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"Los Cuatro Hijos de Eva" es una obra novelística del autor español Vicente Blasco Ibáñez, publicada en 1924 y ambientada en la Valencia de la época. La narrativa entrelaza historias de amor, traición y pasiones a través de la vida de cuatro personajes que encarnan diferentes aspectos de la naturaleza humana y las relaciones familiares. El estilo literario de Blasco Ibáñez se caracteriza por su prosa vívida y descriptiva, lo que transporta al lector a los paisajes y emociones de sus protagonistas. En un contexto literario de transición, donde se valoran los cambios sociales y culturales de la sociedad española, la obra presenta un fresco de la vida en Valencia, explorando temas como el papel de la mujer y las tensiones familiares, con un enfoque noventayochista que desafía las normas tradicionales de la narrativa de su tiempo. Vicente Blasco Ibáñez, nacido en 1866 en Valencia, fue un destacado novelista, político y activista. Su vida estuvo marcada por una constante búsqueda de la justicia social y una profunda conexión con su tierra natal, que se refleja en sus obras. La experiencia personal de Blasco Ibáñez con las luchas sociales y políticas de su tiempo influyó en su escritura, instándole a explorar la psicología de sus personajes y la complejidad de sus relaciones, que se manifiestan claramente en "Los Cuatro Hijos de Eva". Recomiendo encarecidamente "Los Cuatro Hijos de Eva" a los amantes de la literatura que buscan una novela rica en matices emocionales, que no solo entretiene, sino que también invita a la reflexión sobre la complejidad de las relaciones humanas. Este libro, con sus profundos análisis psicológicos y sus vívidas descripciones de la vida en Valencia, se convierte en una obra esencial para comprender no solo la obra de Blasco Ibáñez, sino también el panorama literario español del siglo XX.
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Veröffentlichungsjahr: 2023
Iba á terminar la siega en la gran estancia argentina llamada «La Nacional». Los hombres venidos de todas partes para recoger la cosecha huían del amontonamiento en las casas de los peones y en las dependencias donde estaban guardadas las máquinas de labranza con los fardos de alfalfa seca. Preferían dormir al aire libre, teniendo por almohada el saco que contenía todos sus bienes terrenales y les había acompañado en sus peregrinaciones incesantes.
Se encontraban allí hombres de casi todos los países de Europa. Algunos eternos vagabundos se habían lanzado á correr la tierra entera para saciar su sed de aventuras, y estaban temporalmente en la pampa argentina, unos cuantos meses nada más, antes de trasladar su existencia inquieta á la Australia ó al Cabo de Buena Esperanza. Otros, simples labriegos, españoles ó italianos, habían atravesado el Atlántico atraídos por la estupenda novedad de ganar seis pesos diarios por el mismo trabajo que en su país era pagado con unos cuantos céntimos.
Los más de los segadores pertenecían á la clase de emigrantes que los propietarios argentinos llaman «golondrinas»; pájaros humanos que cada año, cuando las primeras nieves cubren el suelo de su país, abandonan las costas de Europa, levantando el vuelo hacia el clima más cálido del hemisferio meridional. Trabajan duramente verano y otoño, y cuando el viento pampero empieza á azotar las llanuras, asustados por la proximidad del invierno, regresan á los lugares de procedencia, donde la tierra empieza á despertar entonces bajo las primeras caricias primaverales.
Cada año vuelven, apretados como un rebaño en la proa de los mugrientos vapores de emigrantes, para trabajar en las estancias y reunir sus economías, soñando incesantemente con el lejano país. Parecen resbalar sobre el suelo de la República Argentina, sin hacer el menor esfuerzo para arraigarse en él. Una vez terminada la recolección, huyen, llevando en la faja el producto de su trabajo y dispuestos á volver al año siguiente.
La hora de la cena era el mejor momento de la jornada para los segadores de «La Nacional». Se reunían en grupos, atraídos por el vínculo del origen común ó por el encanto personal de la simpatía. Cenaban al aire libre, sentados en el suelo alrededor de la marmita humeante. Aunque las noches fuesen cálidas, encendían hogueras, buscando la protección de las llamas y del humo contra los feroces mosquitos, dominadores de la llanura.
Algunos segadores que poseían un poder instintivo de dominación trataban á sus camaradas como jefes. Dentro de estos grupos que, procedentes de diversos lugares de la tierra, habían venido á juntarse en un rincón de la América del Sur, todos los procedimientos de selección social y las lentas evoluciones que modelan á un pueblo se realizaban en pocos días. Los que habían nacido para el mando ó los que se distinguían de sus camaradas por cualquier don especial se elevaban rápidamente sobre ellos. Unos eran respetados por su coraje, otros por su palabra oratoria, otros por su experiencia.
El tío Correa, un vejete enjuto, descarnado, pero todavía fuerte á pesar de su edad, era el oráculo de los segadores españoles. Su conocimiento profundo de los hombres, sus consejos astutos, su larga familiaridad con la República Argentina, donde trabajaba hacía treinta años, le proporcionaban una sólida reputación.
Era una especie de patriarca para sus compatriotas—especialmente para los recién llegados—, y él se aprovechaba de tal prestigio escogiendo el mejor lugar cerca del caldero, cuando llegaba la hora de la cena, y el rincón más cómodo para dormir. También eludía los trabajos pesados, confiándoselos á alguno de sus fervientes admiradores.
Un anochecer, después de la cena, el tío Correa, sentado en el suelo, contemplaba su plato de metal ya vacio, dando chupadas al mismo tiempo á un cigarro que se resistía á arder.
Su camisa entreabierta dejaba á la vista la desnudez de un pecho cubierto de espesa pelambrera gris. En torno de él, unos veinticinco segadores españoles formaban corro sentados en el suelo, y los últimos fulgores de la hoguera se reflejaban en sus rostros barnizados por la causticidad del sol.
Algunas estrellas empezaban á titilar sobre la púrpura de un cielo ensangrentado por el ocaso. Los campos se extendían pálidos, con los contornos esfumados por la incierta luz del anochecer. Los había que estaban ya segados y exhalaban por sus heridas todavía abiertas el calor almacenado en su seno. Otros conservaban su onduloso manto de espigas, que empezaba á estremecerse bajo los primeros soplos de la brisa nocturna. Las máquinas agrícolas se destacaban sobre el rojo sombrío del horizonte como animales monstruosos que empezasen á surgir de las profundidades de la noche. Los tractores automóviles y las trilladoras parecían tomar en la obscuridad creciente los mismos contornos de los seres gigantescos que habían corrido por estas llanuras en los tiempos prehistóricos.
—¡Ay, hijos míos!—dijo el tío Correa quejándose de un persistente dolor en sus articulaciones—. ¡Lo que ha de trabajar y sufrir un hombre para ganarse el pan de cada día!...
Después de esta lamentación siguió hablando, en medio de un profundo silencio. Todos los ojos estaban fijos en él. Sus compatriotas esperaban un cuento divertido que les hiciera reir ó una historia interesante que les obligase á estirar el cuello con asombro y curiosidad, hasta la hora de acostarse. Pero en la presente noche el viejo se mostraba taciturno y más dispuesto á las lamentaciones que á distraer á camaradas.
—Y siempre será así—continuó—. El mal no tiene remedio. Siempre habrá ricos y pobres, y los que han nacido para servir á los otros tienen que resignarse con su triste suerte. Bien lo decía mi abuela, y eso que fué mujer. Eva es la que tiene la culpa de la falta de igualdad que hay en el mundo, y los que pasamos la vida rabiando para servir y engordar á los otros debemos maldecir á la primera mujer por la esclavitud á que nos condenó. Pero ¿qué cosa mala no han hecho las mujeres?
El deseo de quejarse que sentía esta noche le hizo recordar á un español llevado por la mañana al pueblo más próximo, ó sea á treinta kilómetros de la estancia, para que lo curasen. Uno de sus brazos había sido alcanzando por el engranaje de una trilladora, sufriendo una trituración horrible. El infeliz iba á quedar mutilado para siempre, arrastrando una vida de miserias y privaciones.
El recuerdo de tal suceso aumentó la inquietud y la tristeza de los que escuchaban á Correa; pero como si éste se arrepintiese del silencio trágico que pesaba en torno de él, se apresuró á añadir:
—Es una víctima más de la injusticia de nuestra abuela. Eva es la única responsable de que las cosas marchen tan mal en nuestro mundo.