La chica silenciosa - Tess Gerritsen - E-Book

La chica silenciosa E-Book

Tess Gerritsen

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Beschreibung

Nadie la oyó gritar…   El cadáver decapitado y mutilado de una mujer es encontrado en el barrio de Chinatown en Boston.    Las únicas pistas que tienen la detective de homicidios Jane Rizzoli y su compañera, la médico forense Maura Isles, son dos hebras de pelo gris plateado —no humano— que se han adherido al cuerpo. Pero pronto descubrirán que esa muerte violenta ha tenido una escalofriante precuela.     Diecinueve años antes un brutal asesinato, seguido de un suicidio, dejó cinco muertos. Una mujer vinculada a esa masacre sigue viva y guarda un secreto letal que la ha puesto en el punto de mira de alguien o algo muy maligno.    Para resolver un crimen con ecos aterradores de una antigua leyenda china, Rizzoli y Isles deberán ser más listas que un enemigo invisible con siglos de astucia…

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Seitenzahl: 484

Veröffentlichungsjahr: 2023

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La chica silenciosa

Tess Gerritsen

La chica silenciosa

Título original: The Silent Girl

© 2011 Tess Gerritsen. Reservados todos los derechos.

© 2023 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción: Constanza Fantin Bellocq,

© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1261-7

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Rizzoli & Isles

El cirujano (Rizzoli & Isles #1)

El aprendiz (Rizzoli & Isles #2)

El pecador (Rizzoli & Isles #3)

Hermanas de sangre (Rizzoli & Isles #4)

Desaparecidas (Rizzoli & Isles #5)

El club mefisto (Rizzoli & Isles #6)

Reliquia macabra (Rizzoli & Isles #7)

Frío glacial (Rizzoli & Isles #8)

La chica silenciosa (Rizzoli & Isles #9)

Dedicatoria

Para Bill Haber y Janet Tamaro,

Por creer en mis chicas

Epígrafe

“Lo que debes hacer,” dijo el Rey Mono,

“es atraer al monstruo para que salga de

su escondite, pero asegúrate de que sea

una pelea a la que podrás sobrevivir.”

— Wu Cheng’en,

“The Monkey King:

Journey to the West”,

c. 1500-1582

UNO

San Francisco

Durante todo el día, he estado vigilando a la chica.

No da ninguna indicación de haber notado mi presencia, aunque mi coche de alquiler se alcanza a ver desde la esquina donde ella y los otros adolescentes se han reunido esta tarde para hacer lo que sea que hacen los adolescentes aburridos para pasar el tiempo. Parece menor que los demás, pero tal vez se deba a que es asiática y menuda para sus diecisiete años, una chiquilina etérea. Lleva el pelo negro corto como varón y sus vaqueros están deshilachados y rotos. No por una tendencia de la moda, creo, sino como consecuencia de mucho ajetreo y vida dura en las calles. Fuma un cigarrillo y suelta una nube de humo con la displicencia de un matón callejero, una actitud que no encaja con su cara pálida y sus delicadas facciones chinas. Es lo suficientemente bonita como para atraer las miradas hambrientas de dos hombres que pasan a su lado. La chica ve sus expresiones y les sostiene la mirada, sin miedo, pero es fácil ser intrépida cuando el peligro no es más que un concepto abstracto. ¿Cómo reaccionaría esta chica si se enfrentara a una verdadera amenaza?, me pregunto. ¿Se defendería y lucharía o se desmoronaría? Quiero saber de qué está hecha, pero no la he visto puesta a prueba.

Cuando anochece, los adolescentes de la esquina comienzan a desbandarse. Primero uno, luego otra, se alejan. En San Francisco, aun las noches de verano son frescas y los que se quedan se apiñan juntos, enfundados en sus jerséis y chaquetas, se encienden los cigarrillos unos a otros y saborean el calor efímero de la llama. Pero el frío y el hambre terminan por dispersar a los últimos hasta que solo queda la chica, que no tiene adónde ir. Saluda con la mano a sus amigos que se van y se queda sola un rato, como esperando a alguien. Finalmente se encoge de hombros y camina hacia mí, las manos en los bolsillos. Cuando pasa junto a mi coche, ni siquiera me dirige una mirada, mantiene la vista fija hacia adelante, concentrada e intensa, como si en su mente estuviera dándole vueltas a un dilema. Quizás está pensando dónde buscar algo para cenar. O tal vez se trata de algo más importante. Su futuro. Su supervivencia.

Es probable que no tenga idea de que dos hombres la siguen.

Segundos después de que pasa junto a mi coche, veo que los hombres salen de un callejón. Los reconozco: son los mismos que la miraron anteriormente. Cuando pasan junto a mi automóvil, siguiéndola, uno de los hombres me mira a través del parabrisas. Un rápido vistazo para evaluar si soy una amenaza. Lo que ve no lo inquieta en absoluto, y él y su compañero siguen andando. Se mueven como los depredadores confiados que son, persiguiendo a presas más débiles que no tienen posibilidad de defenderse.

Salgo del coche y los sigo. Igual que ellos siguen a la chica.

Ella entra en un vecindario donde hay demasiados edificios abandonados, donde las aceras parecen estar asfaltadas con botellas rotas. La chica no muestra miedo ni vacilación, el territorio parece resultarle conocido. En ningún momento mira hacia atrás, lo que me dice que es temeraria o no tiene idea de lo que es el mundo ni de lo que puede hacerle a chicas como ella. Los hombres que la siguen tampoco miran hacia atrás. Aun si me vieran, cosa que no permito que suceda, no verían nada que temer. Nadie nunca lo ve.

Una calle más adelante, la chica gira hacia la derecha y desaparece por una puerta.

Me oculto en las sombras y observo lo que sucede después. Los dos hombres se detienen fuera del edificio donde ha entrado la chica y evalúan la estrategia a seguir. Luego ellos también entran.

Desde la acera, miro hacia arriba, hacia las ventanas cubiertas por tablones. Es un depósito vacío con un letrero de PROHIBIDO PASAR. La puerta está entreabierta. Entro sigilosamente a una oscuridad tan espesa que freno para dejar que mis ojos se adapten mientras confío en mis otros sentidos para absorber lo que todavía no puedo ver. Oigo que cruje el suelo. Huelo a cera de vela encendida. Veo el brillo tenue de la puerta a mi izquierda. Espío dentro de la habitación.

La chica está de rodillas delante de algo que sirve como mesa; una vela parpadeante le ilumina la cara. A su alrededor hay indicios de alojamiento temporario: un saco de dormir, latas de comida, y un hornillo de campamento. Está forcejeando con un tosco abrelatas y no ha advertido que los dos hombres se le acercan desde atrás.

Justo cuando tomo aire para gritar una advertencia, la chica se vuelve súbitamente y enfrenta a los intrusos. Lo único que tiene en la mano es el abrelatas, arma insuficiente contra los dos hombres de mayor tamaño.

—Esta es mi casa —dice—. Marchaos.

Yo me había preparado para intervenir. Pero me detengo para ver qué sucede. Para ver de qué está hecha la chica.

Uno de los hombres ríe.

—Solo estamos de visita, cariño.

—¿Os he invitado, acaso?

—Tienes aspecto de necesitar la compañía.

—Y tú tienes aspecto de necesitar un cerebro.

No es una forma prudente de manejar la situación, pienso. Ahora la lujuria de los hombres se mezcla con furia, una combinación peligrosa. Aun así, la chica se mantiene inmóvil, perfectamente serena, esgrimiendo ese penoso utensilio de cocina. Cuando los hombres se lanzan sobre ella, yo ya estoy bien plantada sobre los pies, lista para saltar.

Ella lo hace primero. Un salto, y su pie impacta directamente en el esternón del primer hombre. Es un golpe poco elegante pero eficaz y él se tambalea, aferrándose el pecho como si no pudiera respirar. Antes de que el segundo hombre pueda reaccionar, ella ya está en movimiento hacia él y le estrella el abrelatas contra la sien. Él grita y retrocede.

Esto se ha puesto interesante.

El primer hombre se ha recuperado y se abalanza hacia ella, golpeándola con tanta fuerza que ambos ruedan al suelo. Ella arroja puñetazos y puntapiés y su puño se estrella contra la mandíbula del hombre. Pero la furia lo ha insensibilizado al dolor y con un rugido, rueda y se coloca sobre ella, inmovilizándola con su peso.

Ahora el segundo hombre vuelve a la acción. Le sujeta de las muñecas y se las inmoviliza contra el suelo. La juventud y la inexperiencia la han metido en una calamidad de la que no tiene manera de escapar. A pesar de la ferocidad que demuestra, la chica es inexperta y no está entrenada y lo inevitable está por suceder. El primer hombre le ha bajado la cremallera de los vaqueros y se los baja con violencia por las caderas delgadas. Su excitación es evidente por el bulto en su pantalón. Nunca un hombre es más vulnerable a un ataque.

No me oye venir. Se baja la cremallera del pantalón y un instante después, está tendido en el suelo, con la mandíbula destrozada: de la boca le caen los dientes sueltos.

El segundo hombre apenas tiene tiempo de soltarle las manos a la chica e incorporarse, pero no es lo suficientemente veloz. Soy un tigre y él no es otra cosa que un búfalo pesado, estúpido e indefenso contra mi ataque. Con un grito cae al suelo y a juzgar por el ángulo grotesco de su brazo, el hueso se le ha quebrado en dos.

Cojo a la chica y la levanto de un tirón.

—¿Estás bien?

Ella se sube la cremallera y me mira.

—¿Quién coño eres?

—Eso queda para después. ¡Venga, nos marchamos! —digo.

—¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo los derribaste tan rápido?

—¿Quieres aprender?

—¡Sí!

Miro a los dos hombres que gimen y se retuercen a nuestros pies.

—Entonces te daré la primera lección: hay que saber cuándo huir. —La empujo hacia la puerta. —Y ese momento vendría a ser ahora.

La miro comer. Para ser una chica tan menuda, tiene el apetito de un lobo y devora tres tacos de pollo, un lago de judías refritas y un vaso grande de Coca-Cola. Ella quería comida mexicana, así que nos hemos instalado en un café donde suena música de mariachis y las paredes están adornadas con pinturas estridentes de señoritas que bailan. Aunque las facciones de la chica son chinas, ella es claramente estadounidense, desde el pelo corto hasta sus vaqueros deshilachados. Una criatura primitiva y salvaje que bebe ruidosamente lo que queda de Coca-Cola antes de masticar los cubos de hielo.

Comienzo a dudar de la prudencia de esta operación. Ella ya es demasiado mayor como para dejarse enseñar, demasiado salvaje como para aprender disciplina. Debería dejarla libre en las calles otra vez, si es dónde quiere ir, y encontrar otra manera. Pero luego veo las cicatrices en sus nudillos y recuerdo lo cerca que estuvo de derrotar ella sola a ambos hombres. Tiene un talento natural y es intrépida: dos cosas que no se pueden enseñar.

—¿Te acuerdas de mí? —pregunto.

La chica deja el vaso y frunce el entrecejo. Por un instante me parece ver un destello de reconocimiento, pero luego desaparece. Niega con la cabeza.

—Fue hace mucho tiempo —digo—. Doce años. —Una eternidad para una chica tan joven. —Eras pequeña.

Se encoge de hombros.

—Con razón no te recuerdo. —Busca dentro de la chaqueta, saca un cigarrillo y se dispone a encenderlo.

—Estás envenenando tu cuerpo.

—Es mi cuerpo —replica.

—Si quieres entrenarte, no. —Extiendo el brazo por encima de la mesa y le arrebato el cigarrillo de los labios. —Si quieres aprender, tu actitud tiene que cambiar. Debes mostrar respeto.

Ella suelta un bufido.

—Hablas como mi madre.

—Conocí a tu madre. En Boston.

—Pues está muerta.

—Lo sé. Me escribió el mes pasado. Me dijo que estaba enferma y que le quedaba muy poco tiempo. Por eso estoy aquí.

Me sorprendo al ver un brillo de lágrimas en los ojos de la chica y ella aparta la cara enseguida, como avergonzada por mostrar debilidad. Pero en ese instante de vulnerabilidad, antes de que oculte sus ojos, me recuerda a mi propia hija, que era más joven que esta chica cuando la perdí. Siento el ardor de lágrimas en los ojos, pero no intento ocultarlas. El dolor me ha convertido en quien soy. Ha sido el fuego que ha pulido mi determinación y ha afilado mi decisión.

Necesito a esta chica. Y por lo visto, ella también me necesita a mí.

—Me ha tomado semanas dar contigo —le digo.

—Mi hogar de acogida era una mierda. Estoy mejor sola.

—Si tu madre te viera ahora, se le partiría el corazón.

—Nunca tenía tiempo para mí.

—¿Tal vez porque tenía dos trabajos para que pudieras comer? ¿O quizá porque tenía que criarte sola?

—Dejaba que todo el mundo la pisoteara. Nunca la vi defender nada. Ni siquiera a mí.

—Tenía miedo.

—Era cobarde.

Me inclino hacia adelante, enfurecida por esta chiquilina desagradecida.

—Tu pobre madre sufrió de maneras que ni siquiera puedes imaginar. Todo lo que hizo fue por ti. —Molesta, le arrojo el cigarrillo. No es la chica que esperaba encontrar. Puede que sea fuerte e intrépida, pero no tiene sentido de deber filial hacia sus padres muertos, ni sentido de honor de familia. Sin vínculos con nuestros ancestros, somos motas de polvo solitarias que flotan a la deriva, desconectadas de todo y de todos.

Pago la cuenta de su comida y me pongo de pie.

—Espero que algún día alcances la sabiduría que te permita comprender lo que tu madre sacrificó por ti.

—¿Te marchas?

—No hay nada que te pueda enseñar.

—¿Por qué querrías hacerlo, igual? ¿Por qué viniste a buscarme?

—Pensé que me encontraría con alguien distinto. Alguien a quien pudiera enseñar. Alguien que me ayudaría.

—¿A hacer qué?

No sé cómo responder a su pregunta. Por un instante, el único sonido es el de la música estridente de mariachis que brota de los altavoces del restaurante.

—¿Te acuerdas de tu padre? —le pregunto—. ¿Recuerdas lo que le sucedió?

Ella se queda mirándome.

—¿Es eso, no? Es por eso que viniste a buscarme. Porque mi madre te escribió sobre él.

—Tu padre era un hombre bueno. Te amaba, y tú lo deshonras. Deshonras a tu padre y a tu madre. —Coloco un fajo de dinero delante de ella. —Esto es en memoria de ellos. Deja las calles y vuelve a la escuela. Al menos allí, no tendrás que defenderte de hombres desconocidos. —Doy media vuelta y me marcho del restaurante.

Segundos después está afuera y corre detrás de mí.

—¡Espera! —grita—. ¿Dónde vas?

—Vuelvo a mi casa, a Boston.

—Sí, te recuerdo. Creo que sé lo que quieres.

Me detengo y la miro a los ojos.

—También tiene que ser lo que tú quieres.

—¿Qué tengo que hacer?

La miro de arriba abajo y veo hombros delgados y unas caderas tan estrechas que apenas si le sostienen los vaqueros. —No se trata de lo que tienes que hacer —respondo—. Sino de lo que tienes que ser. —Me acerco a ella, despacio. Hasta este momento, no ha tenido motivos para temerme y ¿por qué debería hacerlo? Soy solo una mujer. Pero algo que ve ahora en mis ojos la hace retroceder un paso.

—¿Tienes miedo? —pregunto en voz baja.

Levanta la barbilla y dice con bravuconería tonta.

—No, no tengo miedo.

—Pues deberías tenerlo.

DOS

SIETE AÑOS DESPUÉS

—Soy la doctora Maura Isles, mi apellido se escribe I-S-L-E-S. Soy patóloga forense, y trabajo en la oficina de medicina forense del Estado de Massachusetts.

—Por favor describa para el tribunal su educación y antecedentes, doctora Isles —dijo Carmela Aguilar, fiscal de distrito adjunta.

Maura mantuvo la mirada fija sobre ella mientras respondía la pregunta. Era mucho más fácil concentrarse en la cara neutral de Aguilar que ver las miradas furibundas que le lanzaban el acusado y quienes lo apoyaban, que se habían dado cita masivamente en el tribunal. Aguilar no parecía darse cuenta de que estaba presentando sus argumentos ante un público hostil, ni tampoco parecía importarle, pero Maura tenía plena conciencia de ello: una gran parte de ese público eran agentes de las fuerzas del orden y sus amigos. No les iba a agradar lo que Maura tenía para decir.

El acusado era Wayne Brian Graff, agente del Departamento de Policía de Boston, de mandíbula cuadrada y espalda ancha, el prototipo del héroe estadounidense. Toda la sala estaba del lado de Graff y no de la víctima, un hombre que seis meses atrás, había terminado golpeado y roto sobre la mesa de autopsias de Maura. Un hombre que había sido enterrado sin deudos ni nadie que lo reconociera. Un hombre que dos horas antes de su muerte, cometió el pecado mortal de dispararle a un policía y matarlo.

Mientras recitaba su currículum, Maura sintió que todas esas miradas de fuego le quemaban la cara como rayos láser.

—Me gradué en la Universidad de Stanford con una licenciatura en Antropología —dijo—. Obtuve mi título en Medicina en la Universidad de California en San Francisco y luego hice una residencia de cinco años en patología, en la misma institución. Tengo certificación tanto en anatomía clínica como patológica. Después de la residencia, completé una beca de investigación en la subespecialidad de patología forense en la Universidad de California en Los Ángeles.

—¿Y está certificada por la junta de su especialidad?

—Sí. Tanto en patología general como forense.

—¿Y dónde trabajó antes de unirse a la oficina de medicina forense aquí en Boston?

—Durante siete años trabajé como patóloga en la oficina de medicina forense de San Francisco, California. También fui profesora de patología en la Universidad de California. Tengo licencia para ejercer la medicina tanto en Massachusetts como en California. —Era más información de la que le habían solicitado, y vio que Aguilar fruncía el ceño, porque Maura le había desordenado su secuencia de preguntas. Había recitado esa información tantas veces en el tribunal que sabía con exactitud qué le preguntarían, por lo que sus respuestas eran igualmente automáticas. Dónde había estudiado, qué requería su trabajo y si estaba calificada como para prestar declaración en ese caso en particular.

Una vez que hubieron completado las formalidades, Aguilar pasó a lo más específico.

—¿Realizó usted la autopsia de un individuo llamado Fabian Dixon en octubre pasado?

—Sí —respondió Maura. Una respuesta simple y pragmática, pero sintió que la tensión en la sala aumentaba de inmediato.

—Explíquenos cómo fue que el señor Dixon terminó siendo un caso para la médica forense.

Aguilar miraba fijamente a Maura, como diciendo: no prestes atención a nadie más en la sala. Solo mírame a mí y relata los hechos.

Maura irguió la espalda y comenzó a hablar en voz alta como para que se oyera en toda la sala.

—El difunto era un hombre de veinticuatro años que fue encontrado sin reacción en el asiento trasero de un coche policial del Departamento de Policía de Boston. Eso fue aproximadamente unos veinte minutos después de su arresto. Se lo trasladó en ambulancia al Hospital General de Massachusetts, donde llegó muerto a Urgencias.

—¿Y eso lo convirtió en un caso para la médica forense?

—Sí, así es. De allí fue trasladado a nuestra morgue.

—Describa para el tribunal el aspecto del señor Dixon cuando lo vio por primera vez.

Maura notó que Aguilar se refería al hombre muerto por su nombre. No como el cadáver ni el difunto. Era su manera de recordarle al tribunal que la víctima tenía una identidad. Un nombre, una cara, una vida.

Maura respondió del mismo modo:

—El señor Dixon era un hombre bien alimentado, de peso y estatura promedio, que llegó a la morgue vestido solamente con ropa interior de algodón y calcetines. Le habían quitado las otras prendas cuando intentaron reanimarlo en la sala de Urgencias. Todavía tenía las almohadillas del electrocardiograma adheridas al pecho y un catéter endovenoso en el brazo izquierdo… —Hizo una pausa. Allí era donde el asunto se tornaba incómodo. Aunque evitaba mirar al público y al acusado, sabía que los ojos de todo ellos estaban fijos en ella.

—¿Y en qué condiciones se encontraba su cuerpo? ¿Podría describírnoslas? —la alentó Aguilar.

—Tenía múltiples hematomas en el pecho, en el flanco izquierdo y en el abdomen superior. Ambos ojos estaban cerrados por la hinchazón y tenía laceraciones en los labios y en el cuero cabelludo. Le faltaban dos dientes, los incisivos delanteros superiores.

—Objeción. —El abogado defensor se puso de pie. —No hay manera de saber cuándo perdió esos dientes. Podría haberlos perdido años antes.

—Uno de los dientes apareció en las radiografías. Dentro de su estómago —dijo Maura.

—La testigo no debe hacer comentarios hasta que yo me haya expedido —interrumpió el juez con severidad. Miró al abogado defensor.

—La objeción no ha lugar. Señorita Aguilar, proceda.

La fiscal de distrito adjunta asintió; con una sonrisita en los labios, volvió a concentrarse en Maura.

—Bien, entonces el señor Dixon tenía hematomas múltiples, laceraciones y le habían arrancado de un golpe por lo menos un diente.

—Sí —dijo Maura—. Como se verá en las fotografías de la morgue.

—Si el tribunal está de acuerdo, nos gustaría proceder a mostrar esas fotografías de la morgue —dijo Aguilar—. Debo advertir al público que no son agradables a la vista. Si alguno de los presentes preferiría no verlas, sugiero que se retire ahora. —Hizo una pausa y paseó la mirada por la sala.

Nadie se marchó.

Cuando apareció la primera diapositiva y quedó a la vista el cadáver golpeado de Fabian Dixon, se oyeron exclamaciones ahogadas. Maura había hecho una descripción somera de las lesiones de Dixon porque sabía que las fotografías narrarían la historia mejor que ella. No se podía acusarlas de ponerse de un lado o del otro ni de mentir. Y la realidad que se veía en esa imagen resultaba obvia para todos: a Fabian Dixon lo habían golpeado salvajemente antes de subirlo al asiento trasero del coche patrulla.

Aparecieron otras diapositivas mientras Maura describía los hallazgos de la autopsia. Múltiples costillas rotas. Se había tragado un diente, visible en su estómago. Había aspirado sangre que aparecía en sus pulmones. Y la causa de la muerte: ruptura del bazo, lo que había llevado a una hemorragia intraperitoneal masiva.

—¿Y cuál fue la forma de muerte del señor Dixon, doctora Isles? —preguntó Aguilar.

Esa era la pregunta clave, la que Maura temía responder, por las consecuencias que seguirían.

—Homicidio —dijo Maura. No le correspondía a ella señalar quién era el culpable. Restringió su respuesta a esa única palabra, pero no pudo dejar de mirar a Wayne Graff. El policía acusado estaba sentado inmóvil, con expresión inescrutable, como tallada en granito. Durante más de una década, había servido a la ciudad de Boston con distinción. Una docena de testigos habían declarado ante el tribunal que el agente Graff los había ayudado demostrando gran valor. Era un héroe, dijeron y Maura les creía.

Pero la noche del 31 de octubre, la noche que Fabian Dixon asesinó a un agente de policía, Wayne Graff y su compañero se transformaron en ángeles vengadores. Arrestaron a Wayne, que estaba bajo custodia de ambos cuando murió. El sujeto estaba agitado y violento, como bajo los efectos de PCP o crack, escribieron en su declaración. Describieron la resistencia desquiciada de Dixon, su fuerza sobrehumana. Ambos agentes habían tenido que sumar esfuerzos para subirlo al coche patrulla. Dominarlo requirió de fuerza, pero él no parecía sentir dolor. Durante el forcejeo, emitía gruñidos y sonidos animales y trataba de quitarse la ropa, aunque esa noche hacía cuatro grados de temperatura. Habían descrito –casi con demasiada perfección- la conocida condición médica del delirio de excitación, que había causado la muerte de otros prisioneros adictos a la cocaína.

Pero meses más tarde, el informe toxicológico solo reveló la presencia de alcohol en el organismo de Dixon. A Maura no le quedaron dudas de que la forma de muerte había sido homicidio. Y uno de los responsables estaba sentado en ese momento a la mesa de la defensa, mirándola a ella.

—No tengo más preguntas —dijo Aguilar. Se sentó, confiada de que había presentado eficazmente su caso.

Morris Whaley, el abogado defensor, se puso de pie para las repreguntas y Maura sintió que se le tensaban los músculos. Whaley se aproximó al estrado con actitud cordial, como si solo quisiera mantener una conversación amistosa. Si se hubieran conocido en un cóctel, le habría resultado una compañía agradable, un hombre bastante atractivo, con su traje de Brooks Brothers.

—Creo que todos estamos impresionados con sus credenciales, doctora Isles —dijo—. Así que no voy a ocuparle más tiempo al tribunal revisando sus logros académicos.

Ella no respondió, se quedó mirando la cara sonriente del abogado mientras se preguntaba de dónde vendría el ataque.

—No creo que nadie que esté presente en esta sala dude de que ha trabajado mucho para llegar a donde está hoy —prosiguió Whaley—. Sobre todo si se toman en cuenta los desafíos que ha tenido que enfrentar en su vida personal en los últimos meses.

—Objeción. —Aguilar soltó un suspiro de exasperación y se puso de pie. —No es relevante.

—Lo es, su señoría. Es relevante en cuanto al juicio de la testigo —dijo Whaley.

—¿De qué manera? —respondió el juez.

—Las experiencias pasadas pueden afectar a cómo un testigo interpreta la evidencia.

—¿A qué experiencias se refiere?

—Si me permite explorar esa cuestión, se tornará aparente.

El juez miró con seriedad a Whaley.

—Por el momento, permitiré esta línea de preguntas. Pero solo por el momento.

Aguilar volvió a sentarse, frunciendo el ceño.

Whaley se volvió hacia Maura.

—Doctora Isles, ¿por casualidad recuerda la fecha en que examinó al difunto?

Maura no respondió de inmediato, sorprendida por el abrupto regreso al asunto de la autopsia. No escapó a su atención que él había evitado utilizar el nombre de la víctima.

—¿Se refiere al señor Dixon? —dijo y vio un destello de irritación en sus ojos.

—Así es.

—La fecha de la autopsia fue el primero de noviembre del año pasado.

—¿Y en esa fecha, determinó usted la causa de la muerte?

—Sí. Como dije antes, murió de hemorragias internas masivas que siguieron a la ruptura del bazo.

—¿En esa misma fecha, especificó usted también la forma de muerte?

Ella vaciló.

—No. Al menos, no de manera definitiva…

—¿Por qué?

Ella inspiró, consciente de que todos la miraban.

—Quería esperar los resultados del examen toxicológico. Para ver si el señor Dixon estaba realmente bajo la influencia de cocaína u otros fármacos. Quería ser cautelosa.

—Y debería serlo. Sobre todo cuando su decisión podría destruir las carreras, aun las vidas de dos dedicados agentes de paz.

—A mí solo me conciernen los hechos, señor Whaley, dondequiera que lleven.

A él no le gustó la respuesta; Maura lo vio en el músculo que se le tensó en la mandíbula. Toda semblanza de cordialidad había desaparecido; esto era ahora una batalla.

—Entonces llevó a cabo la autopsia el primero de noviembre —dijo.

—Sí.

—¿Qué sucedió después de eso?

—No sé a qué se refiere.

—¿Se tomó el fin de semana libre? ¿Pasó la semana siguiente realizando otras autopsias?

Ella se quedó mirándolo; sentía que el temor se enroscaba como una serpiente en su estómago. No sabía adónde iba él con eso, pero no le gustaba la dirección que había tomado.

—Fui a una conferencia de patología —dijo.

—En Wyoming, entiendo.

—Sí.

—Donde sufrió una experiencia traumática. ¿Fue atacada por un agente de policía corrupto?

Aguilar se levantó de un salto.

—¡Objeción! ¡No es relevante!

—Denegada —dijo el juez.

Whaley sonrió; tenía el camino liberado para hacer la pregunta que Maura temía.

—¿Es correcto eso, doctora Isles? ¿Fue atacada por un agente de policía?

—Sí —susurró ella.

—Disculpe, no la escuché.

—Sí —repitió Maura en voz más alta.

—¿Y cómo sobrevivió a ese ataque?

La sala estaba en absoluto silencio, esperando su historia. Una historia en la que ella no quería ni pensar, porque todavía le provocaba pesadillas.

Recordó la solitaria montaña de Wyoming. Recordó el ruido de la puerta del coche del agente cuando se había cerrado, atrapándola en el asiento trasero detrás de la reja para prisioneros. Recordó el pánico que sintió mientras golpeaba inútilmente las manos contra la ventana, tratando de escapar de un hombre que ella sabía que la mataría.

—¿Doctora Isles, cómo sobrevivió? ¿Quién acudió en su ayuda?

Ella tragó saliva.

—Un chico.

—Julian Perkins, de dieciséis años, creo. Un joven que le disparó al agente y lo mató.

—¡No tuvo alternativa!

Whaley ladeó la cabeza.

—¿Está defendiendo a un chico que mató a un policía?

—¡A un policía corrupto!

—Y luego usted regresó a Boston. Y declaró que la muerte del señor Dixon había sido un homicidio.

—Porque lo fue.

—¿O fue solamente un accidente trágico? ¿La consecuencia inevitable después de que un prisionero violento luchó y tuvo que ser sometido?

—Usted vio las fotos de la morgue. La policía utilizó mucha más fuerza de la necesaria.

—Igual que el chico en Wyoming, Julian Perkins. Él disparó y mató a un agente. ¿A eso lo considera fuerza justificable?

—Objeción —dijo Aguilar—. No es la doctora Isles a quien se está juzgando aquí.

Whaley se lanzó al ataque con la siguiente pregunta, sin apartar la mirada de Maura.

—¿Qué sucedió en Wyoming, doctora Isles? ¿Mientras usted luchaba por su vida, tuvo una epifanía? ¿Comprendió repentinamente que los policías son el enemigo?

—¡Objeción!

—¿O acaso lo han sido siempre? Por lo visto, miembros de su familia lo piensan.

El juez golpeó el martillo.

—Señor Whaley, aproxímese al estrado ahora mismo.

Maura observó, azorada, como ambos abogados conferían con el juez. Así que habían llegado a esto, a sacar a relucir a su familia. Todos los policías de Boston seguramente sabían que su madre, Amalthea, cumplía condena perpetua en una cárcel para mujeres en Framingham. El monstruo que me dio a luz, pensó Maura. Todos los que me miran deben preguntarse si esa maldad se habrá colado también en mi sangre. Vio que el acusado, el agente Graff, la miraba. Sus ojos se encontraron con los de ella y él esbozó una sonrisa. Bienvenida a las consecuencias, leyó en los ojos de él. Esto es lo que sucede cuando traicionas la delgada línea azul, la que representa la idea de que la policía es la barrera entre la comunidad y la anarquía.

—El tribunal se tomará un receso —anunció el juez—. Reanudaremos la sesión a las dos de la tarde.

Mientras los jurados salían, Maura se dejó caer contra el respaldo de la silla, sin darse cuenta de que Aguilar estaba junto a ella.

—Eso fue una bajeza —dijo Aguilar—. No debería habérsele permitido.

—Me puso a mí en el centro de todo —dijo Maura.

—Sí, bueno, es lo único que tiene. Porque las fotos de la autopsia son muy convincentes. —Aguilar se quedó mirándola. —¿Hay algo más que debería saber sobre usted, doctora Isles?

—¿Además de que mi madre es una asesina convicta y que a mí me gusta torturar gatitos para divertirme?

—No estoy bromeando.

—Ya lo dijo usted: no es a mí a quien están juzgando.

—No, pero intentarán que todo gire alrededor de usted. Si odia a la policía. Si tiene motivos ocultos. Podríamos perder el caso si el jurado piensa que usted no está a la altura. Así que cuénteme si existe algo más que podrían sacar a relucir. Cualquier secreto que no me haya contado.

Maura pensó en los bochornos privados que ocultaba. La relación prohibida que acababa de terminar. La historia de violencia de su familia.

—Todo el mundo tiene secretos —dijo—. Los míos no son relevantes.

—Esperemos que no —dijo Aguilar.

TRES

Dondequiera que miraras en Chinatown, el barrio chino de Boston, había fantasmas. Rondaban por el tranquilo Tai Tung Village como también por la estridente calle Beach; sobrevolaban la zona de Ping On Alley y flotaban por la calle oscura detrás de Oxford Place. Los fantasmas estaban por todos lados en esas calles. Esa, al menos, era la historia del guía turístico Billy Foo y la sostenía con firmeza. Si él creía o no en los fantasmas no tenía importancia; su trabajo era convencer a los turistas de que esas calles estaban llenas de espíritus. La gente quería creer en fantasmas; por eso tantas personas estaban dispuestas a pagar quince dólares por cabeza y quedarse de pie, tiritando en la esquina de Beach y Oxford para escuchar las historias truculentas de Billy sobre asesinatos. Esa noche Billy tenía un auspicioso número de trece personas para el Tour Nocturno de Fantasmas de Chinatown, incluyendo un par de malcriados mellizos de diez años que deberían haber estado durmiendo desde hacía tres horas. Pero cuando necesitas el dinero, no rechazas a los turistas que pagan, ni siquiera a los niños malcriados. Billy tenía una especialización en teatro y pocas perspectivas de futuro, y el botín de esa noche era de unos estupendos 195 dólares, más las propinas. Nada mal para dos horas de contar historias exageradas, aun si le significaba la humillación de lucir una bata de satén en estilo mandarín y una trencita falsa.

Billy carraspeó y levantó los brazos, utilizando las habilidades que había aprendido en seis semestres de clases de teatro para llamar la atención de los turistas.

—El año es 1907. Dos de agosto, una cálida noche de viernes. —Su voz, profunda y ominosa, se elevó por encima del sonido molesto del tránsito. Como si fuera la Muerte eligiendo a su próxima víctima, Billy señaló hacia el otro lado de la calle. —Allí, en la plazoleta conocida como Oxford Place, late el corazón del barrio chino de Boston. Caminad conmigo ahora, mientras ingresamos en una era pasada, cuando estas calles estaban atestadas de inmigrantes. Cuando la noche cálida olía a cuerpos sudorosos y especias extrañas. ¡Regresemos a una noche en la que había un asesinato en el aire! —Con un movimiento teatral del brazo, les indicó que lo siguieran hasta Oxford Place, donde todos se apiñaron para escucharlo. Al ver sus caras atentas, pensó: Ahora es el momento de hechizarlos, de encantarlos como solo puede hacerlo un gran actor. Abrió los brazos y las mangas de su bata de mandarín flamearon como alas de satén; inspiró y se dispuso a hablar.

—¡Ma-miiii´! —lloriqueó uno de los mocosos—. ¡Él me dio un puntapié!

—Basta, Michael —ordenó la madre, tajante—. Termínala de una vez.

—¡No he hecho nada!

—Molestas a tu hermano.

—¡Él me molesta a mí!

—¿Queréis regresar al hotel, los dos? ¿Eso queréis?

Ay, Dios, por favor, haz que regresen al hotel, pensó Billy. Pero los dos hermanos permanecieron allí, mirándose con furia, los brazos cruzados. No parecían dispuestos a que los entretuvieran.

—Como decía —continuó Billy. Pero la interrupción lo había desconcentrado y casi podía oír el susurro de cómo la tensión dramática se iba perdiendo como aire de un globo pinchado. Apretó los dientes y continuó.

—Era una noche cálida de agosto. En esta plazoleta, tras un largo día de trabajo en sus lavaderos y tiendas de comestibles, un grupo de chinos descansaba. —Detestaba decir “chinos”, pero lo dijo de todos modos, para evocar una época en la que los periódicos se referían regularmente a orientales furtivos y siniestros. Cuando hasta la revista Time había descrito la malicia como pálida sonrisa que brotaba de caras amarillas como papel de telegrama. Una época en la que Billy Foo, un estadounidense de origen chino no habría sido considerado para otro trabajo que no fuera el de tintorero, cocinero o jornalero.

—Aquí, en esta plaza, está por desatarse una batalla —dijo Billy—. Una batalla entre dos clanes chinos rivales, los On Leong y los Hip Sing. Una batalla que dejará la plaza bañada en sangre…

“Alguien enciende un petardo. ¡De pronto, la noche explota de disparos! ¡Docenas de chinos huyen aterrados! Pero algunos no son lo suficientemente veloces y cuando las balas se acallan, cinco hombres quedan tendidos, muertos o agonizantes. Son solo las más recientes víctimas fatales de las sangrientas e infames guerras tong.

—¿Mami podemos irnos ya?

—Shhh, escucha la historia que cuenta el señor.

—¡Pero es aburrido!

Billy se interrumpió; le ardían los dedos de ansias de coger al mocoso del cuello. Le dirigió una mirada venenosa. El chico se encogió de hombros, impávido.

—En noches brumosas como esta —dijo Billy entre dientes—, a veces se pueden escuchar los ruidos distantes de aquellos disparos. ¡Se pueden ver sombras que huyen, presas de terror mortal, desesperadas por escapar de las balas que volaban aquella noche! —Billy se volvió y movió un brazo. —Seguidme hasta la calle Beach. A otro sitio donde habitan fantasmas.

—¡Mami! ¡Mami!

Billy no prestó atención al pequeño cretino y guió al grupo hacia el otro lado de la calle. Sigue sonriendo, sigue hablando. Lo importante son las propinas. Tenía que sostener la energía solo durante una hora más. Primero irían a la calle Knapp para la siguiente parada. Luego a la calle Tyler y al salón de juego donde habían masacrado a cinco hombres en el año 91. En Chinatown estaba lleno de lugares donde habían asesinado gente.

Caminó con el grupo por la calle Knapp. Era poco más que un callejón, mal iluminado y poco transitado. Cuando dejaron atrás las luces y el tránsito, la temperatura súbitamente pareció desplomarse. Tiritando, Billy se ajustó la bata. Había notado este perturbador fenómeno en otras oportunidades, siempre que caminaba por esa sección de la calle Knapp. Hasta en las cálidas noches de verano, siempre sentía frío allí, como si un aire helado se hubiera instalado en el callejón hacía muchos años y jamás se hubiera disipado. Su grupo también pareció notarlo, pues oyó que se cerraban las cremalleras de las chaquetas y sacaban guantes de los bolsillos. Nadie hablaba y los pasos resonaban en los edificios que se elevaban a ambos lados. Hasta los dos mocosos estaban callados, como si intuyeran que el aire era diferente. Que algo flotaba allí, algo que se había tragado la risa y el júbilo.

Billy se detuvo afuera del edificio abandonado, donde un portón cerrado con llave cubría la entrada y había barras de acero en las ventanas de la planta baja. Una escalera de incendios oxidada trepaba hasta la tercera y la cuarta planta, donde todas las ventanas estaban entablonadas, como para mantener encerrado a algo que acechaba dentro. Los turistas se apiñaron, buscando escapar del frío. ¿O sería otra cosa lo que sentían en este callejón, algo que los hacía cerrar el círculo como para protegerse?

—Bienvenidos a la escena de uno de los crímenes más sangrientos de Chinatown —dijo Billy—. El letrero del edificio ya no está, pero hace diecinueve años, detrás de esas ventanas con barras, había un pequeño restaurante chino de frutos de mar llamado el Fénix Rojo. Era un establecimiento modesto, con solo ocho mesas, pero conocido por sus mariscos frescos. Ocurrió tarde la noche del treinta de marzo, una noche húmeda y fría. Una noche como esta, cuando las calles por lo general transitadas de Chinatown estaban extrañamente silenciosas. Dentro del Fénix Rojo, solo dos empleados trabajaban: el mozo, Jimmy Fang. Y el cocinero, un inmigrante ilegal de China llamado Wu Weimin. Tres clientes vinieron a comer esa noche, la que sería su última noche. Porque en la cocina, algo estaba muy mal. Jamás sabremos qué fue lo que hizo que el cocinero enloqueciera. Tal vez fueron las largas horas de trabajo esclavizador. O el sufrimiento de vivir como un desconocido en una tierra extraña.

Billy hizo una pausa. Bajó la voz a un susurro escalofriante :

—O tal vez fue una fuerza extraña que se apoderó de él, una fuerza del mal que lo poseyó. Que lo hizo sacar una pistola. Que lo hizo entrar en el salón comedor. Una fuerza del mal que sigue presente aquí, en esta calle oscura. Lo único que sabemos es que apuntó la pistola y …—Billy se interrumpió.

—¿Y qué hizo? —preguntó alguien ansiosamente.

Pero la atención de Billy estaba en el techo, donde podía jurar que algo se acababa de mover. Era solo un movimiento de negro sobre negro, como el ala de un pájaro gigantesco contra el cielo. Entornó los ojos para intentar ver más, pero lo único que veía ahora era la silueta esquelética de la escalera de incendios contra la pared.

—¿Y qué sucedió? —preguntó uno de los niños.

Billy observó las trece caras que lo miraban, expectantes, e intentó recordar dónde se había interrumpido. Pero seguía perturbado por lo que había visto moverse contra el cielo. De pronto, lo invadió una desesperación para salir de ese callejón oscuro y huir de ese edificio. Una desesperación tal que tuvo que utilizar toda su fuerza de voluntad para no echar a correr de regreso hacia la calle Beach. Hacia las luces. Inspiró hondo y dijo:

—El cocinero los mató. Les disparó a todos. Y luego se mató.

Con eso, Billy dio media vuelta y les hizo un ademán para que continuaran, para que se alejaran de ese malhadado edificio con sus fantasmas y ecos de horror. La Avenida Harrison estaba a cien metros, y las luces y el tránsito los atraían con su calidez. Un sitio para los vivos, no para los muertos. Caminaba tan rápido que el grupo quedó atrás, pero él no podía quitarse de encima la sensación amenazante que parecía envolverlos y cerrarse alrededor de ellos. La sensación de que algo los vigilaba. Lo vigilaba a él.

El grito agudo de una mujer lo hizo volverse súbitamente, con el corazón al galope. Luego el grupo estalló en risotadas y uno de los hombres dijo:

—¡Eh, qué buen detalle! ¿Lo utilizas en todos los tours?

—¿Qué? —dijo Billy.

—Nos dio el susto de nuestras vidas. Se ve muy real.

—No sé de qué habla —dijo Billy.

El hombre señaló lo que suponía era parte de la representación teatral.

—¡Eh, niño, enséñale lo que has encontrado!

—Lo encontré allí, junto al cubo de basura —dijo uno de los mocosos y exhibió su hallazgo. —¡Puaj! Hasta se siente real. ¡Súper asqueroso!

Billy dio unos pasos hacia él y de pronto quedó paralizado, sin poder hablar. Contempló el objeto que sostenía el chico. Vio que chorreaban gotas como tinta y salpicaban la chaqueta del niño, pero este no parecía darse cuenta.

Fue la madre del niño la que comenzó a gritar primero. Luego los otros se le unieron, chillando y retrocediendo. El chico, desconcertado, se quedó allí, inmóvil, con su premio en la mano mientras que la sangre goteaba sobre su manga.

CUATRO

—Cené allí justo el sábado pasado —dijo el detective Barry Frost mientras conducían hacia Chinatown. —Llevé a Liz a ver el ballet en el Teatro Wang. Ama el ballet, pero, hombre…yo no le encuentro la gracia. Me dormí en la mitad. Después, fuimos al restaurante Ocean City a cenar.

Eran las dos de la mañana, demasiado temprano para que alguien estuviera tan conversador, pero la detective Jane Rizzoli dejó que su compañero siguiera relatando su última cita, mientras ella se concentraba en manejar. A sus ojos cansados, cada farola de la calle parecía demasiado luminosa, todas las luces de los coches que pasaban eran un ataque a sus retinas. Hacía una hora había estado calentita en la cama con su marido; ahora trataba de espabilarse mientras se movía entre el tránsito que inexplicablemente avanzaba a paso de hombre a una hora en que todo ciudadano de bien debería estar durmiendo en su casa.

—¿Alguna vez has comido allí? —preguntó Frost.

—¿Qué?

—En el restaurante Ocean City. Liz pidió unas excelentes almejas con ajo y salsa de alubias negras. Se me abre el apetito de solo pensar. No veo la hora de volver a comerlas otra vez.

—¿Quién es Liz? —preguntó Jane.

—Te lo conté la semana pasada. Nos conocimos en el gimnasio.

—Pensé que te estabas viendo con una tal Muffy.

—Maggie. —Se encogió de hombros. —No funcionó.

—Tampoco funcionó con la anterior. No me acuerdo su nombre.

—Oye, todavía estoy tratando de darme cuenta de qué busco en una mujer ¿sabes? Hace mil años que no estaba en el mercado. Hombre, no tenía idea de que había tantas chicas solas por allí.

—Mujeres.

Frost suspiró.

—Sí, sí. Alice solía decírmelo todo el tiempo. Hoy en día hay que decir mujeres.

Jane frenó en un semáforo y lo miró.

—¿Alice y tu habláis seguido, últimamente?

—¿Hablar? ¿De qué?

—¿De los diez años que estuvisteis casados, tal vez?

Frost miró por la ventana, sin fijar la vista en nada en particular.

—No hay nada más que decir. Ella ha seguido con su vida.

Pero Frost, no, pensó Jane. Ocho meses atrás, su esposa, Alice, se había ido de casa. Desde entonces, Jane se había visto sometida a una crónica de las frenéticas pero nada gozosas aventuras de Frost con mujeres. Estaba la rubia de pechos generosos que le había dicho que no llevaba ropa interior. La bibliotecaria aterradoramente atlética con la gastada copia del Kama Sutra. La cuáquera de cara fresca que bebía como un marinero. Frost le relataba todas las historias con una mezcla de asombro y perplejidad, pero era tristeza, más que ninguna otra cosa, lo que ella veía en sus ojos últimamente. Frost no era un mal candidato en absoluto: era delgado, atlético y guapo de una manera poco llamativa, por lo que salir con mujeres debería ser más fácil para él de lo que había sido.

Pero sigue echando de menos a Alice.

Circularon por la calle Beach y se adentraron en el corazón de Chinatown; las luces titilantes de un coche patrulla de la policía de Boston los encandilaron súbitamente. Jane detuvo su coche detrás del vehículo policial y salieron a la fría humedad de una noche de primavera. A pesar de la hora, había varios curiosos reunidos en la acera y Jane oyó murmullos tanto en chino como en inglés; todos seguramente se hacían la pregunta universal: ¿Alguien sabe qué sucede?

Frost y ella echaron a andar por la calle Knapp y se agacharon para pasar debajo de la cinta policial, donde un agente hacía guardia.

—Somos los detectives Rizzoli y Frost, de homicidios —anunció Jane.

—Es allí —fue la respuesta del policía. Señaló hacia un contenedor de basura en el callejón, donde otro uniformado montaba guardia.

Mientras se acercaban, Jane se dio cuenta de que no estaban vigilando el contenedor, sino algo que estaba sobre la acera. Se detuvo y contempló una mano derecha amputada.

—¡Coño! —exclamó Frost.

El policía rió.

—Yo reaccioné de la misma manera.

—¿Quién la encontró?

—La gente del Tour de Fantasmas de Chinatown. Un niño del grupo la recogió creyendo que era falsa. Estaba lo suficientemente fresca como para chorrear sangre. En cuanto se dio cuenta de que era real, la dejó caer donde está ahora. Creo que no se esperaban eso en la excursión.

—¿Dónde están esos turistas ahora?

—Estaban muy alterados. Todos insistieron en volver a sus hoteles, pero tengo sus nombres y la información de contacto. El guía es un muchacho chino local, dice que hablará con vosotros cuando lo deseéis. Nadie vio nada salvo la mano. Llamaron al 911 y el operador creyó que se trataba de una broma. Tardamos bastante en responder porque nos retrasamos lidiando con unos alborotados en Charlestown.

Jane se agachó e iluminó la mano con la linterna. Era una amputación sorprendentemente limpia; el extremo seccionado tenía una costra de sangre seca. La mano parecía ser de mujer, con dedos pálidos y finos y uñas con una manicura de desconcertante elegancia. No llevaba anillo ni reloj.

—¿Estaba allí, en el suelo?

—Sí. Con carne fresca como esa, las ratas se habrían hecho un festín muy rápido.

—No veo que esté mordida. No ha estado aquí demasiado tiempo.

—Ah, vi otra cosa. —El policía apuntó su linterna a un objeto gris que estaba a unos metros de distancia.

Frost se acercó para inspeccionarlo.

—Es una Heckler and Koch. Costosa. —dijo. Miró a Jane. —Tiene un silenciador.

—¿Alguno de los turistas tocó la pistola? —preguntó Jane.

—No, nadie —respondió el agente—. No la vieron.

—Entonces tenemos una pistola automática silenciada y una mano recién amputada —dijo Jane—. ¿Quién quiere apostar a que van juntas?

—Es un arma realmente buena —dijo Frost, que seguía admirando la pistola—. No imagino que alguien quiera deshacerse de ella.

Jane se irguió y miró el contenedor.

—¿Habéis revisado allí dentro para ver si está el resto del cuerpo?

—No, detective. Me pareció que una mano amputada alcanzaba para llamaros directamente a vosotros. No quisimos contaminar nada antes de que llegarais.

Jane sacó un par de guantes de látex de un bolsillo. Mientras se los colocaba, sintió que se le aceleraba el corazón ante la expectativa de lo que encontraría. Juntos, Frost y ella levantaron la tapa y el hedor de frutos de mar en descomposición les dio de lleno en la cara. Esforzándose por contener las náuseas, Jane distinguió unas cajas de cartón aplastadas y una gran bolsa de residuos negra. Frost y ella se miraron.

—¿Quieres hacer los honores? —dio Frost.

Jane metió el brazo dentro y cogió la bolsa. De inmediato se dio cuenta de que no contenía un cadáver. No era lo suficientemente pesada. Con una mueca de asco ante el olor, abrió la bolsa y echó un vistazo dentro. Caparazones de gambas y cangrejos.

Retrocedieron y la tapa del contenedor se cerró con estrépito.

—¿No hay nadie? —preguntó el policía.

—Ahí dentro, no. —Jane observó la mano amputada. —¿Dónde está el resto de su cuerpo, entonces?

—Quizás alguien está desparramando partes por toda la ciudad —dijo Frost.

El policía rió.

—O tal vez uno de estos restaurantes chinos cocinó a la mujer y la sirvió en un delicioso guiso.

Jane miró a Frost.

—Qué suerte que pediste las almejas.

—Ya hemos hecho un recorrido —dijo el agente—. No hemos encontrado nada.

—De todos modos, creo que daremos un paseo por la zona —dijo Jane.

Frost y ella echaron a andar lentamente por la calle Knapp, cortando las sombras con las linternas. Vieron trozos de vidrio de botellas rotas, papeles, colillas. Ninguna parte de un cuerpo. Los edificios que se elevaban a ambos lados estaban a oscuras, pero Jane se preguntó si habría ojos vigilándolos desde las ventanas oscuras, siguiendo su avance por la calle silenciosa. Tendrían que volver a hacer esa misma inspección a la luz del día, pero no quería pasar por alto ninguna pista que pudiera degradarse con el tiempo. De manera que ella y Frost avanzaron por el callejón paso a paso hasta llegar a la cinta policial que bloqueaba el acceso desde la avenida Harrisson. Aquí había aceras, luces y tránsito. Aun así, Jane y Frost completaron el minucioso círculo alrededor de la manzana, desde Harrison a la calle Beach, barriendo el suelo con la mirada. Para cuando terminaron el circuito y llegaron nuevamente al contenedor, había llegado la unidad de técnicos forenses.

—Veo que no habéis encontrado el resto de la mujer, tampoco —dijo el policía, dirigiéndose a Jane y a Frost.

Jane observó cómo embolsaban el arma y la mano amputada y se preguntó por qué un asesino arrojaría una parte de un cadáver en un sitio tan expuesto, donde alguien seguramente la vería. ¿Habría tenido prisa? ¿Querría que lo encuentren, sería alguna clase de mensaje? Su mirada se posó sobre una escalera de incendios que subía por el edificio de cuatro pisos que daba al callejón.

—Tenemos que revisar el techo —dijo.

El escalón inferior estaba oxidado y no lograron hacerla bajar; tendrían que llegar al techo de la manera convencional, por las escaleras. Salieron del callejón y volvieron a la calle Beach, donde podrían acceder a las puertas de entrada de esos edificios. En las plantas bajas había negocios: un restaurante chino, una panadería y una tienda asiática de comestibles: todos cerrados a esa hora. Por encima de los comercios, había apartamentos. Jane miró hacia arriba y vio que todas las ventanas estaban oscuras.

—Tendremos que despertar a alguien para que nos haga pasar —dijo Frost.

Jane se acercó a un grupo de ancianos chinos que se habían reunido en la acera para observar la acción.

—¿Alguno de ustedes conoce a los habitantes de este edificio? —preguntó—. Necesitamos entrar.

La miraron sin comprender.

—Este edificio —repitió Jane, señalándolo—. Necesitamos subir.

—Mira, creo que hablar más alto no sirve —dijo Frost—. No creo que entiendan el idioma.

Jane suspiró. Así es Chinatown.

—Necesitamos un intérprete.

—El distrito A-1 tiene un detective nuevo. Creo que es chino.

—Tomará demasiado tiempo esperarlo. —Jane subió los escalones de entrada, inspeccionó los nombres de los inquilinos y pulsó un botón al azar. A pesar de que lo pulsó varias veces, nadie respondió. Probó con otro y esta vez, finalmente alguien contestó por el intercomunicador.

—¿Wei? —dijo una mujer.

—Es la policía —respondió Jane—. ¿Puede darnos acceso al edificio, por favor?

—¿Wei?

—¡Por favor, abra la puerta!

—Pasaron unos minutos, luego se oyó la voz de un niño.

—Mi abuela quiere saber quién es.

—Soy la detective Jane Rizzoli, de la policía de Boston —dijo Jane—. Necesitamos subir al techo. ¿Puedes darnos acceso al edificio?

Por fin se oyó el zumbido de la cerradura.

El edificio tenía por lo menos cien años de antigüedad y los escalones de madera crujían bajo el peso de Jane y Frost. Cuando llegaron a la primera planta, se abrió una puerta y Jane tuvo un atisbo de un apartamento pequeño, desde el que asomaban dos chicas con expresiones curiosas. La menor parecía tener la misma edad que Regina, la hija de Jane y ella se detuvo para sonreír y murmurar un “Hola”.

De inmediato, una mujer levantó en brazos a la niñita y la puerta se cerró con estrépito.

—Creo que somos el lobo feroz —dijo Frost.

Siguieron subiendo. Tras el descanso del cuarto piso, subieron por unos escalones estrechos hasta la azotea. La salida estaba sin llave, pero la puerta emitió un chillido estridente cuando la abrieron.

Salieron a la oscuridad que precede a la madrugada, iluminada solamente por las luces difusas de la ciudad. La linterna de Jane iluminó una mesa de plástico y sillas, macetas con hierbas. De un cordel curvado hacia abajo, colgaba una pesada carga de ropa que bailaba como fantasmas al viento. Por entre las sábanas flameantes, ella vio otra cosa, algo que estaba junto al borde de la terraza, más allá de la cortina de ropa.

Sin decir una palabra, Frost y ella sacaron cubrezapatos desechables de sus bolsillos y se inclinaron para colocárselos. Solo entonces pasaron debajo de las sábanas que colgaban y cruzaron hacia lo que habían vislumbrado; los cubrezapatos susurraban sobre la superficie de papel alquitranado.

Por un instante, ninguno habló. Permanecieron inmóviles, uno junto al otro, apuntando con las linternas al lago de sangre coagulada. A lo que yacía sobre ese lago.

—Creo que hemos encontrado el resto de la mujer —dijo Frost.

CINCO

Chinatown estaba en el corazón mismo de Boston, recostado contra el distrito financiero hacia el norte y contra el césped verde del Common hacia el oeste. Pero mientras Maura caminaba bajo la puerta paifang, con sus cuatro leones tallados, se sintió como si estuviera entrando en una ciudad diferente, un mundo diferente. La última vez que había estado en Chinatown había sido un sábado de octubre por la mañana, en el que había visto grupos de ancianos sentados debajo de la puerta, bebiendo té y jugando a las damas mientras cotilleaban en chino. Aquel día frío se había encontrado allí con Daniel para desayunar dim sum. Era una de las últimas comidas que compartirían y el recuerdo de ese día la atravesó como un puñal. Aunque era una madrugada luminosa de primavera y estaban los mismos hombres jugando a las damas, la melancolía oscurecía todo lo que veía, convirtiendo la luz del sol en penumbras.

Pasó delante de restaurantes en los que los tanques de frutos de mar estaban llenos de peces plateados, delante de polvorientos negocios de importación atestados de muebles de palisandro, brazaletes de jade y objetos tallados en marfil falso, hasta que divisó un grupo numeroso de espectadores. Vio a un policía uniformado del Departamento de Policía de Boston que parecía un gigante junto a la muchedumbre que en su mayoría era asiática, y avanzó hacia él.

—Con permiso, soy la médica forense —anunció.

La mirada fría que le dirigió no dejaba dudas de que el policía sabía exactamente quién era. La doctora Maura Isles, que había traicionado a la hermandad de los que tenían la tarea de servir y proteger. La persona cuyo testimonio podía enviar a uno de ellos a la cárcel. No dijo una palabra, solo la miró, como si no tuviera idea de qué esperaba de él.

Maura le devolvió la misma mirada gélida.

—¿Dónde está el cadáver? —preguntó.

—Tendrá que preguntarle a la detective Rizzoli.

El agente no pensaba ponérselo fácil.

—¿Y dónde está ella?

Antes de que él pudiera responder, Maura oyó que alguien la llamaba:

—¿Doctora Isles? —Un joven asiático de traje y corbata cruzaba la calle hacia ella. —La están esperando en la azotea.

—¿Por dónde subo?

—Venga conmigo. La acompañaré por las escaleras.

—¿Es nuevo en homicidios? Creo que no nos conocemos.

—Disculpe, debería haberme presentado. Soy el detective Johnny Tam, del Distrito A-1. Rizzoli necesitaba alguien de la zona que pudiera traducir, y como soy el chino genérico, me enviaron a trabajar con su equipo.

—¿Es la primera vez que trabaja en homicidios?

—Sí, siempre fue mi sueño. Hace dos meses que me promovieron a detective, así que estoy realmente entusiasmado. —Con actitud eficiente, ordenó a los curiosos que se hicieran a un lado y le abrió paso a Maura por entre la gente; entraron en un edificio que olía a ajo e incienso.

—Veo que habla mandarín. ¿También habla cantonés? —preguntó Maura.

—¿Reconoce la diferencia?

—Solía vivir en San Francisco. Varios colegas míos eran chinos.

—Me encantaría hablar cantonés, pero me resulta completamente otro idioma y no lo entiendo —dijo, mientras subían por la escalera—. Temo que mi mandarín no sea demasiado útil por aquí. La mayoría de estos ancianos hablan cantonés o el dialecto Toisan. La mitad del tiempo yo mismo necesito un intérprete.

—Así que no es de Boston.

—Nacido y criado en la ciudad de Nueva York. Mis padres vinieron aquí de la provincia de Fujian.

Llegaron a la azotea y salieron al resplandor del sol matinal. Entornando los ojos para protegerse de la luz, Maura vio a los técnicos criminalistas revisando minuciosamente la azotea. Oyó que alguien gritaba:

—¡Encontré otro cartucho de bala aquí!

—¿Qué número es, el quinto?

—Márcalo y embólsalo.

De pronto las voces se acallaron y Maura se dio cuenta de que la habían visto y todos la miraban. La traidora había llegado.

—Hola, doc —la saludó Jane y cruzó hacia ella; el viento le alborotaba el pelo oscuro. —Veo que Tam te encontró, finalmente.