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Primer volumen de la exitosa serie de aventuras policiacas de Wendy Aguilar, ideada por Andreu Martín. Nuestra heroína patrulla en su Barcelona natal cuando ella y su pareja, también policía, reciben la alerta de que se ha producido un asesinato. En el lugar del crimen descubrirán una cámara secreta que albergaba una joya cuyo robo nadie quiere denunciar. Pronto Wendy se verá arrastrada a una intriga que mezcla un tesoro nazi, una secta masónica y el misterio de una joya que no es lo que parece.-
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Seitenzahl: 134
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Andreu Martín
Saga
La noche que Wendy aprendió a volar
Original title: La nit que Wendy va aprendre a volar
Original language: Catalan
Copyright © 2006, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726962222
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Dedicada a Rosa Ma y a Clara, que, cediéndome parte del tiempo de sus vacaciones y entonando un estimulante alabíalabáalabimbombá, hicieron posible la escritura de esta aventura.
Gracias
Hace media hora que el coche Z número 304 ha salido de la comisaría de Sarrià-Sant Gervasi y recorre las calles de la parte alta de la ciudad.
Hoy es sábado. El sargento jefe de turno, durante el briefing, les ha dado los números de unas cuantas matrículas de coches robados y le ha dicho que controlen la entrada y salida de discotecas donde se sabe que hay camellos, y ha añadido que vayan con mucho cuidado, que hoy hace mucho calor y que el calor es un irritante de las hormonas de los jóvenes.
Conduce Roger Dueso. Tiene los ojos redondos y prominentes, como de rana, y la boca gruesa y curvada hacia abajo, con expresión de mala leche. La cara carnosa y blanda. Sí que se parece un poco a una rana o a un sapo. Va muy serio, cejijunto, ausente. Se toma muy a pecho lo de ser policía. A lo mejor se cree que, con la cara que tiene, si no se manifestara severo e intransigente, lo acabarían tomando por el pito del sereno.
A su lado, Wendy Aguilar, charlatana y en las nubes. Siempre con sus fantasías. Roger piensa que sus padres, que eran como niños, le contaron demasiados cuentos infantiles. Sobre todo, el de Peter Pan, como su nombre indica. Cualquier observador atento se daría cuenta de que está harto de tanta cháchara.
–...Una vidente –dice ella–, sí, sí, vidente, de ésas que dicen que pueden ver el futuro. Y me dice «trae la mano». Yo no me creía nada, imagínate. Digo: «Toma la mano, como si quieres el pie». Y se pone a leerme la mano. Que si la línea de la vida, que si la vida de los hijos. Dice: «Tú tendrás una vida corta». Digo: «¿Una vida corta? ¡Pues ahora no te pago!». Dice: «¿Que no me pagas?» Digo: «Que no te pago». Jobar, cómo se cabreó. A mí me parece que las videntes deberían limitarse a dar las buenas noticias. Es de muy mala educación decirle a una persona «Tú te vas a morir pronto», vaya, me parece a mí... Pues es exactamente lo que me dijo. La dejo allí plantada, en medio de la Rambla, y se queda gritando maldiciones: «¡Te vas a morir joven!».
La radio del coche se pone a hablar, trasladando desgracias con esa voz femenina automática e insensible. Hay un posible sesenta en la Vía Augusta, a la altura del metro de Tres Torres. Un tiroteo. Gente armada y peligrosa por los alrededores. Envían tres coches Z por si acaso. El servicio sanitario se encuentra en ruta.
El coche que hay más cerca es el 304, conducido por Roger Dueso, que ahora conecta la sirena y toda la iluminación de árbol de Navidad del techo y acelera.
A estas horas, la noche tiene toda una vida por delante. Las calles van llenas de jóvenes cargados de esperanza que buscan bares y discotecas para llenarse la cabeza de música. A estas horas, la noche todavía es alegre, musical, maquillada con los colores del neón. Y una de las canciones que más se escuchan es esta sirena que rasga la calle, que separa coches y detiene en seco a los transeúntes.
Roger ha dicho «Vamos allá».
Automáticamente, Wendy ha despegado el velcro que cierra la funda de la pistola, pero continúa charlando como si nada.
–Me dice la vidente: «Tú morirás el día que cumplas los veintitrés». Digo: «Jobar». Dice: «Te atropellará un camión». Digo: «Coño», con perdón. La envié al cuerno. Pero, ¿sabes por qué se me ocurre ahora hablar de esto? –Roger no lo sabe, ni parece que le interese, pero no dice nada–. Pues porque mañana, vaya, dentro de media hora, cumpliré veintitrés años.
Roger, protegido bajo el paraguas de la sirena y de las luces azules, cambia de cuarta a tercera para imprimir más energía al vehículo.
–Veintitrés años –insiste Wendy, un poco molesta porque el otro no se da por aludido–. Dentro de media hora. Te lo digo porque me parece que, a veces, a los novios les interesa saber cuándo cumplen años sus novias.
–Novia me parece una palabra demasiado fuerte, novia.
–¿Qué quieres decir? –pregunta ella, inquieta.
–¿Qué quiero decir? –él también se muestra inquieto, como si fuera muy difícil especificar qué quiere decir exactamente–. Pues que somos demasiado jóvenes, a lo mejor.
–¿Demasiado jóvenes? Dentro de media hora, ya podré decir que tengo veintitrés años...
–Demasiado jóvenes para enamorarnos, quería decir.
–¿Lo bastante mayores como para hacer el amor pero demasiado jóvenes para enamorarnos?
–Quería decir para comprometernos.
–¿Somos lo bastante mayores como para llevar pistola, y placa, y para detener a delincuentes y llevarlos ante el juez, y somos demasiado jóvenes para comprometernos?
Él se exaspera.
–¡No quería decir eso! ¡No quería decir eso!
–¿Pues qué querías decir?
–¡Que estoy enamorado de otra, eso quería decir!
Ya está dicho.
Ya hace tiempo que Wendy esperaba algo así, se lo estaba oliendo, pero la revelación le rompe la voz y le humedece los ojos.
–¿Enamorado de otra mujer?
–Sí –dice Roger con boca pequeña.
–¿De Andrea?
–Sí.
–¿Andrea Pasqual, de Homicidios?
–Sí.
Wendy rompe a llorar porque le cree, porque acaba de confirmar sospechas a las que hasta ahora no había prestado mucha atención. Unas cuantas veces ha sorprendido a Roger hablando con Andrea Pasqual, en los pasillos de la Central, o en el aparcamiento, o en el comedor, delante de la máquina de café.
Andrea Pasqual, mucho más alta, más guapa, más elegante, más seria y más sabia que Wendy. Andrea Pasqual, que no viste de uniforme sino que va a la moda. Tan femenina, tan soberbia, tan fría, tan dura y tan madura, acostumbrada a tratar con cadáveres y asesinos.
Llega el coche al lugar de los hechos, donde se aglomera una multitud de curiosos, todos ellos jóvenes noctámbulos que iban de marcha y ahora no saben qué hacer delante de un muerto a tiros.
Wendy ya baja llorando del coche. Aunque trata de disimular, la pandilla de curiosos presentes pensará que la pobre chica, tan joven para ser policía, está afectada por la visión de la sangre.
Y no es eso. No es eso.
La casa fue modesta masía en el siglo XVIII, rodeada de sembrados, y la convirtieron en una suntuosa casa de veraneo a finales del XIX, cuando la ciudad aún quedaba muy lejos y se llegaba con coches de caballos, decorándola con unos motivos modernistas como correspondía a la época. Después, a su alrededor han crecido grandes edificios de cristal, concesionarios de automóviles y sedes de agencias de seguros, y se han asfaltado las calles, y la casa se ha convertido en una extravagancia en medio de la gran ciudad. La rodea un muro coronado de puntas y una verja de hierro forjado y retorcido, una especie de escultura metálica con volutas como oleaje y puntas como el lomo de un dragón.
La verja está abierta y permite el acceso a un jardín demasiado pequeño para una casa tan grande, ahogado por los inmensos edificios que lo flanquean. Hay un Mercedes negro, con las puertas abiertas, que todavía empequeñece más el espacio y, a continuación, cinco escalones que conducen hasta la puerta principal de la mansión.
En estos escalones está el «sesenta», que quiere decir «posible muerto por violencia», un hombre boca arriba con la cabeza calva, redonda, brillante, en el escalón más bajo y los pies en el escalón más alto; con los ojos y la boca abiertos en una exclamación de incredulidad, los brazos en cruz, extendidos como si quisiera apropiarse de todo el cielo que tiene ante sí. Viste traje marrón, de alpaca brillante. Se le ha abierto la chaqueta y muestra la camisa granate de sangre y la corbata arrugada. Se le pueden ver los dos ojales hechos por las balas que han acabado con su vida. Las perneras del pantalón se le han subido casi hasta la rodilla y muestran los calcetines sujetos con ligas.
Roger ha bajado del coche Z con un cuaderno donde apuntará la hora exacta de su llegada y todos los detalles que le parezcan significativos. Al mismo tiempo, habla por la radio portátil, o walkie-talkie, o pocket, que tiene muchos nombres. «Atención, Central, estoy en el lugar de los hechos, un hombre muerto a tiros, hay muchos testigos». Al mismo tiempo, a codazos se abre paso entre la aglomeración de curiosos, que no se han atrevido a cruzar el umbral del jardín.
–¿Quién de vosotros ha visto algo significativo?
De todos los jóvenes que se congregan delante de él, sólo tres levantan el brazo. Dos chicos y una chica, pijos, con ropa de marca, que han visto muchas películas de policías y les gustaría protagonizar alguna.
–Han salido unos hombres de la casa...
–Tres o cuatro...
–Enmascarados.
–Han huido en una furgoneta blanca.
–Una combi blanca.
Demasiada información y Roger ahora no se puede entretener. Hace pasar al interior del jardín a los tres testigos y les dice que esperen, que no se muevan, que en seguida estará con ellos.
Va a la casa.
Hombres enmascarados y un tiroteo puede significar crimen organizado. Un caso de los que ocupan las primeras páginas de los periódicos. Y eso ya le gusta a Roger, porque le da la oportunidad de lucirse.
Al final de los cinco escalones, la puerta de la casa está abierta. Roger se agacha con aprensión y toca el cuello del hombre caído para comprobar si está realmente muerto. Por el walkie-talkie da novedades a la sala:
–Está muerto, no le encuentro el pulso. ¿Qué pasa con los servicios sanitarios? ¿Llegan o qué?
–Ya están en ruta –repite la voz neutra.
Acaba de subir las escaleras y entra en un vestíbulo grande, decorado con un tremendo mal gusto y con ganas de impresionar a las visitas, desde donde arranca una escalinata de mármol. Sentada en una silla, hay una mujer mayor, de cabello blanco y vestida con camisón de dormir, que llora de manera incontenible. Delante de ella, otra mujer, ésta alta y esbelta, con un vestido de noche negro y largo, con un escote y un collar de perlas que adornan un busto de primera categoría. Pupilas impertérritas resaltadas por rímel muy negro, cutis muy blanco y labios muy rojos.
Cuando Roger entra, está diciendo, furiosa:
–¿Quiere hacerme el favor de parar de llorar?
Descubre la presencia del policía y levanta la mandíbula, altiva, se agarra al bolso, como si temiera que el policía pensara quitárselo, y se planta desafiante.
–Ya era hora –dice–. ¿Cómo han tardado tanto?
–¿Se puede identificar, por favor? –el tono y la actitud de Roger se resisten con autoridad a la arrogancia de la mujer.
–Soy Matilde Pi-Strauss, la esposa del hombre que acaban de asesinar, propietario de esta casa, el señor Darío Arpillera. Ella –por la mujer del pelo blanco– es Perlita, la criada.
–¿Qué ha pasado?
–Estaban esperando a mi marido en el jardín. Tres hombres armados con pistolas. Nosotros volvíamos de una cena. Darío ha bajado del coche y le han disparado sin más.
–¿Los conocía?
–No los conocía de nada.
La mujer mayor de pelo blanco, Perlita, no puede dejar de llorar y gimotear, sacudida por sollozos exagerados. Necesita un calmante, un médico, y Roger se vuelve hacia donde tendría que estar Wendy, para pedirle que avise a una ambulancia desde la radio del coche, pero Wendy no está allí.
Roger Dueso se enfada. Los tiroteos y los muertos ponen nerviosa a la gente. ¿Dónde se ha metido la chica?
Wendy se ha quedado fuera, más trastornada por su disgusto personal que por el jaleo que la rodea. Mira al hombre del suelo y no sabe qué hacer. Piensa que ha llegado demasiado tarde, que la policía siempre llega demasiado tarde, que Wendy Aguilar está de sobra en todas partes.
Mantiene a los jóvenes a distancia, «apartaos, apartaos, por favor», y se abre paso hacia el coche, donde hay cinta de plástico para delimitar el lugar de los hechos.
Es entonces cuando sus ojos tropiezan con la mirada asustada de una niña.
Una niña de cara sucia y expresión alerta, que se encoge entre dos contenedores de basuras, como si la presencia policial la intimidara.
Cualquier policía sabe interpretar un gesto preventivo como éste. Es como un grito, como un tartamudeo, como un sobresalto, una manifestación de culpabilidad.
Wendy exclama: «¡Eh!».
La niña da media vuelta, se abre paso entre los dos contenedores y echa a correr.
Wendy aparta a los jóvenes curiosos que se interponen y no entienden nada de lo que ocurre, y la sigue.
Vía Augusta allá, a toda velocidad las dos.
Una niña de ocho años puede ir mucho más deprisa de lo que pensamos. Sobre todo, si es culpable.
Roger sale de la casa, no ve a Wendy. La llama, «¡Wendy! ¿Dónde coño te has metido, Wendy?». Baja las escaleras.
Uno de los jóvenes le dice:
–Se ha ido corriendo.
Roger ya se imagina a una Wendy llorosa, apabullada por la conversación que han mantenido al venir hacia aquí. «¡Estoy enamorado de otra mujer!», ¡tachán! ¡Drama! Estas palabras, valientes y contundentes, han tenido que romper el corazón de la chica que ha salido corriendo para soltar el llanto más desconsolado en la intimidad. Como Roger siempre ha dicho, en las mujeres los sentimientos siempre son más poderosos que la profesionalidad. Eso es lo que piensa Roger Dueso, e inmediatamente dice con desdén «¡Mujeres!» antes de sacar del interior del coche la cinta de plástico para preservar la escena del crimen.
En seguida llega otro par de coches Z. Refuerzos.
La niña viste jersey rojo, pantalón vaquero corto y zapatillas de deporte que parecen demasiado grandes para sus pies. Pero Wendy no puede comunicarlo a sus compañeros ni organizar una persecución como es debido porque se ha dejado el walkie en el asiento del coche y sólo dispone de su teléfono móvil particular, y ahora no puede detenerse para marcar un número.
La niña se mete por la boca del metro. Escaleras abajo, de tres en tres. Sabe que la persiguen.
Wendy, detrás. De tres en tres también.
La niña se cuela por debajo de las barreras de acceso. Desaparece por el fondo del pasillo con cara de espanto. Wendy Aguilar supera el obstáculo por encima, con salto de atleta. Se cuela de un brinco. Recorre el pasillo por donde la fugitiva acaba de perderse de vista.
El andén.
La mocosa ha llegado a él tan disparada y lo ha recorrido a tal velocidad, que no se ha fijado en los dos hombres que había en un extremo. Ha pasado por su lado y los ha dejado atrás. No hay nadie más esperando el tren.