Luna Benamor - Vicente Blasco Ibáñez - E-Book

Luna Benamor E-Book

Vicente Blasco Ibanez

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Beschreibung

"Luna Benamor" es una novela escrita por Vicente Blasco Ibáñez que se enmarca en el contexto de la literatura naturalista y modernista europea de principios del siglo XX. La obra narra la vida de Luna, una hermosa joven de origen humilde, que se convierte en el objeto de deseo de varios hombres y se enfrenta a las tensiones entre el amor, la pasión y la traición en un entorno marcado por la desigualdad social. Blasco Ibáñez emplea un estilo vívido y descriptivo, utilizando un lenguaje accesible que mezcla el lirismo con una cruda realidad social que refleja las profundas transformaciones de su tiempo. La novela captura la esencia de una sociedad que se encuentra en la encrucijada entre lo tradicional y lo moderno, poniendo de relieve la lucha de la mujer y las complejidades de los vínculos interpersonales. Vicente Blasco Ibáñez, nacido en Valencia en 1866, fue un prolífico autor y un ferviente defensor de causas sociales. Su interés por las injusticias sociales y su propia experiencia en un entorno rural y marginal influyeron notablemente en su obra. Ibáñez trabajó activamente en el campo de la política y el periodismo, lo que le permitió alimentar su narrativa con elementos de crítica social y exploración de la condición humana. La creación de "Luna Benamor" se sitúa en un momento de gran efervescencia literaria en España, donde la literatura empezaba a asumir un papel más comprometido y refleja su deseo de dar voz a aquellos que suelen ser olvidados. Recomiendo "Luna Benamor" a aquellos lectores que deseen explorar una narrativa rica en emociones y crítica social. La novela no solo ofrece una historia apasionante, sino que también invita a reflexionar sobre las dinámicas de poder y las luchas de la mujer en un contexto histórico específico. La obra de Blasco Ibáñez es un testimonio poderoso de las transformaciones sociales y culturales de su época, y sigue siendo relevante en la actual discusión sobre género y justicia social.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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Vicente Blasco Ibáñez

Luna Benamor

Publicado por Good Press, 2023
EAN 08596547825920

Índice

I
II
III
IV
V

I

Índice

Cerca de un mes llevaba Luis Aguirre de vivir en Gibraltar. Había llegado con el propósito de embarcarse inmediatamente en un buque de la carrera de Oceania, para ir a ocupar su puesto de cónsul en Australia. Era el primer viaje importante de su vida diplomática. Hasta entonces había prestado servicio en Madrid, en las oficinas del ministerio o en ciertos consulados del sur de Francia, elegantes poblaciones veraniegas donde transcurría la existencia en continua fiesta durante la mitad del año. Hijo de una familia dedicada a la diplomacia por tradición, contaba con buenos valedores. No tenía padres, pero le ayudaban los parientes y el prestigio de un apellido que durante un siglo venía figurando en los archivos del Ministerio de Estado. Cónsul a los veintinueve años, iba a embarcarse con las ilusiones de un colegial que sale a ver el mundo por vez primera, convencido de la insignificancia de los viajes que llevaba realizados hasta entonces.

Gibraltar fué para él la primera aparición de un mundo lejano, incoherente y exótico, mezcla de idiomas y de razas, en cuya busca iba. Dudó, en su primera sorpresa, de que aquel suelo rocoso fuese un pedazo de la Península natal avanzado en pleno mar y cobijado por una bandera extraña. Cuando contemplaba desde las laderas del peñón la gran bahía azul, sus montañas de color de rosa, y en ellas las manchas claras de los caseríos de La Línea, San Roque y Algeciras, con la alegre blancura de los pueblos andaluces, convencíase de que estaba aún en España; pero encontraba enorme la diferencia entre las agrupaciones humanas acampadas al borde de esta herradura de tierra llena de agua de mar. Desde la punta avanzada de Tarifa hasta las puertas de Gibraltar, la unidad monótona de raza, el alegre gorjeo del habla andaluza, el ancho sombrero pavero, el mantón envolviendo los bustos femeniles y el aceitoso peinado acornado con flores. En la enorme montaña verdinegra rematada por el pabellón inglés, que cierra la parte oriental de la bahía, una olla hirviente de razas, una confusión de lenguas, un Carnaval de trajes: indios, musulmanes, hebreos, ingleses, contrabandistas españoles, soldados de casaca roja, marineros de todos los países, viviendo en la estrechez de las fortificaciones, sometidos a una disciplina militar, viendo abiertas las puertas del aprisco cosmopolita con el cañonazo del amanecer y cerradas al retumbar el cañón de la tarde. Y como marco de este cuadro, bullicioso en su amalgamamiento de colores y gestos, en el término más remoto de la línea del mar, una hilera de cumbres, las alturas de África, las montañas marroquíes, la orilla fronteriza del Estrecho, el más concurrido de los grandes bulevares marítimos, por cuya calzada azul transcurren incesantemente pesados veleros de todas las nacionalidades, de todas las banderas; negros transatlánticos que cortan el agua en busca de las escalas del Oriente poético, o cruzando el callejón de Suez van a perderse en las inmensidades del Pacífico, moteadas de islas.

Para Aguirre era Gibraltar un fragmento del lejano Oriente que le salía al paso: un puerto de Asia arrancado de su continente y arrastrado por las olas para venir a encallar en la costa de Europa, como muestra de la vida en remotas tierras.

Estaba alojado en un hotel de la calle Real, vía que contornea la montaña, espina de la ciudad a la que afluyen como sutiles raspas los callejones en pendiente ascendente o descendente. Al amanecer despertaba sobresaltado con el cañonazo del alba: un disparo seco, brutal, de pieza moderna, sin el eco retumbante de los cañones antiguos. Temblaban las paredes, cimbreábanse los pisos, palpitaban vidrios y persianas, y a los pocos momentos comenzaba a sonar en la calle un rumor, cada vez más grande, de rebaño apresurado, un arrastre de miles de pies, un susurro de conversaciones en voz baja a lo largo de los edificios cerrados y silenciosos. Eran los jornaleros españoles que llegaban de La Línea para trabajar en el arsenal; los labriegos de San Roque y Algeciras que surtían de verduras y frutas a los vecinos de Gibraltar.

Aún era de noche. En la costa de España tal vez el cielo estaba azul y comenzaba a colorearse el horizonte con la lluvia de oro del glorioso nacimiento del sol. En Gibraltar, las neblinas marítimas se condensaban en torno de las cimas del peñón, formando a modo de un paraguas negruzco que cobijaba a la ciudad, manteniéndola en húmeda penumbra, mojando calles y tejados con lluvia impalpable. Los vecinos se desesperaban bajo esta niebla persistente, arrollada a los picos del monte como un gorro fúnebre. Parecía el espíritu de la vieja Inglaterra llegado por encima de los mares para velar sobre sus conquistas; un jirón de la bruma de Londres que se inmovilizaba insolentemente frente a las tostadas costas de Africa, en pleno país solar.

Avanzaba la mañana, y la luz esplendorosa y sin trabas en la bahía lograba introducirse al fin entre el caserío amarillo y azul de Gibraltar, descendiendo a lo más hondo de sus calles estrechas, disolviendo la niebla enganchada en el ramaje de la Alameda y las frondosidades de los pinares que se extienden cuesta arriba para enmascarar las fortificaciones de la cumbre, sacando de la penumbra las moles grises de los acorazados surtos en el puerto y los negros lomos de los cañones acostados en las baterías de la ribera, colándose por las lóbregas troneras abiertas en el peñón, bocas de cuevas reveladoras de misteriosas obras de defensa labradas en el corazón de la roca con industria de topo.

Cuando Aguirre bajaba a la puerta del hotel, renunciando a dormir por el estrépito de la calle, ésta se hallaba ya en plena agitación comercial. Gente, mucha gente; el vecindario de toda la ciudad, a más de las tripulaciones y pasajeros de los buques surtos en el puerto. Aguirre se mezclaba en el vaivén de esta población cosmopolita, yendo desde los cuarteles de la Puerta de Mar hasta el palacio del gobernador. Se había hecho inglés, según decía él sonriendo. Con la instintiva facilidad del español para adaptarse a los usos de todo país extraño, imitaba el aire de los gibraltareños que eran de origen británico. Se había comprado una pipa, cubría su cabeza con una gorrilla de viaje, llevaba los pantalones con el bordón doblado y en la mano un junquillo corto. El día que llegó, antes de que cerrase la noche ya sabían en Gibraltar quién era y adonde iba. Dos días después lo saludaban los tenderos a las puertas de sus establecimientos, y los ociosos agrupados en la plazoleta de la Bolsa de Comercio cruzaban con él esas miradas afables con que se acoge al forastero en una ciudad pequeña, donde nadie conserva su secreto.