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La experiencia del trabajo de fábrica que hace Simone Weil entre diciembre de 1934 y agosto de 1935 obedece a su vocación de exponerse y de someter sus ideas a la prueba de la realidad. Pero este «contacto con la vida real» tiene tanto para ella como para la evolución de su pensamiento consecuencias que van más allá de la intención inicial de estudiar «las condiciones reales que determinan la servidumbre o la libertad de los obreros». A su amiga Albertine Thévenon le confiará: «Para mí, personalmente, esto es lo que ha significado trabajar en la fábrica. Ha significado que todas las razones exteriores (antes las creía interiores) en las que para mí se basaba el sentimiento de mi dignidad, el respeto hacia mí misma, en dos o tres semanas han sido quebradas radicalmente bajo el golpe de una opresión brutal y cotidiana». En su Diario de fábrica, testimonio excepcional de esta experiencia, Simone Weil transcribe la angustia, el miedo y la degradación padecidos durante las jornadas de trabajo y recoge la rabia impotente, el hastío, la amargura, las lágrimas, las broncas, la preocupación por dormir, la extinción de la facultad de pensar, pero también los escasos momentos de luz fruto de algún inesperado gesto de amistad. Todo ello lo resumirá más tarde en una conocida frase al padre Perrin: «Estando en la fábrica, confundida a los ojos de todos y a mis propios ojos con la masa anónima, la desgracia de los otros entró en mi carne y en mi alma». Pero, además de presentar este aprendizaje de la desdicha, los escritos reunidos en este libro constituyen una de las contribuciones más lúcidas a la reflexión contemporánea sobre el trabajo. A través del examen crítico de la llamada racionalización (el taylorismo), Simone Weil propugna una ciencia de las máquinas y de la técnica que, en vez de esclavizar al hombre, se adapte a su percepción en el trabajo. Y concibe una espiritualidad del trabajo no servil que manifiesta la alegría y la desgracia inherentes al trabajo humano. Se trata de la primera edición completa en español de la obra que incluye el Diario de fábrica, a parte de índices y otros materiales.
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La condición obrera
Simone Weil
Introducción y notasde Robert Chenavier
Traducción de Teresa Escartín Carasoly José Luis Escartín Carasol
Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Ciencias Sociales
Título original: La Condition ouvrière
© Editorial Trotta, S.A., 2014, 2023
www.trotta.es
© Éditions Gallimard, 1951, 2002
© Teresa Escartín Carasol y José Luis Escartín Carasol,
para la traducción, 2014
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-187-4
Siglas utilizadas
Advertencia
Introducción: Robert Chenavier
Entrar en contacto con la vida real
Analizar las causas de la opresión
La prueba de la opresión
¿De la revolución al reformismo?
Para una ciencia de las máquinas
La espiritualidad del trabajo
LA FÁBRICA, EL TRABAJO, LAS MÁQUINAS
Tres cartas a Albertine Thévenon
Carta a Nicolas Lazarévitch
Carta a Simone Gibert
Carta a Boris Souvarine
Diario de fábrica
Un llamamiento a los obreros de Rosières
Cartas a Victor Bernard
Carta a Boris Souvarine a propósito de Jacques Lafitte
Dos cartas a Jacques Lafitte
La vida y la huelga de los obreros metalúrgicos
Cartas a Auguste Detœuf
La racionalización
Experiencia de la vida de fábrica
«TODO LO QUE SE PUEDE HACER PROVISIONALMENTE…»
Carta abierta a un sindicado
Observaciones sobre las enseñanzas que sacar de los conflictos del Norte
Principios de un proyecto para un régimen interior nuevo en las empresas industriales
Meditaciones sobre un cadáver
La condición obrera
La clase obrera y el Estatuto del Trabajo
A propósito del sindicalismo «único, apolítico, obligatorio»
Condición primera de un trabajo no servil
ANEXOS
Anexo 1: Condición obrera y amenaza de guerra
Anexo 2: «Este es mi ideal»
Anexo 3: Albertine Thévenon: prólogo a la primera edición
Datos biográficos
Cronología del periodo del trabajo de fábrica
Notas biográficas sobre los corresponsales de Simone Weil
Glosario de términos técnicos
Índice de nombres
Índice de materias
OBRAS DE SIMONE WEIL
CO1
La Condition ouvrière, Gallimard (col. Espoir), París, 1951.
CO
La Condition ouvrière, Gallimard (col. Idées), París, 1964.
CS
El conocimiento sobrenatural, trad. de M. Tabuyo y A. López, Trotta, Madrid, 2003.
ED
A la espera de Dios, trad. de M. Tabuyo y A. López, Trotta, Madrid, 52009.
EHP
Écrits historiques et politiques, Gallimard, París, 1960.
EL
Escritos de Londres y últimas cartas, trad. y prólogo de M. Larrauri, Trotta, Madrid, 2000.
ER
Echar raíces, trad. de J.-R. Capella y J. C. González Pont, presentación de J.-R. Capella, Trotta, Madrid, 1996.
FG
La fuente griega, trad. de T. Escartín y J. L. Escartín, Trotta, Madrid, 2005.
IPC
Intuiciones precristianas, trad. de C. Ortega, Trotta, Madrid, 2004.
LP
Leçons de philosophie, Plon, París, 1989.
OC
Œuvres complètes, publicadas bajo la dirección de André-A. Devaux y Florence de Lussy, Gallimard.
OC, I:
Premiers écrits philosophiques, 1988.
OC, II/1:
Écrits historiques et politiques. L’engagement syndical (1927- juillet 1934), 1988.
OC, II/2:
Écrits historiques et politiques. L’expérience ouvrière et l’adieu à la Révolution (juillet 1934- juin 1937), 1991.
OC, II/3:
Écrits historiques et politiques. Vers la guerre (1937-1940), 1989.
OC, VI/1:
Cahiers (1933-septembre 1941), 1994.
OC, VI/2:
Cahiers (septembre 1941-février 1942), 1997.
OC, VI/3:
Cahiers (fin février-juin 1942), 2002.
Œ
Œuvres, Gallimard (col. Quarto), París, 1999.
OL
Oppression et liberté, Gallimard, París, 1955.
PD
Pensamientos desordenados, trad. de M. Tabuyo y A. López, Trotta, Madrid, 1995.
R
Réflexions sur les causes de la liberté et de l’oppression sociale, Gallimard, París, 1998.
S
Sur la science, Gallimard, París, 1966.
OTROS AUTORES
SP
Simone Pétrement, Vida de Simone Weil, Trotta, Madrid, 1997.
CSW
Cahiers Simone Weil, revista trimestral publicada por la Asociación para el estudio del pensamiento de Simone Weil.
* En el caso de las ediciones españolas damos la referencia correspondiente a las páginas citadas, pero manteniendo la versión de la presente edición.
Simone Weil publicó en vida artículos en diversas revistas, pero no se editó ninguna obra, ya se trate de un estudio estructurado o de una reunión de textos. El libro aparecido bajo el título de La Condition ouvrière (Gallimard, 1951; reed., 1964) no fue, pues, preparado por la autora.
La condición obrera obedece a las reglas de fijación de la mayoría de las recopilaciones de escritos de Simone Weil editadas por Albert Camus en la colección que él dirigía. Artículos —publicados por Simone Weil o inéditos—, proyectos de artículos, fragmentos y notas diversas, así como cartas, están agrupados según un principio temático, que permite relacionar los textos escritos por la filósofa con las diferentes etapas del desarrollo de su pensamiento.
La presente edición difiere de las publicadas anteriormente. Se trata de una edición aumentada con escritos tomados de las Obras completas, de revistas, e incluso con textos inéditos. Nos hemos valido del trabajo realizado por los editores de las Obras completas, en particular de los detalles aportados por Simone Fraisse, Géraldi Leroy y Anne Roche a los volúmenes que reúnen los Escritos históricos y políticos de Simone Weil.
No obstante, hemos consultado los manuscritos de cada uno de los textos reunidos en la presente edición, manuscritos conservados en el Fonds Simone Weil de la Biblioteca Nacional de Francia. Damos las gracias a Florence de Lussy, conservadora general, que nos permitió trabajar en las mejores condiciones.
La confrontación de los textos impresos con los manuscritos autógrafos de los que se dispone nos ha llevado a introducir ligeras variantes en relación con las ediciones anteriores de los mismos escritos.
ROBERT CHENAVIER
A Marie-Noëlle
La experiencia que tuvo Simone Weil del trabajo de fábrica no es la de una «‘catedrática’ de paseo por la clase obrera» (carta a Albertine Thévenon, infra, p. 43). El trabajo de obrera, el alistamiento en España en 19361, los esfuerzos que hizo Simone Weil, en Londres, en 1942-1943, para que los servicios de Francia Libre aceptaran lanzarla en paracaídas sobre Francia2 a fin de «procurar[le] […] la cantidad de sufrimiento y de peligro útiles que [la] preservara de ser consumida estérilmente por la pena» (carta a Maurice Schumann, EL, 155-156), son etapas que corresponden menos a experiencias que a una serie de pruebas, impuestas por una «necesidad interior» (carta a Georges Bernanos, Œ, 406)*, o por una «vocación»3. Esta vocación no obliga más que a una cosa: a exponerse. En 1938, en su carta a Georges Bernanos, Simone Weil explica así la razón que la empujó a alistarse en las filas de los anarquistas españoles:
No me gusta la guerra; pero lo que siempre me ha dado más horror en la guerra es la situación de los que se encuentran en la retaguardia. Cuando comprendí que, a pesar de mis esfuerzos, no podía dejar de participar moralmente en esta guerra, es decir, de desear todos los días, a todas horas, la victoria de unos, la derrota de los otros, me dije que París era la retaguardia para mí, y tomé el tren para Barcelona con la intención de alistarme (ibid.).
Podría decirse que, por lo general, «la situación de los que se encuentran en la retaguardia», en la vida y no solo en la guerra, siempre le «dio horror» a Simone Weil. Eso es lo que la empuja a exponerse sin descanso. Murió en 1943, en Inglaterra, sin haber podido satisfacer lo que para ella era una verdadera «necesidad del alma»4: sentir la solidaridad de los oprimidos, no solo «al lado» de los oprimidos, sino en medio de ellos.
En términos filosóficos, esta vocación se define así: «Poniendo aparte lo que pueda serme concedido hacer por el bien de otros seres humanos, para mí personalmente la vida no tiene otro sentido, y en el fondo nunca ha tenido otro sentido, que la espera de la verdad» (carta a Maurice Schumann, EL, 165). Ahora bien, la verdad no es solo una «obra nacida del pensamiento puro» (OC, I, 398); no es únicamente un objeto de especulación, en la morada del pensamiento. «Una verdad es siempre la verdad de algo», es «el esplendor de la realidad» (ER, 196). Esta fórmula expresa lo que constantemente fue su atención a la verdad: «La verdad […] es siempre experimental» (CS, 74). Si no hay verdad más que de algo, «desear la verdad es desear un contacto directo con la realidad» (ER, 196).
La experiencia del trabajo de fábrica no tiene otro significado. Simone Weil escribe a Simone Gibert, una de sus antiguas alumnas del instituto de Le Puy, algunos meses antes de entrar en la fábrica: «He tomado una excedencia de un año para trabajar un poco para mí y también para entrar un poco en contacto con la famosa ‘vida real’» (SP, 339). A la misma alumna le confía, después de tres meses de vida obrera: «Tengo el sentimiento, sobre todo, de haberme escapado de un mundo de abstracciones y de encontrarme entre hombres reales» (infra, p. 54). A Albertine Thévenon le escribe: «Esta experiencia, que se corresponde en muchos aspectos con lo que yo esperaba, pese a todo dista de ello un abismo: se trata de la realidad, no de imaginaciones» (infra, p. 41). El contacto con la vida real, añade Simone Weil, «ha cambiado en mí no esta o aquella de mis ideas (al contrario, muchas se han confirmado), sino infinitamente más, toda mi perspectiva sobre las cosas, el sentimiento mismo que tengo de la vida» (ibid.).
La importancia de una prueba semejante para la reflexión filosófica y la acción política aparece aún más claramente en la misma carta: «... cuando pienso que los grrrandes [sic] jefes bolcheviques pretendían crear una clase obrera libre y que seguramente ninguno de ellos […] había puesto los pies en una fábrica y por consiguiente no tenía la más ligera idea de las condiciones reales que determinan la servidumbre o la libertad de los obreros... la política me parece una broma siniestra» (infra, p. 42). Hay que creer que, a los ojos de Simone Weil, la experiencia de «estas condiciones reales» es esencial para la resolución de la cuestión de la opresión social, puesto que vuelve sobre el asunto en su conferencia sobre la racionalización, en 1937: «Seguramente los teóricos estaban mal situados para tratar este asunto, por no haber estado ellos mismos entre los engranajes de una fábrica» (infra, p. 225).
Probablemente Simone Weil sintió muy pronto las carencias del punto de vista filosófico y teórico, cuando no se somete a la prueba de la realidad. ¿No le escribió ya a Alain, durante el verano de 1934, que, haciéndose obrera, iba «a realizar un viejo sueño» que alimentaba ya «en los pupitres del Henri IV» (Bulletin de l’Association des amis d’Alain 58 [junio de 1984], p. 16)? A Nicolas Lazarévitch le confiaba en 1935: «He podido realizar un proyecto que me preocupa desde hace años […]: trabajar en una fábrica» (infra, p. 49). A su antigua alumna de Le Puy le dice: «Lo deseaba desde hace no sé cuántos años» (infra, p. 54). En julio de 1934, en una carta a Marcel Martinet, anuncia: «Probablemente voy a poder trabajar, por fin, en una fábrica, como sueño con hacerlo desde hace casi diez años» (SP, 317). Según Simone Pétrement, Simone Weil había pensado realizar su proyecto después de haber obtenido la cátedra5, en 1931. Renunció provisionalmente «a causa de la crisis» que hacía estragos (ibid., 141).
¿Por qué decide hacerse obrera, en 1934? Para comprenderlo hay que tener en cuenta un conjunto de elementos que conciernen a la acción y a la reflexión de Simone Weil desde los verdaderos comienzos de su vida militante, en Le Puy, en 1931.
Los antiguos alumnos de la Escuela Normal Superior, llegados a catedráticos, enseñaban algunos años en institutos de provincias, y se incorporaban luego bien a institutos reputados —en París o en grandes ciudades—, bien a la universidad. Simone Weil pide un puesto en una ciudad obrera para el curso 1931-1932, y es destinada al instituto de Le Puy6. Puede así frecuentar los medios sindicalistas de Saint-Étienne y da cursos en la Bolsa de trabajo. Establece relaciones amistosas y militantes, en especial con Urbain y Albertine Thévenon, que favorecen esos vínculos. Colabora en L’Effort, semanario del Cartel lionés de la construcción, entre 1931-19347, y comienza a frecuentar, desde 1930-1931, a los militantes de La Révolution prolétarienne, fundada en 1925 por Pierre Monatte, y en la que colabora Boris Souvarine. La revista publica análisis y documentos sobre el movimiento obrero y sobre la degeneración de la Unión Soviética, de la pluma de Pierre Pascal, Victor Serge y Nicolas Lazarévitch.
Tal es, podría decirse, el primer contacto de Simone Weil con «la vida real». Su presencia en Le Puy no pasa desapercibida. Una catedrática de filosofía que acompaña a una delegación de parados y presenta sus reivindicaciones en la alcaldía, una profesora que estrecha la mano de los parados empleados en partir piedras en una plaza, que luego los acompaña al café, y que se manifiesta con ellos sin temer llevar la bandera roja, ¡todo eso constituye un verdadero acontecimiento8!
El otro contacto con «la vida real», durante este periodo, es un viaje a Alemania entre finales del mes de julio de 1932 y comienzos del mes de septiembre. Alemania cuenta con seis millones de parados y el partido nazi es el primer partido del Reichstag. Simone Weil saca de su estancia cuatro artículos, uno de los cuales será desarrollado en una serie de estudios publicados en L’École emancipée9. Cree descubrir en el país los elementos constitutivos de un periodo revolucionario, pero constata que esas aspiraciones no conducen a nada. Ve en el partido nazi «el partido de los revolucionarios inconscientes e irresponsables» (OC, II/1, 124), pero no subestima su capacidad para mantenerse duraderamente en la vida política alemana. Es muy escéptica, en fin, en relación con las capacidades de oposición de la izquierda. Subraya, en particular, que el partido comunista alemán agrupa esencialmente a los parados y que carece de implantación en las empresas. Es severa con las acciones emprendidas en común por el Partido con los nazis durante la huelga de transportes, en Berlín, en noviembre de 1932. A su regreso a Francia, escribe a Urbain Thévenon: «En Alemania he perdido todo el respeto que aún sentía, a mi pesar, por el Partido. El contraste entre sus frases revolucionarias y su pasividad total es demasiado escandaloso» (SP, 224).
A las reacciones suscitadas, en la izquierda, por sus análisis sobre la situación alemana, Simone Weil responde con el enunciado del principio que guía todo lo que escribe: «La verdad, sea la que sea, es siempre saludable para el movimiento obrero, el error, la ilusión y la mentira siempre funestos» (OC, II/1, 208).
La experiencia alemana, conjugada con la de la situación de los sindicatos y de los partidos revolucionarios en Francia, conduce a Simone Weil a escribir, para La Révolution prolétarienne, un artículo que titula «Perspectivas» (agosto de 1933). En él afirma que en lo sucesivo «hay que considerar el régimen estalinista no como un Estado obrero estropeado, sino como un mecanismo social diferente, definido por los engranajes que lo componen, y que funciona conforme a la naturaleza de esos engranajes» (Œ, 255)*. Es también sensible a la novedad de las formas adoptadas por el capitalismo. Al frente de las empresas, los «técnicos de dirección» reemplazan al capitalista, y «toda la evolución de la sociedad actual tiende a desarrollar las diversas formas de opresión burocrática y a darles una especie de autonomía en relación con el capitalismo propiamente dicho. Es también deber nuestro definir este nuevo factor político más claramente de lo que pudo hacerlo Marx» (ibid., 263). Pone en evidencia la instalación de una nueva forma de opresión por «un sistema de producción donde el trabajo propiamente dicho se encuentra subordinado, a través de la máquina, a la función consistente en coordinar los trabajos» (ibid., 264). Ninguna expropiación de los capitalistas podrá resolver el problema de la opresión por la función, que ya no puede ser situado «en el marco tradicional de la lucha de clases» (ibid., 258); la división de clases hoy ya no se da entre los que compran la fuerza de trabajo y los que la venden, sino entre «los que disponen de la máquina y aquellos de quienes la máquina dispone» (variante de «Perspectivas», OL, 261). Al poder mantenerse la opresión por la función independientemente de la propiedad de los medios de producción, en manos de los explotadores de la fuerza de trabajo, resulta de ello una transformación completa de la cuestión social: «¿Cómo pueden transformarse las propiedades sociales del maquinismo?» (ibid.). ¿Cómo transformarlas de manera que se restablezca el dominio que el individuo tiene como función propia ejercer sobre el sistema de producción y sobre la máquina? Cuestiones tanto más difíciles de analizar cuanto que la «situación de instrumento pasivo de la producción» impuesta a la clase obrera «apenas la prepara para tomar las riendas de sus propios destinos» (Œ, 269). En una palabra, «nunca el socialismo ha sido anunciado por menos signos precursores» (ibid., 251). Habría que entender por socialismo «la subordinación de la sociedad al individuo» (ibid., 268); sin embargo, estamos amenazados por una forma de coordinación burocrática y tecnocrática que tiende a la totalidad del poder, sobre la base de una supresión de la propiedad privada. Es lo que existe en la Unión Soviética, donde se llama «socialismo» al reagrupamiento en un mismo aparato de las «tres burocracias del Estado, de las empresas y de las organizaciones obreras» (ibid., 266).
Simone Weil sabe que «estas opiniones serán […] tachadas de derrotismo, incluso por los camaradas que tratan de ver claro» (ibid., 270), pero rechaza las «esperanzas vanas» que confortan10 y les opone que «nada en el mundo puede impedirnos ser lúcidos» (ibid., 271). Cree cada vez menos en las ilusiones tranquilizadoras de sus camaradas revolucionarios, e insistirá cada vez más sobre el peligro de algunas formas de acción revolucionaria que existe el riesgo de que conduzcan al totalitarismo. Sin embargo, puesto que siempre depende de nosotros el mantenernos lúcidos —aunque no depende totalmente de nosotros el lograrlo—, comprender se convierte en la vía con la que Simone Weil se compromete resueltamente.
El pensamiento se ahonda, entre «Perspectivas» y las Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social11, hasta el punto de que a principios de julio de 1934 —un año después de la publicación de «Perspectivas»— le confía a su madre: «El tiempo en el que escribía el artículo para R[évolution]P[rolétarienne] me parece ahora una época idílica en la que escribía sin dificultad… Y, al mismo tiempo, una lejana infancia en la que no comprendía nada de nada» (SP, 320-321). El desarrollo de sus análisis le parecía lo bastante importante como para empeñarse en terminar la redacción de la que ella llama su «Gran Obra» antes de entrar en la fábrica. ¡El concluirla no fue tan fácil!
El artículo estaba destinado a La Critique sociale, dirigida por Boris Souvarine, pero la revista dejó de aparecer después de marzo de 1934. Simone Weil le escribe a su madre —a finales de mayo o primeros de junio— que va a «trabajar como si tal cosa» (ibid., 315) y el texto va a alcanzar la dimensión de un ensayo. A finales de junio anuncia que «el artículo, en vías de terminación […] [la] obsesiona hasta el punto [de que es] físicamente incapaz de pensar en otra cosa» (ibid., 317). Sin embargo había pensado empezar a trabajar en la fábrica desde finales del mes de agosto12. A primeros de julio, otra carta a su madre le hace saber que, como consecuencia de una interrupción de algunos días, debida al cansancio, «el artículo ha quedado suspendido»: «Estoy muy disgustada, porque es preciso que acabe el artículo antes de irme de vacaciones. […] Me será imposible descansar hasta que no esté terminado» (ibid., 320). Finalmente, supone Simone Pétrement, los padres de Simone Weil «debieron de conseguir que tomara unas vacaciones un poco más largas» que aquellas cuyo programa anunciaba en su carta de primeros de julio (ibid.); sobre todo, «el artículo, que a finales de julio no estaba acabado, la obligó, aparentemente, a aplazar aún más su entrada en la fábrica» (321). Después de sus vacaciones en Chambon-sur-Lignon, y luego en Réville, Simone Weil vuelve a París el 23 de septiembre. La redacción de las Reflexiones no ha terminado, y es a primeros de diciembre cuando se acaba el mecanografiado del texto. El 4 de diciembre Simone Weil entraba en la fábrica.
Las Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social representan un esfuerzo de análisis extremadamente denso, que Simone Weil preveía retomar para desarrollarlo. El estudio comienza con un examen crítico del marxismo, que saca a la luz las grandes ideas entrevistas por Marx, pero a las que él no fue fiel. Al omitir explicar «por qué la opresión es invencible mientras es útil», más allá del capitalismo (R, 43), Marx obliga a considerar la cuestión de la opresión como «una cuestión nueva» (ibid., 41). Hay que admitir, para comprender esta noción, que la opresión, en su forma capitalista, bajo las nuevas formas adoptadas en la fábrica taylorizada o bajo la forma que reviste en el sistema soviético, seguirá siendo invencible mientras la lucha por el poder, factor determinante en la historia, asigne a la producción individual el papel de un «factor decisivo de victoria» (variante de Reflexiones, OC, II/2, 542). Un verdadero materialismo histórico debería estudiar prioritariamente la relación entre la organización del poder y los procesos de la producción. Solo un estudio así permitiría comprender la permanencia de la opresión fuera de su función económica.
Al término de su largo análisis de la opresión, Simone Weil puede componer «un cuadro teórico de una sociedad libre». Esta subdivisión comprende un análisis profundo de la noción de libertad, concebida como «relación entre el pensamiento y la acción» (R, 88) y como forma de la «necesidad metódicamente manejada» (Cuadernos, OC, VI/1, 91). De ahí deriva la definición de «la sociedad menos mala», que es «aquella en la que el común de los hombres se encuentra muy a menudo en la obligación de pensar actuando», teniendo «las mayores posibilidades de control sobre el conjunto de la vida colectiva» (R, 116-117).
Ese cuadro de una sociedad libre permite trazar un «bosquejo de la vida social contemporánea», bosquejo en el que se mide perfectamente la desviación del ideal: pérdida de toda medida, coordinación confiada a las cosas, a los sistemas de signos o a la burocracia, orientación manifiesta de la organización industrial hacia la guerra y orientación de la organización social hacia el totalitarismo.
Después de haber intentado, en un esfuerzo de análisis crítico, «escapar del contagio de la locura y del vértigo colectivo», y después de llegar incluso a admitir que «una serie de reflexiones así orientadas» probablemente quedaría «sin influencia sobre la evolución ulterior de la organización social» (ibid., 151), Simone Weil podía intentar hacer la prueba real de lo que había procurado comprender.
En su solicitud oficial de excedencia, presentada el 20 de junio de 1934, Simone Weil redacta así el motivo: «Desearía preparar una tesis de filosofía sobre la relación de la técnica moderna, base de la gran industria, con los aspectos esenciales de nuestra civilización, es decir, por una parte nuestra organización social, por otra nuestra cultura» (SP, 318). Aunque esta formulación deje al ministerio en la ignorancia sobre su intención de hacerse obrera, aunque envuelva el proyecto de estudio con una alusión a la preparación de una tesis, la postura teórica queda definida con verdad.
¿Cuál es el estado de ánimo de Simone Weil en el momento en que va a entrar en la fábrica? Seguramente siente una especie de vértigo debido a un paso que la sitúa, en su reflexión crítica, más allá de lo que pueden admitir la mayoría de sus camaradas revolucionarios. Esto permite comprender que pudiera escribir, casi con alivio, después de tres meses de trabajo como obrera: «Lo deseaba desde hace no sé cuántos años, pero no lamento nada el no haberlo logrado hasta ahora, porque solo ahora es cuando estoy en condiciones de sacar de esta experiencia todo el provecho que comporta para mí» (infra, p. 54).
Antes de entrar en la fábrica, Simone Weil confiesa a Marcel Martinet que no puede explicarle por escrito lo que espera de su experiencia, pero «todo lo que puedo decir —añade— es que no puedo pensar en ello sin una profunda alegría» (SP, 317). A su antigua alumna de Le Puy Simone Gibert, le escribe, en marzo de 1934 que «aun sufriendo todo esto [subordinación, trabajo, máquina, soy] más feliz de lo que puedo expresar por estar donde estoy» (infra, p. 54). Sin embargo, menos de dos meses después de su entrada en la fábrica, le confía a Albertine Thévenon: «Aún conoceré la alegría, pero hay una cierta ligereza de corazón que, me parece, me resultará ya siempre imposible» (infra, pp. 41-42). A Auguste Detœuf acabará por confesarle: «Entré en la fábrica con una buena voluntad ridícula, y me di cuenta muy pronto de que nada estaba más fuera de lugar» (infra, p. 212).
Hay que preguntarse sobre esta «vida real» y «estos hombres reales» que conoce Simone Weil en la fábrica. Comparando las descripciones y las reflexiones contenidas en «La vida y la huelga de los obreros metalúrgicos» (infra, pp. 199-210), y en «Experiencia de la vida de fábrica» (infra, pp. 241-256), se pueden construir los principios para una lectura, por agrupamiento temático, del Diario de fábrica13.
«La desgracia no está hecha más que de impresiones» puede leerse en «Experiencia de la vida de fábrica» (infra, p. 250). Está hecha de sentimientos unidos a las circunstancias, y esas son las primeras impresiones que encuentra el lector del Diario de fábrica. Simone Weil desgrana su cansancio, su desaliento, la sensación de ser una esclava, sus lágrimas, la rabia impotente, el miedo, las «broncas», la preocupación por dormir, la extinción de la facultad de pensar. El cuerpo sufre, hasta el punto de que Simone Weil no está «lejos de concluir que la salvación del alma de un obrero depende en primer lugar de su constitución física» (infra, p. 80); pero el hecho capital es la desaparición de todo sentimiento de dignidad personal, la humillación. La servidumbre se da durante el propio trabajo, en la monotonía de su cadencia. El tiempo, siempre a disposición de los jefes, es una mezcla de uniformidad y casualidades, según los incidentes y las órdenes recibidas. «Máquina de carne», el trabajador, sin embargo, no tiene «permiso para perder la conciencia» («Experiencia de la vida de fábrica», infra, p. 247).
La experiencia de una camaradería total es rara, en las relaciones entre obreros es más corriente la dureza. Las impresiones de simpatía —incluso de alegría— no están totalmente ausentes del Diario de fábrica; la fraternidad, silenciosamente manifestada con una mirada o una sonrisa, se dirige la mayoría de las veces al sufrimiento percibido en el compañero de trabajo. No obstante, al tener cada cual que «ganarse la vida» y evitar «el trabajo ‘malo’» (infra, p. 66), la indiferencia ante las broncas o el despido padecidos por los demás es lo más frecuente.
Las soluciones consideradas para remediar el mal en la fábrica evocan sobre todo el principal obstáculo que remontar: el hastío y la amargura incurables a los que queda reducida el alma. Si «son los sentimientos unidos a las circunstancias de una vida los que hacen feliz o desgraciado», al no ser estos sentimientos arbitrarios, «no pueden cambiarse más que por una transformación radical de las propias circunstancias» (infra, p. 250). Para transformar estas circunstancias habría que vivirlas, condición indispensable para hablar de ellas. Habiéndolas vivido, no hay que olvidar, y es difícil, incluso durante el periodo de trabajo; «el agotamiento acaba por hacerme olvidar las verdaderas razones de mi estancia en la fábrica», anota Simone Weil (infra, p. 80). Teme la tentación del olvido que podría ocultar la desgracia pasada, puesto que pide tanto a Albertine Thévenon como a Victor Bernard que guarden —o le devuelvan— algunas de sus cartas, para el caso en que, un día, quisiera reunir sus recuerdos de esta vida de obrera.
La desgracia obrera, como toda «extrema desgracia» —que supone la «degradación social»—14, «crea una zona de silencio en la que los seres humanos se encuentran encerrados como en una isla» (infra, p. 250). La desgracia de la condición obrera es la desgracia de la destrucción de las condiciones bajo las que existe la humanidad. Simone Weil considera que recibió, en la fábrica, y para siempre, «la marca de la esclavitud» (ED, 40). A pesar de esta desolación, no pierde su capacidad para leer los signos —miradas, rostros, pliegue de los labios, actitudes— de la misma desgracia en otros: «Al mismo tiempo que los lee alrededor de uno se experimenta en sí mismo todas las sensaciones» (infra, p. 251). También le escribirá a su amigo dominico, el padre Pérrin, en 1942: «Estando en la fábrica, confundida a los ojos de todos y a mis propios ojos con la masa anónima, la desgracia de los otros entró en mi carne y en mi alma» (ED, 40).
El desgarramiento de la condición humana, en la fábrica, se debe a esa forma de maquinismo en la que el obrero queda reducido a ejecutar series, sin estar nunca en condiciones de coordinar la sucesión de las operaciones, sucesión pensada por un ingeniero y cristalizada en las máquinas15. Todo lo que es propiamente temporal se confía al objeto, y lo que depende de la pura repetición de un gesto idéntico se confía al hombre. La relación desgraciada de la conciencia y del cuerpo con el tiempo, la reclusión de la conciencia y del cuerpo en el instante, tales son las claves de la opresión en la fábrica: «La carne y el pensamiento se retraen» (infra, pp. 243 s.). Se está instalado en un presente interminable, el de la cadencia, repetición ininterrumpida. Son las mismas condiciones —condiciones espaciales, pero sobre todo temporales— bajo las que existe el individuo las que se le vuelven extrañas al obrero; está desarraigado: «Ha vivido en el exilio» (infra, p. 248). Solo una experiencia semejante de la reclusión en un punto del espacio y del tiempo, en la indiferenciación de los instantes que se yuxtaponen, podría permitir esta manera única de definir la desgracia, en el Diario de fábrica: «Lo que cuenta en una vida humana, no son los acontecimientos que dominan el curso de los años, o incluso de los meses, o incluso de los días. Es la forma como se enlaza un minuto con el siguiente, y lo que esto le supone a cada cual en su cuerpo, en su corazón, en su alma —y por encima de todo en el ejercicio de su capacidad de atención— para efectuar minuto a minuto este encadenamiento» (infra, p. 143).
Esta comprensión de la especificidad de la desgracia obrera justifica la preferencia otorgada a las nociones de esclavo y de oprimido, mejor que a la de explotado: «Toda condición en la que uno se encuentra en el último día de un periodo de un mes, de un año, de veinte años de esfuerzos necesariamente en la misma situación en la que estaba el primer día, tiene una semejanza con la esclavitud» (infra, p. 302). Esclavitud más dolorosa que la del esclavo antiguo, sometido por el látigo, ciertamente, pero a quien los golpes dispensaban de la obligación de hacerse él mismo cómplice de su propia alienación obligándose a buscar en sí los móviles que permiten plegarse a la necesidad16; y eso a cada instante. Hay que querer seguir constantemente un proceso repetitivo que, por sí mismo, condena a la inatención y a la extinción de toda conciencia. El alma, al estar extremadamente habituada, debería estar muerta, y sin embargo no puede morir. Esta obligación intolerable de tener conciencia de la monotonía es «contradictoria, imposible, agotadora» (infra, p. 246). Se le pide al obrero querer la ruptura del «pacto original del espíritu con el universo» (R, 151), se le pide querer su desarraigo, pero reaccionando como un ser consciente, libre y metódico cuando la situación lo impone, es decir, cuando sobreviene un accidente en la máquina o cuando hay que ejecutar al instante una orden dada brutalmente.
Las consecuencias políticas de tal forma de opresión deben plantearse en dos planos. En primer lugar, como «ha venido mucho mal de las fábricas […] hay que corregir ese mal en las fábricas» (infra, p. 256). Es la confirmación, apoyada en una experiencia vivida, de lo que pensaba Simone Weil desde 1933-1934, puesto que decía a sus alumnas del instituto de Roanne: «La cuestión no es la de la forma de gobierno sino la de la forma del sistema de producción» (LP, 153).
Luego, si —como siempre pensó Simone Weil— la revolución no es una conmoción irracional sino «un trabajo»17, y si, para que sea así, los obreros deben ser capaces de trasladar a la acción las virtudes y el método ejercidos en el trabajo, es de temer una dificultad: cómo trasladar fuera del trabajo la ley del trabajo, cuando la racionalización, al eliminar la función de los obreros cualificados, no ha «dejado subsistir más que a peones especializados, completamente sometidos a la máquina», como ya constataba Simone Weil en «Perspectivas» (Œ, 269). En 1933, advertía sin embargo:
La clase obrera contiene todavía, dispersos aquí y allá, en gran parte fuera de las organizaciones, obreros de élite, animados por esa fuerza de alma y de espíritu que no se encuentra sino en el proletariado, dispuestos, si se presenta el caso, a dedicarse por completo, con la resolución y la conciencia que un buen obrero pone en su trabajo, a la edificación de una sociedad razonable (ibid., 271).
Ahora bien, durante su estancia en la fábrica, encuentra sobre todo ejemplos de lo contrario de esos obreros de élite que eran capaces de trasladar, a la acción social, su firmeza de espíritu y su mente metódica. El peón especializado que no pone nada suyo en su trabajo no tiene como estímulos más que el miedo y el dinero. En cuanto al dinero, el obrero no nota que exista ninguna relación entre el trabajo efectuado y el salario recibido, aunque, por otra parte, la reivindicación salarial haga olvidar otras reivindicaciones vitales. Fuera del trabajo, la humillación del peón de máquinas le empuja a buscar compensaciones fáciles en la vida privada18 o en el plano político. En ese dominio, el «imperialismo obrero», mantenido por la propaganda, provoca artificialmente en el trabajador «un orgullo ilimitado por la idea de que su clase está destinada a hacer la historia y a dominarlo todo» (infra, p. 256). La crisis de una sociedad basada en el trabajo degradado y servil haría políticamente peligrosa una tentativa de emancipación que encontraría su fuente en una reacción irracional de trabajadores que no cuentan para nada en la vida social, y piensan por esta razón que lo serán todo en una sociedad «donde estarán en su casa en todas partes» (infra, p. 300).
La lucidez, en Simone Weil, no le resta nunca valentía. Superando los pensamientos débiles que justifican la cobardía encontrando en la reflexión razones para no actuar, ella defiende la grandeza de alma de todo verdadero «espíritu revolucionario»19: «No hay ninguna dificultad, una vez que se ha decidido actuar, en guardar intacta, en el plano de la acción, la misma esperanza que, como mostró un examen crítico, no tiene apenas fundamento; es la esencia misma del valor» («Perspectivas», Œ, 270). Simplemente, «no se puede actuar sin saber lo que se quiere, y qué obstáculos hay que vencer» (ibid., 271).
Si los principales obstáculos que vencer, para corregir el mal que ha venido de la fábrica, están en el alma, prioritariamente hay que ayudar a los obreros «a encontrar o a conservar, según el caso, el sentimiento de su dignidad» (infra, p. 163). No hay tibieza en esta preocupación por la situación moral de los obreros, pues, recuerda Simone Weil —en 1938—, son «las necesidades del alma [las] que hicieron de la acción sindical de los obreros, a lo largo del último medio siglo, algo apasionado, tenso, violento» (infra, p. 297). Estas «necesidades del alma» —que serán objeto de la primera parte de Echar raíces, en 1943— no llevan a una «espiritualización» de la cuestión social que ayudaría a escapar de la necesidad de luchar contra «la porción de mal que tenemos la posibilidad y la obligación de impedir» (IPC, 129). Desde 1936, Simone Weil escribió que, en los acontecimientos de junio, se trató «de algo bien distinto de tal o cual reivindicación particular, por importante que sea […] Se trata, después de haberse doblegado siempre, de haberlo padecido todo, encajado todo en silencio durante meses y años, de atreverse por fin a levantarse. Mantenerse en pie. Tomar la palabra por turno. Sentirse hombres durante algunos días» (infra, p. 206). Junio de 1936 hubiera podido ser la ocasión para formular «el problema central» de la cuestión obrera, el de la «relación entre las reivindicaciones materiales y las morales» (infra, p. 208). Los textos en los que Simone Weil, aun insistiendo sobre la importancia de las reivindicaciones salariales, denuncia la capacidad que tendría «el dinero» para compensar unas condiciones de trabajo que hacen adquirir «la costumbre de la pasividad», son textos que están basados en una experiencia vivida del sufrimiento: «Una obrera […] me explicó cómo ella y sus compañeras habían llegado a dejarse reducir a esta esclavitud […]. Hace cinco o seis años, me dijo, se ganaban 70 F al día, y ‘por 70 F se hubiera aceptado cualquier cosa, se hubiera reventado una’. […] ¿Quién pues en el movimiento obrero, o supuestamente tal, tuvo el valor de pensar y de decir, durante el periodo de los salarios altos, que se estaba a punto de envilecer y corromper a la clase obrera?» (carta a Boris Souvarine, infra, p. 59). El lugar alcanzado por el dinero entre los estimulantes para el trabajo hace temer «que a la mejora de los salarios [debida al movimiento de junio] corresponda un nuevo empeoramiento de las condiciones morales del trabajo, un terror acrecentado en la vida cotidiana del taller» (infra, p. 210)20.
Hay que comprender las posiciones expresadas por Simone Weil en los textos que siguen inmediatamente al año de fábrica a partir de las lecciones sacadas de su experiencia vivida. El contenido de estos escritos parece lejos del ideal revolucionario mantenido en los escritos anteriores21, y del cuadro de una sociedad cuyo centro fuera el trabajo no servil. No se trata, sin embargo, de un repliegue sobre posiciones mínimas, que no expresarían más que la desesperación ante la tarea imposible de cambiar la condición obrera. Se trata de un primer punto de reflexión sobre lo que es posible hacer en el marco de la gran industria. La reflexión sobre «el régimen nuevo» que instaurar en las empresas22 no es una solución de repuesto a la revolución. Una transformación completa del proceso de producción que abriera el camino a una forma de trabajo no servil supone, siempre después de 1936, esa revolución técnica que Simone Weil consideraba —desde 1932— como una condición previa indispensable para cualquier mutación social y política. El segundo punto de reflexión, después del año de fábrica, llevará, como veremos, a la posibilidad de nuevas máquinas que reinstalarían, en el corazón del taller, la percepción del hombre en el trabajo. El primer nivel de la reflexión se anuncia claramente a Victor Bernard: «La cuestión, de momento, es saber si, en las condiciones actuales, se puede llegar en el marco de una fábrica a que los obreros cuenten y tengan conciencia de contar para algo» (infra, p. 170; subrayado mío).
En este marco es donde hay que comprender las consideraciones sobre el paso progresivo de la subordinación total a un cierto grado de «colaboración» en la empresa, entre los que deberían renunciar al pretexto de que representan la necesidad de la producción —lo que justifica a sus ojos la opresión— y los que deberían abandonar la ilusión de un imperialismo obrero —lo que hace el juego a los regímenes totalitarios—. El conjunto de estas consideraciones no tiene sentido más que por esa obligación imperiosa hacia los que viven en la subordinación: «Hay que comenzar […] por hacerles levantar la cabeza» (infra, p. 176). Por ello, «todo lo que se puede hacer provisionalmente es tratar de eludir los obstáculos a fuerza de ingenio; es buscar la organización más humana compatible con un rendimiento dado» (infra, p. 160).
Simone Weil no adopta, sin embargo, una actitud de «colaboración de clase», que le parecía inaceptable en 193123, y que se lo es aún en 1936. Una carta a Victor Bernard lo dice con firmeza: «Entendámonos bien: cuando las víctimas de la opresión social se rebelan de verdad, todas mis simpatías están con ellas, aunque no mezcladas de esperanza. Cuando un movimiento de rebelión se salda con un éxito parcial, me alegro mucho» (infra, p. 175). El 10 de junio de 1936, confía sus impresiones al director técnico de las fábricas Rosières, lo que pondrá fin a su intercambio: «Usted no duda, pienso, de los sentimientos de alegría y liberación indecibles que me ha aportado este hermoso movimiento huelguista. Las consecuencias serán las que sean. Pero no pueden borrar el valor de estas hermosas jornadas alegres y fraternales» (infra, p. 186). Al «responder a la desesperación», juzga que este movimiento social «no puede ser razonable», como le escribe a Auguste Detœuf (infra, p. 213). No puede evitar añadir, sin embargo, que no le corresponde a él, como patrón, «condenar lo que este movimiento tiene de irracional» porque a pesar de «sus buenas intenciones», concede, «usted no ha intentado nada hasta ahora para librar de esa desesperación a los que le están subordinados» (ibid.).
La reacción de Simone Weil ante el movimiento de huelgas de junio de 1936 está dentro de la lógica de su concepción de la acción metódica. Recomienda así a Detœuf: «Si los obreros retoman el trabajo en un breve plazo, y con la sensación de haber conseguido una victoria, la situación será favorable dentro de algún tiempo para intentar reformas en sus fábricas» (ibid.). Insiste detenidamente, en otra carta, sobre la importancia de una acción oportuna24, a propósito de la cual observa amargamente, en las «Observaciones sobre las enseñanzas a sacar de los conflictos del Norte», en 1937: «Se debería haber procedido a una reorganización. Los patronos no lo hicieron» (infra, p. 264).
Las palabras que tiene para los patronos, a propósito de la oportunidad de una acción metódica, las tiene también para los obreros, en «La vida y la huelga de los obreros metalúrgicos». A unos y a otros, patronos y obreros, les propone una alternativa a un gran número de peligros que llevarían al Estado totalitario25, aun concediendo que sus propuestas son «atrevida[s]» y «tal vez peligrosa[s]» (véase infra, p. 216), y que es «delicado hablar públicamente [de estos peligros] en un momento así» (infra, p. 208). «Qué se le va a hacer. Cada cual debe asumir sus responsabilidades» (ibid.), pues ni el imperialismo obrero ni el restablecimiento brutal de la jerarquía constituyen una solución. El primero llevaría al Estado totalitario, el segundo a la represión26. De ahí la insistencia, ante los patronos, sobre la ocasión ofrecida por las huelgas para adoptar medidas que ayudaran a los subordinados a levantar la cabeza, condición indispensable para apelar a su responsabilidad, y la insistencia ante los obreros y los sindicatos sobre el hecho de que la nueva relación de fuerzas podría ayudar a comprender las necesidades inevitables de la vida industrial27.
La idea de un «régimen interior nuevo» en la empresa se debe a esa preocupación por llegar al máximo posible de compromiso, pudiendo cada cual —patrón y obrero—, por su propia cuenta, realizar serios progresos en el reconocimiento de sus responsabilidades, gracias al movimiento de junio de 1936. No hay que olvidar nunca, al leer estos proyectos, que Simone Weil se expresa «desde el punto de vista sindicalista» (infra, p. 264) o desde el punto de vista obrero28. A propósito de las consecuencias de la organización más humana del trabajo sobre el rendimiento máximo, nos recuerda sin ambigüedad: «No debemos dudar en reconocer que el problema se plantea; no es a nosotros a quienes se puede reprochar el hecho de que se plantee. […] Si a los patronos les apeteció instituir en las fábricas un régimen de trabajo tal que cualquier progreso moral de la clase obrera perturbaría inevitablemente la producción, son totalmente responsables de ello» (infra, p. 269).
Las reflexiones críticas de Simone Weil sobre la racionalización, en la conferencia dada en 193729, se inscriben en el marco de su proyecto de instaurar un régimen nuevo en las empresas. El problema importante no es el de una organización del trabajo que se apoyara en una ciencia de la utilización de la fuerza humana de trabajo —para ello se da la racionalización—, sino el de una nueva ciencia de las máquinas. Tal es la tesis previa que permite comprender el punto de vista desarrollado en la conferencia.
A propósito del proyecto tayloriano de aplicación de la ciencia a la utilización de la fuerza humana de trabajo, Simone Weil habla de una «segunda revolución industrial», que se definiría por «la utilización científica de la materia viva, es decir, de los hombres» (infra, p. 225). Percibe así con nitidez el fundamento del pensamiento tayloriano, y lo esencial de lo que los taylorianos esperaban de su método30. Según Taylor, el punto de partida de una racionalización es el conocimiento de las condiciones reales del trabajo, es decir, del tiempo necesario para la realización de una tarea. Esta idea le permite a Simone Weil volver a su idea central: «El tiempo y el ritmo son el factor más importante del problema obrero» (infra, p. 254). El efecto del control de los tiempos por la dirección, a partir de una definición precisa de la «justa tarea», es tanto más perverso cuanto que empuja al obrero, a través del salario a destajo, a aumentar la cadencia31. Taylor, en efecto, esperaba del control del tiempo una mayor eficacia económica, pero esperaba de él la supresión de «la lucha de clases, porque su sistema descansa sobre un interés común del obrero y del patrón, pues con este sistema ganan más los dos, y el propio consumidor se encuentra satisfecho porque los productos son más baratos» (infra, p. 235). Simone Weil examina con mucha seriedad este aspecto de la doctrina tayloriana, pues demasiado bien sabe qué forma de colaboración de clase y qué anestesia de los conflictos sociales pueden establecerse sobre tales bases. Teme la excelente adaptación del taylorismo a la estructura de la gran industria, que agrava el riesgo de ver mantenerse la opresión independientemente de la forma capitalista de explotación. Al haber insistido ella misma sobre el desplazamiento de la contradicción de clase —entre técnicos de dirección y obreros que ejecutan, en lugar del conflicto económico entre el capitalista y el explotado32—, Simone Weil estaba en condiciones de comprender que el taylorismo es más una doctrina de ingeniero que de capitalista, lo que no puede sino favorecer su implantación en un contexto jurídico y político que hubiera abolido la propiedad privada de los medios de producción.
El taylorismo, además, no presenta ningún carácter «científico», ninguna coherencia interna33. La originalidad de Taylor va a contracorriente de la innovación científica, pues no ha pretendido más que aumentar la producción utilizando «las máquinas existentes» (infra, p. 231). Crítica que coincide con la realizada, al comienzo del siglo, por los ingenieros34 que pensaban que Taylor había gastado mucha energía para «perfeccionar» el trabajo humano en técnicas industriales ya anticuadas.
Por último, entre los elementos que recordar, en este análisis del taylorismo, habría que subrayar la relación del método tayloriano con la guerra, así como su comparación con el método cartesiano. La relación del taylorismo con la guerra se sugiere en un pasaje de la conferencia de 1937: «La racionalización sirvió sobre todo para la fabricación de objetos de lujo y para esa industria doblemente de lujo que es la industria de guerra» (infra, p. 236); ese vínculo ya había sido evocado en la correspondencia con el ingeniero Victor Bernard35, correspondencia que desvela también esta amalgama de la racionalización y la guerra, en una síntesis sorprendente: «Todos los grupos políticos que cuentan» —revolucionarios o fascistas, así como los que apelan a la organización de la defensa nacional— quieren «una ‘racionalización’ creciente» y «la preparación para la guerra» (infra, p. 175). La guerra, al parecer, implica la racionalización36. El taylorismo no conviene nunca tanto como cuando las condiciones lo imponen como alternativa al cambio técnico: aumentar la producción, inmediatamente, sin innovación técnica y sin cualificación del personal, lo que facilita el recurso a las mujeres37.
En cuanto a la comparación de los métodos analíticos de Taylor con el método cartesiano, ilustra uno de los elementos de lo que ha «funcionado mal» en «la aventura de Descartes»38. Un cuaderno inédito —que deja constancia de una visita a la fábrica Rosières39— señala «la aplicación del método cartesiano, durante la guerra, a la adaptación de las máquinas a nuevas fabricaciones» (OC, II/2, 518). Esta equiparación del método tayloriano con el de Descartes, se encuentra también en el Diario de fábrica (infra, p. 131), y en las Lecciones de filosofía40. La «descomposición de cada trabajo en movimientos elementales que se reproducen en trabajos muy diferentes, conforme a combinaciones diversas» (infra, p. 232): un método así difícilmente podría impedir recordar el método cartesiano a cualquier pensador francés41, y Simone Weil no es la excepción, aunque destaque la devaluación sufrida por el método de Descartes en la «ciencia» tayloriana.
Es necesario, precisamente, reemplazar esta ciencia rebajada por una verdadera ciencia, que no sería una ciencia del trabajo —como querría serlo la psicotecnia—42. Al estudio de los «mejores procedimientos para utilizar las máquinas existentes» (infra, p. 231), estudio atemperado por el de las mejores condiciones de trabajo para el obrero como tal, considerado en la fábrica como tal, Simone Weil opone la necesidad de una ciencia de las técnicas adaptadas a «la percepción del hombre en el trabajo» (carta a Alain, S, 112). Solo este último punto de vista permitirá a la ciencia representar su verdadero papel, el de ser un factor de liberación, en lugar de ser un instrumento de opresión. No es sorprendente que unas páginas de reflexión que terminan el Diario de fábrica vuelvan —con todo el peso de lo que se ha vivido— sobre unas preocupaciones que ya eran las de Simone Weil desde 1930, es decir, «buscar las condiciones materiales del pensamiento claro» (infra, p. 145). Después de haber descubierto por una vía puramente filosófica, cuando era estudiante, que el trabajo era verdaderamente «el entendimiento en acto»43, la actividad formadora de nuestra relación con lo real, Simone Weil siente la necesidad de volver sobre la cuestión de las condiciones del «ejercicio del entendimiento» (ibid.), para que se manifieste en el trabajo un «nuevo método de razonar que sea absolutamente puro — y a la vez intuitivo y concreto» (infra, p. 145). Tal es la idea constante que ponen de manifiesto las pocas páginas que prolongan el Diario de fábrica, bajo la forma de fragmentos aparentemente independientes. La investigación que se hace con tal método apunta a un único objetivo: «Vislumbrar una transformación técnica que abra el camino a otra civilización» (OC, VI/1, 112).
En el curso de esa búsqueda Simone Weil conoció los trabajos de Jacques Laffite. Leyó las Réflexions sur la science des machines44, siguiendo los consejos de Boris Souvarine45. El juicio que emite sobre la obra es más bien severo, aunque destaca que «da la impresión de que las opiniones del autor en materia social coinciden con las mías» (infra, p. 189). Sobre las opiniones propiamente «mecanológicas»46 de Lafitte, Simone Weil reconoce que no está bastante cualificada para juzgar su valor, pues, confía a Souvarine, «no sé gran cosa sobre máquinas» (infra, p. 190). Algunos meses después de su experiencia de vida obrera, expresa, en esa misma carta, su intención de «mirar de cerca» la cuestión. Esta preocupación, que se convierte en la primera en 1936, explica la búsqueda de interlocutores nuevos. Jacques Lafitte forma parte de esos interlocutores, puesto que Simone Weil le escribió y seguramente lo conoció. Aun lamentando «la estrechez de miras de Lafitte [que] le lleva a no tener en cuenta más que el grado de complejidad [de las máquinas], descuidando por ejemplo la flexibilidad» (ibid.), Simone Weil está interesada por la descripción de las «máquinas reflejas»47 que, por su propiedad de experimentar modificaciones en su funcionamiento según las variaciones en su relación con el medio, permitirían introducir esta «flexibilidad» tan deseable. La noción de «flexibilidad» expresa la posibilidad, para la máquina, de que su funcionamiento experimente modificaciones según las variaciones de la actividad decidida y realizada por el individuo que trabaja. Una máquina así permitiría la perfección de la actividad prevista al realizar un objeto técnico que estaría sujeto a los impulsos hábiles del hombre que trabaja, pero que sería también modificable por él mismo. En la reflexión sobre la posibilidad de máquinas nuevas, es central el punto de vista de la percepción del individuo en el trabajo; lo seguirá siendo hasta en los análisis hechos en 1943, en Echar raíces, que volverán sobre la necesidad de una flexibilidad de las máquinas48. Haber traspasado un umbral espiritual no modifica este punto de vista, la exigencia de revolución técnica.
Lo que Simone Weil padeció en la fábrica la «marcó de una forma tan duradera» que pudo escribir al padre Pérrin, en 1942:
Aún hoy, cuando un ser humano cualquiera, en cualquier circunstancia, me habla sin brutalidad, no puedo evitar tener la impresión de que debe de haber un error, y de que seguramente el error, por desgracia, va a desvanecerse. Allí recibí para siempre la marca de la esclavitud (ED, 40).
Después de su año de fábrica, Simone Weil partió, con sus padres, a España y Portugal, del 25 de agosto al 22 de septiembre de 1935. En un pueblecito, en Portugal, es una joven destrozada, presa de violentos dolores de cabeza, que asiste a una procesión de mujeres de pescadores. Estas mujeres cantaban «cánticos de una tristeza desgarradora». Confía al padre Perrin: «Allí tuve de repente la certeza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, que los esclavos no pueden dejar de adherirse a ella, y yo entre ellos» (ibid.).
La superposición y el intrincamiento de la vocación de Simone Weil, de su desarrollo personal, intelectual y espiritual son muy complejos. Puede afirmarse, sin embargo, que traspasar un umbral espiritual está estrechamente relacionado con la desgracia vivida en la fábrica. La espiritualidad, que ocupa un lugar preponderante en el último periodo de la obra, no aleja de la cuestión social, sino que conduce cada vez con mayor determinación a la obligación de resolver el problema de la condición obrera en los propios lugares de trabajo. ¿Por qué, franqueado el umbral espiritual, mantiene el trabajo un lugar capital en la descripción de la condición humana y en la idea de una civilización por edificar? El artículo dedicado a la «Condición primera de un trabajo no servil» (infra, pp. 301-312), escrito en abril de 1942, sugiere una respuesta.
El texto comienza por desarrollar la idea de que en «el trabajo manual y en general en el trabajo de ejecución, que es el trabajo propiamente dicho», hay un «elemento irreductible de servidumbre que ni siquiera una perfecta equidad social haría desaparecer» (infra, p. 301). Ese elemento irreductible se debe al hecho de que el trabajo está gobernado por la «necesidad» —se realiza «a causa de una necesidad»— y no por la «finalidad» —es decir, «con vistas a un bien»— (ibid.). El trabajo es una pena porque no tiene relación más que con «necesidades inexorables que no tienen que ver con el valor espiritual» (OC, VI/1, 195). Ejecutado «porque hay que ganarse la vida» (infra, p. 301), en un mundo que, en tanto que dominio de la acción metódica, es «indiferente al valor» (OC, VI/1, 195), el trabajo no permite dominar la naturaleza más que obedeciendo a las leyes de su necesidad49. Esta necesidad «que nos constriñe en la acción más simple nos da […] la idea de un mundo […] completamente indiferente a nuestros deseos» («La ciencia y nosotros», S, 130).
Traspasar un umbral espiritual, lejos de conferir al mundo una finalidad o un valor, revela, por el contrario, bajo una nueva luz lo que el análisis puramente filosófico había puesto en evidencia desde los primeros escritos: un «desencanto del mundo», en el que «lo real y la necesidad son la misma cosa» (OC, I, 376). Ahora bien, en 1943, en Londres, periodo último de la vida y del pensamiento —en el curso del cual tienen un papel preponderante las preocupaciones espirituales—, Simone Weil confirma: «Todo lo que es real está sometido a la necesidad» (OL, 234). En efecto, por la creación, Dios renuncia a serlo todo, y delega su poder en la necesidad50. En cierto sentido, el paso de un umbral espiritual refuerza la concepción filosófica de un buen uso del materialismo que, para ser coherente con el ámbito en donde es legítimo su uso, debe ser practicado con frialdad, lucidez, e incluso con cinismo51. El materialismo debe ser concebido como estudio de los procesos de la materia, pero también de todo aquello en lo que se puede concebir «algo análogo a la materia propiamente dicha» (ibid., 233), es decir, en toda realidad regida por las leyes de la necesidad. El conocimiento riguroso de «la mecánica social» (ibid., 218), implica que, tanto en este ámbito como en otros, «el materialismo [da] cuenta de todo», precisando no obstante: «a excepción de lo sobrenatural» (ibid., 232).
Este rodeo por el análisis filosófico y espiritual permite comprender las primeras páginas de la «Condición primera de un trabajo no servil», en las que se describe el mundo del trabajo como un mundo donde «la necesidad está por todas partes, el bien en ninguna» (infra, p. 302). Sin embargo, hay que tener cuidado, porque la noción de necesidad de la que se hace uso está lejos de ser pura. Se trata tanto de la necesidad que atañe irreductiblemente a la condición social del hombre que tiene «necesidad de ganarse la vida», como de una forma de necesidad que define la esclavitud de una condición, la del obrero que queda reducido a un ser que no puede «perseguir ningún bien salvo el de existir» (ibid.), y que se encuentra, por las propias condiciones en que se ejecuta su trabajo, cada día de su vida, en cada uno de los instantes que componen esos días, «el último día de un periodo de un mes, de un año, de veinte años de esfuerzos necesariamente en la misma situación en la que estaba el primer día» (ibid.). Volvemos a encontrar aquí, en otro contexto, la evocación de los análisis desarrollados en escritos anteriores. Evocación de una esclavitud cuyas raíces están en el transcurso de un trabajo repetitivo, en el que no se tiene el sentimiento de producir nada, puesto que la pura repetición de los mismos gestos no corresponde a ningún deseo, a ningún proyecto posible.
La apuesta del artículo de 1942 puede entonces definirse simplemente. ¿Qué parte corresponde en la «mecánica social» a la necesidad auténtica, la que se debe a «la naturaleza de las cosas», y qué parte corresponde «a las relaciones humanas» (infra, p. 284), bajo su forma social? En un artículo de 1937, Simone Weil calificaba el primer tipo de necesidad de «verdadera» y el segundo tipo de «falsa» necesidad (ibid.)52. Volvemos a encontrar esta distinción en el artículo de 1942, bajo la forma de una separación entre «los sufrimientos inscritos en la naturaleza de las cosas» y los «que son efecto de nuestros crímenes y caen sobre aquellos que no los merecen» (infra, p. 310). En otros términos, no hay que confundir «desgracia esencial» con «injusticia social» (infra, p. 303). Desde este punto de vista, el haber traspasado un umbral espiritual no transforma a Simone Weil en una ideóloga que justifique un uso religioso de la opresión social. Más bien podría decirse que la espiritualidad le permite amplificar una doble crítica anteriormente esbozada. Por un lado, el revolucionario se equivoca si cree que la conmoción social puede suprimir la servidumbre inherente a la condición humana, porque hace de lo social el origen de toda desgracia. Inversamente, quien viera en el factor social una fuente de sufrimiento redentor fortalecería esa desgracia al justificarla. Si la experiencia de la fragilidad de la condición humana se siente sobre todo en la desgracia social, eso no constituye una razón para organizar el factor social como fuente de un sufrimiento redentor. La «Condición primera de un trabajo no servil» es explícita en este sentido: los