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Si la vida te da limones… ¡Ponte a cocinar! La vida de Poppy no siempre ha sido fácil, pero sus sueños por fin están al alcance de su mano. Está a punto de mudarse a una bonita casa en Nightingale Square, cerca del jardín comunitario, donde puede alimentar su pasión por las conservas y los pepinillos. Puede que no tenga la mejor relación con su familia, pero está rodeada de amigos que la quieren, y está segura de que incluso su nuevo vecino gruñón, Jacob, oculta más en su interior de lo que se refleja en el exterior. Pero la inesperada llegada del hermano de Poppy y sus problemas pronto amenazan su recién hallada felicidad, y, conforme el equipo del jardín trabaja para ganar el concurso al mejor espacio comunitario del año, Poppy deberá decidir cuáles son sus prioridades y por qué está dispuesta a luchar… «Dulce y adorable. Os garantizo que os enamoraréis del maravilloso mundo de Heidi». Milly Johnson ⭐⭐⭐⭐⭐ «Sabio, cálido y maravilloso. ¡Un auténtico capricho veraniego!». Heat ⭐⭐⭐⭐⭐ «Chispeante y romántico». My Weekly ⭐⭐⭐⭐⭐ «Una fabulosa lectura feelgood. ¡Un rayo de sol de lectura!». Laura Kemp ⭐⭐⭐⭐⭐ «Aquí otra historia cautivadora de Heidi, ¡de verdad que me he quedado sin superlativos para describir su trabajo y simplemente no puedo esperar para dejarme llevar por su próximo escenario!». Reseña de Goodreads ⭐⭐⭐⭐⭐ «Otra historia de Heidi que te deja el corazón calentito». Reseña de Goodreads ⭐⭐⭐⭐⭐ «Esta es una novela tan agradable que me acogió bajo su ala desde la primera página». Reseña de Goodreads ⭐⭐⭐⭐⭐
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Poppy y su receta para la vida
Título original: Poppy’s Recipe for Life
© Heidi Swain, 2019. Reservados todos los derechos.
© 2024 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
Traducción: Maribel Abad Abad
ISBN: 978-87-428-1299-0
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.
This edition is published by arrangement with Simon & Schuster UK Ltd. through International Editors and Yañez Co.
A Emma Capron
con amor y agradecimiento
Estaba acurrucada en el sofá, retocando la receta de cebollitas en vinagre y soñando con prepararla en mi nueva cocina de Nightingale Square, cuando sonó mi móvil. No era la primera vez que interrumpía mi velada, así que lo cogí, dispuesta a decirle a mi mejor amiga, Lou, que estaba segura de que celebrar Halloween en el pub no era la mejor forma de prepararme para embalar todo lo que tenía en mi piso.
—No he cambiado de opinión —anuncié sin comprobar primero quién llamaba—. Colin y tú tendréis que arreglároslas sin mí.
Solo faltaba una semana para la mudanza y no podía arriesgarme a perder mi valioso tiempo de embalaje con la resaca de algún cóctel asqueroso.
—¿Poppy?
—¿Mamá? —Me incorporé de un salto, y mis notas y tarjetas de recetas se esparcieron por todas partes. Le eché un vistazo a la pantalla.
—¿Poppy? —volvió a sonar su voz.
—Sí —dije—. Estoy aquí.
—Bien, porque necesito hablar contigo. Es urgente.
Se me encogió el corazón. Mamá y yo no teníamos el tipo de relación en la que nos manteníamos al tanto de la vida de la otra. De hecho, no teníamos una relación en la que nos mantuviéramos al día de nada en absoluto. Su llamada era totalmente inesperada, y sabía por experiencia que no llamaba para charlar de cosas intrascendentes. Solo esperaba que no se tratara mi hermano.
—Es Ryan.
Mi corazón se desplomó. Desde que Tony, el padre de Ryan, se divorció de nuestra madre tres años atrás, me había preguntado cuánto tiempo sería capaz de aguantar. Tony seguía muy presente, pero, como mamá carecía por completo de instinto maternal, siempre me había parecido cuestión de tiempo que la bomba adolescente cargada de testosterona estallara.
—Ha sacado unas notas sorprendentes en secundaria —dijo, para mi sorpresa—, y ahora está preparándose el acceso a bachillerato.
Tal vez la urgencia no era nada de lo que preocuparse, después de todo.
—Pero no estoy segura de que vaya a ser capaz de seguir así —continuó—. De hecho, sé que no lo es.
Ya estábamos. Preparada para el impacto...
—Lo que pasa, Poppy —continuó, sonando más quejumbrosa con cada palabra—, es que no puedo permitírmelo.
—¿Qué quieres decir con que no puedes permitírtelo? —la corté en cuanto percibí el problema.
—Bueno —dijo—, nos mudamos en junio, después del último examen de Ryan.
El anuncio no me molestaba. Ya se había mudado otras veces sin decírmelo, hasta que me veía obligada a enviarle un mensaje de texto cuando la tarjeta de cumpleaños de Ryan aterrizaba en mi felpudo con la inscripción «Devolver al remitente». Si no hubiera escrito mi propia dirección en el reverso, jamás lo habría averiguado.
—Ahora estamos en las afueras de Wynmouth.
No me lo esperaba. Wynmouth estaba en la costa norte de Norfolk y a solo una hora más o menos de mi zona de Norwich. De repente, estaba demasiado cerca para mi gusto.
—Lo siento —dije, forzándome a centrarme en sus palabras en lugar de en su incómoda proximidad—, pero no veo cómo el hecho de que vivas cerca de Wynmouth significa que Ryan no pueda permitirse estudiar.
—Se ha matriculado en el instituto de Norwich y tiene que desplazarse todos los días, y no es solo eso, también está el material que necesita y el dinero para los viajes, por no mencionar el portátil que tendrá que comprarse para estar al tanto de todo. Tiene que ser uno específico, por lo visto.
—Pero seguro que Tony pondrá de su parte —dije sin rodeos.
Nunca antes había eludido sus responsabilidades como padre. No creo que le hiciera mucha ilusión que mamá hubiera trasladado a Ryan tan lejos, pero no era de los que tenían un berrinche por algo así.
—El testamento de Tony aún no se ha resuelto —respondió mamá con la misma brusquedad—. Parece ser que han surgido complicaciones...
—¿El qué de Tony?
—Su testamento —dijo, esa vez más alto.
No había dicho nada.
—Ya sabes —continuó, como si yo no supiera lo que era un testamento—, el documento legal que reparte tus bienes terrenales cuando mueres. Céntrate, Poppy.
—¿De verdad me estás diciendo que Tony está muerto? —Se me entrecortaba la voz.
—Sí —dijo, con un deje de frustración—. Tuvo un infarto después de Pascua y nunca se recuperó. Por eso nos mudamos, para ayudar a Ryan a seguir adelante.
No creí ni por un segundo que ese fuera su motivo para hacer las maletas, pero no era el momento de mencionarlo. Todavía me daba vueltas la forma casual en que había introducido la muerte de Tony en la conversación.
—Ryan dijo que te avisaría —continuó.
No tenía ni idea de por qué dejó que esa sombría tarea recayese en él.
—Pues no lo hizo —tartamudeé.
—Me pareció un poco extraño que no vinieras al funeral.
—Pero ¿no tan extraño como para que pensaras en llamarme?
Ignoró la pregunta.
—Pero ya está hecho. —Suspiró como si la situación la hubiera agotado—. Solo estamos esperando a que llegue el dinero. El dinero de Ryan —se apresuró a corregir—. Si es que lo hay, claro. Pero, mientras tanto, me preguntaba si habría alguna posibilidad de que nos ayudaras a salir del paso. De que ayudaras a Ryan, quiero decir.
Odiaba la idea de que Ryan tuviera que renunciar a su educación, con lo que debía haberle costado seguir adelante, así que no me permití pensar en por qué había estado tan a tiro de piedra de mí las últimas semanas sin decírmelo. Ahora la pelota estaba en mi tejado e iba a tener que enmendarlo. Quería enmendarlo.
Cogí un trozo de papel para apuntar los datos bancarios de mamá, deseando haber salido con Lou después de todo. Un cóctel asqueroso era probablemente lo mejor para tratar la conmoción.
El invierno decidió coincidir con mi estado de ánimo, y durante semanas la ciudad se vio atenazada por las garras de lo que los medios de comunicación llamaron «otra Bestia del Este». Tras haber tenido que aparcar mis planes de mudarme a mi querida Nightingale Square, había evitado en lo posible el lugar, así como el jardín comunitario y a Kate, la encantadora propietaria de la casa que yo tanto había deseado alquilar.
En lugar de añorar lo que había perdido, me centré en intentar tender puentes con mi hermano, pero mi entusiasmo por reavivar nuestra relación no fue correspondido. De hecho, Ryan se había negado a quedar todas las veces que se lo había propuesto, y limitó la comunicación entre nosotros a mensajes de texto ocasionales y alguna que otra llamada entrecortada y muy breve. No me había dado las gracias por el dinero y yo no me sentía cómoda mencionándolo.
***
—¡Poppy! —me llamó Harry, mi jefe, una tarde a principios de marzo—. ¡Cliente!
Se había producido un cambio repentino en el clima desde que el calendario pasó de febrero a marzo, y no podía estar más agradecida por la reaparición del sol. No solo porque se acercaba el buen tiempo, sino también porque Greengages Grocers, la tienda en la que había trabajado desde que dejé la universidad hacía seis años, volvía a estar llena.
—Ya voy —respondí, cerrando el portátil.
Harry me había pedido que estudiase la posibilidad de que Greengages dejara de utilizar plástico. Los clientes le preguntaban cada vez más, y me consideraba la persona más indicada para averiguar si era una opción viable para su negocio. Yo había aprovechado cada minuto libre para investigar la idea y estaba entusiasmada con lo que había encontrado hasta el momento. No iba a ser de la noche a la mañana, pero parecía factible a largo plazo.
—Oh —dije al salir del almacén y entrar en la tienda.
Esperaba encontrar a Harry empantanado en trabajo, pero solo había un cliente.
—Kate. —Tragué saliva—. ¿En qué puedo ayudarte?
Me anudé el lazo del delantal y miré a todas partes menos a ella. Seguía sintiéndome incómoda por haberla dejado tirada con tan poca antelación, sobre todo porque sabía que los inquilinos que había contratado a toda prisa habían resultado ser menos que ideales.
—Espero poder ayudarte yo a ti. —Sonrió, acariciando la cabeza de su bebé, Abigail, que estaba cómodamente acurrucada en un fular de tela sobre su pecho—. Se trata de la casa.
Sentí que el calor subía a mi rostro.
—He oído que tus inquilinos volvieron a dar una fiesta tremenda el fin de semana pasado —le espetó Harry.
Mis mejillas enrojecieron aún más. Si me hubiera mudado cuando debía, la bonita propiedad de Kate no habría tenido que soportar a los inquilinos del infierno.
—Sí —dijo con un suspiro—. No me sorprende que el otro nuevo residente de la plaza no quiera tener nada que ver con ninguno de nosotros.
No conocía al tipo, pero sabía que se había mudado justo antes de Navidad y se había empeñado en mantener su puerta bien cerrada. No era de extrañar, teniendo en cuenta quiénes eran sus vecinos más cercanos. El resto de los residentes de Nightingale Square eran encantadores, pero su primera impresión del lugar estaba lejos de haber sido impresionante.
—No debe ser fácil para ninguno de vosotros vivir al lado de gente así —dijo Harry antes de desaparecer por el almacén.
—¿Supongo que todavía no ha visitado el jardín? —pregunté, encontrando por fin la voz.
Sabía que, si me hubiera mudado a la plaza como estaba previsto, nunca me habría ido de allí. De hecho, había sido una de las principales razones por las que tenía tanto interés en comprar la propiedad. La idea de utilizar todos esos productos frescos en mis recetas de encurtidos y conservas aún me aceleraba el corazón, pero ya era demasiado tarde.
—No —dijo Kate—. Ni siquiera ha pisado los terrenos de Prosperous Place.
Prosperous Place era la mansión victoriana situada frente a Nightingale Square en la que Kate vivía con su pareja, Luke, su hijastra Jasmine y su precioso bebé, Abigail. También era donde se encontraba el jardín.
—A decir verdad, es un viejo gruñón —continuó en voz baja—. Es muy reservado y tienes suerte de que te salude siquiera entre dientes... Pero no es de él de quien quería hablarte, Poppy —prosiguió cuando Abigail empezó a revolverse.
—Vale —dije.
—Como he dicho, se trata de la casa. —Kate sonrió, meciendo a su bebé—. Y, por favor, no pongas esa cara de preocupación cada vez que lo menciono. Seguro que tenías tus razones para cambiar de opinión el año pasado.
Bueno, era mi madre quien las tenía, pero Kate no necesitaba saberlo.
—Solo quería decirte que está disponible de nuevo. Los inquilinos del infierno se han ido.
Sus palabras eran música para mis oídos, pero la melodía no estaba bien afinada. Gracias a la incapacidad de mamá para cuadrar su presupuesto, ahora disponía incluso de menos dinero en el banco que antes.
—Está en un estado lamentable —continuó Kate—, pero ya no están y eso es lo único que me importa. No hay nada que una limpieza en profundidad no pueda arreglar, y quería que fueras la primera en saberlo. Quería ofrecértelo.
Sacudí la cabeza. Ojalá hubiera empezado a ahorrar de nuevo, pero ni por un segundo se me habría ocurrido que la casa estaría disponible tan pronto.
—Eres muy amable —dije con tristeza—, sobre todo teniendo en cuenta todo lo que ha pasado desde que te dejé tirada, pero me temo que no puedo aceptarlo.
—¿Tienes algún otro sitio en mente? —Kate frunció el ceño.
—No —le dije—, no, no es eso. Es que no puedo permitírmelo. Con la fianza y todo, no estoy en disposición de mudarme a ningún lado ahora.
La vida sencilla que me esforzaba por llevar era perfecta a mis ojos, pero, en raras ocasiones como esta, un pequeño colchón en el banco habría sido más que bienvenido.
—Oh, santo cielo —dijo Kate, sacudiendo la cabeza—. Lo siento, Poppy. No me estoy explicando muy bien.
—Ah, ¿no?
—No —dijo riendo—. Lo que debería haber dicho es que quiero que te la quedes tú y que no pienso volver a recurrir a la inmobiliaria, no después del fiasco por el que ya he pasado. Me encanta esa casita y quiero que se mude alguien que la aprecie tanto como yo.
—Pero ¿qué pasa con la fianza y todo eso?
—Eso no me preocupa —dijo Kate, desdeñando la mención al dinero—. Prefiero asegurarme de que tengo el inquilino adecuado antes que preocuparme por la fianza.
—¿En serio?
—De verdad —sonrió—. Por favor, dime que te la quedarás. Puedes mudarte en cuanto la haya limpiado y sacado brillo.
***
—Muy bien —exigió Lou cuando, más tarde ese mismo día, quedé con ella y con nuestro otro amigo, Colin, en su librería de la carretera—, ¡desembucha, Pops! He cerrado la tienda antes de lo previsto, así que, tengas lo que tengas que contarnos, más vale que la pérdida de clientes merezca la pena.
—¿Debería cerrar yo también? —sugirió Colin, paseando la vista por la oscura y polvorienta tienda que había heredado de su tío el año anterior, junto con un pequeño y fornido bulldog francés llamado Gus.
—No creo —dijo Lou, frunciendo el ceño—. No parece que te vaya a entrar una avalancha de clientes justo ahora, Col, ¿verdad?
La tienda de Colin no podía ser más diferente del vibrante emporio retro, Back in Time, que Lou había abierto en año nuevo. En su local nunca faltaban al menos tres visitantes, ni siquiera en lo peor del invierno, y rara vez se iban con las manos vacías.
—Sería muy raro —resopló Colin—. La verdad, he olvidado el significado de la palabra «avalancha». Hoy ha entrado un total de una persona. ¡Una!
—¿Y ha comprado algo? —pregunté, cogiendo a Gus en brazos y acariciándole las sedosas orejas; mientras, Lou se dispuso a preparar unas tazas de café instantáneo en la improvisada zona de cocina del despacho de Colin.
—No —dijo Colin, ruborizándose—. Solo querían preguntar una dirección.
Miré la carita de Gus. Parecía tan triste como su nuevo amo. Estaba segura de que ambos seguían echando de menos a su querido tío Alowishus. No entendía cómo el viejo se había mantenido en el negocio y temía por el futuro de lo que ahora era la tienda de Colin.
—Ay, Colin —dijo Lou en modo mamá gallina. Un papel que adoraba, por cierto—. Esto no puede seguir así.
—Lo sé —dijo Colin, ayudándola con la bandeja del café y mirándola con ojos de adoración—, sé que no puede ser.
—Pero —dijo Lou, completamente ajena a sus cariñosas atenciones—, hoy no podemos preocuparnos de eso. Estamos aquí por Poppy, ¿recuerdas? Por favor, no me digas que tu madre ha vuelto a las andadas, Pops.
—No —dije—, esto no tiene absolutamente nada que ver con ella. Aunque —sonreí al pensar en el mensaje que le había enviado a Ryan, en el que le sugería que viniese a visitarme ahora que iba a tener más espacio—, lo que tengo que contaros podría significar que por fin puedo recuperar la relación con mi hermano.
Los dos se miraron y se encogieron de hombros mientras yo daba un sorbo a mi bebida.
—Kate ha venido a verme hoy al trabajo —les dije, negándome a permitir que el amargo sabor del café barato agriara el momento—. Me ha vuelto a ofrecer su casa y he dicho que sí. Por fin me mudo a Nightingale Square.
Nunca había entendido lo que significaba estar en una nube, pero las dos semanas siguientes fueron todo un ejemplo. Kate había insistido en que podía visitar la casa todas las veces que quisiera antes del gran día, pero yo llevaba tanto tiempo soñando con ella que no hacía falta. Y más importante todavía: ¡no había tiempo!
Tenía tanto que hacer que no paraba, y a medida que se acercaba el día de la mudanza, me iba dando cuenta de que, al final, la llamada de mamá no había resultado ser tan desastrosa. Sí, puede que me hubiera pasado el invierno albergando sentimientos no muy positivos hacia ella, aunque sabía que mi dinero había ido a parar a una buena causa, pero ¿había un momento mejor que la primavera para mudarse?
El cambio de residencia me brindó la oportunidad de hacer la última limpieza a fondo y, aunque había disfrutado mucho viviendo encima de Greengages y le agradecía a Harry aquella oportunidad, estaba lista para abrirme a algo nuevo y seguir adelante.
El cambio flotaba en el aire y yo estaba encantada de formar parte de él. Harry se estaba preparando para adoptar la filosofía sin plásticos, mis nuevas tarjetas de recetas estacionales volaban de las estanterías de la tienda tan rápido como podíamos imprimirlas y, por lo que pude deducir de la misteriosa petición de Lou a mediados de semana para quedar con ella en el pub, tenía algo guardado en la manga para Colin. Sabía que no sería lo que él esperaba, pero aun así estaba deseando oírlo.
The Dragon era el pequeño pub que mis amigos y yo habíamos frecuentado durante más años de los que me gusta mencionar. Era un lugar apartado, de techo bajo, fresco en verano y acogedor en invierno, la mezcla perfecta entre el Caldero Chorreante de Rowling y el Poni Pisador de Tolkien.
—Toma —dijo Lou, haciéndome gestos para que me acercara en cuanto abrí la puerta—, ya te he pedido una bebida.
—Gracias —dije, y me dejé caer en un asiento en nuestra mesa de siempre junto a la puerta—. Necesito un trago.
—¿Has terminado de hacer la maleta?
—Casi. —Asentí, bebiendo de la refrescante y amarga cerveza que elaboraba la cervecería artesanal regentada por el pub—. Solo me falta terminar un par de chorradas.
Lou asintió y saludó a Colin, que había entrado con un reticente Gus a cuestas.
—El muy tonto no quería salir de la tienda —dijo, acomodando al perro bajo la mesa—. Os juro que cada vez está más deprimido.
—¿Los perros pueden deprimirse? —pregunté, y me agaché para estudiar la expresión triste de Gus.
—Míralo —dijo Colin.
—Mmm —concedí—. Entiendo lo que quieres decir.
Con la cabeza apoyada sobre las patas, Gus resopló y cerró los ojos.
—Bueno, ¿dónde está el fuego? —preguntó Colin a Lou—. Has dicho que era urgente. Lo de la mudanza sigue en pie, ¿no, Poppy?
—Sí —le dije—, no te preocupes.
Claramente, él estaba tan desinformado acerca de las intenciones de Lou como yo.
—Y bien, ¿qué pasa? —le preguntó.
—Bueno —dijo ella, respirando hondo y extendiendo las manos sobre la mesa—. He estado pensando en tu tienda, Colin.
—Vale —dijo, cauteloso.
—Hasta el nombre es una tontería —anunció—. Reading Room, la Sala de Lectura. Suena terriblemente victoriano.
Me removí en el asiento; no sabía cómo iba a reaccionar Colin. Podía ponerse muy a la defensiva sobre su legado.
—Ya veo —dijo.
—A decir verdad —prosiguió Lou—, estoy segura de que el lugar tenía el mismo aspecto en la época de Dickens.
Eso era cierto. Las estanterías eran oscuras, altas e imponentes, y estaban tan abarrotadas que solo permitían pasar una pizca de luz hasta el fondo de la tienda. Si hubiera sido una librería de anticuario, la imagen habría sido perfecta, pero Reading Room tenía libros contemporáneos y una sección infantil, y sabía que Colin quería animar a los jóvenes lectores. Al menos, si consiguiera que cruzaran el umbral.
Frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que quiero decir —dijo Lou, no sin malicia— es que dentro de un año, puede que menos, tendrás que cerrar si no haces algo pronto.
Colin se lo pensó, pero no la contradijo.
—¿Qué sugieres? —le pregunté.
Era obvio que tenía algo en mente.
—Quiero darle un cambio de imagen al local —sonrió con los ojos iluminados por la emoción— y quiero que tú, Colin, pienses en un nombre nuevo.
—¿Qué le pasa a Colin? —murmuró.
—No para ti, idiota —se carcajeó Lou—, para la tienda, claro.
—¿Qué te parece mi idea de reformar la tienda de Colin? —preguntó Lou mientras recorría mi piso, que se vaciaba rápidamente, con las manos en las caderas.
—Me encanta —le dije con sinceridad—. Creo que es una gran idea.
—Me alegro de que digas eso —asintió, lanzándome una de sus expresiones de «ya sabía yo»—, porque, por alguna razón, sigue titubeando y a este paso lo va a dejar hasta que el asunto no tenga remedio.
—Venga ya, por favor, no me digas que está con lo del cambio de imagen otra vez —resopló Colin cuando, al entrar resollando, pilló el final de nuestra conversación—. He dicho que me lo pensaré y eso estoy haciendo.
Lou seleccionó una pesada caja de cartón del pequeño montón que quedaba y la empujó hacia sus brazos extendidos.
—Solo intento ayudar, ¿sabes? —le dijo, con su característico mohín en sus labios manchados de carmesí—. Solo quiero que tu negocio prospere, Colin.
—Ya lo sé, Lou —dijo, sacudiendo la caja para agarrarla mejor. Su tono se suavizó al mirarla—. Pero, en serio, si tengo que oír hablar del tema, aunque sea una sola vez más hoy...
—De acuerdo —cedió—, ya me callo. Pero no puedes aplazarlo mucho más.
—Venga —dije, interponiéndome rápidamente entre ellos mientras mis ojos hacían un último barrido por las habitaciones, ahora casi vacías—, sigamos. Cuanto antes salgamos de aquí, antes podréis volver a trabajar.
—Y no olvides que nos prometiste una comida —gritó Colin por encima del hombro—. Esperaba volver a probar tu piccalilli pronto, Poppy.
—¿Hola? —dijo Lou con una risita infantil—. ¿Hay algo que queráis contarme?
El pobre Colin se puso colorado y volvió a centrar su atención en las escaleras, y yo le clavé a Lou la esquina de la caja en la espalda.
—¡Oye! —gritó—. Ten cuidado. Ya sabes que este vestido es vintage.
—En realidad, estaba bastante orgullosa de cómo me quedó la última vez —suspiré, pensando en el piccalilli—. Estaba tentadoramente ácido con la cantidad justa de crujiente.
De verdad, había sido la perfección hecha piccalilli; esperaba poder hacer otra tanda igual de exquisita en cuanto hubiera montado mi nueva cocina y desempaquetado mis preciosas ollas y sartenes.
—Casi he terminado de preparar la tarjeta con la receta, Colin —le dije cuando salimos de la escalera trasera de la tienda y nos asomamos al sol primaveral—. Si quieres, te guardo una para que puedas cocinártela tú.
Con lo rápido que volaban las tarjetas de la tienda, pronto tendría que aumentar el número de las que imprimía. Estaban resultando tan populares que esperaba que, para finales de año, todo el vecindario estuviera haciendo sus propios encurtidos y conservas con sus cosechas, además de utilizar los productos locales que teníamos en la tienda.
Ahora que la mudanza era una realidad, por fin me había permitido el lujo de entusiasmarme con la idea de incorporar la fruta y la verdura del huerto comunitario en mis platos. La idea de utilizar productos en cuyo cultivo había participado era emocionante; además, también había gallinas en el huerto. Quizá podría volver a probar mis habilidades con la repostería, seguro que no podían haber empeorado, ¿no?
—Gracias, Poppy —dijo Colin—, aunque, si no te importa, paso de cocinar. Prefiero comerme lo que haces tú. La liaría mucho si me pusiese a pelar y picar en casa.
—Yo también —asintió Lou.
Esto no era bueno. Iba a tener que conseguir que esos dos se animaran a preparar sus propios platos, de lo contrario, nunca tendría la despensa abastecida.
—Bueno, ya veremos —dije, lanzándole a Lou las llaves de su vieja furgoneta, que aquel día hacía las veces de camión de la mudanza—. Estoy segura de que os gustaría si os pusierais a ello y no os preocuparais tanto por el desorden.
Colin parecía dudoso.
—Tal vez. —Lou sonrió ante su mirada aprensiva—. Es decir, sería la oportunidad perfecta para meter a Colin en uno de esos delantales florales que acabo de recibir, ¿no?
Colin puso los ojos en blanco.
—Da igual —dije—. ¿No sería mejor que nos fuéramos? Se nos va a pasar la mañana.
—Sí —coincidió Colin—, tengo que volver a la tienda.
—¿Tienes miedo de perder a tu único cliente del día? —se burló Lou—. Ojalá pudieras atraer a más lectores, Col. De verdad que necesitas...
—Un cambio de imagen, un club de lectura y un nuevo nombre —replicó él con un sonsonete.
—Un club de lectura —murmuró Lou—. ¿Por qué no se me había ocurrido?
—Te dije que lo pensaría todo —dijo Colin por enésima vez—. Y lo estoy haciendo.
Lo único que necesitaba era un poco más de tiempo para aceptar la idea, pero Lou estaba dispuesta a espabilarlo en un tiempo récord. Yo no podía evitar pensar que, si ella lo dejara tranquilo, él se mostraría más dispuesto.
—Hablaremos de ello por el camino —dijo con una sonrisa, poniéndose al volante y girando la llave—. ¿Seguro que te parece bien irte a pie? —me preguntó mientras aceleraba para mantener el motor encendido.
—No pasa nada —le dije. Después de todo, solo era un paseo corto—. Voy a devolverle la llave del piso a Harry y luego os alcanzo. El aire fresco me sentará bien; además, necesito un poco de pan. Nos vemos allí.
El día de abril era maravillosamente cálido y, conforme la furgoneta de Lou desaparecía de mi vista, alcé el rostro hacia el sol, agradecida por que el penetrante aguijón del invierno hubiera desaparecido por fin. Mis planes para mudarme a Nightingale Square el otoño pasado se habían visto inesperadamente frustrados, sí, pero se me había vuelto a presentar la oportunidad y tenía la intención de aprovecharla con todas mis fuerzas.
—¿Lo tienes todo listo entonces, cielo? —preguntó Harry cuando abrí la puerta de Greengages—. ¿Has metido todas tus cosas en la furgoneta de Lou?
—Sí. —Fruncí el ceño—. Hasta la última caja. No es mucho para más de dos décadas de vida, ¿verdad?
No me había dado cuenta antes, pero no había acumulado muchas posesiones materiales durante los pocos años que había vivido encima de la tienda.
—Bueno, yo no me preocuparía por eso —rio Harry mientras se disponía a reponer las cajas de verduras frescas de temporada—. Pronto lo compensarás, ahora que tienes más espacio que llenar. Aunque —añadió con una sonrisa irónica—, conociéndote, me atrevería a decir que estarás más interesada en nuevos cacharros para hacer mermelada y tarros de cristal que en las fruslerías que les gustan a la mayoría de las mujeres.
Por supuesto, tenía razón. La perspectiva de comprar una nueva cacerola para hacer mermelada me aceleró el pulso más de lo que se considera recomendable en una mujer de veintimuchos años.
—Ahora que lo dices... —empecé, y Harry se rio con más fuerza.
No sé cómo me las habría arreglado sin él en los últimos años, pero tampoco sé cómo se las habría arreglado él sin mí. Harry acababa de enviudar cuando yo entré en escena y pronto se convirtió en mucho más que mi jefe; siempre estuvo dispuesto a ayudarme, desde el mismo instante en que rompí a llorar durante mi entrevista, después de que me señalara, con mucha razón, que estaba sobrecualificada para el puesto. Creo que esperaba recibir solicitudes de estudiantes que habían abandonado los estudios y no de alguien que había abandonado la carrera. Para cuando acabó la tarde, los dos habíamos llorado, pero habíamos creado un vínculo y nuestra amistad ya era eterna.
—En serio —dije, y tragué saliva al entregarle las llaves del piso—, gracias por todo.
Harry no quiso oír ni una palabra y desdeñó mi agradecimiento con un bufido.
—Sé que insistes en que harías lo mismo por cualquiera que estuviera en apuros —continué a pesar de todo—, pero me has hecho sentir alguien. Alguien que de verdad cuenta. No he tenido mucha gente en mi vida que se haya molestado así por mí.
Los ojos de Harry se pusieron un poco llorosos, pero yo no pensaba callarme. La tienda estaba casi vacía y puede que no volviera a tener la oportunidad de decírselo. No es que fuera a dejar mi trabajo además del piso, pero sabía que Harry haría todo lo posible para evitar escucharme cantar sus alabanzas, y estaba decidida a hacerle saber lo agradecida que le estaba por haberme acogido bajo su ala cuando yo estaba tan desesperada por no tener que volver a casa.
—Tú —le dije— eres mi familia.
Asintió y se enjugó los ojos con las palmas de sus viejas y callosas manos.
—Lo sé —graznó.
—Y Ryan, por supuesto —añadí enseguida, pensando en mi escurridizo hermano.
El pobrecillo había sido siempre el último en el que pensábamos desde el día en que fue concebido. Si conseguía que apareciera, esperaba tener la oportunidad de hacerlo sentir tan bien consigo mismo como Harry me había hecho sentir a mí.
—¿Y tu madre? —aventuró Harry.
—Oye —dije severamente, tratando de no imaginar cómo era la vida de Ryan soportándola, sobre todo ahora que no tenía a Tony para escapar—. No vayamos por ahí, ¿vale? Se supone que hoy es un gran día.
—Lo siento. —Harry aguantó la bronca con una sonrisa pesarosa.
Le di un rápido abrazo y salí al sol primaveral. Como siempre, percibí el reconfortante aroma del pan recién horneado de la panadería Blossom’s Bakery incluso antes de abrir la puerta.
—¡Poppy! —me llamó Mark, que ahora iba a ser mi vecino además de amigo—. ¿Cómo va todo? ¿Has deshecho las maletas? ¿Ya estás lista para recibir visitas?
—Dale un respiro a la pobre —rio Blossom—. Tú mismo has dicho no hace ni diez minutos que Lou acababa de dirigirse a la plaza en su furgoneta.
Miré a Mark y enarqué las cejas.
—Puede que haya estado echando un ojo. —Se sonrojó.
—No le he sacado ni un pan en toda la mañana —lo regañó Blossom de buen humor.
—Oh, no, va a ser como vivir al lado de Miss Marple, ¿verdad? —gemí—. No podré moverme de casa sin que alguien fiche mis entradas y salidas.
—¡No tienes ni idea! —Mark soltó una risita—. Y, si te crees que yo soy malo, espera a que Carole empiece con sus payasadas de vieja del visillo. Entonces sabrás lo que es la policía vecinal.
Por suerte, ya sabía lo que me esperaba y, para ser sincera, me gustaba la idea de vivir tan cerca de unos vecinos que se cuidaban los unos a los otros.
—De todos modos —dijo Mark con un guiño—, yo que tú no me preocuparía demasiado por eso. No serás el único centro de atención, al menos hoy.
—¿Qué quieres decir?
—¡Cliente! —gritó Blossom.
Esperé a que terminara de servir y volví a preguntarle qué había querido decir.
—Ha llamado Neil —dijo—. Hoy trabaja desde casa, pero no puede concentrarse.
—¿Por qué? —Fruncí el ceño.
Neil, el marido de Mark, llevaba su propio negocio desde casa y tendía a estar demasiado comprometido con su trabajo. No podía imaginarme que tuviera problemas para concentrarse cuando sus tareas lo llamaban.
—¿Qué le ha pasado a nuestro oasis de calma para reclamar su atención? —pregunté—. Sabes que solo me mudo porque ahora vuelve a haber mucha paz. Bueno —añadí—, por eso y por el jardín comunitario, claro.
—Por lo visto —me confió Mark, apoyando sus mangas de camisa cubiertas de harina en la encimera, acomodándose para un buen cotilleo—, no eres la única que está moviendo trastos hoy.
—¿Quieres decir que alguien se va de la plaza? —dije con la voz entrecortada.
—No —rio Mark—. ¿Quién en su sano juicio querría irse?
Tenía razón. El lugar era perfecto. Bueno, lo era ahora que los antiguos inquilinos de Kate se habían pirado.
—Tu vecino —confió Mark—, el señor Gruñón. Se está instalando. Por fin está poniendo algunos muebles.
—¿No tenía?
Mark negó con la cabeza.
—El día que se mudó tenía poco más que alguna maleta y un par de cajas. Ninguno de nosotros ha entrado, por supuesto, con lo desgraciado que es, pero por lo que podemos apreciar, el lugar debe ser bastante espartano. Desde luego, no ha tenido ninguna entrega importante. No hasta hoy, claro.
Sentí bastante lástima por la casa y su actual ocupante. Los vecinos agradables y preocupados eran una cosa, pero que examinaran tus bienes mundanos era demasiado. Me pregunté si el intenso interés podría explicar su beligerancia, o si tal vez su mal humor había sido alimentado por la falta de comodidades en el hogar, así como por la gente ruidosa que había estado justo al lado.
—¿Por qué querría alguien pasar el invierno en una casa vacía? —reflexioné.
—Ni idea. —Mark se encogió de hombros.
—Quizá tener cosas nuevas lo anime —sugerí.
Mark me lanzó una mirada fulminante.
—Bueno —dije—, esperemos que la furgoneta de Lou no se interponga en su camino. Lo último que quiero es provocar problemas antes de haber enchufado la tetera.
—Ojalá pudiera estar allí para verlo —dijo Mark con el ceño fruncido—. Esperaba vivir alguna emoción, y ahora todo pasa el mismo día y no voy a estar para verlo.
A todas luces, se tomaba muy a pecho aquella situación tan insatisfactoria.
—A menos que te despida por holgazanear en el trabajo —retumbó la voz de Blossom desde más allá del mostrador—. Si te echo, Mark —dijo—, puedes irte a casa con Poppy y no perderte nada.
—Entendido —dijo él, corriendo hacia ella para darle un abrazo de reconciliación, que ella no pudo rechazar—. Pero bueno, ¿qué querías, Poppy? —dijo, serio—. ¿Has venido a comprar algo o solo a meterme en problemas?
Con el pan que había ido a buscar y algunos pasteles de nata que no había comprado, me dirigí a la plaza. No tenía mucho que descargar, pero no era justo dejar que Colin y Lou hicieran todo el trabajo duro.
—Mándame un mensaje cuando veas al señor Miserable, ¿vale? —llamó Mark—. ¡Neil piensa que es todo un bombón!
Sin duda, la vida iba a ser divertida con Mark y Neil como vecinos. Mientras paseaba, me imaginaba reuniones improvisadas, tanto en el jardín como en el bonito parque frente a nuestras casas. Barbacoas, cervezas y largas tardes soleadas se desplegaban ante mí, y no podía esperar para lanzarme a la vida en la plaza.
Sin embargo, mi feliz burbuja de imaginaciones idílicas no duró mucho, ya que apenas había puesto un pie en la plaza cuando la dulce voz de Lou llegó a mis oídos. No sonaba contenta, no; no sonaba contenta en absoluto.
—Pero ¿por cuánto tiempo más? —la oí gritar—. No eres el único que tiene demasiadas cosas que hacer, ¿sabes?
Esas ocupaciones de las que hablaba era nuevas para mí, pero claro, tal vez se refería a que ella y Colin tenían que volver a sus tiendas. Lou me vio y se acercó corriendo.
—¡Mira esto! —gritó mientras el hombre con el que había estado «hablando» se retiraba al interior de su casa—. ¿Has visto alguna vez algo tan egoísta?
La situación distaba mucho de ser ideal. Mi vecino tenía un enorme camión de reparto y una furgoneta delante de su casa. Ambos bloqueaban completamente la carretera y, como resultado, la pequeña furgoneta de Lou no podía pasar.
—Le he dicho que es una calle de sentido único, así que no puedo dar la vuelta por el otro lado, pero dice que no puede hacer nada.
—Bueno, no puede dejar que bloqueen así la carretera —dije mientras Colin se acercaba para unirse a nosotras—. No es seguro.
—Exacto —intervino Lou—, ¿y si tienen que pasar los servicios de emergencias?
No parecía muy probable, pero tenía razón.
—No creo que... —comenzó Colin, pero Lou lo miró y se calló.
—Iré a hablar con ellos —dije, tendiéndoles las bolsas de Blossom—. ¿Por qué no buscáis la tetera y la ponéis? Kate me ha mandado un mensaje antes para decirme que hay leche fresca en la nevera.
Lou no parecía muy dispuesta a ceder, pero, en cuanto Colin mencionó los pasteles de nata que había visto en una de las bolsas, lo siguió hasta mi puerta y yo me dirigí a la de al lado a ver qué podía hacer. No quería que mi primer encuentro con mi nuevo vecino fuera conflictivo, así que moderé el tono.
—¡Hola! —llamé a través de la puerta principal, que estaba un poco entreabierta.
El vestíbulo olía a humedad y había un aire general de abandono en el lugar, pero tal vez las cosas mejorarían por fin con los muebles nuevos.
—¡Hola! —grité un poco más alto—. Soy Poppy. Hoy me mudo a la casa de al lado.
—¡Ya le he dicho a tu engreída novia que mis repartidores van tan rápido como pueden! —bramó una voz de hombre desde una de las habitaciones de arriba.
Me pregunté si este era el tipo que Neil ya había decidido que era un «bombón». Si lo era, entonces iba a tener que ser nada menos que un dios romano con forma humana para equilibrar su tono beligerante. No es que su apariencia fuera a tener mucho impacto en mí. Yo era de determinar el atractivo de alguien más por su personalidad y la forma en que trataba a los demás que por su aspecto y, de momento, este tipo me estaba pareciendo muy feo.
Abrí la boca para disculparme por interrumpir en lo que obviamente era un día estresante, pero no tuve la oportunidad.
—No puedo hacer nada hasta que terminen, ¿verdad? —volvió a rugir—. ¡Tendréis que esperar!
Estaba claro que no se iba a molestar en bajar a presentarse y yo no tenía intención de cruzar su umbral para arriesgarme a que me gritara de cerca. Sabía que instalarse en un lugar nuevo podía ser estresante, pero no tenía por qué dejar que lo que él estaba viviendo arruinara mi experiencia. De hecho, estaba bastante tranquila con mi mudanza. O lo había estado.
—Siento haberte molestado —volví a llamar, disipando las trazas de sarcasmo que sentía infiltrarse en mi voz—. Iba a preguntarte si querías tomar el té con nosotros mientras esperamos, pero te dejo.
Tal y como sospechaba, no había necesidad de montar el drama ni de liarse a gritos. Según mi experiencia, la mayoría de las veces no era así. Lou vio a los repartidores salir de la casa de al lado, pero fui yo quien se apresuró a hablar tranquilamente con ellos, ya que ella aún estaba demasiado afectada por su encuentro con el supuesto «bombón».
—¿Podríais dar una vuelta a la plaza? —sugerí, después de explicarle al conductor que se suponía que estaba de mudanza—. Así, mi amiga podría pasar con su furgoneta.
—No hace falta, cielo —dijo el tipo, que agitaba un gran manojo de llaves—. Ya hemos terminado. En cuanto hayamos recogido los envoltorios nos iremos.
—Estupendo —sonreí, aliviada de que la situación se hubiera resuelto con tanta facilidad.
—Siento si te hemos retrasado —dijo, mirando hacia la casa—. ¿Has hablado con el miserias?
Solo podía estar refiriéndose a mi vecino.
—Lo he intentado —dije—, pero me ha echado antes de que pudiera ofrecerle siquiera una taza de té.
—Ya está —dijo—. Ojalá hubiera sabido que lo habías ofrecido, porque él no lo ha hecho, aunque he silbado Polly, pon la tetera a hervir al menos tres veces.
No pude evitar reírme. Nos dispusimos a seguir charlando, pero el señor Gruñón empezó a gritar de nuevo.
—¿Os vais a deshacer de este plástico de burbujas o qué? —gritó desde algún lugar del interior de su casa.
Sonaba como un oso en su cueva, uno muy cascarrabias, y esperaba que ese tono agresivo no fuera su configuración por defecto. En general, yo era una persona despreocupada que llevaba una vida sencilla y lo menos estresante posible, y no me apetecía mucho tener un vecino cercano que fuera propenso a dar la lata y a gritar lo que se le antojara.
—Será mejor que suba —dijo el tipo—, cuanto antes nos lo quitemos de encima, mejor.
Pensé que «oso» le pegaba más que «bombón».
Lou, Colin y yo no tardamos mucho en sacar las cajas de la parte trasera de la furgoneta y colocarlas en las habitaciones correspondientes. Como era de esperar, la mayoría de mis cosas iban destinadas a la cocina, pero no las desempaquetaría hasta que no le hubiera dado un buen fregoteo a la habitación.
Cuando Kate me ofreció la casa por primera vez, pensó en contratar los servicios de un equipo de limpieza profesional, pero yo le dije que me encantaría hacerlo yo misma, y entre las dos llegamos a un acuerdo. Yo me encargaría de limpiar y arreglar la casa, y ella no me exigiría el primer mes de alquiler. La limpieza siempre me había parecido sorprendentemente terapéutica, así que para mí era una situación en la que todos salíamos ganando.
Me había propuesto volver a tener la casa a punto para el fin de semana, que coincidía con el puente de Pascua. El sábado estaba prevista una fiesta en el jardín de Prosperous Place y quería tener mi lista de tareas vacía para entonces, para poder relajarme y disfrutar, además de echar una mano con la cocina y los preparativos.
—Desde luego, esa no es mi idea de lo que deberían ser unas vacaciones de primavera —dijo Lou, refunfuñando, mientras rebuscaba en mi gran caja de productos de limpieza ecológicos después de haberle explicado mis planes—. ¿Por qué no limpiaste antes de mudarte? Habría tenido más sentido. Ahora tienes que trabajar con todo esto por en medio.
No era propensa a las supersticiones, pero ya había elaborado mis planes cuidadosamente antes, y habían sido saboteados, por lo que esta vez no había querido crear lazos con la casa por si algo salía mal. En mi opinión, la espera había merecido la pena.
—No estoy precisamente inundada de cajas —señalé—. No tardaré mucho.
—¿Y estás segura de que no quieres que te ayudemos? —preguntó Colin, sacudiendo mi nuevo plumero por los estantes más altos de la cocina y desprendiendo una pizca de polvo—. Lou ha dicho que tenía el delantal perfecto para mí.
—No —le dije—, gracias por la oferta, pero puedo arreglármelas. De hecho, me hace ilusión.
Sus caras eran un cuadro.
—Nunca había tenido una casa entera para mí sola —les recordé—. Todo este espacio solo para mí es un lujo.
El piso de encima de Greengages rozaba más lo claustrofóbico que lo acogedor, y estaba deseando llenar todas las habitaciones.
—Pero antes de que vuelvas al trabajo —le dije, despejando un espacio en la mesa, y la rocié con mi espray antibacteriano casero—, te había prometido unos bocadillos de piccalilli, ¿no?
Comimos sentados en una manta en el parquecillo y lo bajamos todo con más té y los últimos pasteles de nata.
—¿Te vienes luego al pub? —me preguntó Lou, mientras Colin la ayudaba a ponerse en pie y ella se quitaba las migas de la falda del vestido.
—Esta noche no —dije, estirando los brazos por encima de la cabeza y moviendo el cuello de un lado a otro para liberar la tensión—. Igual mañana.
Recogí la bandeja vacía del almuerzo, le di la espalda a la cueva del oso y luego despedí a mis amigos con la mano antes de cerrar la puerta principal y explorar cada una de las habitaciones de mi nuevo hogar.
El resto del día pasó sin que me diera cuenta, hasta que un rugido de mi barriga me alertó de que tenía que empezar a pensar en la cena. Me asomé a la ventana del dormitorio y vi que la plaza no tenía tráfico. El camión y la furgoneta de reparto hacía tiempo que se habían ido y todo era como me lo había imaginado. Respiré despacio, aliviada de que mis planes de mudarme aquí solo se hubieran frustrado temporalmente, y entonces vi a Kate y a otra vecina, Lisa, que se dirigían hacia mí. Les di un golpecito en la ventana y las saludé con la mano antes de bajar a dejarlas pasar.
Esperaba abrir la puerta principal y ver a la pareja allí de pie, pero lo que me encontré fue una pared de brillantes flores primaverales con un par de esbeltas piernas asomando bajo ellas.
—¡Sorpresa! —gritó Kate, riendo, mientras bajaba las flores atadas a mano y se asomaba por encima—. Bienvenida a Nightingale Square, Poppy.
—Dios mío —reí, cogiéndole las flores—. Muchas gracias. Son preciosas. No recuerdo la última vez que alguien me regaló flores.
Lo cual era muy triste, porque resultaban ser una de mis cinco cosas favoritas en todo el mundo. Sé que podría habérmelas regalado a mí misma, pero no era lo mismo, ¿verdad?
—Son todas del jardín de Prosperous Place —explicó Kate con orgullo—, así que no ha habido que irse al quinto pino para traerlas hasta aquí, que sé que es como te gustan las cosas.
Estaba claro que Kate había comprendido muchas cosas de mí en el poco tiempo que hacía que nos conocíamos. En la medida de lo posible, yo era una entusiasta de las compras locales y de temporada, otra de las razones por las que tener el huerto comunitario justo en la puerta de mi casa me atraía tanto.
—Pasa —dije, abriendo más para dar la bienvenida a mi nueva casera—. Pondré esto en agua y volveré a poner la tetera. La he tenido encendida todo el día.
El hermoso ramo de flores estaba compuesto sobre todo por diferentes variedades de narcisos, y también había mucha vegetación fresca y vibrante. Era la primavera dulcemente perfumada en un jarrón. O tres tarros, para ser exactos. Nunca había tenido un jarrón. Me parecía un desperdicio comprar uno cuando todas las semanas me dedicaba a enjuagar y reciclar botellas y tarros.
—Ya está —dije, apartándome para admirar los arreglos antes de preocuparme por encontrar el mejor sitio para lucirlos—. Perfecto.
—Precioso —coincidió Kate.
—¿No estaba Lisa contigo cuando has cruzado el parque? —pregunté, apenas recordando—. ¿O he confundido las flores con ella?
—Se ha pasado un momento por la casa de al lado —explicó Kate, reprimiendo un bostezo mientras removía el té.
Esperaba que se refiriera a Harold, el anciano que vivía al otro lado de mi casa, y no al señor Gruñón.
—¿Sigues durmiendo poco? —pregunté, sin duda diciendo una obviedad.
Kate solía estar tan llena de energía que era fácil olvidar que tenía que cuidar de la pequeña Abigail y de su hijastra, Jasmine.
—No tanto como me gustaría —admitió—, pero cada vez es más fácil.
—¿Y Heather?
Heather y su marido, Glen, vivían en la primera casa de Nightingale Square, y ella, Lisa y Kate se habían hecho muy amigas desde la llegada de Kate. Heather no solo tenía que ocuparse de Evie, su hija pequeña, sino también de dos gemelos de seis meses, James y Jonah. Lisa tenía tres hijos, y a menudo el jardín parecía una guardería más que un lugar donde relajarse con una copa de vino al final del día, pero eso formaba parte de su encanto común.
—¿Te dice algo la palabra «dentición»? —Kate hizo una mueca.
—Ah. —Puse un gesto de dolor ante la idea de lidiar con tres pares de mejillas sonrosadas en lugar de una—. Ella y Glen deberían comprar un cargamento de paracetamol y de mordedores para bebé.
—Se lo digo de tu parte —rio Kate, justo cuando la puerta principal se abría y volvía a cerrarse—. Aquí está Lisa —añadió con un guiño—, irrumpiendo como de costumbre. Que sepas que tendrás que cerrar con llave esa puerta si quieres mantenerla fuera.
—Maldito ignorante —despotricó Lisa conforme entraba en la cocina y me abrazaba, antes de dar un paso atrás y tomar mi cara entre sus manos—. Bienvenida a Nightingale Square, preciosa, y buena suerte con ese vecino gilipollas.
—Gracias —dije, inflando las mejillas cuando por fin las soltó—. ¿Té?
—Sí, por favor, y mejor que tenga un poco de azúcar para endulzarme de nuevo.
—Supongo que no te ha invitado a un café y a charlar un rato —dijo Kate.
—No —respondió Lisa con un resoplido—, desde luego que no.
—No da una buena impresión, ¿verdad? —sonreí—. Ni la primera ni ninguna.
—No, desde luego que no —repitió Lisa—, pero Neil tiene razón, menudo bombón.
Me sorprendió que Lou no hubiera hecho ningún comentario sobre el supuesto buen aspecto de mi vecino —ella lo había visto más de cerca que yo—, pero sin duda aún estaba demasiado enfadada por la forma en que le había hablado como para darse cuenta de su aspecto.
—Otro bombón, ¿eh? —musité—. ¿Cómo te las arreglas con dos tan cerca, Lisa?
Arrugó la nariz y bebió un sorbo del té ligeramente azucarado.
—Luke es impresionante —dijo, y Kate puso los ojos en blanco—, pero ya me he acostumbrado a él, así que en realidad no cuenta.
—Me refería a John —bromeé—, ya sabes, ese tipo tan maravilloso con el que resulta que estás casada.
Lisa se sonrojó y nos reímos. Vivir en el mismo código postal que Luke Lonsdale nos tuvo distraídos a todos durante un tiempo. El que había sido uno de los modelos masculinos más importantes del mundo lo había dejado todo para recuperar y renovar su casa solariega, abrir su jardín a los residentes de Nightingale Square y enamorarse perdidamente de Kate.
—Sí, vale —siguió parloteando Lisa—, eso se sobrentiende, ¿no?
—Bueno —dijo Kate, bajándose del taburete en el que estaba sentada—, será mejor que vuelva. Abigail tendrá que comer otra vez pronto.
Miró alrededor de la cocina y luego hacia mí.
—Espero que hacer una limpieza a fondo no sea una tarea muy pesada, Poppy.
—En absoluto —le dije—. De hecho, lo estoy deseando.
—Me encanta este lugar —dijo con cariño.
—¿Has localizado al otro inquilino? —le pregunté.
—No —suspiró—. Se retrasaron con el alquiler e hicieron lo que mi madre llama una despedida a la francesa después de la última fiesta. No he sabido nada de ellos desde entonces y no espero saberlo ahora, pero al menos limpiaron sus cosas cuando se fueron.
—Adiós a la basura —dijo Lisa, frotando el brazo de su amiga.
Las dos sabíamos lo mucho que Kate adoraba su casita y yo estaba deseando cuidarla tanto como ella.
—Exacto —coincidí—. Solo lamento no haber podido mudarme el año pasado como estaba planeado. Te habría ahorrado toda esta angustia y molestias.
—Bueno, no importa —sonrió—. Ya estás aquí y estamos deseando verte en el jardín, sin mencionar que nos dejes probar cualquier cosa que se te ocurra cocinar.
—Hablando del jardín —añadió Lisa mientras escurría su taza—, vamos, Poppy. Le he dicho al alegre gruñón de al lado que se reúna con nosotras en el parque ahora mismo, así podré poneros al corriente de lo que hemos planeado para este año.
Yo no contaba mucho con que lograra hacerlo salir de su guarida.
—Ah, sí —dijo Kate—. Olvidaba que Poppy aún no sabe nada de eso.
—¿De qué? —pregunté.
—Espera y verás —dijo Lisa, dándose golpecitos en un lado de la nariz.
Lisa y yo nos sentamos sobre mi manta en el parquecillo, disfrutando del calor antes de que la hierba se humedeciera mientras esperábamos a ver si aparecía mi vecino.
—¿Sabes cómo se llama? —pregunté, arrancando un puñado de hierba y mirando hacia su casa—. Alguien debe saberlo. Lleva aquí bastante tiempo.
—Ni idea —dijo Lisa.
—No creo que sea ni señor Miserable ni señor Gruñón, aunque ambos parecen sentarle bien.
—No te equivocas —resopló Lisa.
—Cuidado —susurré, vislumbrándolo por primera vez—. Aquí viene.
Con los brazos rígidos a los lados y la camisa desabrochada, se acercó a donde estábamos sentadas y nos miró con desprecio. Entrecerré los ojos y vi que las arrugas de su frente y sus ojos oscuros eran tan profundos como las de su camisa sin planchar. Estaba claro que lo había pasado mal últimamente, y sentí una inesperada punzada de compasión por él.
Era mucho más joven de lo que había supuesto y lo rodeaba un aura pulsante de negatividad. Sus hombros prácticamente le rozaban los lóbulos de las orejas y, dada la evidencia física que tenía ante mí, pensé que quizá no debería tomarme a pecho su anterior grosería. A veces olvidaba que no todo el mundo estaba tan relajado como yo. Sin duda, un masaje profundo le habría sentado de maravilla, pero no iba a sugerírselo.
—Hola. —Sonreí con calidez, dejando caer mi puñado de hierba.
Estaba decidida a empezar con buen pie con él esta vez.
—Yo...
—Hola —me interrumpió con el ceño fruncido—. Mira —continuó, dirigiéndose a Lisa—, eres Lisa, ¿verdad? Sé que antes no me estabas escuchando, pero lo que he dicho iba en serio. La verdad es que no tengo tiempo para intercambiar cumplidos con los vecinos y, visto lo último que he tenido que aguantar, tampoco me apetece mucho.
Me pareció un poco duro que me hubiera juzgado a primera vista y supusiera que yo era igual que ellos. Sentí que Lisa se erizaba a mi lado.
—Soy Poppy —dije, antes de que pudiera echársele al cuello, me arrodillé y le tendí la mano—. Encantada de conocerte.
Me miró y se mordió el labio. Estaba sorprendido de que hubiera ignorado su grosería y de que fuera tan civilizada aunque él no pretendiese hacer que valiera la pena. Me alegré de haberlo engañado.
—Jacob —dijo en tono cortante, cogiéndome por fin la mano.
Lo agarré con fuerza y me incorporé para que no tuviera más remedio que ayudarme a ponerme en pie.
—Encantada de conocerte, Jacob —sonreí, todavía agarrando su mano—. Tengo entendido que has tenido unos vecinos bastante malos últimamente.
Le solté la mano antes de que se sintiera demasiado incómodo, pero mantuve los ojos fijos en los suyos, con las cejas levantadas a la espera de una respuesta.
—Eso es decir poco —dijo en tono sombrío, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón, sin duda temiendo que yo intentara establecer contacto de nuevo.
—Bueno, puedo prometerte que ahora todo el mundo estará más tranquilo. —Volví a sonreír.
—Bien.
Claramente, no estaba de humor para charlar.
—Así que —dije, tragando saliva—, al parecer, Lisa tiene algo emocionante que contarnos.
La mirada que me dirigió fue fulminante.
—Lo dudo mucho —murmuró.
—¿Verdad, Lisa? —la animé.
Tenía ganas de saber qué nos esperaba en el jardín, aunque Jacob no pareciera interesado, y algo me decía que esta pequeña charla podría ponerse menos amistosa si no conseguía que Lisa se centrara en el tema. Evidentemente, Jacob no era el tipo de hombre al que le gustara echarse sobre una manta, así que tiré de mi amiga para que se pusiera en pie, y entonces se me ocurrió lo que ingenuamente pensé que era una idea genial.
—Mira —dije—, sé que es pronto, pero tengo algo de champán en la nevera. ¿Qué tal si voy a buscarlo y luego brindamos...?
Las palabras murieron en mi garganta cuando Jacob se frotó los ojos y soltó un largo suspiro.
—No tengo nada que celebrar —dijo con sequedad.
Estaba claro que el hecho de que yo sí no le entraba en la cabeza.
—Y, si te parece bien, solo quiero volver a mi cena de microondas e irme a la cama.
Por un momento había pensado que una copa lo relajaría un poco, pero me había cortado las alas y no tenía ganas de esforzarme por él... ni por compartir mi querida botella con alguien que preferiría sentarse a comer su triste cenita solo y sin el añadido de las burbujas.