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Emma Bau sólo llevaba casada tres semanas cuando los tanques nazis entraron en su Polonia natal. Unos días después, su marido se vio obligado a desaparecer, y ella acabó prisionera en el gueto judío de Cracovia, hasta que la resistencia la sacó de allí. Entonces, Emma adoptó una falsa identidad y renunció a su religión. La precaria situación de Emma no hizo más que empeorar cuando conoció al comandante Richwalder, un alto oficial nazi que la contrató como ayudante. La resistencia comenzó a presionarla para que utilizara su privilegiada posición para recabar información sobre la ocupación nazi y Emma se vio obligada a poner en peligro su vida y sus votos matrimoniales, para ayudar a la causa. Al mismo tiempo que se intensificaban las atrocidades de la guerra, lo hacía también la relación de Emma y el comandante hasta llegar a un punto en el que no sólo pondría en peligro su vida sino también la de aquellos a los que más quería.
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Seitenzahl: 427
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Pam Jenoff.
Todos los derechos reservados.
La amante del oficial, nº 2305 - noviembre 2017
Título original: The Kommandant’s Girl
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios.
Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
I.S.B.N.: 978-84-9139-245-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
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Mientras atajamos por la plaza del mercado, pasando junto a las palomas que se agolpan alrededor de algunos charcos malolientes, miro hacia el cielo con desconfianza y agarro con fuerza la mano de Lukasz para que camine más deprisa. Sin embargo, el niño chupa su helado, ajeno al color cada vez más oscuro del cielo, con una gota prendida a sus rizos rubios. Gracias a Dios por sus rizos rubios. Un viento afilado de marzo sopla por la plaza, y yo lucho contra el impulso de soltarle la mano y arrebujarme en el abrigo.
Pasamos por el arco central del Sukennice, el enorme mercado amarillo que divide la plaza en dos. Quedan todavía varias manzanas hasta Nowy Kleparz, el mercado al aire libre del centro de Cracovia, y ya noto que la marcha de Lukasz se hace más lenta, y que arrastra los pies contra el empedrado a cada paso. Se me ocurre llevarlo en brazos, pero tiene tres años y pesa. Si yo estuviera bien alimentada, quizá lo intentaría, pero sé que ahora sólo conseguiría avanzar unos cuantos metros. Ojalá el niño caminara más aprisa.
—Szybko, kochana —le ruego en voz baja—. Chocz!
Entonces, sus pasos se aligeran, a medida que avanzamos entre los puestos de flores que hay a la sombra de los capiteles de la basílica de Santa María.
Un momento después, llegamos al otro extremo de la plaza y yo noto bajo los pies una vibración que me resulta familiar. Me detengo. Hace casi un año que no subo a un tranvía. Me imagino subiéndome con Lukasz a uno de ellos y acomodándome en uno de los asientos, observando los edificios y a los peatones. Podríamos llegar en pocos minutos al mercado.
Entonces hago un gesto negativo con la cabeza. La tinta de nuestros nuevos documentos apenas ha tenido tiempo de secarse, y seguramente, la cara de maravilla de Lukasz al disfrutar de su primer paseo en tranvía levantaría sospechas. No puedo arriesgar nuestra seguridad por un trayecto más cómodo y rápido. Seguimos caminando.
Aunque intento recordar que debo llevar la cabeza baja y evitar el contacto visual con los vendedores que flanquean la calle, no puedo evitar empaparme de todo. Hace más de un año que estuve por última vez en el centro de la ciudad. Respiro profundamente; el aire, húmedo a causa de los últimos restos de nieve, está perfumado con el aroma de las castañas asadas del quiosco de la esquina. Entonces, el trompeta de la torre de la catedral comienza a tocar el hejnal, la breve melodía que inunda la plaza cada hora para conmemorar la invasión tártara de Cracovia de siglos antes. También contengo el deseo de volverme hacia el sonido, que me saluda como un viejo amigo.
A medida que nos acercamos al final de la calle Florianska, Lukasz se queda inmóvil de repente y me aprieta la mano con fuerza. Yo miro hacia abajo. Se le ha caído el último pedacito de su precioso helado al suelo, pero creo que no se ha dado cuenta. Su cara, ya pálida después de pasar meses escondido, se ha tornado gris.
—¿Qué ocurre? —le pregunto en un susurro, agachándome junto a él; pero el niño no responde.
Yo sigo su mirada hasta el punto donde ha quedado fija. Diez metros más adelante, junto a la arcada de la puerta Florian, hay dos nazis armados con metralletas. Lukasz se estremece.
—Vamos, vamos, kochana. No pasa nada.
Le pongo el brazo sobre los hombros, pero no puedo hacer nada para calmarlo. Mueve los labios, pero no emite ningún sonido.
—Vamos —le digo.
Lo tomo en brazos y él oculta la cara en mi cuello. Yo miro a mi alrededor y busco otra calle por la que continuar, pero no hay ninguna, y dar la vuelta podría llamar la atención. Con una mirada furtiva para asegurarme de que nadie nos mira, empujo el resto de cucurucho del helado hacia una alcantarilla y paso por delante de los nazis, que no se fijan en nosotros. Unos minutos después, cuando noto que la respiración del niño se ha calmado, lo dejo en el suelo.
Pronto nos acercamos al mercado de Nowy Kleparz. Me resulta difícil contener el entusiasmo de ser libre de nuevo, de caminar e ir a la compra como una persona normal. Mientras recorremos los estrechos pasillos que hay entre los puestos, oigo quejarse a la gente. La col está pálida y marchita, el pan duro y seco. La carne es de un animal no identificable y de ella emana un extraño olor. Tanto para la gente de la ciudad como para la de los pueblos, acostumbrada a la riqueza del campo polaco antes de la guerra, la comida es una abominación. Para mí es como estar en el paraíso. El estómago se me encoge.
—Dos rebanadas —le digo al panadero, manteniendo la cabeza baja mientras le entrego los cupones de racionamiento. Me mira con curiosidad, y yo me digo que es mi imaginación. Calma. Para un extraño, sé que soy como cualquier otra polaca. Tengo la piel clara, mi acento es impecable y mi ropa no tiene ninguna característica distintiva. Krysia eligió este mercado de la parte norte de la ciudad porque sabía que ninguno de mis conocidos haría allí la compra. Es muy importante que nadie me reconozca.
Voy de puesto en puesto, recitando mentalmente las cosas que necesitamos: harina, huevos y un pollo, si es que lo encuentro. Nunca he hecho listas, y eso me resulta muy útil ahora que el papel es tan preciado. Los tenderos son amables, pero eficientes. Después de seis meses de guerra, la comida escasea. Nadie da un pedazo de queso por una sonrisa, ni una galleta para el niño de enormes ojos azules. Muy pronto he gastado todos los cupones, y sin embargo, la cesta está medio vacía. Entonces, comenzamos la larga caminata de vuelta a casa.
Llevo a Lukasz por las callejuelas de la ciudad y, unos minutos después, llegamos a la calle Grodzka, una avenida llena de tiendas elegantes y casas. Titubeo. No tenía intención de llegar hasta aquí. Noto una opresión en el pecho, que no me deja respirar. Tranquila, puedes hacerlo. Es sólo otra calle. Camino unos metros más y me detengo. Estoy frente a una casa de color amarillo claro con la puerta blanca, y con macetas de flores en las ventanas. Elevo la mirada hasta el segundo piso. Se me forma un nudo en el estómago y no puedo tragar. No lo hagas… pero es demasiado tarde. Ésta es la casa de Jacob. Nuestra casa.
Conocí a Jacob dieciocho meses antes, cuando yo trabajaba en la biblioteca de la universidad. Era viernes por la tarde, recuerdo, porque estaba poniendo al día el catálogo de ejemplares antes de irme a casa para el sabbat.
—Disculpa —dijo alguien de voz grave.
Yo levanté la vista de mi trabajo, molesta por la interrupción. Quien había hablado era un hombre de estatura mediana, que llevaba una pequeña kipá y tenía una barba y un bigote muy recortados. Su pelo era de color castaño con reflejos rojizos.
—¿Puedes recomendarme un buen libro?
—¿Un buen libro?
Yo me quedé desconcertada, tanto por la oscuridad de sus ojos como por la naturaleza general de su pregunta.
—Sí, algo ligero para leer durante el fin de semana, y apartar la cabeza de los estudios. ¿Quizá La Ilíada?
Yo me reí sin poder evitarlo.
—¿Te parece que Homero es una lectura ligera?
—En comparación con los textos de física, sí —respondió él con una sonrisa.
Yo lo conduje a la sección de Literatura, donde él mostró interés por un volumen de las comedias de Shakespeare. Nuestros nudillos se rozaron cuando yo le entregué el libro, y yo sentí un escalofrío por la espalda. Le presté el libro, pero después, él permaneció allí un rato. Supe que se llamaba Jacob y que tenía veintidós años, dos más que yo.
Después de aquello, vino a visitarme todos los días. Era estudiante de Ciencias, pero su verdadera pasión era la política, y colaboraba con varios grupos de activistas. Escribía artículos y los publicaba en periódicos locales y de estudiantes, y no sólo era crítico con el gobierno polaco, sino también con la dominación de los alemanes sobre sus vecinos. A mí me preocupaba que expresar sus opiniones de un modo tan abierto pudiera resultar peligroso. Aunque los judíos de mi barrio discutían acaloradamente en las entradas de sus casas, en las puertas de las sinagogas y en los almacenes de la situación política y de todo lo demás, a mí me criaron creyendo que era más seguro mantener la voz baja cuando se trataba con el mundo. Sin embargo, Jacob era hijo del prominente sociólogo Maximillian Bau, y no tenía tales preocupaciones. Además, mientras yo lo escuchaba, mientras observaba brillar sus ojos y volar sus manos, se me olvidó sentir temor.
A mí me asombraba que un estudiante de una familia rica se interesara por mí, la hija de un pobre panadero ortodoxo, pero si él se daba cuenta de nuestras diferencias sociales, no parecía que le importara. Comenzamos a pasar las tardes del domingo juntos, hablando y paseando por las orillas del río Vístula.
—Debería volver a casa —dije un domingo de abril, cuando atardecía. Jacob y yo habíamos estado paseando, hablando con tanta intensidad que yo había perdido la noción del tiempo—. Mis padres se estarán preguntando qué ha sido de mí.
—Sí, yo debería conocerlos pronto —respondió él con naturalidad. Yo me detuve en seco, y él prosiguió—: Es lo que hace uno cuando quiere pedir permiso para cortejar a una chica, ¿no?
Yo me quedé demasiado sorprendida como para responder. Aunque Jacob y yo habíamos pasado mucho tiempo juntos durante aquellos últimos meses, nunca pensé que pediría permiso para salir conmigo formalmente. Él me tomó la barbilla con los dedos enguantados, suavemente, me besó por primera vez. Nuestras bocas se unieron y los labios se separaron ligeramente. Yo me sentí tan aturdida que pensé que iba a desmayarme.
Pensando ahora en el beso de Jacob, noto una súbita calidez. Me digo que debo evitarlo, pero no lo consigo. Hace casi seis meses que no veo a mi marido, que no recibo sus caricias. Mi cuerpo entero sufre de anhelo.
Un ruido me saca de mi ensimismamiento. La puerta principal se abre, y por ella sale una mujer mayor, bien vestida. Al vernos a Lukasz y a mí, vacila. Me doy cuenta de que se pregunta quiénes somos, por qué nos hemos detenido ante su puerta. Después, nos da la espalda, cierra la puerta y baja los escalones hasta la calle. Ésta es ahora su casa. Ya es suficiente, me digo. No puedo permitirme hacer nada que pueda llamar la atención. Sacudo la cabeza para intentar quitarme a Jacob de la mente.
—Vamos, Lukasz —le digo, tirando con suavidad de la mano del niño.
Continuamos caminando y pronto cruzamos el Planty, el anillo de parque que rodea el centro de la ciudad. Los árboles tienen brotes prematuros, que seguramente morirán a causa de alguna helada tardía. Lukasz se aferra a mi mano mientras mira, con los ojos abiertos como platos, a las pocas ardillas que juegan entre los arbustos como si ya fuera primavera.
A medida que avanzamos, noto que la ciudad va quedando detrás de nosotros. Cinco minutos después llegamos a Aleje, el gran bulevar que conduce, por la izquierda, hacia el río. Me detengo y miro más allá del puente. Justo al otro lado, a medio kilómetro al sur, está el gueto.
Voy a tomar esa dirección, pensando en mis padres. Quizá si llego hasta los muros pueda verlos, encontrar un modo de pasarles algo de la comida que he comprado. A Krysia no le importaría. Entonces, me detengo. No puedo arriesgarme a plena luz del día, y menos con el niño. Siento vergüenza de mi estómago, que ya no se me encoge de hambre, y de mi libertad, que me permite caminar por la calle como si no existiera la ocupación.
Media hora después, Lukasz y yo llegamos a Chelmska, el barrio rural en el que vivimos. Me duelen los pies de caminar por una carretera de tierra y los brazos de llevar la comida y al niño durante la última parte del trayecto. Mirando las granjas que salpican el campo, inhalando el aire frío, diviso la casa de Krysia, un chalet de tres pisos de madera oscura, situado en un bosquecillo de pinos. Dejo al niño en el suelo y él echa a correr. Al oír nuestros pasos, Krysia aparece desde detrás de la casa y camina hacia la puerta principal.
Con su pelo plateado recogido en un moño alto, parece que va a asistir a la ópera, salvo que tiene las manos protegidas por unos guantes de jardinería, en vez de unos guantes de encaje o de seda. El bajo de su vestido de trabajo, que es más bonito de lo que yo nunca espero tener, está manchado de tierra. Al ver a Lukasz, sonríe. Altera su postura perfecta, se inclina hacia el niño y lo toma en brazos.
—¿Ha ido todo bien? —me pregunta cuando me acerco, con Lukasz sentado en su cadera, sin dejar de observar el rostro del niño.
A mí no me mira. No me ofendo por su preocupación respecto a Lukasz. En el tiempo que lleva con nosotras, aún no ha sonreído ni hablado, y eso es una inquietud constante para las dos.
—Más o menos.
—¿Eh? —pregunta, alzando la vista—. ¿Qué ha ocurrido?
Yo titubeo, porque no quiero contarlo delante del niño.
—Hemos visto a unos… eh… alemanes —digo, y señalo ligeramente a Lukasz con la cabeza—. Y fue angustioso. Pero ellos no nos vieron.
—Bien. ¿Has podido comprarlo todo en el mercado?
—Algunas cosas, pero creo que no tantas como esperábamos.
—No importa, nos las arreglaremos. Estaba removiendo el suelo del jardín para poder sembrar el mes que viene.
Sin decir una palabra, sigo a Krysia al interior de la casa, asombrada como siempre por su aplomo y su fuerza. Su porte decidido y sus movimientos me recuerdan a mi marido.
Arriba, Krysia toma la cesta del mercado y comienza a desenvolver la comida. Yo voy al salón. Después de vivir aquí durante dos semanas, aún me atemoriza el lujoso mobiliario y las obras de arte que adornan las paredes. Sobre la chimenea hay tres fotografías enmarcadas. Una es de Marcin, el difunto marido de Krysia, que está sentado con su chelo frente a sí; otra es de Jacob de niño, jugando junto a un lago. Tomo la tercera fotografía. Somos Jacob y yo, el día de nuestra boda. Estamos en la escalera de la entrada de la casa de los Bau, en la calle Grodzka, Jacob con su traje oscuro, yo con el vestido de novia que perteneció primero a mi abuela y después a mi madre. Aunque se supone que debemos mirar a la cámara, nuestras cabezas están inclinadas la una hacia la otra, y yo me estoy riendo por una broma que mi marido acaba de susurrarme.
Al principio, pensábamos esperar para casarnos hasta que Jacob se hubiera licenciado, al año siguiente. Sin embargo, a últimos de julio de mil novecientos treinta y nueve, Alemania había llegado hasta Checoslovaquia, y los demás países europeos no habían hecho nada por evitarlo. Hitler estaba en la frontera con Polonia, listo para atacar. Habíamos tenido noticias del brutal tratamiento que les daban a los judíos en Alemania y Austria. Si los nazis entraban en Polonia, ¿cómo serían nuestras vidas? Jacob y yo decidimos que sería mejor casarnos para enfrentarnos juntos a la incertidumbre del futuro.
Nos casamos en el elegante salón de los Bau con la sola compañía de nuestras familias. Después de la boda, yo me mudé con mis escasas pertenencias a la habitación de invitados de casa de los Bau, que íbamos a compartir mi marido y yo. El profesor y la señora Bau se marcharon a descansar a Ginebra, y nos dejaron a solas a Jacob y a mí.
Como yo me había criado en un modesto apartamento de tres habitaciones, no estaba acostumbrada a vivir entre tanto esplendor. Los techos altos y los suelos de madera brillante me parecían propios de un museo. Al principio me sentía fuera de lugar, pero poco a poco fui enamorándome de aquella casa llena de música, arte y libros. Jacob y yo nos quedábamos despiertos por la noche y nos susurrábamos sueños sobre el año siguiente, cuando él se licenciara y pudiéramos comprarnos nuestra propia casa.
Un viernes por la tarde, unas tres semanas después de la boda, decidí ir caminando hasta el barrio judío, Kazimierz, a comprar pan a la panadería de mi padre. Cuando llegué a la tienda, estaba abarrotada de clientes que se preparaban para el sabbat, así que entré tras el mostrador para ayudar a mi padre a despachar. Acababa de entregarle las vueltas a una mujer cuando la puerta de la tienda se abrió de par en par y un muchacho entró corriendo.
—¡Los alemanes han atacado! —gritó.
Yo me quedé helada. La panadería quedó en silencio al instante. Rápidamente, mi padre sacó su radio y todos nos agrupamos a su alrededor para escuchar las noticias. Los alemanes habían atacado el puerto de Westerplatte, cerca de la ciudad norteña de Gdansk; Polonia y Alemania estaban en guerra. Algunas de las mujeres comenzaron a llorar. El locutor dejó de hablar y comenzó a sonar el himno nacional; entonces, varios clientes comenzaron a cantarlo.
—El ejército polaco nos defenderá —dijo Pan Klopowitz, un arrugado veterano de la Gran Guerra.
Sin embargo, yo sabía cuál era la verdad. El ejército polaco, que estaba formado en su mayor parte por soldados de caballería y de infantería, no podría hacer nada contra los tanques y ametralladoras de los alemanes. Yo miré a mi padre y él me miró a mí. Estaba agarrado al mostrador con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Yo supe que se estaba imaginando lo peor.
—Vete —me dijo, después de que los clientes se hubieran marchado con su pan.
Yo no volví a la biblioteca, sino que fui directamente a casa. Jacob ya estaba en el apartamento cuando llegué, pálido. Sin decir una palabra, me abrazó.
En dos semanas, el ejército alemán aplastó al polaco. De repente, las calles de Cracovia se llenaron de tanques y de hombres altos, con la mandíbula cuadrada, vestidos con uniformes marrones. A mí me despidieron de la biblioteca. Y unos días después, el jefe del departamento de la facultad le comunicó a Jacob que los judíos ya no podían asistir a la universidad.
Yo esperaba que, una vez que Jacob había sido expulsado de la universidad, estaría más en casa, pero en vez de eso, sus actividades políticas adoptaron un ritmo frenético. Las reuniones se celebraban en pisos de toda la ciudad, por la noche. Aunque él no lo decía, yo sabía que aquellas reuniones estaban relacionadas con la oposición a los nazis. Quería pedirle, rogarle, que lo dejara. Tenía terror a que lo arrestaran, o algo peor. Sabía, sin embargo, que mi miedo no ahogaría su pasión.
Un martes por la noche, en septiembre, yo estaba dormitando mientras lo esperaba. Un rato después me desperté. El reloj de nuestra mesilla marcaba más de las doce. Él ya debería haber llegado. Yo me levanté de un salto y noté que el apartamento estaba en completo silencio, salvo por el sonido de mis pisadas. La mente se me aceleró, y comencé a recorrer la casa a zancadas como si fuera una loca, asomándome cada cinco minutos a la ventana para observar la calle.
Un poco después de la una y media, oí un ruido en la cocina. Jacob había subido por la escalera trasera. Estaba despeinado y sudoroso. Yo me abracé a él temblando. Sin decir nada, Jacob me tomó de la mano y me llevó a nuestro dormitorio. Yo no intenté decir nada más cuando me empujó suavemente hacia el colchón y se tendió sobre mí con una urgencia que yo nunca había sentido antes.
—Emma, tengo que marcharme —me dijo más tarde, aquella noche, mientras estábamos tumbados en la oscuridad.
El sudor de nuestras relaciones se me había secado sobre la piel al aire fresco del otoño, y me había dejado con un frío inevitable.
A mí se me encogió el estómago.
—¿Por tu trabajo?
—Sí.
—¿Cuándo? —le pregunté, con la voz temblorosa.
—Pronto… días, creo —la inseguridad de su voz me dio a entender que no estaba diciendo todo lo que sabía—. Te dejaré dinero por si necesitas algo.
—No lo quiero —dije yo, con los ojos llenos de lágrimas. Sólo quería rogarle que se quedara. Lo habría hecho si hubiera valido de algo.
—Emma, deberías ir con tus padres.
—Lo haré.
—Otra cosa —me dijo. Se apartó de mí, privándome de su calor, y tomó algo del cajón de la mesilla de noche. Me entregó un papel—. Quema esto.
Era nuestro kittubah, nuestro certificado de matrimonio hebreo. Con todos aquellos acontecimientos, no habíamos tenido tiempo de registrar nuestro matrimonio con las autoridades civiles.
—No, nunca —respondí.
—Debes quitarte los anillos y fingir que no estamos casados. Pídele a tu familia que no diga nada. Una vez que me haya ido, será peligroso que se sepa que eres mi mujer.
—¿Peligroso? Jacob, soy una judía en un país ocupado por los nazis. ¿Puede haber algo más peligroso?
—Hazlo —insistió él.
—Está bien —le dije.
Pero mentía. Tomé el papel y lo puse bajo el colchón. No iba a quemar la única cosa que siempre me uniría a él.
Me quedé despierta después de que Jacob se hubiera dormido. Le acaricié el pelo suavemente y escondí la nariz en su cuello para inhalar su olor. Intenté grabarme la forma de sus manos en la mente. Él se movió y gruñó, como si ya estuviera luchando contra el enemigo en sueños. Los párpados me pesaban cada vez más, y tuve que esforzarme por permanecer despierta. Ya tendría tiempo para dormir después.
Sin embargo, finalmente me venció el agotamiento. Me desperté horas después, con los sonidos de los barrenderos que limpiaban las aceras. Fuera todavía estaba oscuro. Pasé la mano por el espacio vacío que había a mi lado, en la cama, y las sábanas aún estaban calientes en el lugar donde había dormido mi marido. No tuve que incorporarme para saber que su bolsa y sus pertenencias habían desaparecido.
Jacob se había marchado. Llevábamos seis meses casados.
—…hambre?
La voz de Krysia me sobresalta. Me doy cuenta de que ha entrado en el salón y de que ha estado hablándome, pero yo no he oído lo que me decía. Me vuelvo hacia ella de mala gana, como si hubiera despertado de un sueño agradable. Krysia me tiende un plato de pan y queso.
—No, gracias —le digo, y niego con la cabeza, aún medio absorta en mis recuerdos.
Krysia deja el plato sobre la mesa y se acerca a mí.
—Es una fotografía preciosa —me dice, señalando la imagen de mi boda. Yo no respondo. Ella toma la foto de Jacob cuando era niño—. Pero deberíamos guardarlas para que nadie las vea.
—¿Y quién iba a verlas? —le pregunto—. Quiero decir que aquí sólo estamos los tres.
—Nunca se sabe —replica ella en tono extraño—. Es mejor estar a salvo.
Extiende la mano y yo vacilo. No quiero renunciar a los últimos lazos que me unen a mi marido. Sin embargo, me doy cuenta de que tiene razón. No hay otro remedio. Con un suspiro, le entrego la fotografía y observo cómo se la lleva de la habitación.
La mañana en que desapareció Jacob me senté en la cama durante varios minutos, parpadeando y mirando la habitación.
—No va a volver —me dije.
Estaba demasiado anonadada como para echarme a llorar. Yo me levanté y me vestí lentamente. Hice el equipaje tan rápido como pude, y de mala gana, me quité los anillos de compromiso y de boda y los guardé, junto a nuestro certificado de matrimonio, al fondo de la maleta.
Caminé hasta la puerta principal de la casa de los Bau con el equipaje en la mano. Me quedé mirando las cortinas de seda rosa, elegantemente sujetas por alzapaños de cuerda color bronce, que dejan pasar la luz a través de las altas ventanas. Observé los cuadros, la vajilla de porcelana que había en la vitrina del vestíbulo. Con la casa vacía, ¿quién iba a impedir que los vagabundos, o incluso los nazis, saquearan el piso? Durante un momento, pensé en quedarme, pero Jacob tenía razón. No estaría a salvo. Las detenciones llevadas a cabo por la Gestapo eran algo cotidiano, y a varios propietarios judíos de pisos de lujo del centro de la ciudad ya les habían expropiado sus viviendas para entregárselas a oficiales nazis de alto rango.
Me detuve en la puerta y miré por última vez la casa antes de cerrar.
Recorrí la calle Grodzka, alejándome del centro, hacia el barrio judío.
Mientras caminaba, el aspecto de las casas se volvía cada vez más ruinoso, las calles más estrechas. Pronto llegué a la calle Szeroka, a la plaza más importante del barrio judío. Me detuve, observando las sinagogas y las tiendas de la plaza. Había algo distinto desde la última vez que había estado allí. Aunque era una mañana de mitad de semana, las calles estaban vacías y extrañamente silenciosas. Los vecinos no se llamaban los unos a los otros por las ventanas abiertas de las casas, ni los hombres discutían frente a las tiendas, ni las mujeres llevaban bolsas de comida y leña. Era como si, de la noche a la mañana, el vecindario hubiera desaparecido.
Decidí pasar por la panadería a decirle hola a mi padre antes de ir a casa. Seguramente, querría que me quedara con él, que dejara las maletas en un rincón y que me pusiera uno de sus grandes mandiles para ayudarlo. Trabajar con mi padre era una de las cosas que más echaba de menos desde que me había casado y ya no vivía en Kazimierz. Hablábamos durante horas mientras amasábamos. A menudo me contaba historias de mi niñez, de mis abuelos, a los que yo no había conocido, y de la tienda que poseían en su ciudad, cercana a la frontera alemana. Algunas veces, se quedaba callado, y yo lo oía canturrear No tenía que mirarlo para saber que estaba sonriendo, ensimismado, con la barba negra manchada de harina blanca.
Giré en la esquina con la calle Jozefa y me detuve enfrente de la panadería. Intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Durante un momento, me pregunté si me había equivocado de día y la panadería no abría porque era sábado. Apreté la cara contra el cristal de la tienda. El interior estaba oscuro. Sentí inquietud, porque eran más de las ocho de la mañana y mi padre ya debería llevar trabajando varias horas. Me pregunté si habría ocurrido algo, o si mi madre o él estarían enfermos. Con un escalofrío, me apresuré a seguir mi camino hasta nuestra casa de la calle Miodowa.
Unos minutos después, entré al edificio donde había vivido toda mi vida y subí los tres tramos de escalera. Dejé las maletas en el rellano y abrí la puerta del piso.
—¿Hola? —dije al entrar en el salón.
El sol de la mañana entraba por las dos grandes ventanas. Yo miré a mi alrededor. Mientras vivía allí, no me había planteado nunca que no me gustara aquel piso pequeño y acogedor, pero después de casarme con Jacob y mudarme a la grandiosa casa de sus padres, la vivienda de mi niñez me parecía cambiada. Durante mi primera visita después de la luna de miel, había mirado las cortinas amarillentas y los cojines desgastados con disgusto, como si por primera vez me diera cuenta de lo pequeño y modesto que era nuestro apartamento en realidad. Me sentí culpable por dejar a mis padres allí, mientras yo me iba a vivir cómodamente con Jacob. Sin embargo, no parecía que ellos lo acusaran; para ellos, era el único hogar que habían conocido.
En aquel momento, pensé que no quería volver a vivir allí, y al instante me sentí avergonzada por mi esnobismo.
—¿Hola? —dije de nuevo, esta vez en voz más alta.
No hubo respuesta. Miré el reloj que había sobre la chimenea. Eran las ocho y media, lo cual significaba que mi padre debería estar ya en la panadería. Mi madre, sin embargo, nunca se marchaba tan pronto. Ella sí debía estar en casa. Había algo raro en todo aquello. Olisqueé el aire, y no percibí el olor a huevos y cebolla, el desayuno que siempre hacía mi madre. Alarmada, corrí al dormitorio de mis padres. Algunos de los cajones de su cómoda estaban abiertos, y la ropa colgaba de ellos. Mi madre nunca se habría marchado dejando el apartamento en aquel estado. La manta de lana gris de mis abuelos, que normalmente estaba doblada a los pies de la cama de mis padres, no estaba allí.
—¿Mamá? —pregunté, muerta de miedo.
Volví corriendo al rellano y miré hacia abajo. El edificio estaba en silencio salvo por el eco del sonido de mis pasos. No oí ninguno de los ruidos matinales que surgían a través de los delgados muros, los sonidos de la gente hablando, los cacharros chocando y el agua corriendo. Se me encogió el estómago. Todo el mundo había desaparecido. Me quedé helada, sin saber qué hacer.
De repente, oí la madera crujir en la escalera de arriba.
—¿Hola? —repetí, mirando hacia arriba. A través de la barandilla vi un borrón azul—. Soy Emma Gershmann —dije, usando mi apellido de soltera—. ¿Quién está ahí?
No se me ocurrió que debía estar asustada. Oí un paso y después otro, y un niño pequeño, de unos doce años, apareció ante mí. Era uno de los muchos hijos de los Rosenkrantz, del cuarto piso.
—Eres Jonas, ¿verdad? —le pregunté. Él asintió—. ¿Dónde está todo el mundo?
Él no habló durante varios segundos.
—Estaba jugando en el patio cuando llegaron —comenzó a explicar en un susurro.
—¿Quién, Jonas?
—Hombres de uniforme. Muchos.
—¿Alemanes? —pregunté yo. Él asintió. De repente, me flaquearon las rodillas y tuve que agarrarme a la barandilla—. ¿Cuándo?
—Hace dos días. Se llevaron a todo el mundo. A mi familia. A la tuya también.
—¿Y adónde fueron?
El niño se encogió de hombros.
—Caminaron hacia el sur, hacia el río. Todo el mundo llevaba maletas.
El gueto, pensé yo, dejándome caer sobre el último escalón.
Poco después del comienzo de la ocupación, los nazis habían erigido un muro en torno a la zona de Podgorze, un barrio al sur del río. Habían ordenado a todos los judíos de los pueblos circundantes que se trasladaran allí. A mí nunca se me había ocurrido que internarían allí a mi familia; nosotros ya vivíamos en un barrio judío.
—Yo me escondí hasta que se fueron —añadió Jonas.
Yo no respondí. Me levanté y volví corriendo a nuestro apartamento. En la entrada me detuve. La mezuzah, la caja que contenía el pergamino con las palabras del Deuteronomio, había sido arrancada del marco de madera de la puerta. Mi padre debía de haberla roto cuando se marchaban. Sabía que no iban a volver.
Tenía que encontrarlos. Tomé las maletas y cerré el apartamento. Después me volví hacia Jonas, que me había seguido por las escaleras.
—Jonas, no puedes quedarte aquí. No es seguro. ¿No tienes nadie con quien ir?
Él negó con la cabeza. Yo no podía llevarlo conmigo.
—Toma —le dije; saqué unas monedas de mi bolso y se las di—. Para que puedas comprar comida.
Él niño se metió el dinero en el bolsillo.
—¿Adónde vas?
Yo titubeé.
—A buscar a mis padres.
—¿Al gueto?
Yo lo miré con sorpresa. No me había dado cuenta de que él supiera adónde habían llevado a su familia.
—Sí.
—No podrás salir —me dijo él.
Era cierto. Con las prisas, no había pensado que si entraba al gueto yo también sería una prisionera.
—Tengo que irme. Cuídate, y escóndete —le dije, y le puse la mano en el hombro—. Si veo a tu madre, le diré que estás bien.
Sin esperar a que me respondiera, me volví y bajé corriendo las escaleras. Fuera del edificio me detuve, mirando en ambas direcciones. La calle estaba desierta; los nazis debían de haber vaciado todo el barrio. Intenté pensar en lo que podía hacer. Por supuesto, Jonas tenía razón. Si entraba al gueto, no podría volver a salir. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer? No podía quedarme en nuestro apartamento. Incluso estar allí, en la calle, podría ser peligroso. Deseé con todas mis fuerzas que Jacob estuviera allí. Seguramente, él sabría qué hacer. Por supuesto, si él estuviera allí, yo aún estaría segura en nuestro dormitorio de la casa de los Bau. Me pregunté hasta dónde habría llegado él a aquellas alturas. ¿Se habría marchado de saber lo que me iba a ocurrir tan pronto?
Decidí que iría al gueto. Tenía que saber si mis padres estaban allí, y si estaban bien. Tomé el equipaje una vez más y comencé a caminar por las calles vacías del barrio judío, de camino hacia el río Vístula, que separaba nuestro viejo mundo del nuevo. Me detuve junto al puente, mirando la orilla opuesta. Podgorze era un barrio extraño para mí, comercial y abarrotado de gente. Era como de otro planeta.
Comencé a cruzar el puente con lentitud. Oía el río chapoteando suavemente en la orilla desde la que yo provenía. «No mires atrás», me dije. Sin embargo, cuando llegué al otro extremo del puente, un estornino graznó detrás y yo me volví, casi contra mi voluntad. En la otra ribera se erguía el recinto amurallado de Wawel. El sol les confería un color dorado a los tejados del castillo y las agujas de la catedral. Su grandeza era como una traición. Durante toda mi vida, yo había trabajado y jugado, caminado y vivido a su sombra. Me había sentido protegida por su fortaleza, que durante siglos había sido residencia de la monarquía polaca. En aquel momento, tuve la sensación de que estaba siendo expulsada. Estaba entrando en una cárcel, y el castillo era indiferente a lo que a mí me ocurriera.
Cracovia, la ciudad de los Reyes, ya no era mía. Me había convertido en una extranjera en el lugar al que siempre había llamado hogar.
Desde el puente, caminé unos cuantos cientos de metros junto al muro de granito del gueto. El borde superior del muro estaba esculpido en forma de arcos, cada uno de un metro de anchura. Como lápidas, pensé, y se me encogió el estómago. Cuando llegué a la entrada, cerrada con una puerta de hierro, me detuve y respiré profundamente antes de aproximarme al guardia nazi.
—¿Nombre? —me preguntó antes de que yo pudiera hablar.
—Yo… yo…
—¡Nombre! —ladró el guardia.
—Gershmann, Emma —conseguí decir.
El guardia consultó su lista.
—No estás aquí.
—No, pero creo que mis padres sí están. Chaim y Reisa Gershmann.
Él volvió a mirar y pasó una página.
—Sí. Calle Limanowa veintiuno, apartamento seis.
—Entonces, quiero ir con ellos.
Él se sorprendió y abrió la boca. Pensé que me iba a decir que no podía entrar; durante un momento, sentí alivio. Sin embargo, el guardia debió de pensarlo mejor, escribió mi nombre junto al de mis padres y se hizo a un lado para dejarme pasar. Yo vacilé, mirando en ambas direcciones de la calle antes de entrar en el gueto. La puerta se cerró rápidamente a mis espaldas.
Dentro, una vaharada de hedor humano me inundó, y tuve que contener las náuseas. Intentando respirar únicamente por la boca, le pregunté la dirección a un hombre, que me señaló la calle Limanowa. A medida que avanzaba por el gueto, intentaba no mirar a los peatones demacrados y desaliñados que me observaban con curiosidad.
Recorrí la calle Limanowa y me detuve ante la dirección que me había dado el guardia. Era un edificio que parecía destinado a la demolición. Abrí la puerta principal y subí las escaleras. Cuando llegué al piso superior, paré y me sequé las palmas sudorosas de las manos en la falda. Al otro lado de la puerta de la casa oí la voz de mi madre. Se me llenaron los ojos de lágrimas: hasta aquel momento no había querido creer que estuvieran allí. Respiré profundamente y llamé.
—¿Nu? —dijo mi padre. Sus pasos se acercaron y la puerta se abrió—. ¡Emmala! —gritó al verme, y me abrazó con tanta fuerza que creí que ambos íbamos a caer al suelo.
Tras él, mi madre retorcía el delantal con los ojos oscurecidos.
—¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó.
Cuando mi padre me liberó por fin, ella me arrastró hacia el interior de la vivienda.
Miré a mi alrededor y me estremecí: ¿de verdad vivían allí? Era una habitación pequeña, oscura e impregnada de olor a moho; tenía una sola ventana con el cristal rajado. Hacía que nuestro modesto apartamento del barrio de Kazimierz pareciera un palacio. Yo me di cuenta de que mi madre había intentado hacerlo habitable, cosiendo unas cortinas de color amarillo claro que había colgado para tapar la ventana, y que había dividido la habitación en dos con una sábana, creando un dormitorio y una diminuta sala de estar, que apenas podía contener una mesita y tres sillas. Sin embargo, era horrible.
—Fui a quedarme con vosotros, pero os habíais ido —dije, sin poder evitar un tono de acusación. ¿Por qué no me habían avisado, o por qué al menos no me habían dejado una nota?
—Nos dieron treinta minutos para salir —dijo mi padre, mientras sacaba dos sillas para que nos sentáramos mi madre y yo—. No tuvimos tiempo para darte aviso. ¿Dónde está Jacob?
—Su trabajo —dije lacónicamente.
Ellos asintieron al unísono, sin sorprenderse. Conocían las actividades políticas de Jacob. Aparte de que no fuera ortodoxo, era lo único que no les gustaba de él.
—No deberías estar aquí —dijo nerviosamente mi padre, mientras caminaba—. Nosotros somos viejos, y probablemente nadie nos molestará. Pero es a la gente joven a la que… —él no tuvo que terminar la frase.
La gente joven era la que sufría las deportaciones en Cracovia. Aquéllos que recibían la orden de deportación en el gueto estaban atrapados, no podían huir.
—No tenía ningún sitio al que ir —respondí.
—Bueno —dijo mi madre, tomándome la mano—. Al menos, ahora estamos los tres juntos. Vamos a instalarte.
A la mañana siguiente, fui al Edificio de la Administración Judía a inscribirme en el registro que llevaba el Judenrat, el grupo de habitantes del gueto que habían designado los nazis para que dirigiera los asuntos internos del gueto. A mí me asignaron un trabajo en el orfanato. Mis padres también habían sido asignados a puestos de trabajo razonables: mi padre en la cocina comunal del gueto, donde podía hacer pan, y mi madre a la enfermería, como ayudante de enfermería. Todos habíamos conseguido escapar de los temidos destacamentos de trabajo, en los cuales los judíos eran obligados a hacer labores manuales muy pesadas fuera de los muros del gueto y bajo la vigilancia brutal de los guardias nazis.
Yo comencé a trabajar aquella tarde. El orfanato era pequeño, un edificio de dos pisos que el Judenrat había elegido en la calle Josefinska. El interior era oscuro y estaba abarrotado, pero había un pequeño patio cerrado de hierba detrás de la guardería, y los niños, en su mayoría bebés que acababan de comenzar a caminar, podían jugar.
Había unos treinta niños, que habían perdido a sus padres desde el comienzo de la guerra. Yo disfrutaba mirándolos. Aparte de su tremenda delgadez, debido a la escasez de comida en el gueto, seguían siendo niños, ajenos a la guerra y a su situación de no tener padres que se ocuparan de ellos en un mundo desentendido.
Sin embargo, pese al pequeño bienestar que obtenía en mi trabajo, pensaba constantemente en Jacob. Rodeada de niños, recordaba a menudo la familia que nosotros ya habríamos comenzado a formar, de no haber sido por la guerra. Por las noches yo recordaba nuestros momentos juntos, nuestro noviazgo, nuestra boda, nuestra convivencia. Las noches habían sido pocas y de tanta ternura que yo las recordaba todas. Mirando al techo de nuestra habitación, pensaba con culpabilidad, con rebeldía, en el sexo, en las alegrías silenciosas e inesperadas que Jacob me había enseñado.
¿Dónde estaba Jacob?, me preguntaba todas las noches al acostarme, ¿y con quién? Debía de haber chicas en la resistencia, pero él no me había pedido que me uniera a ellos. Me pregunté, con vergüenza, no si Jacob estaba herido o tenía frío; me pregunté si me guardaba fidelidad, o si alguna mujer más valiente y atrevida le habría robado el corazón.
Mi soledad no se debía únicamente a la ausencia de Jacob, sino también a la de mis padres, que debían atender turnos de doce horas en el trabajo, y que volvían a casa con fuerzas para tomar sus escasas raciones y acostarse. El gueto les había pasado una terrible factura a mis padres durante el corto espacio de tiempo que habían pasado allí. Era como si se hubieran hecho viejos de la noche a la mañana.
Mi padre, que había sido fuerte y campechano, se movía con esfuerzo. Y los movimientos de mi madre también eran más lentos. Ella tenía unas profundas ojeras, y su pelo rojizo y brillante se había apagado y encanecido. Yo sabía que dormía muy poco. Algunas noches, desde mi cama, oía sus sollozos ahogados a través de la sábana que separaba ambos habitáculos.
—Reisa, Reisa —decía mi padre, intentando reconfortarla sin éxito.
El llanto de mi madre me asustaba. Ella había nacido en un pequeño pueblo de Przemysl, en una región que estaba bajo control ruso antes de la Gran Guerra, y cuya población judía sufrió repentinos e intensos estallidos de violencia. Ella había visto casas incendiadas, ganado robado, vecinos asesinados. Era aquella violencia de los pogromos lo que la había empujado a huir a Cracovia después de que sus padres hubieran muerto de enfermedad por las brutales condiciones de vida. Mi madre se las había arreglado para sobrevivir, pero sabía muy bien lo preocupados que debíamos estar.
Las otras mujeres que trabajaban en el orfanato tampoco me hacían demasiada compañía. Tenían todas más de cincuenta años, y la mayoría provenían de pueblos. No eran malas, pero el trabajo de bañar, alimentar y atender a tantos niños no dejaba lugar para la conversación.
La única mujer con la que trabé amistad fue Hadassa Nederman, una viuda del cercano pueblo de Bochnia. De cara redonda y sonrisa perpetua, siempre tenía tiempo para pronunciar una palabra amable o para gastar una broma. La mayoría de los días, después de haber acostado a los niños para que durmieran la siesta, conversábamos durante unos momentos mientras tomábamos té, y aunque yo no podía contarle nada de Jacob, parecía que ella percibía mi soledad.
Un día, cuando ya llevaba trabajando cerca de dos meses en el orfanato, la señora Nederman vino a verme con una muchacha de pelo oscuro de constitución fuerte, muy parecida a ella.
—Emma, te presento a mi hija Marta.
—¡Hola! —me saludó Marta con entusiasmo, y me abrazó como si fuéramos viejas amigas. A mí me cayó bien al instante. Sólo era unos años más joven que yo, tenía los ojos muy brillantes y unas grandes gafas, y sus rizos oscuros se dispersaban en todas direcciones. Sonreía y hablaba sin parar. Marta trabajaba de mensajera del Judenrat; llevaba notas y paquetes dentro y a veces fuera del gueto.
—Tienes que venir a nuestra cena de sabbat —me dijo después de hablar durante algunos minutos.
—¿Con tu familia? —le pregunté, asombrada.
La gente rara vez admitía que observara el sabbat en el gueto, y mucho menos invitaba a nadie a hacerlo.
Ella negó con la cabeza.
—Mis amigos y yo nos reunimos todos los viernes por la noche. Allí mismo —me dijo, y señaló un edificio que estaba frente al orfanato—. Se lo pregunté con antelación cuando mi madre me habló de ti. Dicen que puedes venir.
Yo titubeé, pensando en mis padres. Los tres celebrábamos el sabbat todas las semanas. Mi padre sacaba a escondidas una pequeña rebanada de challah, aunque estuviera prohibido comerlo, de la cocina del gueto, y mi madre encendía una pequeña cantidad de las velas que aún atesorábamos sobre un plato, porque había dejado los candelabros en Kazimierz.
Aunque mis padres estaban agotados de toda la semana de trabajo, parecía que se renovaban los viernes por la noche. Erguían la espalda y sus mejillas recuperaban el color mientras cantaban las oraciones del sabbat en un susurro. Nos quedábamos sentados, juntos, durante horas, compartiendo anécdotas. Yo no quería dejarlos solos, ni siquiera un solo viernes.
—Lo intentaré —le prometí a Marta, aunque sabía que era improbable que asistiera a su reunión.
En realidad, no sólo me preocupaban mis padres. Yo era tímida, y la idea de entrar en una habitación llena de extraños me ponía nerviosa. Sin embargo, a medida que avanzaba la semana, me di cuenta de que quería ir con Marta. Y finalmente, el jueves por la noche, se lo pregunté a mis padres.
—Ve —me dijeron los dos a la vez—. Necesitas compañía de tu misma edad.
La tarde del día siguiente, cuando estaba terminando mi turno en el orfanato, Marta apareció en la puerta sin anunciarse.
—¿Lista? —me preguntó, como si nunca hubiera dudado de que la acompañaría a la reunión.
Juntas, caminamos por la calle hasta el número trece de Josefinska.
Marta me condujo por unas escaleras en penumbra hasta una puerta tras la cual se encontraba una habitación larga y estrecha. Había una cocina a la derecha y otra puerta en el extremo opuesto. Las cortinas estaban descoloridas y rasgadas. El centro de la habitación estaba ocupado por una gran mesa y unas cuantas sillas. Marta me presentó a la docena de jóvenes que ya estaban reunidos allí, algunos sentados a la mesa, otros de pie. Yo no recordé la mayor parte de los nombres, pero no importaba. Parecía que la llegada de un nuevo miembro al grupo no era algo inusual, y a mí se me pasó el nerviosismo con la agradable charla que mantenían.
Reconocí a algunas personas del gueto, pero parecían gente completamente distinta de los personajes sombríos que yo había visto por la calle. Allí tenían energía, hablaban y se reían con sus amigos como si estuvieran en una fiesta a miles de kilómetros del gueto.
Unos minutos después, alguien tocó una campanilla. Entonces, todo el mundo se colocó alrededor de la mesa. Marta me llevó hasta uno de los extremos de la misma, junto a la puerta de salida. Yo conté a dieciocho personas. Parecía que no habría sitio para tantas, pero todo el mundo se encogió. Nos quedamos de pie, hombro con hombro, en silencio.
Entonces se abrió la puerta y entraron dos hombres. Uno era fuerte, de unos veinte años, y el otro un poco más alto y mayor, con una barba de chivo. Ocuparon los sitios que habían quedado vacantes a la cabecera de la mesa. Una joven encendió las velas, y los demás observamos en silencio cómo dibujaba círculos alrededor de las llamas tres veces, recitando la oración del sabbat.
—Es Alek Landesberg —susurró Marta, señalándome al hombre mayor—. Él dirige a este grupo.
—Shalom aleichem —cantó el hombre con voz de barítono, y el grupo se le unió en la tradicional bienvenida al sabbat.
Yo miré a mi alrededor por la mesa. Las caras, que una hora antes me eran desconocidas, se habían convertido en rostros familiares. Mientras cantaban, sus voces se elevaron y formaron un tapiz que nos separaba del mundo desolado y horrible del exterior. Se me llenaron los ojos de lágrimas y Marta, al notar mi reacción, me apretó la mano.
Cuando terminó la canción, nos sentamos, y Alek alzó una copa de vino y recitó la bendición del kiddush. Después recitó el motze sobre el challah y lo espolvoreó con sal, lo cortó y lo pasó por toda la mesa. El pan no era de la cocina del gueto; tenía una corteza gruesa y por dentro estaba tierno, tanto que me recordó a la panadería de mi padre. En cuanto el plato pasó por delante de mí, me arrepentí de no haber tomado una rebanada de más para llevársela a mis padres. Después, varias de las chicas se levantaron y fueron a la cocina, y salieron con cazuelas humeantes, de las que sirvieron generosas raciones de pollo, zanahorias y patatas en nuestros platos. A mí me resonó el estómago. Aquélla no era tampoco, evidentemente, comida del gueto.
Durante toda la comida, la gente charló sin parar. Eran amables, pero había muchas bromas, referencias y nombres internos que no se molestaron en explicarme. Yo escuché con interés mientras Marta me hablaba de la chica que estaba a mi derecha y de varios chicos, y después cómo hablaba con los dos muchachos de su izquierda sobre si Estados Unidos debía entrar en guerra.
No me importó que ninguno se dirigiera a mí ni me hiciera preguntas. Sin embargo, me di cuenta de que el hombre que presidía la mesa me miraba. Le susurró algo al hombre que estaba a su lado, y yo noté que me ruborizaba.
Después de la cena, las chicas sirvieron café fuerte, y un muchacho sacó una guitarra y comenzó a tocar. La gente se apartó de la mesa y se reclinó en sus sillas, con una alegría y una relajación más propias de unas vacaciones en Krynice que de la vida en el gueto. Cantamos y escuchamos canciones en hebreo y en yiddish, incluyendo algunas que yo llevaba años sin oír. Finalmente, cuando Marta y yo no nos atrevimos a quedarnos más por miedo al toque de queda, les dimos las gracias a los demás y nos marchamos.
Desde aquella noche, volví todos los viernes al apartamento de Josefinska. Intentaba apartarme de la cabeza la sensación de culpabilidad por no pasar el sabbat con mis padres. Durante aquellas breves horas me olvidaba de dónde estaba y de todo lo que sucedía a mi alrededor. La cena del sabbat se convirtió en lo más importante de la semana.
Una noche, cuando llevaba acudiendo a las reuniones seis semanas, Helga, la mujer que siempre hacía la cena, se acercó a Marta y a mí cuando terminaba la velada y estábamos poniéndonos el abrigo.
—A Alek le gustaría verte —me dijo.
A mí se me encogió el estómago. Marta me miró con curiosidad. Yo me encogí de hombros, intentando comportarme con despreocupación.
—No es necesario que me esperes —le dije.
La mujer me señaló una puerta que había al final de la habitación. Yo me acerqué nerviosamente, preguntándome si habría hecho algo que hubiera podido ofender a Alek. Sin embargo, cuando llamé a la puerta entreabierta, me saludó afablemente.
Aquella sala era de menor tamaño que la contigua, y allí había una pequeña mesa cubierta de papeles, unas cuantas sillas y un camastro.
—Emma, soy Alek —dijo amablemente, y me tendió la mano. Yo se la estreché, sorprendida por el hecho de que supiera mi nombre—. Y él es Marek —dijo, refiriéndose al hombre que se sentaba junto a él en las cenas.