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EN UN MUNDO DE RIQUEZAS Y PRIVILEGIOS SE ESCONDE UN ASESINO La doctora Kate English lo tiene todo. Además de ser la heredera de una gran fortuna, tiene un marido espectacular y una hija maravillosa, una carrera imparable y una preciosa casa que son la envidia de todos. Todo cambia la noche que Lily, la madre de Kate, aparece brutalmente asesinada en su propia casa. Rota, Kate recurre a su mejor amiga, con la que no se hablaba desde hace mucho tiempo, Blaire Barrington. Esta, sin dudarlo y olvidando los años de distancia en un momento, acude rauda al funeral. Esa noche el luto de Kate se transforma en horror cuando recibe un texto anónimo: «Si piensas que ahora estás triste, espera. Cuando haya acabado contigo desearás haber sido tú la enterrada hoy». Kate necesita la ayuda de su amiga más que nunca. Blaire decide investigar por su cuenta y pronto verá que no es oro todo lo que reluce en la alta sociedad de Baltimore. La infidelidad, las mentiras y las traiciones salen a la luz y la tensión sube al rojo vivo mientras las amistades de Kate se alejan de ella ante las acusadoras preguntas de una inquisitiva Blaire. El asesino de Lily puede ser cualquiera: amigo, vecino o familiar. Sea quien sea, lo único que está claro es que Kate es la siguiente. «Un thriller inteligente lleno de giros y secretos que mantendrán a los fans del género intentando adivinar hasta el final qué ocurre realmente». Library Journal «Asesinatos, amenazas y amistades olvidadas se juntan en esta apasionante novela de la misma autora de uno de los mejores thrillers de 2018: La conspiración de la señora Parrish». Newsweek «Desde asesinatos y locura a secretos y relaciones familiares fraudulentas. Una lectura que no podrás abandonar y que convierte esta historia en una escapada perfecta». New York Journal of Books «Giros que crecen de forma ingeniosa… la tensión está muy bien cimentada». Publishers Weekly «Una historia absorbente en la que los fans de Perdida y sus sucesoras disfrutarán de un final que llega, para cambiar… y volver a cambiar». Booklist
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Seitenzahl: 434
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
La última vez que te vi
Título original: The Last Time I Saw You
© 2019 by Lynne Constantine and Valerie Constantine
© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
© Traducción del inglés, Carlos Ramos Malavé
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: James Iacobelli
Imagen de cubierta: Nigel Cox
ISBN: 978-84-9139-523-2
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
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Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
A LAS DAMAS DEL MARTES:
Ginny
Ann
Angie
Babe
Fi
Mary
Santhe
Stella
Modelos incomparables de amistad y lealtad.
Os echamos de menos.
Gritó y trató de levantarse, pero la habitación daba vueltas. Volvió a sentarse y respiró profundamente, tratando de centrarse. ¿Había manera de escapar? Piensa. Al levantarse, le temblaron las piernas. El fuego se estaba extendiendo, tragándose los libros y las fotografías. Se puso a cuatro patas cuando el humo denso empezó a inundar la habitación. Cuando el aire se volvió irrespirable, se cubrió la boca con la camisa, tosiendo mientras avanzaba por el suelo hacia el pasillo.
—¡Ayuda! —gritó, aunque sabía que no había nadie allí que pudiera ayudarla. Se dijo a sí misma que no debía asustarse. Debía intentar calmarse, conservar el oxígeno.
No podía morir de esa forma. El humo era ya tan denso que no veía más allá de unos cuantos centímetros. El calor de las llamas amenazaba con consumirla. «No voy a lograrlo», pensó. Sentía la garganta irritada y le ardía la nariz.
Con la poca fuerza que le quedaba, llegó gateando hasta la entrada del recibidor. Se quedó allí tumbada, jadeando por el agotamiento. La cabeza le daba vueltas, pero era agradable sentir el suelo de mármol frío contra su cuerpo, así que pegó la mejilla a su superficie. Ahora podría quedarse dormida. Cerró los ojos y sintió que se desvanecía hasta que todo quedó a oscuras.
Hacía solo unos días, Kate había estado pensando sobre qué comprarle a su madre por Navidad. No podía saber que, en lugar de elegir un regalo, estaría eligiendo su ataúd. Estaba sentada en silencio mientras los portadores del féretro recorrían el camino hasta las puertas de la iglesia abarrotada. Un movimiento súbito le hizo darse la vuelta, y fue entonces cuando la vio. Blaire. Había ido. ¡Había ido de verdad! De pronto fue como si su madre ya no estuviese metida en esa caja, víctima de un brutal asesinato. En su lugar, una nueva imagen llenó su cabeza. La imagen de su madre riéndose, con su melena dorada revuelta por el viento mientras las agarraba de la mano a Blaire y a ella, y las tres juntas corrían por la arena caliente hasta llegar al océano.
—¿Estás bien? —le susurró Simon. Kate sintió la mano de su marido en el codo.
La emoción le cerró la garganta cuando intentó hablar, así que se limitó a asentir, preguntándose si él también la habría visto.
Después de la misa, la larga comitiva de coches pareció tardar horas en llegar al cementerio y, una vez que estuvieron todos allí, a Kate no le sorprendió ver que la fila daba la vuelta. Kate, su padre y Simon ocuparon sus asientos mientras los asistentes se situaban alrededor de la tumba. Pese al cielo despejado, algunas ráfagas de nieve se agitaban por el aire, precursoras de los días de invierno que estaban por llegar. Tras sus gafas de sol, Kate observó cada cara, evaluando, preguntándose si el asesino podría estar entre ellos. Algunos eran desconocidos —o al menos desconocidos para ella— y otros viejos amigos a los que hacía años que no veía. Mientras escudriñaba la multitud, reparó en un hombre alto y en una mujer baja de pelo blanco de pie junto a él. Sintió el dolor en el pecho, una mano invisible que le apretaba el corazón. Los padres de Jake. No los había visto desde su funeral, que hasta aquella semana había sido el peor día de su vida. Estaban impertérritos, mirando al frente. Apretó los puños, se negaba a permitirse sentir de nuevo ese dolor y esa culpa. Pero cuánto deseaba poder hablar con Jake, llorar en su hombro mientras la abrazaba.
Por suerte, la misa junto a la tumba fue muy corta y, cuando bajaron el ataúd, Harrison, su padre, permaneció ahí parado, mirándolo. Kate le apretó la mano y él se quedó así unos segundos más, con una expresión indescifrable. De pronto le pareció mucho mayor de sesenta y ocho años, con las arrugas que tenía en torno a la boca mucho más pronunciadas que nunca. Se sintió embargada por la pena y tuvo que apoyarse en una de las sillas plegables para no perder el equilibrio.
La muerte de Lily dejaría un gran vacío en sus vidas. Había sido el núcleo en torno al que giraba toda la familia, y quien organizaba la vida de Harrison, la que gestionaba su ajetreada vida social. Una mujer elegante, producto de la gran riqueza de la familia Evans, a la que desde pequeña le habían enseñado que su buena suerte le obligaba a devolver algo a la comunidad. Lily había formado parte de diversas juntas filantrópicas y había dirigido su propia organización benéfica —el Fondo de la Familia Evans-Michaels—, que concedía subvenciones a organizaciones dedicadas a las víctimas de violencia doméstica y abuso infantil. Kate había observado a su madre durante los años en los que había presidido su junta, recaudaba fondos sin descanso e incluso se ofrecía voluntaria para ayudar personalmente a las mujeres que acudían al centro de acogida, y aun así Lily siempre había estado a su lado. Sí, había tenido niñeras, pero era Lily la que la arropaba cada noche, era Lily la que nunca se perdía una función escolar, la que le secaba las lágrimas y celebraba sus éxitos. En algunos aspectos, había sido abrumador ser la hija de Lily; ella parecía hacerlo todo con gran facilidad y elegancia. Pero en su interior había una fuerza de voluntad que era la que la mantenía activa, y a veces Kate se imaginaba que su madre solo relajaba su postura erguida y su actitud perfecta cuando cerraba la puerta de su dormitorio. Kate se había prometido a sí misma que, si alguna vez tenía hijos, sería esa misma clase de madre.
Entrelazó el brazo con el de su padre y lo apartó del cenador, donde el aire frío estaba cargado con el olor nauseabundo de las rosas y los lirios de invernadero. Con Simon a su otro lado, los tres caminaron hacia la limusina. Se introdujo con gran alivio en el acogedor interior del vehículo y miró por la ventanilla. Le dio un vuelco el corazón al ver a Blaire, de pie, sola, con las manos entrelazadas. Tuvo que hacer un esfuerzo por no bajar la ventanilla y llamarla. Hacía quince años que no hablaban, pero al verla tuvo la sensación de que se habían visto el día anterior.
La casa que Simon y Kate tenían en Worthington Valley no quedaba lejos del cementerio, pero en cualquier caso habían descartado la idea de celebrar la reunión posterior al entierro en casa de Lily y Harrison, donde había muerto. Su padre no había regresado allí desde la noche en que descubriera el cuerpo de su esposa.
Cuando llegaron, Kate se adelantó a los demás, pues quería ir a ver a su hija antes de que la gente empezara a entrar en la casa. Subió corriendo las escaleras hasta el segundo piso. Simon y ella habían acordado que sería mejor ahorrarle a su hija, de casi cinco años, el trauma del funeral, pero Kate deseaba ir a ver cómo estaba.
Lily se había emocionado mucho el día en que Kate le dijo que estaba embarazada. Había adorado a Annabelle desde que nació y la había colmado de atenciones sin ninguno de los límites que había puesto a Kate. Se reía cuando decía: «Podré malcriarla. A ti es a quien le toca educarla». Kate se preguntaba si Annabelle se acordaría de su abuela según pasaran los años. Aquella idea le hizo dar un traspié en el último escalón, se agarró a la barandilla al llegar al rellano y se dirigió hacia la habitación de su hija.
Cuando se asomó, Annabelle estaba jugando alegremente con su casa de muñecas, protegida en apariencia de los trágicos acontecimientos de los últimos días. Hilda, su niñera, levantó la mirada cuando entró.
—Mami. —Annabelle se puso en pie, corrió hacia ella y le rodeó la cintura con los brazos—. Te he echado de menos.
Kate tomó a su hija en brazos y le acarició el cuello con la nariz.
—Yo también te he echado de menos, cariño. —Se sentó en la mecedora y colocó a la niña sobre su regazo—. Quiero hablar contigo y luego iremos juntas al piso de abajo. ¿Recuerdas que te dije que la abuela se fue para estar en el cielo?
—Sí —respondió Annabelle mirándola con solemnidad, aunque con el labio tembloroso.
Kate le pasó los dedos por los rizos.
—Bueno, pues hay mucha gente abajo —le explicó—. Han venido porque quieren decirnos lo mucho que querían a la abuela. ¿A que es muy amable por su parte?
Annabelle asintió con los ojos muy abiertos, sin parpadear.
—Quieren que sepamos que nunca se olvidarán de ella. Y nosotros tampoco, ¿verdad?
—Quiero ver a la abuela. No quiero que esté en el cielo.
—Oh, cariño, volverás a verla, te lo prometo. Algún día volverás a verla. —Abrazó a la niña, tratando de que no se le cayeran las lágrimas—. Ahora vamos abajo a saludar a la gente. Han sido muy amables por venir a estar hoy con nosotros. Puedes bajar y saludar al abuelo y a nuestros amigos, y después vuelves aquí a jugar. ¿De acuerdo? —Se levantó, le estrechó la mano a Annabelle y le hizo un gesto a Hilda, que las siguió.
En la planta baja, se abrieron paso entre la multitud de asistentes, pero, pasados quince minutos, Kate le pidió a Hilda que se llevase a Annabelle a jugar a su habitación. Siguió avanzando ella sola, saludando a la gente, pero el dolor hacía que le temblaran las manos y le costara respirar, como si la multitud estuviera acaparando todo el aire. El salón estaba lleno de gente de un extremo al otro.
Al otro lado de la estancia vio a Selby Haywood con su madre, Georgina Hathaway, de pie al lado de Harrison. La invadió la nostalgia al verlas. Muchos buenos recuerdos; veranos en la playa cuando Selby y ella eran pequeñas, salpicándose en la orilla y haciendo castillos de arena mientras sus madres las miraban. Georgina había sido una de las amigas más cercanas de su madre y ambas estaban encantadas con que sus hijas fueran tan buenas amigas. Era un tipo de amistad diferente a la que Kate había mantenido con Blaire. A Selby y a ella las habían juntado sus madres; Kate y Blaire se habían elegido la una a la otra. Habían conectado desde el principio, como si hubiese un entendimiento especial entre ellas. A Blaire había podido abrirle su alma, algo que jamás había experimentado con Selby.
Se dio la vuelta al sentir una mano en el codo y se encontró cara a cara con la mujer que había sido como una hermana para ella durante tantos años. Se lanzó a los brazos de Blaire y lloró.
—Oh, Kate. Aún no me lo creo. —Notó el aliento caliente de Blaire en su oreja mientras se abrazaban—. La quería tanto…
Pasados unos segundos, Kate se apartó y le estrechó las manos a Blaire.
—Ella también te quería. Me alegra mucho que hayas venido. —Se le llenaron otra vez los ojos de lágrimas. Era surrealista ver a Blaire allí, en su casa, después de tantos años distanciadas. En otra época, habían significado mucho la una para la otra.
Blaire apenas había cambiado; la larga melena oscura le caía ondulada por la espalda, sus ojos verdes conservaban aquel brillo, las leves arrugas de expresión en torno a ellos eran la única prueba de que había pasado el tiempo. Siempre había tenido estilo, pero ahora parecía elegante y sofisticada, como si perteneciera a otro mundo mucho más glamuroso. Claro, ahora era una escritora famosa. Kate se sintió muy agradecida. Necesitaba que Blaire supiese lo mucho que significaba para ella que hubiera acudido, que era la parte de su pasado de la que conservaba muy buenos recuerdos y que entendía mejor que ninguna de sus amigas la angustia de aquella pérdida. De pronto le hizo sentir un poco menos sola.
—Que hayas venido significa mucho para mí. ¿Podemos ir a otra habitación para hablar en privado? —Su voz sonó vacilante. No sabía lo que le contestaría Blaire, o si estaría dispuesta a hablar del pasado, pero, al verla, Kate tuvo ganas de eso más que de ninguna otra cosa.
—Por supuesto —respondió Blaire sin dudar.
Kate la condujo hasta la biblioteca, donde se acomodaron en el sofá de cuero. Tras un breve silencio, empezó a hablar.
—Sé que debe de haber sido duro para ti venir, pero tenía que llamarte. Muchas gracias por venir.
—Claro. Tenía que venir. Por Lily. —Blaire hizo una breve pausa antes de añadir—: Y por ti.
—¿Ha venido tu marido? —le preguntó Kate.
—No, no ha podido. Está de viaje con el nuevo libro, pero comprende que yo tenía que venir.
—Me alegra mucho que estés aquí —insistió Kate—. Mi madre también se alegraría. Le entristecía que no hiciéramos las paces. —Toqueteó el pañuelo que tenía en la mano—. Pienso mucho en esa pelea. En las cosas tan horribles que dijimos. —Los recuerdos afloraron y la llenaron de arrepentimiento.
—Jamás debí haber puesto en duda tu decisión de casarte con Simon. Estuvo mal —le dijo Blaire.
—Éramos muy jóvenes…, fuimos tontas al dejar que eso estropeara nuestra amistad.
—No sabes la cantidad de veces que pensé en llamarte, en hablar las cosas, pero me daba miedo que me colgaras el teléfono —confesó Blaire.
Kate miró el pañuelo que tenía en las manos, y que ahora estaba hecho pedazos.
—Yo también pensé en llamarte, pero cuanto más esperaba más difícil se me hacía. No puedo creer que hayan tenido que matar a mi madre para que volviéramos a vernos. Pero se alegraría de vernos juntas. —Lily se había entristecido mucho por su pelea. Le había sacado el tema a Kate muchas veces a lo largo de los años, intentando siempre convencerla para que acudiera a Blaire con una ramita de olivo. Ahora Kate se arrepentía de su testarudez. Alzó la mirada—. No puedo creer que no vaya a volver a verla. Su muerte fue tan brutal. Me da náuseas solo pensarlo.
—Es horrible —dijo Blaire inclinándose hacia ella, y Kate percibió cierto tono inquisitivo en su voz.
—No sé hasta dónde sabes… No he querido leer los periódicos —le dijo Kate—. Pero mi padre llegó a casa el viernes por la noche y se la encontró. —Se le quebró la voz y tuvo que contener los sollozos antes de continuar.
Blaire negaba con la cabeza mientras ella hablaba.
—Estaba en el salón… tendida en el suelo, con la cabeza… Alguien le había golpeado la cabeza.
—¿Creen que fue allanamiento? —preguntó Blaire.
—Al parecer habían roto una ventana, pero no había ningún otro indicio.
—¿La policía tiene idea de quién ha podido ser?
—No. No encontraron el arma. Buscaron por todas partes. Hablaron con los vecinos, pero nadie oyó ni vio nada fuera de lo normal. Pero ya sabes lo aislada que está su casa; el vecino más cercano se encuentra casi a quinientos metros. El forense dijo que murió entre las cinco y las ocho. —Kate entrelazó las manos—. No puedo soportar pensar que mientras mi madre era asesinada yo estaba aquí haciendo mis cosas.
—Era imposible que lo supieras, Kate.
Asintió. Sabía que Blaire tenía razón, pero eso no cambiaba sus sentimientos. Mientras ella se preparaba una taza de té o le leía un cuento a su hija, alguien le había quitado la vida a su madre.
Blaire frunció el ceño y le estrechó la mano.
—Ella no querría que pensaras así. Lo sabes, ¿verdad?
—Te he echado de menos —contestó Kate entre sollozos.
—Ahora estoy aquí.
—Gracias. —Volvieron a abrazarse; Kate se aferraba a Blaire como si fuera un chaleco salvavidas que le impedía hundirse en las profundidades de su dolor. Cuando abandonaban la biblioteca, Blaire se detuvo y le dirigió una mirada de incredulidad.
—¿Eran los padres de Jake los de la iglesia?
Kate asintió.
—A mí también me ha sorprendido verlos. Pero no creo que vengan aquí. Imagino que querían presentar sus respetos a mi madre y marcharse. —Sintió un nudo en la garganta—. No les culpo por no querer hablar conmigo.
Blaire se dispuso a hablar, pero entonces la miró con tristeza y volvió a abrazarla.
—Creo que debería volver con mis invitados —le dijo Kate.
Pasó el resto del día aturdida. Cuando todos se hubieron marchado, Simon se encerró en su despacho para gestionar una crisis de trabajo mientras ella vagaba inquieta de habitación en habitación. Había deseado que todos se fueran, que terminara de una vez el día del funeral de su madre, pero ahora la casa estaba demasiado tranquila. Allá donde mirase, parecía haber una tarjeta de condolencias o un ramo de flores.
Por fin se sentó en el sillón del estudio, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos, triste y cansada. Casi se había quedado dormida cuando una vibración le hizo abrir los ojos. Su móvil. Lo llevaba en el bolsillo del vestido. Lo sacó, deslizó el pulgar por la pantalla para desbloquearlo y vio Número oculto donde debería haber aparecido el número. Leyó el mensaje.
Qué día tan bonito para un funeral. He disfrutado viéndote mientras enterraban a tu madre. Tu bonita cara estaba hinchada y roja por el llanto. Pero ha sido un placer ver cómo tu mundo se desmoronaba. Crees que ahora estás triste, pero espera y verás. Para cuando haya acabado contigo, desearás haber sido tú a la que han enterrado hoy.
¿Se trataba de una broma macabra?
¿Quién eres?, escribió y esperó una respuesta, pero no obtuvo ninguna. Se levantó del sillón con el corazón acelerado y salió corriendo de la habitación con la respiración entrecortada.
—¡Simon! —gritó mientras corría por el pasillo—. Llama a la policía.
Blaire se sintió invadida por una profunda tristeza mientras seguía la larga hilera de coches hacia la reunión en casa de Kate. Le parecía imposible que Lily hubiera muerto, y más imposible aún que hubiera sido asesinada. ¿Por qué iba alguien a querer hacer daño a una persona tan buena y cariñosa como Lily Michaels? Trató de contener las lágrimas que habían estado brotando toda la mañana. Aferrada al volante, tomó aliento y se obligó a mantener la calma. Siguió avanzando por el camino de la entrada, bordeado de árboles, hasta la elegante finca de Kate y Simon, donde la recibió un aparcacoches. Detuvo el Maserati, se bajó y le entregó las llaves al joven uniformado.
La casa de piedra se hallaba en un promontorio con vistas a un prado verde que descendía hacia grandes establos con un potrero. Estaban en terreno ecuestre, hogar del mundialmente famoso torneo de Maryland Hunt Cup. Blaire nunca olvidaría la primera vez que asistió a la carrera con Kate y sus padres un soleado día de abril. La multitud, emocionada, se había reunido en torno a los coches y a pequeñas carpas y charlaban bebiendo mimosas mientras esperaban a que empezara la carrera. Blaire, que era inexperta, había tomado clases de equitación en la Escuela Mayfield, pero Kate prácticamente había nacido en la silla de montar. Blaire había aprendido en sus clases que las carreras de obstáculos se parecían mucho a una carrera de vallas. Observó fascinada cómo los caballos y los jinetes superaban vallas de madera de casi metro y medio de altura. Lily estaba muy contenta aquel día mientras disponía el festín que había llevado en una cesta de mimbre sobre un bonito mantel de flores que había colocado en una mesa plegable. Siempre lo hacía todo con elegancia. Ahora había muerto y Blaire era una más en la multitud de dolientes que inundaban el hogar de Kate y Simon.
Estaba muy nerviosa por volver a ver a su vieja amiga, pero al acercarse a ella se acordó de muchas cosas. Kate incluso la llevó aparte para charlar en privado y pudieron compartir un momento para llorar juntas la pérdida de Lily. Mirando a su alrededor, pensó que la casa era tan señorial como aquella en la que se había criado Kate. Aún era difícil relacionar la imagen de la chica despreocupada de veintitrés años a la que había conocido en su juventud con la señora de aquella casa tan imponente. Había oído que Simon, arquitecto, la había diseñado y construido para darle un aire de época. Simon era una de las personas que no se alegraría de que hubiera vuelto. Aunque a ella le daba igual su opinión. Estaba preparada para volver a reencontrarse con las otras amigas a las que no había visto en años y sacárselo de la cabeza.
La biblioteca frente a la que había pasado cuando se dirigía hacia esa habitación le había dado ganas de pararse y mirar. Tenía dos pisos de alto, con una pared entera de ventanales. Las paredes de madera oscura y el techo resplandecían con la luz del sol y una escalera de madera ascendía en espiral hasta la galería, también llena de libros. La alfombra persa y los muebles de cuero aumentaban la atmósfera antigua de la habitación; un espacio donde un lector podría retroceder en el tiempo. Había sentido la necesidad de subir por esas escaleras y deslizar la mano por la barandilla de madera, perderse entre los libros.
Pero en su lugar había continuado hasta el enorme salón, donde los camareros estaban sirviendo canapés y vino blanco en bandejas. El lugar era inmenso y estaba lleno de luz, lo que le daba un aspecto alegre, si no acogedor. Se fijó en el techo alto, con una compleja moldura de corona, y en los cuadros originales en las paredes. Eran la misma clase de obras que había visto en casa de los padres de Kate, con la pátina de suavidad que conferían los años y la riqueza. El suelo de listones anchos estaba cubierto por una enorme alfombra oriental en tonos azul y bermellón. Advirtió el borde deshilachado en una esquina y algunas partes con un aspecto algo raído. Claro —sonrió para sus adentros—, debía de llevar años y años en la familia.
Miró hacia el otro extremo del salón y vio a un hombre desgarbado de pie junto a la barra; se fijó de inmediato en la pajarita que llevaba en el cuello. «¿Quién se pone pajarita para un funeral?», pensó. Nunca se había acostumbrado a la obsesión de Maryland con esa prenda. De acuerdo, tal vez en el instituto, pero, cuando uno era adulto, solo para eventos formales. Sabía que sus antiguos amigos no estarían de acuerdo, pero, en su opinión, solo le sentaban bien a Pee-wee Herman y a Bozo el payaso. Sin embargo, al fijarse en su cara, todo cobró sentido. Gordon Barton. Iba un curso o dos por delante de ellas en el colegio, siempre detrás de Kate como si fuera un perrito faldero cuando eran jóvenes. Había sido un crío bastante raro y siniestro, siempre mirándola durante largo rato en las conversaciones, haciendo que se preguntara qué se le estaría pasando por la cabeza.
Gordon la miró y se acercó.
—Hola, Gordon.
—Blaire. Blaire Norris. —Sus ojos entornados no transmitían ningún cariño.
—Ahora soy Barrington —le informó.
—Ah, es verdad —respondió él con las cejas enarcadas—. Estás casada. Debo decir que te has vuelto bastante conocida.
La verdad era que le daba igual, pero el hecho de que reconociera su éxito literario la complació. Siempre había sido un estirado, siempre con actitud de superioridad.
—Una pena lo de Lily —agregó negando con la cabeza—. Es terrible.
—Es horroroso —convino ella, de nuevo con lágrimas en los ojos—. Sigo sin creérmelo.
—Claro. Todos estamos muy sorprendidos, por supuesto. Un asesinato. Aquí. Impensable.
La sala estaba llena de gente que hacía cola para dar el pésame a Kate y a su padre, que estaban de pie junto a la repisa de la chimenea, ambos con apariencia de estar en trance. Harrison estaba pálido, miraba al frente sin fijarse en nada.
—Por favor, discúlpame —le dijo a Gordon—. Aún no he tenido ocasión de hablar con el padre de Kate. —Se dirigió hacia la chimenea. Kate se vio envuelta entre la multitud antes de que pudiera alcanzarlos, pero Harrison abrió mucho los ojos al verla aproximarse.
—Blaire —dijo con cariño.
Se acercó y él la abrazó con fuerza. Se vio transportada en el tiempo al respirar el aroma de su aftershave y sintió una tristeza desgarradora al pensar en todos los años que se habían perdido. Cuando se enderezó, Harrison sacó un pañuelo del bolsillo, se secó la cara y se aclaró la garganta varias veces antes de poder hablar.
—Mi preciosa Lily. ¿Quién podría hacer algo así? —Se le quebró la voz y torció el gesto, como si sintiera un dolor físico.
—Lo siento mucho, Harrison. No puedo expresar con palabras…
Se le nubló de nuevo la vista, le soltó la mano y retorció el pañuelo hasta convertirlo en una pelota. Antes de que Blaire pudiera decir nada más, se les acercó Georgina Hathaway.
El corazón le dio un vuelco. Nunca le habían caído bien ni la madre ni la hija. Había oído en alguna parte que Georgina se había quedado viuda, que Bishop Hathaway había muerto hacía algunos años por complicaciones de la enfermedad de Parkinson. La noticia la sorprendió. Bishop fue siempre un hombre muy enérgico, atlético y en buena forma, con cuerpo de corredor. Había sido el alma de la fiesta y el último en marcharse. Debió de ser para él una tortura ver cómo su cuerpo se marchitaba. A veces se preguntaba qué vería en Georgina, que era más egocéntrica que Narciso.
Cuando la mujer le puso una mano a Harrison en el hombro, este levantó la mirada y ella le entregó un vaso con un líquido ambarino que Blaire dio por hecho que sería bourbon, su favorito.
—Harrison, querido, esto te calmará los nervios.
Harrison agarró el vaso sin decir nada y dio un gran trago.
Hacía más de quince años que Blaire no veía a Georgina Hathaway, pero estaba prácticamente igual, sin una sola arruga en su aterciopelada piel, sin duda debido a los servicios de un experimentado cirujano plástico. Seguía llevando el pelo por encima de los hombros y estaba elegante con un traje negro de seda. Las únicas joyas que lucía aquel día eran un sencillo collar de perlas y el exquisito anillo de bodas, de esmeraldas y diamantes, que siempre llevaba encima.
Georgina le dedicó una sonrisa contenida.
—Blaire, qué sorpresa verte aquí. No sabía que Kate y tú siguierais en contacto. —Seguía hablando como el personaje de una película de los años 40, con un acento que era una mezcla de británico y escuela de élite.
Blaire abrió la boca para responder, pero Georgina se volvió hacia Harrison antes de que pudiera pronunciar una sola palabra.
—¿Por qué no vamos a sentarnos en la zona del comedor?
Era evidente que no perdía el tiempo para intentar quedarse con Harrison, pensó Blaire, aunque esperaba que él tuviera la sensatez de no mantener una relación sentimental con ella. La primera vez que Blaire fue a casa de Selby, era un caluroso día de junio a finales del octavo curso, cuando Kate insistió en llevarla consigo para sentarse junto a la piscina. Nunca antes había visto una piscina de tamaño olímpico en una casa. Parecía algo propio de un hotel, con palmeras, cataratas, un enorme jacuzzi y una casa de la piscina con cuatro habitaciones decoradas con más despilfarro que la casa de Blaire en Nuevo Hampshire. Blaire llevaba un bikini de color verde lima que acababa de comprarse en el centro comercial y que le sentaba de maravilla. Era agradable sentir el sol en la piel, e introdujo un dedo del pie en el agua azul y cristalina de la piscina.
Después de nadar durante casi toda la mañana, el ama de llaves les había servido la comida en el jardín. Se sentaron en torno a una mesa de cristal, aún mojadas de la piscina, dejando que el sol las secara mientras se servían sándwiches de una bandeja a rebosar. Blaire se decantó por un sándwich de rosbif y pan suizo, y acababa de extender el brazo para alcanzar las patatas fritas del cuenco que tenía delante cuando oyó la voz de Georgina.
—Chicas, aseguraos de comer también verduritas crudas, no solo patatas —les dijo mientras se acercaba, tan elegante con aquel bañador azul marino de una pieza y el pareo.
Selby le presentó sin mucho entusiasmo a Georgina, quien le dirigió una sonrisa sin interés antes de quedarse mirándola durante unos segundos. Ladeó la cabeza.
—Blaire, querida. Ese traje de baño enseña demasiado, ¿no te parece? Está bien dejar algo a la imaginación.
Blaire dejó caer la patata que tenía entre los dedos y miró al suelo, con la cara roja de vergüenza. Kate se quedó con la boca abierta, pero no dijo nada. Hasta Selby guardó silencio, para variar.
—Está bien, disfrutad de la comida. —Y, sin más, Georgina se dio la vuelta y volvió a entrar en casa. Ya entonces era una zorra, y Blaire apostaba a que seguía siéndolo.
Apartó ese desagradable recuerdo de su memoria al ver que Simon volvía a entrar en la habitación.
Se quedó mirándolo unos instantes antes de acercarse. Seguía tan guapo como hacía quince años, apoyado con disimulo en el marco de la puerta, con ese mechón de pelo rebelde acariciando su frente. Probablemente, las mujeres siguieran cayendo a sus pies. Y se fijó en que ahora todo en él sugería riqueza, desde el traje negro hecho a medida hasta los zapatos italianos de cuero. La primera vez que Kate llevó a Simon a casa en las vacaciones de Semana Santa, le confesó a Blaire que se sentía fuera de lugar. Él había crecido en la costa este de Maryland, en una familia modesta. La muerte de su padre por un ataque al corazón cuando Simon tenía doce años había destrozado a la familia, tanto emocional como económicamente. Su madre nunca llegó a recuperarse y, de no haber sido por las becas que conseguía Simon, le habría resultado imposible estudiar en Yale. Cuando Kate y él se casaron, por fin tuvo la oportunidad de darle a su madre una vida algo más acomodada, hasta que esta murió poco después de nacer Annabelle. Y era evidente que él también disfrutaba ahora de una vida más acomodada, consideró Blaire.
Una mujer joven y morena estaba a su lado. Era guapa, pero lo que llamó la atención de Blaire era el modo en que miraba a Simon, con una mezcla de adoración y expectativa. Simon sonrió por algo que dijo ella mientras le tocaba el brazo. Su lenguaje corporal dejaba claro que se conocían muy bien el uno al otro. Se preguntó hasta qué punto. Pasados unos segundos, Simon pareció poner fin a su conversación, aunque Blaire no oía sus palabras. La mujer lo siguió con la mirada cuando se acercó a Kate. Después se dio la vuelta y se marchó, aunque se detuvo durante largo rato frente a un aparador de caoba. Después de que abandonara la estancia, Blaire se acercó para ver qué habría llamado la atención de la mujer. Era un marco plateado con una foto de boda de Kate y Simon, ambos sonrientes, como si no tuvieran nada de lo que preocuparse.
Sonó una campana y un hombre uniformado anunció que era el momento de la comida. Simon estaba de pie al otro extremo de la habitación, solo, y Blaire aprovechó la oportunidad. Al acercarse, él la miró con desconfianza.
—Simon, hola. Siento mucho tu pérdida —le dijo con toda la sinceridad que pudo.
—Qué sorpresa verte a ti aquí, Blaire —respondió él, rígido.
Sintió la rabia por dentro como si fuera ácido, empezando en el estómago para subirle después por la garganta. El recuerdo de lo que había sucedido la última vez que lo vio la golpeó con la fuerza de un maremoto, pero se mantuvo en pie. Tenía que estar tranquila, mantener la compostura.
—La muerte de Lily ha sido una tragedia terrible —comentó—. No es momento para mezquindades.
Él la miró con frialdad.
—Qué amable por tu parte volver corriendo —le dijo.
Se inclinó entonces hacia ella y le puso un brazo en el hombro, un gesto que cualquiera habría interpretado como amistoso, y le susurró con rabia:
—Ni se te ocurra volver a intentar meterte entre nosotros.
Blaire retrocedió, irritada porque hubiera tenido el descaro de hablarle de ese modo, y sobre todo aquel día. Estiró los hombros y le dedicó su mejor sonrisa de escritora.
—¿No deberías preocuparte más por cómo lleva tu esposa el asesinato de su madre que por mi relación con ella? —le preguntó, y borró la sonrisa de su cara—. Pero no te preocupes, no volveré a cometer el mismo error. –«Esta vez me aseguraré de que tú no te interpongas entre nosotras», pensó mientras se alejaba.
Se dirigía hacia el cuarto de baño del primer piso para lavarse antes de la comida cuando algo de fuera llamó su atención. Se acercó a la ventana y vio a un hombre uniformado de pie en la sombra, junto al camino de la entrada. Tardó un minuto en reconocerlo: era el chófer de Georgina. ¿Cómo se llamaba? Algo que empezaba por R… Randolph, eso era. Él las llevaba en coche cada vez que a Georgina le tocaba encargarse del transporte de las niñas. Le sorprendió un poco que siguiera vivo. Ya le parecía anciano tantos años atrás, pero viéndolo ahora se daba cuenta de que por entonces debía de tener cuarenta y pocos años. Entonces vio a Simon acercarse y estrecharle la mano antes de sacar un sobre del bolsillo del abrigo. Randolph miró nervioso a su alrededor, después aceptó el sobre con un gesto de cabeza y se metió en su coche.
Simon ya se dirigía hacia la entrada, de modo que Blaire se apresuró a entrar en el tocador antes de que pudiera verla. No imaginaba qué asuntos podría tener Simon con el chófer de Georgina, pero pensaba averiguarlo.
—El asesino estaba hoy en el cementerio, quizá incluso en nuestra casa. —A Kate se le quebró la voz al entregarle su móvil al detective Frank Anderson, del Departamento de Policía del condado de Baltimore. Su presencia la tranquilizaba, su actitud decidida y segura de sí misma, y de nuevo volvió a sorprenderle lo a salvo que se sentía con aquella apariencia de fuerza física.
Sentado frente a Simon y a ella en su salón, leyó el mensaje de texto con el ceño fruncido.
—No saquemos conclusiones precipitadas. Podría tratarse de un bicho raro que ha leído sobre la muerte de su madre y el funeral; se le ha dado mucha cobertura informativa.
Simon se quedó con la boca abierta.
—¿Qué clase de perturbado hace algo así?
—Pero se trata de mi móvil personal —objetó Kate—. ¿Cómo podría haber conseguido el número un desconocido?
—Por desgracia, en la actualidad es bastante sencillo conseguir un número de teléfono. La gente puede usar muchos servicios de terceras personas. Y había varios cientos de personas en el cementerio. ¿Las conocía a todas?
—No —respondió negando con la cabeza—. Pensamos en celebrar un funeral privado, pero mi madre estaba tan ligada a la comunidad que sentimos que habría querido que estuviese abierto a cualquiera que quisiera presentar sus condolencias.
El detective tomaba notas mientras hablaban.
—En circunstancias normales, daríamos por hecho que se trata de un chiflado, pero, dado que estamos ante un crimen sin resolver, nos lo tomaremos más en serio. Con su permiso, vamos a pedir que le pinchen el teléfono. También me gustaría hacerlo con su teléfono de casa y con sus ordenadores. Así podremos ver en tiempo real si recibe más amenazas, y podremos rastrear la dirección IP.
—Por supuesto —respondió Kate.
—Llevo encima un equipo que me permite hacer una réplica de su teléfono. Lo haré cuando hayamos terminado y veremos si puedo rastrear este mensaje y descubrir quién lo envió. Haga lo que haga, no responda si vuelve a saber algo de él. Si se trata de un acosador, querrá que haga justo eso. —Le dedicó a Kate una mirada compasiva—. Siento mucho que tenga que enfrentarse a esto aparte de a todo lo demás.
Kate sintió solo un ligero alivio cuando su marido acompañó a Anderson hasta la puerta. Pensó en la última vez que había recibido una noticia aterradora por teléfono, la noche en que Harrison había encontrado a Lily. Había visto el número de su padre en la pantalla y, al responder, había oído su voz frenética.
—Kate. Nos ha dejado. Nos ha dejado, Kate —sollozaba al otro lado de la línea.
—Papá, ¿de qué estás hablando? —preguntó ella sintiendo cómo el pánico se extendía por su cuerpo.
—Alguien ha entrado en la casa. La han matado. Dios mío, esto no puede ser verdad. No puede ser cierto.
Kate apenas había logrado entender sus palabras de tanto como lloraba.
—¿Quién ha entrado? ¿Mamá? ¿Mamá está muerta?
—Sangre. Sangre por todas partes.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Has pedido una ambulancia? —le preguntó con tono agudo, a punto de dejarse sobrepasar por los nervios.
—¿Qué voy a hacer, Katie? ¿Qué voy a hacer?
—Papá, escúchame. ¿Has llamado al nueve uno uno? —Pero a través del teléfono solo había oído sus sollozos entrecortados.
Se había montado en el coche y había recorrido aturdida los veinticinco kilómetros hasta casa de sus padres tras escribir un mensaje a Simon para que se reuniese con ella allí lo antes posible. Vio las luces rojas y azules a dos manzanas de distancia. Al acercarse a la casa, una barrera policial le cortó el paso. Al bajarse del coche, vio el Porsche de Simon detenerse detrás de ella. Los del servicio de emergencia, la policía y los CSI entraban y salían de la casa. Con pánico creciente, se alejó corriendo del coche y se abrió paso entre la multitud, pero un agente se le puso delante con los brazos cruzados, las piernas separadas y el ceño fruncido.
—Lo siento, señora. Se trata de la escena de un crimen.
—Soy su hija —le dijo ella, tratando de pasar mientras Simon corría hacia ella—. Por favor.
El agente de policía negó con la cabeza y le puso una mano delante.
—Saldrá alguien para hablar con usted. Lo siento, pero voy a tener que pedirle que se aparte.
Y entonces observaron y esperaron juntos, aterrorizados, mientras los investigadores entraban y salían, con cámaras, bolsas y cajas, y colocaban cinta policial amarilla sin ni siquiera mirarlos. Los equipos de televisión no habían tardado en llegar, con sus cámaras apuntando a los reporteros sin aliento, micrófono en mano, mientras relataban hasta el último detalle macabro que pudieran obtener. Kate quiso taparse las orejas con las manos al oírles decir que a la víctima le habían reventado el cráneo.
Al fin, vio que sacaban a su padre de la casa. Sin pensarlo, corrió hacia él. Antes de haber podido dar unos pocos pasos, unas manos poderosas la agarraron para que no siguiera avanzando.
—Suélteme —gritó, retorciéndose contra el agente que la sujetaba. Las lágrimas resbalaban por su cara y, cuando el coche de policía se alejaba, gritó—: ¿Dónde se lo llevan? Suélteme, maldita sea. ¿Dónde está mi madre? Necesito ver a mi madre.
Entonces el hombre aligeró la fuerza, pero no suavizó su expresión.
—Lo siento, señora. No puedo dejarla entrar.
—Mi padre debería estar con ella —dijo Kate. Al ver a Simon junto a ella, tomó aliento y trató de calmarse. Aunque seguía enfadada con él, su presencia era tranquilizadora.
—¿Dónde se lo han llevado? Al doctor Michaels, el padre de mi esposa. ¿Dónde se lo han llevado? —preguntó Simon rodeándola con un brazo.
—A la comisaría para interrogarlo.
—¿Interrogarlo? —preguntó Kate.
Una mujer uniformada se le acercó.
—¿Es usted la hija de Lily Michaels?
—Sí. La doctora Kate English.
—Me temo que su madre ha fallecido. Siento mucho su pérdida. —La agente se quedó callada unos instantes—. Vamos a necesitar que venga a la comisaría para que responda a unas preguntas.
«¿Siento mucho su pérdida?» Qué superficial. Simplista, incluso. ¿Así era como la veían los familiares de los pacientes cuando les daba una mala noticia? Había seguido a la agente, pero solo podía pensar en su madre, muerta, siendo fotografiada y estudiada por los investigadores antes de ser trasladada al depósito para que le realizaran la autopsia. Ella había visto unas cuantas autopsias cuando estudiaba. No eran agradables.
—¿Has comido algo? —le preguntó Simon, devolviéndola al presente al entrar en la habitación.
—No tengo hambre.
—¿Y un poco de sopa? Tu padre dijo que Fleur había preparado arroz con pollo.
Kate lo ignoró, él suspiró y se sentó en una silla junto a un ramo de flores que le habían enviado sus compañeros del hospital; acarició la punta de una hoja mientras leía la tarjeta.
—Qué amables —comentó—. Deberías comer algo, aunque fuera poco.
—Simon, por favor, para, ¿quieres? —No quería que se comportase como un marido devoto y cariñoso después de la tensión de los últimos meses. Cuando las peleas y los reproches alcanzaron un punto en el que Kate ya no podía concentrarse en su trabajo ni en ninguna otra cosa, había acudido a Lily. Hacía solo pocas semanas que se habían sentado junto a la chimenea en el acogedor estudio de sus padres, reconfortadas por las llamas, Kate con el uniforme del hospital y Lily muy elegante con unos pantalones blancos de lana y un jersey de cachemir. Lily la había mirado con intensidad y gesto serio.
—¿Qué sucede, cielo? Parecías muy disgustada por teléfono.
—Es Simon. Ha… —Se detuvo, sin saber por dónde empezar—. Mamá, ¿te acuerdas de Sabrina?
Lily frunció el ceño y la miró confusa.
—Sí que te acuerdas. Su padre fue quien se ocupó de todo cuando murió el padre de Simon, se convirtió en un mentor para Simon. Sabrina fue dama de honor en nuestra boda.
—Ah, sí. Me acuerdo. No era más que una cría.
—Sí, tenía doce años en aquel momento. —Kate se inclinó hacia delante sobre su silla—. ¿Recuerdas que, la mañana de la boda, mientras estábamos todas aquí preparándonos, Sabrina desapareció? Fui a buscarla. Estaba en una de las habitaciones de invitados, sentada al borde de la cama, llorando. Me dispuse a entrar, pero entonces vi que su padre estaba con ella, de modo que me quedé fuera, oculta. Estaba muy disgustada porque Simon fuese a casarse. Le dijo a su padre que siempre había creído que Simon esperaría a que creciera para casarse con ella. Sonaba muy lastimera.
Lily se quedó con los ojos muy abiertos, pero mantuvo la misma expresión de calma.
—Se me había olvidado eso, pero fue hace años. Era joven y estaba encaprichada.
—Pero no ha cambiado nada —respondió Kate con la cara roja—. Intenté entenderlo y ser amable, de verdad. Su madre murió cuando tenía cinco años y pensé que yo podría ser una buena amiga, incluso una confidente. —Suspiró—. Pero rechazó mis esfuerzos. Nunca se mostró grosera delante de Simon, pero, cuando estábamos solas, dejaba claro que no quería tener nada que ver conmigo. Y ahora, desde que murió su padre, está más pesada que nunca, llama a todas horas, cada vez quiere pasar más y más tiempo con Simon.
—Kate, ¿qué tiene que ver todo esto contigo? Siempre y cuando Simon no le dé pie, no tienes por qué preocuparte. Y la pobre chica se ha quedado huérfana muy joven.
—Esa es la cuestión. Que sí que le da pie. Cada vez que llama con algún problema o algo que hay que arreglar, él va. Y cada vez llama más. Él pasa mucho tiempo allí. Más del que debería. —Kate hablaba cada vez más alto—. Dice que no es nada, que estoy exagerando, pero no es verdad. Ahora que trabaja con él, están juntos a todas horas. Cenan juntos, viene a casa a montar a caballo, me ignora por completo y babea por él. He llegado a un punto en que no puedo soportarlo más. Le he pedido a Simon que se vaya.
—Kate, escucha lo que estás diciendo. No puedes romper tu familia por algo así.
—Pues ya no lo soporto más. No debería haberla contratado, pero su padre le pidió en su lecho de muerte que cuidara de ella. Sabrina le pidió trabajo a Simon en cuanto su padre murió.
—No me parece que Simon tuviera alternativa —le dijo su madre—. Las cosas se arreglarán. Quizá solo sea por el duelo.
—Francamente, mamá, estoy cansada de ser la esposa compasiva y sufridora. Es ridículo que me traten así y que luego mi marido me diga que soy injusta.
Lily se puso en pie y comenzó a caminar de un lado a otro. Se acercó a donde estaba Kate, le puso las manos en los hombros y la miró a los ojos.
—Voy a hablar con Simon y arreglarlo todo.
—Mamá, no. Por favor, no hagas eso. —Lo último que deseaba era que su madre pusiera a caldo a Simon. Eso empeoraría las cosas. Pero no había vuelto a oír a su madre decir nada sobre el tema. Si Lily había hablado con él, ni Simon ni ella se lo habían dicho.
Miró ahora a Simon y lo vio inclinado hacia delante sobre la silla, con los codos apoyados en las rodillas.
—Por favor, no me rechaces —le dijo—. Sé que hemos tenido nuestros problemas, pero ahora es momento de estar juntos y apoyarnos mutuamente.
—¿Apoyarnos? Hace mucho tiempo que no me apoyas. No debería haber permitido que volvieras a instalarte aquí.
—Eso no es justo. —Simon frunció el ceño—. Me necesitas aquí y yo quiero estar con Annabelle y contigo. Me sentiría mucho mejor estando aquí para cuidar de las dos.
Sintió un escalofrío en los brazos y se apretó la chaqueta de punto al recordarlo: había un asesino suelto. La última frase del mensaje se repetía una y otra vez en su cabeza. Para cuando haya acabado contigo, desearás haber sido tú a la que han enterrado hoy. Eso sugería que aún había más por venir. ¿El asesino habría matado a su madre para castigarla a ella? Pensó en los padres desolados de los pacientes a los que no podía salvar y trató de identificar a alguno que pudiera haberla culpado. O que tal vez hubiera culpado a su padre, que había ejercido la medicina durante más de cuarenta años, tiempo suficiente para crearse enemigos.
—Kate. —La voz de Simon volvió a invadir sus pensamientos—. No pienso dejarte sola. No cuando estás amenazada.
Kate levantó lentamente la mirada hacia él. No podía pensar con claridad. Pero la idea de quedarse sola en aquella casa enorme le resultaba terrorífica.
Asintió.
—Por ahora puedes seguir en la suite de invitados azul —le dijo.
—Creo que debería volver al dormitorio principal.
Kate notó el calor que le subía por el cuello hasta las mejillas. ¿Su marido estaba usando la muerte de su madre para volver a ganarse su afecto?
—Desde luego que no.
—Está bien, de acuerdo. Pero no entiendo por qué no podemos dejar atrás el pasado.
—Porque no se ha resuelto nada. No puedo confiar en ti. —Se quedó mirándolo fijamente—. A lo mejor Blaire tenía razón.
Simon se dio la vuelta con expresión sombría.
—No tenía por qué venir hoy.
—Tenía todo el derecho —respondió ella, enfadada—. Era mi mejor amiga.
—¿Has olvidado que trató de acabar con nuestra relación?
—Y tú te estás encargando de terminar el trabajo.
Simon apretó los labios y se quedó callado unos segundos. Cuando por fin habló, su voz sonó fría.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no hay absolutamente nada? Nada.
Kate estaba demasiado cansada para discutir con él.
—Me voy arriba a acostar a Annabelle.
Annabelle estaba en el suelo con un puzle, con Hilda sentada en una silla cercana, cuando Kate entró en el dormitorio de la niña. ¿Qué habría hecho sin Hilda? Se portaba de maravilla con Annabelle; era cariñosa y paciente, y se mostraba tan entregada con Annabelle que Kate debía recordarle que el hecho de que viviera con ellos no significaba que estuviese de servicio en todo momento. Hilda había sido la niñera de los tres hijos de Selby. Cuando nació Annabelle, Selby le sugirió que la contratara, dado que su hijo pequeño iba a empezar a ir al colegio y ya no necesitaría una niñera a jornada completa. Kate se sintió aliviada y agradecida de tener a alguien de confianza que cuidara de su hija. Conocían a Hilda de toda la vida, y su hermano, Randolph, había sido el chófer de Georgina durante años, un empleado de confianza. Había salido a la perfección.
Kate se arrodilló junto a su hija.
—Qué gran trabajo has hecho.
Annabelle la miró con su carita de querubín y sus rizos rubios.
—Toma, mami —le dijo entregándole una pieza del puzle—. Hazlo tú.
—Mmm. Vamos a ver. ¿Va aquí? —preguntó Kate, y empezó a poner la pieza en el hueco equivocado.
—No, no —dijo la niña—. Va aquí. —Agarró la pieza y la puso en el lugar adecuado.
—Ya casi es hora de acostarse, cariño. ¿Quieres escoger un libro para que mamá te lo lea? —Se volvió hacia Hilda—. ¿Por qué no te vas a la cama? Yo me quedaré con ella.
—Gracias, Kate. —Hilda le revolvió el pelo a Annabelle—. Hoy ha sido una auténtica guerrera, ¿verdad, cielo? Ha sido un día muy largo.
—Sí —le dijo Kate con una sonrisa—. También ha sido un día largo para ti. Vete a descansar.
De la librería, Annabelle sacó La telaraña de Carlota y se lo llevó a Kate. Se sentó en la cama mientras su hija se metía bajo las sábanas. Le encantaba aquel ritual nocturno con Annabelle, pero las noches desde la muerte de Lily habían sido diferentes. Deseaba abrazar a su hija y protegerla de la trágica realidad.
En cuanto Annabelle se quedó dormida, Kate apartó el brazo y salió de la habitación de puntillas. Contempló la última habitación de invitados al final del pasillo, la que ocuparía Simon. Tenía la puerta abierta, la habitación estaba a oscuras, pero veía una luz encendida por debajo de la puerta de su cuarto de baño y oía el agua correr.
Apartó la mirada y pensó en Jake. Sus padres no habían acudido a la reunión en casa después del entierro, de modo que no había tenido oportunidad de hablar con ellos; lo que tal vez hubiera sido mejor, dados los malos recuerdos que debía de producirles. Jake y ella se habían criado en el mismo barrio y prácticamente se conocían desde siempre, pero fue en el instituto cuando se enamoraron. Kate aún recordaba su último año, cuando se sentaba en las gradas y Jake le sonreía desde el campo de lacrosse