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Gustave Flaubert

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Beschreibung

La educación sentimental es una exploración profunda de los sueños, decepciones y frustraciones en la vida de Frédéric Moreau, un joven que busca encontrar su lugar en la sociedad francesa del siglo XIX. Gustave Flaubert retrata una época marcada por la agitación política y social, con un enfoque en las relaciones humanas y los ideales románticos que a menudo se desmoronan ante la realidad. A través de la vida de Frédéric, la novela examina cómo las aspiraciones juveniles son moldeadas por las circunstancias, las oportunidades perdidas y las elecciones equivocadas. El amor no correspondido por Madame Arnoux, la amistad con personajes de diversas clases sociales y su participación superficial en la política revelan el desencanto del protagonista con un mundo que parece inalcanzable. Desde su publicación, La educación sentimental ha sido reconocida por su enfoque en el fracaso de la juventud frente a las expectativas románticas y sociales. Flaubert no solo muestra los defectos individuales de sus personajes, sino también una crítica sutil de las estructuras sociales que limitan sus ambiciones. La novela sigue siendo relevante al explorar cómo los ideales de una generación a menudo chocan con la realidad de las instituciones políticas y sociales.

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Gustave Flaubert

LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL

Título original:

“L'Education sentimentale”

Sumario

PRESENTACIÓN

LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL

PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

TERCERA PARTE

PRESENTACIÓN

Gustave Flaubert

1821 - 1880

Gustave Flaubert fue un escritor francés, considerado uno de los más grandes novelistas de la literatura mundial. Nacido en Rouen, Normandía, Flaubert es conocido por su estilo meticuloso y su preocupación por la perfección literaria. Su obra más famosa, Madame Bovary (1857), marcó un hito en la novela realista, retratando la vida de una mujer insatisfecha en la provincia francesa y sus trágicas consecuencias. A lo largo de su carrera, Flaubert se destacó por su crítica a la burguesía y su análisis profundo de la psicología humana.

Primeros Años y Educación

Flaubert nació en el seno de una familia acomodada, hijo de un prestigioso cirujano. Desde joven mostró interés por la literatura, escribiendo relatos y ensayos. Estudió derecho en París, aunque pronto abandonó la carrera para dedicarse completamente a la escritura, especialmente tras ser diagnosticado con una enfermedad nerviosa. Su retiro a Croisset, donde vivió la mayor parte de su vida, fue crucial para su concentración en su trabajo literario, lo que le permitió dedicar largos años a la redacción de sus novelas.

Carrera y Contribuciones

El estilo de Flaubert se caracteriza por una prosa precisa y cuidadosa, que buscaba la "palabra exacta" para cada situación. Su novela Madame Bovary causó un gran escándalo al publicarse, debido a su retrato sin concesiones de una mujer que busca escapar de la banalidad de su vida provinciana a través del adulterio y el consumismo. La obra fue llevada a juicio por inmoralidad, aunque Flaubert fue finalmente absuelto.

Además de Madame Bovary, otras obras importantes de Flaubert incluyen Salambó (1862), una novela histórica ambientada en la antigua Cartago, y La educación sentimental (1869), un retrato detallado de la sociedad francesa de la época, explorando el desencanto y los fracasos personales de su protagonista, Frédéric Moreau. Su capacidad para capturar los detalles y las complejidades de la vida interior de sus personajes ha sido una de sus mayores contribuciones a la literatura.

Impacto y Legado

La obra de Flaubert ha sido enormemente influyente en el desarrollo de la novela moderna. Es considerado un maestro del realismo, aunque su perfeccionismo y su preocupación por el estilo lo acercan también al movimiento del modernismo. Autores como Marcel Proust y James Joyce reconocieron la influencia de Flaubert en su trabajo. Su obsesión por la precisión estilística y su distancia emocional en la narración revolucionaron la prosa de su tiempo, introduciendo una técnica que se aleja de la intrusión del narrador, permitiendo que las acciones y los diálogos de los personajes hablen por sí mismos.

Muerte y Legado

Flaubert murió en 1880 en Croisset, dejando un legado literario que sigue siendo estudiado y admirado. Su enfoque en la forma y su deseo de captar la verdad de la experiencia humana han asegurado su lugar entre los grandes de la literatura universal. A pesar de que en vida fue criticado por algunos por su falta de compromiso político, su obra ha perdurado como un testimonio de la observación aguda y la representación fiel de la condición humana.

Sobre la obra

La educación sentimental es una exploración profunda de los sueños, decepciones y frustraciones en la vida de Frédéric Moreau, un joven que busca encontrar su lugar en la sociedad francesa del siglo XIX. Gustave Flaubert retrata una época marcada por la agitación política y social, con un enfoque en las relaciones humanas y los ideales románticos que a menudo se desmoronan ante la realidad.

A través de la vida de Frédéric, la novela examina cómo las aspiraciones juveniles son moldeadas por las circunstancias, las oportunidades perdidas y las elecciones equivocadas. El amor no correspondido por Madame Arnoux, la amistad con personajes de diversas clases sociales y su participación superficial en la política revelan el desencanto del protagonista con un mundo que parece inalcanzable.

Desde su publicación, La educación sentimental ha sido reconocida por su enfoque en el fracaso de la juventud frente a las expectativas románticas y sociales. Flaubert no solo muestra los defectos individuales de sus personajes, sino también una crítica sutil de las estructuras sociales que limitan sus ambiciones. La novela sigue siendo relevante al explorar cómo los ideales de una generación a menudo chocan con la realidad de las instituciones políticas y sociales.

Al reflejar el desencanto y la lucha por encontrar sentido en un mundo en constante cambio, La educación sentimental ofrece una visión atemporal sobre los conflictos entre los sueños individuales y las imposiciones de la sociedad.

LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL

PRIMERA PARTE

I

Hacia las seis de la mañana del 15 de septiembre de 1840, próximo a zarpar, el Ville de Montereau despedía grandes torbellinos de humo delante del muelle de Saint-Bernard.

La gente llegaba sin aliento; las barricas, los cables, los cestos de ropa blanca dificultaban la circulación; los marineros no contestaban a nadie; tropezaban unas con otras las personas; los bultos subían por entre los dos tambores, y el bullicio se absorbía en el ruido del vapor, que, escapándose por las tapaderas de hierro de las chimeneas, todo lo envolvía en una nube blanquecina, mientras la campana sonaba avante sin cesar.

Por fin, el barco arrancó, y las dos orillas, pobladas de tiendas, de canteros y de fábricas, desfilaron como dos anchas cintas que se desenrollan.

Un joven de dieciocho años, de pelo largo, que llevaba un álbum debajo del brazo, estaba inmóvil cerca del timón. A través de la bruma contemplaba campanarios y edificios, cuyo nombre ignoraba; después abrazó en una última ojeada la isla de Saint-Louis, la Cité, Notre-Dame, y muy pronto, al desaparecer París, lanzó un suspiro prolongado.

Frédéric Moreau, que acababa de recibir el título de bachiller, regresaba a Nogentsur-Seine, donde debía languidecer durante dos meses antes de ir a cursar derecho. Su madre, con la suma indispensable, le había enviado al Havre a ver a un hermano suyo, del cual esperaba que fuese heredero su hijo; volvió de allí la víspera, y lamentaba no poder permanecer en la capital, siguiendo, para llegar a su provincia, el camino más largo.

Se apaciguó el tumulto; todos ocuparon su sitio: algunos, en pie, se calentaban alrededor de la máquina, y la chimenea despedía con resoplido lento y rítmico su penacho de humo negro; gotitas de rocío resbalaban por los cobres, el puente temblaba al impulso de una pequeña vibración interior, y las dos ruedas, girando rápidamente, golpeaban el agua.

El río se veía costeado de playas arenosas; se encontraban algunas balsas de madera que ondulaban al compás de las olas, o lanchas sin velas en que pescaba un hombre sentado. Luego, las brumas errantes se fundieron, apareció el sol, descendió poco a poco la colina que seguía el curso del Sena, por la derecha, surgiendo otra, más próxima, en la orilla opuesta.

La coronaban algunos árboles en medio de casas chatas, cubiertas de tejados a la italiana, con jardines en declive, separados por muros nuevos, verjas de hierro, céspedes, templadas estufas y tiestos de geranios, espaciados con regularidad en terrazas provistas de antepechos. Más de uno, al divisar aquellas coquetonas residencias, tan tranquilas, deseaba ser propietario, para vivir en ellas hasta el fin de sus días, con un buen billar, una chalupa, una mujer, o cualquier otro sueño. El placer enteramente nuevo de una excursión fluvial facilitaba las expansiones. Ya los bromistas empezaban con sus gracias; muchos cantaban; la gente estaba alegre y se tomaban copas.

Frédéric pensaba en el cuarto que ocuparía en su casa, en el plan de un drama, en asuntos para cuadros, en futuras pasiones. Juzgaba que la felicidad merecida por la excelencia de su alma tardaba en venir. Declamó versos melancólicos; paseaba por el puente con rápido paso, se adelantó hasta el fin, del lado de la campana, y, en un círculo de pasajeros y marineros, vio a un señor que decía galanterías a una aldeana, jugando mientras con la cruz de oro que llevaba ella sobre el pecho. Era un hombre de cuarenta años, de cabello crespo. Su busto vigoroso llenaba una chaqueta de terciopelo negro; en su camisa de batista brillaban dos esmeraldas y su ancho pantalón blanco caía sobre unas botas raras, coloradas, de cuero de Rusia, bordadas con dibujos azules.

La presencia de Frédéric no le detuvo. Se volvió hacia él muchas veces, interpelándole por medio de sus ojos; después ofreció cigarrillos a cuantos le rodeaban. Pero harto de aquella compañía, sin duda, se fue más lejos. Frédéric le siguió.

La conversación transcurrió primeramente sobre las diferentes especies de tabaco; después, naturalmente, acerca de las mujeres. El señor de las botas coloradas dio consejos al joven; expuso teorías, narró anécdotas, se citó a sí mismo como ejemplo, diciendo todo esto con tono paternal, con una ingenuidad de corrupción divertida.

Era republicano; había viajado, conocía el interior de los teatros, de los restaurantes, de los periódicos, y a todos los artistas célebres, a los que llamaba familiarmente por sus nombres; Frédéric le confió poco a poco sus proyectos, y él le animó a seguirlos.

Pero se interrumpió para observar el cañón de la chimenea; luego formuló, deprisa, un cálculo para saber “cuánto cada golpe de pistón, tantas veces por minuto, debía, etcétera”. Y cuando hizo la suma admiró mucho el paisaje, manifestándose dichoso por haber abandonado los negocios.

Frédéric sentía cierto respeto hacia él y no resistió al deseo de conocer su apellido. El desconocido contestó sin pararse:

 — Jacques Arnoux, propietario del Arte Industrial, bulevar Montmartre.

Un criado, con galón dorado en la gorra, vino a decirle:

 — Si el señor tuviera la bondad de bajar… la señorita le reclama.

Desapareció.

El Arte Industrial era un establecimiento híbrido, compuesto de una publicación pictórica y un almacén de cuadros. Frédéric había visto aquel título muchas veces en el escaparate de un librero de su país natal, en prospectos inmensos, donde el nombre de Jacques Arnoux aparecía ostentosamente.

El sol hería de plano, haciendo relucir las grímpolas de hierro, las gavias, alrededor de los mástiles, las planchas del filarete y la superficie del agua, que por la parte de proa se cortaba en dos surcos que se desvanecían en el límite de las praderas. En todos los recodos del río se encontraba el mismo panorama de álamos blancos. El campo se veía enteramente solitario, y en el cielo, nubecillas blancas y quietas. El tedio, vagamente esparcido, parecía amortiguar la marcha del barco y dar a los viajeros un aspecto más insignificante todavía.

Excepto algunos burgueses, en primera clase, los demás eran obreros, tenderos con sus mujeres y sus chicos. Como entonces había costumbre de vestirse con lo peor en los viajes, casi todos llevaban gorros griegos viejos o sombreros descoloridos; estrechos trajes negros, raídos por el roce de las mesas, o levitas con los ojales rotos de haber servido demasiado en la tienda; algunos chalecos de elástico dejaban asomar camisas de algodón manchadas de café, y algunos alfileres de similor clavados en corbatas hechas jirones; trabillas recosidas sujetando zapatos de orillo; dos o tres desharrapados que llevaban bastones con corregüelas lanzaban miradas oblicuas; y padres de familia abrían desmesuradamente los ojos, haciendo preguntas, hablando en pie o echados sobre sus equipajes; otros dormían por los rincones; muchos comían. El puente estaba sucio de cáscaras de nueces, colillas de cigarro, mondaduras de peras. Tres ebanistas, de blusa, estaban parados delante de la cantina; un músico, arpista, en harapos, descansaba apoyando los codos en su instrumento; se oía a intervalos el ruido del carbón de piedra en la hornilla, un grito, una risa. Y el capitán, en el entrepuente, andaba de uno a otro tambor, sin detenerse. Frédéric, para ir a su sitio, empujó la verja que separaba la primera clase y molestó a dos cazadores con sus perros.

Aquello fue como una aparición.

Ella estaba sentada en medio del banco, completamente sola; por lo menos, él no vio a nadie, debido al deslumbramiento que sus ojos le produjeron. Al mismo tiempo que pasaba él, ella alzó la cabeza, él la bajó involuntariamente, y cuando pasó más lejos, del mismo lado, la miró.

Llevaba un sombrero de paja ancho con cintas de color rosa, que fluctuaban al viento por su espalda. Sus cabellos negros, que descendían hasta el extremo de sus grandes cejas, parecían ceñir amorosamente el óvalo de su rostro. Su traje, de muselina clara con lunarcitos, caía en numerosos pliegues.

Se ocupaba en bordar algo, y su nariz recta, su mentón, su persona toda resaltaba sobre el fondo azul del espacio.

Como se mantenía en la misma actitud, dio él muchas vueltas a izquierda y derecha para disimular la maniobra; luego se detuvo muy cerca de su sombrilla, colocada contra el banco, y fingió que observaba una chalupa por el río.

Jamás había visto aquel esplendor de tez morena, la seducción de un busto, ni aquella delicadeza de los dedos que la luz atravesaban. Contemplaba su cesta de labor con arrobamiento, como una cosa extraordinaria. ¿Cuáles eran su nombre, su domicilio, su vida, su pasado? Ansiaba conocer los muebles de su cuarto, todos los trajes que hubiera llevado, las gentes que la visitaban, y el deseo de la posesión física hasta desaparecía ante un afán más profundo, en una dolorosa curiosidad sin límites.

Una negra, de pañuelo a la cabeza, se presentó, llevando de la mano a una niña ya mayor, cuyos ojos estaban llenos de lágrimas y que acababa de despertarse. La cogió sobre sus rodillas. La señorita no era buena, aunque iba pronto a cumplir siete años; su madre ya no la quería; se le perdonaban demasiado sus caprichos.

Y Frédéric se alegraba de oír aquellas cosas, como si hubiera hecho un descubrimiento, una adquisición.

La suponía de origen andaluz, quizá criolla. ¿Habría traído de las islas, consigo, a aquella negra?

Un gran chal de rayas violeta ceñía su espalda sobre la borda de cobre. ¡Cuántas veces, en medio del mar, durante las noches húmedas, habría envuelto su busto, habría cubierto sus pies, hasta dormir a su abrigo! El chal iba deslizándose poco a poco hacia el agua. Frédéric dio un salto y lo cogió. Ella le dijo:

 — Muy agradecida, caballero.

Sus ojos se encontraron.

 — ¿Estás lista, mujer? — preguntó el señor Arnoux, apareciendo en la escalera.

La señorita Marthe corrió hacia él y, colgada de su cuello, le tiraba de los bigotes. El sonido de un arpa se oyó de pronto, y quiso la niña oír la música; al punto, el del instrumento, traído por la negra, entró en el departamento de primera. Arnoux le reconoció por ser un antiguo modelo y le tuteó, cosa que sorprendió a los presentes. Por fin, el arpista echó hacia atrás su ancho pecho, extendió el brazo y se puso a tocar.

Era una romanza oriental, en que se trataba de puñales, de flores y de estrellas. El hombre de los harapos cantaba aquello con tono mordaz; los movimientos de la máquina cortaban la melancolía sin medida; apretaba él más, vibraban las cuerdas y sus sonidos metálicos parecían exhalar sollozos, como la queja de un amor orgulloso y vencido.

En ambas orillas del río se veían los bosques descender hasta el agua; circulaba una corriente de aire fresco; la señora Arnoux miraba vagamente a lo lejos.

Cuando cesó la música movió los párpados muchas veces, como si saliera de un sueño.

El arpista se les aproximó humildemente. Mientras Arnoux buscaba una moneda, Frédéric alargó hacia la gorra su mano cerrada y, abriéndola pudorosamente, depositó en ella una moneda de oro de veinte francos. Y no era la vanidad lo que le empujaba a dar aquella limosna delante de ella, sino un pensamiento de bendición a que la asociaba, un movimiento del corazón casi religioso.

Arnoux, enseñándole el camino, le invitó cordialmente a que almorzara. Frédéric aseguró que acababa de almorzar; sin embargo, se moría de hambre y no tenía ya ni un céntimo en el fondo de su bolsillo.

Después pensó que tenía tanto derecho como otro cualquiera a permanecer en la cámara.

Alrededor de las mesas redondas comían los burgueses y circulaba un camarero. Los señores de Arnoux se hallaban en el extremo, a la derecha; él se sentó en la larga banqueta de terciopelo y cogió un periódico que allí encontró.

Debían tomar la diligencia de Châlons en Montereau. Su viaje a Suiza duraría un mes.

La señora Arnoux censuraba a su marido por su debilidad con la pequeña. Murmuró él algo a su oído, una gracia indudablemente, puesto que ella sonrió; después fue a correr la cortina de la ventana de detrás.

El techo bajo, y enteramente blanco, arrojaba una luz fuerte. Frédéric, de frente, distinguía la sombra de sus pestañas. Mojaba ella sus labios en el vaso y entre sus dedos sostenía una cartera. El medallón de lapislázuli, sujeto con una cadenilla de oro a su muñeca, sonaba de cuando en cuando contra el plato. Los que estaban allí, sin embargo, no parecían notarlo.

Algunas veces se veía por las ventanas deslizarse el flanco de una barca que abordaba el barco para tomar o dejar viajeros. Las gentes que estaban sentadas a la mesa se inclinaban hacia las aberturas y decían el nombre de los lugares ribereños.

Arnoux se quejaba de la cocina; gritó mucho por la cuenta y obligó a que la redujeran. Después se llevó al joven a proa para beber grogs; pero Frédéric se volvió muy pronto a la toldilla, donde se encontraba la señora Arnoux, que leía un pequeño volumen de tapas grises.

Los extremos de su boca se entreabrían en algunos momentos, y un relámpago de placer iluminaba su frente. Frédéric tuvo celos del que había inventado aquellas cosas que ocupaban su mente. Cuanto más la contemplaba, más sentía que entre ambos se abrían abismos. Pensaba que era preciso abandonarla lenta, irrevocablemente, sin haber cruzado una frase, sin dejarse ni siquiera un recuerdo.

Una llanura se extendía hacia la derecha; a la izquierda, un herbazal iba a reunirse suavemente a una colina en que se percibían viñedos, nogales, un molino en medio del verde; algunos senderos, más allá, formando zigzag sobre la blanca roca que tocaba al límite del cielo. ¡Qué dicha subir juntos, el brazo rodeando su cintura, mientras su traje fuese barriendo las hojas amarillentas, escuchando su voz, dominado por los rayos de sus ojos! El barco podía detenerse, no tenían más que bajarse, y aquella cosa tan sencilla no era más fácil, sin embargo, que cambiar el curso del sol.

Algo más lejos se descubría un castillo de tejado puntiagudo con torrecillas cuadradas. Un parterre de flores se extendía delante de su fachada, y las avenidas penetraban en los altos tilos como negras bóvedas.

Se la figuró pasando por el límite de los setos.

En aquel instante, una señorita y un caballero joven se dejaron ver en la escalera, entre los tiestos de naranjos.

Luego, todo desapareció.

La chiquilla jugaba cerca de él; Frédéric quiso besarla; ella se ocultó detrás de la criada; le riñó su madre por no ser amable con el caballero que había salvado su chal.

“¿Era esta una manera indirecta de entrar en conversación? ¿Irá, por fin, a hablarme?”, se preguntó.

Apremiaba el tiempo. ¿Cómo obtener una invitación para casa de Arnoux? Y no se le ocurrió nada mejor que hacerle notar el calor del otoño, añadiendo:

 — Pronto el invierno, la estación de los bailes y las comidas…

Pero Arnoux se hallaba muy ocupado con sus equipajes.

La costa de Surville apareció; los dos puentes se juntaban, se costeó una cordelería; después, una fila de casas chatas; abajo, marmitas de brea, trozos de madera, y los pilluelos corrían por la arena, dando vueltas al cable. Frédéric reconoció a un hombre con chaleco de mangas y le gritó:

 — Despáchate.

Llegaron. Buscó trabajosamente a Arnoux entre la multitud de pasajeros, y el otro contestó, estrechándole la mano:

 — Hasta la vista, amigo mío.

Cuando estuvo sobre el muelle, Frédéric se volvió. La señora se hallaba cerca del timón, en pie. Le envió una mirada en que procuró poner toda su alma; como si nada hubiera hecho, permaneció ella inmóvil.

Después, sin fijar atención en los saludos de su criado, le dijo:

 — ¿Por qué no has traído el coche hasta aquí?

El buen hombre se excusó.

 — ¡Qué torpe! Dame dinero.

Y se fue a comer a una posada.

Un cuarto de hora después, tuvo deseos de entrar como por casualidad en el patio de las diligencias; todavía podía verla, quizá.

“¿Para qué?”, se dijo.

Y el coche americano le llevó. Uno de los dos caballos no pertenecía a su madre; había pedido prestado el del señor Chambrion, el recaudador, para engancharlo con el suyo. Isidore salió la víspera y descansó en Bray hasta la noche, y había dormido en Montereau; por eso las bestias trotaban bien.

Campos segados se prolongaban hasta el infinito. Dos hileras de árboles bordeaban el camino y los moretones de guijarros se sucedían; poco a poco, Villeneuve-Saint-Georges, Ablon, Châtillon, Corbeil y los otros pueblos; todo “su” viaje le vino a la memoria de manera tan clara, que ahora distinguía detalles nuevos, particularidades más íntimas; por debajo del último volante de “su” vestido veía “su” pie, calzado con fina bota de seda color marrón; el toldo de cutí formaba un amplio dosel sobre su cabeza, y las bolitas encarnadas de las guarniciones se movían perpetuamente al soplo de la brisa.

Se parecía a las mujeres de los libros románticos. No hubiera querido añadir ni quitar nada a su persona. El universo se ensanchaba de repente; ella era el punto luminoso donde convergía el conjunto de las cosas. Y mecido por el movimiento del carruaje, con los párpados medio cerrados, la mirada en las nubes, se entregaba a una alegría soñadora e infinita.

En Bray no esperó a que le dieran la avena: se fue por el camino adelante, enteramente solo. Arnoux la había llamado Marie. Entonces, él gritó, muy alto: “¡Marie!”. Su voz se perdió en el viento.

Una ancha franja de color púrpura inflamaba el cielo al Occidente. Grandes ruedas de molino, que se veían en medio de los rastrojos, proyectaban gigantescas sombras. Un perro se puso a ladrar en cierta lejana hacienda. Se estremeció, sobrecogido, con una inquietud sin causa.

Cuando Isidore se le reunió, se colocó en el pescante para guiar. Su desfallecimiento había pasado; se hallaba enteramente resuelto a introducirse, no importaba cómo, en casa de los Arnoux, a relacionarse con ellos. Su hogar debía de ser agradable; Arnoux, además, le gustaba; después, ¿quién sabe? Entonces, una oleada de sangre le subió a la cara; sus sienes zumbaban.

Chasqueó el látigo, sacudió las riendas y llevaba los caballos a un paso tal, que el viejo cochero le repetía:

 — Despacio, más despacio; los dejará usted sin resuello.

Poco a poco se calmó Frédéric y escuchó a su criado.

Esperaban al señor con gran impaciencia. La señorita Louise había llorado porque quería venir en el coche.

 — ¿Quién es la señorita Louise?

 — La chiquitina del señor Roque, ¿sabe usted?

 — ¡Ah!, no me acordaba — replicó Frédéric indolentemente.

A todo esto, los dos caballos no podían más, ambos cojeaban; y las nueve sonaban en Saint-Laurent cuando llegó a la plaza de armas, delante de la casa de su madre. Aquella casa espaciosa, con un jardín que lindaba con el campo, daba aún mayor consideración a la señora Moreau, que era la persona más respetada del país.

Procedía de una antigua familia noble, ya extinguida. Su marido, un plebeyo con quien sus padres la casaron, había muerto de una estocada, durante su embarazo, dejándole una fortuna comprometida. Recibía tres veces a la semana y daba de cuando en cuando una comida formal; pero el número de las bujías se hallaba calculado y esperaba con impaciencia sus rentas. Aquella estrechez, disimulada como un vicio, la hacía seria. Sin embargo, citaba sus virtudes sin ostentación de gazmoñería, sin acritud. Sus menores obras de caridad parecían grandes limosnas. Se le consultaba sobre la elección de los criados, la educación de las jóvenes, el arte de los dulces, y monseñor paraba en su casa en las visitas episcopales.

La señora Moreau alimentaba una gran ambición para su hijo; no legustaba oír que censurasen al gobierno, por una especie de prudencia anticipada. Él necesitaría protección al principio; luego, merced a sus medios, llegaría a consejero de Estado, embajador, ministro. Sus triunfos en el colegio de Sens legitimaban aquel orgullo: había obtenido el premio de honor.

Cuando entró en el salón, todos se levantaron con gran ruido y le abrazaron, y con las butacas y las sillas se formó un amplio semicírculo alrededor de la chimenea. El señor Gamblin le preguntó inmediatamente su opinión sobre la señora Lafarge. Aquel proceso, el furor de la época, produjo una violenta discusión; la señora Moreau la contuvo, con pesar del señor Gamblin, que la juzgaba útil para el joven, en calidad de futuro jurisconsulto, y salió del salón contrariado.

Nada debía sorprender en un amigo del tío Roque. A propósito del tío Roque, se habló del señor Dambreuse, que acababa de adquirir la propiedad de la Fortelle. Pero el recaudador se había llevado aparte a Frédéric para saber lo que pensaba de la última obra de Guizot. Todos deseaban conocer sus asuntos, y la señora Benoît preguntó directamente sobre su tío.

¿Cómo estaba aquel buen pariente?

No daba ya noticias suyas.

¿No tenía un primo lejano en América?

La cocinera anunció que la sopa del señor estaba servida. La gente se retiró por discreción.

En cuanto, poco después, estuvieron solos, su madre le dijo en voz baja:

 — ¿Y bien?

El viejo le había recibido muy cordialmente, pero sin manifestar sus intenciones.

La señora Moreau suspiró.

“¿Dónde estará ahora ella?”, pensó él.

La diligencia rodaba y, envuelta en el chal, sin duda, apoyaba en el paño del cupé su hermosa cabeza dormida.

Subían a sus cuartos, cuando un mozo del Cisne de la Cruz trajo una carta.

 — ¿Qué es eso?

 — Deslauriers, que me necesita — dijo.

 — ¡Ah!, tu camarada — contestó la señora Moreau, con sonrisa de desprecio — . ¡La hora ha sido bien elegida, ciertamente!

Frédéric vacilaba; pero la amistad venció y cogió su sombrero.

 — Por lo menos, no tardes mucho — le dijo su madre.

II

El padre de Charles Deslauriers, antiguo capitán de infantería, dimisionario de 1818, volvió a Nogent a casarse, y con el dinero de la dote había comprado una plaza de alguacil de corte, que apenas le bastaba para vivir. Agriado por grandes injusticias, sufriendo con sus antiguas heridas y echando siempre de menos al emperador, desahogaba en las gentes que le rodeaban las cóleras que le mortificaban. Pocos niños fueron más golpeados que su hijo. El muy travieso no cedía, a pesar de los golpes. Cuando su madre trataba de interponerse se veía tan maltratada como el chico. Por fin, el capitán le colocó en su estudio, y todo el día le tenía inclinado sobre el pupitre, copiando documentos, cosa que le produjo el desarrollo del hombro derecho, visiblemente mayor que el otro.

En 1833, el señor presidente le invitó a que vendiera su estudio, y así lo hizo. Su mujer murió de un cáncer. Él se fue a vivir a Dijon; después se estableció como procurador, en Troyes, y, habiendo obtenido para Charles media beca, le llevó al colegio de Sens, donde se encontró con Frédéric. Pero el uno tenía doce años, y el otro, quince; además, mil diferencias de carácter y de origen los separaban.

Frédéric encerraba en su cómoda toda clase de provisiones, cosas excelentes; un neceser de aseo, por ejemplo. Le gustaba levantarse tarde, mirar las golondrinas, leer obras dramáticas y, echando de menos las dulzuras de su casa, encontraba penosa la vida del colegio.

En cambio, al hijo del alguacil le parecía agradable. Trabajaba tanto, que al segundo año pasó a la clase tercera. Sin embargo, a causa de su pobreza o de su carácter pendenciero, le rodeaba una sorda malevolencia. Pero una vez que un criado le llamó hijo de mendigo, en pleno patio de los “medianos”, le saltó al cuello, y lo hubiera matado si no intervienen tres profesores de estudios. Frédéric, lleno de admiración, le estrechó entre sus brazos. A partir de ese día, su intimidad fue completa. El afecto de un “grande” (de un “mayor”) lisonjeó, sin duda, la vanidad del “pequeño”, y el otro aceptó como una felicidad aquel sacrificio que le ofrecía.

Su padre le dejaba en el colegio durante las vacaciones.

Una traducción de Platón, que encontró por casualidad, le entusiasmó. Y entonces se apasionó por los estudios metafísicos, y sus progresos fueron rápidos, porque se entregaba con fuerzas juveniles y con el orgullo de una inteligencia que se emancipa. Jouffroy, Cousin, Laromiguière, Mallebranche, los escoceses: cuanto la biblioteca contenía, otro tanto aprendió; hasta tuvo necesidad de robar la llave para procurarse libros.

Las distracciones de Frédéric eran muy serias. Dibujó, en la calle Trois-Rois, la genealogía de Cristo, esculpida en un poste; luego, el pórtico de la catedral. Después de los dramas de la Edad Media leyó las memorias: Froissart, Comines, Pierre de l’Estoile, Brantôme.

Las imágenes que aquellas lecturas llevaban a su espíritu le dominaban tan por completo, que experimentaba la necesidad de reproducirlas. Ambicionaba ser un día el Walter Scott de Francia. Deslauriers meditaba un vasto sistema de filosofía que tuviera las más lejanas aplicaciones.

Hablaban de todo aquello durante los recreos, en el patio, enfrente de la inscripción moral pintada debajo del reloj; cuchicheaban en la capilla, en las barbas de san Luis; soñaban en el dormitorio, desde el cual se dominaba el cementerio. Los días de paseo se colocaban detrás de los demás y hablaban interminablemente.

Hablaban de lo que harían mucho más tarde, cuando salieran del colegio. Primero emprenderían un gran viaje con el dinero que Frédéric recibiría de su fortuna, a la mayoría de edad. Luego volverían a París, trabajarían juntos, no se separarían; y, como descanso de sus trabajos, tendrían amores de princesas en tocadores de raso, o fulgurantes orgías con ilustres cortesanas. Algunas dudas se presentaban después de sus entusiasmos y esperanzas, después de crisis de alegre facundia, cayendo en un profundo silencio.

Las noches de verano, cuando habían andado mucho tiempo por los caminos pedregosos, por las orillas de los viñedos o por el camino real en pleno campo, y los trigos ondulaban al sol, mientras perfumes de angélica embalsamaban el aire, una especie de sofocación los sobrecogía y se echaban de espaldas, aturdidos, embriagados. Los demás, en mangas de camisa, jugaban a la barra o lanzaban globos. El criado los llamaba. Se volvían, siguiendo los jardines que atravesaban arroyuelos; luego, los bulevares sombreados por los viejos muros; en las calles desiertas se oían sus pasos; la verja se abría, subían la escalera, como después de grandes desórdenes.

El señor censor pretendía que se exaltaban mutuamente. Sin embargo, si Frédéric trabajaba en las clases de altos estudios, era por las exhortaciones de su amigo; y en las vacaciones de 1837 le llevó a casa de su madre.

El joven desagradó a la señora Moreau; comió extraordinariamente, rehusó asistir los domingos a la misa, tenía ideas republicanas; por último creyó que había conducido a su hijo a lugares deshonestos. Se vigilaron sus relaciones y por eso se quisieron más. Su despedida fue penosa cuando Deslauriers, al año siguiente, dejó el colegio para estudiar derecho en París.

Frédéric pensaba reunirse con él. No se habían visto hacía dos años, y cuando sus abrazos terminaron, se fueron hacia los puentes para poder hablar con mayor libertad.

El capitán, que tenía por entonces un billar en Villenauxe, se había puesto rojo de cólera cuando su hijo le había reclamado las cuentas de su tutela, y hasta le había suprimido los alimentos netamente. Pero como trataba de presentarse más tarde a concurso para una cátedra de profesor de la escuela, y no tenía dinero, Deslauriers aceptó en Troyes una plaza de pasante en casa de un abogado. A fuerza de privaciones economizaría cuatro mil francos, y si no había de tomar nada de la herencia materna, siempre tendría con qué trabajar libremente, durante tres años, esperando a hacerse una posición. Era preciso, pues, abandonar su antiguo proyecto de vivir juntos en la capital, por el presente al menos.

Frédéric bajó la cabeza; aquel era el primero de sus sueños que se desvanecía.

 — Consuélate — dijo el hijo del capitán — ; la vida es larga; somos jóvenes. Ya me reuniré contigo. No pienses más en ello.

Le estrechaba las manos y, para distraerle, le hizo varias preguntas acerca de su viaje.

Frédéric no tenía grandes cosas que contar. Pero al recordar a la señora Arnoux desapareció su pena. No habló de ella, contenido por pudor; en cambio se extendió respecto a Arnoux, refiriendo sus ideas, sus maneras, sus amistades; y Deslauriers le animó mucho para que cultivara aquellas relaciones.

Frédéric, en aquellos últimos tiempos, no había escrito nada; sus opiniones literarias habían cambiado; estimaba por encima de todo la pasión: Werther, René, Franck, Lara, Lélia y otros más medianos le entusiasmaban casi igualmente. A veces la música le parecía la única capaz de expresar sus turbaciones interiores; entonces soñaba sinfonías; o le dominaba la superficie de las cosas, y quería pintar. Había compuesto versos, sin embargo. Deslauriers los encontró muy hermosos, pero sin pedir que le recitara más.

Él, a su vez, se había apartado de la metafísica. La economía social y la Revolución francesa le preocupaban. En aquella época era un gran diablo de veintidós años, flaco, con una boca ancha y aire resuelto. Aquella noche llevaba un mal paletó de lastén y sus zapatos estaban blancos de polvo, porque había andado a pie el camino de Villenauxe, expresamente para ver a Frédéric.

Isidore se acercó a ellos.

La señora rogaba al señorito que volviera, y temiendo que hiciera frío, le enviaba su capa.

 — Quédate — dijo Deslauriers.

Y continuaron paseándose de uno a otro extremo de los dos puentes que se apoyaban en la estrecha isla que forman el canal y el río.

Cuando iban del lado de Nogent tenían enfrente un grupo de casas que se inclinaban levemente; a la derecha, la iglesia aparecía detrás de los molinos de madera, cuyas compuertas estaban cerradas; y a la izquierda, los setos de arbustos, a lo largo de la orilla, cercaban algunos jardines, que apenas se veían. Pero del lado de París, el camino real bajaba en línea recta, y las praderas se perdían a lo lejos en los vapores de la noche, que era silenciosa y de una claridad blanquecina. Olores de húmedo follaje subían hasta ellos, y la caída de la presa, cien pasos más allá, murmuraba con ese gran ruido dulce que hacen las olas en las tinieblas.

Deslauriers se paró y dijo:

 — ¡Esas buenas gentes que duermen tranquilas…! Es gracioso. ¡Paciencia! Un nuevo ochenta y nueve se prepara. ¡Ya se están cansando de constituciones, de cartas, de sutilezas, de mentiras! ¡Ah, si yo tuviera un periódico o una tribuna, cómo sacudiría todo eso! Pero para emprender cualquier cosa es preciso dinero. ¡Qué maldición ser hijo de un cantinero y perder uno su juventud buscándose el pan!

Bajó la cabeza, se mordió los labios; tiritaba debajo de su delgado traje.

Frédéric le echó la mitad de su capa sobre los hombros; se envolvieron ambos y abrazados por la cintura andaban abrigados y juntos.

 — ¿Cómo quieres que yo viva allá sin ti? — decía Frédéric. La amargura de su amigo le había vuelto a enternecer — . Yo habría hecho algo con una mujer que me hubiera amado… ¿Por qué te ríes? El amor es el alimento y como la atmósfera del genio. Las emociones extraordinarias producen las obras sublimes. En cuanto a buscar la que yo necesitaría, renuncio a ello. Además, si alguna vez la encuentro, me rechazará ella. Soy de la raza de los desheredados y me extinguiré con un tesoro que fuese de cristal o de brillantes, no lo sé.

La sombra de alguien se reflejó en el suelo, al mismo tiempo que oyeron estas palabras:

 — Servidor, señores.

El que las pronunciaba era un hombrecillo con ancho levitón oscuro y gorra, cuya visera dejaba asomar la nariz afilada.

 — El señor Roque — dijo Frédéric.

 — El mismo — respondió la voz.

El de Nogent justificó su presencia, contando que volvía de vigilar sus trampas para lobos, en su jardín, a orillas del agua.

 — ¿Y ya está usted de regreso en nuestro país? Muy bien. Lo he sabido por mi chiquilla. La salud siempre buena, ¿verdad? ¿Aún no se retira usted?

Y se marchó, mortificado, sin duda, por la acogida de Frédéric.

La señora Moreau no le trataba con afecto; el tío Roque vivía en concubinato con su criada, y era poco considerado, aunque fuese el gancho de las elecciones, el administrador del señor Dambreuse.

 — ¿El banquero vive en la calle Anjou? — preguntó Deslauriers — . ¿Sabes lo que deberías hacer, querido amigo?

Isidore los interrumpió de nuevo. Tenía orden de llevarse a Frédéric inmediatamente. La señora se inquietaba por su ausencia.

 — Bien, bien, ya se va — dijo Deslauriers — ; no se quedará sin acostarse. — Y, cuando el criado se marchó, añadió — : Deberías rogar a ese viejo que te introdujera en casa de los Dambreuse; nada es tan útil como frecuentar una casa rica. Puesto que tienes un frac negro y unos guantes blancos, aprovéchalos. Es preciso que vayas a esa sociedad; tú me llevarás luego a mí. ¡Un hombre millonario, piénsalo bien! Arréglate de modo que le agrades y también a su mujer. Sé su amante.

Frédéric protestaba.

 — Pues te digo cosas clásicas, me parece. Recuerda a Rastignac en La comedia humana. Tú triunfarás; estoy seguro.

Frédéric tenía tal confianza en Deslauriers, que se sintió vencido, y olvidando a la señora Arnoux, o creyéndola en la predicción hecha respecto de la otra, no pudo impedir una sonrisa.

El pasante añadió:

 — Último consejo: examínate. Un título siempre es bueno, y abandona resueltamente tus poetas católicos y satánicos, tan adelantados en filosofía como se estaba en el siglo doce. Tu desesperación es muy tonta. Personajes más importantes tuvieron en sus principios mayores dificultades, comenzando por Mirabeau. Además, nuestra separación no será tan larga. Yo haré vomitar al tramposo de mi padre. Ya es tiempo de que me vuelva. Adiós. ¿Tienes cinco francos para pagar mi comida?

Frédéric le dio diez, resto de la suma que por la mañana le entregó Isidore.

A veinte metros de los puentes, a la orilla izquierda, brillaba una luz en el desván de una casa baja.

Deslauriers la vio y dijo enfáticamente, quitándose el sombrero:

 — Venus, reina de los cielos, servidor. Pero la penuria es la madre de la prudencia. ¡Cuánto nos han calumniado por eso! ¡Misericordia!

Aquella alusión a una aventura común los puso alegres; reían muy alto por las calles.

Luego, pagado su gasto en la posada, Deslauriers acompañó a Frédéric hasta la encrucijada del hotel Dieu y, después de un prolongado abrazo, se separaron los dos amigos.

III

Dos meses más tarde, Frédéric, que llegó por la calle Coq-Héron, pensó inmediatamente en hacer su gran visita.

La casualidad le había servido. El tío Roque había ido a llevarle un rollo de papeles, rogándole que personalmente los entregara en casa del señor Dambreuse, y acompañaba el envío de una carta abierta, presentando a su joven compatriota.

La señora Moreau se mostró sorprendida de aquel paso, y Frédéric disimuló el placer que le causaba.

El señor Dambreuse era en realidad el conde de Ambreuse; pero desde 1825 abandonó poco a poco su nobleza y su partido y se encaminó a la industria; con el oído en todos los despachos, la mano en todas las empresas, al acecho de las buenas ocasiones, sutil como un griego y laborioso como un auvernés, había amasado una fortuna que se decía considerable; además, era oficial de la Legión de Honor, miembro del consejo general de Aube, diputado; algún día, par de Francia; complaciente, por otra parte, fatigaba al ministro con sus continuas peticiones de socorros, de cruces, estancos, y, en sus censuras al poder, se inclinaba al centro izquierda. Su mujer, la linda señora Dambreuse, que citaban los periódicos de modas, presidía las juntas de caridad. Acariciando a las duquesas, apaciguaba los rencores del noble barrio y hacía creer que el señor Dambreuse podría aún arrepentirse y prestar servicios.

El joven se hallaba confuso al ir a su casa.

“Mejor hubiera hecho poniéndome el frac. Me invitarán, indudablemente, al baile de la próxima semana. ¿Qué me dirán?”.

Reconquistó el aplomo, pensando que el señor Dambreuse no era más que un burgués, y salió alegremente del coche a la acera de la calle Anjou.

Cuando empujó una de las puertas cocheras, atravesó el patio, subió la escalera y entró en un vestíbulo, cuyo piso era de mármol de color.

Un doble ramal recto, tapizado de rojo, con varillas de bronce, se apoyaba en las paredes de reluciente estuco. Había, al pie de los escalones, un plátano, cuyas anchas hojas caían sobre el terciopelo de la baranda. En dos candelabros de bronce colgaban, sujetos con cadenillas, globos de porcelana; los respiraderos de los caloríferos, abiertos, exhalaban una atmósfera pesada y se oía el tictac de un gran reloj colocado al otro extremo del vestíbulo, debajo de una panoplia.

Sonó un timbre y se presentó un criado, que introdujo a Frédéric en una pequeña habitación, donde había dos arcas con divisiones llenas de legajos. El señor Dambreuse escribía entre ambas sobre un buró de cilindro.

Recorrió la carta del tío Roque, abrió con su cortaplumas el lienzo que cubría los papeles y los examinó.

Desde lejos, y en razón de su corta estatura, podía parecer joven todavía, pero su escaso pelo blanco, sus miembros delicados y, sobre todo, la palidez extraordinaria de su rostro, acusaban un temperamento arruinado. Una energía cruel asomaba a sus ojos verdosos, más fríos que ojos de cristal.

Tenía los pómulos salientes y manos de nudosas articulaciones.

Por fin, se levantó y dirigió al joven algunas preguntas acerca de personas de su conocimiento, sobre Nogent, sobre sus estudios. Después le despidió, inclinándose.

Frédéric salió por otro corredor y se halló en el patio, cerca de las cocheras.

Un cupé azul, al que estaba enganchado un caballo negro, se veía parado delante de la escalera. La portezuela se abrió, subió una señora, y el coche, con sordo ruido, rodó por la arena.

Frédéric llegó al mismo tiempo que ella, por el otro lado, a la puerta cochera, y no siendo el espacio bastante ancho, tuvo que esperar. La joven, inclinada hacia fuera de la ventanilla, hablaba muy bajo al conserje. Frédéric no percibía más que su espalda, cubierta con una toca violeta. Sin embargo, se fijaba en el interior del carruaje, tapizado de reps azul con pasamanería y flecos de seda.

Los vestidos de la señora lo llenaban, y de aquella pequeña caja guateada se escapaba un perfume de iris y como una vaga sensación de elegancias femeninas. El cochero aflojó las riendas, el caballo rozó el guardarruedas bruscamente y todo desapareció.

Frédéric se volvió a pie, siguiendo los bulevares, lamentándose de no haber podido distinguir a la señora Dambreuse.

Algo más allá de la calle Montmartre, el paso de carruajes, que le detuvo, le hizo volver la cabeza, y al lado opuesto, enfrente, leyó en una muestra de mármol: JACQUES ARNOUX.

¿Cómo no había pensado antes en ella? La culpa la tenía Deslauriers. Se adelantó hacia la tienda, pero no entró; esperaba a que ella apareciese.

Los grandes cristales transparentes ofrecían a la vista, por una hábil disposición, estatuas pequeñas, dibujos, grabados, catálogos, números de El Arte Industrial, y los precios de suscripción se leían repetidos sobre la puerta, adornada al centro con las iniciales del editor. Se veían en las paredes grandes cuadros, cuyo barniz brillaba, y allá, en el fondo, dos estantes cargados de porcelanas, bronces, curiosidades seductoras. Los separaba una escalerita, cerrada en lo alto por un portier de moqueta, y una araña de Sajonia antigua, un tapiz verde sobre el suelo, con una mesa de marquetería, daban a aquel interior más apariencia de salón que de tienda.

Frédéric hacía como que examinaba los dibujos, y después de infinitas vacilaciones, entró.

Un dependiente levantó el portier y contestó que el señor no estaría en el almacén hasta las cinco; pero si quería dejar recado…

 — No; volveré — replicó suavemente Frédéric.

Empleó los siguientes días en buscarse alojamiento y se decidió por un cuarto en el piso segundo de un hotel de la calle Saint-Hyacinthe.

Llevando debajo del brazo un cartapacio enteramente nuevo, se dirigió a la apertura de los cursos. Trescientos jóvenes, descubiertos, llenaban un anfiteatro, donde un anciano con toga encarnada disertaba con voz monótona; las plumas arañaban el papel. Volvía a encontrar en aquella sala el olor polvoriento de las clases, una cátedra de forma semejante, el mismo tedio. Durante quince días siguió yendo; pero aún no estaban en el artículo tercero cuando ya había abandonado el Código civil y dejó la Instituta en la Summa diviso personarum.

Las alegrías que se prometía no llegaban, y cuando hubo agotado un gabinete de lectura, recorrió las colecciones del Louvre, y muchas veces fue al teatro, cayendo en una insondable ociosidad.

Mil cosas nuevas aumentaban su tristeza. Tenía necesidad de contar su ropa blanca y sufrir al conserje, zafio, con facha de enfermero, que venía por la mañana a arreglar su cama, oliendo a alcohol y gruñendo. Su cuarto, adornado con un péndulo de alabastro, le desagradaba.

Los tabiques eran delgados y oía a los estudiantes hacer ponche, reír, cantar.

Cansado de aquella soledad, buscó a uno de sus antiguos camaradas, llamado Baptiste Martinon, y le descubrió en una modesta casa de la calle Saint-Jacques, quemándose las cejas sobre los Procedimientos, delante de un fuego de carbón de piedra.

Enfrente de él, una mujer con traje de indiana zurcía calcetines.

Martinon era lo que se llama un hombre guapo: grande, mofletudo, de fisonomía regular y ojos azules saltones. Su padre, un grueso labrador, le destinaba a la magistratura, y queriendo parecer ya serio, llevaba la barba arreglada en forma de collar.

Como los aburrimientos de Frédéric no tenían razonable motivo, y no podía argüir desgracia alguna, Martinon no comprendió nada de sus lamentaciones sobre la existencia. Él iba todos los días a la escuela, se paseaba luego por el Luxemburgo, tomaba por la noche su copa en el café, y con mil quinientos francos al año y el amor de aquella obrera se sentía perfectamente feliz.

“¡Qué dicha!”, exclamó interiormente Frédéric.

Hizo en la escuela otra nueva amistad: el señor Cisy, hijo de buena familia y que parecía una señorita, en la elegancia de sus maneras.

El señor Cisy se ocupaba de dibujo, le gustaba el gótico. Muchas veces fueron a admirar juntos la Sainte Chapelle y Notre-Dame. Pero la distinción del joven patricio ocultaba una inteligencia de las más pobres. Todo le sorprendía, se reía mucho con la menor broma y manifestaba tan completa ingenuidad, que Frédéric le tomó al principio por un burlón y le consideró, finalmente, como un badulaque.

Las expansiones no eran, pues, posibles con nadie. Siempre estaba aguardando la invitación de los Dambreuse.

Por año nuevo les mandó tarjetas, pero no recibió ninguna de ellos.

Había vuelto al Arte Industrial.

Y entró una tercera vez y vio, por fin, a Arnoux, que discutía en medio de cinco o seis personas, y apenas contestó a su saludo, cosa que ofendió a Frédéric. No por esto buscó menos el modo de llegar hasta ella.

Al principio tuvo la idea de presentarse con frecuencia para comprar cuadros. Luego pensó deslizar en la caja del periódico algunos artículos muy fuertes, con lo que adquiriría relaciones. Quizá valdría más correr derecho hacia el objetivo y declarar su amor. Entonces escribió una carta de doce páginas, llena de sentimientos líricos y de apóstrofes; pero la rompió y no hizo nada, no intentó nada, inmovilizado ante el temor de un fracaso.

Encima de la tienda de Arnoux había, en el primer piso, tres ventanas con luz todas las noches. Algunas sombras circulaban detrás; una, especialmente, era la suya; y se iba muy lejos para mirar aquellas ventanas y contemplar aquella sombra.

Una negra, que cruzó cierto día por las Tullerías, llevando una chiquilla de la mano, le recordó a la negra de la señora Arnoux. Esa debía de ir allí como las demás: cuantas veces atravesaba las Tullerías palpitaba su corazón, esperando encontrarla. Los días de sol continuaba su paseo hasta el extremo de los Campos Elíseos.

Mujeres negligentemente recostadas en sus calesas y cuyos velos flotaban al viento desfilaban delante de él, al paso de sus caballos, con un balanceo insensible, que hacía crujir las capotas charoladas. Los carruajes aumentaban, y yendo más despacio desde Rond-Point, ocupaban toda la vía. Las crines junto a las crines, los faroles junto a los faroles; los estribos de acero, las barbadas de plata, las hebillas de bronce, despedían puntos luminosos entre los calzones cortos, los guantes blancos y las pieles que caían sobre los blasones de las portezuelas. Se sentía como perdido en un mundo lejano. Sus ojos erraban de una a otra cabeza femenina y vagas semejanzas traían a su memoria a la señora Arnoux. Se la figuraba en medio de los demás, en uno de aquellos pequeños cupés, parecidos al cupé de la señora Dambreuse. Pero el sol se ponía y el viento frío levantaba torbellinos de polvo. Los cocheros metían el mentón en sus cuellos levantados, las ruedas rodaban con mayor velocidad, el duro suelo de la carretera rechinaba y todos los carruajes bajaban al trote largo la gran avenida, rozándose, pasándose, apartándose unos de otros, para dispersarse luego en la plaza de la Concorde. Detrás de las Tullerías, el cielo se tornaba triste, pizarroso; los árboles del jardín formaban dos masas enormes, violadas en la copa. Los faroles de gas se encendían y el Sena, verdoso en toda su extensión, se desgarraba en aguas de plata contra los pilares de los puentes.

Iba a comer, mediante dos francos y quince céntimos por tarjeta, a un restaurante de la calle de la Harpe.

Miraba desdeñosamente el mostrador de caoba viejo, las servilletas manchadas, los cubiertos grasientos y los sombreros colgados en la pared. Los que le rodeaban eran, como él, estudiantes; hablaban de los profesores, de sus amantes. ¡Bastante le importaban los profesores! ¿Tenía él, acaso, amante? Para evitar sus alegrías, llegaba lo más tarde posible. Las mesas todas se veían cubiertas de los restos; los dos mozos, cansados, dormían en los rincones, y un olor a cocina, de quinqué y de tabaco llenaba la desierta sala.

Después subía despacio las calles. Los reverberos se balanceaban, haciendo temblar sobre el lodo largos reflejos amarillentos. Sombras con paraguas se deslizaban por las aceras. El suelo estaba pegajoso, caía la bruma y le parecía que las húmedas tinieblas le envolvían, descendiendo indefinidamente en su corazón.

Los remordimientos le asaltaron y volvió a las clases; pero como no conocía nada de las materias dilucidadas, le parecían difíciles las cosas más sencillas.

Se puso a escribir una novela titulada Silvio, el hijo del pescador. Transcurría en Venecia. El héroe era él mismo; la heroína, la señora Arnoux, que se llamaba Antonia; y, para conseguirla, asesinaba a muchos caballeros, quemaba una parte de la ciudad y cantaba debajo de los balcones de ella, donde se movían con la brisa las cortinas de damasco encarnado del bulevar Montmartre. Las reminiscencias excesivas que advirtió le desanimaron; no fue más allá, y su ociosidad aumentó.

Entonces suplicó a Deslauriers que viniera a compartir con él su cuarto. Se arreglarían para vivir con sus dos mil francos de pensión; todo valía más que aquella existencia intolerable. Deslauriers no podía dejar aún Troyes; le animaba a que se distrajera y tratara a Sénécal.

Sénécal era un pasante de matemáticas, hombre de cabeza firme y convicciones republicanas; un futuro Saint-Just, decía Deslauriers. Frédéric había subido tres veces sus cinco pisos, sin que le devolviera ninguna visita, y no volvió más.

Quiso divertirse, fue a los bailes de la Ópera. Aquellas alegrías tumultuosas le helaban desde la puerta. Además, se contenía por el temor a una afrenta pecuniaria, imaginándose que una cena con un dominó suponía gastos considerables y era una gruesa aventura.

Le parecía, sin embargo, que debían amarle. Algunas veces se despertaba con el corazón lleno de esperanza, se vestía cuidadosamente, como para una cita, y daba por París paseos interminables. A cada mujer que iba delante de él, o que avanzaba hacia donde él estaba, se decía: “Esa es”. Era, sí, una decepción nueva cada vez.

La idea de la señora Arnoux justificaba aquellas angustias. Quizá la encontraría en su camino, y soñaba para reunirse con ella complicaciones de la casualidad, peligros extraordinarios de los que la salvaría.

Así, los días transcurrían en la repetición de los mismos fastidios y costumbres contraídas. Hojeaba folletos bajo las arcadas del Odeón, iba a leer

la Revue des Deux Mondes al café, entraba en una sala del Colegio de Francia, escuchaba durante una hora una lección de chino o de economía política. Todas las semanas escribía largamente a Deslauriers, comía de cuando en cuando con Martinon, veía en ocasiones al señor Cisy.

Alquiló un piano y compuso valses alemanes.

Una noche, en el teatro del Palacio Real, divisó en un palco de proscenio a Arnoux, cerca de una mujer. ¿Era ella? El abanico de tafetán verde, puesto sobre el borde de la baranda del palco, ocultaba su rostro. Por fin, el telón se levantó y bajó el abanico. Era una persona alta, de treinta años aproximadamente, estropeada, y cuyos gruesos labios descubrían, al reírse, espléndidos dientes. Hablaba familiarmente con Arnoux y le daba con el abanico golpecitos en los dedos. Luego, una joven rubia, con los párpados algo encarnados, como si acabara de llorar, se sentó entre ellos. Arnoux permaneció, desde entonces, medio inclinado sobre su hombro, hablándole y escuchándole ella sin contestar. Frédéric trataba de descubrir la condición de aquellas mujeres, modestamente vestidas, con trajes oscuros y cuellos bajos.

Al terminar el espectáculo se precipitó a los corredores, que llenaba la gente. Arnoux, delante de él, bajaba la escalera despacio, dando el brazo a las dos mujeres.

De repente, un farol de gas arrojó sobre él la luz; llevaba gasa en el sombrero; ¿habría, tal vez, muerto ella? Tal idea atormentó a Frédéric con tanta fuerza, que al día siguiente corrió al Arte Industrial, y pagando deprisa un grabado de los que se veían extendidos en el mostrador, preguntó al dependiente cómo estaba el señor Arnoux.

El dependiente contestó:

 — Pues bien.

Frédéric añadió, palideciendo:

 — ¿Y la señora?

 — La señora también.

Frédéric se olvidó de llevarse el grabado.

Acabó el invierno. Menos triste estuvo en la primavera; se preparó para los exámenes, y habiéndolos sufrido medianamente, se marchó enseguida a Nogent.

No fue a Troyes a ver a su amigo, para evitar los reproches de su madre.

Después, cuando volvió a la capital, dejó su alojamiento y tomó en el muelle Napoleón dos piezas, que amuebló.

La esperanza de una invitación de Dambreuse le había abandonado y su gran pasión hacia la señora Arnoux comenzaba a extinguirse.

IV

Una mañana del mes de diciembre, al dirigirse a la clase de Procedimientos, creyó observar, en la calle Saint-Jacques, mayor animación de la ordinaria. Los estudiantes salían precipitadamente de los cafés o se llamaban por las ventanas abiertas, de unas a otras casas; los tenderos, en medio de las aceras, miraban con aire inquieto; los postigos se cerraban, y cuando llegó a la calle Soufflot vio una gran reunión alrededor del Panteón.

Algunos jóvenes, en grupos desiguales de cinco a doce, se paseaban dándose el brazo y se juntaban con los grupos más numerosos, parados aquí y allá; en el fondo de la plaza, contra las rejas, paseaban hombres de blusa, mientras, el tricornio ladeado sobre la oreja y las manos a la espalda, los municipales andaban arrimados a las paredes, haciendo sonar en las baldosas sus gruesas botas. Todos tenían un aire misterioso, aturdido; algo se esperaba, evidentemente; cada cual contenía en la punta de la lengua una interrogación.

Frédéric se hallaba cerca de un joven rubio, de fisonomía agradable, que llevaba bigote y perilla, como un petimetre de tiempos de Luis XIII, al cual preguntó la causa del desorden.

 — No sé nada — contestó el otro — ; ni ellos tampoco. Esta es su moda presente. ¡Qué frase tan excelente! — Y soltó la risa.

Las peticiones para la reforma, que se hacían firmar a la guardia nacional, juntamente con el empadronamiento humano y otros sucesos más, producían en París, desde hacía seis meses, inexplicables tumultos, y hasta se renovaban con tanta frecuencia que los periódicos ya no hablaban de ellos.

 — Esto carece de garbo y color — añadió el vecino de Frédéric — . Yo pienso, señor, que hemos degenerado. En la época de Luis Once, habla Benjamin Constant, había más espíritu levantisco entre los escolares. Los encuentro pacíficos como carneros, bestias como pepinos e idóneos para ser horteras, ¡vive Dios! Y esto es lo que llaman la juventud de las escuelas. — Y abrió los brazos como Frédéric Lemaître en Robert Macaire — . ¡Juventud de las escuelas, yo te bendigo!

Seguidamente apostrofó a un andrajoso que trasteaba con unas conchas de ostras en el guardacantón de una taberna:

 — ¿Formas tú parte de la juventud de las escuelas?

El viejo alzó su cara deforme, en que se distinguía, entre una barba gris, una nariz roja y dos ojos avinados y estúpidos.

 — No. Tú me pareces más bien “uno de esos hombres de fisonomía patibularia que se ven en diversos grupos, sembrando el oro a manos llenas”… Siembra, patriarca, siembra. ¡Corrómpeme con los tesoros de Albión! Are you English? Yo no rechazo los regalos de Artajerjes. Hablemos un poco de la unión aduanera.

Frédéric sintió que alguien le tocaba en el hombro y se volvió. Era Martinon, prodigiosamente pálido.

 — Y bien — dijo, lanzando un gran suspiro — , ¡un motín más!

Temía verse comprometido y se lamentaba. Los hombres de blusa, sobre todo, le inquietaban, como miembros de sociedades secretas.

 — ¿Es que hay sociedades secretas? — dijo el joven de los bigotes — . Esa es una historia antigua del gobierno para asustar a los burgueses.

Martinon le rogó que hablara un poco más bajo, por temor a la policía.

 — ¿Cree usted aún en la policía? Después de todo, ¿qué sabe usted, caballero, si no soy yo mismo un polizonte?

Y le miró de tal manera, que Martinon, muy conmovido, no comprendió la broma en un principio. La gente los empujaba, y los tres se habían visto obligados a subir la escalerilla que por un corredor conduce al nuevo anfiteatro.

Muy pronto, la misma muchedumbre se abrió; muchas cabezas se descubrían: saludaban al ilustre profesor Samuel Rondelot, que envuelto en un grueso levitón, levantando al aire sus gafas de plata y soplando por su asma, avanzaba con paso tranquilo, para dar su lección. Aquel hombre era una de las glorias jurídicas del siglo XIX, el rival de Zachariae, de los Rudorff. Su reciente dignidad de par de Francia en nada había modificado sus maneras. Se sabía que era pobre y un gran respeto le rodeaba. A todo esto, desde el fondo de la plaza, algunos gritaron:

 — ¡Abajo Guizot! ¡Abajo Pritchard! ¡Abajo los vendidos! ¡Abajo Luis Felipe!

La muchedumbre osciló, y estrechándose contra la puerta del patio, que estaba cerrada, impedía que el profesor avanzara. Se detuvo delante de la escalera; pronto se le vio en el último de los tres escalones. Habló; un murmullo cubrió su voz. Aunque hasta entonces le hubiesen amado, en aquel momento se le aborrecía, porque representaba la autoridad. Cada vez que intentaba hacerse oír, empezaban los gritos. Hizo un gesto acentuado para invitar a los estudiantes a que le siguieran; una vociferación universal le contestó.

Se encogió de hombros desdeñosamente y entró en el corredor. Martinon se aprovechó del sitio para desaparecer al mismo tiempo.

 — ¡Qué cobarde! — dijo Frédéric.

 — Es prudente — contestó el otro.

La muchedumbre rompió en aplausos. Aquella retirada del profesor se convertía en victoria para ellos. En todas las ventanas miraban curiosos; algunos entonaban La Marsellesa; otros proponían ir a casa de Béranger.

 — ¡A casa de Laffite! ¡A casa de Chateaubriand!

 — ¡A casa de Voltaire! — aulló el joven de los bigotes rubios.

Los municipales trataban de circular, diciendo lo más suavemente que podían:

 — Márchense ustedes, señores; márchense, retírense ustedes.

Alguien gritó:

 — ¡Abajo los machacadores!

Era esta una injuria usual desde los disturbios del mes de septiembre. Todos la repitieron. Chistaban, silbaban a los guardias de orden público; empezaron a palidecer; uno de ellos no resistió más, y divisando a un jovencillo que se acercaba demasiado, riéndosele en las narices, le empujó con tal rudeza que le dejó caer cinco pasos más allá, de espaldas, delante de una taberna. Todos se apartaron; pero casi al mismo tiempo rodó a su vez, aplastado por una especie de Hércules, cuya cabellera, que parecía un paquete de estopas, se escapaba de una gorra de hule.

Detenido hacía algunos minutos en la esquina de la calle Saint-Jacques, había soltado de golpe una caja grande que llevaba para asaltar al municipal, al cual tenía tirado debajo, destrozando su cara a puñetazos. Los otros guardias acudieron, pero el terrible muchacho era tan fuerte que se necesitaron cuatro, por lo menos, para domarle.

Dos le sacudían por el cuello, otros dos le tiraban de los brazos, un quinto le daba con la rodilla golpes en los riñones y todos le llamaban bandido, asesino, revoltoso. El pecho desnudo y el traje hecho jirones, protestaba de su inocencia: no había podido ver con sangre fría que pegaran a un niño.

 — Me llamo Dussardier, en casa de los señores Valinçart hermanos, encajes y novedades, calle Cléry. ¿Dónde está mi caja? ¡Quiero mi caja! — Y repetía — : Dussardier… calle Cléry. ¡Mi caja!

Se apaciguó, sin embargo, y estoicamente se dejó conducir hacia el punto de la calle Descartes. Una oleada de gente le siguió. Frédéric y el joven de los bigotes marchaban inmediatamente detrás, llenos de admiración hacia el dependiente y de indignación contra la violencia del poder.

A medida que avanzaban, la gente iba aclarando. Los municipales, de cuando en cuando, se volvían con aire feroz, y los ruidosos, que ya nada tenían que hacer, nada que ver los curiosos, todos desaparecían poco a poco. Algunos transeúntes que se cruzaban con ellos miraban a Dussardier y se entregaban en voz alta a comentarios ultrajantes. Una vieja, en su puerta, hasta gritaba que había robado un pan; aquella injusticia aumentó la irritación de los dos amigos.