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La simbología y el influjo de la luna a lo largo de nuestra historia son tan amplios como diversos, tan antiguos como vigentes. Y son infinitos los recorridos que pueden hacerse en torno a este astro que siempre ha estado ahí, testigo y parte del desarrollo de las civilizaciones. Joachim Kalka presenta en este libro un paisaje tan erudito como personal que orbita en torno a la luna; incluye notas y reflexiones sobre ciencia, filosofía, literatura y distintas expresiones artísticas que van desde la pintura, la escultura y la poesía, hasta otras más recientes como el cine o el cómic. El autor nos sumerge en libres e hipnóticas asociaciones que entreveran, con fluidez y naturalidad, aproximaciones bíblicas, astronómicas y astrológicas de la luna, su simbología, mitología y leyendas, pero también la sitúa como protagonista de grandes hitos de la historia como la llegada del hombre a la luna o la profunda influencia que significó en la obra y pensamiento de grandes autores. Un texto apasionante y poliédrico, siempre inacabado, sobre este ente cósmico misterioso y mutable.
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Seitenzahl: 133
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Edición en formato digital: junio de 2019
Título original: Der Mond
En cubierta: Julius Grimm (1895)
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© 2016 Berenberg Verlag, Berlin
© De la traducción, Alfonso Castelló
© Ediciones Siruela, S. A., 2019
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17860-64-6
Conversión a formato digital: María Belloso
Es evidente que este libro no pretende ser sistemático ni general, ni reunir los pasajes literarios más importantes y bellos acerca de la fascinación que siente la humanidad al contemplar la luna; simplemente reúne algunas asociaciones aleatorias. Cualquier buen lector («a veces creo que los buenos lectores son aún más escasos que los buenos autores», dice Borges, pero, en mi opinión, es demasiado pesimista aquí) podrá añadir algo durante la lectura de estos constructos de fantasía y recuerdo.
Borges es, por cierto, uno de los escritores que volvía a la luna una y otra vez; en una observación más detenida, es sorprendente comprobar que también volvían muchos otros. Dos de sus poemas son especialmente llamativos. En uno de ellos, titulado «La luna» (de El hacedor, 1960), se presenta al inicio a un hombre que emprende el ambicioso proyecto de reunir el mundo entero «en un libro» y, al terminar el último verso del «alto y arduo manuscrito», alza la cabeza dando gracias a la fortuna, ve «un bruñido disco en el aire» y comprende, aturdido, «que se había olvidado de la luna». Esto lleva al comentario moral, melancólico y desarmante, como ocurre siempre con Borges, de que en la literatura (el «intercambio de vida en palabras») siempre se pierde lo esencial. Entre otras muchas lunas, en este poema se menciona también «la luna sangrienta de Quevedo». Esa «luna sangrienta» es una cita de un famoso soneto del poeta barroco, dedicada al recuerdo de uno de sus mecenas, el duque de Osuna, que murió en la cárcel antes de que concluyera su juicio por alta traición, al haber caído en desgracia con la llegada al trono del nuevo rey, Felipe IV. De ese hombre Quevedo dice que «su tumba son de Flandes las campañas, / y su epitafio la sangrienta luna». A Borges debió de impresionarle el poema de forma especial, ya que utiliza el segundo de esos versos como clímax de su propio poema sobre Quevedo («A un viejo poeta»), que sigue a «La luna» algunas páginas después. La tragedia del viejo poeta cansado consiste en que, al levantar la vista y contemplar la luna escarlata, es incapaz de recordar ya su propio verso: «Sin recordar el verso que escribiste: / y su epitafio la sangrienta luna». Este olvido de la luna o, lo que es peor, del imponente verso sobre la luna por parte del poeta corrobora lo «esencial» de la luna que siempre se pierde.
Mi libro es, de alguna manera, como el nombre que otro autor argentino de comienzos del siglo XX dio a un poemario impregnado de asociaciones de la commedia dell’arte, un «lunario sentimental». «Lunario», ese bello neologismo de Leopoldo Lugones, solo podría designarse en alemán con el grave equivalente latino lunarium, ya que en lugar de formar un término a partir de la combinación de dos palabras —Mondbuch («libro de la luna»)—, das Mondende («lo lunar») debería generar una palabra propia. En caso de querer un término genuinamente alemán, se podría hablar (por un momento) de Monderei («lunario»). El principio del texto está claro: el collage o la superposición.
Con irónico orgullo, Lugones indica, a modo de introducción, que su familia tiene dos medias lunas en los campos 1 y 4 de su escudo de armas cuarteado y que, en el texto de un docto heraldista del siglo XVII, se encuentra la cita: «A Lugones, lunones». Por mi parte, no puedo ofrecer nada comparable, pero sí miro hacia la luna reflexivamente cuando camino por la calle o me asomo por la ventana. En mi caso, la sentimentalidad radica en la intimidad que me permito con la luna, como si siempre pudiera o debiera saludarla. Ya sé que se trata de una roca cósmica o, según la tradición de diversos pueblos, de un símbolo eternamente cambiante; sin embargo, no la comprendo, y la amo.
La santa amarilla camina lentamente,
donde no hay más odio en nuestra mirada y nuestra mente,
marmotas desde la altura más fríamente
seguidas primero, abandonadas largamente.
OSKAR LOERKE, «Mondfrost»
Cuando hollemos la luna, poblada de fábulas hace tiempo
[...],
no volveremos con las manos vacías, no sin cantos.
Mil magos lo han anunciado.
GEORG MAURER, «Mond»
Se ha convocado un gran encuentro lunar,
la luna y todo lo que tiene que ver con ella
allí aparecerán.
HANS ARP
El primer oficio del poeta es nombrar cosas.
LOUIS MACNEICE, Modern Poetry: A Personal Essay (1938)
Al atardecer, podía verse a menudo a Gengis Kan
contemplando la luna.
F. K. WAECHTER, Wahrscheinlich guckt wieder kein Schwein (1978)
El 10 de mayo de 1886, Chéjov escribió a su hermano: «En las descripciones de la naturaleza, uno debe detenerse en detalles pequeños... Por ejemplo, en noches de luna llena, escribes que en el dique brilla como una estrella el cuello roto de una botella y pasa como una bala la sombra de un perro o un lobo...». Aquí arremete contra tópicos tradicionales (se menciona el crepúsculo y los gorjeos alegres de las golondrinas sobre el agua); la cita muestra, entre otras cosas, que la luna se convirtió hace ya mucho en un requisito peligrosamente gastado de los paisajes del romanticismo. El escritor no debe en ningún caso dejar a la luna en el cielo; basta con que una botella rota brille en un dique por la noche para tener in nuce la magia del brillo de la luna.
A pesar de todo, la luna es un requisito indispensable en el cielo de ciertas narraciones de paisaje, sobre todo para narraciones candorosas y seguras de sí mismas. No puede faltar siquiera allí donde no sería necesaria, donde solo sirve para crear un ambiente de aventura. Un ejemplo nimio se puede encontrar en la tira cómica Thimble Theater, de E. C. Segar, «el teatro dedal» (una bella metáfora del pequeño escenario de una tira cómica de periódico). Se trata de un título que solo conocen los especialistas, aun hoy; sin embargo, todo el mundo conoce al héroe que surgió de aquella tira cómica después de algunos rodeos: Popeye el marino. En la memorable sunday page de la tira del 3 de diciembre de 1933 comienza la historia de «Plunder Island», la isla del botín, que resulta fascinante, aunque no se comparta la opinión de Bill Blackbeard, para quien se trata de «la mejor historia de una tira cómica de todos los tiempos». Popeye y su compañero Bill Percebe, mayor que Popeye y que reaparece de pronto, toman la decisión de hacerse a la mar para conseguir un tesoro legendario («tengo ganas de volver a la mar; además me excitaciona el peligro cosa mala»). El 10 de diciembre, una semana más tarde, la historia se acelera con la noticia de que la Bruja del Mar, the Sea Hag, ha sido vista en el puerto («¡Está usted loco! Ella no se atrevería a mojar el ancla en una ciudad tan grande como esta»). Aparece un hombre medio loco de miedo, el Profesor E. N. Clenque, el único hombre que ha logrado escapar de Plunder Island (que gobierna la Bruja del Mar, como descubrimos después) y conoce la localización de la isla... El Profesor grita en la noche de la tira cómica: «The moon! The moon tells me they’re after me! I feel it! One of them is near to-night!» [«¡La luna! ¡La luna me dice que me están buscando! ¡Uno de ellos está cerca!»]. Unas viñetas después, el hombre, que se ha subido a la botavara muerto de miedo y mira por la rada, dice: «¡Ayyyyy! ¡La luna está roja detrás de su barco!». Bill Percebe responde: «Tiene razón, Popeye, la luna roja detrás del barco me dice que va a pasar algo malo esta noche».
Como es natural, los cómics mantienen una correspondencia gráfica y textual muy activa con la luna. Snoopy viaja al satélite a bordo de su caseta antes que la NASA; desde Krazy Kat, la luna supone uno de los paisajes de cómic más bellos. A mediados de los años cincuenta del siglo XX, Tintín viaja a la luna (por supuesto, con el profesor Tornasol, Milú y el capitán Haddock, además de con los grotescos detectives Hernández y Fernández, que aparecen de repente a bordo, algo que obedece a la lógica de estos cómics). El álbum Objetivo: la Luna (1953) termina con el arranque del cohete espacial; un año después siguió la continuación, Aterrizaje en la Luna. En 1954, quince años antes que Neil Armstrong, nuestro joven reportero (que nunca avisa a su redacción) pone el pie en la luna. El momento se representa en detalle; Tintín va comentando su bajada del cohete con la estación terrestre en Syldavia. En la Tierra, los oyentes reaccionan desconcertados, con gigantescos signos de interrogación sobre sus cabezas, cuando surge un prolongado «Oooooooh» de los altavoces. Tintín continúa, consternado, con la puerta del proyectil abierta y mirando hacia fuera, hacia la luna: «¡Oooh! ¡Qué alucinante espectáculo!». A continuación, sigue una descripción de la mortal quietud. «Es... es... (¿cómo describirlo?)... un paisaje de pesadilla, de muerte, de espantosa desolación... Ni un árbol, ni una flor, ni una brizna de hierba... Ni un pájaro, ni un ruido, ni una nube... En el cielo, negro como la tinta, brillan millones de estrellas... pero inmóviles, heladas, sin ese parpadeo que, desde la Tierra, las hace tan vivas...».
... y, allá en lo alto, ved, la luna sueña
tan fría como en los tiempos en que el hombre no existía.
JULES LAFORGUE, «Soir de carnaval»
Es maravilloso. Allí hay aún cosas maravillosas:
(Me intereso por ellas). Sea el ladrón de madera en la luna. [...]
¡Supongo que está informado!
FRITZVON HERZMANOVSKY-ORLANDO, Das Maskenspiel der Genien
Esa es la primera impresión de la luna vista de cerca, sobrecogedora: está muerta. Este conocimiento es consecuencia de la astronomía exacta. Antiguamente, no se sabía que la Luna es algo muerto, «vacío», siniestro. Entonces, era una diosa agradable y fría o una de las siete figuras gravitatorias del gran baile de los planetas, con consecuencias más bien positivas para el nacimiento: aquellos nacidos con ella en una casa cósmica relevante son, según su signo del zodiaco, sensibles e inestables, animados, musicales, sensuales... Lo materno juega un papel importante aquí, la luna está llena de energía emocional. Solo con el avance de la investigación científica se hará evidente la falta de vida del cuerpo celeste, con una mirada sensible ampliada hasta lo horrible. En adelante, la palidez cadavérica y el inquietante silencio de la luna se convierten en el otro gran registro, además del refulgente erotismo: la muerte se opone al Eros o se combina con él de forma siniestra. Rara vez, el fantasmagórico gris y la ausencia de vida de la luna se han evocado de forma tan bella como en un libro infantil alemán que fue un clásico durante mucho tiempo y que va cayendo en el olvido lentamente: Peterchens Mondfahrt de Gerdt von Bassewitz (1916). Bassewitz fue un autor que se sentía llamado a lo más alto; en sus apuntes de viajes, Kafka y Max Brod comentan de pasada el encuentro con un escritor que esperaba con emoción el destino de su obra Judas. Sin embargo, su fama póstuma se debe enteramente a Peterchens Mondfahrt. Este libro bellamente narrado debe su éxito y relevancia particularmente a las ilustraciones de Hans Baluschek (1870-1935), un pintor de inclinaciones socialdemócratas y miembro de la Secesión de Berlín. En realidad, el germen de la historia se encuentra en una obra de teatro de Von Bassewitz de 1912 con unos decorados y vestuario impresionantes de Baluschek.
¿Qué vemos y leemos aquí? Los «árboles fantasma» de la luna se doblan «bajo el peso de una ceniza antiquísima que, tras grandes tormentas, ha querido caer como nieve sobre sus ramas». Aparece un paisaje «gris fantasmagórico», cubierto de moho y con «grandes hongos verdosos». El hombre de la luna, desterrado en la luna por obra del hada de la noche a causa de un sacrilegio cometido con la leña, es un monstruo enorme, horrible y feo. A pesar de ello, la construcción narrativa plantea una causa precisa de su exilio, una causa en la que se mezclan el respeto arcaico por el bosque, las leyes feudales contra los pobres que mueren de frío y los mandamientos cristianos: «un ladrón de madera, que quería robar en domingo», corta un abedul con su hacha, atrapando con la hoja la pata de un escarabajo, que queda hechizada en la luna y falta, por tanto, en toda la descendencia del escarabajo Sumsemann, hasta que dos niños buenos vuelan a la luna con uno de los escarabajos de esa especie para recuperar la pata. Aquí, el hombre malo desterrado en la luna se ve confrontado con su crimen en un viejo conflicto en el que chocan la necesidad de los pobres en invierno y la implacable ley que protege los bosques como propiedad del señor feudal, que puede incluso prohibir severamente recoger ramas caídas. En el caso del hombre de la luna, comete además el robo en domingo1, es decir, ha cometido un pecado al trabajar el día del Señor. En el cuarto libro del Génesis, versículos 15, 32 y siguientes, se encuentra el prototipo original de ese sacrilegio y de su castigo: «Cuando los hijos de Israel estaban en el desierto, sorprendieron a un hombre recogiendo leña en sábado. [...] Yavé dijo a Moisés: “Este hombre debe morir, sea lapidado por toda la comunidad fuera del campamento”».
La historia del hombre de la luna aparece registrada de las formas más variadas en las leyendas. El hombre que se encuentra al ladrón de madera en el bosque y le habla («y ese era el amado dios») le cuenta al sacrílego una de esas leyendas: «si prefería ser maldito en el sol o en la luna» (de la Selva Negra). Esta tradición se encuentra en la amplia colección Deutsche Volkssagen, de Leander Petzoldt. A continuación, se reproduce un texto en el que un ladrón sorprendido quiere negar su crimen y casi se condena a la maldición con una rima: «Haun ihs daun, / so komm ih in Maun!».
Sin embargo, más allá de la detallada narración de los motivos de su infracción, el hombre de la luna de Von Bassewitz es un monstruo glotón: un ogro espera en la luna con la boca chorreante de saliva y ganas de comerse a los niños asados. Es comprensible, porque «¡No he comido nada en mil años! ¡Mil hombres podría comer!», dice. La lejana soledad de la luna justifica la avidez sin límites.
Llama la atención que, excepto la luna, todas las personificaciones del cielo, de los fenómenos meteorológicos y de la noche se asocien con niños, así como el rayo y el trueno, el granizo y el hielo, el agua con sus cataratas, el Sandmännchen2 y la Osa Mayor. El sol y las estrellas son de lo más amistosos, pero la luna, cuyo disco brilla con tanta paz y belleza, no solo es el exilio de un monstruo, sino que también es siniestra en sí misma, sobre todo porque es increíblemente antigua. Al principio, brilla idílica («Grande y redonda se alzaba la luna sobre la pradera de estrellitas ante la ventana. “Está muy lejos”, dijo el escarabajo, aunque parecía muy cerca, pero él debía de saberlo»). Cuando los niños llegan allí, se encuentran con un paisaje antiquísimo y fantasmagórico.
La luna es muy antigua. «Antigua como un cuervo, / ha visto mucha tierra. / Mi padre de niño / ya la conociera», escribe maravillosamente Matthias Claudius. Por el contrario, si la luna se percibe amenazante, su antigüedad supone potenciar su carácter fantasmagórico, sin vida y no muerto.