidad a la población significaron también la aparición, de la prostitución más o menos encubierta y el tráfico de drogas. Y a estos dos «negocios» se dedicó Daniel Rius cuando agotó el dinero de la hacienda de sus padres.

La compañera sentimental

De las prostitutas que se le sometieron, su predilecta, la compañera de su vida, fue María Cruz López Codillo. Convivían en la pensión Gasol, de Sant Martí, cuya propietaria nos dice:

«María Cruz era una chica muy educada, muy dulce, ingenua, que estaba en la calle por culpa de una estafa. Había llegado a Sant Martí con una tía suya para cobrar una herencia que les iba a solucionar la vida, pero no sé qué pasó que le robaron los papeles y se quedó en la calle debiendo dinero a todo el pueblo. ¿Y qué querías que hiciese la pobre chica? A mí no me parece que tuviese pasta de fulana. Se la veía fina y muy amable. Servicial. Sufría mucho llevando ese tipo de vida. Pero, ¿qué podía hacer? La única solución que encontró para pagar sus deudas fue la de la calle.»

Y en la calle la esperaba Daniel Rius Gui, el seductor, para aprovecharse de ella. Era una chica pendiente de cobrar una rica herencia y allí estaba, atento, el buitre. Sin embargo la rica herencia no llegaba nunca, los documentos habían desaparecido, las deudas de juego de Daniel aumentaban y la desesperación encrespó las relaciones de los dos desgraciados. La noche del 2 al 3 de febrero, Daniel y María Cruz discutieron en la discoteca Zapping, a la que asistían con frecuencia. María Cruz salió corriendo, y un Daniel ebrio y enloquecido la persiguió. El portero del establecimiento pudo ver que llevaba una navaja en la mano y que los dos se perdían carretera adelante. «No hice caso porque era el pan nuestro de cada día», dice el portero. «Siempre estaban discutiendo y Daniel siempre tenía la navaja en la mano. Nadie se podía imaginar que aquella noche se decidiese a utilizarla.»

La utilizó cinco veces, bajo la tenue luz de una parada del autobús que, durante el día, une el centro de Sant Martí con las pistas de esquí. La prostituta, joven y cándida, cayó sobre la nieve, y el agresor hubiera huido de no ser por los dos jóvenes esquiadores que se le echaron encima.

Ningún familiar ha reclamado el cadáver de María Cruz López Codillo ni se ha interesado por ella. Según su DNI, la víctima nació en Mataró (Barcelona) el 12 de agosto de 1972, era hija de Fernando y Emilia y había vivido en un apartamento de la población gerundense de Blanes. Su única pariente conocida era una hermana de su padre, Blanca López Castro, con la que llegó a Sant Martí a mediados del año 1993, al parecer para resolver un litigio referente a una herencia. La tía de María Cruz murió en marzo del año pasado dejando a su sobrina una gran cantidad de deudas que la joven todavía no había podido satisfacer.

E. P

II

1

El teléfono siempre suena en el momento más inoportuno.

Aquella madrugada del 2 al 3 de febrero sonó precisamente cuando Jessi terminaba de decir, llorando a mares y haciendo vibrar los cristales del balcón con sus gritos, aquello de «¡No te ha gustado nada que viniese a verte! No querías volver a verme nunca más, ¿verdad?». El zumbido le provocó un sobresalto, un respingo, y la mantuvo callada durante algunos segundos. Pero reanudó sus lamentaciones cuando se le ocurrió que Abellán no tenía intención de atender la llamada:

— ... Me usaste y me olvidaste, ¿verdad? Como si fuese un kleenex, ¿verdad?

Él estaba a punto de replicarle aquello de «Jessi, por el amor de Dios, si apenas estuvimos juntos algunas noches...» (¿cuántas noches, exactamente?). Y quién sabe si no estuvo tentado de añadir: «Y tú eres una bailarina de striptease y yo soy un magistrado, ¿qué te habías creído?». Magistrado con el corazón estrujado por la culpa, siempre liándose con pobres chicas, chicas con pocos recursos, muy bonitas, muy vitales, muy ilusionadas, que siempre se hacían demasiadas ilusiones. Abrazos desesperados. «Por fin he encontrado un hombre que me trata bien.» Y cómo le costaba luego librarse de aquel frenético abrazo. ¿Qué tenía que hacer entonces? ¿Tratarlas mal?

Levantó la mano exigiendo silencio y descolgó el auricular.

—¡Diga!

Bien pensado, quizá aquella noche el teléfono sonó en el momento más oportuno.

—¿Es usted el juez Abellán? —una voz ronca, con acento andaluz y la amanerada humildad de los que no están acostumbrados a ser amables—. Perdone que le moleste a estas horas. Le llamamos desde el cuartel de Riudalgues porque tenemos un asesinato.

—Un homicidio —corrigió puntilloso el magistrado.

Jessi se quedó clavada sobre el sofá.

«¡Ostras! ¿Ha dicho homicidio?»

Jessi desnuda, cuerpo pequeño y armonioso de bailarina de striptease.

La había encontrado en el jardín, al otro lado de la valla, encogida de frío bajo el porche con su aspecto inofensivo y desvalido de hippie marisabidilla. Gafas, holgada chaqueta marinera, falda larga y botas como para escalar los Pirineos.

«¿Te acuerdas de mí?»

Claro que se acordaba. La bailarina que había conocido en Barcelona. Tan bonita, tan infantil, tan maliciosa, con aquella sonrisa. Tan modesta, tan poca cosa. Nadie diría a qué se dedica ni la clase de cuerpo que ocultan esas ropas desproporcionadas.

—¿Qué haces aquí?

Menos mal que no había podido ligar con la camarera del restaurante en el que había estado cenando con los ingenieros que terminaban de llegar a la central. Ya lo había intentado, ya. Pero nada: la camarera, inexpugnable. Qué número bajar del coche con una conquista y encontrarse una bailarina de striptease en el jardín.

—¿Cómo sabías dónde encontrarme?

—Te olvidaste el periódico en casa. Y dentro había este sobre lleno de correspondencia. He venido a devolvértelo. ¿No estás contento de verme?

Era un sobre grande, blanco, con el membrete de una casa de seguros. En el tren, cuando se dirigía a Barcelona, Abellán había abierto la correspondencia y había ido metiendo lo que no le interesaba en el sobre más grande. Cartas del banco, propaganda, nada oficial ni importante. No era necesario que lo hubiera traído. Ella misma lo hubiese podido tirar a la basura. Le fastidiaba tener aquí a Jessi.

—Pasa, pasa, ponte cómoda.

«¿Y ahora, qué?» Eran las cuatro menos cuarto de la madrugada.

Ella se paseaba por la casa fisgando y explicando, como quien no quiere la cosa, con un monólogo desganado:

—Me han despedido del trabajo. Pero mejor. No me quejo. Así he tenido un motivo para largarme y mandar al Toni a hacer puñetas. Ya estoy harta de ese estúpido. No puede dejar el caballo ni podrá dejarlo nunca. Eso no era vida. ¿Recuerdas que te hablé de Toni? Vaya hijoputa. Tengo que salir de todo aquello, de Barcelona, del barrio, de los amigos de Toni. He tenido que marcharme. Si no, me hubiese vuelto loca o hubiese terminado pinchándome también. Estas montañas, este aire limpio, las flores, los bosques, no sé, todo esto es sano...

Echó una ojeada al tablero de ajedrez con la partida mediada. Las negras proponían un emocionante cambio de dama, pero seguramente ella ni se dio cuenta.

—¿Quieres tomar algo?

—¿Puede ser naranjada con vodka?

—Puede ser.

La fotocopiadora, las reproducciones de obras de Andy Warhol (Marilyn, la lata de Campbell’s), los experimentos de ampliaciones de pósters y fotografías que constituyen la afición de Abellán. Detalle del pezón de la Nana dˊHerrera, de Tamara de Lempika, ampliado a un metro por un metro. La trama de la fotomecánica y las imperfecciones de la cuatricromía otorgan calidades insólitas a la pintura. Todo llamaba la atención de la bailarina, todo. La mesa cubierta de revistas destrozadas y recortes de toda clase, para hacer collages. Las largas tijeras, el tubo de pegamento, la cinta adhesiva. Todo.

Abellán se sirvió un Macallan y fue preparando al mismo tiempo el combinado y el discurso de despedida. «Mira, Jessi, tú no deberías estar aquí, y mucho menos a estas horas. Son las cuatro menos cuarto.» ¿Y qué haría? ¿La pondría en la calle? Y si la quería poner en la calle, ¿por qué le preparaba la naranjada con vodka? En el CD estaba Elvis y Jessi lo descubrió. Oh, let me be your teddy bear... Dijo: «Me pongo cómoda, ¿eh?». Y, cuando Abellán volvió a la sala con los dos vasos, se encontró con un espectáculo de striptease a ritmo de rock. Oh, let me be your teddy bear! Lamentable espectáculo de striptease. Sin el despliegue de focos, sin el decorado, el escenario, la megafonía y el público, con aquella ropa pesada y sin gracia, con la mirada lasciva enturbiada por las gafas de miope, el baile de la muchachita resultaba pobre y patético. Estaba loca, pobre chica. ¿Qué pretendía? ¿Qué significaba aquella invasión? Abellán ya se imaginaba un chantaje, una persecución delirante como la de Atracción Fatal. «Si ahora no te la quitas de encima, esta niña te traerá muchos disgustos. Para empezar, ya no tendría que estar aquí.»

—Ven, ven —le decía ella ofreciéndole su cuerpo desnudo, tendiendo los brazos hacia él, de rodillas sobre la butaca.

Y el caso es que sabía moverse. Claro: era su trabajo. Sabía que, si levantaba los brazos, los pechos adquirían un volumen perfecto. Y balanceaba las caderas con una armonía espiritual. Desnuda y vulnerable como un acto de fe.

Pero Abellán estaba furioso. Se imaginaba cualquier cosa. Que la habían enviado para que lo sedujera y poderlos fotografiar mientras se lo montaban. Chantaje. No se lo podía quitar de la cabeza. Extorsión. Tenía ganas de sacudirle una bofetada, de echarla de su casa a patadas. ¿Qué se había creído?

—Venga, tápate, tápate.

—¿Qué pasa? ¿No te gusto?

Y de aquí habían derivado al «Mira, nena, no sé qué estás haciendo aquí...» y al «No sé qué fantasía te has montado», y en seguida empiezan los llantos, ¿pero qué le pasa a esta chica?, y «No querías volver a verme nunca más», y «Me usaste como si fuera un kleenex», y entonces fue cuando el zumbido del teléfono interrumpió la escena.

— ... Le llamamos del cuartel de Riudalgues porque tenemos un asesinato.

—Un homicidio —puntualizó el magistrado—. ¿Habéis avisado al puesto de Sant Martí?

Y Jessi clavada en el sofá.

—Les avisaremos ahora para que pasen a recoger al secretario, al forense y a usted.

—Bien. Llamad también a los de Homicidios y a los de Identificación de Lleida. Que vengan tan de prisa como puedan...

—Pero tardarán mucho... La carretera está helada...

—Que vengan con las luces puestas. Mientras, que nadie toque nada, ¿de acuerdo? ¿Dónde está el cuerpo?

—En la calle. En una parada de autobús.

—Pues no toquéis ni una piedra, ¿entendido? Ni una colilla. Que nadie pise nada alrededor del cuerpo, ¿estamos?

Se volvió hacia la bailarina. «Se acabó la broma. Esto va en serio.» El cuerpo desnudo se había enfriado de golpe y se presentaba ahora cautivador y frío como una piedra preciosa. ¿Homicidio? ¿Avisad a los de Homicidios y a los de Identificación?

—¿Pero tú eres poli?

—Anda, vístete, chata. Dentro de cinco minutos vendrán a buscarme. Es una cosa oficial.

—¿A las cuatro de la madrugada?

El cuerpo de la bailarina se había enfriado pero el de Abellán, en cambio, se encendió de repente. Había empezado a andar hacia el recibidor para coger el abrigo y la bufanda y se detuvo para mirar a la chica de reojo. Mira por dónde, ahora le apetecía. De pronto le angustiaba la perspectiva de perderse un polvo con aquella maravilla de jovencita que le había invadido el salón en el momento más intempestivo. Quizá no volvería a tener la ocasión de degustar aquella manera de hacer ingenua y desvergonzada. Quizá le animó la evocación inesperada de la forense, Gloria, o la necesidad de hacerlo de prisa y corriendo. Acaso fuese a causa del sentimiento de culpabilidad. No podía dejar allí a la muchacha, desnuda, patética, ridícula, desamparada. No pudo resistirse.

«Oh, diantre, venga, venga, rápido», la rodeó con brazos posesivos, le mordió los labios, la embadurnó de babas, se la comió entera empezando por los pechos, se desabrochó y embistió como si su futuro dependiera de aquella exhibición de...

... ¿De...?

—Y ahora perdona. Me tengo que ir.

2

Llamaron a la puerta cuando Abellán estaba terminando de vestirse precipitadamente y a toda velocidad. Pantalones de franela, camiseta, gruesa camisa de cuadros, jersey de lana. Botas forradas. Fuera debía hacer un frío de narices.

Jessi estaba de bruces sobre la cama, disimulando el llanto entre las sábanas arrugadas. Su culito redondo, apetecible como un melocotón, resplandecía con luz propia. No era extraño que se dedicase al striptease. Era la mujer desnuda.

—Tendrás que irte, ¿de acuerdo, chata? Cierra de golpe cuando salgas.

Ella no pudo responder, ahogada por los sollozos.

Entre una cosa y otra se habían hecho las cinco de la madrugada. Abellán salió de casa a una noche muy negra y el viento helado procedente del río se le pegó a la cara, tensó su epidermis, se clavó en su cerebro. Tras la verja del jardín le esperaban el maltrecho Land Rover de la Guardia Civil y aquel tipo rechoncho y satisfecho, siempre atento, mostachudo y sonriente, que le saludó con rigidez militar.

—A sus órdenes. Perdone que nos hayamos retrasado tanto, pero a estas horas ya se sabe.

—No pasa nada.

—Vaya frío que hace, ¿verdad?

Dentro del Land Rover encontró a la forense, Gloria Genís, y al secretario, Arturo Canella. Les saludó diciendo:

—¡Jodó, qué frío hace!

—Es la época —respondió el secretario. Siempre iba encogido como una tímida ardilla, abrazado a la cartera de piel donde lleva el papel de oficio. Parecía la imagen de la adolescente que va camino de la escuela protegiendo sus pechos de las amenazas del mundo exterior. Lucía una sonrisa eterna y crispada, ansioso por despertar en todo momento la benevolencia de los demás. Acostumbraba a expresarse con tópicos. Su conversación era perfectamente previsible:

—En febrero, ya se sabe. Tiene que hacer frío. Estamos a seis bajo cero. Tampoco es tanto.

—¡Hola, campeón, semidiós, triunfador! —exclamó la forense, vocinglera como siempre, superponiendo su voz a las banalidades del secretario.

Rubia con mechas, manicura perfecta, maquillaje impecable, olor a colonia. No era necesario decir quién era la responsable del retraso: tanta pulcritud necesitaba tiempo. Capturó a Abellán con un brazo que era como un tentáculo y lo besó superficialmente en la boca, como si quisiera demostrar a todo el mundo que un día se lo había tirado. No es capaz de disimular, la muy jeta. Delante de su marido, un día, también le besó en la boca. «¿Pero de qué vas, tía?» Seguramente le dijo a su marido que se lo había tirado. «¿Sabes que un día me follé a Abellán?» Es posible. Es muy capaz. El juez percibió que se sonrojaba. No sabía dónde mirar. Gloria, muy empalagosa, no paraba de sobarlo.

—¿De qué se trata?

—No lo sé.

El guardia civil mostachudo y avispado ya había puesto en marcha el Land Rover y estaban enfilando la sinuosa carretera que conduce a Riudalgues.

—¿Un asesinato, verdad?

—Un corpore insepulto —dijo el juez.

Una broma privada. El otro día, en el casino, Gloria, el secretario y Abellán jugaban a traducir el argot de la delincuencia a un supuesto lenguaje camelístico de los jueces. Gloria había comentado que los jueces necesitaban acorazar sus inseguridades y angustias con un lenguaje engolado, críptico y diametralmente opuesto a la espontánea e ingeniosa jerga de los delincuentes. Así, a cada lado de la mesa del tribunal, había personas que hablaban idiomas diferentes. Se imponía la redacción de un diccionario que aproximase a ambas partes. Por eso decidieron que a un fiambre lo llamarían corpore insepulto. Tambíen habían decidido que la traducción de comerse un marrón fuera ingerir un manjar.

—Ya veremos quién ingerirá este manjar —dijo el secretario.

Se reían. El guardia mostachudo, al volante, no entendía nada, pero se dejaba contagiar la risa ajena.

La carretera asciende hasta la presa, la cruza por encima, con el abismo de cemento a la izquierda y la inmensidad del lago a la derecha, y bordea el pantano y el río, con muchas curvas y contracurvas por el estrecho y profundo, imponente desfiladero. Cinco kilómetros más arriba, justo antes de salir de la garganta de peñascales jóvenes y angulosos, aparece Riudalgues, población de cuatro millares de habitantes a la que ha llegado la prosperidad con la construcción de las pistas de esquí de La Guineu.

En los años sesenta, el balneario Les Fonts de Riudalgues, rodeado por picachos impresionantes, fue un famoso centro de reposo para viejos millonarios. Con el paso del tiempo los balnearios se pasaron de moda y a Les Fonts se le desconcharon las paredes, manchas de humedad salpicaron todo el edificio, creció maleza en el jardín y el personal envejeció rápidamente. Pero, de buenas a primeras, hace un par de años, a alguien se le ocurrió construir la estación de esquí y el balneario recuperó su antiguo esplendor y se convirtió en el mejor hotel de la zona, con piscinas de agua fría y caliente separadas del exterior por cristales que daban la impresión de que estaban al aire libre, con médicos jóvenes especializados en geriatría, dietas de adelgazamiento y curas de estrés para ejecutivos agresivos. Marketing, diseño, culto al cuerpo, fitness, control médico.

Simultáneamente, las viejas casas de Riudalgues, macizas, sólidas y con techumbres de pizarra, se restauraron por dentro y se convirtieron en pequeños y lujosos palacetes. Una gran masía que domina la población, enclavada en la falda del Cerro de los Cuervos, se transformó en la discoteca Zapping, de visita obligada para todos aquellos que tengan ganas de marcha. Los alrededores de Riudalgues se revalorizaron favoreciendo la especulación y por todas partes aparecieron vallas publicitarias que hablaban de urbanizaciones de lujo, apartamentos a pie de pista rodeados de césped en verano y de nieve en invierno, picaderos que organizan excursiones a caballo por paisajes incomparables, alquiler de 4x4 para visitar los lagos y las nieves perpetuas. Y el progreso y la prosperidad han hecho necesaria la construcción de un cuartelillo de la Guardia Civil al que se destacan diariamente doce hombres del puesto de Sant Martí a las órdenes de un suboficial. Es el primer edificio que se encuentra, a mano derecha, llegando por la carretera de Sant Martí.

A la puerta les esperaba un teniente (dos estrellas de seis puntas en la gorra), encogido y embutido en una guerrera de nilón verde donde quería meter cabeza y todo. La boca tapada con una bufanda negra, las manos entorpecidas por gruesos guantes de lana gris. De lejos vieron cómo pateaba el suelo con impaciencia.

Cuando el Land Rover se detuvo a su lado corrió hacia la ventanilla cuyo cristal bajaba rápidamente el conductor rechoncho y satisfecho con un frenético movimiento del brazo izquierdo. Era evidente que el teniente estaba de muy mal humor. Se presentó seco y soberbio.

—Soy el teniente Liste, oficial de guardia.

—A sus órdenes. Es el juez —le confió humildemente el que estaba al volante como quien dice «Ándese con cuidado».

—¿Vamos al lugar de autos?

Pregunta innecesaria.

—Suba —ordenó el juez.

«Bien, esperen.» Confusión. Antes de subir, el teniente tenía que decirles algo a sus hombres. Se dirigió al que estaba de guardia en la puerta del cuartelillo.

—¡Yuste! Me voy a la parada del autobús. Diles a Navas y a Zarrasco que cojan el jeep y vayan hacia allí.

—En argot, el lugar de autos sería el lugar de tequis, ¿no? —dijo Gloria. Hubo risas resopladas por la nariz.

El teniente tomó asiento junto al conductor. Tenía que volverse para poder hablar con los que viajaban detrás y la abundancia y el grosor de la ropa que llevaba dificultaban sus movimientos.

—Una puta. Su chulo, que le ha dado de cuchilladas.

Era un hombre grueso, muy moreno, mal afeitado, de voz ronca que habla un castellano agresivo.

—¿No hay testigos? —preguntó Abellán, como si la respuesta no le importase en absoluto.

—Dos chicos. Ellos han detenido al asesino.

—¿Dos ciudadanos han detenido al asesino?

—Lo han pillado con las manos en la masa. Estaba apuñalando a la chica, se le han echado encima y le han dado una paliza.

—¿Han llegado los de Homicidios de Lleida?

—Todavía no, pero no pueden tardar.

Todos miraron sus relojes. Eran las cinco y media.

—Cuéntemelo en cuatro palabras.

Liste, en cuatro palabras, le puso al corriente de todo.

3

Liste se despertó sobresaltado al oír el ruido que hizo la cabeza de aquel pobre hombre al rebotar en el suelo. Y, con sorprendente clarividencia, identificó el sonido «¡Vaya cabezazo! ¡Qué daño se habrá hecho!». Inmediatamente, se abrió la puerta y Yuste gritó:

—¡Que dicen que ha habido un asesinato!

Liste salió del dormitorio maloliente. Iba despeinado, sin calzarse la botas, con el uniforme arrugado, los faldones de la camisa fuera de los pantalones. Tosía con ojos de odio y congestionado, como si de un momento a otro fuese a estallarle la cabeza. Un día de éstos el tabaco lo matará. Cuando finalmente dominó la tos, se quedó resoplando, exhausto, y sorbió los mocos con bramido de fiera furiosa.

Madre mía, ¿qué significaba todo aquello? Aquel hombre medio muerto en el suelo. Las manchas de sangre.

Lo que más cabreó a Liste fue que aquel pobre hombre del anorak azul que estaba de bruces en medio de la estancia estaba manchándole el suelo de sangre. Parecía un cristo, con los brazos en cruz. Y había dos chicos, uno a cada lado del cuerpo, contentos como castañuelas, aunque no se reían. Guapetones y sanotes, altos y acorazados con la fortaleza de la juventud. Sonrisas embelesadas, miradas centelleantes y la cara encendida a causa del entusiasmo y del ejercicio que acababan de hacer. Zamarras de vivos colores, calzado deportivo. Era evidente que ellos habían transportado al pobre hombre hasta allí, agarrándolo cada uno por un brazo, y lo habían dejado caer en medio de la estancia, como si fuese un saco de patatas. Y cloc, el cabezazo.

Yuste se explicaba:

—Dicen que este tío ha matado a una mujer...

Los chicos intervenían:

—Ha matado a una mujer...

—Cerca de aquí, en la parada del autobús...

—Lo hemos visto...

—Con esta navaja...

Mostraban a Liste una navaja pringosa de sangre.

Liste estiraba y alisaba su uniforme, se pasaba las manos, ya la derecha, ya la izquierda, por unos cabellos empeñados en continuar de punta.

—De momento, llevadlo a mi cama. Yuste, despierte a los demás. Que dos lleven a este hombre al balneario en el jeep. Y vosotros, ¿quién coño sois? ¿Qué os pasa?

Vuelta. Otra vez.

—Que este hombre estaba matando a una mujer. En la parada del autobús. Con esta navaja.

Liste tomó la navaja que le ofrecía uno de los chicos. No la tendrían que haber tocado, no se debe tocar nunca el arma del crimen. Tomó la navaja y, estremecido por el tacto repugnante de la sangre, la tiró sobre el escritorio. Soltó una blasfemia, «¡Cago´n Dios, esto no se toca!».

Yuste arrastró el cuerpo del hombre inconsciente hasta el dormitorio. Goteaba la sangre. Monedas rojas que se extendían en forma de pinceladas cuando las piernas del hombre arrastrado les pasaban por encima. Lo estaba dejando todo hecho un asco.

—¡Venga, vamos! —gritó Liste. Se recriminó: «¿Adónde vas así, atontado? ¿Pero dónde te crees que vas, así?». Despeinado, sin botas, con el resfriado que tenía encima. Ladró, exasperado por la sensación de no estar actuando bre hombre?

—Nosotros.

—Nos ha atacado.

—Con la navaja.

—Esperad.

Empezaban a comparecer los otros oficiales de la guardia. Gómez, Zarrasco, Romero, todos entumecidos por el sueño.