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Bauman Zygmunt

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Beschreibung

Zygmunt Bauman nos presenta un estudio sobre las consecuencias sociales de los procesos globalizadores; pretende demostrar que la globalización incluye mucho más que sus manifestaciones superficiales e intenta hacer legible un término supuestamente clarificador de la mujer y el hombre moderno. Constituye, pues, un importante aporte sobre la polémica que ha desencadenado el concepto de globalización.

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ZYGMUNT BAUMAN (Poznan, Polonia, 1925) es profesor emérito en la Universidad de Leeds y en la de Varsovia. Ha enseñado sociología en Israel, los Estados Unidos, Canadá y otros países. Su extensa obra, referida a las problemáticas sociales y a los modos en que pueden ser abordadas en la teoría y en la práctica, lo ha convertido en uno de los principales referentes en el debate sociopolítico contemporáneo.

En su vasta obra se cuentan los siguientes libros: Legisladores e intérpretes. Sobre la modernidad, la posmodernidad y los intelectuales (1997), Modernidad y holocausto (1998), La posmodernidad y sus descontentos (2001), Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil (2003), Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias (2005), Vida líquida (2006) y Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores (2007), entre otros.

SECCIÓN DE OBRAS DE SOCIOLOGÍA

LA GLOBALIZACIÓN

Traducción de DANIEL ZADUNAISKY

ZYGMUNT BAUMAN

LA GLOBALIZACIÓN

Consecuencias humanas

Primera edición en inglés, 1998 Primera edición en español, FCE Argentina, 1999 Segunda edición, FCE México, 2001    Octava reimpresión, 2015 Primera edición electrónica, 2016

© 1998, Polity Press, asociado con Blackwell Publishers, Ltd. Título original: Globalization. The Human Consequences

D. R. © 2001, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Por acuerdo con Fondo de Cultura Económica de Argentina, S. A. El Salvador 5665; C1414BQE Buenos Aires, Argentina

Comentarios:[email protected] Tel.: (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3462-7 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

INTRODUCCIÓN

La globalización está en boca de todos; la palabra de moda se transforma rápidamente en un fetiche, un conjuro mágico, una llave destinada a abrir las puertas a todos los misterios presentes y futuros. Algunos consideran que la globalización es indispensable para la felicidad; otros, que es la causa de la infelicidad. Todos entienden que es el destino ineluctable del mundo, un proceso irreversible que afecta de la misma manera y en idéntica medida a la totalidad de las personas. Nos están “globalizando” a todos; y ser “globalizado” significa más o menos lo mismo para todos los que están sometidos a ese proceso.

Las palabras de moda tienden a sufrir la misma suerte: a medida que pretenden dar transparencia a más y más procesos, ellas mismas se vuelven opacas; a medida que excluyen y remplazan verdades ortodoxas, se van transformando en cánones que no admiten disputa. Las prácticas humanas que el concepto original intentaba aprehender se pierden de vista, y al expresar “certeramente” los “hechos concretos” del “mundo real”, el término se declara inmune a todo cuestionamiento. Globalización no es la excepción a la regla.

Este libro se propone demostrar que el fenómeno de la globalización es más profundo de lo que salta a la vista; al revelar las raíces y las consecuencias sociales del proceso globalizador, tratará de disipar algo de la niebla que rodea a un término supuestamente clarificador de la actual condición humana.

La frase compresión tiempo/espacio engloba la continua transformación multifacética de los parámetros de la condición humana. Una vez que indaguemos las causas y las consecuencias sociales de esa compresión, advertiremos que los procesos globalizadores carecen de esa unidad de efectos que generalmente se da por sentada. Los usos del tiempo y el espacio son tan diferenciados como diferenciadores. La globalización divide en la misma medida que une: las causas de la división son las mismas que promueven la uniformidad del globo. Juntamente con las dimensiones planetarias emergentes de los negocios, las finanzas, el comercio y el flujo de información, se pone en marcha un proceso “localizador”, de fijación del espacio. Estos dos procesos estrechamente interconectados introducen una tajante línea divisoria entre las condiciones de existencia de poblaciones enteras, por un lado, y los diversos segmentos de cada una de ellas, por otro. Lo que para algunos aparece como globalización, es localización para otros; lo que para algunos es la señal de una nueva libertad cae sobre muchos más como un hado cruel e inesperado. La movilidad asciende al primer lugar entre los valores codiciados; la libertad de movimientos, una mercancía siempre escasa y distribuida de manera desigual, se convierte rápidamente en el factor de estratificación en nuestra época moderna tardía o posmoderna.

Nos guste o no, por acción u omisión, todos estamos en movimiento. Lo estamos aunque físicamente permanezcamos en reposo: la inmovilidad no es una opción realista en un mundo de cambio permanente. Sin embargo, los efectos de la nueva condición son drásticamente desiguales. Algunos nos volvemos plena y verdaderamente globales; otros quedan detenidos en su “localidad”, un trance que no resulta agradable ni soportable en un mundo en el que los “globales” dan el tono e imponen las reglas del juego de la vida.

Ser local en un mundo globalizado es una señal de penuria y degradación social. Las desventajas de la existencia localizada se ven acentuadas por el hecho de que los espacios públicos se hallan fuera de su alcance, con lo cual las localidades pierden su capacidad de generar y negociar valor. Así, dependen cada vez más de acciones que otorgan e interpretan valor, sobre las cuales no ejercen el menor control…, digan lo que dijeren los intelectuales globalizados con sus sueños/consuelos comunitaristas.

Los procesos globalizadores incluyen una segregación, separación y marginación social progresiva. Las tendencias neotribales y fundamentalistas, que reflejan y articulan las vivencias de los beneficiarios de la globalización, son hijas tan legítimas de ésta como la tan festejada “hibridación” de la cultura superior, es decir, la cultura de la cima globalizada. Causa especial preocupación la interrupción progresiva de las comunicaciones entre las elites cada vez más globales y extraterritoriales y el resto de la población, que está “localizada”. En la actualidad, los centros de producción de significados y valores son extraterritoriales, están emancipados de las restricciones locales; no obstante, esto no se aplica a la condición humana que esos valores y significados deben ilustrar y desentrañar.

Con la libre movilidad en su centro, la polarización actual tiene muchas dimensiones. Este nuevo centro da nuevo lustre a las distinciones consagradas entre ricos y pobres; nómadas y sedentarios; lo “normal” y lo anormal, y lo que está dentro o fuera de la ley. El entrelazamiento y la influencia recíproca de estas diversas dimensiones de la polaridad es otro de los complejos problemas que este libro trata de abordar.

El primer capítulo analiza el vínculo entre la naturaleza históricamente variable del tiempo y el espacio, por una parte, y el patrón y escala de la organización social, por otra, y sobre todo, los efectos de la actual compresión espacio/tiempo sobre la estructuración de las sociedades y comunidades territoriales y planetarias. Uno de los efectos que se analizan es la nueva versión de la propiedad absentista: la reciente independencia de las elites globales con respecto a las unidades territorialmente limitadas del poder político y cultural, con la consiguiente “pérdida de poder” de estas últimas. Se atribuye el impacto de la separación entre los respectivos asientos de la “cima” y la “base” de la nueva jerarquía a la organización variable del espacio y el nuevo significado de la palabra vecindario en la metrópoli contemporánea.

Las etapas sucesivas de las guerras modernas por el derecho de definir e imponer el significado del espacio compartido constituyen el tema del segundo capítulo. Bajo esta luz se analizan las aventuras de la planificación urbana global en el pasado, así como las actuales tendencias a la fragmentación del diseño y la construcción destinada a la exclusión. Por último, se analizan la suerte del panóptico, que fue el patrón moderno preferido de control social, su improcedencia actual y su muerte gradual.

El tema del tercer capítulo es el futuro de la soberanía política: en particular, la constitución propia y el autogobierno de las comunidades nacionales, y en general territoriales, bajo la globalización de la economía, las finanzas y la información. Se presta especial atención a la creciente brecha que existe entre el ámbito decisorio institucional y el universo en el cual se producen, distribuyen, asignan y otorgan los recursos necesarios para la toma y ejecución de decisiones. Se estudian, en particular, los efectos inhabilitantes de la globalización sobre la capacidad decisoria de los gobiernos estatales: los focos principales, aún no remplazados, de la gestión social eficaz durante la mayor parte de la historia moderna.

El cuarto capítulo reseña las consecuencias culturales de las transformaciones mencionadas. Se postula como efecto general la bifurcación y polarización de las vivencias humanas, donde los símbolos culturales compartidos sirven a dos interpretaciones nítidamente diferenciadas. La vida errante tiene significados diametralmente opuestos para quienes ocupan la cima y quienes ocupan la base de la nueva jerarquía; en tanto, el grueso de la población —la “nueva clase media”, que oscila entre los dos extremos— sobrelleva el mayor peso de esa oposición, y por ello padece una aguda incertidumbre existencial, ansiedad y miedo. Se sostiene que la necesidad de mitigar esos miedos y neutralizar su potencial para generar descontento es, a su vez, un poderoso factor que contribuye a una mayor polarización de los dos significados de la movilidad.

El último capítulo indaga las expresiones radicales de la polarización: la tendencia actual a criminalizar los casos que se hallan por debajo de la norma idealizada y el papel de la criminalización de mitigar las penurias de la vida errante al volver cada vez más odiosa y repugnante la imagen de su alternativa, la vida inmóvil. Se tiende a reducir la compleja cuestión de la inseguridad existencial provocada por el proceso de globalización al problema aparentemente sencillo de “la ley y el orden”. Por esa vía, la inquietud por la “seguridad”, reducida en la mayoría de los casos a la preocupación por la seguridad del cuerpo y las posesiones personales, se sobrecarga de ansiedad, generada por esas otras dimensiones cruciales de la existencia actual: la inseguridad y la incertidumbre.

Las tesis de este libro no constituyen un programa para la acción; la intención del autor es que sirvan para la discusión. Son más las preguntas formuladas que las respondidas, y no se llega a un pronóstico coherente de las consecuencias que las tendencias actuales tendrán en el futuro. Y sin embargo —como sostiene Cornelius Castoriadis— el problema de la condición contemporánea de nuestra civilización moderna es que ha dejado de ponerse a sí misma en tela de juicio. No formular ciertas preguntas conlleva más peligros que dejar de responder a las que ya figuran en la agenda oficial; formular las preguntas equivocadas suele contribuir a desviar la mirada de los problemas que realmente importan. El silencio se paga con el precio de la dura divisa del sufrimiento humano. Formular las preguntas correctas constituye la diferencia entre someterse al destino y construirlo, entre andar a la deriva y viajar. Cuestionar las premisas ostensiblemente incuestionables de nuestro modo de vida es sin duda el servicio más apremiante que nos debemos a nuestros congéneres y nosotros mismos. Este libro busca, ante todo, preguntar e incitar a preguntar; aunque no pretende formular las preguntas correctas, formular todas las preguntas correctas y —lo más importante— todas las preguntas que ya han sido formuladas.

I. TIEMPO Y CLASE

“LA EMPRESA pertenece a las personas que invierten en ella: no a sus empleados, sus proveedores ni la localidad donde está situada.”1 De esta manera, Albert J. Dunlap, famoso “racionalizador” de la empresa moderna (un dépeceur —“despedazador”, “descuartizador”, “desmembrador”—, según la designación tan sustanciosa cuan exacta de Denis Duclos, sociólogo del CNRS),2 resumió su credo en el autoelogioso informe de sus actividades que publicó Times Books para ilustración y edificación de todos los buscadores del progreso económico.

Desde luego, Dunlap no se refería a “pertenecer” en el sentido puramente legal de la propiedad, un punto que casi no está en discusión ni requiere una reafirmación, ni menos aún con semejante énfasis. El autor tenía en mente, sobre todo, lo que implica el resto de la frase: que los empleados, proveedores y voceros de la comunidad no tienen voz en las decisiones que puedan tomar las “personas que invierten”; que los inversores, los verdaderos tomadores de decisiones, tienen el derecho de descartar sin más, de declarar inoportunos y viciados de nulidad los postulados que puedan formular esas personas con respecto a su forma de dirigir la empresa.

Adviértase: el mensaje de Dunlap no es una declaración de intenciones sino una exposición de los hechos. El autor da por sentado que el principio expresado por él ha superado todas las pruebas a las que las realidades —políticas, sociales y de todo tipo— de nuestro tiempo lo han sometido para examinar su viabilidad. A esta altura, forma parte de la familia de verdades evidentes que sirven para explicar el mundo pero sin requerir explicación; que ayudan a afirmar cosas sobre el mundo sin parecer afirmaciones ni, menos aún, aserciones contenciosas y discutibles.

Hubo un tiempo (uno diría “no lejano”, si no fuera por el alcance decreciente de la memoria colectiva, en virtud del cual una semana no sólo es un lapso prolongado en política sino un periodo sumamente largo en la vida de la memoria humana) en que la proclama de Dunlap de ninguna manera hubiera parecido evidente para todos; un tiempo en el que habría sonado como un grito de guerra o un parte de batalla. Durante los primeros años de la guerra de aniquilación librada por Margaret Thatcher contra la autogestión local, muchos empresarios se sentían obligados a pedir la palabra en la conferencia anual del Partido Conservador para reiterar un mensaje que necesitaba repetirse porque todavía sonaba extraño y extravagante a los oídos que aún no terminaban de sintonizarlo: que las empresas pagarían de buen grado los impuestos locales necesarios para construir caminos o reparar cloacas, pero no veían motivo alguno para pagar el sostén de desempleados, inválidos y otros desechos humanos, ya que no tenían ganas de hacerse responsables ni asumir obligaciones por su suerte. Pero ésos eran los primeros tiempos de una guerra prácticamente ganada a escasos 25 años después, cuando Dunlap dictó su credo con la justa expectativa de que su auditorio coincidiría con él.

No tiene mucho sentido discutir si la guerra fue planificada maligna y subrepticiamente en los lujosos salones de los directorios empresariales o si su necesidad fue impuesta a los confiados y pacíficos jefes de la industria por una combinación de misteriosas fuerzas de la nueva tecnología y la nueva competitividad global; o si fue una guerra debidamente planificada y declarada con objetivos claros, o bien una serie de acciones bélicas inconexas, a veces imprevistas, provocadas en cada caso por causas del momento. Cualquiera de las dos versiones que sea la acertada (existen buenos argumentos a favor de cada una de ellas, y también los hay para sostener que se contraponen sólo en apariencia), es muy probable que el último cuarto del siglo en curso pase a la historia como la Gran Guerra de Independencia del Espacio. Lo que sucedió en su transcurso fue que los centros de decisión y los cálculos que fundamentan sus decisiones se liberaron consecuente e inexorablemente de las limitaciones territoriales, las impuestas por la localidad.

Profundicemos en el principio de Dunlap. Los empleados provienen de la población local y, retenidos por deberes familiares, propiedad de la vivienda y otros factores afines, difícilmente pueden seguir a la empresa cuando se traslada a otra parte. Los proveedores deben entregar su mercadería y el bajo coste del transporte les da a los locales una ventaja que desaparece apenas la empresa se traslada. En cuanto a la localidad, es evidente que se quedará donde está, difícilmente seguirá a la empresa a su nueva dirección. Entre todos los candidatos a tener voz en la gestión empresarial, sólo las “personas que invierten” —los accionistas— no están en absoluto sujetos al espacio; pueden comprar acciones en cualquier bolsa y a cualquier agente bursátil, y la proximidad o distancia geográfica de la empresa será probablemente la menor de sus consideraciones al tomar la decisión de comprar o vender.

En principio, no hay determinación espacial en la dispersión de los accionistas; son el único factor auténticamente libre de ella. La empresa “pertenece” a ellos y sólo a ellos. Por consiguiente, les compete trasladarla allí donde descubren o anticipan la posibilidad de mejorar los dividendos, y dejar a los demás —que están atados a la localidad— las tareas de lamer las heridas, reparar los daños y ocuparse de los desechos. La empresa tiene libertad para trasladarse; las consecuencias no pueden sino permanecer en el lugar. Quien tenga libertad para escapar de la localidad, la tiene para huir de las consecuencias. Éste es el botín más importante de la victoriosa guerra por el espacio.

PROPIETARIOS ABSENTISTAS DE NUEVO TIPO

En el mundo de la posguerra por el espacio, la movilidad se ha convertido en el elemento estratificador más poderoso y codiciado de todos; aquel a partir del cual se construyen y reconstruyen diariamente las nuevas jerarquías sociales, políticas, económicas y culturales de alcance mundial. Y a los que ocupan la cima de la nueva jerarquía, la libertad de movimiento les otorga muchas más ventajas que las mencionadas en la fórmula de Dunlap. Esta última incluye, promueve o relega solamente a los competidores capaces de hacerse oír: los que pueden expresar sus quejas y convertirlas en reclamos, y probablemente lo harán. Pero quedan otras conexiones, atadas a la localidad, marginadas y abandonadas, sobre las cuales la fórmula de Dunlap nada dice, porque difícilmente se harán oír.

La movilidad adquirida por las “personas que invierten” —los que poseen el capital, el dinero necesario para invertir— significa que el poder se desconecta en un grado altísimo, inédito en su drástica incondicionalidad, de las obligaciones: los deberes para con los empleados y los seres más jóvenes y débiles, las generaciones por nacer, así como la autorreproducción de las condiciones de vida para todos; en pocas palabras, se libera del deber de contribuir a la vida cotidiana y la perpetuación de la comunidad. Aparece una nueva asimetría entre la naturaleza extraterritorial del poder y la territorialidad de la “vida en su conjunto” que el poder —ahora libre de ataduras, capaz de desplazarse con aviso o sin él— es libre de explotar y dejar librada a las derivaciones de esa explotación. Sacarse de encima la responsabilidad por las consecuencias es la ventaja más codiciada y apreciada que la nueva movilidad otorga al capital flotante, libre de ataduras; al calcular la “efectividad” de la inversión, ya no es necesario tomar en cuenta el coste de afrontar las consecuencias.

La nueva libertad del capital evoca la de los terratenientes absentistas de antaño, tristemente célebres por descuidar las necesidades de las poblaciones que los alimentaban y por el rencor que ello causaba. El único interés que tenía el terrateniente absentista en su tierra era llevarse el “producto excedente”. Sin duda, existe una similitud, pero la comparación no hace justicia a la liberación de preocupaciones y responsabilidades de la que goza el capital móvil de fines del siglo XX y que el terrateniente absentista jamás pudo adquirir. Este último no podía cambiar una propiedad raíz por otra y, por lo tanto, seguía atado —por débilmente que fuese— a la localidad de la que extraía jugo vital; esta circunstancia imponía un límite práctico a la posibilidad teórica y legalmente ilimitada de explotación para prevenir la disminución o desaparición futura de los ingresos. Por cierto, los límites reales solían ser más severos que los percibidos, y estos últimos, a su vez, más estrictos que los respetados en la práctica: por ello la propiedad terrateniente absentista solía provocar daños irreparables a la fertilidad del suelo y la eficiencia agropecuaria en general, a la vez que las fortunas de esos propietarios eran precarias y tendían a disminuir con el paso de las generaciones. Sin embargo, existían límites que hacían sentir su presencia con una crueldad tanto mayor por cuanto se los pasaba por alto y desconocía. Y un límite, como dijo Alberto Melucci,

representa confinación, frontera, separación; por tanto, también significa reconocimiento del otro, el diferente, el irreductible. El encuentro con la alteridad es una experiencia que nos somete a una prueba: de ella nace la tentación de reducir la diferencia por medio de la fuerza, pero también puede generar el desafío de la comunicación como emprendimiento siempre renovado.3

A diferencia de los terratenientes absentistas de la modernidad temprana, los capitalistas y corredores de bienes raíces de los tiempos modernos tardíos, gracias a la movilidad de sus recursos que ahora son líquidos, no enfrentan límites suficientemente reales —sólidos, rígidos, resistentes— como para someterse a su ley. Los únicos límites capaces de hacerse sentir y respetar serían los que el poder administrativo impusiera sobre la libertad de movimientos del capital y el dinero. Pero esos límites son escasos, y los pocos que restan sufren tremendas presiones para que se los borre o elimine. En su ausencia quedarían pocas oportunidades para el “encuentro con la alteridad” de Melucci. Si el encuentro llegara a suceder por imposición del otro, apenas la “alteridad” intentara flexionar sus músculos y hacer sentir su fuerza, el capital tendría pocos problemas para liar sus maletas y partir en busca de un ambiente más acogedor, es decir, maleable, blando, que no ofreciera resistencia. Por consiguiente, habría menos ocasiones aptas para provocar el intento de “reducir las diferencias por medio de la fuerza” o despertar la voluntad de aceptar el “desafío de la comunicación”.

Ambas actitudes implicarían el reconocimiento de la irreductibilidad del otro, pero la alteridad, para mostrarse irreductible, antes debe constituirse en una entidad resistente, inflexible, literalmente “tenaz”, y sus posibilidades de hacerlo disminuyen rápidamente. Para adquirir una verdadera capacidad de constituirse en una entidad, la resistencia necesita un atacante eficaz y persistente. Sin embargo, como consecuencia de la nueva movilidad, el capital y las finanzas casi nunca se encuentran en el trance de vencer lo inflexible, apartar los obstáculos, superar o mitigar la resistencia; si llegara a suceder, con frecuencia podrían soslayarlo a favor de una opción más blanda. Cuando el enfrentamiento con la “alteridad” requiere una costosa aplicación de la fuerza o bien fatigosas negociaciones, el capital siempre puede partir en busca de lugares más pacíficos. Para qué enfrentar lo que se puede evitar.

LA LIBERTAD DE MOVIMIENTOS Y LA AUTOCONSTITUCIÓN DE LAS SOCIEDADES

Al volver la mirada hacia la historia es lícito preguntarse hasta qué punto los factores geofísicos, las fronteras naturales y artificiales de las unidades territoriales, las identidades separadas de las poblaciones y Kulturkreise, y la distinción entre “adentro” y “afuera” —todos los objetos de estudio tradicionales de la ciencia de la geografía— no eran, en esencia, sino los derivados conceptuales, o los sedimentos/artificios, de los “límites de velocidad”; en términos más generales, las restricciones de tiempo y coste impuestas a la libertad de movimientos.

Paul Virilio sugirió recientemente que si bien la declaración de Francis Fukuyama sobre el “fin de la historia” parece groseramente prematura, en cambio se podría empezar a hablar del “fin de la geografía”.4 Las distancias ya no importan y la idea del límite geofísico es cada vez más difícil de sustentar en el “mundo real”. Repentinamente se hace manifiesto que los continentes y el globo se dividían en su conjunto en función de distancias que resultaban sobrecogedoras debido a los transportes rudimentarios y las penurias de la travesía.

En verdad, la “distancia”, lejos de ser objetiva, impersonal, física, “establecida”, es un producto social; su magnitud varía en función de la velocidad empleada para superarla (y en una economía monetaria, en función del coste de alcanzar esa velocidad). Vistos retrospectivamente, todos los demás factores socialmente producidos de constitución, diferenciación y conservación de las identidades colectivas —fronteras estatales, barreras culturales— parecen meros efectos secundarios de esa velocidad.

Observemos que, aparentemente por esta razón, la “realidad de la frontera” era, en general, un fenómeno estratificado por clase social: en el pasado, como hoy, las elites adineradas y poderosas siempre demostraron inclinaciones más cosmopolitas que el resto de la población de las tierras que habitaban; en todo momento tendieron a crear una cultura desdeñosa de las fronteras que eran tan importantes para las castas inferiores; tenían más afinidad con las elites fuera de sus fronteras, que con el resto de la población dentro de ellas. También por ello, Bill Clinton, vocero de la elite más poderosa del mundo actual, pudo decir recientemente que por primera vez no existe diferencia entre la política interior y la exterior. En verdad, pocas vivencias de la elite actual implican diferencias entre “aquí” y “allá”, “interior” y “exterior”, “cerca” y “lejos”. Con la implosión del tiempo de las comunicaciones y la reducción del instante a magnitud cero, los indicadores de espacio y tiempo pierden importancia, al menos para aquellos cuyas acciones se desplazan con la velocidad del espacio electrónico.

Las oposiciones interior-exterior, aquí-allá, cerca-lejos registraban el grado de sumisión, domesticación y conocimiento de los diversos fragmentos (humanos y no humanos) del mundo circundante.

Se llama cercano, o a mano, a lo habitual, familiar, conocido hasta el punto de dárselo por sentado; alguien o algo que se ve, encuentra, enfrenta o con lo cual se interactúa diariamente, entrelazado con la rutina habitual y la actividad cotidiana. “Cerca” es un espacio en el cual uno se siente chez soi, en su casa; en el cual uno rara vez o nunca está desconcertado, desorientado o carente de palabras. En cambio, “lejos” es un espacio en el cual uno penetra rara vez o nunca, donde suceden cosas que uno no puede anticipar o comprender y no sabría cómo reaccionar cuando sucedieran; un espacio que contiene cosas sobre las cuales uno sabe poco, tiene escasas expectativas y no se siente obligado a interesarse por ellas. Hallarse en un espacio lejano es una experiencia perturbadora; aventurarse a él significa salir de lo conocido, estar fuera del propio lugar y del propio elemento, atraer problemas y temer daños.

Debido a todas estas características, la oposición cerca-lejos tiene una dimensión más, que es crucial: entre certeza e incertidumbre, entre confianza en sí mismo y vacilación. Estar lejos significa tener problemas: exige lucidez, destreza, astucia o valor, aprender normas extrañas de las que se puede prescindir en otra parte, dominarlas por medio de pruebas riesgosas y errores frecuentemente costosos. La idea de lo cercano representa la ausencia de problemas; todo se resuelve mediante los usos adquiridos sin dificultad, y puesto que son ingrávidos y no exigen esfuerzos, no suscitan vacilaciones causantes de ansiedad. La denominada comunidad local nace de esta oposición entre el aquí y el allá afuera, entre el cerca y el lejos.