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«—Voy a dejar que me cojas ahora, Max. Sé suave, ve lento, haz que dure.» - Paciencia Se sabe: en la variedad está el gusto. Aquí se encuentran una variedad de relatos eróticos ambientados en París, como el de una periodista que rememora un amorío salvaje con su profesor durante los tumultuosos años 60. También están los relatos de dos antiguos amantes que, aún siendo amigos con beneficios, se reencuentran solo para descubrir que uno de ellos ha cambiado las reglas, haciendo todo aún más sensual. Además, se presenta la historia de una pareja que siempre aviva la llama de la pasión, esta vez explorando nuevas sensaciones con la comida. Y mucho más. Son historias ardientes a la medida tanto de los taurinos como de las taurinas, el signo apasionado por excelencia. Esta compilación contiene los relatos: -Come conmigo -Si la cama está lista, aprovéchala -El feminista -Seducción en la biblioteca -Entre los árboles -Cuando la vi bailando en París -Paciencia -La isla del amor -Un toque picante Estos relatos cortos se publican en colaboración con la productora fílmica sueca, Erika Lust. Su intención es representar la naturaleza y diversidad humana a través de historias de pasión, intimidad, seducción y amor, en una fusión de historias poderosas con erótica.
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Seitenzahl: 196
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Copyright © 2025 LUST, an imprint of SAGA Egmont, Copenhagen All rights reserved ISBN: 9788727173252
1. E-book edition, 2019 Format: EPUB 2.0
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Sarah Skov
LUST
Mis tacones de aguja me hacen daño después de una jornada larga y me los quito para guardarlos en el armario, cercano a la puerta. Muevo los dedos de mis pies, los hago bailar en el aire. Mis pies están hinchados y adoloridos. La repentina sensación del piso frío de madera en las plantas, es nueva y fascinante. Los primeros pasos son dolorosos. El dolor emerge de mis dedos aplastados, atraviesa el pie y llega hasta mi rodilla. Allí se arraiga y empeora durante la noche. Al llegar la mañana, siempre se desvanece, borrado por completo, de una manera que nunca creí posible. Durante la semana, llego tarde a casa. No cocino la cena muy seguido. Generalmente compro comida en la calle u ordeno algo a domicilio. Bebo una o dos copas de vino mientras lo veo en televisión. Observo sus manos amasando la masa de pizza, añadiendo delicadamente la lechuga y olfateando con pasión, rozando y saboreando cada ingrediente. Su actitud sensual me hace mojar y muero por ser acariciada. Dejo que mi mano encuentre su camino y mis dedos entran en acción. Cuando se mueve por la cocina, cortando, pelando y troceando, puedo ver la sonrisa bajo su barba y la excitación en su mirada. Cuando lo visualizo entre mis piernas, chupando y lamiendo y saboreándome, mi cuerpo sucumbe al roce de mis dedos, y tengo un orgasmo. ---
Al día siguiente, antes del programa, voy a la cocina a hornear un poco. Me reto a mí misma con recetas e ingredientes cuyos nombres no puedo pronunciar. Me relajo y olvido mi rutina diaria. Dejo que el trabajo y las preocupaciones desaparezcan de mi mente. A mitad de la tarde, cuando mis colegas anhelan café, yo añoro mi cocinita y los ingredientes deliciosos. Nadie sabe que lo hago, es decir, hornear. No es que sea un secreto. Pero no tengo ganas de dar explicaciones.
Estoy segura de que se burlarían y dirían cosas como: «pero qué ama de casa tan adorable eres» o: «qué encantador, me gustaría hacer eso, pero tengo hijos». No es un secreto, pero se ha convertido en uno. Mi delantal está en la gaveta de hornear junto con al rodillo, moldes y cortadores de galletas. Mientras me lo pongo y lo amarro en mi cintura, visualizo al chef del programa de nuevo. Su delantal blanco e impecable se adapta a sus movimientos, y él lo ajusta mientras se alinea con los otros chefs. Veo su sonrisa brillante en medio de su barba oscura. Tomo un poco de harina con mis manos y las froto. En mi cocinita se forma una nube blanca que luego desciende. No hay nadie más, nadie puede tomar una foto de la harina flotando en el aire sobre mis manos. Y, sin embargo, siempre que la saco hago lo mismo. Casi se ha convertido en un ritual, el único que parece apropiado para iniciar la velada. Pronto empezará el programa. Pronto estará frente a mi portando con su delantal blanco y una mirada de determinación. Pronto se dispararán mis ideas y mis fantasías; esas fantasías sobre conocer al chef de televisión, tocarlo, saborearlo, que tanto me elevan. La mantequilla está fría y la sensación sorprende mis manos que cambian de color. Reúno la masa alrededor de la mantequilla dura y empiezo a hacerla rodar. Miro hacia el reloj de pared para asegurarme de que tengo suficiente tiempo. La receta dice que debo plegar la masa de una determinada manera. Estudio las instrucciones como si fueran una parte complicada de legislación. Memorizo todos los pasos en mi cabeza y empiezo a plegar. Mientras la masa reposa en la nevera, me sirvo un café expreso. La máquina emite un ruido sordo y el líquido empieza a gotear. Lo tomo de pie en la cocina mientras disfruto la calidez que invade mi cuerpo. Puedo sentir el sabor oscuro extendiéndose por mi boca y mis mejillas cambiando lentamente de color. En cuestión de minutos, cuando baje la taza y pose mis manos sobre mis mejillas, podré confirmar lo que ya sé: están ruborizadas. Los estimulantes del café, del vino tinto o del sexo tienden a recorrer mi cuerpo de un lado a otro, llevándome a tomar decisiones tontas. Luego se asientan en mi rostro sonrojado como reminiscencia de lo que fueron. Miro el reloj y saco la masa de la nevera. La enrollo de nuevo y la pliego como dice la receta. Ajusto el cronómetro y lo deposito sobre la mesa de la cocina.
Mientras espero, me como la ensalada que compré para cenar el día anterior. Está aguada y desagradable. Definitivamente fue lavada, pero dudo que la hayan escurrido. No se siente como si el agua hubiera abandonado por completo la lechuga para dejarla crujiente y fresca. La ensalada que él preparó cruje en los dientes del jurado. Ellos saborean la ensalada en sus bocas con paciencia, para permitir que todos los aromas surjan. Él mezcla con delicadeza la lechuga verde con el aderezo avinagrado. Extiende sus dedos y, con sus manos a modo de cuencos, toma la lechuga para mezclarla cuidadosamente. Luego la deposita en el fondo del tazón y la gira en una misma dirección, hasta que el aderezo se haya repartido uniformemente. Antes de llevarla a la mesa del jurado, posa flores comestibles con esmero sobre la ensalada, a manera de adorno. Los otros concursante usan pinzas, pero él usa sus manos y yo lucho por desviar la mirada de él. Apago la televisión y enciendo la radio. Está sintonizada una estación de noticias en la que se narran las mismas historias a lo largo del día. Debaten con expertos, políticos y otros eruditos. Es mi estación matutina, la que me mantiene actualizada. Se supone que me ofreze las últimas noticias y las reacciones iniciales que provocan. Me despierta y me prepara para el día. Cambio la estación. Pongo un poco de jazz suave. Casi puedo escuchar la lluvia golpeando la ventana suavemente, oler los libros viejos y polvorientos y sentir el humo del cigarro en mis ojos. Subo el volumen y respiro profundo. Mi pecho se eleva por un momento pero, bajo la influencia de las notas de jazz, regresa a un movimiento lento y continuo. Cuando el cronómetro suena, sacudo la harina del rodillo. Desenrollo la masa una última vez y la pliego. Me siento segura de que todo marcha bien. Dejo que el horno haga su trabajo, con la esperanza de que el calor seco contribuirá al éxito. Enciendo el televisor y espero que él aparezca. ---
—¡En sus marcas, listos, fuera! —dice uno de los jueces y los concursantes corren a sus mesas. Lo están enfocando a él específicamente. Primero toma su tabla, es el primero en recoger su delantal a cuadros y el primero en inspeccionar los ingredientes. Una línea vertical pequeña sobre su frente es el reflejo de sus preocupaciones y expectativas. La cocina queda en silencio. Los ingredientes son seleccionados y revisados de arriba a abajo. No es que los concursantes no estén familiarizados con ellos, sólo es la manera en que se inspiran. Aprietan las naranjas, olfatean las hierbas y exprimen los arándanos entre sus manos hasta que las bayas se rompen y el jugo corre por sus dedos. Luego de unos pocos minutos en que el tiempo parece haberse congelado, todos los concursantes levantan sus cabezas y la acción empieza. Corren por la cocina abriendo armarios y gavetas de golpe. Todos encuentran los ingredientes que habían visualizado mientras se inclinaban sobre sus mesas. Corren de vuelta, arrojan sus cosas y corren por más. No puedo evitar pensar en ellos como hormigas en un jardín. Parecen estar corriendo en círculos uno alrededor de la otro y, sin embargo, cada uno de ellos tiene una misión. Existe una especie de sistema en lo que de otro modo parecería un completo caos. El cronómetro de mi horno suena y me levanto de la silla. Oigo el ruido de las ollas y los cubiertos mientras le doy la espalda a la televisión y me dirijo a la cocina. La masa se ha elevado a la perfección. La superficie es ligeramente marrón y casi puedo escuchar cómo se suelta la mantequilla mientras los saco del horno. Lo observo desde la puerta de la cocina. Su rostro luce diferente ahora. Su expresión ha cambiado a una línea vertical en su frente que refleja una profunda concentración. La cámara hace un primer plano de su rostro. Está sonriendo y la sonrisa transforma sus ojos. Es visible tanto en sus labios como en sus ojos, dónde empiezan a aparecer líneas pequeñas. La sonrisa permanece escondida en sus ojos y allí se quedará hasta que los jueces den su veredicto. Me apoyo en el marco de la puerta y le sonrío a la pantalla. Su dicha es tan evidente que incluso los jueces parecen encantados. Su alegría se expresa a través de su actitud y su expresión. El júbilo que surge de su cuerpo a veces hace que sus brazos y piernas lo delaten. También se revela a través del ritmo firme con que trocea frutas y vegetales. La cámara enfoca a otro concursante y regreso a la cocina para servirme un croissant recién horneado. Cuando regreso a la sala, lo enfocan de nuevo. Está olfateando una cáscara de naranja. Sujeta la fruta con firmeza, la acerca a su rostro e inhala su agria dulzura de una manera que me hace perder el aliento. Algunos otros lo miran brevemente y luego se dan vuelta, intentan concentrarse en lo que ellos mismos están haciendo. Le doy un mordisco al croissant. La superficie es crujiente y el interior suave y cremoso. Siento la mantequilla en mi lengua y paladar. Paso la lengua sobre unas migajas en mi labio superior. El sabor de las capas relucientes de mantequilla me hace cerrar los ojos y disfrutar el momento. Solo los abro de nuevo cuando escucho su voz. Luce tan serio. La línea sobre su frente ha vuelto. Están todos en fila, enfrentando a los jueces. La cámara hace un paneo de un extremo a otro de la fila. Esperan mucho tiempo antes de anunciar el nombre del concursante que debe abandonar el programa. Este momento no me parece tan emocionante como a otros fanáticos que probablemente gritan a la pantalla. No me gustan los segundos previos a la revelación porque siempre tengo miedo de que sea él. —Anne —dicen. Suspiro con alivio y me sacudo algunas migajas del delantal. --- Hay galletas en el horno y el cronómetro están listo frente a mí. Esta semana es de panadería. Todo tipo de panes de todo el mundo. Empiezan con focaccia. Su masa es muy aguada y él la amasa con firmeza. La golpea contra la encimera, la levanta y la aprieta con fuerza. Imagino que es mi cuerpo el que disfruta el trato de sus manos. Mi cuerpo lo recibe con agradecimiento. Imagino que eleva mi torso para tenderme sobre la mesa, agarra mis nalgas y aprieta con fuerza, las separa y desliza lengua adentro. Me imagino a mí misma jadeando sobre la mesa de la cocina, rodeada de ingredientes. Me imagino su esencia de lavanda molida, el aroma de la cáscara de limón aun flotando en el aire mientras él me lame con descuido. Como cuando olfatea una naranja, sensualmente disfrutando de todas las impresiones, así es como imagino que él me saborea. Levanta el trapo que cubre la focaccia en el molde de hornear. La línea reaparece en su frente. No luce complacido y yo sostengo la respiración por un segundo. El cronómetro suena y me sobresalto confundida; corro a la cocina. Cuando regreso, está presionando la masa con sus dedos grandes. Está haciendo hendiduras. A pesar de que las puntas de sus dedos llegan hasta el fondo del molde, la masa vuelve a surgir de a poco. Vierte aceite de oliva generosamente en la masa aguada. El aceite escurre hacia las pequeñas hendiduras, llenándolas. Espolvorea sal y deposita ramitas de romero sobre el pan sin hornear con suavidad. Retrocede y la cámara hace un paneo. ---
Es el momento del día en que ya no cuento las tazas de café que he tomado. Ajusto un poco la silla del escritorio, luego miro de vuelta al monitor. Hay tanto papeleo por hacer, tanto antes como después del juicio. Cuando estudié derecho, teníamos que examinar leyes y apartados hasta conocerlos bien. Al principio, eran como parientes desconocidos que repentinamente salían de la nada. Debíamos sentir alguna forma de parentesco o una especie de conexión con ellos, pero el sentimiento de cercanía nunca emergía. Estudié duro, determinada a aprender a labrar mi camino por las leyes, como si fueran los caminos tortuosos de mi ciudad natal.
Quería conocer cada atajo, cada ruta privada que pudiera transitar sin que nada malo pasara. Ahora tomo asiento frente a mi computadora seis días a la semana y sueño con los días en que todavía estaba estudiando, sin familiarizarme aún con atajos y rutas. Suspiro ruidosamente cuando mi secretaria me hace gestos a través de la puerta de vidrio. Sostiene su bolso en una mano y su chaqueta cuelga tranquilamente sobre su brazo. Elevo mis cejas y le devuelvo el saludo. Un par de minutos más tarde, envío un documento por correo electrónico. Poco tiempo después, abro uno nuevo y empiezo a trabajar. Poso mis dedos sobre el teclado y él empieza a invadir mis pensamientos. Veo sus músculos en acción bajo su camisa blanca de chef. Las venas de sus manos sobresalen y se retuercen en los dorsos oscuros de sus manos como cables de amarre en un muelle. Me reclino en la silla de mi escritorio y ésta se desliza hacia atrás. El respaldo se inclina ligeramente y cierro los ojos. Ahora lo veo más vívidamente. Mis ojos siguen las venas de sus manos hasta sus brazos. Se quita la camisa blanca de chef. En sus bíceps aparecen las venas una vez más, gruesas y listas para la acción. Extiendo mis manos hacia él. En su pecho, mis dedos desaparecen entre vellos suaves, se enredan y yo los aprieto. Automáticamente se adelanta y toma mis caderas. Aflojo un poco y él sonríe. Como estoy en la oficina, me levanto y cierro las cortinas frente a la pared de cristal, a pesar de que casi todos mis colegas se han marchado. De nuevo, tomo asiento en mi escritorio y él no tarda mucho en aparecer. Sentada detrás del escritorio, desabrocho mis pantalones. Los aflojo y los bajo un poco. Me pongo cómoda. Lo beso. Sus labios rosados se sienten suaves y sedosos contra los míos, cual almejas jugosas al vapor. Dejo que una mano se deslice entre mi ropa interior y gimo ante el roce, como si hubiera estado esperándolo por mucho tiempo. Lo beso con ansias. Muerdo su labio hasta que el sabor a hierro llena mi boca, él me sonríe seductoramente. Toma mi cabeza en sus manos y deja que los rizos se enreden en los espacios entre sus dedos. Él se aferra con más fuerza y yo dejo salir un gemido. Tira de mi cabeza hacia atrás, exponiendo mi cuello. Muerde mi cuello, besándolo y lamiéndolo, como si yo fuera una presa sometida en la sabana y mi vena yugular estuviera palpitando. Gimo por su trato brusco, pero eso sólo hace que me tome con más fuerza. En la silla del escritorio, mi mano frota mi clítoris húmedo Se inflama, crece y se vuelve menos sensible a mi toque. Deslizo mis dedos sobre él aplicando presión constante. Siento como su lengua recorre mi cuello, dejando un camino húmedo y frio. Me sujeta la cabeza con menos fuerza y yo jadeo cuando el dolor en mi cráneo se desvanece de repente. Él me arroja sobre una mesa de acero. Entierra su cabeza entre mis piernas y yo emito un gemido alto. Me lame con avidez durante lo que se siente como una eternidad repleta de éxtasis. Y yo exploto en un orgasmo. Cuando su rostro reaparece, besa mis labios y puedo saborear el agua de mar. Su lengua gira en mi boca y el sabor salado me llena por completo. Llego tarde a casa. Ya no tengo tiempo de hornear panecillos. De esperar pacientemente a que se levanten, mientras crecen en el horno, o ver cómo se enfrían lentamente. Y, sin embargo, voy directo a la cocina en cuanto entro a la casa. Sólo faltan quince minutos para que él aparezca en escena. Abro la botella de vino y la dejo decantar. En solo un par de minutos preparo una porción de masa. Cuidadosamente cubro la masa con un trapo y la reúno al fondo del tazón. Con un toque delicado, deslizo mis manos sobre el trapo, apretándola.
La extiendo alrededor del fondo del tazón para que el peso de la masa presione hacia abajo y la mantenga tensa. Luego, la meto a la nevera. Allí crecerá y se pondrá deliciosa durante la noche. Me limpio las manos en mi ropa, dejando manchas blancas sobre la tela negra. Por las prisas olvidé ponerme el delantal. Ahora los recuerdos de la harina y la sensación de sequedad toman la forma de marcas color blanco tiza en mi ropa. Me encojo de hombros y suspiro. Vierto el vino en una copa de vino grande. Gotea alegremente. Me gusta el color de las uvas oscuras y la esencia que casi explota al entrar en contacto con el aire del lugar. Agito el vino en la copa y aprecio esos sabores únicos. No soy nada experta en vinos, pero me gusta disfrutar de una copa por la noche. Paso mucho tiempo oliendo el vino. Luego lo agito y vuelvo a olfatear. Continúo hasta que ya no puedo resistir la tentación. Cuando el vino golpea mi lengua y flota en mi boca, mi cuerpo casi entra en éxtasis. La tentación que mi cuerpo ha estado resistiendo por tanto tiempo, finalmente puede fluir libremente. Tomo asiento y enciendo la televisión. Cuando mi primera copa de vino está vacía, ellos están de pie frente a los jueces. Hay música de fondo durante todo el segmento. Algunos de los concursantes miran a los jueces mientras otros miran sus pies, pero él mira justo al frente. Puedo ver su manzana de Adán moverse mientras traga. —David —dice uno de los jueces. Dejo caer mi copa de vino que se hace añicos contra el piso de madera. Unas pocas gotas de vino aterrizan sobre la alfombra de piel de cordero blanca. Me llevo las manos a la cabeza. Las entierro en mi cabello y aprieto con fuerza, Su rostro se desliza a través de la pantalla. Sonríe tímidamente y le da apretones de manos a los demás. Yo me aprieto con más fuerza y la cámara muestra su espalda mientras abandona la cocina. Sus músculos bailan bajo su camiseta blanca. El dolor en mi cráneo baja hasta mi nuca y mis vellos empiezan a erizarse. No puedo dejar de mirarlo. Sus movimientos. Su manera de andar. La mano que levanta para despedirse mientras dobla la esquina. El dolor baja por mi espalda. Desaparece por completo y puedo sentir como me mojo de repente. ----
Mi secretaria toca la puerta de vidrio. —¿Tienes un minuto? —pregunta, —Sí, seguro —digo mientras escribo rápidamente mis últimas notas para no olvidar nada. —Listo —le digo, reclinándome en la silla y mirándola expectante. —Sólo quería saber tu opinión sobre el próximo evento de la compañía —dice y espero en silencio—. La cosa es que... —continúa— creo que debería ser algo diferente. Entonces, estaba pensando que podríamos tomar una clase de cocina juntos. —Eso suena encantador —digo, mientras busco desesperadamente una excusa para no ir. —Se trata de ese chico, David, que estaba en un programa de cocina, ¿sabes? Empezó a dar clases por su cuenta. Tal vez no lo hayas visto. Fue despedido del programa ayer, pero es genial —dice ella, arrastrando los pies nerviosamente. Trago saliva cuando reaparecen en mi mente los músculos serpenteando bajo su camiseta . Siento la boca seca mientras él toma la masa de pizza firmemente y la aplasta contra la mesa. Olvidé por completo que ella está parada frente a mí, mientras lo visualizo estirándose sobre la masa, levantándola de la mesa y arrojándola de vuelta con un ruidoso golpe. —Entonces —dice ella—, ¿qué dices? Me mira expectante, pero olvidé por completo la pregunta. Ella espera. —Bueno —digo—, eso suena como una idea absolutamente fantástica. Además de ser una manera completamente nueva de pasar tiempo juntos. Estoy segura de que será agradable —digo, con una sonrisa. Sus postura se relaja un poco. —¿Verdad que si? —pregunta ella—. Creo que será maravilloso. Y no está de más que sea increíblemente guapo —dice ella, mientras sonríe y se vuelve hacia la puerta. Debo ser rápida. —Por cierto, ¿cómo lo lograste? ¿acaso lo conoces? — pregunto y ella se da la vuelta. —No, realmente no —dice ella—. Acabo de investigar un poco y vi que había iniciado un negocio. Allí dice que puedes cocinar con él y luego comer lo preparado en lugares encantadores. Está enfocado a empresas y particulares. Estoy pensando en ir hasta allá con unas amigas, pero primero quiero ver qué tal es. Le sonrío escuetamente y asiento con la cabeza. Ella cierra la puerta al salir. ---- Los suaves ritmos del jazz flotan en la habitación mientras me alisto. Pinto mis uñas en rojo. El color me recuerda a las fresas excesivamente maduradas. Paso la brocha cuidadosamente sobre cada uña. Luego, soplo suavemente mis uñas para que sequen más rápido. Miro el reloj. Mi vestido está colgando frente al espejo grande. Es rojo y me queda ceñido. Si todo sale bien, creo, será la primera y última vez que lo use. Si todo sale bien, el vestido será rasgado por la mitad en unas horas. Si todo sale según lo planeado, la tela será destrozada por él y el vestido ya nunca regresará al armario. Mis tacones de aguja hacen ruido sobre las baldosas. Bajo las escaleras. La academia de cocina está en el sótano de una gran mansión. Me aferro firmemente a la baranda mientras bajo al mismo. Con cada paso que doy, mis expectativas aumentan. Cada vez que el sonido de mis talones resuena en la escalera, siento más tensión.
Mis músculos se tensan y me aferro a mi bolso como si temiera que alguien intentara arrancármelo de las manos. Estoy nerviosa y excitada. Estoy tan rígida que mis dedos cambian de color. Puedo escuchar sonidos de ollas y sartenes, alguien moviéndose rápidamente justo debajo de mí. Allí está él. —Bienvenida —dice —, entra. Lleva un paño de cocina sobre su hombro y un delantal. —Gracias —digo enérgicamente como para mostrar mayor gratitud—. Qué lugar tan agradable —digo, mirando alrededor. Las paredes son oscuras de ladrillos rojos, creando la atmósfera perfecta. Él está parado en medio de la cocina, sonriendo y mirando hacia la escalera. Aunque el techo es bajo, es lo suficientemente alto para que yo pueda estar de pie en mis tacones. En medio de la habitación hay una gran mesa de madera. Todo está arreglado para albergar un cierto número de personas. Rápidamente cuento el número de puestos: diez en total. La habitación está complemente iluminada por velas. —Por favor, siéntate —dice él, señalando con un gesto la mesa. Yo tomo asiento. —Esta noche, estás aquí para disfrutar —dice—. Tengo una academia de cocina en la ciudad, en la que también puedes ayudar a preparar las comidas. Aunque sea en un lugar bastante diferente —dice, mirando alrededor. Yo le sonrío.
—Sí, ciertamente parece un lugar para disfrutar —digo, mientras nuestras miradas se encuentran. Él echa un vistazo a las escaleras. —No vendrá más nadie —digo—. Yo hice todas las reservaciones.
Tomo un sorbo de vino parada en mi lugar, mientras lo observo. Después de un momento, habla. Su expresión se endurece un poco, y luego dice: —Bueno, en ese caso, te espera una gran sorpresa.
Lanza el paño de cocina lejos y camina hacia la mesa larga. Sonríe de una manera que me hace dudar si entendió o no lo que quise decir.