La Biblia Gaucha - Vicente Blasco Ibáñez - E-Book

La Biblia Gaucha E-Book

Vicente Blasco Ibanez

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Beschreibung

La Biblia Gaucha es una obra que se inscribe en el contexto de la literatura regionalista y naturalista de principios del siglo XX, escrita por Vicente Blasco Ibáñez. A través de una serie de relatos que retratan la vida de los gauchos, el autor utiliza un estilo vívido y descriptivo, caracterizado por su prosa rica y su aguda observación de la naturaleza y la cultura argentina. Esta obra no solo captura las costumbres y el espíritu del gaucho, sino que también refleja la transición de Argentina hacia la modernidad y el progreso, lo que añade una capa de complejidad social y cultural a los relatos. La Biblia Gaucha es, sin duda, una celebración del folklore argentino, presentada en forma de cuentos que tienen tanto una dimensión romántica como una crítica social velada. Vicente Blasco Ibáñez, nacido en 1866 en Valencia, España, fue un destacado novelista y político cuya obra refleja sus experiencias personales y su compromiso con el regionalismo. Su interés por la vida gauchesca y la cultura del Río de la Plata se intensificó tras su viaje a Argentina, donde interactuó con gauchos y fue testigo de sus luchas y tradiciones. Estas vivencias enriquecieron su perspectiva y lo llevaron a plasmar en La Biblia Gaucha una voz auténtica, que trasciende el mero entretenimiento al servir como un documento social que captura la esencia de un pueblo. Recomiendo vivamente La Biblia Gaucha a cualquier lector interesado en la rica herencia cultural de Argentina, así como a aquellos que deseen explorar la maestría literaria de Blasco Ibáñez. Este libro no solo es una fuente de entretenimiento, sino que también ofrece una profunda reflexión sobre la identidad nacional, el paisaje y la vida cotidiana de los gauchos, convirtiéndolo en una obra fundamental para comprender la literatura y la historia de América Latina.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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Javier de Viana

La Biblia Gaucha

Publicado por Good Press, 2023
EAN 08596547822592

Índice

El primer rancho
Vida
La familia
Respeto
Nupcial
Amiguitos
El santo de “La vieja”
Altivez
Sobre el recado
Hospitalidad
El flete
El bote gaucho
El lazo
El mancarrón
Los yuyos
El muerto del esquinero
La seca
El rey del arroyo
Los “pelos”
Los perros gauchos
Los bueyes
La guitarra
El chajá
Don Juan
Los chingolos
La agonía del ombú
Rescate
En busca del médico
Por ver la novia
Duelo
De guapo a guapo
Entre el bosque
Recogida y ronda
Calvario
Sin papel sellado
Urubú
El gato
Por la Patria
Maula
La muerte del abuelo
Justicia
Filosofía
Come-cola
El poncho más pesado
Sentencias

El primer rancho

Índice

Hubo una vez un casal humano nacido en una tierra virgen. Como eran sanos, fuertes y animosos y se ahogaban en el ambiente de la aldea donde torpes capitanejos, astutos leguleyos, burócratas sebones disputaban preeminencias y mendrugos, largáronse y sumergiéronse en lo ignoto de la medrosa soledad pampeana. En un lugar que juzgaron propicio, acamparon. Era en la margen de de un arroyuelo, que ofrecía abrigo, agua y leña. Un guanaco, apresado con las boleadoras, aseguró por varios días el sustento. El hombre fué al monte, y sin más herramienta que su machete, tronchó, desgajó y labró varios árboles. Mientras éstos se oreaban a la intemperie, dióse a cortar paja brava en el estero inmediato. Luego, con el mismo machete, trazó cuatro líneas en la tierra, dibujando un cuadrilátero, en cada uno de cuyos ángulos cavó un hoyo profundo, y en cada uno clavó cuatro horcones. Otros dos hoyos sirvieron para plantar los sostenes de la cumbrera. Con los sauces que suministraron las "tijeras” y las ramas de "envira” que suplieron los clavos, quedó armado el rancho. Con ramas y barro, alzó el hombre animoso las paredes de adobe; y luego después hizo la techumbre con la “quincha” de paja, y quedó lista la morada, construcción mixta basada en la enseñanza de dos grandes arquitectos agrestes: el hornero y el boyero.

Y así nació el primer rancho, nido del gaucho.

Vida

Índice

En la sociedad campesina, allí donde los derechos y los deberes están rígidamente codificados por las leyes consuetudinarias, para aquellas conciencias que viven, en íntimo y eterno contacto con la naturaleza; para aquellas almas que encuentran perfectamente lógicos, vulgares y comunes los fenómenos constantes de la vida, y que no tienen la insensatez de rebelarse contra ellos, consideran como un placer, pero sin entusiasmos, la llegada de un nuevo vastago.

Que el árbol eche una nueva rama mientras conserva la potencialidad de su savia, es un deber idéntico al de cada vientre femenino, que salvo causas extraordinarias debe procrear siempre.

Tener un hijo, dar la vida a un nuevo ser no constituye un orgullo sino la satisfacción del deber cumplido; del primer deber de todas las especies animales y vegetales de rendir tributo a la ley mesiánica: creced y multiplicaos.

Por eso en el ambiente campero, el advenimiento de un nuevo vástago no tiene las extraordinarias agitaciones, la exteriorización bulliciosa de la mayor parte de los hogares urbanos, que cifran el hecho como un orgullo, más que como un deber y un sentimiento.

¡Insensibilidad!

¡Atrofia sentimental!

No. Los padres, las madres sobre todo, saben que aquello significa una carga más, unida a las innumerables de sus laboriosas existencias que deben continuar como antes, sin descuidar el afectuoso cuidado y las angustias que les proporciona el recién venido.

No están seguramente desprovistos de cariño y de espíritu de sacrificio, mas en el sentido egoísta y mezquino del poseedor de una joya que guarda para su deleite personal.

Es la obligada cooperación del individuo en el dolor común, que todos debemos pagar a la humanidad para tener el derecho a vivir.

Ese concepto tan amplio, tan digno, tan noble, y, sobre todo, tan lógico que de la vida y sus obligaciones tiene el casal gaucho, explican en mucho la nobleza y la heroicidad de su progenie.

La familia

Índice

Era muy grande la Estancia Azul.

Eran suertes y suertes de campo, cuyos límites nadie conocía con precisión, y nadie, ni los dueños ni los linderos se preocuparon nunca de precisarlos.

Numerosos arroyos y cañadas de mayor o menor importancia, y de boscaje más o menos espeso, lo estriaban, como red vascular, en todo sentido.

Entre suaves collados y ásperas serranías dormitaban los valles arropados con sus verdes mantos de trébol y gramilla; y para dar mayor realce a la belleza de las tierras altas, sanas y fecundas, por aquí, por allá, divisábanse, en manchas obscuras, las pústulas de los esteros, albergue de la plebe vegetal y animal.

La Estancia Azul, conocida desde tiempo inmemorial, a la distancia de muchísimas leguas, jamás había salido, ni en la más mínima parcela, del dominio de sus dueños primitivos.

Cinco generaciones de Villarreales se habían sucedido sin interrupción y sin fraccionamientos del campo. Los procuradores, los agrimensores y los jueces nunca intervinieron en el arreglo de las hijuelas.

Cuando fallecía el jefe de la familia, los hermanos solteros convivían en la azotea Azul. El mayor ejercía, de pleno derecho, la administración del establecimiento. En los casos de suma importancia había cónclave familiar presidido por la viuda del jefe fallecido; y ella era el árbitro, cuyos laudos se acataban siempre sin protestas.

El hermano o hermana que contraían matrimonio, abandonaban, por lo general, el nido paterno. Elegía el sitio donde deseaba poblar, y en acuerdo común se designaban los límites de la fracción de campo que le correspondía, más o menos, sin intervención judicial, sin papel sellado, sin documentos escritos, porque la palabra del gaucho era firma indeleble y su conciencia un testigo irrecusable.

Tales fraccionamientos resultaban puramente virtuales. Si el campo de uno se recargaba por exceso en el procreo o se angustiaba por azotes climatéricos, las haciendas trashumaban buscando refugio en cualquier otro paraje de la heredad común.

Las onzas de oro guardadas en los botijos, eran brigadas de un mismo ejército, prontas a concurrir al lugar donde fuese necesaria su presencia.

Había un solo apellido para los pobladores; y una sola marca para las haciendas. Y no había confusiones posibles; en rodeos de miles y miles de vacunos, todos y cada uno reconocían por “la estampa” a quién pertenecía tal novillo.

Y fueren cuantas fueren las subdivisiones, existían cuatro cosas eternamente comunes: el apellido, la marca, la casa solariega y el camposanto.

Respeto

Índice

Es verano.

Los corderos de la parición de primavera están gordos y fuertes.

No hay pestes en las haciendas, y faltas de presas fáciles y del gratuito festín de las carroñas, las rapaces, hambrientas, experimentan la exacerbación de sus instintos criminales, de su desprecio por la vida ajena.

Las fieras del aire, como las que rampan en la tierra, sólo son compasivas cuando están ahitas.

Se entropillan los lobos y se mancomunan los hombres para devorar una pieza que no se atreven a atacar individualmente, y se reparten el botín con fingida fraternidad.

Porque cuando el hambre atenacea las visceras, lobos y hombres olvidan los vínculos familiares, y el más fuerte masacra al más débil sin ningún género de misericordia...

Es verano.

Estío benigno. No se han recalado las aguas. Los arroyos y los canalizos conservan aún suficiente caudal para saciar las sedes de los ganados y permitir la supervivencia de los peces, los carpinchos y las nutrias.

En los esteros, los aperiases y los sapos guapean todavía.

Pero las rapaces sufren. Ellos son los agiotistas humanos, cuando las calamidades castigan la tierra...

En la cumbre de un cerrillo está posada un águila.

El hambre, madre del odio, le hace rojear los ojos.

A cincuenta, metros de distancia, una banda de caranchos, acecha, observa, espera el momento oportuno para llevarle la carga.