La feria de verano - Heidi Swain - E-Book

La feria de verano E-Book

Heidi Swain

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Beschreibung

 Amor, amistad y nuevos comienzos…   A Beth le encanta su trabajo en una residencia de ancianos, pero no le gusta la estrecha y sucia casa compartida en la que vive. Por eso, cuando se le presenta la oportunidad de mudarse a Nightingale Square y compartir casa con el encantador Eli, no lo duda.   La comunidad de Nightingale Square recibe a Beth con los brazos abiertos y, cuando ella necesita ayuda para organizar una recaudación de fondos para la residencia, hacen todo lo posible por ayudarla. Pero viejas heridas y secretos del pasado de Beth saldrán a la luz cuando se involucre en el proyecto del nuevo centro de artes creativas.    La música siempre fue una parte importante de su vida, pero ahora ha cerrado la puerta a todo eso. ¿Podrán sus amigos de la residencia y los vecinos de Nightingale Square ayudarla a encontrar la manera de volver a amarla? 

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La feria de verano

La feria de verano

Título original: The Summer Fair

© Heidi Swain, 2022. Reservados todos los derechos.

© 2024 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

Traducción: Maribel Abad Abad

ISBN: 978-87-428-1307-2

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

This edition is published by arrangement with Simon & Schuster UK Ltd. through International Editors and Yañez’ Co.

A mi querida Lia.

Gracias por tus conocimientos y tu infinita paciencia.

Capítulo 1

Dormirme con la relajante música de Ella Fitzgerald y Billie Holiday era un hábito que había arraigado en mi infancia y que, a mis veinte años, todavía me acompañaba. Cuando era pequeña, me tumbaba en la cama, y los párpados se me cerraban mientras escuchaba la dulce voz de mamá acompañando la música que siempre ponía en casa y que subía las escaleras, hacia mi habitación, para reconfortarme y sumirme en un plácido sueño.

Pero, cuando murió poco antes de cumplir los cuarenta, tras sufrir el segundo derrame cerebral de su vida, la música dejó de sonar. Desterré el hilo musical, desenchufé la radio, guardé los vinilos y juré que nunca más escucharía ni cantaría otra nota. Para entonces, me habían roto el corazón dos veces con una canción de fondo, y me empeñé en que no volviera a ocurrir.

Tenía más de una razón para autoimponerme aquel voto de silencio, pero, por su causa, me resultaba casi imposible conciliar el sueño. Me quedaba mirando el techo hasta que, un par de horas antes de levantarme, caía en una inquietante nebulosa repleta de pesadillas, así que me descargué una aplicación de canto de pájaros para despertarme antes de estar descansada. No era ni de lejos tan conmovedora como Ella o Billie, pero cumplía su función.

La víspera del veintitrés de junio, me senté en el borde de mi estrecha cama individual —en la casa que compartía con otras tres personas, todavía desconocidas para mí incluso después de meses de convivencia— y sopesé el no poner la alarma de los pajaritos. De todos los días del año, este era el que me garantizaba no dormir en absoluto.

—Más vale prevenir que curar —murmuré, no obstante, tecleando la hora a la que necesitaba estar lista para otro ajetreado turno de trabajo en la residencia Edith Cavell.

Tal como sabía que ocurriría, a la mañana siguiente seguía despierta antes de que sonara la alarma y mucho antes que cantara cualquier alondra. Me recogí el pelo en una coleta, me puse mi floreada bata de algodón y bajé a la cocina, dispuesta a no reproducir los acontecimientos tal y como se habían desarrollado minuto a minuto hacía exactamente dos años.

—No lo olvidaremos nunca —me había advertido una vecina bienintencionada durante las atroces semanas que habían seguido al ictus mortal de mamá—, pero el tiempo lo cura todo.

Era una suerte que tuviera razón, pero a veces parecía que el tiempo pasaba a un ritmo demasiado lento. El año pasado, el veintitrés de junio pareció durar tres días en lugar de uno.

En piloto automático, parpadeé ante las pilas de platos sin lavar amontonadas al tuntún y vi mi taza favorita al fondo de tanto detritus, cubierta de algo que parecía sólidamente seco. A pesar de mi intento de respirar y tomarme mis sentimientos con calma —una técnica que solía funcionarme—, sentí que se me erizaba el vello del enfado.

¿Cómo era posible que los casi treintañeros con los que compartía casa siguieran viviendo como estudiantes de primer curso? Sin límites, sin higiene, sin tener en cuenta a nadie más que a sí mismos. El cubo de la basura estaba a rebosar, la leche que había comprado el día anterior después de mi turno casi se había acabado y, para colmo, se oía un ominoso correteo procedente de debajo del fregadero.

Me concentré con más ahínco en mi respiración y me dirigí a la sala de estar para alejarme de la exasperante vista, pero, por desgracia, allí las cosas no tenían mejor aspecto. En todo caso, estaban peor.

Aretha, mi enorme y adorada Monstera, el único espécimen de mi preciada colección de plantas de interior que era demasiado grande para caber en mi escaso dormitorio, tenía no una, sino dos colillas de cigarrillo aplastadas en la tierra. Se me saltaron las lágrimas y sentí que se me oprimía el pecho cuando las cogí y las eché en uno de los recipientes de comida para llevar que se acumulaban en la mesita.

Me di cuenta de que necesitaba salir de casa. No solo para ir a trabajar, sino para siempre.

***

—Buenos días, madrugadora —fue el saludo que recibí cuando fiché en recepción casi una hora antes de mi turno.

Salir tan temprano significaba que el autobús, que normalmente se arrastraba junto con el resto del tráfico, había acelerado por la circunvalación.

—Buenos días, Greta —respondí, intentando esbozar una sonrisa—. Llevas el camisón al revés.

—Ya decía yo que me apretaba el cuello —murmuró mi octogenaria amiga, estirándolo para mirar la etiqueta, que debía estar arañándole la garganta.

Al menos en el trabajo, con un grupo de traviesos y en su mayoría alegres ancianos pensionistas a los que cuidar, no tendría demasiado tiempo para pensar en los acontecimientos del pasado. El año anterior me había tomado un día libre y había sucumbido a él, y no me había servido de nada. Este año optaba por el otro extremo, por seguir adelante con fuerza. No me había funcionado revolcarme en el pasado, así que tal vez lo hiciera sumergirme en el trabajo.

—¡Aquí estás, Greta! —resolló Phil, otro cuidador, que estaba llegando al final de su turno de noche, mientras corría por el pasillo—. Te he estado buscando por todas partes.

—No puede ser —bufó ella, dándose importancia—. He estado aquí, atendiendo el mostrador, toda la noche.

Phil me miró y sacudió la cabeza. Las ojeras delataban que los sospechosos habituales llevaban horas dándole la lata.

—Llegas pronto, Beth —me dijo.

—Eso mismo le he dicho yo —respondió Greta mirándome de nuevo, esta vez con suspicacia—. ¿Tampoco has podido dormir?

—Algo así. —Tragué saliva y me dirigí a la sala de personal—. Iré a echarte una mano en un minuto, Phil.

—Ve primero a la cocina —dijo, guiando a Greta de vuelta por el pasillo mientras luchaba por impedir que se pasara el camisón por encima de la cabeza—. Hoy es jueves de Full English. Vas a necesitar calorías extra para pasar el día. No sé qué les pasa a estos, pero llevan toda la noche dando vueltas.

Y estaban en forma para seguir haciéndolo durante todo el día. Apenas me había puesto el uniforme y tragado el último bocado del desayuno cuando me llamaron para localizar a Greta, que se había dado a la fuga otra vez.

—¿Qué estará tramando ahora? —preguntó Harold, una vez la encontramos, mientras señalaba con la cabeza hacia la puerta de su habitación, que estaba al lado de la suya, y donde se oía un tremendo tumulto—. Mejor no me lo digas —añadió, acomodándose en su silla—. Es demasiado temprano.

No pude evitar reírme. Harold siempre era capaz de hacerme sonreír, daba igual la fecha. Habíamos empezado a trabajar en Edith Cavell la misma semana. Yo, porque necesitaba ganar más dinero del que me ofrecían como reponedora a tiempo parcial y, aparte de eso, cuidar de otros era lo único que sabía hacer; él, porque había sufrido una caída y necesitaba más ayuda de la que podía ofrecerle en casa el equipo que dirigía las unidades de asistencia contiguas a la residencia. Ya estaba completamente recuperado, pero había disfrutado tanto de la compañía y la camaradería de la residencia que había decidido que el traslado fuera permanente.

—¿Rojo o mostaza? —pregunté, levantando dos pares de calcetines.

—¿Qué tal uno de cada? —respondió con un guiño.

—De ninguna manera —dije, devolviendo el par mostaza al cajón, y me arrodillé para ponerle los rojos—. No después del lío que hubo con la colada la última vez.

—Me parece justo —cedió con una sonrisa.

—¿Qué tal? —pregunté una vez que le había puesto los calcetines y metido los pies en las zapatillas.

—Estupendo —respondió, moviendo los dedos de los pies con evidente alegría—. Gracias, querida.

—Solo hago mi trabajo —dije, poniéndome en pie.

—Creo que todos sabemos que haces más de lo que deberías —sonrió, y señaló con la cabeza el reloj que había junto a su cama.

Aún faltaba un rato para que empezara mi turno.

—¿Se lo has dicho? —llegó otra voz antes de que pudiera desestimar lo que había dicho.

Era Ida. Tenía una habitación en la planta de arriba, pero, igual que Greta, también se negaba a quedarse donde debía. Empezaba a preguntarme si el sistema de etiquetado que Phil había mencionado en broma en la reunión de personal de la semana anterior no sería al final tan mala estrategia para contener a ciertos residentes.

—Todavía no —dijo Harold, haciendo señas a Ida para que entrara.

—¿El qué? —Fruncí el ceño.

Ida entró tambaleándose lentamente. Para alguien que solo podía moverse a paso de tortuga, podía cubrir largas distancias sin ser vista.

—Ayer te perdiste una cosita —rio entre dientes.

—Creo que yo no lo habría dicho así —comentó Harold, sacudiendo la cabeza—. Considérate afortunada por haber tenido que acompañar a Walter al hospital y haber vuelto tarde, Beth.

—¿Por qué? —Fruncí el ceño—. ¿Qué me he perdido?

—Macarrones —se carcajeó Ida.

—¿Macarrones? —repetí—. ¿Para cenar, quieres decir?

Harold volvió a negar con la cabeza.

—No —dijo, poniendo los ojos en blanco—. Quiere decir macramé, no macarrones.

—Eso es —dijo Ida, chasqueando ineficazmente sus dedos artríticos—. Macramé.

Seguía sin entender nada.

—¿Quién en su sano juicio habría pensado que anudar varios hilos de cuerda para hacer maceteros era una manualidad adecuada para un grupo de jubilados artríticos, la mayoría de los cuales están perdiendo la chaveta? —dijo Harold mordazmente.

De repente, me di cuenta.

—Karen —dijo Ida, dándose una palmada en el muslo y confirmando mis sospechas.

—Era una pregunta retórica —reaccionó Harold.

—¿Una qué? —Ida frunció el ceño.

—Da igual —dije con rapidez.

—Esa fue la supuesta actividad que se le ocurrió al encargado de las supuestas actividades de ayer por la tarde —confirmó Harold.

Me mordí el labio y me imaginé la carnicería.

No tenía nada en contra del macramé. De hecho, tenía bastantes plantas de mi colección colgadas en ingeniosos soportes anudados, pero no era una manualidad para los más torpes y fáciles de confundir.

—George casi pierde un dedo —dijo Ida, alegre.

Miré a Harold.

—Apretó tanto el cordón alrededor del meñique que le cortaba la circulación —explicó Harold, moviendo el dedo para demostrarlo—. Karen tuvo que desenredarlo. Le dio un ataque de pánico.

—Y yo pensaba que Greta iba a estrangular a Bob —añadió Ida, emocionada.

Estaba claro que se lo había pasado en grande. Mis labios temblaban formando una sonrisa, a pesar de mi determinación de permanecer imparcial y profesional. Estaba funcionando. Sumergirme en mi trabajo me impedía pensar en... Bueno, casi lo conseguía.

—Un desastre —dijo Harold—. Otro desastre total, y ahora estamos viendo el resultado.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté.

Harold señaló hacia la puerta, ladeando la cabeza para escuchar cómo Greta seguía oponiéndose a los intentos de todos por mantenerla a salvo.

—Todo el mundo se aburre como una ostra —dijo, explicando lo que en el fondo yo ya sospechaba—. Por eso Greta se está portando mal. Esa Karen nunca nos pregunta qué queremos hacer y casi ninguno podemos hacer la mitad de las cosas que se le ocurren.

—Y hace meses que no salimos de excursión —dijo Ida con tristeza, desterrado su antiguo entusiasmo—. Nos estamos volviendo locos.

Sabía que tenían razón. Había experimentado en mis carnes cómo la estaba liando la actual encargada de las actividades para entretener, interesar y estimular a los residentes.

—Queremos que vuelvas a hacerlo tú, Beth —intentó engatusarme Ida—. Esa semana que estuviste a cargo fue la mejor que hemos tenido en años. Queremos que estés a cargo de las actividades otra vez.

Karen había estado enferma unos días y Sandra, la directora de la residencia, me había pedido que la sustituyera. Me lo había pasado muy bien ideando cosas para hacer todas las tardes, pero solo había sido un acuerdo temporal. Para ser sincera, supuse que todo el mundo lo había olvidado. Sin embargo, las miradas esperanzadas de Ida y Harold indicaban lo contrario, aunque eso no cambiaría nada. Me habían contratado como cuidadora, no como organizadora de actividades; no tenía la cualificación necesaria para ello.

—Estamos reuniendo a las tropas —dijo Harold en tono conspirativo, dándose golpecitos en la nariz—. Queremos que te pongan en el lugar de Karen.

Sacudí la cabeza y conduje a Ida en dirección a la puerta, decidida a cortar de raíz cualquier plan que estuvieran tramando. Si empezaban a agitar las aguas, podrían meterme en problemas a mí y a ellos mismos, y en ese momento lo único que quería era tranquilidad. Mi vida familiar ya era una catástrofe, no quería que mi vida laboral también se volviera calamitosa.

—Esa no es una opción —les dije con severidad—. Karen está cualificada como directora de actividades y yo solo soy una cuidadora. No empecéis a agitar las cosas. Podríais meterme en problemas y necesito este trabajo.

—No eres solo una cuidadora —dijo Harold con amabilidad.

—Y no se librarían de ti —añadió Ida—. No podrían.

—Estarían jodidos sin ti, Beth —añadió Harold con los ojos un poco brillantes—. Ninguno de nosotros podría arreglárselas sin ti. Te necesitamos. Yo te necesito.

Respiré hondo e intenté tragarme el nudo que tenía en la garganta. Justo cuando pensaba que iba a conseguir no derramar una lágrima en todo el día, él pronunciaba aquellas fatídicas palabras.

—¿Qué pasa, Beth? —Ida frunció el ceño, poniendo su mano manchada de rojo oscuro en mi brazo.

En mi mente, veía a mamá en una cama de hospital, pálida, débil y con daños permanentes tras su primer derrame cerebral. Había envejecido en un instante y parecía mucho mayor de sus treinta y tantos años, y todo gracias a una cardiopatía no diagnosticada.

—Te necesito —había dicho con la voz ronca—. Te necesito, Beth.

Con esas pocas palabras, el curso de mi vida había cambiado para siempre. Si hubiera tenido la más mínima idea de las consecuencias que tendrían, sé que nunca las habría dicho, pero ya era demasiado tarde para pensar en eso.

—Nada. —Tragué saliva, puse mi mano sobre la de Ida y la apreté con suavidad—. No es nada. Ahora, volvamos arriba antes de que alguien envíe otro grupo de búsqueda.

Mansa como un cordero, me siguió fuera de la habitación de Harold.

—Vuelve si tienes un minuto, ¿quieres, Beth, querida? —me dijo Harold—. Tengo que pedirte un favor.

—Claro —respondí, guiando a Ida hacia el ascensor.

Durante mi turno, mi cabeza se inundó de pensamientos. En su mayor parte, y aunque intentaba evitarlo, mi mente seguía remontándose a aquel día y mis ojos se desviaban hacia el reloj, a medida que se acercaba el momento en que había llegado a casa y encontrado a mamá desplomada y sin respuesta en el suelo del vestíbulo.

Aquel día no había querido marcharme, pero ella insistió en que necesitaba tiempo y, aunque todos los profesionales sanitarios con los que había hablado desde entonces me habían dicho que estar con ella no habría cambiado nada, eso no impedía que la culpa me consumiera.

Tal vez el destino de la segunda apoplejía fuera ser enorme y fatal, pero no debería haberla soportado sola.

—¿Qué estarás pensando? —dijo Harold, cuando fui a verlo poco antes de que mi turno llegara a su fin—. Pensaba que habrías pasado las últimas doce horas dándole vueltas a mi plan y al de Ida, pero la expresión de tu cara me dice lo contrario.

Esperaba que no hubiera sido obvio para todos que no había estado tan presente como de costumbre.

—¿Qué pasa, querida?

—Nada —dije, sacudiendo la cabeza—. Estoy bien. ¿Cuál era el favor que querías pedirme?

Harold me miró y entrecerró sus ojos reumáticos.

—Ya te he dicho que no trafico con whisky ni puros —bromeé.

Mi intento de desviar su atención no funcionó y me clavó una mirada más intensa.

—Hoy es el aniversario de la muerte de mi madre —dije, sabiendo que no iba a dejarlo pasar—. Hoy hace dos años que la perdí, así que ha sido un día duro.

—Oh, Beth —dijo, y mis ojos se llenaron de lágrimas otra vez—. Lo siento mucho, querida, no me había dado cuenta.

—No tenías por qué —dije, parpadeando.

Al haber llegado a la residencia al mismo tiempo, Harold conocía un poco mi triste historia, pero no era algo en lo que me hubiera detenido nunca.

—Está bien —dije estoicamente.

—No —suspiró—, claro que no está bien, y nunca lo estará.

—Oh, gracias. —Hipé; su brusquedad me había pillado por sorpresa y sacado de mi cada vez peor humor—. Dímelo directamente, Harold.

Se encogió de hombros.

—No tiene sentido mentir —dijo.

—No —asentí, sorprendentemente agradecida por su sinceridad, pero también triste porque sabía que lo decía desde la comprensión—, supongo que no. Y ahora —sorbí la nariz mientras enderezaba la cubierta de su cama, y comprobé que su jarra estaba llena de agua fresca—, suéltalo. ¿Qué quieres que haga?

—Sé que mañana es tu día libre —dijo, dejando el tema de mi pérdida, por suerte—, así que entenderé perfectamente si tienes otros planes. Quizá tengas algún sitio que visitar.

No lo dejó caer del todo, pero supe enseguida lo que estaba insinuando.

—No —dije—, no hay tumba. La incineramos.

Harold asintió.

Mamá había sido muy específica al respecto, junto con los detalles sobre la rapidez con la que quería que se esparcieran sus cenizas. No había podido decir mucho justo después de la primera apoplejía, pero algo que tenía cada vez más claro era eso. Yo le había dicho que estaba siendo sensiblera y que se pondría bien. Ella sostenía que estaba siendo práctica y que yo debía hacer lo que me decía, pues de lo contrario volvería y me perseguiría, fuera cuando fuera.

—En ese caso —continuó Harold—, me preguntaba si podrías acompañarme a un sitio.

Su scooter había estado implicado en el accidente, así que ahora solo podía utilizarlo si iba acompañado.

—Sería un honor salir contigo, Harold —sonreí.

A decir verdad, temía quedarme en casa en mi día libre. Cada vez que me quedaba sola cuando los demás trabajaban y la casa estaba hecha un desastre, mi determinación se derrumbaba y acababa limpiando y ordenando.

Nunca me agradecían mis esfuerzos y sabía que todo el mundo empezaba a dar por supuesto mi incapacidad para vivir rodeada de mugre. El problema era que no me apetecía convertirme en su chacha. Podría haber salido, por supuesto, pero eso me habría llevado a gastar dinero y necesitaba ahorrar hasta el último céntimo. Quería mudarme en algún momento, y ese iba a ser un asunto caro.

—Bueno, eso es magnífico —dijo Harold con cara de satisfacción—. ¿Puedes estar aquí a la una?

—Claro —dije—. ¿A dónde vamos?

—Al jardín Grow-Well —dijo en voz alta—. Hace unas semanas que no voy y quiero ver cómo va todo.

Sentí que el corazón se me aceleraba y luego se me hundía en el pecho. El conocido jardín comunitario de Nightingale Square, que Harold adoraba, era el último lugar al que quería ir.

—Pero creía que normalmente ibas allí con Sara —tartamudeé—. ¿No puede llevarte ella?

Sara era otra cuidadora y también trabajaba como voluntaria en el jardín de la casa señorial victoriana, Prosperous Place, que era donde se encontraba el Grow-Well. Harold me había contado en más de una ocasión que había vivido prácticamente toda su vida en una casa de Nightingale Square y lo encantado que estaba de conocer a Sara, que había descubierto la plaza, la casa grande, el jardín y todas sus conexiones a través de un festival que se organizaba allí para celebrar el invierno.

—Solemos ir juntos —confirmó Harold, sin darse cuenta de mi cambio de tono—, pero está de vacaciones y mañana hay una reunión. No quiero perdérmela.

Como estaba tan dispuesta a ayudar, no podía echarme atrás, pero no me gustaban los jardines ni la jardinería. Mamá había sido una entusiasta y consumada aficionada a la horticultura; se pasaba todo el tiempo que podía al aire libre, hasta que el derrame cerebral la privó de la capacidad de cavar, sembrar y segar. Para ayudarla a recuperarse, la animé a que adaptara sus habilidades a mi pasión por las plantas de interior, pero sabía que no sentía el mismo placer con una actividad tan a pequeña escala.

No estaba en mi mejor momento para visitar por primera vez un espacio verde, ya que sin duda me recordaría aún más a la mujer que había amado y perdido. No solo había desterrado la música y las canciones, sino también la jardinería; pero entonces noté la mirada de Harold y recordé el infierno que era mi casa compartida, y lo rápidamente que se estaba convirtiendo en un peligro para la salud.

—Y no te la perderás —dije, tragándome mi desgana—. Estaré aquí a la una en punto.

Capítulo 2

Cuando volví a casa, mantuve la vista al frente y me centré en las escaleras, así que no tenía ni idea de si la cocina tenía mejor o peor aspecto que cuando la había dejado aquella mañana. Desde luego, no olía como si alguien se hubiera molestado en sacar la basura.

—Hola, Beth —dijo una voz de hombre cuando acabé de tomar un baño reparador—. No te he oído entrar.

—Hola, Aaron —saludé vagamente con la cabeza a mi compañero de piso, con la mirada fija en la puerta de mi habitación.

El baño había ayudado a mis músculos a relajarse después de mi ajetreado turno y no tenía ningún deseo de meterme en una conversación que sin duda haría que se tensaran de nuevo.

—Vamos todos a la ciudad, ¿te apuntas? —ofreció Aaron—. Kangaroo Jacks tiene cerveza barata los jueves.

Sabía muy bien qué motivaba su invitación: salí con él y los demás un par de veces cuando me mudé y, en cuanto me etiquetaron como la responsable, me tocó cuidar de carteras, llaves, abrigos y bolsos. La segunda vez solo fui para ver si la cosa mejoraba. Pero no mejoró. Volví a ser el guardarropa móvil, y la música atronadora resultó ser demasiado para mí, así que desde entonces rechazaba sus invitaciones. Podían encontrar el camino a casa sin mí. Y sabía que lo harían. Trayendo consigo una resaca incipiente y un kebab grasiento.

—Es muy amable por tu parte —dije, interpretando mi papel en la ya conocida conversación y dando un paso hacia mi cuarto—, pero me voy directa a la cama. Acabo de terminar un bloque de turnos de doce horas, así que...

—¿Eso significa que mañana es tu día libre? —me interrumpió Aaron.

—Sí.

—Qué práctico —sonrió, antes de bajar las escaleras.

—Ah, ¿sí? —Fruncí el ceño y fui tras él.

—Sí —dijo, deteniéndose para mirarme—. Han llamado de la agencia. El casero vendrá a hacer una inspección mañana por la tarde.

Normalmente, eso me habría puesto en un compromiso, y Aaron, el muy pícaro, lo sabía. Puede que fuera tan tonto como para pensar que lo había dejado caer de forma casual en la conversación, pero yo me daba cuenta de sus planes no tan ocultos.

Confiaba en que yo me pasaría la tarde ordenando y lavando los platos y que al día siguiente estaría allí, en plan anfitriona y ama de casa modelo, para asegurarle al propietario que su casa estaba en buenas manos. Pues no iba a tener suerte.

—Anda —dije jovialmente—. Bueno, espero que se acuerde de su llave.

—No te importará si te pilla aquí, ¿verdad? —dijo Aaron con suficiencia.

—No estaré. —Sentí un inmenso placer al decírselo.

—¿Qué?

—Tendrá que entrar por su cuenta porque yo no estaré aquí. Tengo planes.

Me habría encantado quedarme el tiempo suficiente para tomar una instantánea mental de su expresión, pero consideré que marcharme sería más impactante.

Y, aunque seguro que les retransmitió a los demás mi respuesta, tan impropia de mí, eso no impidió que se marcharan. En cuanto sonó el portazo, metí la mano debajo de la cama y saqué la caja en la que llevaba todo el día diciéndome que no hurgara.

—Ay, mamá. —Tragué saliva mientras extendía sobre el edredón los sobres de fotografías antiguas que había mandado imprimir e intentaba concentrarme en ellas entre un torrente de lágrimas.

Junto con sus preciados discos —que no podría haber puesto aunque hubiera querido porque había tenido que vender nuestro tocadiscos—, había docenas de fotos, notas garabateadas y dibujos de mi infancia. Pequeños recuerdos que no habrían significado nada para nadie ni habrían tenido ningún valor económico, pero que para mí eran un mundo.

Cogí una fotografía de nosotras dos junto a Moira Myers, la mujer que dirigía The Arches, un refugio creativo para los niños de la zona. Aquel lugar había sido como un segundo hogar para mí de pequeña, y Moira había sido amiga de mamá incluso antes de que, a los diecisiete años, descubriera que estaba embarazada de mí y sus padres la repudiaran.

Como mamá tenía dos trabajos para llegar a fin de mes y no podía permitirse una niñera, yo había pasado incontables horas en The Arches viendo a Moira, mi abuela sustituta, promover el talento de los niños de la ciudad a los que les encantaba cantar, bailar, actuar y actuar, pero cuyos padres no podían pagar las clases particulares. Mi presencia allí había aliviado parte de la culpa que sentía mamá por no poder tomarse vacaciones largas ni fines de semana libres.

Con la música sonando en casa, en lugar de una televisión a todo volumen, y bajo la atenta mirada de Moira, no era de extrañar que lo único que quisiera hacer de mayor fuera cantar. Apenas tenía diez años cuando me subí al escenario de The Arches y, en ese momento, me empeñé en hacer de la interpretación mi carrera.

Dejé la foto y cogí otra, sollozando con total abandono al recordar que no solo había perdido a mamá y vendido prácticamente todas nuestras posesiones, sino que Moira, mi mejor amigo Pete y mis sueños y ambiciones de toda la vida también habían desaparecido.

Y, para colmo de males, había tenido que abandonar mi último hogar y el de mamá. El ayuntamiento ya tenía otro inquilino para el bungalow adaptado casi antes del funeral, y yo me encontré de repente con que mi vida volvía a dar un giro y con que estaba muy sola en el mundo.

***

No esperaba volver a dormir esa noche, pero lo hice. No tenía ni idea de si lo que me había ayudado era haberle plantado cara a Aaron o haberme permitido el llanto que tanto necesitaba, pero al día siguiente me desperté fresca tras unas horas de descanso ininterrumpido.

Con la seguridad de que mis compañeros no estaban en casa, me puse un par de guantes de goma y bajé a la cocina. Tuve que maniobrar con cuidado, pero conseguí sacar mis platos sucios, o, mejor dicho, la vajilla y los utensilios que me pertenecían y que los demás habían utilizado sin preguntar, y lo llevé todo al cuarto de baño.

Para el ojo inexperto, la cocina tenía el mismo aspecto pútrido que antes, que era exactamente mi intención. Ya guardaba la cubertería en mi dormitorio, así que, después de remojar y lavar en el baño todo lo que habían usado, lo metí en un cajón de plástico con tapa y lo guardé debajo de la cama, junto a mi caja de tesoros.

—La paciencia tiene un límite —me dije, sonriéndome en el espejo.

No había aparcado la idea de «salir de allí» del día anterior. No tenía ni idea de cuándo o cómo, pero pensaba hacerlo. Ya estaba harta de mis compañeros de piso y de sus sucias costumbres. Era hora de seguir adelante.

—Muy bien, preciosas —dije a las numerosas macetas que cubrían las estanterías de mi habitación y el alféizar de la ventana—. Es vuestro turno.

Tardé casi toda la mañana en darle a cada una de mis plantas el cuidado y la atención que merecían y me imaginé a mamá mirándome y sonriendo durante mi trabajo, minucioso y cuidadoso.

Regué algunas en la bañera y después lavé sus brillantes hojas verdes y las rocié con una fina bruma; a otras les eché arenilla y les corté las hojas que no estaban perfectas. Era el mejor calmante para el alma. Me preguntaba si me atrevería a sugerirle a Sandra, mi siempre estresada jefa, que unas cuantas plantas de interior repartidas por la casa mejorarían el ambiente y le levantarían el ánimo.

—Solo quedas tú, Aretha —dije alegremente a la Monstera que el día anterior había sufrido la humillación de que le tiraran colillas en la maceta—. Y no te preocupes, voy a sacarte de aquí. Todas vamos a salir de aquí.

Harold ya me estaba esperando en recepción cuando llegué unos minutos antes de la hora acordada. Llevaba una camisa de algodón a cuadros, una gorra de paja bastante estropeada y una expresión de entusiasmo.

—Mírate —sonrió al verme—. Estás preciosa.

—Ah, ¿sí? —respondí. Salimos de la residencia, conmigo mirando mis Converse desgastadas, mi vestido de flores y mi cazadora vaquera corta.

—Desde luego —dijo.

Deseché su cumplido. Nunca se me había dado bien aceptarlos y, además, él no estaba acostumbrado a verme con otra ropa que no fuera el polo lila de la residencia y unos pantalones raídos, así que sin duda eso explicaba su amable comentario.

—¿Dónde están tus ruedas? —le pregunté.

—Aquí mismo —dijo una voz detrás de mí—. Cargado y listo para funcionar.

—Gracias, Philip —dijo Harold, prácticamente trotando y saltando sobre su querida scooter—. No me esperes levantado —añadió con descaro antes de salir corriendo por el sendero, pasando encima del seto de laureles en su apresuramiento.

—Espero que te apetezca echarte una carrerita —rio Phil mientras yo me apresuraba a alcanzar a mi protegido.

—Ah —suspiró Harold, reduciendo un poco la velocidad; lo alcancé y me situé al borde de la acera, a su lado—. ¡La emoción de la carretera!

Mientras avanzábamos hacia Nightingale Square por callejuelas que yo ni sabía que existían, me fue contando cómo había cambiado la ciudad desde que él nació, señalando algunos edificios y lugares emblemáticos, antes de preguntarme qué había estado haciendo esa mañana.

Le impresionó mucho la descripción de mi colosal colección de plantas, pero no le conté nada de mis condiciones de vida ni del inminente drama con el casero. Sabía que se preocuparía si le contaba que estaba descontenta con mi piso compartido y no podía hacer nada para solucionar la situación.

—Ya hemos llegado —dijo, deteniéndose tan bruscamente que casi tropiezo con él—. Bienvenida a Nightingale Square, Beth.

Sentí que la barriga se me ponía del revés ante la idea de visitar un espacio verde por primera vez desde que a mamá se le negó el placer de trabajar en uno, pero se me calmó enseguida al contemplar las siete bonitas casas construidas en forma de herradura alrededor de un parquecillo. Eran absolutamente preciosas y la zona de césped, rodeada de barandillas metálicas, parecía el lugar perfecto para pícnics y fiestas al aire libre. No podía creer que no lo hubiera visto antes, pero estaba un poco escondido y no era una zona de la ciudad que soliera visitar.

—¿Qué te parece?

—Es precioso —sonreí, asimilándolo todo—. ¿Cuál era tu casa, Harold?

Ya me había contado un poco de la historia del lugar, explicándome cómo el propietario de la fábrica de zapatos victoriana, Charles Wentworth, había construido las casas para sus trabajadores junto con Prosperous Place, al otro lado de la calle, para él y su familia. Por el diseño y la solidez de las casas, estaba claro que el señor Wentworth había pensado mucho en su personal.

Harold me contó que a su familia le habían regalado su casa generaciones atrás y que ahora uno de los descendientes del señor Wentworth vivía en Prosperous Place con su propia familia. Fiel a las credenciales generosas y filantrópicas de su antepasado, su sucesor, Luke, había ayudado a convertir el jardín amurallado exterior en el Grow-Well, un huerto para los residentes de Nightingale Square, y había abierto el resto de los jardines al público durante todo el año, pero haciendo especial hincapié en los meses de invierno.

—Y esta maravillosa casa era mía —dijo Harold con una floritura, deteniéndose de nuevo.

—Es preciosa, Harold —respondí, admirando el cuidadísimo exterior mientras él me contaba cómo había quedado el interior y que volvía a ser propiedad de la familia original.

—Luke y Kate, que ahora viven en Prosperous Place, la compraron juntos —explicó—, y fueron muy generosos. Kate también es propietaria de esa —añadió, echando una mirada a su espalda.

—Pero ¿ella no vive allí ahora? —pregunté.

—No desde que se mudó a la casa grande con Luke —respondió.

Estaba a punto de preguntar quién vivía actualmente en casa de Kate, pero no tuve ocasión.

—Bueno —dijo Harold—, qué gran regalo para la vista.

Seguí su mirada por el camino de su antigua casa y vi a una mujer alta, con el pelo imposiblemente largo, que salía acompañada de un perro de aspecto tímido.

—¡Harold! —sonrió, cerrando la puerta tras de sí, y se acercó corriendo—. Por fin. Nos preguntábamos dónde te habías metido. Luke dijo ayer que vendrías muy pronto.

—Es un buen muchacho —asintió Harold—. Me visita todas las semanas sin falta.

Si no me fallaban mis poderes de deducción, era un visitante atractivo además de habitual. Nunca había coincidido con él, pero mis compañeros me habían dicho que había causado un gran revuelo, y no solo entre el personal.

—Y no estás solo —dijo la mujer, sonriéndome.

—Lo siento —se disculpó Harold—. ¿Dónde están mis modales? Freya, me gustaría presentarte a mi amiga Beth.

Me emocionó que me presentara como su amiga.

—Encantado de conocerte, Beth.

—Lo mismo digo —dije, un tanto tímida.

—Hoy ha sacado la pajita más corta —explicó Harold—. Es su día libre, así que la he engañado para que me acompañe porque Sara no está y no puedo salir solo.

—No me has engañado en absoluto —lo regañé con una sonrisa—. Estoy más que encantada de venir.

No era del todo cierto, pero no iba a entrar en detalles.

—Lo sé —dijo Harold, cogiéndome la mano—. Eres buena conmigo, vaya si lo eres.

—Entonces, ¿también vienes de la residencia Edith Cavell? —preguntó Freya—. Sé que a Sara le encanta trabajar allí.

—Por sus pecados —dijo Harold, respondiendo en mi nombre—. Ahora, venga, vámonos al Grow-Well.

—Sí, venga —dijo Freya—. Hay bastante gente por allí hoy y necesito volver al trabajo.

Mi estómago empezó a hacer acrobacias otra vez.

—Freya es la jardinera jefe —me informó Harold.

—Y esta es mi ayudante, Nell —añadió, acariciando la cabeza de la perra, de pie justo detrás de ella—. Es un poco tímida.

—La entiendo —dije con los nervios en aumento al pensar en la multitud reunida en el jardín.

Cruzamos la carretera y, una vez que Freya hubo tecleado el código de seguridad, atravesamos una puerta situada en un alto muro de ladrillo que parecía rodear todo el perímetro de Prosperous Place y sus terrenos. Freya y Harold se habían adelantado mientras yo me detenía un momento para echar un vistazo.

De repente, ya no estábamos en el centro de la ciudad y la carretera de circunvalación no estaba a un par de calles: nos encontrábamos en un paraíso verde lleno de cantos de pájaros, senderos serpenteantes y espacios ocultos. No era de extrañar que Sara se deshiciera en elogios. Era el Jardín Secreto y Rivendel, todo en uno. Parecía un lugar mágico, incluso encantado.

—¿Estás bien, Beth? —preguntó Harold cuando se dio cuenta de que no lo seguía.

Mi boca se cerró con un chasquido.

—No tenía ni idea —suspiré.

Harold y Freya intercambiaron una mirada.

—Es increíble, ¿verdad? —sonrió Freya.

Asentí en silencio, sabiendo que nada de lo que dijera le haría justicia al espectáculo. Mamá habría estado en su elemento.

—Y esto es solo la entrada —dijo Harold, claramente dispuesto a seguir adelante—. Vamos.

Volví en mí y lo seguí a unos pasos de distancia. Freya se desvió hacia la izquierda cuando el camino se dividió, y Harold y yo continuamos hacia unas voces que nos llegaron desde la derecha. Se oyó una gran ovación cuando Harold atravesó otra puerta con su scooter y, en lugar de ponerme más nerviosa, sentí que mis nervios se calmaban.

Me reconfortó descubrir que no me sentía incómoda en absoluto, como durante tanto tiempo había supuesto que me sentiría ante un hermoso jardín, sino que, por el contrario, me relajaba. Y supe que no había nada que temer de alguien que recibía a mi amigo con tanta calidez.

La única queja que tenía era hacia mí misma. Había asumido que sería incapaz de disfrutar de la vida al aire libre hasta que no hubiera superado el duelo y hubiera dejado de imaginar a mamá en cada esquina, pero, al mirar a mi alrededor, me di cuenta de que lo único que había conseguido era privarme de unos días maravillosos, así como del placer de hundir los dedos en la tierra y calentarme la espalda bajo el sol.

Sin embargo, ya me había puesto manos a la obra, ¿no? Y, junto con mi recién hallada determinación de buscar un nuevo hogar, parecía que por fin estaba cazando a mis demonios. No es que fuera a dejar que la música volviera a mi vida. Eso era el siguiente nivel y nunca iba a suceder.

—¡Y solo están la mitad! —bromeó Harold una vez que me hubo presentado a todos los presentes.

Me sentía un poco aturdida después del bombardeo de nombres y agradecí que algunos de los residentes aún estuvieran en el trabajo.

—No te preocupes —sonrió Luke, que era tan guapo como todos en la residencia habían afirmado—, yo tampoco sería capaz de recordar los nombres de todos.

—Ya te lo he dicho —dijo una mujer, que creía recordar que se llamaba Lisa—, necesitamos tarjetas identificativas.

Todos se rieron y un joven, con un bulldog francés pisándole los talones, sacó una bandeja de bebidas de una cabaña de aspecto impresionante y las fue repartiendo.

—¿Cómo le va a tu hermana, Ryan? —le preguntó Harold cuando llegó hasta nosotros.

—Ni me preguntes —dijo el muchacho con un largo suspiro—. Ella y Jacob siguen enamoradísimos. Me revuelve el estómago verlos, pero mi nueva habitación es bonita. Más grande que la que tenía en casa de Kate.

Mis orejas reaccionaron al oír hablar de la casa que me había parecido la más bonita de la plaza.

—La hermana de Ryan, Poppy —me dijo Harold asintiendo—, se ha mudado hace poco de casa de Kate a la casa de al lado con su pareja, Jacob.

—A mí me ha tocado mudarme también —explicó Ryan—, porque Poppy y yo vivimos juntos. Pero no pasa nada. Solo estoy bromeando cuando digo que sus besuqueos me ponen enfermo. Me alegra verla feliz y Jacob es un gran tipo.

—Jacob es profesor —comentó Harold con aprobación cuando Ryan se fue.

—Entonces —dije, y di un sorbo al vaso de Pimm’s lleno de fruta, preguntándome si era tan inocuo como parecía y sabía—, ¿significa eso que la casa de Kate está vacía?

—Lo estuvo un tiempo —dijo la propia Kate, que se había situado detrás de mí sin que me diera cuenta—, porque quería hacer algunas reformas en el interior, pero ahora está alquilada de nuevo.

—Vaya —dije, incapaz de contener la decepción, aunque sabía que habría estado muy por encima de mis limitados medios—. Bueno, parecía maravillosa. Harold me ha dado una vuelta por la plaza antes de venir, y es una casa muy bonita.

—Lo es —aceptó Kate con aire melancólico—. Tendrás que decirme si te apetece echarle un vistazo. Aún queda una habitación libre, si te interesa.

Apenas podía creer lo que oía y estaba a punto de decir que sí, que estaba más que interesada, cuando uno de los niños se cayó y ella salió corriendo a ver si hacía falta una tirita.

—¿Cómo va esa bebida? —le preguntó Ryan a Harold cuando volvió con la bandeja vacía.

—De maravilla, muchacho —dijo Harold, alegre—. Solo espero que no esté tan fuerte como la última vez. No quiero que me pillen conduciendo borracho mi scooter.

—No te preocupes, Harold —dijo una señora de voz seria que había captado el final de la conversación—. He comprobado las medidas.

—Gracias, Carole —dijo Harold, más formal—. Siempre se puede confiar en ti para impartir algo de sentido común.

—Sí, bueno —respondió, perdiéndose el guiño que mi amigo y Ryan compartieron—. Después de la última vez, pensé que sería mejor vigilar las cosas. De todos modos, venía a preguntarte si podía mostrarte el lugar, Beth. ¿Te gustaría dar una vuelta por aquí y ver el resto del jardín?

—Oh, sí, por favor —dije tan entusiasmada que incluso me sorprendí a mí misma—. Eso sería maravilloso.

Dejé el vaso en la mesa, por si acaso, y la seguí de vuelta a través de la verja hasta la parte principal del jardín.

Al final de la tarde, habían llegado más residentes y estaba relajada y un poco confusa. No borracha, ni mucho menos, sino agradablemente calmada. Ya había conocido a casi todo el mundo y me sentía como si los conociera de toda la vida, aunque sus nombres fueran un borrón.

Había comido pizza hecha por John, el marido de Lisa, en el horno hecho a medida, con una ensalada que había sido recogida y aliñada a menos de un metro de donde estaba sentada, y había disfrutado de otro par de deliciosos brebajes de Ryan, así como de un champán de flor de saúco preparado por casi todos los presentes.

—Supongo que será mejor que nos movamos —dijo Harold, que parecía tan lleno como yo—. Tengo que volver antes de que suban el puente levadizo.

Miré el reloj, sorprendida de que hubieran pasado tantas horas.

—Sí —acepté, reprimiendo un bostezo—, se está haciendo tarde. Solo quiero hablar un momento con Kate y luego nos vamos.

—Está bien —rio—. Tardaré al menos otra hora en despedirme.

—Yo no me preocuparía —dije—. Cuando quieras volver y Sara no pueda acompañarte, dímelo.

—¿Quieres venir otra vez?

—A decir verdad —dije—, no puedo irme. Esto es maravilloso, Harold.

Parecía emocionado.

—Ahí está Kate —señaló—. Te veré en la puerta.

Si Kate se sorprendió cuando le pregunté si podía ver la habitación, no lo demostró.

—Por supuesto —dijo ella—. ¿Qué tal mañana por la mañana?

Siendo realista, no creía que pudiera permitírmelo, pero sabía que me arrepentiría si al menos no echaba un vistazo, y mi vida ya tenía más arrepentimientos de los que podía gestionar.

—Perfecto —asentí—. Es mi último día libre antes de empezar un nuevo bloque de turnos.

—¿Traerás a Harold contigo? —preguntó, despidiéndose con la mano de regreso hacia el Grow-Well.

—No —dije—, preferiría que no supiera nada al respecto, si te parece bien. No querría que se preocupara de que no soy feliz donde estoy.

—Pero supongo que no eres feliz donde estás —dijo Kate, mirándome fijamente.

—No —dije—, la verdad es que no. Entre tú y yo, si no tuviera que volver allí esta noche, no lo haría.

Capítulo 3

La casa era un caos cuando regresé tras llevar a Harold sano y salvo a la residencia, y recibí más de una mirada acusadora, pero no me importó. Puede que en secreto hubiera puesto mis esperanzas en la habitación vacía de Kate en la bonita Nightingale Square, pero, aunque aquello no saliera bien, sabía que habría más lugares a los que irme. No todo el mundo podía ser tan descuidado como los especímenes con los que vivía actualmente, y estaba decidida a alejarme de ellos en cuanto pudiera.

Desde el punto de vista económico, sería difícil permitirse un lugar mejor, pero, igual que mamá, estaba acostumbrada a hacer malabarismos con el dinero. Había tenido que trabajar, además de cuidarla, cuando volvió a casa del centro de rehabilitación, y había sido un auténtico estrés, pero lo había conseguido. Por los pelos. Ahora solo tenía que cuidar de mí misma, y era capaz de hacerlo. Encontraría la manera de hacer realidad esta mudanza.

—¿Cómo ha ido la inspección? —no pude resistirme a preguntar a mis todavía compañeros de piso, manteniendo el tono ligero mientras me dirigía a las escaleras.

—¡Ha sido un desastre total! —gritó Courtney desde la cocina, donde estaba revolviendo platos en el fregadero—. ¿Has visto el estado de este lugar?

—No te largues —dijo Rob, malhumorado, empujando un mugriento trapo de cocina en mi dirección cuando yo ya levantaba el pie en el escalón inferior—. Tenemos veinticuatro horas para arreglar esto, de lo contrario, estaremos en serios problemas.

—Creo que lo que quieres decir —dije, dirigiéndome a mi habitación e ignorando la mirada suplicante que me dirigió el tercer mosquetero mugriento, Aaron— es que tenéis veinticuatro horas para arreglarlo. Aquí abajo no hay nada que me pertenezca y tampoco es mío el desorden. Estáis solos.

Esta vez sí me detuve para tomar una instantánea mental. La cara de asombro de los tres era un poema.

La casa tenía un aroma bastante más fresco cuando me aventuré a bajar a la mañana siguiente. Aaron estaba de pie y con aspecto avergonzado en la cocina, que olía a limón. No había ni rastro de los otros dos.

—Creo que te debo una disculpa, Beth —dijo mientras se disponía a prepararme el desayuno.

Sabía que había visto que me había llevado la taza, el cuenco y los cubiertos, pero no me importó.

—Ah, ¿sí?

—Sí —dijo—. Así es. Tardamos una eternidad en limpiar anoche.

Yo ya lo sabía. Ni siquiera mis caros tapones para los oídos —el par que normalmente reservaba para intentar bloquear su ruidoso regreso tras una noche de farra— habían sido capaces de acallar el estruendo del aspirador, las palabrotas y los golpeteos hasta bien pasada la medianoche.

—Y, si lo hubieras hecho todo por nosotros, no me lo habría pensado dos veces —admitió Aaron, avergonzado—. Ninguno lo habría hecho.

Eso también lo sabía.

—Siento que te hayamos dejado tirada en el pasado, y tampoco debería haber asumido que cederías esta vez. No volverá a ocurrir.

—Es bueno saberlo.

Era demasiado poco y demasiado tarde, por supuesto, y no era tan ingenua como para pensar que la casa no volvería a estar hecha un desastre en menos de una semana o que las disculpas de Aaron tendrían la misma convicción. Por muy sinceras que él creyera que eran sus palabras, nunca iban a hacerme cambiar de opinión sobre la mudanza, aunque ni él ni los demás supieran que eso era lo que había decidido hacer.

—¿Sin rencores, entonces? —preguntó, más contento.

—En absoluto —sonreí—. De hecho —añadí, dándome cuenta de que el trato que él, Courtney y Rob me habían dado en el pasado jugaba un papel crucial en este punto de inflexión—, debería agradecértelo de verdad.

Aaron parecía confuso, pero no le expliqué el significado de mis palabras.

Hacía mucho más frío que el día anterior y el ambiente amenazaba lluvia, así que me vestí con unos vaqueros y un jersey y me acordé de coger mi paraguas antes de poner rumbo a Nightingale Square. Hice parte del trayecto en autobús, pero me bajé unas paradas antes de llegar a la plaza para recordar cómo era esa parte de la ciudad.

Si por algún milagro tenía la suerte de conseguir la habitación, el camino que tomara, evitando el recorrido histórico de Harold, constituiría el trayecto más rápido de ida y vuelta a la residencia. Me gustaba bastante la idea de no tener que coger el autobús, siempre que el tiempo se comportara, claro. Me ahorraría unas cuantas libras a la semana y también me movería un poco más.

La ruta más directa me llevó por una calle estrecha hacia una hilera de tiendas que, de repente, me di cuenta de que conocía, pero que hacía años que no visitaba. La fila incluía un par de lugares familiares. El primero era una tienda de comestibles llamada Greengage’s. Recordé que Ryan había mencionado la tarde anterior que su hermana, Poppy, trabajaba allí, y también estaba la panadería Blossom’s. Sabía que a Sara le gustaban sus pasteles tanto como a mí y, dado el delicioso y dulce aroma que salía de allí, no me sorprendía que tentara tanto a los lugareños.

También había una cafetería de aspecto sofisticado, un colmado, una librería, un emporio vintage, una floristería, un par de tiendas benéficas y, por último, pero no por ello menos importante, el videoclub On the Box.

Sentí que se me disparaba la temperatura cuando lo vi. Había supuesto que el lugar, donde mi viejo amigo Pete había trabajado a tiempo parcial y donde yo había pasado tan buenos ratos, haría tiempo que había desaparecido, pero al parecer no. Agaché la cabeza y pasé con rapidez. No tenía ni idea de si seguía trabajando allí, aunque lo más probable era que no, ya que había tenido sueños y una férrea determinación de hacerlos realidad, pero no pensaba asomarme para averiguarlo.

Al fin y al cabo, yo también tenía ambiciones no muy distintas de las suyas y, sin embargo, aquí estaba, recorriendo las mismas calles. Por lo que yo sabía, a pesar de su resolución, el destino podría haberle jugado una mala pasada a él también y podía encontrarse en un barco similar al mío.

Últimamente había pensado mucho en Pete y, cuando me vino a la cabeza la imagen de su amable rostro y el recuerdo de su cálida personalidad, me invadió un gran sentimiento de culpa. Sabía que los amigos de la infancia a menudo perdían el contacto durante los años de universidad, pero nunca debería haber permitido que eso ocurriera entre nosotros. Pero, claro, dejar que Pete se alejara había terminado siendo mucho más que la emoción de una nueva vida lejos de casa.

Perdida en mis pensamientos, llegué a Nightingale Square antes de lo que esperaba. Estaba incluso más cerca del trabajo de lo que había creído en un principio, y eso, en teoría, debería haberlo hecho aún más perfecto, pero no sabía cómo lo afrontaría si daba la casualidad de que Pete seguía trabajando allí. Si a eso le añadía el esfuerzo que sin duda supondría conseguir la fianza y pagar el alquiler de una habitación en Nightingale Square, sentía que mi buen humor empezaba a decaer.

Vi que Kate ya estaba esperando y alejé mis pensamientos con una sacudida imaginaria. De nada valdría dejarla adivinar que la estaba haciendo perder el tiempo y, además, era probable que Pete hubiera seguido adelante, así que, durante la siguiente media hora, debía permitirme el lujo de hacer lo mismo.

—¡Buenos días! —exclamó Kate cuando me vio—. Hace fresquito, ¿verdad?

—Sí —asentí—, con lo bien que se estaba ayer. Gracias por sacar tiempo de tu fin de semana para esto, Kate —añadí—. Te lo agradezco mucho.

—No es molestia —dijo, y empujó la puerta del jardín—. Hablé con Elijah anoche para comprobar que no le importaba que entráramos.

—¿Elijah?

—Sí —dijo, metiendo la llave en la cerradura y girándola. La puerta era de madera, con una vidriera en la parte superior—. Es el otro chico que vive aquí. Hoy está trabajando, pero me ha dicho que le parecía bien que te enseñara la casa.

No estaba segura de cómo me sentiría compartiendo la casa con otro hombre, pero luego me di cuenta de que Courtney no era más aseada que Aaron o Rob, así que mejor no hacer suposiciones basadas en el sexo y tener en cuenta lo que viera en la casa —así como mi cuenta bancaria— antes de decidirme definitivamente.

—Pues aquí la tienes —dijo Kate, haciéndose a un lado para dejarme entrar delante de ella—. Hogar, dulce hogar. O lo era hasta que me mudé al otro lado de la calle.

Con las escaleras justo enfrente, me di cuenta de que no había una maraña de zapatos abandonados bloqueando nuestro camino, como me había acostumbrado. Solo había un ordenado perchero y dos puertas que salían del espacioso vestíbulo. Entré por la primera.

—Vaya —suspiré—. Esto es precioso.

La gran sala de estar, con un sofá mullido, un sillón antiguo, estanterías y una chimenea original, tenía un ventanal desde el que se veía el jardín y las demás casas de la plaza.

—Tuve mucha suerte con este sitio —dijo Kate, que parecía encantada con mi reacción—. Milagrosamente, cuando me mudé, aún quedaba mucho del equipamiento original.

Había rieles para cuadros en la sala de estar, así como en la habitación a la que nos dirigimos a continuación, que estaba habilitada como comedor.

—Y esta pared divisoria también seguía en su sitio —me dijo Kate, dándole unas palmaditas—. Muchos de los propietarios de aquí han unido las dos habitaciones de abajo en una, pero yo prefiero que estén separadas así.

—Yo también —asentí, recorriendo la habitación, y entré en la cocina, que estaba en la parte trasera y muy probablemente era un añadido posterior a la construcción original. Imaginé que el baño estaría justo encima—. Es mucho más acogedora y práctica, sobre todo ahora que vas a alquilar la casa.

El único espacio al que podía acudir para alejarme de mis actuales compañeros de piso era mi dormitorio, y no quería estar siempre confinada allí. En la casa de Kate, los inquilinos podían disponer de un salón cada uno si querían. Me recordé a mí misma que el lujo tenía un precio y traté de no dejarme llevar. Ya me había imaginado a Aretha en el mirador de la habitación principal, así que tuve que refrenar mi entusiasmo.

—Estoy de acuerdo —asintió Kate—. Me gusta la distribución original, al menos aquí abajo. Arriba es otra historia. Lo cambié en cuanto Poppy y Ryan se mudaron a la casa de al lado.

La seguí escaleras arriba.

—Originalmente había tres dormitorios —explicó—, y sé que acabo de decir lo mucho que me gusta mantener separadas las habitaciones de abajo, pero aquí arriba no funcionaba.

—¿Cómo es eso?

—Había una habitación doble y dos individuales —continuó—. Para llegar al baño había que atravesar una de ellas, conque esa no podía alquilarla porque no tenía intimidad. Era un espacio desaprovechado.

—Ya veo —dije, mirando por encima de su hombro.

—Así que hicimos que pusieran este pasillo que ahora lleva al cuarto de baño e hicimos que los dos dormitorios más pequeños se convirtieran en uno grande.

—Eso suena mucho más práctico —dije, preguntándome cuál de las habitaciones había cogido Elijah.

—Lo es —asintió Kate—. Ahora hay dos espaciosas dobles, lo cual tiene mucho más sentido. Ve a ver el cuarto de baño, es un poco estrecho para que pasemos las dos. Luego te enseñaré el dormitorio.

El cuarto de baño, al igual que la cocina y las demás habitaciones de la planta baja, estaba inmaculado. No había manchas de moho alrededor de las juntas de la bañera ni charcos de toallas húmedas por el suelo. Lo único que faltaba —y pronto podría subsanarlo— eran plantas de interior. La decoración era limpia y fresca, al igual que el aire, y podía imaginármelo mejorado con mi colección. Los helechos se deleitarían con la sombra.

—Demasiado para no dejarse llevar —murmuré en voz baja.

—Bueno —dijo Kate cuando llegamos a la gran habitación doble de la parte delantera, que era la que estaba disponible—, ¿qué te parece?

Había dos grandes ventanas de guillotina que daban al parquecillo. Kate miraba por una y yo, por la otra.

—Creo que es perfecto —dije con un suspiro de nostalgia. Teniendo en cuenta lo maravilloso que era todo, estaba bastante segura de que no podría permitirme mudarme, pero no podía negar lo enamorada que estaba de aquel lugar—. Para ser honesta, no puedo creer que no haya más interesados.

—¿Más interesados?

—En la habitación —dije, apartando la mirada de las vistas para contemplar de nuevo la decoración.

No tenía ni idea de por qué Elijah no había elegido esa habitación, pero me alegraba de que no lo hubiera hecho porque, de lo contrario, no habría podido verla. Nada más entrar, me había imaginado tumbada en la cama con las cortinas abiertas, observando el ir y venir de la plaza. Acabara donde acabara, ocuparía un pobre segundo puesto en comparación con este lugar.

—Cualquiera diría que la primera persona que la viera se la quedaría.

—Eres la primera que la ve, Beth —sonrió Kate—. Desde que Poppy se fue, no ha habido nadie más. Aparte de Elijah, claro.

—Ah. —Me sentía culpable de nuevo por hacerla perder el tiempo—. Ya veo.

—Luke y yo nunca hemos hecho publicidad de las casas ni de las habitaciones —explicó—. Y tampoco tenemos intención. Los dos tenemos mucha consideración por nuestras propiedades y nos gusta conocer un poco a la persona antes de decidir si queremos enseñársela.

—Ya veo —repetí.

—Freya encajaba a la perfección en la casa familiar de Harold, y su alojamiento es una condición de su trabajo como jardinera jefe —detalló Kate—, y Luke conocía a Elijah desde hacía tiempo.

—Pero acabas de conocerme —señalé—. Ayer a esta hora ni siquiera sabíamos que existíamos y, aparte de lo que Sara y Harold me habían contado, yo no sabía nada de Nightingale Square ni del Grow-Well.

—Es cierto —sonrió Kate, moviendo una de las cortinas para que se asentara más uniformemente en el poste—, pero renunciaste a tu día libre para asegurarte de que Harold pudiera venir a vernos, y eso fue tan amable como generoso.

—No podía soportar la idea de que se lo perdiera —suspiré, pasando los dedos por el extremo del armazón de latón de la cama.

—Exacto —dijo Kate con firmeza—. La gente amable es nuestra clase de gente. Vamos —añadió—, crucemos la calle y hablemos de todo como es debido.

Una vez que Kate nos hubo preparado el té a las dos, nos sentamos a la gran mesa de la cocina igualmente grande de Prosperous Place. Había visto brevemente a Luke y conocido a Jasmine y Abigail, sus hijas, antes de que se las llevara arriba a bañarse tras su chapuzón del sábado por la mañana.

—No te olvides de usar el acondicionador desenredante en el pelo de Abigail —le dijo Kate.

Luke había parado en Blossom’s de camino a casa, y ahora yo estaba disfrutando de un pastel de manzana más ligero que el aire junto con mi té. Sabía a recuerdos de sábados felices de mucho tiempo atrás.

—Siempre me digo que son tan ligeros que es imposible que tengan calorías —sonrió Kate, alargando la mano para coger un segundo.

—Ojalá —sonreí, y luego, dando un golpecito a la bolsa de papel en la que venían, añadí—: Es evidente que el jardín no es lo único de por aquí de lo que Sara está prendada.

—Tienes razón —rio Kate, chupándose los dedos—, aunque según Freya y la otra voluntaria, Chloe, ayuda muchísimo en el jardín, así que quema las calorías. Y es escritora además de cuidadora en Edith Cavell, ¿no?

—Ah, ¿sí? —Fruncí el ceño—. No lo sabía.

Kate enrojeció.

—Bueno, eso creía —se encogió de hombros—, pero quizá me equivoque.

Estaba intrigada.

—¿Y te acuerdas de Mark, el de anoche? —continuó.

Asentí, masticando.

—También trabaja en Blossom’s.

La comunidad de Nightingale Square me parecía cada vez más unida. Sentí la calidez al imaginarme formando parte de ella. Cuando mamá vivía, habíamos vivido en un lugar con espíritu comunitario y vecinos que se cuidaban los unos a los otros, y me di cuenta de que lo echaba de menos tanto como cuando tuve que irme.

—¿Todos los que viven en Nightingale Square ayudan en el Grow-Well? —pregunté.

—Sí —respondió Kate—. Todos los vecinos de la plaza tienen acceso al huerto, y Graham también trabaja a tiempo parcial en el huerto principal. Es un gran esfuerzo conjunto y celebramos maravillosas reuniones.

—¿Como anoche?

—Exactamente como anoche.