La hija del samurái de Sevilla - John J. Healey - E-Book

La hija del samurái de Sevilla E-Book

John J. Healey

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Beschreibung

En 1613 sale de Japón una expedición insólita de veintidós samuráis con rumbo a España. Después de un año de viaje por fin llegan a Sanlúcar de Barrameda para cumplir su misión organizada por el Shogun de Japón: entablar relaciones comerciales con España y sus colonias a cambio de extender su vinculo al mundo católico. Son recibidos por el Séptimo Duque de Medina Sidonia. Shiro, uno de los guerreros japoneses, acaba enamorándose de una aristócrata sevillana que se llama Guada. Ella le corresponde y a pesar de los tabúes sociales y las enormes diferencias culturales consiguen estar juntos. Guada se queda embarazada y trágicamente muere en el parto de su hija, Soledad. La hija del samurái de Sevilla es la autobiografía de Soledad, su extraordinaria historia contada por ella misma. También es la continuación de la historia de su padre, el protagonista de El Samurái de Sevilla. A Soledad le tocará vivir a caballo, o mejor dicho, a barco, entre Asia y Europa, y dos culturas que son suyas pero que no encajan fácilmente. Los temas de supervivencia e identidad destacados en La hija del samurái de Sevilla son tan relevantes hoy como fueron hace cuatro siglos.

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John J. Healey

lA HIJA deL SAMURÁI DE SEVILLA

Traducción de aurora rice

© John J. Healey

© Traducción: Aurora Rice Derqui

© 2020. Ediciones Espuela de Plata

www.editorialrenacimiento.com

Polígono nave Expo, 17 • 41907 Valencina de la Concepción (Sevilla)

tel.: (+34) 955998232 • [email protected]

Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez, sobre una ilustración de Tsukioka Yoshitoshi, Tomoe onna, 1875-1876

isbn: 978-84-18153-25-9

Nota preliminar

El manuscrito que sigue fue descubierto el año pasado, durante las reformas realizadas en la última planta de la Ca’ da Mosto, uno de los palacios más antiguos de Venecia. Escrito en pergamino y encuadernado en piel, ha sido fidedignamente autentificado. La página final, firmada por la autora, está fechada en el año 1645 de nuestra era. Se trata de unas memorias escritas ostensiblemente por una mujer nacida en España en 1618. Su padre fue un samurái, del prestigioso clan Date del norte de Japón; su madre, una joven perteneciente a la ilustre familia Medinaceli de Soria, Guadalajara y Sevilla. Aparte de los numerosos viajes y aventuras que se relatan, las memorias se centran en gran parte en la relación entre la autora y su padre, llegado a España en 1614 con la primera delegación japonesa que visitó Europa.

La delegación, formada por veintidós guerreros samuráis, algunos marinos españoles, un sacerdote también español y numerosos comerciantes japoneses, salió de Japón en 1613 con la misión de establecer relaciones comerciales con las tierras de Nueva España, a cambio de la admisión de más misioneros al país oriental; llegó al sur de España en 1614. Fue recibida en Madrid por Felipe III, y en Roma por el papa Pablo V. La misión fue un fracaso. Un conflicto acaecido en Osaka durante la ausencia de la delegación convenció al shogun de que debía expulsar de Japón a todos los cristianos sin excepción. La delegación emprendió el viaje de vuelta en 1616. Seis de los samuráis se quedaron en Coria del Río, un pueblo de pescadores al sur de Sevilla. Sus descendientes viven y prosperan allí hoy. Un séptimo samurái, conocido simplemente como Shiro, fue el que se enamoró de doña Guada, heredera de los Medinaceli, que murió al dar a luz a la autora de estas memorias.

Dedicato alla mia prozia, Soledad.

(Dedicado a mi tía abuela Soledad)

«Nada existe sino el momento presente».

Tsunetomo YamamotoHagakure. El libro del samurái

«Mi buen señor, me habéis dado vida, crianza y cariño. Yo os correspondo como debo: obedezco, os quiero y os honro de verdad».

Cordelia, en El rey Lear

Los personajes principales

La familia Date

Shiro, samurái, hijo ilegítimo (o eso parece) de Katakura Kojuro y Mizuki, consejero y hermana, respectivamente, de Date Masamune.

Date Masamune, fiero, acaudalado y tuerto; señor y daimio de Sendai, la ciudad que él mismo fundó en Japón; constructor del castillo de Sendai; consejero mayor del shogun; tío y tutor de Shiro.

Megohime, su esposa.

Date Tadamune, su primogénito.

Mizuki, madre de Shiro y hermana de Date Masamune; mujer de gran belleza que se casó con un samurái que murió en el campo de batalla, y que luego tuvo un romance con Katakura Kojuro.

Soledad María Masako Date Benavides y de la Cerda, conocida como Soledad María o Masako, hija de Shiro y Guada, y narradora de esta obra.

La familia Medinaceli

Doña María Luisa Benavides Fernández de Córdoba y de la Cerda, conocida como Guada; se casó con Julián de Denia, que la violó, y dio a luz un hijo, Rodriguito. Luego tuvo un gran amor, Shiro el samurái, y murió al dar a luz a Soledad María Masako.

Doña Soledad Medina y Pérez de Guzmán de la Cerda, la matriarca, la más rica de la familia, tía y tutora de Guada, y tía abuela de Soledad María Masako.

Don Carlos Bernal Fernández de Córdoba y de la Cerda, hermano mayor de doña Guada y tío de Soledad María Masako.

Don Rodrigo de la Cerda y Dávila, padre de doña Guada y don Carlos.

Doña María Inmaculada Benavides Spínola, madre de doña Guada y don Carlos; tanto ella como su esposo están emparentados con doña Soledad Medina.

La familia Medina Sidonia

Doña Rosario Martínez González de Pérez de Guzmán, última esposa de don Alonso Pérez de Guzmán, séptimo duque de Medina Sidonia; una aldeana de la que se enamoró el anciano duque poco antes de morir.

Don Francisco Alonso Pérez de Guzmán, conde de Bolonia, hijo de Rosario y el duque.

La familia O’Shea

Caitríona O’Shea, nacida en Galway, Irlanda; su padre era un próspero comerciante de whisky con negocios en España.

Patrick Date O’Shea, hijo de Caitríona y Shiro.

María Carlota Fernández de Córdoba y de la Cerda y O’Shea, hija de Caitríona y Carlos.

Parte primera

I

No llegué a conocer a mi madre. Cuando imagino mi nacimiento, veo mi piel arrugada, cubierta de mucosidad. Intuyo el amanecer, la oscuridad que se va desvaneciendo, el llanto de mi tía abuela. Oigo el clamor de la partera y los rezos murmurados del cura. El silencio estoico de mi padre. Huelo el olor metálico de la sangre de mi madre. Mis oídos diminutos captan el susurro rasposo de su último aliento. Nos rodean nuestras tierras inmensas de La Moratalla. La casona y los jardines. Los senderos empedrados. Las estatuas de dioses romanos. El césped, salpicado de flores de azahar. Al otro lado de la verja, el murmullo del Guadalquivir.

Los dos primeros años de mi vida los pasé entre la finca de La Moratalla y el palacio de mi tía abuela en Sevilla. Dos años en que mi padre intentaba recuperarse del golpe y decidir qué hacer conmigo. Mi tía, doña Soledad Medina, noble y de gran fortuna, deseaba que me quedara con ella, que creciera bajo su protección, que ocupara mi puesto en la sociedad sevillana y fuese recibida en la corte madrileña. Pero padre era un samurái, miembro principesco del poderoso clan Date que gobernaba el norte de Japón. Años antes había jurado lealtad a su tío Date Masamune, un guerrero legendario, y se sentía obligado a volver. Pese a las protestas de doña Soledad, se negó a dejarme con ella. Tras muchas discusiones y muchas lágrimas, le prometió que me volvería a traer a España cuando alcanzase la edad de la razón; así yo misma decidiría a qué cultura deseaba pertenecer.

Y así ocurrió que, en la primavera de 1620, nuestro barco zarpó de Sanlúcar de Barrameda, el mismo puerto al que había llegado mi padre con sus compañeros samuráis seis años antes. En sus brazos yo decía adiós con la manita a mi tía, inmóvil en el muelle, vestida de negro, entre su carruaje azul y oro y sus cocheros vestidos de librea. Padre lucía su mejor túnica de samurái. Las empuñaduras rígidas de sus espadas, la larga y la corta, se me clavaban en las piernas. Iba envuelta en una de las tocas de mi madre. Sobre nuestras cabezas se mecían las gaviotas. Todo lo bañaba la luz vespertina andaluza; las velas se hincharon y el barco se adentró en las corrientes del estuario.

A bordo viajaban muchos pasajeros: algunos iban a África, pero la mayoría se dirigía a las colonias españolas del Nuevo Mundo. El viaje se desarrollaba sin contratiempos hasta que aparecieron los piratas. Su capitán era un inglés afincado en Venecia. Él y su tripulación trabajaban para un sultán que gobernaba Argelia. Abordaron el barco como bestias famélicas. Padre blandía la espada, protegiéndome, hasta que lo reprimieron violentamente y lo ataron. El capitán obligó a Caitríona, otra pasajera, exquisita y con quince años recién cumplidos, a contemplar cómo su padre irlandés era atravesado por un chafarote inglés. En sueños a veces oigo sus gritos, y también las burlas de los hombres al reunir en la cubierta a las mujeres para divertirse con ellas. Todas, entre ellas la madre de Caitríona, fueron amarradas para luego ser vendidas como esclavas.

Me han contado que Caitríona fue enviada al camarote del capitán, conmigo en brazos. Él bajó detrás de nosotras, borracho y sucio. Intentó forzarla pero fue incapaz. Lívido de frustración, empezó a abofetearla. Amenazó con matarla. Caitríona juró por el cielo que jamás diría nada de su impotencia y le suplicó que le permitiera cuidar de mí, a sus órdenes. El pirata se distrajo entonces por la llegada de otro barco. Subió a bordo un representante del sultán, pagó por las mujeres y compró también a mi padre, para usarlo de gladiador en Argelia. Mientras lo empujaban al otro barco, mi padre miró al capitán pirata y juró venganza. El capitán rió con ganas:

—Si vives, que no vivirás, en Venecia nos vemos las caras.

A Caitríona y a mí nos dejaron tranquilas durante el resto del viaje. Llegamos a Venecia unos días después. Conservo algunos recuerdos, retazos apenas, del año que pasamos allí: la amante estéril del capitán, María Elena, en su triste palacio. Me abrazaba contra su pecho, dispuesta a perdonar los muchos vicios del capitán por el enorme regalo que le había traído. Del canal subía un olor agrio por la Giudecca, y se oían las campanas de la Chiesa del Santissimo Redentore. Recuerdo vagamente los baños con Caitríona, rodeadas de doncellas parlanchinas. Nuestra ropa nueva. La comida y los colchones de plumas. María Elena me mimaba, y Caitríona jamás me perdía de vista.

II

A padre lo metieron en una prisión argelina, en la misma celda donde languideció años atrás el autor español Cervantes. En verano empezaron los juegos, vestigio del dominio romano de hace siglos. Esclavos y prisioneros luchaban a muerte contra soldados curtidos que buscaban impresionar a sus señores. El público sediento de sangre apostaba con frenesí. Padre ganaba dinero para su captor, y durante la primera semana el público se volvía contra él, furioso de que un extranjero humillara y matara a tantos soldados de su fe. Se cambiaban las reglas en su contra. Lo ponían a luchar contra asesinos profesionales de dos en dos, y en una ocasión incluso se midió con tres. Todas las veces venció, y, obedeciendo el código del guerrero samurái, se inclinaba ante los restos de sus oponentes de una manera que hasta el bruto más inculto comprendería que era sincera.

Entonces lo pusieron a luchar contra las bestias. Un oso viejo, enorme, desorientado, con un pincho metálico clavado para irritarlo. Esa crueldad hizo que padre despreciara a aquellos que trataban así a tan noble animal. Le dio una muerte rápida e indolora. Al día siguiente entraron en liza dos gorilas. Uno consiguió ­agarrar a padre y tirarlo al suelo, dejándolo sin resuello. El anfiteatro enloqueció de alegría. Pero pronto cayeron las cabezas de ambas bestias, enfureciendo a su dueño y enloqueciendo al público aún más. Padre decía que jamás había visto criaturas semejantes. Al mirar sus cuerpos, le parecieron prácticamente humanos.

El último día, ataron a un poste a una mujer acusada de adulterio; solo padre podría salvarla de tres leones famélicos. Los mató, sufriendo un zarpazo en la espalda que sangraba profusamente; el gentío gritaba enloquecido. Había entendido que su victoria significaría el perdón para la mujer, pero a la mañana siguiente fue obligado a ver cómo moría lapidada. Su furia fue tal que, en el camino de vuelta a la cárcel, sometió a sus carceleros, robó un esquife y se echó a la mar. Dos días después, casi muerto de sed, arribó a Sicilia, cerca de Akragas; desde allí se encaminó hacia el norte.

En Roma buscó a Galileo Galilei, científico al que había conocido en un viaje anterior. Galileo lo acogió, le dio de comer y escuchó todo lo que había ocurrido desde que se vieron por última vez. Se horrorizó al saber lo que habían hecho los piratas, y estaba deseoso de ayudar a padre a recuperarme. Le dio dinero y llamó a un sastre para que arreglara su ropa y le hiciera prendas nuevas. Escribió una carta de presentación a un contacto influyente en Venecia, un tal Paolo Sarpi, prestigioso clérigo y abogado que, como Galileo, se había enemistado con el papa, y por ello había estado a punto de perder la vida.

A principios de otoño, padre llegó a La Serenísima. Paolo Sarpi lo acogió. Jugaban al ajedrez, y Sarpi se enteró de dónde vivía el pirata. Conocido y respetado en la ciudad, consiguió una invitación para el baile de máscaras que celebraba María Elena cada año, y se la cedió a mi padre.

Como en Venecia nadie sabía qué era un samurái, padre asistió al baile sin disfrazarse. La kami-shimo aumentaba el ancho de sus hombros. Las espadas lucían un brillo cegador. Llevaba el cabello recogido con una cinta negra. La túnica era negra también, con hilos de oro que dibujaban los símbolos de la casa Date: el castillo de Sendai, una espada, una grulla alzando el vuelo. Los únicos elementos venecianos de su vestimenta eran unas zapatillas de terciopelo y la máscara negra, de tipo arlequín. Pasó el canal en un sàndolo da barcariòl, manejado por uno de los barqueros de Sarpi.

La terraza superior, que daba al canal, estaba repleta de gente. Cada esquina estaba iluminada con antorchas, y los invitados al llegar escuchaban dulces melodías de Gioseffo Zarlino y Giovanni Croce. Contaba padre que al acercarse en la barca se le aceleraba el corazón, viendo el palacio iluminado como un templo. Años más tarde lo obligaría a repetirme los pensamientos que se le pasaron por la mente en aquel momento, el momento en que comprendió que allí dentro estaba su hija, carne de su carne, la niña en cuyas venas corría la sangre de señores samuráis y reyes españoles. Para llegar allí había dado muerte a más de treinta hombres, y estaba dispuesto a matar a sesenta más para rescatarme.

Caitríona recuerda la admiración que despertó el atuendo de padre, sobre todo en las signorinas, que cuchicheaban, intrigadas por la identidad del extranjero. Ricas en dinero pero pobres en imaginación, muchas jovencitas iban vestidas de princesa, que es lo que ellas se consideraban. Los vestidos eran de seda, en tonos brillantes: verde bosque, ciruela, rojo fuego. Las costuras, festoneadas de encajes o diminutas perlas, reflejaban la luz de antorchas y velas. Los cabellos alcanzaban alturas insospechadas, y las manos enguantadas sostenían máscaras de colombina, máscaras emplumadas como aves tropicales, aves de las marismas saladas de la Laguna, aves de presa. Los caballeros se pavoneaban, gallitos, con tricornios y calzones de satén, excitados por sus exagerados antifaces de Bauta y Zanni, diseñados como homenaje a la tumescencia varonil. Muchas chaquetas y capas parodiaban motivos militares. Caitríona recordaba a un hombre que iba vestido de César, y a otro, de piernecillas delgaduchas, de Alejandro Magno, con una faldita escandalosamente corta.

Pasaban las horas; el vino corría a raudales. Las mujeres bailaban con otras mujeres; los hombres, con otros hombres; las esposas, con los maridos de otras. Padre se abstenía. Se le acercaban grupos de personas audaces, curiosas, incluida la propia María Elena; él respondía simplemente que era huésped de Paolo Sarpi. Dada el aura de controversia eclesial que rodeaba aún a Sarpi, su renombrado intelecto y su firme lealtad a la ciudad, esta respuesta no hacía más que inflamar la atracción del misterioso desconocido. Que era extranjero se notaba, pero ¿de dónde? Él solo se dignaba responder:

—De muy lejos.

Nos encontró en una sala, la de paredes enteladas de seda rosa, iluminada con candeleros dorados. Caitríona y yo estábamos vestidas de ángeles, con túnicas blancas, diáfanas, y elaboradas alas de plumas, sujetas con tiras entrecruzadas. Estábamos sentadas con la madre de María Elena, a quien recuerda Caitríona como elegante y severa, una señora inmune a las locuras de la fiesta. Padre se nos acercó, enmascarado aún. Imaginando que la italiana no entendería inglés, hizo una reverencia y se dirigió en esa lengua a Caitríona.

—Nos conocemos.

—No lo sé –respondió ella, suponiendo que sería uno de los amigos sátiros de María Elena–. Ocultáis el rostro.

—Con razón. No os alarméis por lo que voy a decir. No permitáis que se desvanezca la sonrisa de vuestros labios.

—¿Por qué iba a hacerlo, señor?

—Nos conocimos en la mar.

—En la mar.

—Ya basta –intervino la señora en italiano–. No permitiré que sigáis hablando con esta joven en esa lengua bárbara.

Yo lo miraba, intrigada por el antifaz. Me dicen que incluso quise tocarlo.

—¿Qué dice la señora?

—Que no conviene que me habléis en una lengua que ella no conoce.

Padre se dirigió a la señora, en español:

—Perdonadme, señora. No hablo el italiano como es debido. Tal vez me entendáis ahora.

—Os entiendo.

—Yo también –dijo Caitríona, impactada por lo que acababa de saber.

—¿Y eso cómo es?

—Mi familia es de Galway, en Irlanda. Mi padre comerciaba mucho con España.

—Os embarcasteis en España, ¿no es así? –le dijo en español.

A la joven le costaba mantener la sonrisa.

—¿A qué barco os referís? –preguntó la anciana, abriendo el abanico para refrescarse.

Llegado este punto empecé a arrancar las plumas de las alas de Caitríona.

—Deja eso ya, niña –dijo la señora apartándome la mano.

—Un barco que el pirata inglés atacó y desvalijó –le respondió padre–, matando al padre de esta joven, vendiendo como esclava a su madre, raptándola a ella y a esta hija mía, de la manera más vil.

Caitríona empezó a llorar en silencio, mirándole a los ojos con pánico y súplica. La anciana lo miraba como si estuviera loco.

—¿Quién sois, señor? ¿Cómo habéis podido entrar en esta casa? ¿Qué clase de mentiras y calumnias son estas que escupís sobre nosotros?

De nuevo me puse a quitarle plumas al ala de Caitríona. Esta vez, enfadada y nerviosa, la anciana cerró el abanico y me dio en la muñeca. Vi cómo se me enrojecía y rompí a llorar. Padre le arrebató el abanico y ella intentó recuperarlo, sin conseguirlo. La gente nos miraba.

—Si lo volvéis a hacer, señora, os cortaré la mano y la echaré en el ponche.

—¡Es un ultraje! –dijo ella, volviendo al italiano.

Padre le ofreció el brazo a Caitríona.

—¿Os parece que os saque de aquí, a vos y a Soledad?

Dice Caitríona que dudó un instante, antes de confiarle su suerte. Se levantó y me tomó en brazos.

—Seguidme.

La anciana se levantó tambaleándose. Parecía que iba a desmayarse, y los invitados más próximos corrieron a ayudarla. Padre, Caitríona y yo bajamos a oscuras dos tramos de la escalera de servicio. La voz se corrió por las distintas salas y llegó a oídos de María Elena, que bailaba en la terraza. Sus gritos hicieron callar a los músicos. El capitán pirata estaba jugando a las cartas con algunos de los suyos en otro piso, pero oyó el jaleo, porque cuando llegamos al embarcadero y nos subimos al sàndolo da barcariòl, nos pisaban los talones. Aquel borracho miserable nos apuntó con el arma, pero entre el vino que llevaba en la sangre, su agitación y la poca vista que le quedaba, erró el tiro hiriendo al barquero de Sarpi. El capitán pirata y sus hombres beodos subieron al embarcadero, pero no tenían más pistolas y la barca se alejó por el agua. Fue en ese momento cuando padre vio una daga en la mano de Caitríona, un estilete que había robado en la casa al poco tiempo de llegar, y que ocultó durante tantos meses. Se lo arrebató para lanzarlo con fuerza contra el capitán. La daga atravesó la garganta del pirata, que cayó al agua. Caitríona confiesa que fue un placer verlo morir.

El plan era ocultarnos unos días en el barrio judío, una zona aislada del resto; pero por el barquero herido volvimos a casa de Paolo Sarpi. Este y sus criados atendieron al hombre, y padre se disculpó por implicar al noble veneciano en el drama de la noche.

—Lo tenía previsto, por si acaso, y tengo un barco esperando. Mis efectos personales ya están a bordo. Vamos –dijo dándole una palmadita en el hombro a padre–, no perdamos ni un momento.

Nos llevamos al barquero herido. Una caorlina nos llevó hasta una nave atracada en el Lido. Para cuando los piratas llegaron a casa de Sarpi, junto con algunos invitados al baile y un grupo de autoridades municipales que traían antorchas y órdenes de detención, nuestro barco había zarpado.

III

Nos dirigimos al sur, hacia Bríndisi. Mientras Caitríona dormía, padre me tomó la mano y de nuevo suplicó perdón a Paolo Sarpi.

—No admito más disculpas –dijo el veneciano–. Me corresponde el placer que se deriva de las buenas acciones. La emoción, el traslado repentino, este viaje, el sol de la mañana, el aire del mar, el prospecto de recalar con amigos en Sicilia: todo es de lo más estimulante. Me siento vivo por primera vez en muchos meses.

—Sois amable al expresar así lo acaecido.

—Es la pura verdad. Y os aseguro que, al regresar a Venecia, se me declarará inocente.

—¿Podríais llevaros a la muchacha a Sicilia? No podemos dejarla sola, y me marcho muy lejos del mundo que ella conoce.

La situación de Caitríona preocupaba a padre. Sarpi le puso la mano en el hombro.

—Os aconsejo que me acompañéis los tres a Sicilia. La isla tiene una honda cultura, unos habitantes divertidos, y forma parte del reino de vuestro patrón el Rey de España. Desde allí podéis regresar a Sevilla cuando os plazca, aprendida la lección, a Sevilla, donde vos y vuestra hija tenéis una vida de fortuna, y desde donde la joven puede viajar de vuelta a Irlanda.

Padre me contó después que no había pensado en otra cosa desde que escapamos de Venecia. La tentación de abandonar el viaje a Japón era fuerte. Insistir en llevarme allí, después de todo lo que habíamos pasado, era sin duda una locura. Si nos habían pasado tantas desgracias y calamidades a solo unos días de Sanlúcar de Barrameda, ¿qué nos aguardaría en el otro medio mundo que nos quedaba aún por delante? En España teníamos posición, lujos y una tía prestigiosa, dispuesta a mimarnos. Mi padre recordaba que estando mi madre, su querida Guada, en el último mes de gestación, expresó interés por conocer Japón. Él le advirtió que el viaje no merecía el riesgo para las mujeres y los niños. Pero era un hombre tozudo, y había prometido que volvería a su madre y a su señor, Date Masamune.

Pasó un nuevo día. Llegó la noche. Las luces de Bríndisi titilaban en la distancia. El aire del Mediterráneo hinchaba las velas. El mar estaba tranquilo. El ruido regular y suave que producía el casco del barco al cortar el agua nos apaciguaba el espíritu. A popa, Paolo Sarpi compartía mesa con sus criados. La tripulación se ocupaba de sus cosas, con serenidad y también con ganas de llegar a puerto. Desde Bríndisi, Sarpi tomaría otro barco para Sicilia; padre y yo nos dirigiríamos al este, hacia Grecia y el Imperio Otomano.

Antes de llegar a tierra, Caitríona, conmigo medio dormida en brazos, habló con padre.

—Don Shiro, no deseo ir a Sicilia. Deseo permanecer con vos.

—Lo decís ahora, cuando ignoráis los miles de leguas que nos separan de mi país.

—No me importa.

Mientras lo decía miraba la mano de padre, agarrada a algún cabo. Me diría años después que era la primera vez que se fijaba en las cicatrices que tenía en los nudillos.

—Signor Sarpi es un hombre fiable y honorable, y hará lo que esté en su mano para cuidar de vos hasta que podáis regresar a vuestro hogar.

—Ya no tengo hogar.

—¿No sois de Irlanda?

—Mi padre comerciaba con whisky, e hizo fortuna. Pero mis hermanos mayores lo abandonaron para dedicarse a la trata de esclavos. Ganaron el doble de lo que había ganado él, en la mitad de tiempo, y se burlaban de sus costumbres anticuadas. Después de dos años de declive, cedió a sus súplicas y se unió a ellos. Nos encaminábamos a un mercado de esclavos en África cuando nuestro barco fue atacado. No puedo sino pensar que su muerte, y lo acaecido a mi madre, han sido castigos de Dios. Ahora mi familia, mi hogar en Galway, consiste en mis hermanos y sus familias, a los que no deseo ver nunca más.

Padre la escuchó y guardó silencio un tiempo. Luego dijo:

—Puedo conseguir que se os acoja en una de nuestras casas en España. La tía abuela de Soledad, cuyo nombre lleva, hará lo que yo le pida, sobre todo a la luz de cómo habéis cuidado a su sobrina.

—Deseo seguir cuidándola. Me he encariñado con ella. Me salvó la vida.

—¿Cómo?

—Sospecharéis sin duda los planes que albergaba el pirata: aprovecharse de mí de la manera más vil, antes de venderme al mejor postor.

—No es necesario que recordéis vuestro cautiverio.

—Deseo hacerlo, aunque solo sea para que sepáis lo que ocurrió. Fue incapaz de llevar a cabo su intención. Algo que vos le dijisteis, mientras os llevaban con mi madre al otro barco, lo hechizó, o eso dijo. Me hizo jurar que no se lo contaría a sus hombres, y le dije que lo no haría a condición de que me permitiese cuidar de la niña, y servir en su casa. Creo que comprendió las ventajas para él, y accedió. Sabía que agradaría a la mujer con la que vivía. De no ser por Soledad, me habría matado o vendido sin pensarlo dos veces.

—Si permanecéis con nosotros habrá peligro. Puede que arriesguéis la vida.

—Me siento a salvo con vos.

—Mi país, si es que llegamos, os resultará extraño.

—Deseo conocerlo en vuestra compañía.

Y así se decidió que Paolo Sarpi viajaría solo a Sicilia, y Caitríona O’Shea nos acompañaría a Oriente.

Se celebró una cena de despedida. Caitríona me contaría luego de grandes fuentes de pasta aderezada con ajo, aceite de oliva y perejil. Luego, pescados asados con tomates e hinojo. Sarpi hizo servir el mejor vino, un tinto de Catania hecho con uvas plantadas por los romanos, que sabía, decía ella, a pizarra y cereza.

—Que Dios os bendiga –dijo Sarpi levantándose y alzando la copa.

—Y que el diablo os guarde a vos –respondió Caitríona, con el deje de Galway en la voz.

—Que cada uno tenga la vida que desea –dijo padre, con una seriedad y un tono que hicieron enmudecer por un momento a los alegres comensales.

Tras retirarnos Caitríona y yo, Paolo Sarpi invitó a padre a pasear junto al muelle. Padre habría preferido acostarse, pero no quiso negarle nada al hombre que tanto había hecho por nosotros. Sarpi tartamudeaba levemente, y era de esos caballeros eruditos dados a hablar largo y tendido, con mucho detalle, incapaces de abreviar ningún relato ni opinión.

Aquella noche, el veneciano habló de la evolución de las prácticas pesqueras del Adriático, y luego contó la historia de cómo convenció en cierta ocasión a un príncipe alemán de que la pasta crecía en los árboles, unos árboles que exigían poco riego y que daban dos cosechas al año. Tanto se reía al contarlo que a padre le resultaba difícil entenderlo. Repasaba mentalmente las tierras y culturas por las que pasaríamos camino de Japón. El veneciano hablaba y hablaba, y padre pensaba en otras cosas. Aspiraba el aire fresco; los olores que subían del agua del muelle, olores húmedos y salados que surgían de los pilotes de madera clavados en la arena. Había luna nueva, y con cada minuto que pasaba salían más estrellas.

—Tengo un amigo con el que tal vez os encontréis en vuestros viajes –dijo Sarpi.

—¿Quién?

—Un romano acaudalado, Pietro della Valle, un hombre culto que se fue a explorar muchas tierras de las que visitaréis. Lo último que supe de él fue que se había instalado en algún lugar de Persia.

Se despidieron en la puerta de la posada. Paolo Sarpi dio un paso adelante, con intención de abrazarlo, pero padre lo evitó y le hizo tres reverencias. Sarpi sonrió y devolvió el gesto como pudo.

IV

El barco había de llevarnos al Pireo. Allí buscaríamos otro que nos llevase a Tartús, y luego el plan consistía en cruzar por tierra hasta Basora o Al-Qurain, con la esperanza de encontrar un pasaje a la India y más allá. Pero al acercarnos a Grecia el mar cambió de azul a gris y empezó a picarse. Se fraguó una tormenta monstruosa que cayó sobre nosotros. La tripulación hizo lo que pudo para alcanzar la orilla antes de sucumbir a la furia de la tempestad; con la isla de Paxós a la vista se rasgaron las velas, el palo se rajó y luego se partió en dos. Una ola colosal tumbó el casco.

De los pocos que sabían nadar solo sobrevivió padre. Metió las armas en un saco que se colgó al cuello. Una vez en el agua, Caitríona y yo nos agarramos a él mientras nadaba. A nuestro alrededor, otros manoteaban, presas del pánico; padre nadaba dando largas brazadas lentas, hasta que encontró un trozo del palo al que nos aferramos. Cayó la noche, ocultando el terrible panorama de hombres que se ahogaban entre el aullido del viento. Al amanecer, el mar se calmó, y en medio de una densa lluvia llegamos a una playa de cantos negros.

Alcanzamos tambaleándonos la orilla, y nos refugiamos de la lluvia bajo los acantilados de piedra caliza. Padre encontró una cueva donde nos pudimos sentar, tiritando y aliviados. Al mediodía escampó y salió el sol. En el bajío flotaban marineros muertos y trozos del barco. Padre, más preocupado por encontrar comida, dejó los cuerpos y nos llevó tierra adentro. La isla parecía grande. No vimos señales de población, pero había olivos en abundancia, hierba en los pastos regados por riachuelos, y cabras que nos darían leche y carne.

Aquella primera noche dormimos bajo las estrellas, preguntándonos qué sería de nosotros.

—Os advertí –le dijo padre a Caitríona– que si permanecíais conmigo, vuestra vida podría correr nuevos peligros.

—Y sin embargo, estando con vos me he salvado una vez más.

La lógica de su razonamiento no tenía sentido para él.

—Estoy harto del mar. ¡Cuando pienso en la distancia que recorrí de Sendai a España sin apenas incidentes, y ahora no puedo poner pie en un barco sin que sobrevenga el desastre!

Dice Caitríona que lo único que dije yo aquel día fue:

—Io voglio tornare a Venezia.

Padre descubrió una choza de pastor, abandonada, arriba de una cala protegida. La cala tenía una playa en forma de media luna, con arena fina, y el mar era allí de un turquesa transparente. En el extremo más apartado caía entre los peñascos un riachuelo de agua dulce, bajo el que nos poníamos para recibir el chorro. Padre atravesaba peces con la espada corta, atada a una lanza que había tallado. Al atardecer, él y Caitríona nadaban juntos y procuraban olvidar el horror del naufragio. Durante nuestra primera semana allí consideró la posibilidad de seguir adelante, de intentar descubrir quién habitaría la isla, de ver si encontraba ayuda para salir de allí. Pero estaba agotado por todo lo que había pasado desde que salió de Sanlúcar, y decidió que sería mejor descansar. Fue durante este tiempo cuando Caitríona supo su historia y la mía.

Le contó que era un samurái japonés, y le explicó lo que eso significa. Que nació fuera del matrimonio y fue criado por su madre y el hermano de esta, Date Masamune, el más poderoso daimio del norte. Que desde muy pronto sintió curiosidad por el mundo exterior. Que aprendió inglés y español y que, cuando el shogun y Date Masamune organizaron una expedición a México y España, lo pusieron a bordo con el encargo de espiar para ellos y así comprobar que, al regreso de la expedición, su jefe, Hasekura Tsunenaga, contaba la verdad.