La suite nupcial - Sandra Marton - E-Book

La suite nupcial E-Book

SANDRA MARTON

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Beschreibung

Julia 1021 Los periódicos decían que su nuevo jefe era un genio de las finanzas, la prensa rosa que era muy atractivo, y Dana lo describiría como arrogante, egoísta y vanidoso… Griffin McKenna conseguía todo lo que quería; ya fuera una nueva empresa o una mujer. Cuando Dana y Griffin llegaron a la convención y descubrieron que tenían que compartir habitación, ella estuvo a punto de salir corriendo. ¿Cómo iba a pasar un fin de semana con él en una suite nupcial? Pero entonces probó la maravillosa técnica del señor McKenna…

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Seitenzahl: 193

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1999 Sandra Marton

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La suite nupcial, JULIA 1021 - septiembre 2023

Título original: THE BRIDAL SUITE

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411801300

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

GRIFFIN McKenna era un pirata.

Los periódicos y los expertos de Wall Street decían que era un genio, pero Dana Anderson lo conocía mejor. McKenna era un pirata, así de sencillo. Él siempre conseguía lo que quería, ya fuese una empresa o una mujer.

Así que, ¿cómo si no se podría llamar a un hombre que hace ese tipo de cosas?

La prensa del corazón decía que era un hombre maravilloso. Y Dana suponía que habría alguna mujer que podría considerarlo un hombre atractivo. Los ojos de un azul zafiro, el pelo negro y fuerte, la barbilla con un hoyuelo y la nariz, perfectamente recta si no fuera por un pequeño caballete. Todos esos rasgos parecían además los adecuados para el cuerpo de McKenna. Un cuerpo de anchos hombros y piernas largas.

¿Y qué? No hay nada en esa definición que vaya en contra de la idea de que ese hombre era un pirata.

McKenna solía comprar compañías arruinadas. Las agarraba como un niño los caramelos de un plato y luego las convertía en máquinas de hacer dinero. Y decían que había conseguido tales hazañas porque era un hombre hábil, emprendedor y tenaz. Se olvidaban de que había heredado tanto dinero como para formar un pequeño reino o de que encontraba un evidente placer en controlar la vida de las otras personas.

O en estar siempre rodeado de mujeres…

Pero no todas las mujeres estaban pendientes de él, pensó Dana mientras se dirigía a través del vestíbulo al despacho de McKenna. No, definitivamente, no todas eran así. Ella, por ejemplo, no estaba impresionada lo más mínimo por ese hombre. Desde el primer momento, se había dado cuenta de cómo era él. Era arrogante, egoísta y vanidoso.

Ese hombre no necesitaba más columnas de periódico elogiosas ni más admiradoras, necesitaba alguien que le dijera la verdad.

Ella, en ese momento, se dirigía a hablar con él.

Se detuvo frente al despacho.

No le diría lo que opinaba acerca de su inflado y superpublicitado ego. Dana no era tonta. Y ella tenía algo más que un empleo en Data Bytes, tenía muy buenas perspectivas de mejorar, y había trabajado muy duro para echarlo todo a perder. Lo que le iba a revelar era algo acerca del último producto de la compañía, del nuevo programa de ordenador que iba a mostrarse en la gran convención de software de Miami del próximo fin de semana. El programa que se suponía que salvaría de la quiebra a Data Bytes.

Pero no iba a ser así. No podía ser así por culpa del desastroso código con el que había sido confeccionado.

Ella ya había intentado decírselo a McKenna una semana antes.

—El señor McKenna es un hombre muy ocupado —le había dicho su secretaria, la formidable señorita Macy.

Dana le había contestado que ese hombre tan ocupado había dejado claro durante la reunión de organización que era también un hombre muy accesible.

—Recuerden —había dicho, con voz solemne—, que todos estamos juntos en esto. Y que si Data Bytes cumple las expectativas que yo tengo para ella, y os aseguro que lo hará, será porque cada hombre que trabaja aquí habrá cumplido con su cometido.

—Cada hombre y cada mujer —había gritado Jeannie Aarons, y McKenna, al igual que el resto de la gente, había esbozado una sonrisa.

—Una interesante observación —dijo él, con expresión inocente, y después añadió que él nunca había dudado del valor que las mujeres tenían en todas las especies.

—Apuesto a que no es así —murmuró Dana.

Y por si tenía alguna duda, McKenna se había encargado de aclarársela durante su encuentro de la semana pasada después de que Macy hubiera accedido finalmente a concederle una cita. Había ido cargada de pruebas de su teoría de que el nuevo código no iba a estar listo a tiempo. Y McKenna no había mostrado el menor interés por escucharla.

—¿Qué tal está usted? —le había dicho, levantándose tras su despacho, como un emperador que saluda a su súbdito—. ¿Quiere un café? ¿O un té?

—No, gracias —contestó educadamente Dana. Luego se puso a hablar de lo que le tenía que decir acerca del programa, pero él cortó el discurso con su imperiosa mano.

—Sí, sí. Dave ya me había advertido que usted, seguramente, vendría a protestar.

—Esto no es ninguna protesta, señor —comenzó a decir Dana, pero de pronto, comprendió lo que él había dicho—. ¿Que ya se lo había advertido David? ¿Quiere decir que ya sabían que había un problema? Me alegro de oírlo, porque no esperaba…

—… ser obviada para el ascenso —asintió McKenna—. Dave me lo explicó. Y él entiende por qué no le gustó a usted eso.

—Es cierto que no se me concedió el ascenso, pero no es por eso por lo que…

—También me dijo que usted se había quejado de que no se valoraba suficientemente su trabajo.

—¿Quejado?

—De un modo educado, por supuesto. Me dijo que usted se había comportado como una dama —comentó él, sonriendo.

—¿Ah, sí? —replicó ella, con un tono frío.

—Sí y puedo asegurarle que fue sincero. Dave y yo nos conocemos muy bien. Además, señorita Anderson, le aseguro que su trabajo será recompensado. Voy a instaurar un plan de bonificaciones y…

—Señor McKenna no he venido a hablarle de eso. He venido a decirle que el nuevo código no va a funcionar. Si usted lo presenta en Miami…

—Se presentará seguro, pero no seré yo quien lo haga, sino Dave. A lo mejor esperaba hacerlo usted, pero…

—¡Por el amor de Dios! —se levantó Dana de su asiento—. Sólo venía a decirle que el código del programa es un desastre, pero si usted no quiere oírme, no puedo hacer nada.

—¿Y por qué está echo un desastre, señorita Anderson?

—Porque… —Dana se quedó pensativa. Estuvo a punto de decir que porque Dave era un borracho, pero él no le habría creído—. Porque está lleno de pequeños errores.

—Así me lo dijo Dave. Pero también me dijo que usted era la responsable de esos errores. Aunque me comentó que era normal, dada su poca experiencia.

—¿Qué?

—Pero también me dijo que usted aprende muy rápido y que pronto mejorará.

—No puedo creerlo —Dana lo miró, completamente asombrada.

—Y ahora, si me perdona… —McKenna, sonriente, se levantó y rodeó su escritorio hasta llegar adonde estaba ella. La agarró por el codo—. Gracias por venir. Mi puerta está siempre abierta para los empleados, señorita Anderson. ¿O puedo llamarte Dana?

Dana, enfadada, soltó su codo de la mano de él.

—Puede llamarme señora Anderson.

¡Vaya estupidez! Sólo de acordarse, se volvía a estremecer. Nadie en Data Bytes era tan ridículamente formal. La gente llevaba vaqueros y camisetas informales. Ella era una de las pocas que iba con trajes y blusas hechas a medida.

Pero tenía que defender el derecho de la mujer a la igualdad. Y más con McKenna. Recordó cómo había tratado de halagarla la semana anterior, diciéndole que era una señorita…

—Señorita Anderson. Lo siento, quise decir señora Anderson, por supuesto.

La voz melodiosa y un tanto familiar le llegó desde atrás. Dana se dio la vuelta y se encontró de frente con Griffin McKenna.

—Señor McKenna. No pensé que…

—¿No sabe qué decir, señora Anderson? ¡Qué extraño!

Dana se sonrojó. ¿Cómo era capaz de hacerle sentirse tan… incompetente? No, no era eso. Le hacía sentirse indecisa. Era algo relacionado con aquella sonrisa que había en sus labios mientras la miraba, como si supiera algo que ella no sabía.

—¿Me estaba buscando? ¿O simplemente estaba planeando esconderse en el vestíbulo?

—Yo nunca me he escondido en mi vida, señor McKenna. Y sí, estaba buscándolo. Tenemos que hablar.

—¿Otra vez?

—Otra vez.

—Bien… —el hombre se apartó la manga de la camisa, miró su reloj y frunció el ceño. Finalmente asintió—. Creo que tengo varios minutos.

Dana esbozó una sonrisa.

—Gracias —dijo con ironía.

Entonces la mujer pasó, precediéndolo, al lado de la señorita Macy, que estaba a la puerta del despacho del señor McKenna trabajando con su habitual eficacia.

—Ella no tiene cita, señor —aseguró la mujer en voz baja.

—No se preocupe, señorita Macy.

El hombre se detuvo el tiempo suficiente para que la señora Anderson se acercara a la mesa. Lo hacía por educación. ¡Pero, diablos! ¿A quién quería engañar? Lo que él quería era verla.

Y allí estaba.

La señora Anderson tenía el caminar de una leona, con todo el poder y el orgullo, hasta tenía el pelo dorado adecuado. Y los ojos, cuando se volvió para mirarlo de frente, eran de color esmeralda. Su boca era sensual y el hecho de no llevarla nunca pintada realzaba esa sensualidad. Y su cuerpo… ¡Oh! Era redondeado y femenino, a pesar del traje recto que llevaba…

Griffin cerró la puerta y se apoyó contra ella, con los brazos cruzados sobre el pecho.

Era, desde luego, una lástima que una mujer con ese físico fuera una persona fría y trabajadora. Pero Dave se lo había advertido.

—La señora Anderson es un caso difícil, Griff —le había dicho—. Ya conoces a ese tipo de mujeres. Desearía haber nacido hombre, pero como no lo es, hace responsable a todos los hombres que encuentra de las desgracias del mundo.

Griffin dio un suspiro profundo. Caminó hacia su mesa y se sentó detrás. ¿Por qué había mujeres que querían ir contra los designios de la naturaleza? Nunca había sido capaz de entenderlo.

—Bien, señora Anderson. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Señor McKenna… ¿Señor McKenna? —repitió, al ver que él tenía el descaro de estar mirando los papeles que tenía en la mesa.

—¿Sí?

—Señor, estaba intentando hablarle sobre…

¡Otra vez! El hombre estaba inclinado sobre su mesa y señalaba lo que parecía una serie de números de teléfonos, en vez de prestarle atención.

—Señor McKenna, me gustaría que me escuchara.

—Lo siento.

El hombre miró hacia arriba y, por su expresión, ella se dio cuenta de que no le importaba lo más mínimo. Dana tomó aire.

—He repasado esta mañana el nuevo programa.

—¿Y?

—Es un desastre completo. Será imposible arreglarlo para mañana, para su presentación en la convención de Miami.

McKenna esbozó una sonrisa.

—Afortunadamente, yo no tendré que hacer ninguna presentación, ¿lo recuerda? La hará Dave.

Dana sonrió educadamente, maldiciéndolo en silencio.

—No importa quién la haga —dijo ella con calma—. Lo que estoy intentando decirle es que el código no funcionará y Dave no…

—Es una lástima.

—¿Qué es una lástima?

—Que usted esté tan preocupada por ese ascenso que no ha podido conseguir.

—Señor McKenna, le he dicho que esto no tiene nada que ver con…

—Su historial es excelente, señorita… lo siento, señora Anderson. Le eché un vistazo después de que habláramos la semana pasada.

Los ojos de Dana se entornaron peligrosamente.

—Gracias, pero no necesito que me halague. Sé que soy buena en mi trabajo. Muy buena. Me pasé mucho tiempo con ese código, mucho tiempo, pero Dave…

McKenna se levantó.

—No me gustaría que esto se volviera una obsesión para usted, señora Anderson —su voz era educada, pero su sonrisa, esa vez, resultó fría—. Usted es una empleada valiosa, pero también lo es Forrester. Y él será el hombre encargado de presentar ese programa.

—Exactamente —dijo Dana, sin poder reprimirse—. Él es el hombre encargado.

—Él es el hombre adecuado para ese trabajo, señora Anderson. Su sexo no tiene nada que ver con eso. Y en cuanto a usted… sugiero que recapacite sobre su posición. Data Bytes estaría encantada de seguir teniéndola entre sus empleados, pero si no es feliz, quizá quiera marcharse.

Dana siempre había estado orgullosa de ser una mujer con las ideas claras. Sabía que era una de sus virtudes y que por eso había tenido éxito en todo lo que había emprendido, desde la escuela secundaria hasta la licenciatura de Harvard.

Y aún así, en esos momentos, habría deseado poder decirle al señor McKenna qué podía hacer con su consejo y su trabajo.

Pero no podía. Su vida y su carrera habían ido siempre en continuo ascenso. O por lo menos, así había sido hasta conocer a ese despreciable señor McKenna. Pero ella no iba a permitirle que alterara sus planes.

—¿Señora Anderson? ¿He sido claro?

—Perfectamente. Buenas tardes, señor McKenna —contestó la mujer, mirando fijamente aquellos ojos fríos.

A continuación se dio la vuelta y salió del despacho sin mirar atrás.

 

 

Dana abrió la puerta del lavabo de señoras.

El señor McKenna no era despreciable, era detestable.

—¡El canalla! —susurró entre dientes.

Se acercó al lavabo de porcelana y abrió el grifo para echarse agua en las acaloradas mejillas.

Cortó una toalla de papel y se secó la cara. Luego la tiró a la papelera.

¿Estaría ciego? Él había comprado su éxito con dinero heredado, pero tenía cierto talento. Todos lo decían, incluso Arthur.

—Ese hombre es un genio de las finanzas —le había informado después de la compra de McKenna.

—No me lo creo. Él es un niño mimado, nada más.

Arthur había admitido que sí, que McKenna procedía de una familia de dinero, pero también era cierto que había triplicado la fortuna heredada.

—Si has leído el Journal —había continuado Arthur—, te habrás dado cuenta de que ese hombre sabe todo lo que hay que saber sobre niveles de producción y absorciones de compañías.

Bueno, puede que fuera así. Dana se apoyó contra el lavabo, con los brazos cruzados y se quedó mirando, sin verlos, los azulejos blancos de la pared. Pero él no sabía nada de ordenadores o programas y era evidente que tampoco conocía al jefe de ella. Dave estaba arruinando el departamento, pero cuando había intentado decírselo al señor McKenna, él se había reído en su cara. ¿Y por qué?

Dana dio un golpe en el suelo con un pie. ¡Si se hubiera desmayado a sus pies, él la habría hecho caso! Si ella hubiera sido un hombre y le hubiera dado alguna mala noticia sobre el nuevo código, él la habría escuchado. Pero no se había desmayado ni era un hombre, así que él la había echado fuera del despacho como si fuera una mosca molesta.

—¡El idiota! —exclamó Dana, mirándose al espejo.

La puerta se abrió y entró Jeannie Aarons.

—Ni me hables… —dijo Dana.

—Y un saludo muy cariñoso también para ti —replicó Jeannie, arqueando las cejas.

—¿Cómo ese hombre podrá vivir consigo mismo? Es el tipo más miserable y más hijo de…

—¿Arthur? Me parece que te estás pasando un poco con él…

—No estoy hablando de Arthur. Estoy hablando de McKenna ¿Quién se pensará ese hombre que es? ¿Quién diablos se piensa que es? —Dana se volvió hacia Jeannie—. Por cierto, ¿se puede saber qué estás haciendo?

—Voy a quitarme esta espinilla. No puedo salir esta noche con una espinilla de semejante tamaño. Es enorme.

—No tanto —contestó Dana, con un suspiro.

—Sí que lo es. Parezco el póster de un niño leproso.

—¿Llevas maquillaje?

—¿Podría ir un elefante sin su trompa?

—Bueno, pues dámelo. Y tu polvera también. Haré que esa espinilla desaparezca. Ojalá pudiera hacer lo mismo con «Su Majestad McKenna».

—Pero ¿qué tienes en contra de ese hombre?

—No me gusta el modo en que trata a las mujeres. Se cree que todas van detrás de su dinero o que se enamoran de él por lo guapo que es.

—Y me da la impresión de que a ti no te ha conquistado…

—Así es.

—Hombre, pues es indudable que es muy guapo. Y además, todos los periódicos están de acuerdo en que Griffin McKenna ayudó a recuperarse a muchas empresas el año pasado…

—¡Genial! Eso es lo mismo que me dijo Arthur.

—Te pido por favor que no me compares con Arthur. Es el hombre más aburrido que conozco.

—Es pura basura y lo sabes —Dana no hizo caso de lo que Jeannie había dicho acerca de Arthur—. McKenna es un pirata.

—¿Todavía sigue llevando pajarita?

—¿McKenna? —preguntó Dana, mirando a Jeannie.

—Arthur. Alguien debería decirle que están pasadas de moda.

—Pues yo creo que la pajarita le da un aire distinguido. Además, yo te hablaba de McKenna, y te pido que no malgastes el tiempo diciéndome que ha salvado de la quiebra a muchas empresas, porque yo sé que en realidad lo único que se propone es enriquecerse.

—Sí, ¿eh? Entonces merecería que lo mataran como a un perro.

—Y también conquistar todas las mujeres que pueda. Gírate un poco hacia mí, por favor. Es un cerdo sexista. Ve a las mujeres como simples objetos.

Dana dio un paso atrás y estudió la cara de Jeannie.

—Si no te tocas la barbilla, nadie podrá descubrirte.

Jeannie se volvió hacia el espejo.

—¡Magnífico! Si parezco un ser humano de nuevo…

—Eso es más de lo que se puede decir del señor McKenna —Dana apoyó las manos sobre el lavabo y se miró al espejo—. Dime la verdad. ¿Te parece que lo que estoy diciendo es una estupidez?

Jeannie miró a su amiga y dio un suspiro.

—El problema no es que lo que estés diciendo sea una estupidez, sino que tu aspecto le haga pensar a él que puedes ser algo tonta. Lo cierto es que los programadores informáticos no suelen parecerse a Michelle Pfeiffer…

—Olvídate de mi aspecto. Aunque está claro que eso es parte del problema. Cuando él me mira sólo ve en mí a una mujer.

—Eso es muy extraño.

—Sentado como si fuera un emperador en su trono, me mira solemnemente y de vez en cuando asiente como si estuviera escuchando realmente lo que estoy diciendo…

—¿Y desde cuándo has notado esa actitud en él?

—Desde la semana pasada. Y he vuelto a tener una entrevista con él hace unos pocos minutos. Y ni me ha escuchado siquiera. Se limitó a ser condescendiente conmigo. Y como eso no le funcionó, llegó a decirme que me buscara otro trabajo si no me gustaba éste.

—Dana, creo que estás exagerando.

—Pues yo creo que te equivocas. Gracias a mi jefe, existe un serio problema con el código del nuevo programa. Dave lo ha estado echando a perder desde hace tiempo.

—¿Estás segura?

—Claro que sí —Dana tomó aliento—. Ese hombre tiene un problema con el alcohol.

—¿Es una broma?

—En absoluto. No bebe tanto como para no poder hablar o para desmayarse, pero hay veces que no puede ni ver el monitor.

—Pero eso tendría que haberlo notado alguien…

—Así es. Yo.

—¿Y le has dicho algo a él?

—Por supuesto que sí.

—¿Y?

—Lo negó. Y también me dijo que nadie me creería. Así que he tenido que pasar la mitad del tiempo corrigiendo sus errores, aparte de tener que cumplir con mi parte del trabajo. Y el resultado es que el programa es un verdadero desastre.

—¡Menudo lío! Tendrás que hablar con McKenna acerca de esto.

—¿Y qué te crees que acabo de hacer?

—¿Le has dicho que Dave es un alcohólico?

—No. Sé que no me habría creído. Pero le dije que el código no iba a funcionar.

—¿Y qué dijo él?

—Que ya sabía que había problemas y que Dave le había contado que era por culpa mía porque estaba disgustada por no haber conseguido el ascenso. Y hasta dejó caer que quizá yo quisiera buscarme otro trabajo. También me felicitó por comportarme como una verdadera dama…

La puerta se abrió de repente. Charlie, el conserje, les sonrió. Venía con un cubo y una fregona.

—Siento molestarlas, señoritas. Llamé a la puerta, sólo que no debieron oírme.

—No se preocupe —contestó Jeannie—, ya habíamos acabado aquí.

—¿Estaban charlando mientras se retocaban el maquillaje? Pues les aseguro que no tienen por qué arreglarse. Las dos están perfectas —les dijo el hombre, con un tono cariñoso.

Jeannie se sorprendió al ver la expresión de Dana.

—Que sepa usted que no necesitamos que ningún hombre nos de su aprobación —dijo Dana, mientras se dirigía hacia el hombre con gesto enfadado.

Jeannie la agarró por un brazo y la sacó del baño.

—No es nada personal —le dijo Jeannie al hombre—. Es que está algo confusa.

—No estoy confusa —replicó Dana, dándose la vuelta—. Es sólo que estoy cansada de aparentar que necesito que me den unas palmaditas en la cabeza como si fuese un caniche en vez de una persona.

—Yo no dije nada de caniches —se defendió Charlie.

—¡Oh, cielo santo! Esto no tiene nada que ver con los perros. Sólo quería decir que… —Dana hizo un gesto de desesperación con los brazos—. ¡Hombres…!

 

 

Poco después, Charlie estaba de pie frente al escritorio de Griffin McKenna.

—Así que allí estaba yo, dispuesto a fregar el baño de mujeres, y me encuentro con que la joven me empieza a acusar de que la había tratado como a un perro.

Griffin asintió, aunque no tenía ni idea de qué le estaba hablando ese hombre.

Le caía bien Charlie, pero tenía otras cosas en las que pensar. Como en la presentación del nuevo programa en Miami del día siguiente y en las bases de datos financieras que más adelante lanzaría Data Bytes y que podrían suponer un relanzamiento para la compañía.

También estaba tratando de comprender por qué una mujer tan maravillosa como Dana Anderson se comportaba de ese modo.

Griffin frunció el ceño. ¿Por qué malgastaba su tiempo pensando en ella?

Claro, que él sabía lo que le sucedía. Esa mujer pensaba que lo sabía todo. Y no aceptaba que nadie, y menos un hombre, le diera órdenes. Alguien debería domesticarla y convertir esa rabia y mal genio en pasión. En esa clase de pasión que toda mujer debería experimentar.

—Sólo dije que las dos estaban muy bonitas…

Charlie siguió dándole explicaciones, con el cubo y la fregona todavía en sus manos, mientras Griffin asentía afablemente.

—… así que decidí venir a verlo a usted inmediatamente. Como usted dijo que había una política de puertas abiertas…

—Así es —Griffin se aclaró la garganta—. Aunque todavía no sé exactamente cuál es el problema…

—Pues bien, señor, que esa señorita piensa que la he insultado. Y puede que también a su caniche. Pero eso no es cierto. ¿Quién sabe lo que puede hacer? Quizá me acuse de acoso sexual. Sus ojos verdes mostraban lo muy enfadada que estaba. Todo esto no tiene ningún sentido.

—¿Tiene los ojos verdes?