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La Búsqueda es una historia de resiliencia en pos de la autoestima. El libro está impulsado por la acción y se desarrolla en un mundo mágico y vigoroso. Los cuatro personajes principales, así como otros de la trama, viven conflictos primarios y universales como la relación madre hija, amantes, padres, amigos, hasta sociales y como los enfrentan. A lo largo de la novela, la autora utiliza un lenguaje poético, plagado de imágenes y metáforas.
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© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
© Sara Schmidt
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de portada: Rubén García
Fotografía de portada: Sara Schmidt
Supervisión de corrección: Celia Jiménez
ISBN: 978-84-1181-960-2
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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LA LLEGADA
—¡Es una niña!
Don Fernando Alcántara palideció.
Se había casado con Teresa Castrejón, hija de los dueños de la hacienda vecina, tan vasta como suya, cinco años atrás para preservar el linaje de la familia. Después de cuatro embarazos fallidos dio a luz a una niña.
¿Quién heredaría la hacienda? Don Fernando controlaba la vida de sus peones, decidía quién se casaba con quién, tenía derecho de pernada, pero el sexo de la criatura era cosa de Dios, decían en la Iglesia.
Había sido un parto largo. Una vez terminado, Don Fernando entró a la habitación, madre e hija dormían; intentó alzar a la niña quien al sentir los brazos comenzó a llorar; la depositó en la cuna.
Necesitaba entregar su desengaño al viento galopando sobre su alazán.
Llegó a la casa de piedra de Macaria, encargada de revisar lo que entraba y salía de la hacienda; sin marido ni hijos, era su refugio en los momentos en que el control se le iba de las manos, como ahora.
—Una niña, ¡Con lo que necesito un varón! —dijo de golpe Don Fernando —. Siéntate conmigo y dime que todo estará bien.
—¿Tanto te molesta que sea mujer? ¿Qué tal si es capaz de hacer todo lo que se requiere? No somos débiles —Macaria lo abrazó. Pasaron el resto de la tarde sorbiendo vino de frente a las montañas.
Con el sol ocultándose detrás de los montes, el patrón regresó a casa hambriento y ordenó que se le sirviera la cena en la terraza. Devoró el delicioso pollo en salsa picante, arroz blanco y calabacitas con elote en salsa de tomate, acompañado con cerveza. Al terminar, entró a ver a su esposa, quien esperaba despierta; por la expresión en su cara supo que se sentía igual que él.
—María Fernanda será su nombre —anunció dubitativa.
—Lo que tú digas ¿cómo te encuentras? —preguntó besándole la mano—.Ya tendremos un varón —dijo consolador—. ¿Estás segura en llamarla como yo?
—Sí —Teresa miró a su marido buscando su aprobación; el médico dijo algo al nacer la niña, pero no le puse atención, estaba tan agotada que me quedé dormida. Al terminar el parto, Don Felipe le anunció qué no se volvería a embarazar; no sería ella quien le diera la noticia a Don Francisco.
—Ya hablaré con él, ahora descansa. Remedios espera afuera para hablar contigo. Se encargará de la niña.
Las instalaron en una amplia habitación lejana a los aposentos de los patrones. La madre visitaba a su hija dos veces por día, a veces una o ninguna, dependiendo de sus actividades que consistían en reuniones con las esposas de otros hacendados para organizar bailes de caridad, ir a misa por la mañana y por la tarde, y la administración de la mansión; eso de que la caridad comienza por la casa, era para otros; Teresa se sentía por encima de los que auxiliaba. Era hija única y heredera de los terrenos aledaños; al casarse con Fernando pasaron a ser parte de la misma propiedadconvirtiéndolos en la hacienda más grande y productiva de la comarca.
A sus treinta años, Remedios tuvo a su hijo con un jornalero que trabajó en los campos de Don Fernando; al terminar la cosecha, como llegó, se fue. La oferta de amamantar a la hija del patrón le cayó como cobija en día de frío. Su hermana, esposa de un vendedor de verduras, se ofreció a cuidarle al hijo a cambio de un pago; antes de cumplir el año, el niño se contagió del mal de las ronchas y murió. Remedios siguió pasándole dinero a su hermana diciendo que era para su vejez.
Los primeros años de María Fernanda fueron de tranquilidad. La niña rebozaba salud, aprendió a caminar y a correr detrás de las gallinas; antes de los dos empezó a decir sus primeras palabras; a Remedios la llamaba mamá, hasta que una mañana Doña Teresa la oyó y su primera reacción fue de enojo, pero cayó en cuenta de que apenas veía a la niña, así que le explicó que su mamá era ella; desde ese momento pasaba con su hija un par de horas al día. Remedios se ocupó de dejar claro que ella era sólo su nana. María Fernanda lo entendió, pero dentro de sí, su madre era Remedios.
María Fernanda conoció a su padre cuando ya hablaba de corrido, iba al bañosola y comía con cubiertos sin ensuciar. Las comidas en la hacienda se servían en el comedor a las tres de la tarde en punto. Debía presentarse con ropa limpia, comer todo y hablar sólo cuando se dirigían a ella.
Aprendió a montar a caballo antes que a escribir, así como el nombre de las flores y las notas del piano que debía tocar durante una hora, menos los jueves, día de ocio. Su risa llenaba la casa como el aroma de los pétalos frescos y perfumaban cada habitación. Todas las mañanas, antes del desayuno, iba con su nana a revisar las plantas del invernadero, sobre todo las medicinales; aprendió los nombres y propiedades de cada una. La niña absorbía las palabras como las plantas el agua.
La infancia pasó en un abrir y cerrar de ojos, o así le pareció a Remedios.
María Fernanda se escapaba montada en su yegua para estar sola. En una de esas escapadas, cabalgando más allá de la propiedad de su padre, llegó a un paraje rodeado por enormes árboles. La luz, filtrándose través de las tupidas copas pintó el paisaje de un verde intenso. Un rayo de sol atravesó las ramas alumbrando el suelo cubierto de tierra, guijarros y musgo dándole un tinte de misterio.
—Hace siglos te espero —susurró una profunda voz. La joven la siguió hasta la entrada de una caverna. En el interior, un mullido liquen la esperaba. Caminó observando los muros de los cuales emergían animales y figuras en movimiento. Avanzó por un sendero de piedras pulidas que la condujeron al iluminado cenote. Entró en su agua terciopelo y se dejó llevar por una desconocida calidez. El agua tenía la temperatura de su cuerpo; miles de burbujas la envolvieron en una especie de trance. Se sintió flotar en un espacio azul profundo, ingrávida. Se sumergió con los ojos abiertos; infinidad de peces de colores la rodearon dándole la bienvenida e invitándola a seguirlos por una apertura que conducía a un estanque de corales. El espacio brillaba bajo una luz dorada que entraba por una apertura en el techo. Los muros, adornados con fluidas líneas talladas en la piedra, parecían árboles danzando al ritmo de la melodía emanada de los corales.
—Acércate —susurró la voz desde un vaho de vapor.
Al lado del tálamo de flores, adosado al muro, la aguardaba una copa de cristal descomponiendo la luz en colores pastel; cabía perfectamente en la palma de su mano y estaba llena de un elixir púrpura con sabor a luna. La luz le recordó el amanecer antes del canto de la alondra, antes de que los sueños se conviertan en añoranza. Yació sobre el perfumado lecho; la voz recorrió con su aliento el cuerpo con besos ligeros cual plumas; la perfumó con el aroma del romero y el jazmín, la recorrió con la suavidad del viento; la amó con la gentileza del amanecer.
Fuera de la caverna, envuelta en una manta de enormes hojas aromáticas más la certidumbre de que algo inusual la había traspasado, recobró el sentido. Cabalgó de cara a la luz.
Nadie notó la felicidad en sus ojos; sólo Remedios supo que algo transformó a su niña en mujer.
A la pregunta de sus padres acerca de dónde había estado contestó con una sonrisa; no compartiría lo vivido con nadie, sobre todo sus padres.
Pasaron los primeros meses, la misma beatitud, la misma levedad; todo parecía igual. Remedios no se separaba de María Fernanda; se volvió más generosa con sus enseñanzas. Algo le decía que su niña necesitaba aprender todo lo que ella pudiera enseñarle; comenzó a llevarla a su cabaña en el claro del bosque, donde elaboraba sus pociones curativas; la pupila absorbía cada palabra como esponja de mar.
Cuando el cuerpo de María Fernanda comenzó a cambiar, Remedios le confeccionó túnicas. Ella las aceptó feliz. La primera vez que se presentó vestida así ante a sus padres, explicó que vestida de blanco se sentía más cerca de los espíritus del bosque. Conocedores las rarezas de su hija, callaron.
Conforme avanzaba el embarazo se hacía más difícil ocultarlo; María Fernanda se quedaba sin pretextos. Una noche, mientras dormía, la presencia de la caverna le anunció:
Amada mía, tienes dos opciones: vivir en la mentira o huir al bosque, te espero, ven cuando estes lista.
Un hijo fuera de matrimonio sería un bastardo, un paria. María Fernanda quiso creer que sus padres lo verían como un bien otorgado por las deidades del bosque y sería acogido con amor. ¿Y si ganaban las normas de la sociedad en la que vivían? ¿Y si le negaban su derecho a la maternidad? ¿Si la despojasen de su derecho a ser miembro de esa estirpe?
Para saber qué pensaban sus padres, inventó la historia de una chica que. . .
—¿Madre soltera? ¿Impregnada de vida, como la virgen? ¡Por Dios, María Fernanda, eso sucedió en la Biblia! —dijo la madre agitada.
—¿Y si sucediera aquí? ¿Y si fuese tu nieto?
—¡Pero, qué tonterías dices, eso es imposible! Creemos en la Biblia, pero. . . que este evento ocurra en nuestro tiempo, ¡imposible!
—Pero. . . si así fuera ¿recibirías a la madre y a la criatura? —La madre la miró de frente.
—¿Es eso lo que te pasa? ¿Por eso las ropas holgadas? ¿Los malestares matutinos, los cambios de humor? —gritó el padre enfurecido.
María Fernanda bajó los ojos acariciando su vientre:
—Sí.
—De hoy en adelante estarás confinada a tus aposentos, se acabó salir a montar o a lo que sea que haces en el bosque —rugió Don Fernando—. Te casarás con el hijo de mi compadre, que ya sabemos que es lento y maltrecho, pero poseen la tierra al sur de la nuestra, lo cual nos asegura agrandar nuestros terrenos y riqueza —Tomó a María Fernanda del brazo y a jalones la llevó a su habitación—. Y tú, nana, tienes prohibido acercarte a ella o. . . —Se detuvo antes de terminar la frase al ver la rabia en los ojos de María Fernanda—. Aprenderás a ser digna de tu linaje —La empujó dentro y cerró la puerta de golpe—. Permanecerás en tu habitación hasta que yo quiera ¿entendiste? —Cerró la puerta con llave.
Enclaustrada, la joven miraba al cielo, leía lo que su madre, compadecida, le traía. Ocupaba su tiempo en urdir un plan de fuga, en imaginar su vida lejos de la hacienda.
A pesar de los gritos y amenazas de su padre, los ruegos de su madre, María Fernanda jamás reveló la experiencia con el ser de la cueva y no volvió a dirigirles la palabra. Trató de huir por la ventana, pero su padre, conociéndola, había hecho cortar todas las plantas y ramas de los árboles que la circundaban. Imposible salir por ahí sin romperse algunos huesos.
A espaldas de los patrones, Remedios preparaba lo necesario para el alumbramiento; conocía a Don Fernando y sabía que era capaz de cualquier cosa si era desobedecido; aún le ardían los gritos del caballerango castigado a fuetazos en el patio central por no haber limpiado la caballeriza el día del bautizo de su primogénito.
En absoluto secreto, Don Fernando convocó a sus dominios al Abad del monasterio cercano, del que era principal benefactor, para ordenarle que después del nacimiento del bastardo, alguien sustrajera al infante y lo escondieran en el convento de las monjas. Al terminar llamó a la nana:
—Sé que cubres y ayudas a mi hija, pero recuerda que tu fidelidad me la debes a mí. Harás lo que yo te ordene o tu familia perecerá ¿entiendes? —Las palabras de Don Fernando paralizaron a Remedios. María Fernanda era la hija que nunca tuvo; la cuidó como tal, pero. . . la amenaza del patrón era real; no podía permitir que su familia sufriese por su causa. Se vio frente a un precipicio, sin más opción que obedecer. Desde ese día la culpa se instaló en su entrecejo produciéndole vista borrosa y dolor de cabeza.
Entrando al noveno mes. María Fernanda decidió enfrentar a sus padres, necesitaba saber que pasaría con ella y su bebé una vez nacida. Las veces que quiso hablar con su madre, esta se evadía como era su costumbre:
—Pregúntale a tu padre, ya sabes que es él quien decide,
—¿Has vivido así toda tu vida?
—Cómo dictan las buenas costumbres.
—¿Quién dicta esas costumbres?
—Qué preguntas tontas haces.
—¿Tener voz propia es inadecuado?
—No me faltes al respeto, que soy tu madre
—Si este es el mundo que le espera a mi hija, me la llevaré lejos. Le enseñaré a ser libre y a pensar por sí misma.
—¿Te crees que puedes hacer lo que te venga en gana? Las mujeres nacimos para obedecer.
—¿Y si me rebelo?
—Sufrirás las consecuencias. Nadie se ha atrevido a desobedecer a tu padre.
—Hasta ahora. Me alegro de haber tenido esta conversación, ya sé a lo que atenerme. En mi ingenuidad pensé que mi hija y yo seríamos bienvenidos en la hacienda, ahora sé que no es así, ni lo será. Que tú hayas vivido tu vida supeditada a las órdenes de Fernando Alcántara no quiere decir que seguiré tus pasos —diciendo esto María Fernanda se metió entre las sábanas. ¿Encontraría un lugar seguro en donde refugiarse? A pesar de la emoción que sentía por conocer a su bebé, algo le decía que le esperaban muchas lágrimas.
Dos semanas antes de la llegada del bastardo, Don Fernando, sin consultar a su mujer, acomodó a su hija en una carreta repleta de comida, cobijas, medicamentos y a la nana para que la ayudara a parir. Melquiades, su capataz y hombre de confianza, las llevó a la cabaña del bosque, donde debía custodiarlas hasta que el patrón ordenara otra cosa. Lo que Don Fernando no sabía era que Melquiades la había enseñado a montar, a cuidar a los caballos, incluso a lazar potros salvajes; era devoto de la niña e incapaz de hacerle daño. Una vez que las dejó en la cabaña, conociendo los planes del patrón y no deseando ser parte de ellos, se dijo: Corazón que no ve, ojos que no sienten, y se marchó.
EN EL BOSQUE
La cabaña de Remedios era una construcción rectangular, en donde cabía lo necesario como camas, mesa, sillas, un sofá, una mesa al lado con una lámpara de queeroseno; la cocina se encontraba en un extremo bien ventilada por una ventana y una puerta. Las camas se encontraban en el extremo opuesto, una cortina de bambú las separaba del resto de la casa. A la entrada un pequeño patio con un par de mecedoras.
María Fernanda había estado ahí muchas veces, pero nunca se había quedado a dormir, sus padres no lo hubiesen permitido. Y ahora eran ellos quienes la mandaban ahí; lejos y cerca. Estaba a un par de horas de la hacienda en carreta por el camino de pedrería que además la unía a un poblado de no más de cien habitantes, a media hora de distancia.
Estar ahí era una bendición; en lugar de lujos estaba la frescura del bosque, la calidez de los cantos de los gorriones y la melodía del río que corría cerca. El lugar ideal para traer al mundo a una criatura tan especial como la suya. Por más que revivía en su mente la experiencia de la cueva no alcanzaba a entender qué era lo que le sucedió, pero cuando se permitía sentirlo, todo encajaba perfecto.
Necesitaba armar un plan para después del alumbramiento. Empezando por un lugar en donde vivir con su bebé. Su padre se negó a escucharla y cuando tocaba el tema se daba la vuelta dejándola con la palabra en la boca. Por la expresión en su rostro sospechaba que le quitaría a su criatura, pero no se imaginaba como. Lo único que se le ocurría era irse tan lejos que nunca la hallara, aunque, vagar por los caminos con un recién nacido. . . demasiado arriesgado. Sus escapadas al monte eran deliciosas y breves; al regresar a casa estaba la nana, sus padres y toda la gente que trabajaba y vivía ahí. Ni siquiera sabía cocinar. . . y la idea de tener una recién nacida dependiente por completo de ella la hacía reflexionar. Necesitaría un lugar seguro en donde esconderse por lo menos las primeras semanas. ¿Pero, dónde? ¿La cueva? La buscó en varias ocasiones; no la encontró. Imposible quedarse en la cabaña, sería el primer lugar donde la buscarían.
—Nana, ¿qué haremos cuando nazca? Tengo el presentimiento que mi padre me lo arrebatará; ¿necesito un lugar, sabes de alguno?
—Mi niña, yo también temo que tu padre no te dejará que la críes. Le he preguntado a mis parientes si ellos podrían ayudarte, pero la sola mención de tu nombre los aterrar tanto que nadie quiere tener nada que ver en el asunto. Sólo una persona, que no quiere que sepas quien es, me ha dado una opción. Tiene unos parientes a muchas horas de distancia, fuera de los dominios de tu padre que tal vez te dieran cobijo, si. . .
—Si. . . ¿qué piden?
—No me dijo.
—¿Por qué?
—Tienen miedo de las represalias, ya conoces los castigos de tu padre.
—¿Y las monjas? Tal vez ellas me ayuden.
—No lo creo, a poco no sabes que tanto ellas como los monjes bailan al son que les toca Don Fernando —Remedios no dijo que oyó la conversación del patrón con el abad.
—Alguna solución debe de haber; la encontraré.
María Fernanda pasaba los días caminando por el bosque, mientras recogía plantas y se imaginaba viviendo cerca de un bosque en una cabaña construida a su medida, curando gente. . . Llamaba al ser de la caverna con la voz de la angustia que le espantaba el sueño.
En una de esas caminatas encontró una choza de palos recubierta con hojas y barro. Dentro vivía una mujer entrada en años, enjuta, pelo blanco con piel asombrosamente tersa. Estaba sentada en un tocón entonando una melodía de pocas notas que se repetían una y otra vez. Se quedó parada esperando que abriera los ojos y la mirara.
—¿Quién eres? —preguntó guardando la distancia.
—La señora del bosque —respondió la mujer revisándola con la mirada; hedía entre dulce y podrido—, y tú, la dama de la cueva —La voz parecía salir de todas partes.
—Dama de la cueva, me gusta ese nombre más que el mío.
—Quieres que te ayude a salvar a tu criatura de las garras de la intolerancia.
—Así es, ¿qué debo hacer? —preguntó María Fernanda sin acercarse, el olor le producía nauseas.
—Lo que estás haciendo, venir a mí. Ayudarte tiene un precio, ¿estás dispuesta a pagarlo?
—Sí —dijo sin mucha convicción.
—¿Sin preguntar cuál es?
—¿Tiene un precio la vida? —Quería ganar tiempo.
—Todo tiene un precio, todo. Te ayudaré a evadirte de tu padre, pero serás mi esclava el tiempo que yo decida. Si fallas, perderás a tu hija.
—¿Es una niña? —La respuesta la tomó por sorpresa. Necesitaba entender lo que pedía.
—Siéntate y escucha. Una vez que haya nacido, la raptaré. Dejaré en la cuna una concha blanca con una flor roja. Pasados unos días, vendrás a mí, tendrás a tu hija; obedecerás mis órdenes y deseos. ¿Estás de acuerdo?
María Fernanda la miró tratando de adivinar la magnitud de sus palabras.
—¿Eres bruja?
—Más que eso, soy la maestra.
—¡Pruébalo!
La mujer la miró fijo a los ojos, María Fernanda cayó al suelo desmayada. A los pocos minutos recuperó el sentido.
—¿Ahora me crees?
—¿Lastimas a las personas que no te obedecen?
—Sí; aún estás a tiempo de irte y olvidar el trato. Sólo que este es válido únicamente hoy.
María Fernanda estaba conmocionada. La opción que le daba la mujer no era lo que ella quería para su vida ni la de su hija. Obedecer no era lo suyo, ni a su padre ni a esta mujer; ella, que amaba cabalgar por caminos desconocidos, no se imaginaba siendo esclava.
La única opción que le quedaba era la que sugirió Remedios, aunque no conocía los detalles. Si fuese creyente le rezaría a Dios. Dio las gracias y se marchó, escuchando la tonada de la mujer.
Los días se sucedieron con la velocidad de las hojas cayendo de los árboles. Y ella, sin encontrar una salida. Tal vez después del parto sus padres cambiaran de opinión y la dejaran tener a su hija, nieta y heredera de la estirpe.
La bruja o Señora del Bosque
llegar a ser la maestra
le tomó siglos de encierro
en un sucio\apestoso/deforme
recoveco habitado por seres
nocturnos \densos/opacos
amputada de la luz
la inmundicia y la podredumbre
su entorno
la violencia
la venganza su respuesta
llanto y dolor sus armas
nadie acude voluntariamente
al mundo de las tinieblas
del aburrimiento
malestar
horror
no aprendió a empollar el código del amor
de la bondad
la caridad
eligió el camino oscuro
LA MONJA
De veinte monjas en el convento, la madre superiora escogió a la hermana J. para que raptase a la nieta de Don Fernando por varias razones: obedecía sin chistar; hablaba poco; no se relacionaba con las otras hermanas, comía sola siempre que podía; era corta de entender y padecía una enfermedad incurable. La superiora sabía que un acto como el que estaban por cometer tarde o temprano saldría a la luz y ella sería la responsable. Así que, usar a la hermana J. sería lo más seguro. El médico había dicho que no viviría más de seis meses si corría con suerte.
La llamó a su oficina, sabiendo lo golosa que era, le ofreció chocolate caliente con galletas bien dulces. La hermana comió, bebió y sonrió.
—Te he mandado llamar, porque necesito que me ayudes con un encargo un tanto extraño. Esta tarde vendrá por ti un jinete; te llevará a recoger a una criatura, la esconderás entre tu hábito, debes ser cuidadosa, porque es pequeñita. Luego irán al bosque. Cuando lleguen será de noche, entrarás en la choza; dejarás esta flor sobre la madre y otra sobre la nana —Le dio dos flores que tenía sobre el escritorio—, pondrás las flores sobre las mujeres dormidas. Cambiarás a la nena que llevas entre tu ropa por la que duerme en la cuna. Harás todo esto en silencio. El jinete te traerá de vuelta al convento. Como agradecimiento por tu ayuda, tendrás una habitación con ventana al bosque, una diaria dotación de chocolate caliente con galletas y serás relevada de tus funciones diarias hasta que te alivies —Todo en nombre de. . .—, sin poder decir Dios —agregó—, quédate tranquila estarás ayudando a corregir un error.
La monja guardó algunas galletas en la bolsa de su hábito y fue por su merienda. Al terminar, el jinete la esperaba. Cabalgaron menos de media hora hasta llegar adonde la esperaba una mujer mayor con un bulto en los brazos. Al verla llegar, se la entregó, esperó a que la escondiera entre sus ropas. Antes de entregársela, la partera había agregado unas gotas a la leche que la dormirían el tiempo suficiente para mantenerla callada.
—La paz sea contigo hermana —dijo, dio la vuelta y entró a la casa.
La cabalgata por el bosque fue lenta. El camino estaba enlodado, una fuerte lluvia enturbiaba la visión. Ambos usaban capas negras para guarecerse.
EL ALUMBRAMIENTO
Remedios le pidió a Juan, el hijo adolescente de unos campesinos que vivían cerca, que vigilara la cabaña mientras María Fernanda paría, por si surgía alguna complicación y se necesitara ayuda.
Esa noche, el espíritu de la caverna apareció una vez más en el sueño; llenó a María Fernanda de besos y le dio valor asegurándole que estaría protegida.
El alumbramiento comenzó con el sol naciente. La nana había preparado brebajes para que el paso por la matriz a la vida fuera amable; le cantó las mismas tonadas con las que la arrullaba de niña. Las contracciones y el dolor aumentaron; los brebajes y la necesidad de tener a su bebé en sus brazos, mitigaron la espera.
Esperanza llegó al mundo cuando el sol ocultaba su último esplendor tras las colinas. Las sabias manos de la nana la recibieron, cortaron el cordón cerciorándose de que estaba completa, la limpiaron y se la entregaron a María Fernanda, quien la miró hasta grabar sus minúsculas formas en su mente. La cabaña se llenó con los olores de la madre Gaya.
Madre e hija descansaron sobre un lecho protector. Remedios salió a la noche, tomó una de sus palomas mensajeras, le colocó el papel y la lanzó al aire.
EL RAPTO
La monja J. envuelta en la holgada capa negra entró a la cabaña donde dormían María Fernanda, Remedios y la recién nacida. Colocó la planta que le diera la superiora sobre las mantas que cubrían a la madre y a la nana. Tal como le explicó, su objetivo yacía sobre la cuna de cestería cubierta de flores; cambió a la hija de María Fernanda por la recién nacida escondida entre sus ropas. A varios metros de distancia la esperaba un jinete montado sobre un enorme caballo: negros todos, como la mentira.
Envuelto en una cobija y acurrucado bajo el techo, Juan se había quedado dormido, los apresurados pasos lo despertaron; alcanzó a verla montar y corrió hacia ellos con la intención de alcanzarlos. Habiendo fallado en su encargo y temeroso de las represalias; huyó. Al despuntar el día, a sabiendas de no haber cumplido con su encomienda, regresó.
Con los primeros rayos de luz, María Fernanda escuchó ruidos provenientes de la cuna. Tomó a la bebé entre sus brazos y al acercársela percibió un olor desconocido. La miró atentamente, la desnudó; supo que no era su hija. Lo primero que le vino a la mente fueron los censurantes ojos de su padre advirtiéndole que un bastardo no entraría en sus dominios.
—Nana, ven pronto —En su voz había frustración.
—¿Qué pasa? —contestó saliendo del sueño y percibiendo angustia en la voz. María Fernanda le puso a la criatura en los brazos:
—¿Notas algo? —Remedios miró atentamente el nudo del cordón; no era el que había hecho y la frazada en la que estaba envuelta no era la que usó. Si bien los bebés recién nacidos son parecidos, supo que esta no era la niña que ayudó a nacer hacía unas horas. Durante largos minutos las mujeres guardaron silencio; revisaron el lecho y encontraron la flor; la nana reconoció el olor de la planta somnífera.
—Esto es obra de mi padre — aseveró María Fernanda.
Salió al frescor de la mañana. El dolor mezclado con rabia retumbaba dentro de ella como truenos previos a la tormenta. Llegó al río y entró esperando que el agua aclarara su mente y sus emociones. Había intuido un mal desenlace. Por su mente, vio pasar su vida en escenas discontinuas; una niña ante los arrebatos de cólera de su padre; la mirada perdida de su madre mirando el firmamento; a sí misma en tierras lejanas; el encierro en su lujosa habitación. Sus ahogados gritos entre las almohadas; la cueva. . . la severidad de su trasgresión. No midió las consecuencias, por tanto, no actuó a tiempo. Si hubiese huido al principio del embarazo. . . ahora tendría a su hijita entre sus brazos. Creyó en la fuerza del amor, sin considerar que sus padres no la conocían. Tampoco midió la repercusión que la opinión pública tendría en su vida; ella, no seguía esos cánones y no les dio la importancia; no calculó el peso que tenían sobre sus padres. Se instaló en la comodidad de la hacienda, camas limpias, comida en la mesa, cabalgar a su antojo. Con humildad aceptó su equivocación y con ella las consecuencias.
Al regresar, la nana paseaba a la niña que no paraba de llorar. María Fernanda la tomó en sus brazos ofreciéndole el pecho. La dejó mamar hasta que se durmió. La colocó en la cuna y se sentó frente a la nana:
—Mañana, a la hora de la comida, aprovechando que todos estarán ocupados, la dejaremos en la habitación de mis padres con la flor y uno de mis pendientes. No aceptaron a mi hija. . . ahora tendrán a una extraña en su estirpe. Partiré para no volver jamás.
La nana, conociendo a su niña, supo que debía obedecer.
—Pero. . . ¿qué voy a hacer sin ti?
—Cuidar a esta.
—Y ¿cómo la alimentaré? —María Fernanda la miró y sonrió.
—Algo se te ocurrirá, como siempre.
EL DUENDE HGÜN
Huellas de pisadas entraban a la cabaña y otras que se alejaban hasta confundirse con las de un caballo a metros de distancia; se sentó sobre la tierra esperando alguna señal; sintió la presencia de algo que se movía; percibió su aliento cerca de su oído, extendió las manos en señal de rendición. Lo que se movía se acercó a ella por detrás y con voz tenue le dijo:
—¿Quieres saber quién se llevó a tu hija?
—Sí ¿qué viste? ¿Quién eres?
—Mi nombre es Hgün; anoche, escondida entre la bruma de la lluvia, vi a una mujer con un bulto entre sus ropas entrar a la choza; quedarse unos minutos dentro y luego salir presurosa para montar sobre un enorme caballo negro y desaparecer en la noche.
—¿Por qué estás aquí?
—Desde hoy seré tu protector —Los ojos de María Fernanda se inundaron de lágrimas.
—¿Quién te envió?
—El ser de la caverna.
—¿Permanecerás oculto?
—Así es, pero estaré cerca siempre que me necesites.
—Me vendrá bien tener alguien que cuide mis espaldas. ¿Por qué haces esto? ¿Qué quieres a cambio?
—Estar contigo, como ahora. Velaré tu sueño, te guiaré por los caminos y te protegeré de ataques; a cambio, de una diaria dotación de dulce.
—Concedido. ¿Te puedo pedir algo más?
—Dime.
—Encontrar a mi criatura.
—. . . podría ser, pero tienes que dejarlo a mi discreción.
De esta manera María Fernanda selló su acuerdo.
EL JINETE NEGRO
Pedro trabajaba en la hacienda de Don Fernando, era un campesino simplón y honesto que aceptó el encargo ya que su familia pasaba por una difícil etapa. El parto de Pilar, su esposa, comenzó antes de que partiera a cumplir con su cometido. La partera les explicó que tardaría horas en nacer ya que era primeriza. Cuando las contracciones fuertes comenzaron él ya había partido. La partera le dio un brebaje que la sumió en un profundo letargo; al poco tiempo nació una niña fuerte, la partera cortó el cordón, la limpió apresuradamente, la envolvió en una manta y se la entregó a uno de los caballerangos de Don Fernando que esperaba. Sus órdenes era esperar en el camino al bosque la llegada de Pedro.
Al caer la noche, Pilar despertó brevemente, la mujer le dijo que la criatura había nacido muerta; la consoló diciéndole que era joven y tendría otros hijos. Pilar insistió en ver a la criatura, la partera accedió, pero antes acercó a los labios el brebaje.
Con la luz azul Pedro llegó al convento. Una monja esperaba, enfundada en una capa negra. Se enfiló al bosque en donde lo esperaba el caballerango con un bulto en brazos. Se lo entregó a la monja que rápida lo escondió en su hábito.
Entre en una tupida lluvia y densa bruma cabalgaron hasta llegar al claro donde estaba la cabaña. Era medianoche. La monja se dirigió a la cabaña en silencio y Pedro esperó bajo el helado aguacero; minutos más tarde regresó la hermana J. pidiéndole ayuda para montar. Una vez sobre las ancas se escuchó el llanto de una criatura; partieron a galope.
El jinete negro y la monja cabalgaron por el bosque hasta llegar a un claro en donde una carreta con dos caballos los esperaba. La mujer con el bulto en brazos se acomodó sobre una manta de lana y se cubrió con otra. Pedro ató a su caballo y se sentó junto al cochero. Viajaron toda la noche entre la lluvia y la bruma. Al amanecer llegaron al convento enclavado entre enormes árboles. La monja y la criatura dormían; al detenerse, la niña comenzó a llorar.
Con el sueño aún entre sus párpados, una monja salió a recibirlas y las condujo ante la madre superiora quien aguardaba en sus aposentos. Tomó a la criatura que lloraba a gritos, la acunó en sus brazos ofreciéndole un biberón tibio; mientras la criatura mamaba, se dijo que lo que acababan de hacer era maldad destilada que ni toda la caridad hacia los pobres, ni todo el oro del mundo podrían resarcir. Si la decisión hubiese sido suya. . . pero, los sacerdotes que orquestaron el rapto obedecían a Don Fernando, principal benefactor de la orden con derechos de pernada, controlar los matrimonios entre los campesinos, sobornos y raptos.
La nodriza Pilar esperaba; le dieron a la niña y la condujeron a una habitación alejada de las actividades del convento; nadie debía saber que estaban ahí. Pasadas unas semanas la llevarían al orfanatorio perteneciente a la orden.
Un par de días después se oyeron rumores de un rapto; Pedro se preguntaba si no había sido él quien ayudó. El convento, la cabalgata por el bosque en plena noche con una monja montada en ancas; todo sospechoso. Pero quién era él para preguntar o interpelar al patrón. Él era un pobre campesino necesitado de dinero para salvar su terruño. Se dijo que de haber sabido de qué se trataba se hubiese negado; ahora no podía decir nada; el dinero que le dieron era suficiente para irse del lugar. Pilar no estaba de acuerdo en dejar a su vieja y enferma madre; sus hermanos se habían marchado hacía años y sólo la tenía a ella.
Al otro día del alumbramiento la madre de Pilar amaneció muerta. Desconsolada por las pérdidas, la rabia contra Pedro por no haber verificado la versión de la partera, los pechos rebosantes, aceptó ser llevada al convento en calidad de nodriza.
VENGANZA
Se encaminaron a la casa grande vistiendo faldas largas, blusas de manta y sandalias; escondieron el pelo y parte del rostro entre oscuros rebozos; cestas en la espalda completaron su disfraz.
Remedios llevaba en brazos a la recién nacida y María Fernanda la amamantaba cada vez que lo pedía; sabía que si se encariñaba con ella no sería capaz de abandonarla.
A la hora de la comida, entraron por la puerta lateral del jardín que conducía a las escaleras que llegaban a las habitaciones de la planta alta; entraron al dormitorio de Don Fernando y Doña Teresa, dejaron a la criatura sobre la cama con la flor de aroma de caballo y un pendiente de María Fernanda. Salieron sin ser vistas o escuchadas.
—Marcharé a donde nadie me encuentre y debo hacerlo sola. . . sé lo que me dirás, pero te aseguro que estaré bien. No te he contado, pero ayer, afuera de tu cabaña, se me acercó un duende que se ofreció a cuidarme; pidió no ser visto y yo acepté. Quédate a cuidar a esta inocente criatura. No creo que encuentren a su madre y aunque dejarla aquí es cruel, mis padres se verán obligados a ocuparse de ella —. Sin decir más, María Fernanda abrazó a su nana y se marchó.
A buena distancia de la casa grande Melquiades la esperaba con su caballo. La miró con el amor, la admiración de siempre y un dejó de dolor.
—¿Quieres que te acompañe? —María Fernanda tomó las riendas, montó de un salto y dijo:
—Gracias, pero debo seguir sola. No quiero que te metas en problemas con mi padre. Tienes familia que cuidar. ¡Gracias por mi caballo! —Antes de partir preguntó—: ¿quién se llevó a mi niña? —Melquiades, con los ojos llorosos dijo:
—No sé, el patrón me ordenó esperar después de dejarlas en la cabaña, pero no pude y me fui, de verdad no sé qué pasó después. . . si me hubiese quedado —Sin esperar más, la joven salió al galope.
LA NANA
Una vez que la niña María Fernanda desapareció en el bosque, Remedios regresó a su cabaña. Ordenó y limpió de manera que no quedaran vestigios del parto. Se sentía profundamente culpable; lo era. Traicionó a la persona que más amaba. Sabía que, de no haber avisado al patrón del nacimiento, su familia hubiese muerto. Se preguntó qué dolía más, el dedo de la mano derecha o el de la izquierda. Sin respuesta, ni paz, se dijo que tomó la decisión que causara menos violencia. Ella perdió a su hijo y sabía el dolor que eso ocasionaría a su querida niña, pero tenía las manos atadas. Además, quién era ella para desobedecer las órdenes del patrón; su vida giraba en torno a sus deseos. Sus poderes de curandera no podían alterar el curso de los eventos. Era débil y lo sabía. Pertenecía a una parte de la sociedad que cargaba el peso, como Atlas.
Don Fernando la recibió frío y distante, como siempre, Doña Teresa expresó su aprobación con un guiño. La necesitaban para que se ocupara de la criatura depositada en sus aposentos; había criado a su hija, haría lo mismo con esta.
LA HUIDA
Se internó en el bosque, buscó la cueva en donde concibió a su criatura. Tal vez aquel que la preñó le ayudaría a rescatar a su niña. Buscó afanosamente la entrada; en su lugar, una mujer de edad impredecible la recibió con una sonrisa.
—Busco al padre de mi niña.
—Aquí no hay nadie, no ahora.
—Sabes a quien me refiero, ¿verdad?
—Sí.
—¿Regresará?
—Cuando él quiera —María Fernanda se sentó a su lado esperando. . . un milagro. La mujer le tomó las manos nutriéndola de amor. Una vez calmada, se levantó y se fue.
Cabalgó siguiendo al sol. Recolectaba plantas, algunas conocidas, otras no. Cortaba hojas y tallos que guardaba en un morral de cuero regalo de su nana. Durante el camino decidió que se dedicaría a curar. Tal vez así encontraría a su niña algún día.
La primera mañana en el bosque, María Fernanda de frente a los árboles, los montes, la magnitud del esplendor, comenzó a escribir su diario:
Hoy comienza mi vida
sin lujos
comodidades
padres
nana
sin mi niña
hoy me nombro Soledad
vagaré por el mundo en busca de mi Esperanza
MARÍA DEL REFUGIO
La hija de Soledad fue bautizada en el convento como María del Refugio Pérez Gómez, hija de Candelaria, madre soltera quien murió durante en parto. Al cumplir seis semanas, fue trasladada con su nodriza al orfanatorio a varias horas de distancia siguiendo el camino del río; estuvo al cuidado de Pilar hasta los nueve meses, alejada de los demás niños. Su mundo se redujo a la morena sonrisa, las trenzas de las que se agarraba al mamar y las firmes manos que la bañaban y arrullaban antes de dormir.
Pilar sabía que pasado el tiempo de lactancia las monjas no le permitirían cuidarla, así que se ofreció de voluntaria para realizar cualquier trabajo con tal de estar cerca de ella. Las monjas la designaron a la cocina dándole permiso de seguir amamantándola por las noches.
La primera noche que Refugio durmió con los demás niños lloró sin parar y con ella todos los demás. Las cuidadoras se taparon los oídos con algodones. Cada noche, después de mamar, Pilar, con un nudo en las tripas, la regresaba a su fría cuna, donde lloraba sin que nadie acudiera. Refugio manifestaba su enojo mordiéndole el pezón hasta sangrarlo. Las visitas a Pilar terminaron y ella lloró cada noche hasta que tuvo dos años.
Pilar tenía la intención de quedarse a vivir en el orfanatorio aún después de haberla destetado. Pedro fue por ella rogándole que volviera a casa, que tendrían otro bebé, que ahora las cosas irían mejor; había arreglado las goteras del techo, las ventanas tenían cortinas, el fogón encendía con facilidad y la cosecha prometía. Pilar regresó.
Refugio aprendió a caminar, a comer con tenedor, vestirse, ir al baño, hasta meterse en la cama cada noche, todo sola. Aprendió a convivir con sus compañeras, sobre todo con Amalia, quien dormía al lado. A los tres años, ambas usaban frases como, en efecto, por supuesto