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Al ser dejada plantada en el altar y sin hogar, Rosie Xalbadora toma un trabajo como institutriz al borde del interior de Australia. Allí conoce a Pippa Bristow, una niña sensible que hace frente al amargo divorcio de sus padres escapando a un mundo mágico de reinas, hadas y unicornios. El padre enigmático de Pippa, Adam Bristow, está dispuesto a soportar lo que sea con tal de mantener a su hija a salvo de su manipuladora ex-esposa heredera petrolera.
Luchando por proteger a Pippa de los juegos de su madre, Rosie debe enfrentarse a los fantasmas de su propio pasado doloroso mitad australiano, mitad gitano, mientras lucha contra una creciente atracción hacia su apuesto empleador emocionalmente inaccesible. Pero la ayuda viene a través de un vecino anciano muy peculiar, un pueblo amigable del Outback, y dos jinetes fantasmas que visitan a Rosie cada noche en sus sueños. Cuando Rosie y Pippa salvan un pequeño poni blanco de ser sacrificado, su compasión inoportuna pone la disputa por custodia de Adam, las fantasías de Pippa, y los peores temores de Rosie a prueba en un enfrentamiento épico.
La Subasta es un dulce romance de estilo contemporáneo, con los matices góticos y desgarradores de Jane Eyre, y una pizca de lo sobrenatural.
— Un paisaje místico, mágico, y leyendas antiguas adquieren una nueva vida...— Romancing History Blog
— La vida de los personajes me atrajo de inmediato, y sentía que estaba justo al lado de Rosie mientras se esforzaba por evitar que su vida se cayera a pedazos...— N.Y. Times Stacey Joy Netzel, Autora de Best Sellers
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Seitenzahl: 904
Descripción
La subasta
Dedicatoria
Agradecimientos
Tabla de contenido
*
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
La verdadera Luna
¿Diriges un programa protección a caballos sin fines de lucro?
Avance: Un Ángel Gótico de Navidad
Avance: El Califato
Un Momento de tu Tiempo, por favor...
Acerca de Anna Erishkigal
Acerca de la Traductora
Otros libros de Anna Erishkigal
Copyright
Al ser dejada plantada en el altar y sin hogar, Rosie Xalbadora toma un trabajo como institutriz al borde del interior de Australia. Allí conoce a Pippa Bristow, una niña sensible que hace frente al amargo divorcio de sus padres escapando a un mundo mágico de reinas, hadas y unicornios. El padre enigmático de Pippa, Adam Bristow, está dispuesto a soportar lo que sea con tal de mantener a su hija a salvo de su manipuladora ex-esposa heredera petrolera.
Luchando por proteger a Pippa de los juegos de su madre, Rosie debe enfrentarse a los fantasmas de su propio pasado doloroso mitad australiano, mitad gitano, mientras lucha contra una creciente atracción hacia su apuesto empleador emocionalmente inaccesible. Pero la ayuda viene a través de un vecino anciano muy peculiar, un pueblo amigable del Outback, y dos jinetes fantasmas que visitan a Rosie cada noche en sus sueños. Cuando Rosie y Pippa salvan un pequeño poni blanco de ser sacrificado, su compasión inoportuna pone la disputa por custodia de Adam, las fantasías de Pippa, y los peores temores de Rosie a prueba en un enfrentamiento épico.
La Subasta es un dulce romance de estilo contemporáneo, con los matices góticos y desgarradores de Jane Eyre, y una pizca de lo sobrenatural.
— Un paisaje místico, mágico, y leyendas antiguas adquieren una nueva vida...— Romancing History Blog
— La vida de los personajes me atrajo de inmediato, y sentía que estaba justo al lado de Rosie mientras se esforzaba por evitar que su vida se cayera a pedazos...— N.Y. Times Stacey Joy Netzel, Autora de Best Sellers
(Canción del Río)
.
por
Anna Erishkigal
.
Transducio por
Sara Gabriela Canga
Derechos de autor 2014 - Anna Erishkigal
Todos los derechos reservados
Dedico este libro a los ángeles compasivos que dan su vida al rehabilitar y salvar a nuestros hermanos equinos.
Me gustaría dar las gracias a las personas sin cuyo apoyo esta novela habría muerto siendo un montón de palabras revoloteando en un disco duro.
A mi maravilloso marido... que tolera mi ‘hobby de escribir’. Sí... él realmente se levanta antes del amanecer para cocinar el desayuno de mis hijos, y lo deja bajo un recipiente para mantenerlo caliente.
A mis preciosos hijos que han sobrevivido años de negligencia benévola mientras Mamá habla con sus ‘amigos imaginarios’, convirtiéndose todos en autores noveles a su vez.
A mi lectora alfa Cindy Leppard Green, quien señaló todo tipo de horrores ortográficos y otros espantajos para que pudiera corregirlos. ¡Gracias! Alerta de Huevo de Pascua... Cindy monta un caballo Appaloosa con lunares.
A mi amigo y colega autor Dale Amidei, que comparte mi aborrecimiento hacia el matar y comer a nuestros hermanos equinos.
Y a todos mis amigos y lectores que se mantienen conectados a mí en mis diferentes páginas de redes sociales y me comparten un montón de cosas interesantes sobre las cuales escribir. ¡Hay un montón de huevos de Pascua en este libro! Encuéntralos, y adivina quién inspiró cada cosita divertida.
Descripción
Dedicatoria
Agradecimientos
Tabla de contenido
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
La verdadera Luna
¿Diriges un programa protección a caballos sin fines de lucro?
Avance: Un Ángel Gótico de Navidad
Avance: El Califato
Un Momento de tu Tiempo, por favor...
Acerca de Anna Erishkigal
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El viento del Cielo
Es el que sopla entre las orejas de un caballo
.
Proverbio árabe
Un viento desolado se sacudía a través del cardo quemado por el sol, levantando remolinos de polvo rojizo mientras el pequeño poni blanco estaba de pie en la puerta, buscando en el horizonte a su niña. Cada día la tierra se secaba más, el forraje era más escaso, y el dique se convertía en un lodoso charco, salobre y lleno de parásitos que la enfermaban. Los otros caballos deambulaban más profundamente en el Outback, en busca de alimento para sofocar el estruendo constante de sus estómagos, pero el poni blanco no se atrevía a ir tan lejos, porque si lo hacía, no estaría aquí cuando su pequeña niña regresara a montarla.
Antes de que el remolque de caballos la dejara aquí a valerse por sí misma, la niña venía todas las tardes para trenzar su melena y su cola con lazos bonitos. Luego cabalgaban en una pista con todos los otros ponis bonitos hasta que estuvieran cansadas y felices y llenas de risas y relinchos. Si cerraba los ojos, todavía podía recordar lo bien que se sentía cuando la niña le daba zanahorias dulces y suculentas y acariciaba su pelaje con un cepillo de cerdas suaves. ¡Oh! ¡Cómo echaba de menos a la niña! Ella la quería mucho, y no podía entender por qué la niña la había enviado lejos.
Muchas estaciones habían pasado desde la última vez que el poni blanco había visto a la niña, pero cada tarde, tan pronto como el sol empezaba a esconderse hacia el Outback, el poni blanco se tambaleaba hacia la puerta, ahora tan demacrada y delgada que apenas podía andar, y pacientemente esperaba a que su niña viniera y la llevara a casa.
Una chica nunca olvida su primer gran amor. Alto y de cabellos dorados, con ojos color marrón oscuro y orejas que apuntaban hacia adelante cada vez que yo entraba en el establo… durante casi una década no tuve interés en ningún varón, aparte de Harvey. ¿Por qué debería tenerlo, cuando al final de cada día, él esperaba pacientemente en la puerta por mi regreso? Él escucharía sin juzgar mientras contaba mis infortunios; y luego me llevaría a la libertad más allá de las puertas del establo.
Cuando ella lo mató, esa perra que se hace llamar a mi madre, lloré durante semanas, y luego escapé. ¡Oh!, ¡claro!, ella me echó a la policía e hizo que me arrastraran de vuelta desde el aeropuerto, pero me vengué. ¡Sí que lo hice! El día que cumplí dieciocho, me fui de la casa y llamé a papá para decirle que le quitara la Manutención. Fue un castigo apropiado, verla perder la casa, porque ella sacrificó a mi caballo para vengarse de él por haberla dejado.
¿Tal vez fue karma que ahora yo estuviera perdiendo mi propia casa?
Contuve una lágrima mientras mi ‘segundo gran amor’ me ayudaba a sacar lo último de mis pertenencias del apartamento que habíamos compartido durante los últimos tres años. Él gruñó como si llevara algo pesado mientras cargaba la bolsa de basura verde con mi almohada apretada contra su larguirucha figura. Lancé mi propia pesada caja de cartón llena de libros de texto al asiento trasero de mi Ford Falcon 2007 rojo, y me aparté para que él pudiera meter las cosas en una cavidad entre las cajas.
—Eso es todo lo que trajiste a la relación —hablaba en un tono monótono—. El resto de las cosas son mías.
De cabello castaño y ojos marrones, con una figura alta, delgada, típico de un estudiante de finanzas, Gregory Schluter parecía torpe en una camisa de vestir a rayas blanca arrugada, con las mangas enrolladas para ayudarme a sacar mis cosas de nuestro apartamento. “Tal para cual” nos decía todo el mundo durante los cuatro años en la Universidad de Queensland, aunque mi cabello era largo y tenía los ojos negros de una abuela gitana. Los mocasines Barren marrones de Gregory apuntaban hacia la puerta, como si en cualquier momento pudiera asustarse y volver de nuevo a la seguridad de nuestro antiguo apartamento.
—Cierto, esto es mío— le dije, con mis ojos oscuros clavados en los suyos—. ¡Y ahora te vas a librar de mí!
Gregory se deslizó hacia atrás mientras yo cerraba fuertemente la puerta del coche, como si temiera que le echara una maldición o conjuro o algo hacia su cabeza.
—No lo digas así, Rosie. —La voz de Gregory trinó con culpa—. Lo haces sonar como si estuviera tirándote a la basura.
—¿No es así? —Mi voz se volvió dura de amargura.
—Somos diferentes, eso es todo—, dijo Gregory. —Nunca hemos tenido mucho en común.
Apreté la mandíbula, negándome a dejarme atrapar por otra discusión para que él me culpara a mí de la muerte de nuestra relación. Nos habíamos conocido como estudiantes de primer año, nos mudamos a un apartamento fuera del campus en nuestro segundo año, y durante los próximos tres años yo trabajaba además de estudiar para poder pagar nuestro alquiler, mientras Gregory estudiaba para poder graduarse magna cum laude. Nuestra boda de ensueño se suponía que sería justo después de Año Nuevo. En su lugar, en el momento en el que obtuvo una oferta de trabajo, el maldito bastardo me pidió devolverle su anillo de compromiso y terminar el contrato de arrendamiento en nuestro apartamento.
—Bien —luché contra las lágrimas mientras rebuscaba las llaves del coche—. ¡Nunca tendrás que volver a verme!
—No seas así, Rosie —la voz de Gregory adquirió un tono agudo de súplica—. ¿No podemos ser amigos?
Me encontré con su mirada. Los ojos marrones de Gregory se movían furtivamente de nuevo hacia el apartamento que estaría vacío tan pronto como el camión de mudanza llegara a llevar sus cosas al apartamento de lujo en Sídney que consiguió estafando a su nueva novia para que ella diera el pago inicial.
— No. —Levanté la barbilla—. Eres una sanguijuela, Greg. ¡Y estoy cansada de que me uses!
Esa sensación premonitoria que heredé de mi abuela gitana pasó a través de mí mientras sentía como desaparecía cualquier conexión que me podría haber quedado con el maldito bastardo. Me dejé caer en el asiento de mi Falcon y di vuelta a la llave, sin molestarme siquiera en abrochar mi cinturón de seguridad mientras me metía en el coche y lo ponía en marcha. Los neumáticos chirriaron y Gregory aulló. ¡Excelente! ¡Espero haber arrollado los pies de ese holgazán! El V6 aceleró de modo reconfortante, al igual que un muscle car, mientras salía rápidamente de Brisbane por la A2. El sentido de fortaleza era una ilusión, un síntoma amortiguador que pronto tendría que ser reemplazado, pero por el momento me sentía fuerte y necesitaba toda la fuerza que pudiera sacar de mí.
—¡Imbécil! —Grité, ya en la autopista—. ¡Espero que alguien te haga exactamente lo mismo!
Conduje sin ver hasta que el paisaje urbano se transformó en ondas ambarinas de pastos que se extendían de horizonte a horizonte. La hierba se había desecado por el sol de comienzos del verano, cambiando a un color dorado agradable que me recordaba a la melena de Harvey. Poco a poco, mis lágrimas habían cesado. Ésta era la tierra de caballos, el tipo de lugar al que yo había soñado mudarme una vez que creciera y tuviera un lugar propio; el tipo de lugar donde Harvey habría podido correr libremente en un pasto en lugar de estar en un prado caro en una escuela de equitación suburbana de lujo.
Encendí la radio donde el Top-40 australiano hacía sonar canciones de nenas, tetas y traición. Los Madden Brothers llegaron con su tintineo cursi, y después de un rato, a pesar de mi ira, mis dedos empezaron a marcar el tempo We Are Done en el volante.
La luz del tanque de gasolina empezó a parpadear. Tomé la salida más cercana y encontré una estación de servicio no demasiado lejos de la carretera. Después de un viaje rápido al baño, esperé en la fila para pagar y escaneé rápidamente los titulares del puesto de periódico que estaba frente al mostrador.
“Sequias Diezman Fincas Ganaderas del Outback”
Junto a ese, una hoja a todo color tenia plasmado en la primera página a una rubia tonta y el último capítulo de su notorio divorcio:
“Heredera Petrolera se Escapa con Billonario Venezolano”
Ignoré los periódicos, optando por mirar a una de esas máquinas en las que giran los hot dogs; dos por $5, y una bolsa de patatas fritas y una bebida gaseosa. Mientras observaba a los pequeños tubos marrones de carne misteriosa volverse dorados y jugosos, debatí si debía o no derrochar. Casi podía saborear el bocado crujiente de la salchicha mezclada con el pan blanco suave, mostaza amarilla y chucrut, pero hasta que encontrara trabajo, yo era sólo otra luchadora con demasiada semana y poco dinero. Era mejor pasar y comer el pan con Vegemite que encontré en el asiento delantero de mi coche.
Le pedí indicaciones al chico detrás del mostrador para llegar a la dirección que la profesora Dingle había escrito en un pedazo de papel y enterarme que faltaba otra media hora de aquí a Toowoomba; además de que el chico no estaba seguro. Volví afuera y procedí a llenar el tanque del Falcon.
Un antiguo Buick se detuvo en la bomba opuesta, del tipo que normalmente se ve en “la noche de autos clásicos”. Una anciana se bajó y entró en la estación para pagar, su cabello blanco azulado y lápiz labial de color magenta chocando con su ropa de color naranja. Su marido igual de anciano se bajó y abrió la tapa del tanque de gasolina, esperando que el chico de adentro encendiera la bomba. Me dio una sonrisa de calabaza de Halloween.
—Buen día, señorita —dijo—, no la había visto antes por aquí.
—Estoy simplemente de paso.
Pretendí mirar a la bomba de gasolina mientras los números se deslizaban hasta $60, la mitad del dinero que me quedaba en este mundo. Si no conseguía este trabajo, cada centavo que tenía lo gastaría solo conduciendo hasta allá para la entrevista.
—¿Te diriges a la subasta de caballos? —preguntó el anciano.
—¿Subasta de caballos? —Esa parte de mí que había sido criada para ser jinete despertó con interés.
El anciano señaló un cartel de cartón rojo estacado en el suelo con una flecha apuntando hacia un camino lateral. Decía: “Subastas de Caballos y Talabartería de Lockyer. Próxima Subasta: 1º de noviembre.”
—Ellos las hacen el primer sábado de cada mes —dijo el anciano. —Pero últimamente las han hecho cualquier otra semana porque ha habido que mover mucho ganado debido a la sequía. La mayoría de las personas que vienen de la autopista están a la caza de la subasta.
Saqué la hoja de papel que había metido en mi bolsillo, el que la Profesora Dingle, mi antigua profesora de Psicología del Niño Dotado, me había dado después de haber irrumpido en su oficina y dicho que no tenía lugar a donde ir.
—Tengo una entrevista de trabajo en Darling Downs cerca de Nutyoon.
Sacudí el papel delante de él.
—¿Nutyoon? —Las cejas del anciano se juntaron con expresión de sorpresa—. Eso muy lejos, en el medio de la nada.
—Sip.
Nos quedamos en silencio mientras la bomba de gasolina cambiaba suavemente los números. La esposa salió arrastrando los pies, su enorme bolso blanco escondido debajo de su brazo. Ella me dio esa mirada inquisidora que todas las mujeres tienen cada vez que ven a una mujer más joven charlando con su marido.
—¿Ella va a la subasta de caballos? —la esposa preguntó.
—No —dijo el anciano—. Ella va a Nutyoon. Tiene una entrevista de trabajo por ahí.
—¿Nutyoon? —La anciana resopló —. Ahí no hay nada, excepto campos moribundos. La sequía le ha dado duro a todo. Los agricultores siguen viniendo para acá, tratando de vender su ganado antes de que los pobres animales mueran de hambre, aunque hay tantos que la mayoría de los animales terminan yendo a los carniceros. No habrá ningún puesto de trabajo para granjeros en Nutyoon.
Su voz sonaba cáustica, pero sus ojos azules se llenaron de preocupación cuando vio mis únicas pertenencias apiladas en el asiento trasero de mi coche.
—Voy a cuidar a una niña —le dije—. El puesto incluye habitación y comida.
—¡Bueno, eso espero! —dijo la anciana—. Porque no hay nada parecido a un hotel en esa parte del país. No hay mucho por ahí, solo trigo y vacas.
La pareja me dio instrucciones para llegar de nuevo hasta la A2, así que no tendría que volver hacia atrás. Mientras me retiraba, miré el cartel rojo y blanco, que decía “Subastas de Caballos y Talabartería de Lockyer”. «Hubo un tiempo...» ¡no! Empujé el pensamiento ilusorio fuera de mi cabeza. Primero tenía que encontrar un trabajo, y luego debía ahorrar algo de dinero y encontrar un nuevo apartamento. Ir a vivir con mi madre no era una opción, y mi padre se había trasladado de vuelta a España cuando yo tenía dieciséis años.
Llegué a Toowoomba exactamente como el chico había prometido y me dirigí hacia el sudoeste por la A39. La carretera se redujo a una vía de dos carriles, y el paisaje se hizo más plano y sin duda más seco. Hubo un momento en que encendí el aire acondicionado, aunque hacía tanto calor afuera que no sirvió de mucho. El paisaje adquirió una monotonía tranquilizadora. Sólo la ligera variación en tonos de beige indicada cuando los interminables campos de trigo se convertían en cebada y sorgo. Incluso para mi ojo no entrenado, los cultivos parecían demasiado secos para ser tan temprano en la temporada de cultivo.
Por fin llegué a la salida dada en mis direcciones. Ingresé a un camino aún más estrecho que atravesaba en línea recta kilómetros de escasos árboles y matorrales; aunque de vez en cuando a mi derecha podía ver un atisbo de agua. Conduje eternamente hasta que por fin vi el camino de tierra que me llevaría a mi destino.
Un cartel pequeño de madera decía “Rancho Río Condamine.” Debajo del mismo había una cartulina pegada con letras grandes de color púrpura que indicaban “Bienvenida Rosamond”. Un unicornio rosa brillante adornaba un lado de la cartulina, y por el otro, un arco iris torcido desaparecía en una olla de oro custodiada por un hada. Salí del coche. Un nudo se formó en mi garganta cuando leí el texto infantil garabateado en la parte inferior que decía “no tengas miedo de Thunderlane” junto con un perro dibujado con trazos de palitos.
Yo sabía que el nombre de la niña era Pippa. Sus padres se habían divorciado recientemente, y vivía con su padre, que viajaba mucho por negocios. Más allá de eso, tendría que averiguar el resto cuando llegara allí. Saqué mi teléfono móvil y tomé una foto del letrero. Sólo había una barra de señal; la recepción no era suficiente para subirla para mis amigos, por lo que solo presione Guardar. Desde que mi padre regresó a España, a nadie le importaba lo suficiente como para hacerme sentir bienvenida. Tal vez este trabajo no sería tan malo, después de todo.
Mi coche se estremeció cuando pasé con cautela sobre la red de ganado. Un camino largo de tierra lodosa atravesaba los campos de maleza, pero a diferencia de cualquier otro lugar, no había ni una vaca a la vista. Por fin, el techo de cobertizo de una enorme casa estilo Granero blanca apareció a la vista con una puerta de establo lo suficientemente grande que se podrían pasar dos coches a través de ella de lado a lado. Al otro lado del patio había una modesta casa amarilla de estilo rancho rodeada por hierba cuidadosamente recortada, con macetas para barandillas vacías y setos de maleza ligeramente descoloridos. Mientras conducía por una puerta estrecha, un pastor australiano negro y marrón-dorado salió corriendo, ladrando.
—¿Tú debes ser Thunderlane?
Me detuve junto a una camioneta verde vieja en mal estado que estaba estacionada al lado de un coche deportivo tapado con una cubierta para polvo de color beige.
—Hola... hola perrito —tranquilicé al perro mientras salía de mi coche. Le tendí la mano para que pudiera olerla. El perro movió su cola contra mis piernas y luego corrió hacia la casa, ladrando para que los habitantes salieran a ver.
La puerta se abrió y una niña con el cabello rubio claro y coletas llegó corriendo por la puerta principal, saludando con un entusiasmo que sólo los muy pequeños poseen.
—¡Está aquí! ¡Papá! ¡Está aquí!
Estaba vestida completamente de rosa; pantalones cortos de color rosa eléctrico y un top rosa pálido con un personaje de Mi Pequeño Pony en rosa brillante pegado en la parte frontal. Era el tipo de vestimenta que se vería en una niña de los suburbios.
—¡Tú debes ser Rosamond!
—Ésa soy yo —me pareció fácil sonreír—. Y tú debes ser Pippa.
—¿Has visto el cartel? —Pippa patinó hasta detenerse frente a mí.
—Si lo vi. Gracias. Me hizo sentir muy bienvenida.
La niña sonrió. Tenía, me di cuenta, unos ojos grises inusuales, tan pálidos que brillaban de color plata en la luz del sol. —Papi tenía miedo de no encontrar a alguien que viniera tan lejos hasta aquí, así que pensé que si hacía un cartel, ¿tal vez quisieras quedarte?
Ese nudo que se había atascado en mi buche todo el camino desde Brisbane se relajó un poco.
—Eso no depende de mí. Eso depende de tu papá.
El padre antes mencionado bajó del porche y se dirigió hacia nosotras, vestido informalmente con pantalones de mezclilla azules ajustados que acentuaban su larga zancada. Llevaba una camisa manga corta de un color pálido que los muchos propietarios de ranchos utilizan típicamente en esta parte de Queensland, pero tenía un corte diseñador, no el de los grandes almacenes regulares. Medía cerca de dos metros de alto, hombros anchos, con el cabello marrón dorado, y rasgos aristocráticos que habrían sido devastadoramente apuestos si su rostro no estuviera cubierto de preocupación. Se acercó y tendió la mano.
—¿Señorita Xalbadora?
Mi mano se estremeció cuando sus dedos se cerraron alrededor de los míos. Miré a los ojos más extraordinarios que había visto, verdes azulados con un halo de color aguamarina, que se arremolinaba en torno a un oscuro iris, como el océano alrededor de la Gran Barrera de Coral. Traté de adivinar su edad y le calculé como unos diez años mayor que yo.
—Es Rosamond —dije—. Por favor. La mayoría de la gente me llama Rosie.
Era todo lo que podía decir para no tartamudear. ¡Maldición! Hace tan sólo cuatro horas estaba llorando desconsolada por Gregory. Por alguna razón, había asumido que el padre de Pippa sería mayor.
—Soy Adam. Adam Bristow —levantó una de sus cejas doradas mientras espiaba el interior de mi coche, lleno hasta el techo con todo lo que tenía—. ¿Quieres un poco de ayuda para llevar tus cosas?
Mis mejillas se tornaron de color rosa con mortificación. Nunca se me había ocurrido que mi empleador potencial vería mi coche antes de tomar una decisión sobre contratarme o no.
—¿Pensé que ésta era la entrevista preliminar?
Adam frunció el ceño.
—Roberta Dingle es una amiga cercana de mi esp… eh…, mi ex-esposa. Ella organizó esta entrevista. Yo no. —Su voz se elevó a un tono de ira—. Mi esposa, se suponía, se llevaría a Pippa durante el verano, pero luego se negó. En lo que a ella respecta, ¡simplemente puede buscar una institutriz!
—¡Oh! —dije, dándome cuenta de que acababa de entrar en un nido de avispas. La Sra. Dingle había mencionado algo acerca de que la madre estaba atorada en América del Sur. —Eh... ¿yo estaré trabajando para…? ¿Usted? ¿O su ex-esposa?
Adam apretó las sienes con la mirada de un hombre cuya cabeza podría explotar con exasperación en cualquier momento.
—Para mí—, dijo con amargura. —Al final la responsabilidad siempre ha caído sobre mí.
Miré hacia mi coche, preguntándome si esto era un nido de serpientes en el que deseaba caer. No había nada para mí en Brisbane, y me negaba a regresar rogando a casa de mi madre. ¿Tal vez la madre de Sienna me podría ayudar durante un par de semanas, por lo menos hasta que encontrara un trabajo?
Una pequeña mano se deslizó en la mía.
—Por favor… ¿quédate? —los grandes ojos plateados de Pippa se nublaron con preocupación—. La Señora Hastings envió unas magdalenas en caso de que tuvieras hambre luego de tu viaje. ¿Quieres un poco de té?
Fuera cual fuera su animosidad hacia su ex-esposa, la expresión de Adam Bristow se suavizaba al ver a su hija afligida. No estaba enojado conmigo. Estaba enfadado porque la madre de la pobre niña la había abandonado y lo dejó a él soportando la carga.
Recordé el cartel de bienvenida en la puerta de entrada. Dudaba que Pippa hubiera pasado sobre el guardaganado por sí sola. Yo necesitaba un trabajo. La niña necesitaba una cuidadora. ¿Y Adam Bristow…? ¿Qué necesitabaél?
—Bueno, ¿tal vez le gustaría saber más acerca de mí? —Le dije a Adam—. ¿Antes de que me confíe a su hija?
Adam tenía una expresión cautelosa.
—Sí, tengo un par de preguntas —dijo. —Si no te importa.
—Bueno. —Tomé la mano de Pippa y hablé con ella esta vez—. Pero primero me gustaría un poco de té. Y luego tengo que discutir algunas cosas con tu papá.
Pippa saltó felizmente de regreso a la casa. El perro corrió detrás de ella, su cola moviéndose como una hélice negra, suave y esponjosa. Saqué mi cartera del asiento delantero de mi coche, dejando el resto de mis pertenencias atrás. Solo porque no tuviera a donde ir no significaba que tenía que actuar como si estuviera desesperada.
El interior de la casa era como retroceder a una comedia de los 70, con paneles de madera oscuros y muebles modernos de mediados de siglo, tan viejos que habían pasado de moda y vuelto de nuevo, exceptuando el color estridente naranja-oxido.
Pippa me arrastró hasta una silla tapizada desgastada con reposabrazos de madera al descubierto y se dejó caer en el sofá de color naranja a juego con este, reprendiendo al perro para que no subiera con ella. Un juego de té para adultos estaba colocado cuidadosamente sobre la mesa de café junto con un pequeño camino de mesa y servilletas de cuadros a juego, pero aún no estaba lleno de té. Me hundí en la silla, que era mucho más cómoda que atractiva. Adam entró a la cocina adyacente, y luego volvió a salir, trayendo una tetera y una bandeja llena de magdalenas.
—La Señora Hastings me ha estado ayudando a cuidar a Pippa —dijo Adam—. Pero ella tiene setenta y dos años de edad. La semana pasada se cayó y se lastimó la cadera.
Miré a mi alrededor, preguntándome si alguien más vivía aquí. Pippa se incorporó hasta arrebatar una magdalena de la bandeja.
—Ella vive en la estación de servicio cruzando el camino —dijo Pippa—. Cuando papá se va de viaje de negocios, puedo dormir allá a veces. Ella solía cuidar a papá cuando era un niño pequeño. —Su voz bajo de tono—. Eso fue antes de que la abuela muriera.
Adam se aclaró la garganta.
—Mi madre falleció hace tres semanas, debido a un cáncer de mama. Vinimos aquí para ayudarla a controlar su estado, pero a Pippa le gusta estar aquí y es posible con mi trabajo. La Sra. Hastings me ha ayudado a asegurarme de que Pippa no sea desatendida.
—La profesora Dingle mencionó que viaja mucho —dije—. ¿En qué trabaja?
—Evalúo la idoneidad del esquisto para extraer gas natural y petróleo.
—¿Fracking?
—No exactamente. —Adam frunció el ceño, su expresión reflexiva—. Gas metano de carbón. Existen sectores en todo Queensland. Pero sí, supongo que algo de lo que hago caería bajo esa descripción.
Me mordí la lengua, en lugar de repetir lo que todos mis amigos hippies decían sobre el daño a la Tierra cuando se extraen los combustibles fósiles. La última vez que revisé, el hada del combustible no había bajado del cielo para llenar mi tanque de gasolina. Eso explicaría el coche deportivo caro protegido bajo la lona.
—Así que, ¿tiene otra casa en alguna parte?
Adam miró hacia otro lado. —Esa es una de las cosas que tengo que decidir durante el verano. Originalmente, yo esperaba...
Se calló, sus rasgos cincelados llenándose con una combinación de rabia, tristeza e incredulidad. Era la expresión que yo llevaba desde que Gregory me dijo que no quería casarse conmigo.
—Papi dijo que, si nos quedamos aquí, ¡tal vez pueda tener un caballo! —Los ojos de Pippa brillaban con expectación—. Cuando hayamos ahorrado lo suficiente, me llevará a algún lugar para comprar uno.
—¿Tú montas?
—Un poco. El verano pasado mamá me envió a un campamento de equitación.
Los rasgos de Adam se endurecieron en una expresión ilegible. Esperé a que el comenzara la entrevista, pero sus agudos ojos de águila observaban la forma en que interactuaba con su hija mientras ella me servía té. Decidí que sería mejor que yo hiciera las preguntas.
—Escuché que Pippa ha perdido algunas clases en la escuela.
—Sí —dijo Adam—. Durante el año pasado Pippa ha sido educada en casa, pero espero inscribirla en una escuela regular, llegado el otoño. Te agradecería si pudieras asegurarte de que esté lista.
—Eso es para lo que estoy capacitada —dije—. ¿Qué otras funciones debo llevar a cabo?
Adam tomó un sorbo de té. La taza de porcelana parecía ridículamente pequeña y frágil en sus enormes manos.
—Muchos de los pozos de prueba que superviso se encuentran a un día de distancia de viaje, por lo que me gustaría mantener a Pippa aquí durante el verano, pero los otros pozos están en la Cuenca de Surat. He pospuesto ir a evaluarlos, pensando que podría revisarlos todos mientras que Pippa estaba con su madre durante el verano, pero no puedo dejar los pozos sin supervisión por más tiempo. Si lo hago, podría perder mi trabajo.
—¿Cuándo tiene que irse?
—Mi primer viaje al Outback comienza pasado mañana —dijo Adam—. En su mayor parte, voy a ir y venir hasta finales de enero.
—¡Apenas le da tiempo para llegar a conocerme!
Adam resopló con disgusto.
—Roberta Dingle me llamó ayer y me aseguró que eres la estudiante más trabajadora que ella ha conocido. Juró que eres una excelente maestra y que tienes una habilidad especial para niños sensibles y dotados.
Trabajadora, sí, pero sería mucho llamarme una excelente docente. Me había graduado gracias a que la Sra. Dingle se apiadó de mí y me permitió tomar una prueba que me había perdido por haber quedado atascada en el trabajo.
—¿Y a quién debo llamar en caso de que haya un problema? —pregunté—. No conozco a nadie aquí. Yo ni siquiera sé dónde está la sala de emergencias más cercana.
—La Señora Hastings se ha comprometido a ayudarte, y también a cuidar a Pippa una tarde a la semana para que tengas un poco de tiempo para ti misma. — La voz de Adam adquirió un tono amargo—. Confío en la señora Hastings implícitamente. Tú estás aquí porque ella me convenció que sería mejor cuidar de mi hija aquíen lugar de enviarla a un campamento.
La mirada de Pippa se hundió en su taza de té.
—Además —añadió cuando vio mi vacilación—. Tenemos un hospital aquí. Es sólo que es algo más parecido a un ambulatorio.
— Está bien —dije en voz baja—. No me gusta preguntar, pero ¿cuánto...?
—Serían quinientos dólares a la semana, más un bono de dos mil dólares al final del verano. Eso incluiría el alojamiento y comida, así como gastos y lo que comas con Pippa.
Miré a la niña ansiosa que me miraba con ojos de plata esperanzados. Era una oferta generosa con pocos gastos, la niña era linda, y me mantendría ocupada mientras me lamía las heridas de la traición de Gregory. También me daría el dinero suficiente para poder pagar la primera y última cuota y el depósito de seguridad de un bonito apartamento, así como un colchón financiero hasta que encontrara un trabajo permanente. Además... ¿cuándo fue la última vez que alguien me había hecho un cartel de bienvenida?
—¿Cuándo empiezo?
Por primera vez, Adam me dio una sonrisa genuina. Las líneas tensas alrededor de sus ojos desaparecieron y los años se apartaron, revelando que no parecía para nada ser mucho mayor que yo.
—Ahora mismo. Empezando con asegurarte de que la Señorita Muffet cumpla su tarea de lavar las tazas de té. Aquí, todo el mundo tiene que poner de su parte.
Extendió la mano.
—¿De acuerdo?
Tomé su mano y la apreté.
—De acuerdo.
—¿Quieres que te ayude a llevar tus pertenencias?
Si hubiera poseído un ápice de sentido común, le habría dicho a Adam «no», pero había pasado mucho tiempo desde que un hombre se había ofrecido a ayudarme a hacer cualquier cosa que mi boca vertiginosamente soltó — Sí— antes de que mi cerebro tuviera la oportunidad de procesar la información y decir, «¿Es que eres estúpida chica? ¿Realmente quieres que tu nuevo empleador vea que te presentaste a tu entrevista de trabajo llevando todo el contenido de tu antiguo apartamento?»
Farfullé. Y luego me mordí la lengua. Después de decir «sí» como un pequeño caniche ansioso, ¿qué se supone que debía hacer? ¿Dar una explicación extendida?
Adam no esperó a que yo guiara el camino, sino que se acercó a mi coche con sus piernas muy largas, dándome una buena visión de la forma en que su firme trasero rellenaba sus vaqueros. Una sensación calurosa se arrastró hasta mis mejillas mientras me daba cuenta de que, en mi deseo tonto de sacar mis cosas del apartamento de Gregory, había enterrado sin querer mi maletín profundamente en las entrañas de Cada. Cosa. Que. Poseo.
Adam me vio hurgar en el desorden, entretenido.
—¡Sí que trajiste muchas cosas!
Si hubiera habido un agujero al que me pudiera arrastrar, por Dios que me habría hundido por completo en él.
—Necesitaba mover las cosas de mi antiguo apartamento —dije—. Querían cobrarme $300 al mes por el alquiler de una unidad de almacenamiento. Todo cabía, así que decidí traerlo conmigo.
—¿Por qué no lo guardaste con tu familia?
Mi boca se apretó en una línea sombría. Sería un día frío en el infierno antes de que yo la visitara a ella de nuevo. Le dije a Adam la más pequeña mentira que me fue posible.
—Mi padre vive ahora en España.
Los ojos verdes azulados de Adam se arrugaron en una expresión pensativa, pero por suerte decidió no insistir. ¿Qué podría decir yo? ¿Que había venido al último rincón del mundo para huir de mi propia patética vida?
Le entregué a Adam la bolsa de basura verde que contenía mi almohada mientras yo levantaba una caja de libros de texto del asiento trasero. La balanceé precariamente en una rodilla mientras buscaba el asa de mi maleta, pero no tuve suerte. La maldita estaba enterrada bajo una avalancha de basura.
—¿Pretendes mantener esas cosas en tu coche todo el verano?
Los labios de Adam se torcieron mientras se obligaba a no reír. Miré por encima la enorme casa estilo granero, blanca, que empequeñecía la casa estilo rancho de invitados, tal vez ocho o nueve veces su tamaño.
—Tenía la esperanza de encontrar una unidad de almacenamiento en el pueblo —le dije—. Pero usted tiene un gran granero, así que... ¿le importaría si guardo esto allí?
La fachada de Adam se quebró cuando estalló en risas. Era una sonrisa brillante, amplia, con los dientes blancos, el tipo que se ve en los hombres que adornan la portada de la revista “GQ Australia”. Colocó la almohada en el techo del coche y se estiró para relevarme de mi carga.
—Permíteme. Déjame llevar eso.
—Yo puedo hacerlo.
—¡Insisto!
Levantó y quitó la caja pesada de mis manos. ¿Era eso un sí? Sí, ¿puedes almacenar tu basura en mi granero? En lugar de preguntar, saqué la siguiente caja para llegar a mi maletín, el que tenía marcado “Segundo semestre – Doble Maestría”. La maldita caja pesaba al menos veinticinco kilos.
—¿Qué hay aquí, de todos modos? —Adam movió su caja.
—Mis viejos libros. Tenía la intención de venderlos a la librería de la universidad, pero cambiaron a una nueva edición y ya no los querían. Cuestan tanto que no podía soportar la idea de tirarlos.
—¿Qué tipo de libros?
Abrí la boca para decirle, y luego decidí que la respuesta sólo abriría la puerta a más preguntas. Cuando había empezado mi carrera de docente, mi intención había sido obtener el título para enseñar en escuelas secundarias hasta el doceavo año, pero luego Gregory me convenció de que ese tiempo estaría mejor gastado ayudándole a él a graduarse como primero su clase. Por lo que yo sólo había conseguido la titulación para enseñar en la escuela primaria hasta el séptimo grado.
«¡Hablando de ser“demasiado estúpida para vivir”! Cielos, Sr. Bristow. Soy tan crédula, que mantuve financieramente a la primera sanguijuela que me prestó atención, y ahora quiero que usted confíe en mí para cuidar a su hija...»
—Son sólo…, ya sabes…, libros —murmuré, con la esperanza de cambiar el tema—. Requisitos de educación general. Nada emocionante.
Adam pasó su brazo sobre mi cabeza y agarró la almohada del techo de mi coche. Percibí lo alto que era, mientras su perfume de almizcle y un ligero toque de loción de afeitar llenaron mis sentidos con una extraña sensación de anhelo. La profesora Dingle lo había descrito como «un dinosaurio anticuado», por lo que había esperado que el padre de Pippa fuera un hombre mucho mayor.
—Sígueme —dijo, ajeno al hecho de que lo encontraba atractivo—. Puedes guardar estos en el guadarnés.
—Eh, si no le importa —tomé la bolsa y la tiré de nuevo al techo del coche—, me gustaría llevar mi almohada conmigo a la casa.
Adam frunció el ceño.
—Tenemos todo lo que necesitas.
—Me gusta dormir con mi propia almohada y manta.
Adam se encogió de hombros. —Haz lo que quieras. — Me condujo a través del claro hacia el granero—. Está lleno de ratones de campo, por lo que no querrás mantener tus cosas aquí a largo plazo. Pero de seguro te funcionará hasta que Pippa regrese a la escuela.
Miré hacia donde Pippa jugaba con su perro, riendo mientras enviaba al pastor a buscar un palo más allá del borde del patio. Las personas bromeaban que todo en Australia estaba preparado para matarte, aunque entre las serpientes marrones orientales y las arañas de Sídney, no están tan lejos de la verdad.
—¿Rosie? —Adam preguntó—. ¿Está todo bien?
Me estudió intensamente; un halcón escrudiñando a una paloma. Moví la cabeza hacia la dirección en que Pippa se había ido.
—¿Qué tan lejos tiene permitido ir?
—A cualquier lugar en los alrededores del patio —dijo Adam—. Mi madre lo cercó para mantener al ganado fuera de su jardín, pero funciona igual de bien para mantener a Pippa dentro del él. Se supone que debe venir a buscarte sí quiere ir más allá de la cerca, pero a veces se pasea por el río.
—¿Sabe nadar?
—Sí. Muy bien. Pero no quiero que vaya allí sola.
Lo seguí a las sombras suaves del granero que estaba vestido de madera pintada de blanco en lugar del metal corrugado de los graneros más nuevos. En el interior, el aire se sentía caliente y húmedo, pero para una chica criada cerca de caballos, el leve olor de estiércol era más seductor que la loción de afeitar más costosa. Mi cara cambió cuando mis ojos se acostumbraron a la luz y reconocí que no sólo estaba vacío el interior, sino que por la disposición abierta era claro que fue construida para albergar ganado.
—¿Usted no tiene ningún caballo?
—Ya no —dijo Adam—. Mi madre tuvo que vender el ganado después de que mi padre murió. Mantener una granja ganadera es una vida dura. Es difícil encontrar personas dispuestas a trabajar por largas horas y por poco dinero.
El guadarnés estaba vacío, al igual que el resto del granero, pero alrededor del borde habían paletas para mantener los depósitos de granos ahora vacíos lejos del suelo. No esperé que Adam soltara su caja; puse la mía en el piso y me dirigí de nuevo a mi coche. En el próximo viaje, lo atrapé husmeando en una caja abierta de libros.
—¿”Psicología del niño dotado”? —Levantó uno de los títulos.
—Sí —le dije—. Esa fue una de las clases de la profesora Dingle. —No añadí que la tomé como una clase de “Yo: Nociones Básicas”. Lo último que Adam necesitaba saber era que me consideraba una completa idiota.
Por fin ya no quedaba nada en el coche, excepto mi maletín y la bolsa con mi almohada. Adam tomó el equipaje más pesado y me dejó cargando la almohada.
—Ven —me llamó mientras se dirigía hacia la casa—. Te voy a mostrar tu habitación. Una vez que desempaques conseguiremos algo para cenar.
Mi estómago rugió mientras trotaba tras él, corriendo para seguirle el ritmo a sus zancadas excesivamente largas. —¿Qué hay en el menú?
—Tú dime —dijo Adam—. Tenía la esperanza de que cocinar podría incluirse en el acuerdo. —Me lanzó una expresión que me recordaba a un niño pequeño que acababa de ver una galleta—. Soy un cocinero terrible. Mejorarán tus posibilidades de sobrevivir si te niegas a permitir que yo te sirva un plato de comida.
Le dirigí una mueca en broma.
—No soy una cocinera terrible —confesé—. Pero las comidas gourmet son una habilidad que nunca tuve tiempo para dominar. Espero que les gusten los sándwiches con Vegemite.
—Entonces, en ese caso tendremos el favorito de Pippa otra vez esta noche —dijo Adam—. Sándwiches de pepino y queso de cabra en pan blanco. —Me dirigió una sonrisa culpable—. Aunque sospecho que la razón por la que le gustan es que es la única comida que no arruino.
Tal vez dos días sin afeitar le dieron a Adam esa barba incipiente y la mirada pícara de un jackaroo. Se habrá dado cuenta de que había bajado la guardia, porque al instante ocultó su sonrisa detrás de una expresión cautelosa y vigilante.
Me condujo por un pasillo a una habitación iluminada por el sol con un gran ventanal que daba al río Condamine. Alrededor de la ventana habían cortinas de encaje color café, y toda la habitación olía ligeramente a popurrí. El mobiliario era modernista de 1970 con revestimientos de nogal, y el diseño con ángulos rectos que curiosamente estaban de moda de nuevo.
—Está bonito.
—Esta era la habitación de mi madre —dijo Adam—. Pippa solía escabullirse por las noches cada vez que tenía una pesadilla, así que pensé, tal vez, mientras yo no estoy...
Adam apartó la mirada, pero no antes de que yo viera la forma en que sus ojos brillaban, un hombre que hace tres semanas acababa de enterrar a su madre. Y ahora se había visto obligado a limpiar su habitación por una total desconocida.
Un nudo se formó en mi garganta. Esta era una habitación mucho más bonita que incluso mi habitación de cuando era niña. Una colcha doble de anillos, hecha a mano, adornaba la cama. Acaricié el algodón almidonado y los hilos perfectamente alineados; parecía haber sido bordada a mano.
—Voy a doblar esto y lo pondré sobre la mecedora cada noche para que no se ensucie.
Adam asintió.
—Eso es lo que mi madre siempre hacía.
Lanzó mi maleta en la parte superior de un baúl de madera que había sido pintado de color verde oscuro para complementar el papel tapiz. Entre las rosas de papel de color rosa y las hojas verde bosque, unos cuadros oscuros delataban de donde recientemente se habían retirado fotografías. Sin embargo, aún quedaba una fotografía: una niña rubia que llevaba un sombrero de vaquero, sentada sobre un pequeño poni blanco.
—¿Esa es Pippa? — pregunté.
—Es mi madre —dijo Adam—. Creo que tendría la misma edad que Pippa tiene ahora.
Yo analizaba la imagen. Aparte de los colores apagados, la fotografía podría haber sido tomada justo afuera de la puerta. Me di cuenta que la madre de Adam debió haber crecido en esta casa también.
—Pippa se parece a ella.
Una sombra oscura cruzó las facciones de Adam, pero no podría adivinar en qué pensaba.
—Te voy a dejar desempacar —dijo Adam—, y luego puedes acompañarnos para la cena.
Adam cerró la puerta detrás de él, y me dejó hurgando en mis cosas. Saqué mi almohada de la bolsa y la añadí a las otras. A los pies de la cama doblé mi horrible manta afgana de abuelita a cuadrados, un truco que había aprendido cuando era una adolescente para sentirme como en casa. Desempaqué mi vestuario: vaqueros y pantalones de color caqui, unas camisetas funcionales y suficientes camisas de trabajo con botones para usar una limpia todos los días. Mi única concesión a la moda era un vestidito negro. Sacudí las arrugas y lo colgué junto a la ropa de todos los días.
Mi mano temblaba mientras desenvolvía el único elemento frívolo que había empacado, mis botas de montar de cuero negro. Incluso con seis años transcurridos desde la última vez que había montado a Harvey, el aroma de jabón Saddle y caballo todavía se aferraba a ellas, y la piel brillaba como nueva. Las botas llegaban por encima de mis rodillas, y sobre el empeine, diez cordones le daban la apariencia de botas altas Victorianas de abuelita. Me senté en la mecedora y me las puse, admirando la forma en que dejaban mis tobillos mientras giraba mi pie para mantener el cuero flexible. Era una lástima que lo Bristows ya no tuvieran caballos. Con un suspiro de pesar me las quité y las guardé en el armario.
Me detuve frente al espejo para comprobar mi aspecto. Círculos de color púrpura se asentaban debajo de mis ojos oscuros, mi ropa se veía arrugada, y mi piel estaba cetrina y con una capa de sudor. En un solo día me había reducido desde la futura esposa de un exitoso prodigio de las finanzas a una chica que vivía en su coche. ¿Qué pensaría Adam de mí, una chica sin un hogar?
Escogí una camisa limpia blanca y me asomé al pasillo. Esta casa, como la mayoría de las casas construidas en la periferia del Outback, había sido construida considerando su utilidad. Eso significaba que estaría compartiendo un baño con Pippa y su padre.
Me reí cuando vi que el baño lucía azulejos color salmón, un retrete rosado que le hacía juego, y una bañera de porcelana color rosa con una línea delgada de ribete negro. Toqué la navaja de afeitar de Adam equilibrada sobre un pequeño estante de cristal claro, encima de un lavabo independiente de porcelana rosa. Sentí un hormigueo en la mano mientras imaginaba a mi empleador alto y guapo forzado a permanecer de pie en el baño estrecho color rosa cada mañana para afeitarse.
Una botella de baño de burbujas de color rosa apenas se equilibraba en el borde de la bañera, junto con una muñeca Barbie con el cabello aún húmedo. Las toallas de felpa gris carbón parecían que habían sido traídas de otro lugar, ¿tal vez de la casa donde Adam había vivido con su esposa?
Rebusqué en el armario hasta que encontré una toalla de mano blanca con un monograma color rosa de la letra “B” y una toalla facial a juego. Olía ligeramente a detergente para ropa, a aire fresco, y a jabón Imperial Leather. Abrí el grifo y froté mi cara con agua casi hirviendo; primero con agua caliente para limpiar la grasa, y luego fría para eliminar el calor. En la prisa de salir de la casa esa mañana, no había pensado en empacar mi jabón o champú. Tomé prestada la pasta de dientes de Pippa, con un sabor repugnante a goma de mascar, y utilicé el dedo para cepillarme los dientes.
Mi propia imagen me miraba desde el botiquín con borde de cromo, tan sencilla como un viejo caballo que había sido criado para el trabajo en lugar del espectáculo. Unos cuantos cabellos negros escapaban de mi cola de caballo y se rizaban alrededor de mi cara: el mismo cabello rebelde de mi abuela gitana. Me pellizqué las mejillas para añadir un poco de color. Yo no era linda, pero al menos ya no me sentía tan fea. Arrojé mi camiseta cómoda de siempre de nuevo a mi habitación y me dirigí a la cocina.
Una voz aguda y dulce charlaba con el perro.
—Las hadas dijeron que Rosie ha llegado para que Papi no esté tan triste —dijo Pippa a Thunderlane—. Mami no nos quiere ya, por eso la Reina de las hadas nos ha enviado a Rosie en su lugar.
Un nudo rozó mi garganta. Cuando mi padre se fue y se trasladó de nuevo a España, yo hablada con Harvey de la misma forma en que Pippa hablaba con su perro; aunque en mi caso yo tenía catorce años en lugar de diez. Harvey me había apoyado, mi fiable y peludo mejor amigo.
Thunderlane se quejó. Me aclaré la garganta y entré en la cocina. La cocina de los Bristow era un curioso desastre de diferentes épocas y materiales. Mientras que la mesa de formica gris y rojo era probablemente de la década de 1950, en algún momento, probablemente durante la década de los noventas, los gabinetes de madera contrachapada habían sido pintados de azul grisáceo. La estufa, sin embargo, era de color marrón de los setenta, mientras que la nevera era una blanca y moderna, de dos puertas.
—Hola Rosie —Pippa me sonrió, como si hace sólo unos segundos no hubiera estado desahogándose con el perro—. ¿Adivina lo que Thunderlane me acaba de decir?
—¿Qué?
—Me dijo que tú y papá se van a llevar muy bien.
Le di una sonrisa indulgente. Los hijos de padres divorciados a menudo se involucran en el pensamiento mágico. Una vez que Pippa aceptara que sus padres no volverían a estar juntos, con suerte ¿dejaría de hablar con amigos imaginarios?
—¿Qué quieres para cenar, chiquilla?
—Sándwiches de pepino —dijo Pippa—. Con mucho queso de cabra y un poco de eneldo.
—¿Eso será con o sin corteza?
—Sin… —dijo Pippa—. Cortado en triángulos, de esquina a esquina.
Pippa saco el queso de cabra y el pan, mientras yo pelaba y cortaba un pepino que encontré en la nevera. Pippa despanzurró el queso de cabra frío, que tenía la consistencia de queso crema, en el delicado pan blanco, convirtiéndolo en un desorden poco apetecible. La dejé hacerlo porque ¿cómo se supone que un niño aprenda si no se les da la oportunidad de dominar la tarea por sí mismos?
Cogí unas delicadas frondas de eneldo de los tallos verdes brillantes y las aplasté un poco para liberar el aroma de la hierba.
Mientras lo hacía, Pippa ordenaba intrincadamente los pepinos en dos ojos verdes y curvaba el resto en forma de una boca.
—Eso es —dijo Pippa—. Eso debería hacer feliz a Papi.
Miré hacia arriba para ver que el mencionado padre acababa de entrar en la habitación. Miró a los bocadillos como si yo hubiera preparado un festín.
—Nuestra primera comida juntos —dije, y de inmediato me arrepentí de las palabras.
Una sombra cruzó los rasgos cincelados de Adam. Su esposa lo había dejado, supuse, y tenerme a mí aquí no era algo con lo que él se sintiera del todo cómodo.
—Sí, vamos a comer —Adam dijo en voz baja.
Se volteó y salió de la habitación.
El aroma de café recién preparado se introdujo en el sueño donde Harvey y yo galopábamos junto a una niña en un poni color blanco nieve. La niña se parecía a Pippa, pero la forma en que se manejaba era cualquier cosa menos joven. Ella seguía tratando de decirme algo, pero el viento hacía difícil oír. Enredé mis dedos en la melena de Harvey y me incliné para acercarme y distinguir lo que la chica en el poni blanco seguía tratando de decirme. De repente, sentí una sensación de caída.
—¡Mierda!
Cogí el poste de la cama, justo a tiempo para evitar caer al suelo. Mi corazón se aceleró. Todavía podía casi sentir el caballo debajo de mi trasero. Mis muslos me dolían donde los había puesto tensos mientras montaba un caballo castrado que había muerto hace seis años, en mi sueño.
El aroma del café me llamaba desde la cocina. Miré por la ventana, por donde todo todavía estaba oscuro, y por un momento me sentí desorientada acerca de dónde había despertado. Poco a poco, la realidad se introdujo de nuevo en el sueño. Nutyoon. Habitación. Lunes por la mañana. Era hora de levantarse y ponerse a trabajar. Después de dos días de conocer a la niña, hoy su padre se iría a su primer viaje de negocios.
Con un gemido, aparté las mantas y levanté mi adolorido trasero de la cama, tanteando con los pies descalzos hasta que mis dedos encontraron el borde suave de mis pantuflas. Me puse mi descuidado albornoz rosa y me acerqué hacia la ventana donde el más leve indicio de gris brillante había comenzado a iluminar el este. A través de la ventana abierta, el olor del agua mezclado con el rico aroma de tierra se sentía intoxicante, en un lugar propenso a la sequía. A lo lejos, la luz de la luna reflejada en el agua, o... ¡espera un minuto! ¿Qué? Un incendio ardía justo en el centro del río.
Me incliné más hacia adelante, escudriñando las luces lejanas. Un brillo etéreo central irradiaba desde el río, rodeado de luces más pequeñas que bailaban a su alrededor en un círculo, como si un grupo de niños estuvieran reunidos en una fogata para bailar mientras llevaban velas.
Me froté los ojos para asegurarme de que no estaba todavía soñando...
Algo cayó desde la dirección de la cocina. Un improperio barítono distrajo mi atención, hablado en el marcado dialecto de campo de una persona del Outback.
El café me llamó como un canto de sirena. Adam afirmaba ser un cocinero sin talento, pero cuando se trataba de café, el hombre podría superar al barista más talentoso. Miré de nuevo hacia el río, pero las luces habían desaparecido. Decidí ir a ver si Adam necesitaba ayuda.
Adam se veía diferente al hombre que había pasado conociendo los últimos dos días, bien afeitado y vistiendo pantalones de diseñador color carbón, una camisa de vestir a medida, con una corbata a rayas gris alrededor de su cuello, pero aún no anudada. Su barbilla recién afeitada acentuaba más sus rasgos cincelados, y su cabello castaño dorado había sido arreglado en un corte estilizado de alguien que podrías encontrar en una sala de juntas. Su lenguaje, sin embargo, no era nada refinado mientras raspaba una sartén de hierro fundido, pareciendo fuera de lugar en una cocina que había sido dimensionada para una mujer. Por la pila negra quemada de objetos circulares junto a él en un plato, supuse que estaba tratando de hacer pikelets.
—¿Necesitas ayuda? —pregunté.
Adam levantó la cabeza con susto, sus ojos verdes azulados sorprendidos; como si no hubiera esperado que nadie estuviera despierto.
—Estoy, eh, bien. —Agarró la sartén y olvidó poner la manopla sobre el mango—. ¡Maldición! —gritó, alargando la «aall» en la palabra mientras retiraba la mano y la sacudía.
—Deberías ponerla en agua fría.
—¿Tú crees, amiga? —Adam espetó. Sus ojos ardían aguamarinos de ira.
Resistí la tentación de espetarle en respuesta.
—Bien. —Me di la vuelta para volver a la cama.
—Rosie... Lo siento —dijo Adam—. No debí desquitarme contigo.
Me detuve y esperé, y luego me di la vuelta.
—¿No deberías irte?
Adam parecía avergonzado.
—Cada vez que salía de viaje por negocios —dijo—, mi madre se levantaba a hacer mi desayuno. Hacía una tanda doble y dejaba mi plato de manera que cuando Pippa se levantara, ella pudiera fingir que había comido su desayuno conmigo. —Un indicio de dolor lo hizo hacer una mueca—. Mamá me hizo el desayuno una semana antes de morir. Yo sabía que estaba enferma, pero no tenía ni idea de que el cáncer era terminal, sólo que las últimas semanas hizo venir a la señora Hastings para ayudarla a cuidar de Pippa.
Él inhaló profundamente. Por la forma en que sus anchos hombros se estremecieron, la muerte de su madre era mucho más difícil de lo que dejaba ver.
—Lamento tu pérdida —le dije—. Por cómo la describe Pippa, era una señora formidable.
Adam asintió. Sus ojos se veían demasiado azules y brillantes. Se frotó la nariz y desvió la mirada.
—Este será el primer viaje que hago desde que mi madre murió —dijo Adam—. No soy bueno en este tipo de cosas, pero le prometí a mi madre que sería más atento con Pippa. Pensé…
Se interrumpió y señaló a la mesa. Habían tres lugares servidos, cada uno con un plato pesado de cerámica, una servilleta de tela a cuadros azul, y los cubiertos dispuestos cuidadosamente, tal como estarían en un restaurante. El lugar de Pippa tenía una nota escrita a mano metida debajo de su tenedor junto con la píldora amarilla que él había explicado que fue prescrita «para la depresión». Los pikelets parecían pequeñas tapas de alcantarillas negras, pero el café olía delicioso. Una olla pequeña de cerámica llena de mantequilla, un frasco de conservas de fresas caseras, y un bote de té reutilizado para contener azúcar glas estaban ubicados en el centro de la mesa.
—Creo que si se pones un plato sobre las pikelets —dije—, se conservarán calientes, y cuando Pippa despierte, sabrá que le hiciste su desayuno con amor.
Adam asintió, agradecido que lo entendí. Saqué un tazón de cerámica pesada del armario y lo coloqué boca abajo sobre la pila de pikelets. Adam raspó la última pikelet quemada de la sartén y la tiró en el fregadero. No lo reprendí haciéndolo remojar la sartén con agua y jabón, sino que lo hice yo misma mientras él servía dos tazas para tomar el café.
—Por favor, ¿me acompañas?
Cerré un poco mi bata de baño para que el escote no se abriera y me senté en la mesa de formica gris y roja con un borde cromado y sillas a juego, y con cinta adhesiva en el vinilo para mantener el relleno en su interior.