Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Nueva York, 1924. Peter y Patricia son el perfecto ejemplo del matrimonio moderno. Ambos fuman, beben y trabajan. En cuanto al sexo con terceros, creen firmemente en la «política de la honestidad»… hasta que él deja de creer. De pronto, Patricia se ve obligada a labrarse una nueva vida como soltera. Un tipo de soltera muy particular: la divorciada. Redactora de anuncios de moda en unos grandes almacenes, Patricia tratará de conciliar las dos facetas de una mujer liberada: trabajadora diligente de día, joven hedonista y sofisticada de noche. Pero la frivolidad de la vida mundana, la nostalgia por un ideal irrecuperable del amor eterno y los romances fallidos con hombres poco disponibles le hacen sospechar que «la libertad para las mujeres resultó ser el mayor regalo que Dios les hizo a los hombres». Escrita poco después del amargo divorcio de su autora, esta novela fue un auténtico succès de scandale y vendió más de cien mil ejemplares cuando se publicó anónimamente en 1929. Lejos de ser un canto desenfadado a la emancipación femenina, es un retrato irónico y feroz de los desafíos que conllevaba ser una mujer libre en una época en que, pese a los vientos de cambio, los hombres seguían teniendo mando en plaza.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 383
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Portada
La divorciada
La divorciada
ursula parrott
Traducción de Patricia Antón
Título original: Ex-Wife
Copyright © 1929, Jonathan Cape and Harrison Smith, Inc.
Copyright renovado en 1957 por Lindesay Marc Parrott, Jr.
Todos los derechos reservados
© de la traducción: Patricia Antón, 2024
© de esta edición: Gatopardo ediciones S.L.U., 2024
Rambla de Catalunya, 131, 1.o- 1.a
08008 Barcelona (España)
www.gatopardoediciones.es
Primera edición: marzo, 2024
Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó
Imagen de la cubierta: © Herbert Matter, 1943
Imagen de la solapa: cortesía de McNally Editions
eISBN: 978-84-127967-3-5
Impreso en España
Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Índice
Portada
Presentación
LA DIVORCIADA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo a la edición de 1989
Ursula Parrott
Otros títulos publicados en Gatopardo
Cubierta de una edición temprana de La divorciada (1930).
Para H.
LA DIVORCIADA
Capítulo 1
Mi marido me dejó hace cuatro años. Todavía no acabo de entender por qué. Sospecho que él tampoco. Hoy en día, cuando la catástrofe que pareció entonces y sus causas ya son cuestiones igualmente intrascendentes, cada vez me inclino más a creer que llegó al extremo de abandonarme por las escenas tan escandalosas que le monté cuando me mencionó por primera vez esa posibilidad.
Por supuesto, durante los frenéticos seis meses que precedieron a su partida real, expuso razones para ello, a montones. Recuerdo algunas de ellas. Unas veces decía que ya no estaba tan guapa como antes; otras, que aparte de ser guapa no tenía otros atributos. Se quejaba de que no mostraba ningún interés en sus asuntos; decía también que insistía en inmiscuirme en todos ellos. Decía que era una mosquita muerta o bien que era temperamental; que no tenía sentido alguno de la moral o bien que era una mojigata. Decía que quería casarse con una mujer a la que amara de verdad; y que una vez que se hubiera librado de mí no se casaría con nadie más solo por demostrar que era capaz de hacerlo.
En los cuatro años transcurridos desde entonces, he oído las causas que se alegan para los funestos finales de muchos matrimonios, y he llegado a pensar que la lista de mi marido era tan sensata como la de la mayoría.
Se cansó de mí; buscó motivos para justificar su fastidio y los encontró. Le parecieron válidos. Supongo que si yo me hubiera cansado de él habría hecho lo mismo.
Pero no estaba cansada de él, de modo que entablé una lucha encarnizada y muy estúpida en contra de su marcha. Estaba convencida de que si luchaba, ganaría. Nunca he vuelto a estar tan segura de mí misma como entonces, cuando tenía veinticuatro años. Nada vino a complicar mis esfuerzos por conservar lo que quería: ni escrúpulos éticos a causa de mi actitud posesiva, ni la idea de que forzar las emociones fuera totalmente inútil.
Al principio, creo, fingí tener motivos elevados: «Quédate por el bien de nuestras familias», etcétera. Más tarde, a medida que crecía mi pánico, experimenté con trifulcas, rabia, angustia, histeria y amenazas de suicidio; y me negué a admitir, hasta cinco minutos antes de que se marchara, que la posibilidad de que se fuera era real, a pesar de todo…
Mientras él terminaba de hacer las maletas, yo seguía ahí sentada empezando a creérmelo. Intenté que se me ocurriera algún milagro de última hora: consideré cortarme las venas para que él tuviera que ir en busca de un médico y luego quedarse hasta que me recuperara. Pero me di cuenta, en un mundo que de repente se había convertido en un lugar del todo increíble, de que él podía marcharse y dejarme morir desangrada.
Esperaba parecer desconsolada; esperaba parecer adorable. Entonces me acordé de que la butaca en la que estaba sentada era un regalo de boda de su tía Janet, y me pregunté qué se hacía con los regalos de boda de los parientes del marido cuando este se marchaba. (En Nueva York, resulta que una se los vende a amigos que se han casado jóvenes y pobretones.) La lámpara que tenía a mi lado era de las primeras modernistas; recordé que no se la habíamos pagado a los almacenes Wanamaker’s.
El ruido de tapas de baúles al cerrarse se interrumpió. Mi marido entró.
Ahí plantado, se lo veía muy apuesto, testarudo e infeliz. Me asaltaron recuerdos de lo guapo que me había parecido la primera vez que nos vimos, en una fiesta en New Haven, cuatro…, no, cinco primaveras…
—Voy a parar un taxi para llevarme mis cosas —declaró.
—Peter, no te vayas —le pedí.
—¿De qué sirve eso ahora? —repuso él.
Nos miramos. Y de repente, tras seis meses en los que siempre me las había apañado para encontrar una protesta más, relevante o no, ya no supe dar con ninguna.
Sentía un gran dolor de corazón. Nos habíamos amado durante tres años y nos habíamos odiado la mitad del cuarto. Parecía que habíamos recorrido un camino muy largo desde unos comienzos alegres y llenos de confianza.
Al parecer, si yo no era capaz de abrir el pico, él sí tenía unas últimas palabras que ofrecerme. Después de morderse la lengua tras un par de intentos, preguntó:
—¿Cuándo te divorciarás de mí, Patricia?
—Jamás de los jamases —solté.
Se encogió de hombros. Ni siquiera estaba enfadado; solo parecía cansado.
—Como quieras, Patty. —(Hacía meses que no me llamaba «Patty». Solo «Pat», con indiferencia, o «Patricia», con tono furibundo)—. Bueno, no llores por mí mucho tiempo, querida —añadió. Luego se acercó, me acarició el pelo y se fue.
Y entonces, a modo de mi definitivo y más absurdo momento de inspiración, pensé: «Si no puede llevarse los baúles, no podrá irse», y eché el cerrojo a la puerta del apartamento. Volvió con el taxista y llamó con los nudillos. Me quedé muy quieta.
—Si no abres la puerta, la echaré abajo.
Habría sido muy capaz, de modo que la abrí. Él arrojó sus llaves sobre una mesa.
—No voy a necesitarlas nunca más —concluyó.
Volví a sentarme en la butaca. Los baúles, las maletas, el taxista y el marido se marcharon metiendo mucho ruido, y pensé: «Esto es el fin. ¿Cómo es que no me echo a llorar o algo?».
Capítulo 2
En ese perezoso espacio del domingo que va de un desayuno tardío a la hora de vestirte para un cóctel, Lucia, con quien compartía piso, trataba de definir el concepto de «divorciada».
—No todas las mujeres que han estado casadas lo son. Hay mujeres sobre las que resulta más significativo saber que trabajan en esto o aquello, o que les gusta viajar, o que van a conciertos sinfónicos, que saber que estuvieron casadas con alguien.
Me miró, pensativa.
—Tú eres una divorciada, Pat, porque es lo que más te define: que estuvieras casada una vez con un hombre que te abandonó explica todo lo demás sobre ti.
—Según eso, tú también lo eres. Que una vez estuvieras casada con Arch lo explica casi todo sobre ti.
—Sí, pero digamos que me estoy recuperando. Dejas de ser una divorciada cuando vuelves a estar enamorada, o incluso si ya no piensas nunca en tu marido.
—¿Cuántos años hacen falta para llegar a esa fase? —quise saber. Había cenado con Pete la noche anterior y sabía que iba a sentirme desdichada durante una semana.
—Vamos, vamos, jovencita —me consoló ella—. Te sentirás mejor mañana. —Empezó de nuevo—: Una divorciada, una «ex», es una mujer con tortícolis de tanto mirar atrás por encima del hombro hacia su matrimonio.
Aporté mi granito de arena:
—Una divorciada es una mujer que, en las fiestas, parlotea sobre los placeres de ser independiente cuando está sobria… y que, cuando lleva alguna copa de más, se lanza a hablar sobre las virtudes o las vilezas del marido que la ha dejado.
—Una divorciada —añadió Lucia— no es más que una mujer sobrante, como aquellas que tanto preocupaban a los sociólogos durante la guerra.
—Sin embargo, nadie se preocupa por una ex, excepto su familia… o su marido si es de los que se avinieron a una pensión alimenticia —dije.
—No nos hace falta inquietarnos todavía por eso, querida. Estamos demasiado solicitadas. Espera a que tengamos cuarenta…, si es que no hemos muerto antes por falta de sueño.
—Yo moriré de tanto beber absenta barata —anuncié con tono de resignación.
Lucia protestó.
—Me gustaría que dejaras de tomar eso. Se acabará notando en tu aspecto.
Pero su voz sonó lánguida. Solo estábamos charlando; no tardaría en llegar el momento de maquillarse y ponerse un vestido de terciopelo, y entonces las cosas volverían a pasar deprisa. No era una mala vida, siempre y cuando las cosas pasaran deprisa. Y solían hacerlo.
Probé con una definición más.
—Las divorciadas…, las que son jóvenes y guapas como nosotras, ilustran cómo esta libertad para las mujeres resultó ser el mayor regalo que Dios les hizo a los hombres.
Nos reímos. Entraba un cálido sol de invierno que nos daba en los hombros; era agradable estar ahí sentadas. Peter y yo nos habíamos peleado como locos la noche anterior.
—No pienses en él —dijo Lucia—. Siempre noto cuando lo haces: se te pone la boca horrible. —De repente retomó el tema de las exesposas.
Me sentí llena de amargura. Al cabo de un rato comenté:
—Una divorciada es una joven para la que la eternidad prometida en la ceremonia de la boda se ve reducida a tres, cinco u ocho años.
Lucia añadió:
—Criadas bajo los maltrechos estandartes de «Amor eterno» y «La pureza ante todo», ahora tenemos que adaptarnos a la vida en la era de las aventuras de una noche.
Recordó de pronto que intentaba alegrarme un poco.
—Cariño, qué más da… Somos increíblemente populares, y conocemos a un sinfín de hombres, y vamos a todas partes.
—Todos quieren acostarse con nosotras —repuse—. Apenas han llegado a cenar cuando ya andan tramando cómo quedarse a desayunar.
—Y eso tampoco importa gran cosa, Pat. Ya sabes que no, lo que pasa es que hoy no andas muy fina, nada más… ¿Qué vas a ponerte?
Se lo dije, y fui a vestirme. Cuando volví a bajar, Lucia había preparado dos martinis. Me sentí mejor al tomarme el mío.
Luego llegó Max. Le dimos un martini, y soltó:
—Por el crimen y otros placeres. —Siempre decía eso a modo de brindis. Después se interesó por nuestra salud y por nuestros empleos; parecían importantes para él, supongo que por eso lo preguntaba.
Para nosotras no lo eran. Las dos trabajábamos en publicidad: Lucia en una agencia, yo era redactora de anuncios de moda en unos grandes almacenes. Ganábamos unos cien dólares a la semana cada una, más algún extra de escribir por cuenta propia. Teníamos lo que llamábamos una buhardilla, en Park Avenue. El alquiler era de ciento setenta y cinco dólares al mes, y el resto del dinero, prácticamente, lo gastábamos en ropa. Nunca ahorrábamos nada.
Lucia decía que cuando estaba casada sí solía ahorrar. Yo también. En cierta ocasión ahorré cinco dólares a la semana durante un año, para una alfombra que sería «un detalle precioso cuando tuviéramos una casa». Cuando Peter se fue, vendí la alfombra por cuarenta dólares y me compré un par de zapatos y un sombrero.
En mi época de casada, ahorraba dinero y hacía planes para los cincuenta años siguientes y todo eso. Después, no hacía planes ni para el mes siguiente. Me parecía una pérdida de tiempo.
Cuando pareció que ya no quedaba gran cosa que decirle a Max sobre nuestros empleos, nos lo llevamos al cóctel. Le encantaba observar a la generación más joven, o eso decía.
No conocíamos a muchos judíos; él era de los más simpáticos. Era viejo; parecía un retrato de Rembrandt; había ganado alrededor de un millón de dólares en el negocio de la chatarra, y lo había captado gente que quería que donara dinero a sus obras benéficas. Tenía una esposa enorme a la que adoraba. Un día nos contó con orgullo que estaba aprendiendo a escribir. Durante un instante creímos que se refería a escribir libros; pero no, se refería a dejar de ser analfabeto.
No era uno de los nuestros. Aunque tampoco es que fuéramos un conjunto, solo piezas sueltas. Los nombres en mi agenda de compromisos del primer año después de Peter ilustran bastante bien qué clase de gente conocíamos. (No recuerdo a quiénes pertenecían algunas iniciales.)
«Cena, Richard»: solía redactar el artículo de fondo de los domingos en un periódico. Se fue a Hollywood con uno de esos contratos de prueba de tres meses. Tengo entendido que ahora escribe sobre deportes en San Francisco.
«H.R.G., 8 de la tarde»: autor de una obra dramática que fue un éxito y de dos fiascos. Fui con él al estreno de uno de los fiascos. No fue una velada de gala.
«David, desayuno el domingo»: ¿quién era David? Lo asocio con algo vagamente desagradable… Ah, sí, esa fue la noche en la que acabé bajándome de un taxi en la calle Ochenta y seis, furibunda y en plena tormenta de nieve. David importaba tripas de Rusia para embutir salchichas. Una ocupación bien extraña…
«Hal, cita para salir de cervezas al aire libre en Hoboken»: solo era un exembajador que se creía muy muy joven de corazón.
«Leonard, en el Russian Bear, a las 8 en punto»: era bastante dulce. Un antiguo alumno de la Universidad de Rhodes que trabajaba en la prensa amarilla por treinta a la semana.
«C.L.C., en el Ritz a las 7.15 de la tarde»: el novelista por excelencia de la generación más joven. Siempre reconocía serlo sin que se lo preguntaran.
«Dominic, cita para cenar en el Cecelia»: era un joven cirujano italiano, muy solemne, y bailaba como un profesional argentino.
«Gerard, en el Brevoort a las 6.30»: era un don nadie en Wall Street.
«Ken, Ken, Ken»: quedaba con él al menos tres veces por semana durante la mayor parte de ese año. Cuando leo su nombre, veo cómo las luces de los salones de baile de Harlem arrancan destellos al pelo más dorado que haya visto jamás. Podría haber sido el mejor director de fotografía del cine. Pasamos los mejores momentos imaginables juntos. Pero no me besó ni una sola vez.
«John, en el Samarkand a las 9 de la noche»: pintaba murales para gasolineras, albergues de la hermandad de los Alces y sitios así.
«Ned, en su casa a las 6.30»: trabajaba de no sé qué en una editorial; acumulaba botellas de Napoleón y nos obsequiaba con cantidades interminables de coñac maravilloso.
Los hombres eran así. No tenía muchos compromisos con mujeres.
Capítulo 3
La conversación con Lucia sobre mujeres divorciadas tuvo lugar un año y pico después de la noche en que Peter me dejó en la butaca de su tía Janet.
Estuve allí sentada cuatro horas y media. Lo sé con exactitud porque, al oír cómo arrancaba el taxi de Pete, miré el reloj de pared que nos había regalado mi abuelo. Eran las seis y diez.
A mi lado había un paquete de cigarrillos sin empezar. Destrocé dos o tres al abrirlo; encendí uno e intenté hacerme a la idea de que Peter ya no estaba. Pero entonces empecé a acordarme de cosas que habíamos hecho juntos. Se deslizaban en mi pensamiento como imágenes de un libro animado que alguien pasara demasiado deprisa, solo que eran de colores vivos, no en blanco y negro y gamas de grises, y contenían sonidos de voces y fragancias de cosas.
Invierno en Londres. (Gastamos hasta el último penique de nuestros cheques regalo de boda en cuatro meses en Inglaterra y una primavera en París; porque, después de eso, Peter tendría que trabajar duro mucho tiempo y convertirse en un reportero famoso. O en crítico teatral, sugerí, porque me gustaba mucho el teatro.) Al acabar de comer, solíamos correr al banco Brown Shipley, en Pall Mall, a cobrar un cheque; y luego bajábamos a toda prisa por el Strand hasta el bar americano Romano, para llegar antes de que dejara de servir a las dos y media. Normalmente nos plantábamos en la puerta, sin aliento, a las dos y veinticinco.
Peter pedía suficientes whiskies dobles con soda para que nos duraran toda la tarde. Una pequeña parte de la niebla se filtraba en el interior. Fui capaz de recordar el olor a niebla, el aroma ahumado del whisky, los reflejos de las luces en los botellines de Schweppes esparcidos por toda la mesa, la voz grave de Peter diciendo cosas alegres sobre lo guapa que estaba y lo bien que lo pasaríamos, y los lugares desconocidos a los que viajaríamos algún día, cuando tuviéramos dinero: Moscú y Buenos Aires, Budapest y China.
O ante el tercer vaso de whisky:
—Te estoy enseñando a beber como es debido, querida Patty. Las esposas de casi todos los hombres son malas bebedoras. Un buen whisky escocés siempre será tu aliado, Pat, en los días de grandes pesares, aunque no voy a dejar que tengas grandes pesares.
»Nada de grandes penas, y nada de niños, por lo menos durante muchos años. Eres demasiado joven y guapa, y no quiero que sufras.
Sin embargo, sí tuvimos un niño tras volver a casa, cuando Peter ganaba cuarenta y cinco dólares a la semana. Estaba muy preocupado. Cuando no se inquietaba por cómo íbamos a mantenerlo, se preguntaba si me iba a hacer sufrir mucho y si volvería a ser guapa.
En aquel entonces, él tenía veintidós años. Yo tenía veintiuno.
Nuestras familias dejaban que pasáramos estrecheces porque se supone que eso les da una idea a los jóvenes de las realidades de la vida. Aunque creían que nos estaban dejando pasar estrecheces con setenta y cinco dólares a la semana, porque les habíamos dicho que ese era el sueldo de Peter.
Cuando me acostumbré a la idea de que estaba gestando un hijo, me dije que podía llegar a ser agradable tener un niñito parecido a Pete.
—¿Dónde diablos vamos a meterlo en un apartamento de una habitación y un único baño? —se quejó él—. Nunca volveremos a estar solos. Y consumirá todo tu tiempo: habrá que lavarlo, mecerlo y darle de comer sin parar.
—A lo mejor podría dormir en la cocinita integrada, y dejaré que visite a mi familia largas temporadas para que no te canses de él.
—Ay, Dios —se lamentó—, se pasan todo el tiempo llorando, ¿verdad?
—Pues no lo sé. Pete, ¿estoy muy horrorosa?
—Claro que no, y, de todas formas, espero que se te acabe pasando.
Me fui a casa, a Boston, a tener al bebé. Tenía la sensación de que soportaría más fácilmente lo que fuera que me ocurriera si no veía a Pete con pinta de desdichado y esforzándose por resultar útil.
El bebé fue un niño. Tenía unos ojos enormes de un azul oscuro y una pelusa de pelo claro como el de Peter en la cabeza, y pesaba casi cuatro kilos. Yo estaba loca por él; o lo estaba entre los intervalos en que me sentía sin energía ni interés por nada, y creía que ya nunca los tendría.
Pete se acercó a Boston a echarle un vistazo, por supuesto; pero pareció tan encantado de que yo volviera a estar delgada, que ni siquiera habló del bebé, salvo para decir:
—Ponle de nombre Patrick, porque te llamas Patricia; y cuando haya crecido, Patrick será un nombre tan poco corriente que volverá a tener cierto prestigio.
Hice lo que me decía. Me pareció divertido tener un bebé que se llamara Patrick.
Tras haber pasado tres meses en casa con Patrick, fui sola a visitar a Pete durante una semana, para buscar un piso donde pudiéramos tener al bebé. La solución de la cocinita integrada no parecía adecuada ahora que ya había nacido.
El bebé murió el segundo día que estuve en Nueva York.
Cuando volví con Peter, estábamos sin un centavo. Él había pedido dinero prestado para pagar mi factura del hospital, pues no queríamos que nuestras familias supieran que no podíamos correr con ese gasto. Esperaba que le pagaran diez dólares más por semana y solo le subieron cinco.
No éramos muy felices. A veces, cuando estaba cansado, Peter se exasperaba porque yo lloraba mucho por lo del bebé, y por mi parte siempre me sentía un poco resentida con él porque no parecía lamentarlo en absoluto.
Al cabo de un tiempo, las cosas mejoraron. Nuestras familias, que habían empezado a percatarse de que éramos muy pobres, nos enviaban cheques por nuestros cumpleaños, con los que pagábamos las deudas. Nos mudamos a un piso hacia el límite occidental de Greenwich Village. Tenía una azotea, donde nos sentábamos las noches calurosas de agosto y hablábamos de nuevo sobre los lugares a los que iríamos y las cosas que haríamos, bastante pronto (aunque no tan pronto como nos había parecido el año anterior).
En la casa de enfrente, un hombre tocaba a Chopin de maravilla. Solía sentarme con la cabeza apoyada en el hombro de Pete, escuchando; me sentía en paz.
Un día, él me dijo:
—Patty, tenemos que ajustar el presupuesto para incluir un par de zapatos para mí. Estos se abren en los costados y además se me ha hecho un agujero en una suela.
—Es una gran tragedia, Pete. Hace un mes que no consigo tener aplacados al mismo tiempo al repartidor de hielo y al de la lavandería. ¿Cuánto cuestan unos zapatos de hombre?
—Querida, lo que solía pagar por un par de zapatos y lo que puedan costarme ahora son cosas totalmente distintas.
Al día siguiente, comentó:
—He visto unos zapatos por seis dólares que no parecen demasiado horrorosos. ¿Podemos rascar tres dólares de la paga de esta semana y tres de la próxima, tesoro? —Peter recortaba un cartón para ponerlo en la suela del agujero, al parecer muy satisfecho.
Me sentí muy triste. Pobre Peter. Con lo bien vestido que había ido siempre, aunque fuera de manera informal.
Los zapatos nuevos se convirtieron en el gran acontecimiento de aquellas dos semanas.
La víspera del segundo día de paga, llegó a casa más contento que unas pascuas.
—El tío Harrison me ha telegrafiado a la oficina: estará en el Brevoort a las siete para invitarnos a cenar por todo lo alto, Pat. Date prisa y vístete. Ojalá fuera ya mañana y tuviera esos zapatos tan bonitos. —Habían pasado de «no demasiado horrorosos» a «bonitos» en quince días de ansiosa espera.
Me vestí. Me quedaban un par de cosas de mi ajuar que podían servir. Pero…
—Pete, ¿qué prefieres, una media con una larga carrera en la cara interior o una con una mediana por detrás?
—Santo Dios, querida, ¿tienes todas las medias rotas?
—Eso parece.
Nos decidimos por las que tenían la carrera por la parte interior, y disfrutamos de una cena estupenda con su tío.
Al día siguiente, llegó a casa con aire cohibido. Busqué con la mirada los bonitos zapatos, pero no vi que los calzara. Llevaba un paquete pequeño en la mano.
—Te he traído un regalo, Patty —me dijo.
Me había comprado tres pares de medias.
A la semana siguiente le aumentaron el sueldo diez dólares y, al cabo de un mes, respondí a un anuncio del Times en el que solicitaban un redactor publicitario; mentí sobre mi experiencia previa y conseguí el puesto por cuarenta dólares a la semana. Al principio, Pete me escribía por la noche los anuncios del día siguiente, hasta que aprendí a hacerlo yo misma.
De repente teníamos dinero para una criada, y para que Pete se parara a tomar unas copas de camino a casa, y para que los dos saliéramos a cenar todas las noches, y dinero para la ginebra de las fiestas.
Después de aquello, duramos solo un año.
Peter y yo éramos buenos bebedores; es decir, él no se ponía estridente y yo no soltaba risitas tontas; y a ninguno de los dos nos encontrarían, al final de una velada, pálidos y mareados en la cama más cercana; pero eso no quiere decir que él no bailara más pegado con cualquier chica con ocho copas que con tres, o que yo no aceptara con creciente interés discursos bonitos de casi cualquiera en la misma proporción.
Seguíamos enamorados y sentíamos muchos celos mutuos, aunque nunca lo habríamos admitido porque estar celoso estaba tremendamente pasado de moda. Él me animaba a ir a cenas y bailes, a lugares que no podía permitirse, con alguno de los amigos de fuera de la ciudad que aparecían de vez en cuando, porque quería que me lo pasara bien. Y Pete se hizo con dos o tres bonitas esposas algo incomprendidas, que lo llamaban para ser el cuarto en las partidas de bridge, o el segundo en un té. Todo eso me parecía muy agradable para él.
Pero sentíamos celos. Cuando lo sorprendí, en cierta ocasión, besando un par de hombros encantadores en una fiesta, no dije nada, pero me sentí molesta. Y una noche en que sufrí un leve accidente de coche en Nueva Jersey y aparecí, a las cinco de la mañana, muy desaliñada, él se comportó como un marido moderno, tranquilo y divertido, pero había furia en sus ojos.
En esa clase de cosas hay una progresión.
Una vez en que yo estaba de fin de semana en la costa, Peter pasó una noche con una de aquellas esposas no del todo felices. Me lo contó. Los dos estábamos decididamente comprometidos con la política de la honestidad. No hice ninguna escena al respecto, y nunca volví a sentir por Peter lo mismo que antes.
Me habría parecido increíble que alguna vez pudiera serle infiel. Pero lo fui, dos o tres meses después de aquel episodio.
Pete se había ido a Filadelfia a pasar un domingo. Rickey llamó por teléfono para preguntar si podía unirse a nosotros para la habitual velada de copas de los sábados, con cena en alguna parte. Le contesté que Pete no estaba y me dijo que me llevaría a algunos sitios a pasarlo bien. Ese tipo de cosas ya había ocurrido montones de veces, muchas de ellas con Rickey.
Resulta que era el más antiguo amigo de Pete: iban a la misma clase en el instituto, etcétera. Rickey era una persona absolutamente encantadora. Yo le caía bien; bailábamos de maravilla juntos; solía besarme un par de veces en el transcurso de una velada, y Pete lo sabía. No creo que Rickey tuviera ambiciones más definidas sobre mí en esa ocasión que en cualquier otra.
Nos apetecía visitar los barrios bajos, de modo que fuimos a Harlem; pero hacía una noche calurosa y Harlem estaba abarrotado y pegajoso, así que Rickey dijo:
—Vente a mi casa. Prepararé algo refrescante para beber y pondremos una sinfonía en el gramófono. Será más tranquilo.
No me pareció que hubiera ninguna razón para no ir. Aún era bastante temprano y, al fin y al cabo, yo no tenía sueño.
Rickey preparó unos gin fizzes y nos sentamos un rato junto a la ventana para admirar Washington Square; pusimos unos discos y tomamos más gin fizzes. Hablamos de Galsworthy, Wells y Bennett, creo recordar. Entré en su dormitorio para pintarme los labios y él entró y se sintió impulsado a besarme. Yo también le besé. Rickey me gustaba mucho.
Y entonces, importa poco si fue a causa de la noche de verano, la atracción física o los cócteles de ginebra, Rickey se volvió troglodita. Al principio, solo me sobresalté un poco. Luego me enfadé y le dije:
—Rickey, te pido que te detengas en este instante. —El instante concreto fue cuando dejó de besarme en la boca y empezó a besarme el cuello.
Se detuvo y su brazo permaneció un minuto rodeándome los hombros. Alcé la vista —me sacaba medio metro— para mirar a aquel agradable joven de pelo castaño.
—Lo siento —me dijo.
—No pongas esa cara tan trágica, Rickey, querido. No me halaga en absoluto provocar esa expresión en alguien.
Se echó a reír y me besó de nuevo, y al cabo de un instante todo había vuelto a la casilla de salida.
Pero en ese momento yo había perdido en gran medida las ganas de resistirme. ¿Por curiosidad? ¿Por deseo? ¿Por la sensación de que, si Pete experimentaba, por qué no iba a hacerlo yo? ¿O porque me pareció que sería una aventura? Ahora no me acuerdo. Han pasado tantas cosas desde entonces…
Me desperté a las seis. Rickey dormía como un angelito. Daba igual desde qué ángulo mirara aquella cabeza suya tan afable: no conseguía que se pareciera mucho a la de un villano.
Pensé en Peter y tuve ganas de vomitar, de modo que me levanté sin hacer ruido, me duché y me vestí. Rickey todavía dormía. Le dejé una nota. La recuerdo bien. Decía: «Rickey, no me ha dado ningún ataque de histeria, pero sé que no se me ocurriría nada que decir en el desayuno. Llámanos pronto».
En cuanto llegué a casa sí me puse histérica. Todos los fantasmas de mis antepasadas que habían sido buenas mujeres se sentaron a mi alrededor para condenarme. Luego consideré el problema de Peter. Me dio otro ataque de histeria. Tenía mucha hambre, así que fui a la cafetería Alice McCollister y desayuné a lo grande.
Peter debía llegar a casa a las seis de la tarde. Eran más o menos las cuatro cuando descubrí que me daba miedo decírselo, que me superaba tener que enfrentarme a un joven marido teóricamente moderno y al hecho real de la infidelidad de su mujer.
Así pues, lo que hice con respecto a Peter fue darme otro baño. Luego me maquillé con esmero y lo recibí con té y magdalenas en lugar de con una confesión. Cenamos fuera y nos encontramos a Rickey por casualidad, y Pete y él pasaron una de sus veladas de recuerdos de «cuando jugábamos en el mismo equipo». Escuché y pensé que la vida no era muy sencilla que digamos. Es probable que fuera la primera vez que eso se me pasaba por la cabeza.
Además, comprendí que, si se lo contaba a Peter, no podía decirle que había sido con Rickey. El patrón de «tu esposa y tu mejor amigo» era particularmente atroz. Por si fuera poco, Peter podía pensar de manera convencional que debería liarse a golpes con el hombre que había descarriado a su mujer, y no era probable que pudiera vencer a Rickey, mucho más robusto que él, lo cual vendría a aumentar la humillación de Pete.
Sé que todo esto suena absurdo, como si hubiera creído que la cuestión debiera representarse mediante una farsa. No fue así. Sentía angustia, arrepentimiento y desconcierto, pero ya se han desvanecido. Solo recuerdo mi sorpresa ante el hecho de que todas las teorías sobre el derecho a experimentar y la conveniencia de vivir experiencias variadas —que tan adecuadas me habían parecido para comentar las aventuras sexuales de nuestros conocidos— no sirvieran de nada cuando la decisión nos concernía a Peter y a mí.
También me sorprendía que, pese a llevar casada con Pete más de dos años, no tenía la menor idea de cómo se lo tomaría. Pensé que era concebible que me pegara un tiro —aunque lo más probable es que no lo hiciera y me dejara para siempre—, y solo era posible que comprendiera hasta qué punto todo aquello había sido fortuito.
Pasó una semana. Me compré un sombrero que Pete admiró; escribía textos publicitarios durante el día; bailaba por las noches; intentaba ser «buena» con él, sirviendo en el desayuno cosas que le gustaban y sugiriéndole sus restaurantes favoritos para cenar.
Y pensaba, cada vez que me besaba, que iba a echarme a llorar.
Por eso, a finales de aquella semana, se lo conté. No esperé el momento oportuno; nunca habría llegado, por supuesto. Se lo dije mientras terminábamos un agradable desayuno de domingo. En ese momento en que cuanto pudiera ocurrir no parecía peor que seguir como si nada, me sentía incluso relativamente alegre.
Terminé mi gofre. (Había hecho gofres porque a Pete le encantaban.) Y me dije: «Apuesto a que no vuelvo a comer un gofre en mi vida». (Y nunca he vuelto a hacerlo.) Cuando le servía a Pete una segunda taza de café, pensé: «Tengo las manos frías, pero no me tiemblan». Luego encendí un pitillo y me dije: «Es agradable tener una salita aparte para desayunar».
Y entonces, contemplando nuestro reflejo en el espejo de la pared —Pete, rubio, delgado y en forma, y tan cómodo en su desgastada bata de seda púrpura, y yo, menuda, morena y de piel blanca, y el toque seductor de mi negligé de satén turquesa—, pensé que ambos teníamos un aspecto sin duda encantador.
Aún soy capaz de vernos sentados allí, pero no como si fuéramos Peter y yo; más bien es como si contemplara, a través del cristal polvoriento de una ventana, a dos desconocidos en un portal en la otra acera de una amplia avenida.
Me las apañé para adoptar un tono frívolo.
—Peter, quiero montar un numerito de esposa confesa.
No pareció preocupado.
—Vaya por Dios, tesoro, ¿te has comprado un abrigo de piel y lo has cargado a la cuenta?
—Es algo peor.
—¿Te han echado del trabajo y tendremos que volver a ser pobres y honrados?
—No te hagas el gracioso, Pete.
Su tono de voz cambió.
—Perdona, Patty, ¿qué pasa? Y no pongas esa cara de preocupada. No te voy a pegar, ya lo sabes.
Inspiré profundamente.
—Te he sido infiel.
(«Infiel», qué palabra tan rara.)
No conseguía mirarlo, y entonces tuve que hacerlo. Siempre había admirado el aplomo de Pete. Ahora estaba ahí sentado con el rostro totalmente inexpresivo… pero tan inmóvil que daba mala espina.
—Patty…, ¿es una broma?
—No. —¿Qué había liberado yo con eso? ¿En qué estaba pensando Peter?
—¿Cómo sucedió? —Su tono de voz era muy tranquilo.
No podía contarle lo de Rickey. No había planeado de antemano qué contarle y qué no; ni había pensado en qué preguntas me haría. Bueno…
—Estaba borracha, Peter. —Eso fue poco convincente; él sabía que yo no me emborrachaba hasta ese punto.
Lo dejó pasar.
—¿Quién era él, Patty?
(«Intenta ganar tiempo. A lo mejor llama alguien por teléfono o algo así y me da margen para pensar.»)
—Yo no te pregunté el nombre de la mujer con la que estuviste. —Me enteré de todos modos, por supuesto.
—Eso no tiene nada que ver.
Y no lo tenía, si a él no le daba esa impresión.
(«No debo decir “Rickey”… ¿No habrá alguien que acabe de marcharse de aquí?… No, más vale que no nombre a nadie.»)
—Dime quién era, Patty.
Peter conocía a Rickey desde hacía quince años… Excepto yo, Rickey le importaba más que nadie. A mí, Rickey me importaba un comino, la verdad es que me daba igual si iba y se moría en alguna parte, pero no podía humillar a Pete de una forma tan atroz.
Me cogió la mano:
—No tengas miedo. Voy a intentar entenderlo, tesoro. —Qué vieja sonaba su voz—. Pero debes decirme quién es, porque tendré algo que decirle.
(«Intenta ganar tiempo…, tienes que conseguir tiempo para pensar.»)
—Te has vuelto convencional, Pete.
Uy, eso no servía de mucho.
—Supongo que sí. ¿Podrías no andarte con evasivas?
Perdí la cordura. Como la tradicional asesina de un diario sensacionalista, fue como si oyera un disparo, por lo visto.
—No tiene mucho sentido —me oí decir—. Verás…, es que fue con más de un hombre.
Volcó la taza de café, que cayó de la mesa.
—Lo siento —se disculpó—. Qué torpe soy. Continúa… ¿Qué decías?
—Peter, tú no lo sabes, pero a veces en las fiestas, cuando he bebido demasiado, me confundo bastante… y parece que pierdo un poco el control, y eso viene pasándome desde hace algún tiempo… —(«No puedo permitir que compruebe las fechas»)—, y estaba deseando contártelo pero no me atrevía…, y por supuesto me iré de casa o te daré el divorcio o lo que tú quieras. —(«Ay, que me crea…, no, que no me crea.»)
Movió la boca como si le doliera.
—No hables tan rápido, Patty.
Dejé de hablar del todo. Estaba dispuesto a creerme, estaba claro. Siempre lo había hecho; nunca le había mentido.
Se puso en pie. Y, con una voz completamente impersonal, añadió:
—Y yo que siempre te había creído la persona más pura del mundo.
Me eché a llorar, no porque fuera a servir de algo, sino porque no podía evitarlo.
—No hagas eso, Patty —pidió él, de nuevo con tono dulce—. Oye, ¿querrás hacer algo para complacerme?
—Sí —contesté.
—Pues siéntate y lee un libro un rato, como una buena niña… No pasa nada, solo quiero estar solo.
Me senté. Peter fue al dormitorio, entró y cerró la puerta. Derramé lágrimas sobre todas las fotos en huecograbado, y supe que era una tontería hacer eso.
De pronto pensé: «A lo mejor se suicida. Debo decirle que no lo haga». Abrí con delicadeza la puerta del dormitorio. No me oyó. Estaba tumbado boca abajo en la cama, sollozando. Fue la única vez que he visto llorar a Peter.
No me atreví a entrar. Volví y me quedé mirando la pared del salón. Era de color crema. Le hacía falta una mano de pintura, pero no mucho más.
Al cabo de un rato, oí que Peter se daba una ducha. Cuando entró tenía buen aspecto, o casi.
—Oye, Pat, tengo que decirte algo, y no me interrumpas, tesoro. Eres una joven tremendamente atractiva y yo nunca te he cuidado nada. Te he animado a beber y esa clase de cosas. Este numerito es culpa mía. No hablaremos más del tema, pero… no volverás a hacerlo, ¿verdad?
—¡No, no! —exclamé—. Jamás. Pero no fue culpa tuya, tú confiaste en mí.
—Para ser más exactos, si te hubiera cuidado un poco… Bueno, querida, ve a darte una ducha y a vestirte, yo prepararé unos cócteles; nos tomaremos un par y luego saldremos. Podríamos averiguar qué anda haciendo Rickey.
Me vestí, tomamos dos manhattans por cabeza y fuimos a ver a Rickey, que preparó unos whiskies. Después del primero, Peter me quitó el vaso.
—Esta jovencita está reduciendo la dosis de licor, Rick. Es malo para sus nervios —declaró.
Rickey pareció sorprendido, pero no dijo nada.
Peter y él acabaron bastante borrachos y hablando de fútbol.
Al cabo de dos semanas, le dije a Peter:
—Oye, si pensándolo bien quieres que me vaya de casa o algo así, por culpa del numerito aquel, dímelo.
—Olvídalo, cielo. Yo ya lo he hecho.
No lo había hecho, pero no volví a sacar el tema.
Luego reinó la calma durante tres meses. Los pequeños detalles eran distintos. Peter censuraba lo que yo bebía; y cuando Bill Martin, un conocido mío de Boston, vino a la ciudad y me propuso ir a bailar a una azotea, Pete dijo que no quería que fuera.
No me importó en absoluto. Ya amaba a Peter antes de todo eso y lo quise el doble después. Me parecía que su conducta con respecto a aquello era maravillosa. Todavía lo creo.
«Intentaré compensar a Pete estando siempre de buen humor —pensé—, poniéndome lo más guapa posible, estando pendiente de todas sus historias y dejando de ser extravagante.» Me sentía muy mayor.
Un día, Peter me dijo:
—¿Sabes que te estás convirtiendo en la persona más encantadora con la que uno pueda estar casado? En la esposa perfecta.
Entonces volví a ser feliz de verdad.
Una semana más tarde, Hilda Jarvis llegó a Nueva York.
Cualquier estimación que haga del carácter de esa mujer resultará necesariamente inexacta, supongo. En cierta ocasión, cuando me explicaba, en un gesto de amabilidad, por qué yo era nociva para Peter, me dijo que no tenía sentido de la moral y que por eso no podía entender a la gente que sí lo tenía.
Y le contesté que tal vez fuera así, pero que yo tenía más capacidad de comprender a los hombres en mi pulgar izquierdo que ella en todo su cuerpo de más de setenta kilos.
Todas nuestras conversaciones se volvieron tan irrelevantes y viperinas como aquella. Nunca habíamos hablado el mismo idioma. Eso no había tenido importancia durante todos los años que vivimos a la vuelta de la esquina una de otra en Boston, porque solo hablábamos de libros, de ropa y de sus luchas a brazo partido con su tía Genevieve. Era maravillosa con su tía Genevieve.
Permítanme que lo intente de nuevo: Hilda tenía cierta rigidez en las articulaciones, al igual que en el alma. Era de complexión robusta y de manos y pies vigorosos. Tenía el cabello castaño, largo y liso, y unos ojos azules que habrían parecido más profundos de haberse aplicado colorete en las mejillas, pero no lo hacía. Era una muchacha muy pura. Debería haberse casado con algún alma sencilla y haber sido una esposa afable. Por supuesto, habría engordado mucho tras haber tenido un par de plácidos hijos.
Sí, le tengo bastante manía. Ella me convenció de la relatividad de la virtud: o sea, que si a una mujer la han invitado a veinte camas y ha logrado no pasar por diecinueve de ellas, partiendo de una base puramente porcentual es mucho más virtuosa que una mujer a quien solo la han invitado a una y se mete en ella.
No se había casado porque su tía inválida no la dejaba andar por ahí conociendo hombres. Era la enfermera, acompañante, secretaria y ama de llaves no remunerada de su tía. Llevaba una vida aburrida, y cuando le propuse que pasara tres meses con nosotros en Nueva York, le encantó la idea (a la tía la habían invitado a Florida, y a Hilda no).
A Pete y a mí nos habían subido el sueldo y habíamos conseguido un piso con un segundo dormitorio, de modo que pude proponérselo. Fue la primera persona que tuvimos invitada en casa, y la última.
Al principio nos veía con malos ojos a los dos, por los cócteles, los cigarrillos y nuestra conversación, y a Pete lo aburría un poco su actitud. Pero después de que la hubiéramos llevado a un par de restaurantes italianos muy entretenidos, decidió que aquello era ver mundo. Con dos copas de vino tinto, sencillamente florecía. Me pareció bastante dulce y un poco patético, pues revelaba la poca alegría que había tenido en su vida.
Pete descubrió una noche que Hilda leía poesía francesa de maravilla, y quedó encantado, porque era una de sus pasiones. Yo sabía francés, pero había tenido malos profesores y mi pronunciación era horrible. De modo que pasaban ratos estupendos, empezaron por François Villon, y a partir de ahí continuaron dos o tres veladas por semana, mientras yo trabajaba. (Había aceptado por cuenta propia un par de trabajos de publicidad que me ocupaban temporalmente parte de las noches, con la intención de reunir dinero para un abrigo de castor.)
Hilda se enamoró de Pete, con los poetas franceses como telón de fondo. Me pareció comprensible y en absoluto preocupante. Ella nunca había frecuentado a ningún hombre tanto como a Pete, y él era absolutamente encantador. Y Hilda era tan plácida, amable y educada que, a esas alturas, a Pete ya le caía bien.
Yo me planteaba hacer algo habilidoso respecto a ella: decidir qué hombre entre los que conocíamos podía encontrarla atractiva y no demasiado aburrida; acto seguido, el plan era que él anduviese mucho por aquí, y ver si la transferencia de afecto de Pete al otro podía efectuarse sin que nadie sufriera daño alguno.
Pero estaba ocupadísima y cansada todo el tiempo, y dejé que la cosa siguiera su curso. Me percaté de que ella estaba cada vez más absorta en Pete, porque empezó a ser definitivamente grosera conmigo. Siempre andaba poniendo objeciones a la cantidad de carmín que usaba, o a la profundidad de mi escote, o a lo cortas que eran mis faldas. Me irritaba un poco, pero estaba demasiado atareada para preocuparme.
Una lluviosa noche de viernes tuve que elegir entre entrometerme en una sesión de poesía de Peter y Hilda o cenar con Rickey, la única persona con la que Pete estaba dispuesto a permitirme salir en esa época. Eso tenía su lógica: Rickey era su amigo más antiguo y la persona en quien más confiaba.
Rick y yo ya habíamos superado cualquier vergüenza que pudiera haber habido entre nosotros. Cuando se presentó la ocasión, me explicó en diez minutos que lamentaba lo ocurrido por Pete. No sabía qué le había contado yo a mi marido, ni si le había dicho algo siquiera; pero, partiendo de la base de que lo ocurrido había sido un lamentable accidente, él y yo nos sentíamos a gusto el uno con el otro.
Por lo tanto, ante la disyuntiva de ser el público en una velada poética o cenar con Rick, me decidí por Rick. Llamé por teléfono a Peter para decirle que volvería a casa sobre las once. Llevó a Hilda a cenar por ahí.
A las once, Hilda ya le había dado un tirón de orejas a mi vida, con la sensación además de haber cumplido con su deber cristiano al hacerlo. Aunque sostengo que, para conseguir lo que quería, utilizó sin escrúpulos un arma que le pusieron en la mano en aquella cena.
Pete se emborrachó y empezó a hablar de mí. Hilda hizo gala de una actitud condescendiente, tachándome de impulsiva e inestable. Y Peter, para que esa chica tan equilibrada y «buena» lo consolara por la terrible herida aún abierta que yo le había infligido, se puso confidencial, como es comprensible.
Le dijo a Hilda que yo era en efecto impulsiva e inestable, hasta tal punto que le había sido infiel con cuatro o cinco hombres distintos.
Bueno, lo cierto es que Peter nunca había conocido a la tía Genevieve de Hilda.
No sabía que a Hilda la habían educado para creer en mujeres buenas y malas; en el blanco y el negro; en el bien y el mal; en el vicio y la virtud; y que su vida no había contenido experiencia alguna que viniera a modificar su confianza en los absolutos.
—Pobre Peter —se compadeció—. Es una mujer completamente despreciable y promiscua. Estoy segura de que ya antes de conocerte tuvo cuatro o cinco aventuras con hombres en Boston. A lo mejor no puede evitarlo. Pero tú sabes muy bien en qué consisten el honor y la lealtad. Deberías arrancarla de tu corazón antes de que vuelva a decepcionarte.
(Eso se podría tachar de apostilla de una vida. Es posible que Hilda creyera lo que decía, pues, según había declarado Pete, yo era «mala». Pero fue solo dos años después, en una de nuestras escasas cenas juntos, cuando Pete me explicó qué le había dicho Hilda.) Lo que le contó no era cierto. Yo nunca había tenido aventuras antes de conocer a Peter.