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¿Cuál es la distancia que separa una obra de arte valiosa de la que no lo es? ¿Acaso es una mera cuestión de gusto, de bagaje, de canon, de accesibilidad, de marketing? Juan Cárdenas aventura en este libro una teoría: «Todo gran arte trae consigo la marca de la ligereza». No es tan fácil distinguir lo ligero de lo pesado, pero hay algo que está claro: la fuente primordial de la ligereza es el placer. El arte da placer no porque imite a la vida, sino porque es capaz de traducir sus leyes secretas al lenguaje de las formas sensibles. Y la vida es ligera, fugaz, esquiva, grácil, vulnerable y resistente de un modo inexplicable. En su afán por desentrañar este concepto, el autor nos lleva de la mano por una serie de cuestiones esenciales para reflexionar sobre lo que hoy consideramos digno de admiración, ya sean las modas, lo militante, las inercias del mercado, la posibilidad de la utopía o el lado oscuro de uno de los mantras de la sensibilidad contemporánea: la búsqueda de la autenticidad. Un recorrido original que acaba por ser, además, una manera de esclarecer los mecanismos de su propia escritura. La precisión y la afabilidad de su prosa, la plasticidad de sus ideas y su deslumbrante capacidad para exponerlas de una forma tan sencilla como profunda hacen de La ligereza un ensayo estimulante y fértil, una grieta luminosa en el imperturbable territorio de lo mayoritario.
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Seitenzahl: 108
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PEQUEÑOS TRATADOS, 18
Juan Cárdenas
LA LIGEREZA
EDITORIAL PERIFÉRICA
PRIMERA EDICIÓN: junio de 2024
© Juan Cárdenas, 2024 c/o Indent Literary Agency www.indentagency.com
© de esta edición, Editorial Periférica, 2024. Cáceres
www.editorialperiferica.com
ISBN: 978-84-10171-15-2
La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.
Para Sergio Chejfec
Todo gran arte trae consigo la marca de la ligereza. No importa cuán pesado luzca, no importa si sus procedimientos y sus materiales evocan el fárrago o la mole. El gran arte siempre parece flotar, cosa tanto más sorprendente si se trata de objetos voluminosos: las catedrales góticas, como naves espaciales a punto de despegar; los párrafos de Rabelais y Cervantes; cualquier página de Onetti; las conversaciones diabólicas de Thomas Mann; la composición abisal de Velázquez; los edificios de Lina Bo Bardi. Obras pesadas pero que logran suspenderse en el aire, no sabemos si a pesar o a causa de su densidad. La ligereza, por tanto, como seña del gran arte. Dan ganas de soltar esta fórmula: si no flota, no es arte. Si se hunde, casi con toda seguridad, no será gran arte. El arte mediocre finge flotar o, incluso peor, hace todo lo posible por no elevarse, por verse grave y adoptar las muecas exteriores de aquello que antes ha sido identificado con el gran arte. Su marca es la imitación de todo lo que tiene un peso innecesario. El arte mediocre logra a veces simular el aspecto del arte, pero nunca se eleva. La modernidad exploró las posibilidades de la ligereza y sólo allí donde el arte moderno alcanzó a ser ligero pudo superar su condición de mera moda. El arte moderno se vincula por eso a unas tradiciones antiguas cuando consigue la flotabilidad de un globo poligonal hecho de papel de colores. Paul Klee, Calder, Hélio Oiticica, Kafka, Lygia Clark, Lygia Pape, Trilce, Josef Albers, Jesús Rafael Soto. Capas y capas de materia, sedimentaciones de historia humana y natural que adquieren de repente una forma grácil, aérea, como queriendo regresar al cielo, al espacio exterior, a las estrellas, de donde alguna vez vino toda la materia del mundo. Tampoco es fácil distinguir la ligereza. Por desgracia vivimos en un mundo que confunde la ligereza con la frivolidad. Y no hay nada más pesado, nada más insoportablemente pesado que la frivolidad. La frivolidad en el arte es una rama triste de la repostería: ese merengue que promete quebrarse y liberar un polvillo etéreo y, sin embargo, al mínimo contacto con los dientes acaba derramando dentro de la boca el veneno cremoso y multicolor de la ideología dominante. Nadie sabe cómo se movieron las gigantescas piedras con las que se construyeron los templos y los monumentos de la Antigüedad. A mí se me ocurre una respuesta elemental: arte. Si algo pesa demasiado, basta un poco de arte para moverlo. Por supuesto, nada es más difícil que la ligereza. El arte siempre es dificilísimo. Sólo que hay un tipo de arte que revela la dificultad y otro que la oculta. Hay quienes creen que es fácil jugar al fútbol como Andrés Iniesta, pero eso ocurre porque el arte de Andrés Iniesta nunca parece esforzado. Parte de su encanto y su eficacia radica ahí, en su capacidad de ocultar la extrema dificultad bajo unos gestos naturales, incluso humildes. Hay quienes creen que escribir como Dante o George Eliot es difícil. Y esa gente tiene razón: es extremadamente difícil. La cosa es que ni Dante ni George Eliot se molestan en ocultarlo. Lo que hacen es tremendamente exigente y así te lo hacen saber. Siempre hay alguna forma de virtuosismo involucrada en el arte. Todo gran artista es, a su manera, un virtuoso de algo, aunque la obra de arte dista mucho de quedar reducida a una exhibición de habilidades extraordinarias. El virtuosismo brilla en exceso allí donde no hay ligereza, donde no hay arte: la canción de rock sinfónico con un solo de guitarra eléctrica interminable, ejecutado a toda velocidad y sin atisbo de levedad. Lo veloz no siempre es leve, porque la velocidad es relativa, de ahí que haya cosas lentísimas que, aun con una masa enorme, pueden volar, como las nubes o las Gymnopédies. Y qué decir de ese afán por emular el fisiculturismo: trescientas páginas escritas de un tirón sin un solo punto, treinta y seis narradores combinados, nueve puntos de vista, saltos de tiempo que te dejan bizco, estructura fractal, descoyuntamientos, papiroflexia y otras ingeniosidades. La musculatura aceitosa reflejada en el espejo del obramaestrismo. Esto parece arte, ergo debe de ser arte. Algunas obras que juegan con el universo de los niños son ligeras; otras se hunden como pesos de plomo por cuenta de su regodeo en el infantilismo. Lo infantil no es necesariamente leve. Al contrario, los niños y, en particular, las historias que se cuentan desde su perspectiva, suelen disimular una insufrible pesantez bajo el barniz de la inocencia o de la fantasía entendida como consuelo metafísico, como refugio de autenticidad ante los horrores del mundo adulto. La manida perversión de los niños también acaba por aburrir a cualquiera y por eso su aprovechamiento artístico es escaso. Pasa lo mismo con los relatos de los sueños sin ningún contexto. Si bien las imágenes de un sueño pueden acabar nutriendo un objeto flotante, la norma es que lo onírico caiga por su propio peso, generalmente sin otra utilidad que la psicología (otro enemigo del arte). Demasiado humano, demasiado subjetivo. El arte se hace pesado por su excesiva pretensión de secularidad. El arte se hace pesado por su excesiva pretensión de religiosidad. El soplo de lo leve sólo surte efecto si logra transportar lo humano a lo divino, y lo divino, al reino de los animales, las plantas, los hongos y el barro en un vaivén que no se resuelve en ninguno de los puntos que toca. Lo aterrador tiene una levedad peculiar, porque el arte que se acerca al horror –y quizá todo gran arte lo hace de algún modo– nos permite asomarnos al reino donde penan los dioses de las religiones muertas, el Uku Pacha de los pueblos andinos, el inframundo, de donde también brota el agua de los manantiales. Quien haya bebido el agua de un manantial en una montaña de los Andes sabe a qué clase de levedad (y horror) me refiero. En este sentido, Andy Warhol es siempre leve, especialmente en sus ciclos de arte funerario. Warhol tiene esa cara de susto perpetua en todas las fotos porque en el vértigo del obturador, un milisegundo antes de cada disparo, se asoma al Uku Pacha. Si Andy Warhol no usara peluca, saldría volando como un globo de helio. El horror, la muerte o la política no anulan la ligereza: le dibujan un contorno oscuro y propician la flotación, como sucede con los ojos delineados con una luna menguante de kohl. Ojos que vuelan sobre una cutícula de sombra. El arte que, en nombre del arte, se esfuerza por apartarse de toda discursividad política acaba sucumbiendo al peso de una prohibición. Y nada más pesado que las prohibiciones: mejor no hablar de política, así no echamos a perder la obra ni le aguamos la fiesta a nadie. En su tiempo nadie le habría exigido a Dante que no hablara de política. La Comedia está escrita con una vocación que no es menos piadosa que panfletaria, resentida y retaliativa, pero los frívolos defensores del arte por el arte prefieren obviar esa oscura ley de la flotabilidad de los cuerpos artísticos. Si flota, es político. Si no es político, no flota, por mucho que hable de política o por mucho que trate de ilustrar alguna de las doctrinas de moda. Esto último es lo que le sucede a buena parte de la literatura feminista, queer, ecologista o antirracista que se escribe hoy. Exponer una doctrina de moda bajo las fórmulas muertas de la modernidad no es hacer política, mucho menos arte. En nuestros tiempos casi nada de lo que se considera militante es capaz de flotar. Y la cursilería todavía menos, porque lo cursi es, por definición, frívolo. Hace milenios el arte se liberó de las obligaciones de la liturgia sacrificial para poder ser político, o sea, humano, histórico, si bien nunca terminó de separarse del ritual propiciatorio. Y nadie sabe muy bien en qué consiste eso de ser humano. Por eso la política en el arte se manifiesta siempre como un misterio: la polaroid de Warhol con una calavera encima de la cabeza, los versos de Blanca Varela, las conspiraciones de Thomas Pynchon, el acorde de Tristán descubierto por Wagner, que cambió la conversación musical para siempre, y ya se sabe que, como decían los pitagóricos, los cambios de régimen en la música son mucho más temibles que cualquier cambio de gobierno. Dante desciende por la espiral humana del Uku Pacha para salir propulsado hacia el Hanan Pacha, donde puede vislumbrar lo que hay incluso más allá, en el Hakaq Pacha: el mundo de lo definitivamente no humano. Es la parte más aburrida de ese libro magnífico, quizá la única donde disminuye la flotabilidad, a pesar de que entonces nos hallamos más arriba que nunca. Uno siente ganas de volver al Infierno a beber en las aguas subterráneas del vicio y la condena. La metafísica que aspira a captar las figuras primordiales en la mente de Dios o la política que dicta las normas de la felicidad con un rictus sacerdotal no se llevan bien con el arte porque tienden a alejarse de la fuente primordial de la ligereza: el placer. Placer y ligereza. La doble hélice de la vida, el tornillo de las galaxias y los genes. En la lengua alegórica de Apuleyo, Eros se enamora de Psique y fruto de ese amor nace Voluptas. El amor ama al alma para engendrar placer. El arte da placer no porque imite a la vida, sino porque es capaz de traducir sus leyes secretas al lenguaje de las formas sensibles. Y la vida es ligera, fugaz, esquiva, grácil, vulnerable y resistente de un modo mágico. El gran arte tiene los atributos de la vida. Parte del proyecto moderno quiso liberar el arte de las ataduras de la vida biológica para imaginar una vida totalmente autónoma: ese camino, como era de esperar, sólo podía culminar en una forma atroz de la muerte. Una muerte absoluta, sin rebote, sin espiral. Otra parte del proyecto moderno guardó el secreto de su relación con la vida en el núcleo de las formas y así pudimos continuar con esto. A veces una misma obra de arte contiene los dos impulsos contrarios: el placer, por un lado; la muerte absoluta, por otro. Eso pasa en la última novela de José María Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo