La vida en miniatura - Mariana Sández - E-Book

La vida en miniatura E-Book

Mariana Sández

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Beschreibung

Con una escritura a la vez exquisita y natural en la que despuntan la ternura y el humor, Mariana Sández nos brinda una sátira social donde se funden lo más mordaz y lo más bello de la vida.

Dorothea Dodds lleva 59 años viviendo sin que se note. A la sombra de un hermano ausente y problemático, es ella quien se ocupa de sus padres. Es hija, secretaria, ama de casa y adhesivo invisible que lo sostiene todo. Es, sin lugar a dudas, la persona ideal que cualquiera querría dejar a cargo de su casa durante las vacaciones de verano. Y un buen día, cuando necesita escapar de todo, eso es precisamente lo que decide hacer. Con la ayuda de su prima inglesa, Mary Lebone, Dorothea consigue trabajo cuidando casas y mascotas a lo largo y ancho de la campiña inglesa, y en estos atisbos de vidas ajenas encuentra pistas sobre la suya propia. Con una prosa que sigue la huella de Natalia Ginzburg o Iris Murdoch, La vida en miniatura es un libro de viajes donde el camino se recorre por dentro: Dorothea cruza los campos de Inglaterra a la vez que desanda episodios clave de su pasado y aprende a vivir en su presente.

CRÍTICA

«Mariana Sández nos muestra los detalles de la fragilidad humana.» —Publishers Weekly

«La escritura de Mariana Sández privilegia lo absurdo en lo ordinario.» —Revista Mercurio

«Todo un descubrimiento.» —Rosa Martí, Esquire

«Una escritura construida con una arquitectura precisa y prodigiosa.» —Isabel Marina, Revista Clarín

«Una escritora con una mirada muy penetrante sobre las cosas.» —Librújula

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A mis abuelas.

Y a mis abuelas de la ficción.

«I will go down with my colours flying.»

VIRGINIA WOOLF, Diario

«También armé pequeños teatros,

cajitas con recuerdos y adivinanzas

para pequeños príncipes porque

la poesía es la continuación de la infancia

por otros medios, y la miniatura,

un objeto transportable,

ideal para los seres nómades.»

MARÍA NEGRONI, El corazón del daño

ACABA DE DAR UN PASO AL COSTADO y prefiere no mirar atrás. Es algo temporario, eso la calma. Emprende un viaje por la tierra paterna sin fechas específicas ni propósito. Va con una valija de cabina cuidada, vieja, y un saco de pana verde, bastante ancho para su figura, que pudo haber pertenecido a otra persona. Sus mocasines diminutos de hebilla apenas contactan el piso con la ligereza de las palomas. Hay algo tremendamente narrativo en esa mujer tan pequeña que cabe en un achinamiento de ojos.

Dorothea Dodds avanza por la noche sucia de Londres con la cautela de una monja, una sombra melancólica en la oscuridad. En su andar va dejando huella como los aviones cuando subrayan el cielo con tiza. No le pesan los rosarios ni los pecados ajenos, pero la hunde la culpa por lo que se atrevió a inventar. Jamás pensó que llegaría a tomar una decisión tan insensata. Ni sabe, aunque intuye, que elegirá su final.

MANDANDO

«Es inútil aconsejar calma a los humanos

cuando experimentan esa inquietud

que yo experimentaba.

Si necesitan acción y no la encuentran,

ellos mismos la inventarán.»

CHARLOTTE BRONTË, Jane Eyre

La mañana del día en que tenía todo preparado para desertar, Dorothea se dejó caer en la cama gemela a la mía y dijo: No sé si puedo. Se puso a enroscar y desenroscar entre los dedos los flecos de la manta; bajó los ojos llorosos para fijarlos, avergonzada, en ese ejercicio contenedor. Suspendí el lustrado de mis zapatos para sentarme a su lado: Son puros nervios, prima, la tranquilicé con una caricia firme en la espalda.

Cuando volví del baño se miraba abstraída, todavía a medio vestir, en el espejo del armario y se repasaba las líneas delatoras de la cara con el índice. Después de una fatal noche de insomnio, las arrugas parecían el resultado de haber dormido con la cara aplastada contra un colador de pastas. Las ojeras se veían protuberantes como si le hubieran crecido bulbos de batata debajo de la piel. La melena, redondeada encima de los hombros con una perfección que suelo elogiarle, se desordenaba sin gracia dejando asomar arriba, expandida sobre la tintura castaña, una aureola gris en las raíces, igual a esos ceniceros a los que resulta imposible limpiarles el fondo.

—A ver, que te arreglo con algo de maquillaje —la apuré.

Me di cuenta de que evitaba salir del cuarto y encontrarse con sus padres porque nunca fue buena disimulando, ni siquiera ahora, con ella al borde de la tercera edad y ellos en el precipicio hacia el otro mundo. Mientras tanto, se oía afuera el ir y venir de los viejos que arrastraban los pies, empujaban bultos, entraban o salían de la cocina, colisionaban entre sí y se echaban mutuamente las culpas; susurraban gritando porque ninguno de los dos oye bien, el tío muy poco. Por turnos llamaron a nuestra puerta con la frecuencia de un reloj cucú de dos pájaros.

Horas antes de tomarse el avión a Buenos Aires, luego de tres semanas en Londres, Robert y Sofía estaban tan urgidos por volver a su ciudad que, en sentido inverso a la hija, ejecutaban todo con una precipitación motriz realmente innecesaria. No hacía falta verlos para saber que ya habían acomodado el equipaje en la entrada principal, contando en eso las dos valijas para despachar, un bolso de mano compartido, lleno hasta arriba de remedios de todo tipo y elementos de higiene para usar, teóricamente, durante el vuelo, más la documentación revisada con lupa treinta veces. Solo les faltaba calzarse y partir, apenas se lo indicáramos.

Durante el viaje en taxi volví a agradecerles que hubieran venido desde la australidad del mundo para despedirse de papá ni bien nos avisaron del peor pronóstico. Sabés perfectamente que haría cualquier cosa por mi único hermano y por vos, Mary, por ustedes, reconoció el tío acongojado.

—¿Cómo no íbamos a estar para darle el último abrazo a Simon? —agregó Sofía—. Además fue un placer ver a tu hijo, increíble tan grande, ya se ha vuelto un hombre. ¿Cuántos años me dijiste que tiene?

—¿Christian? Chris cumple veintiocho en agosto. Lástima que se quedó tan poquito, tenía obligaciones por su trabajo y su vida en Berlín.

Al llegar a Victoria Station, salimos expulsados del taxi como un coágulo de carne vieja, dificultades motoras, exceso de abrigos y bártulos. De nada sirvió que les insistiera con hacer todo el camino hasta el aeropuerto en auto; costaba casi lo mismo si se comparaba con la suma de los tres boletos del tren más el taxi y todo el desgaste que producía, a un grupo de gente mayor, andar con el equipaje de un lado para otro, remontando escaleras y buscando ascensores. No hubo forma de convencerlos.

Ahora, situémonos en la estación Victoria, núcleo de todas las vértebras comunicantes de Londres, un lunes a principios de abril. Habitualmente el hormigueo humano es tal que, si uno intenta detenerse un segundo con la intención de revisar el teléfono o encontrar un destino en las carteleras, bastará para ser atropellado por una horda de individuos que marcha en múltiples direcciones de un modo industrial, frenético. Agreguemos a eso la alteración de la gente por el momento convulsivo que atravesábamos: hacía solo unos días la reina había comunicado oficialmente que el Reino Unido se separaba de Europa, tras lo que decenas de miles de personas llenaron las calles para manifestar su descontento. El clima de frustración o de abatimiento, las peleas a favor y en contra en cualquier casa, en las oficinas o en las veredas de los pubs durante los afterhours, las marchas y los acampes frente al Parlamento… Todo ello resultaba tan apabullante que de a ratos la tristeza por la muerte de papá —y mi nuevo estado de huérfana— me parecía injustamente esfumada. Me consolaba recordarme cada tanto que por suerte él no había alcanzado a asistir de manera consciente a ese desenlace porque la indignación le hubiera causado no una, sino varias muertes seguidas.

En el centro de ese cuadro, en medio del amasijo, Dorothea se frenó de golpe y nos obligó a los demás a pararnos también, lo que desorientó a sus padres. Más de un pasajero distraído rebotó contra nuestro círculo mal estacionado —un limbo dentro del caos— e insultó porque interrumpíamos el paso. Cuando ya la situación era insostenible, y acorralada por mis continuos recordatorios al oído o mediante toquecitos en el codo, mi prima empezó a anunciar que no volvía a Buenos Aires, se quedaba un tiempo en Londres, en mi casa, en Hampstead. Eran necesarias solo tres palabras: Yo no vuelvo. O dos: No vuelvo. Versión impersonal: No volver. Propositivo: Me quedo. Lo que le salió fue tan enmarañado, tan mudo en medio del barullo, que si bien yo a priori no quería, terminé por arrebatarle la palabra.

—La valija esa —señalé— tiene mi ropa. Soy yo quien viaja con ustedes a Buenos Aires, tíos, si me aceptan, mientras Dorothea se toma unas vacaciones acá, un tiempito. Preciso acomodarme a la ausencia de papá y distanciarme temporalmente de todo esto. —Alcé las manos hacia los lados como si mi país se ciñera a ese recinto cercado por cafés, taquillas y kioscos de revistas—. En fin, me vendría tan bien hacer un paréntesis allá. ¿No les molesta?

Los tíos permanecieron inmóviles, observándome como si esperaran que mi boca lo repitiera, seguros de no haber oído bien; les hizo falta unos segundos para procesar la información. Si a mí me resultaba difícil, el cuerpo de mi prima en ese instante debía sentirse como envuelto en una faja de cilicios. La torturaba saber que sus padres no estaban acostumbrados a prescindir de ella o a manejarse solos.

—Claro, claro que no, querida, eso no es problema. —Sofía, con poco aire en la respiración—. Siempre sos bienvenida con nosotros, Mary, es un gusto enorme, ni hay que explicarlo. —A través de los vidrios gruesos de sus lentes, nos estudió con sus pestañas consumidas, siempre húmedas. Se veía agitada. Sacó del bolsillo el inhalador para el asma y giró hacia un costado para darse un puff. Luego se concentró con la misma avidez en su esposo, presionándolo en silencio para que él respondiera.

—Nuestra casa es tuya y sobra espacio —Robert, notoriamente aturdido. Con las manos en los bolsillos, miraba inquieto hacia la turba radiactiva de pasajeros como si vigilara a un niño a punto de perderse en la multitud.

—Ya hicimos el cambio de billetes, check-in confirmado, todo en orden, nada de que preocuparse —agregué.

Las primas intercambiábamos roles. Yo no tenía inconveniente en reemplazar a Dorothea como asistente profesional del padre, compañía de la madre, coordinadora y sostén anímico del hogar. Me sobran tiempo y condiciones, les aseguré con la consistencia que mi querida Dorothea en cambio desconoce.

—Roberto, ¿pensás opinar algo sobre la decisión de tu hija? Es obvio que se viene con nosotros como estaba armado. ¿Qué ridiculez es esta de querer quedarse así porque sí, en el último minuto? Avisarnos de esta forma tan… desconsiderada. —Sofía, pequeño atajo de huesos, ropa negra de luto (no solo por el velorio de mi padre, sino por costumbre), pelo blanco largo, atado en un rodete, tan blanco que, según la luz, por zonas se vuelve violáceo, todo llevado con elegancia. En los trances de pudor o irritación, el párpado derecho le tintinea exasperado con vida propia, deformándole de una manera bastante cómica el gesto y provocándole, en conjunto con los anteojos redondos, una singular cara de topo—. Robert… —Daba golpecitos con el bastón en el suelo.

See it, say it, sorted, sonó por octava vez, como un mantra insoportable, la advertencia de seguridad en los parlantes que habían incorporado hacía unos meses las estaciones para instar a los pasajeros a notificar de cualquier persona u objeto sospechoso.

—¿Qué te puedo decir? Me parece una barbaridad… —El tío, más alto y macizo que su esposa y que su hija, que yo misma, pero de una estatura más bien baja para la media masculina. Pelo y barba grises, nariz y barriga prominentes, cardigans abotonados y abrigos de tweed largos al estilo Sherlock, sombrero en la calle, boina para pintar: en conjunto, aspecto de psicoanalista pudiente dado al alcohol—. ¿Se puede saber de cuánto tiempo hablamos?

—Algunas semanas, un par de meses, pasa tan rápido. —Dorothea, esquiva. Posó los ojos en mí para juntar fuerzas, luego revolvió dentro de su cartera como si buscara un caramelo en el fondo.

Lo habíamos discutido hasta el hartazgo y, aunque le costara admitirlo, ella estaba convencida. Quizás valga la pena aclarar que, más allá de las idas y vueltas, se mantuvo inquebrantable por primera vez en su vida, a los cincuenta y nueve años.

La culpa fue del otro país, el que la tentó, eso me había dicho mi prima. La culpa fue, en todo caso, de algo inaudito que le produjo ese destino. De la nada misma, de repente: ese paisaje concreto o la idea del paisaje. ¿Un espejismo? La culpa se mezcló con la mitad de cromosomas ingleses que existían en su cuerpo a pesar de haber nacido y vivido siempre en la Argentina, y a pesar de que al padre su propia inglesidad lo tenía sin ningún cuidado. Robert había dejado su tierra muy joven para casarse con Sofía y, a medida que morían sus últimos parientes, se vaciaba de motivos para volver, lo vivía como un territorio del pasado, un mapa lleno de lápidas.

Esa mitad vino a susurrarle a ella al oído con la lengua de la serpiente. Le describió el paraíso. Dorothea tomó su manzana. La culpa surgió de los sueños sin sentido o del sinsentido de los sueños. La culpa debió ser de Inglaterra, que tuvo la osadía de flecharla con ese impulso insólito, ese deseo inexplicable de volverse inglesa, de permutar su patria, de trasplantar su espíritu, como si respondiera al mayor acto de entrega, el máximo estado de enamoramiento que había experimentado nunca. Y, lo más llamativo, le ocurrió en una dirección opuesta a la del padre.

Hubo momentos, después, en que me arrepentí de haber favorecido ese rapto tan curioso, más aún de haberlo promovido. Sin embargo, ahora puedo admitir que tan equivocada no estaba mi prima al perder la cabeza por el amor a un país. Aquel paisaje idealizado al final la recibió con lo único que ella de verdad precisaba: algo de reconocimiento, un guardián atento y un jardín.

En esa nostalgia de pasado y futuro mezclados andaba traspapelada por aquellos días cuando un folleto con publicidad, en una tienda Oxfam, le sugirió una idea. Tenue, rebelde, provocativa idea que tomó forma entre las dos.

Frente a la declaración de independencia de su hija, de repente, el tío pareció salir del ensimismamiento y gritó que cuánto le iba a costar toda esa idiotez, agitaba los brazos y escupía al gritar. Si el campo semántico obsesivo de Sofía ronda el tema de la salud y la puntualidad, el de Robert suele estar minado de referencias a cuestiones económicas. Sobre todo debido a las experiencias tan terriblemente negativas con el otro hijo, eso lo entiendo, pero Dorothea nunca había sido ni sería como su hermano mellizo, evidente para cualquiera, muy en particular para sus padres. Al margen de que los tíos no serán ricos, me consta por comentarios de papá que han heredado y logrado embolsar unos ahorros sustanciosos: alcanzan para dar buena vida a por lo menos unas dos generaciones después de ellos y, en esa familia, Dorothea ya es el cul-de-sac. Como si fuera poco, la obra de Robert Dodds —considerado uno de los más prestigiosos pintores ingleses contemporáneos— se vende por unidad en miles de dólares.

Nosotras nos miramos como quien escucha por centésima vez la pregunta monocorde de alguien con alzhéimer y aclaramos que cada una se costeaba lo correspondiente, tío querido. De cualquier forma, aceptémoslo, es mucho más fácil protestar por dinero que por desilusiones emocionales y lo único que le dolía al hombre, hasta niveles intolerables, era imaginarse un minuto sin su hija, su bastón o bastión vital. Me moría de ganas de señalárselo pero me mordí la lengua. A ver cuándo empezamos a llamar a las cosas por su nombre, con gusto le hubiera dicho.

Hubo que llevárselo a la rastra. Entre las tres lo forzamos a subir al vagón; la tía colaboró no porque estuviera de acuerdo, sino porque la movía el apremio por irse y el terror a perder el vuelo, y porque detesta hacer escándalos delante de otra gente, incluida yo misma. Ya arreglarían cuentas con su hija, lo adiviné en ese beso que le revoleó con el filo del mentón y que acompañó de un chau cortante.

A último momento, Dorothea sintió el envión de subir también, hizo un movimiento extraño hacia nosotros, hacia el vagón, justo cuando la detuvo el altavoz —Stand clear of the closing doors— y las puertas se cerraron delante de ella. Le sonreí con la intención de que se aflojara, aunque no sé si lo captó porque, como era de esperar, tenía la cabeza desbordada de reproches. Con qué derecho, tratarlos así, tan egoísta, en particular con la pena que les había causado Enrique, empezó a fustigarse apenas el tren se puso en marcha, me lo contó después en un mensaje. No iban a resistirlo, seguro iba a impactarles en la salud, etcétera y ramilletes de etcéteras.

Se acercó indecisa a verificar qué tren salía hacia el aeropuerto. Buscaría su valija e iría detrás de nosotros. Y si no, tomaría otro avión, el siguiente, cualquiera. Sacó el celular del bolsillo para llamarme y avisarme que se arrepentía. Amagó a marcar mi número, pero sabía lo que yo iba a responderle. Entonces volvía a tildarse ante el letrero de Gatwick Express y las carteleras con los anuncios fosforescentes de los horarios sin ver ni escuchar nada. Más trenes partieron con ella detenida ahí, enfrascada. En un par de oportunidades hizo dos o tres pasos hacia ningún lugar y regresó. Puedo imaginar el cuadro: la intensidad de la luz natural empezó a debilitarse; primero las sombras y luego la luz artificial cayeron gradualmente sobre la figura estática de Dorothea. Cuando tomó valor para dejar la estación, afuera había empezado a oscurecer.

TODO

«Las mujeres más felices,

como las naciones más felices,

no tienen historia.»

GEORGE ELIOT

Ni papá ni mamá estaban enterados de que, dos días después de haberme separado de ellos, luego de tanto dudar y ajustar detalles, tomar un turno largo en la peluquería para renovar el teñido, cortar las puntas, hacer manicuría, pedicuría, y dejar a Catalina de Aragón, la gata, en lo de una vecina de Mary, abordé un tren temprano, aunque no hacia el aeropuerto como al principio creí que haría, sino rumbo a una ciudad cercana, Saint Albans. Partí con una valija mediana y el maletín donde llevo la notebook y mi cuaderno de bocetos. Un viaje cortísimo, de veinte minutos, se convirtió en el escenario de un abigarrado debate interno con décadas de atraso, cúmulos de adrenalina ahogada, montañas de comienzos suspendidos, un apilamiento de futuros postergados, siempre siempre interrumpidos, verbos sin poner en práctica, ilusiones anestesiadas. Aferraba, en el bolsillo del sacón, la libreta donde tenía anotada la dirección de Josephine Oliver, punto de partida de un itinerario complejo, cuyas paradas, apellidos y calles, de tanto leerlos, empezaban a resultarme familiares. Repasaba la enumeración de destinos como si otra persona hubiera generado esa serie de compromisos por mí.

Y en parte sí, de hecho, fue la excéntrica de Mary. Se puso alerta como un galgo cuando le mostré, un poco por casualidad, un folleto que había traído de esa tienda Oxfam. Nunca había escuchado algo así, por eso me llamó la atención. Mi prima me lo quitó de la mano, lo leyó y tardó segundos en sentarse en el escritorio de su cuarto, abrir la computadora, buscar la web que figuraba en el papel y enterarse. Ella sí tenía noción de que existía ese sistema de cuidar casas y mascotas ajenas a cambio de alojamiento, o incluso de dinero, aunque no conocía a nadie que lo hubiera probado. Es interesante, decía excitada como una criatura, muy muy interesante. Se metía en una y otra pestaña de la página sin darme tiempo a leer completa cada parte, ni se detenía a explicarme. Cuando mamá gritó mi nombre desde el living, Mary respondió como un resorte, ¡ya vamos!, y sin palabras, con un dedo tipo flecha me ordenó cerrar la puerta; con otro gesto del mismo índice lanza, que me sentara en su cama.

—Sentate y escuchame, escuchame bien —anunció con el dedo oráculo sobre los labios en señal de que susurráramos—. Vos no volvés a Buenos Aires con ellos, no señor. Te quedás acá.

—¿Cómo? —La sorpresa me arrancó un tono alto, ella me indicó con la mano que lo bajara—. ¿Qué decís? —murmuré acercándome más.

—Hay que evitar por todos los medios a ese individuo —aseguró.

Toda la vida pensé que Mary debía haber sido actriz. Fue siempre una chica y una mujer no tanto bonita en términos de la belleza que suele estar de moda, sino atractiva por cómo se desenvuelve en cualquier circunstancia, con una luminosidad, un desparpajo, diferentes. No parece tenerle miedo a nada, al contrario, a todo le pone un tinte de histrionismo gracioso que además resulta convincente. Dotes que igualmente aplicó a su carrera como profesora de literatura: en el aula ese carácter de libélula alegre le fue muy útil, me consta.

—Ese indi… —Tardé en caer—. Ri… Ya… No es un peligro.

—Haceme caso, Dottie, por favor, ni lo dudes.

Ese individuo era el gran secreto de las dos y el motivo por el que mi prima me aguijoneaba a rodar por Gran Bretaña disfrazada de cuidadora. Decía que de paso descansaba un tiempo de la esclavitud de mis padres y aprovechaba para recorrer ese país que me gusta tanto pero libre, Dorothea, libre.

—Un poco de locura en primavera es saludable incluso para un rey. ¿Sabés quién lo dijo?

—No.

—La inmensa Emily Dickinson. Ese debe ser tu lema ahora. ¡Choque! —Me extendió el puño cerrado para que lo impactara con el mío como cuando éramos adolescentes. Solo que esta vez le acerqué un muñón blando, adormecido, como si me hubieran inyectado anestesia y no lo sintiera parte de mi osamenta.

El sujeto se llama Ricardo y hasta que reapareció en las últimas semanas justo antes de mi viaje, llevábamos once meses sin hablarnos sobre un total de diecisiete años de algo inespecífico que podría, quizás, definirse como relación amorosa, o relación a secas, a falta de otra palabra más precisa. No se me ocurre cuál. A veces el lenguaje tiene techos bajos y paredes demasiado estrechas donde no todos cabemos con comodidad.

Con Ricardo nos conocimos en un curso de francés, primer nivel del grado intermedio, en la Alianza Francesa de Belgrano. Esa sucursal queda cerca de mi casa y, teóricamente, según me dio a entender al principio, también de la suya. Ricardo es contador, tiene su propia firma o estudio, algo así. Como a causa de su trabajo faltaba algunas veces a clase, empezó a pedirme los apuntes, los fotocopiaba y me los devolvía. Sentí curiosidad, aunque nunca le pregunté, acerca de por qué me eligió a mí y no a cualquier otra compañera o compañero, de los quince que seríamos, para pedirlos. Es cierto que ni él ni yo hablábamos mucho con las demás personas del curso, a lo sumo un intercambio escaso, salvo que la profesora nos indicara trabajar en parejas o en grupo. Desde que se acercó por mis apuntes, los días que lograba llegar en hora se sentaba cerca de mí para asegurarse de que nos tocara juntos en los ejercicios de a pares. No me convenía: le cuesta mucho el idioma a Ricardo, mientras que yo tengo facilidad y prefería poder acoplarme a alguien que estuviera más a mi nivel. Al principio me hacía la distraída para tratar de esquivarlo, buscaba con la vista justo hacia el otro lado para ver quién estaba libre, pero al ser números impares, él siempre quedaba solo y me daba lástima dejarlo de lado. Terminaba ofreciéndole que se sumara a nuestro equipo aunque no aportara nada o entorpeciera, ya que había que explicárselo todo despacio, corregirlo, mostrarle. Terminó pasando que, cuando la profesora lo ordenaba, me dirigía a él o él se traía directamente la silla adonde yo estuviera sin preguntar.

Una tarde, al salir de la clase, se había desatado una tormenta apoteósica: el cielo estaba negro hierro, los truenos cortaban como un pan las nubes, el viento hacía volar ramas pesadas o carteles de la calle y llovía a cántaros. Muchos nos amontonamos en la puerta del instituto a esperar el mejor momento para salir, pero igual nos mojábamos porque la lluvia caía oblicua y nos salpicaba. Ricardo se ofreció a llevarme en su auto y, después de dudarlo, acepté. Salió a buscar el auto con un paraguas y volvió a recogerme por la puerta. Como algunas calles ya estaban inundadas, tuvimos que desviarnos y detenernos debajo de un árbol generoso a reparo del agua que impedía ver hacia afuera y de la piedra que repiqueteaba con violencia. Para que no se dañe la pintura, me explicó como disculpándose porque íbamos a demorarnos. No hay problema, dije, si bien a esa altura no se me ocurría otra cosa para charlar —habíamos comparado a la profesora con las que cada uno había tenido el año anterior, mencionamos el beneficio de pagar la cuota anual completa a principio de año, comentamos muy por encima a qué nos dedicábamos—, ni sabía qué hacer con las manos aparte de abrir y cerrar mecánicamente el botón con imán de la cartera o ponerme y sacarme mil veces seguidas los anillos. Encendió la radio para ver qué decía el pronóstico aunque más fue, me pareció, para que otras voces llenaran el espacio. Llegó un punto en que nos quedamos sin tema y estuvimos bastante rato sin decir nada, escuchando el runrún de la radio y el borboteo de la lluvia; en medio intercalábamos alguna frase tonta, mientras esperábamos debajo de ese árbol que se abría como una sombrilla lacia sobre el capó, arrullados por el monólogo del limpiaparabrisas y el aire de la calefacción que adormecía.

—¿Pensás que ya podemos arrancar? —pregunté en determinado momento, tratando de disimular mi incomodidad—. Tengo que llegar a casa, me están esperando.

Recuerdo que esa vez adrede dije «me están esperando» sin anteponer ningún sujeto porque me sonaba fatal decir «mis padres me están esperando» cuando ya había cumplido los cuarenta. Él podía suponer que quien me esperaba era un marido, por ejemplo, o marido e hijos, lo normal. Odio los techos bajos del lenguaje pero me da placer cuando vienen en auxilio sus pasillos laberínticos, las escaleras caracol y los pasadizos subterráneos.

—Sí, podemos. —Puso el motor en marcha y volvimos, creo recordar, en silencio.

Me dejó en la puerta, nos despedimos con mínimas palabras. Cuando entré en casa, prácticamente seca, mamá me miró azorada de arriba abajo y preguntó cómo me había salvado de semejante chaparronal. De paso hacia el baño, tiré mi bolso en el sillón de papá y le contesté que me había traído un compañero del curso.

—¿Un compañero? ¿Quién? —Vino si puede decirse «alarmada» detrás de mí.

—Nadie, qué sé yo, un hombre.

—¿Cómo qué sé yo? ¿Lo conocés?

—Sí, de francés, mamá, es compañero.

—Ya me dijiste, pero…

—No tengas miedo, no se quiere casar, solo me trajo para que no me mojara. —Y mientras decía eso se me ocurrió otra cosa—: Antes de mí acercó también a dos compañeros, por eso tardamos.

—Ah, qué bien, qué atento, menos mal…

En la estación de Saint Albans había poca gente y, en comparación con las velocidades de Londres, las personas daban la impresión de circular en cámara lenta, con un paso normal, parecían pertenecer a una época en la que el tiempo era tiempo y no una batalla campal. Aspiré muy hondo el aroma de ese aire, olía a ciudad pueblerina y a campo, a pastelería tibia y café recién hecho, campanario de iglesia, andar tenue de autobús limpio, humo impoluto de tren, rocío sobre césped recién cortado y tierra mojada; ese tipo de clima que unas horas más tarde será primavera en ciernes pero que en las primeras horas todavía huele a todo eso envuelto en un ambiente fresco y neblinoso. Saludé al guardia de uniforme, arrastré la valija hasta la fila de taxis. Durante el viaje, el conductor me preguntó si ya había estado ahí; le contesté que en esa ciudad no y me sentí como me habría sentido de chica si me hubiera rateado alguna vez de la escuela, eso que hizo tantas veces Enrique hasta que lo expulsaron. Disfruté del olor a cuero nuevo de los asientos combinado con la brisa ensolecida que entraba por una rendija de la ventanilla. Olor a viaje. Olor a vacaciones.

Lo importante es empezar esta etapa liviana, serena, sin cuestionamientos ni revisiones, limpia de memoria antigua, pensaba a medida que me entusiasmaba con el panorama. Como una mujer sin biografía.

Una mujer sin biografía, me quedé repitiendo la fórmula como si masticara alpiste. Asumiría el papel de esa persona a la que Mary había descrito en la web de House & Pet Sitting: señora de mediana edad, sin hijos, argentina, residente temporaria en casa de parientes ingleses en Londres, asistente de un artista inglés, amante de los animales y de los jardines, de hábitos sanos y de suma confianza, no fumadora, limpia y discreta. No me gustaba que sonara a aviso de solterona en oferta, pero Mary es muy testaruda y cada vez que quise opinar me hizo shh.