La vida interior de los animales - PETER WOHLLEBEN - E-Book

La vida interior de los animales E-Book

Peter Wohlleben

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Beschreibung

MIRADAS FASCINANTES A LA VIDA EMOCIONAL DE LOS ANIMALES Solícito como una ardilla, leal como un cuervo, compasivo como un ratón de campo, triste como una cierva... ¿Pueden los animales tener tales emociones? ¿Cabe una vida emocional tan vasta que no esté sólo reservada a los seres humanos? Mediante los más recientes conocimientos científicos, ilustrados con observaciones y experiencias personales con animales, el apasionado guardabosques Peter Wohlleben dirige profundas miradas a un mundo apenas investigado: los complejos comportamientos de los animales del bosque y de granja, su vida emocional y consciente. Y entendemos que tenemos a los animales más cerca de lo que nos imaginábamos. Fascinante, esclarecedor, ¡a veces increíble!

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Peter Wohlleben

La vida interiorde los animales

Amor, duelo, compasión:

asombrosas miradas a un mundo oculto

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Puede consultar nuestro catálogo en www.edicionesobelisco.com

Colección Espiritualidad y Vida interior

La vida interior de los animales

Peter Wohlleben

1.ª edición en versión digital: octubre de 2017

Título original: Das Seelenleben der Tiere

Traducción: Marta Torent López de la Madrid

Corrección: Sara Moreno

Diseño de cubierta: Enrique Iborra

© 2015 de Ludwig Verlag, Munich,

división del grupo editorial Random House GmbH, Alemania.

Título negociado a través de Ute Körner Lit. Ag. S.L.U.,

Barcelona, España, www.uklitag.com

(Reservados todos los derechos)

© 2017, Ediciones Obelisco, S.L.

(Reservados los derechos para la presente edición)

Edita: Ediciones Obelisco S.L.

Collita, 23-25. Pol. Ind. Molí de la Bastida

08191 Rubí - Barcelona - España

Tel. 93 309 85 25 - Fax 93 309 85 23

E-mail: [email protected]

ISBN EPUB: 978-84-9111-291-4

Maquetación ebook: [email protected]

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, trasmitida o utilizada en manera alguna por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o electrográfico, sin el previo consentimiento por escrito del editor.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Contenido

Portadilla

Créditos

Agradecimientos

Prólogo

Amor maternal hasta desfallecer

Instintos: ¿Sentimientos inferiores?

Del amor a los humanos

Hay luz en la mollera

Cerda estúpida

Gratitud

Patrañas

¡Detened al ladrón!

¡Puro valor!

Blanco o negro

Abejas calientes, ciervos fríos

Inteligencia de enjambre

Intenciones ocultas

Las tablas de multiplicar

Por pura diversión

Deseo

Más allá de la muerte

Denominación

Duelo

Vergüenza y remordimiento

Compasión

Altruismo

Educación

¿Cómo desprenderse de los hijos?

Lo salvaje, salvaje permanece

Despojos de becada

Un aroma singular

Comodidad

Mal tiempo

Dolor

Miedo

Alta sociedad

Bueno y malo

Cuando venga el Hombre de arena

Oráculo animal

También los animales envejecen

Mundos desconocidos

Hábitats artificiales

Al servicio de los humanos

Mensajes

¿Dónde está el alma?

Epílogo: Un paso atrás

Agradecimientos

Un inmenso agradecimiento para mi mujer, Miriam, que también en esta ocasión ha trabajado reiteradas veces en mi manuscrito inacabado y ha revisado críticamente las ideas llevadas al papel.

Mis hijos, Carina y Tobias, me han refrescado la memoria cada vez que me ponía a cavilar frente a la pantalla en blanco y no se me ocurría absolutamente ninguna de las abundantes anécdotas; ¡gracias, queridos!

El equipo de Ludwig Verlag había desarrollado previamente el concepto (sí, cruzaban mi mente tantas ideas que se podrían haber hecho tres libros con ellas) para esbozar una imagen temáticamente coherente de los animales; ¡gracias! El último toque se lo dio al texto Angelika Lieke, que me indicó repeticiones, oraciones ilógicas y escollos, mejorando así una vez más la legibilidad.

No quisiera dejarme a mi agente, Lars Schultze-Kossack, que contactó con la editorial y me dio constantes ánimos cuando albergaba dudas, si es que eso es posible (como en el libro La vida secreta de los árboles, en el que también me sentía muy inseguro).

Y, en particular, quisiera dar las gracias a Maxi, Schwänli, Vito, Zipy, Bridgi y el resto de ayudantes cuadrúpedos y de dos alas, que me dejaron formar parte de su vida plena y, al fin y al cabo, me contaron todas las historias que he podido traducir para ti, querido lector y querida lectora.

Prólogo

¿Gallos que engañan a sus gallinas? ¿Ciervas que están de luto? ¿Caballos que sienten vergüenza? Hasta hace un par de años, todo esto sonaba aún a fantasía, a ilusión de los amantes de los animales, que querían sentirse más cerca, si cabe, de sus protegidos. A mí también me pasaba lo mismo, porque los animales me han acompañado a lo largo de toda mi vida. Tanto el polluelo de casa de mis padres, que me eligió como mamá, como nuestras cabras de la casa del guardabosques, que con sus alegres balidos enriquecen nuestro día a día, o los animales del bosque, con los que me topo durante mis paseos diarios por el territorio: siempre me pregunto en qué pensarán. ¿Será efectivamente cierto, tal como la ciencia afirmó en su momento, que sólo los seres humanos disfrutamos de la paleta de sentimientos en toda su extensión? ¿Es posible que la creación haya trazado especialmente para nosotros un camino biológico especial que nos garantice en exclusividad una vida consciente y plena?

De ser así, este libro acabaría aquí mismo. Puesto que si el ser humano fuese algo excepcional en cuanto a construcción biológica, no podría compararse con otras especies. La compasión hacia los animales carecería de sentido, porque no seríamos capaces ni de atisbar en qué piensan. Pero, afortunadamente, la naturaleza se ha decantado por la variante económica. La evolución «sólo» ha remodelado y modificado en cada caso lo existente como si de un sistema informático se tratara. Así pues, de igual modo que en el Windows 10 aún operan funciones de la versión anterior, las programaciones genéticas de nuestros antepasados también actúan en nosotros y en todas las demás especies cuyo árbol genealógico se haya ido ramificando a lo largo de millones de años a partir de esta línea. Por eso no concibo dos formas distintas de duelo, dolor o amor. Sin duda, parecerá osado decir que un cerdo siente como nosotros, pero las probabilidades de que una herida le produzca menos sensaciones desagradables que a nosotros son prácticamente nulas. «¡Eh! –puede que exclamen los científicos–, que eso no se ha demostrado». Cierto, ni se podrá demostrar jamás. Que tú sientas lo mismo que yo tampoco es más que una teoría. Nadie puede estar en el pellejo de otra persona ni demostrar que, por ejemplo, un pinchazo produce una sensación idéntica en los 7000 millones de habitantes de la tierra. Los seres humanos al menos pueden verbalizar sus sentimientos, y el resultado de esos mensajes incrementa la probabilidad de que el plano emocional de todos ellos sea similar.

Así pues, nuestra perra Maxi, que se zampó en la cocina un cuenco lleno de albóndigas de pan y luego puso cara de no haber roto un plato, no era una máquina de devorar biológica, sino una pilla astuta y encantadora. Cuanto más a menudo y más de cerca observaba, más emociones que se suponen exclusivamente humanas descubría en nuestras mascotas y sus parientes salvajes del bosque. Y en eso no estoy solo. Cada vez más investigadores llegan a la conclusión de que muchas especies animales tienen cosas en común con nosotros. ¿Amor verdadero entre cuervos? Se da por seguro. ¿Ardillas que saben cómo se llaman sus familiares? Hace tiempo que se documentó. Se mire donde se mire, se ama, hay compasión y se celebra la vida. Con el paso del tiempo han ido apareciendo gran cantidad de trabajos científicos sobre este tema, que, sin embargo, en cada caso no tratan más que insignificantes aspectos parciales y que acostumbran a ser tan áridos que a duras penas ofrecen una lectura amena, y menos aún una mayor comprensión. Por eso me encantaría ser tu intérprete, traducirte los apasionantes resultados a un lenguaje coloquial, juntar las piececillas del puzle para conformar una visión de conjunto y salpimentarlo todo con observaciones propias. Todo eso junto arroja una imagen de la fauna que nos rodea, que convierte los tipos de biorrobots apáticos descritos, impulsados por un código genético fijo, en almas fieles y diablillos encantadores. Y es que eso es lo que son, como puedes comprobar dando un paseo por mi territorio, entre nuestras cabras, nuestros caballos y conejos, pero también en los parques y bosques de tu propia casa. ¿Me acompañas?

Amor maternal hasta desfallecer

Era un caluroso día de verano del año 1996. Para refrescarnos, mi mujer y yo habíamos colocado la piscina hinchable en el jardín, debajo de un árbol umbroso. Estaba allí sentado, en el agua, con mis dos hijos, saboreando unas jugosas rajas de sandía. De repente, percibí movimiento por el rabillo del ojo. Un algo de color tostado brincaba en nuestra dirección, y entre brinco y brinco se detenía brevemente. «¡Una ardilla!», exclamaron los niños emocionados. Sin embargo, mi alegría dio rápidamente paso a una profunda preocupación, ya que a los pocos pasos la ardilla se caía hacia un lado.

Era evidente que estaba enferma, y tras varios pasos más (¡en nuestra dirección!) advertí un gran tumor en su cuello. De manera que estábamos a todas luces ante un animal dolorido, puede que hasta sumamente contagioso; y se dirigía, despacio pero seguro, hacia la piscina. Me disponía a batirme en retirada con los niños cuando la situación desembocó en una conmovedora escena: la úlcera resultó ser un bebé aferrado cual estola de piel al cuello de la madre. Por eso la ardilla se estaba asfixiando, y el aliento, sumado al calor sofocante, no le alcanzaba más que para unos pocos pasos antes de caer exhausta, jadeando.

Las madres ardillas cuidan con abnegación de sus crías. En caso de peligro, ponen a salvo a sus cachorros llevándolos de la manera descrita. Se dejan realmente la piel en ello, ya que en función de la camada pueden transportarse hasta seis crías colgadas del cuello, una detrás de otra. Pese a este celo, la tasa de supervivencia de los pequeños no es elevada, alrededor del 80 por 100 no sobrevive a su primer año. Por ejemplo, a causa de las noches: mientras que los duendes rojos son capaces de escapar de la mayoría de los enemigos diurnos, la muerte viene con el sueño. Entonces las martas se escurren por las ramas de los árboles y sorprenden a los animales en sueños. Cuando sale el sol, son los azores los que se apresuran con un osado vuelo entre los troncos, en busca de una deliciosa comida. Si una ardilla es atisbada, empieza la espiral de miedo; en sentido literal. Porque la ardilla intenta huir del ave, desapareciendo por el otro lado del tronco del árbol. El azor hace un giro abrupto y sigue a su presa. La ardilla lo esquiva dando más vueltas veloces al tronco, el ave la sigue, con lo que se inicia un vertiginoso movimiento en espiral de ambos animales alrededor del tronco. Ganará el más rápido de los dos, que casi siempre es el pequeño mamífero.

Pero mucho peor que cualquier enemigo animal es el invierno. Para llegar bien equipadas a la estación fría, las ardillas construyen nidos. Son nidos esféricos dispuestos en el ramaje de las copas de los árboles. A fin de poder huir de desagradables invitados sorpresa, los animales moldean con sus patas dos salidas. La estructura básica del nido se compone de muchas ramas pequeñas, dentro la vivienda se tapiza con musgo blando, lo que hace de aislamiento térmico y es cómodo. ¿Cómodo? Sí, también los animales dan importancia al confort. Unas ramas que al dormir se clavan en la espalda son tan desagradables para las ardillas como para nosotros. Un colchón de musgo mullido garantiza, en cambio, un sueño plácido.

Desde la ventana de mi despacho observo con frecuencia cómo las hierbas suaves son arrancadas de nuestro césped y transportadas a lo alto de los árboles. Y observo también otra cosa: nada más caer las bellotas y los hayucos de los árboles en otoño, los animalillos recolectan las nutritivas semillas y las entierran en el suelo unos metros más allá, donde en invierno se usan de reserva. Y es que las ardillas no hibernan exactamente, sino que, en general, pasan los días dormitando en un letargo invernal durante el cual el cuerpo consume poca energía, pero no tan poca como en el caso del erizo, por ejemplo. El esciúrido se despierta a cada rato y con hambre. Baja apresuradamente por el árbol y busca uno de los escondites donde tiene alimento. Busca, busca y busca. A primera vista, resulta gracioso ver cómo el animalillo intenta hacer memoria. Cava un poco por aquí, hurga otro poco por allí, y en el ínterin se vuelve a incorporar, como si se parara a pensar. Claro que también es dificilísimo: visualmente, el paisaje ha cambiado bastante desde los días otoñales. Los árboles y arbustos han perdido su follaje, la hierba está seca y, para colmo, la nieve normalmente ha cubierto todo con un enmascarador algodón blanco. Y mientras la desesperada ardilla sigue buscando, yo siento lástima. Porque ahora la naturaleza está haciendo una criba sin piedad y gran parte de los olvidadizos esciúridos, la mayoría de las crías de este año, no sobrevivirá a la próxima primavera porque morirá de hambre. Luego, en los antiguos hayedos encuentro a veces pequeños manojos de hayas brotando. Estos brotes parecen mariposas posadas en pequeños tallos y generalmente escasean. Son manojos que sólo aparecen donde la ardilla ha dejado de rebuscar –a menudo por descuido–, con las fatales consecuencias descritas para el animal.

Sin embargo, la ardilla también es para mí un magnífico ejemplo de cómo categorizamos la fauna. Es muy mona, con esos ojitos redondos, tiene un suave y agradable pelo de color rojizo (también las hay marrones y negras) y no supone amenaza alguna para los humanos. De las despensas de bellotas olvidadas brotan árboles jóvenes en primavera, de manera que incluso puede considerarse una fundadora de nuevos bosques. En suma, la ardilla es un personaje verdaderamente simpático. Así obviamos tranquilamente cuál es su alimento predilecto: los polluelos. Porque también esas embestidas las observo desde la ventana del despacho de la casa del guardabosques. Cuando en primavera una ardilla trepa tronco arriba, se genera un gran revuelo en la pequeña colonia de zorzales reales que al llegar la estación incuba en los viejos pinos. Graznan y emiten sonidos secos revoloteando alrededor de los árboles e intentan echar al intruso. Las ardillas son sus enemigos mortales, ya que sin inmutarse apresan, uno detrás de otro, polluelos recubiertos de pelusa. Los propios nidos constituyen un refugio limitado para los pequeños, ya que con sus patitas menudas, galoneadas con garras largas y afiladas, las ardillas capturan también de los árboles huecos las aves anidadas y presuntamente bien guarecidas.

¿Son las ardillas más malas que buenas? Pues ni lo uno ni lo otro. Un capricho de la naturaleza ha llevado a que sacudan nuestro instinto de protección, suscitando así emociones positivas. Eso no tiene nada que ver con lo bueno ni lo útil. La otra cara de la moneda, la matanza de nuestros también queridos pájaros cantores, tampoco es mala. Los animales tienen hambre y han de alimentar asimismo a las crías, que dependen de la nutritiva leche materna. Si las ardillas satisficieran su necesidad proteica con orugas de la mariposa de la col, estaríamos entusiasmados. En ese caso, nuestra balanza emocional se inclinaría 100 por 100 positivamente, porque los insectos son un estorbo para nuestros cultivos de hortalizas. Pero las orugas de la mariposa de la col también son crías, en este caso de mariposa. Y sólo porque dé la casualidad de que a su vez les gusten las mismas plantas que hemos destinado a nuestra alimentación, la matanza de bebés mariposa no es ni mucho menos beneficiosa para la naturaleza.

A las ardillas no les interesa lo más mínimo nuestra categorización. Tienen suficiente con sustentarse a sí mismas y a su especie en la naturaleza y al mismo tiempo lograr básicamente una cosa: divertirse en esta vida. Pero volvamos al amor maternal del duende rojo: ¿de verdad es capaz de sentir algo así? ¿Un amor tan intenso como para supeditar su propia vida a la de su cría? ¿No es un mero subidón hormonal que corre por sus venas y conduce a un cuidado preprogramado? La ciencia tiende a reducir semejantes procesos biológicos a mecanismos inevitables. Y antes de meter a la ardilla y demás especies en semejante compartimento un tanto objetivo, echemos un vistazo al amor maternal humano. ¿Qué sucede en los cuerpos de las madres cuando sostienen un bebé en brazos? ¿Es innato el amor maternal? La respuesta de la ciencia es: sí pero no. Ese amor no es innato, sino únicamente las condiciones para desarrollarlo. Poco antes del parto se segrega una hormona, la oxitocina, que permite esos fuertes lazos. Además, se liberan grandes cantidades de endorfinas, que producen un efecto analgésico y ansiolítico. Este cóctel hormonal está en la sangre también después del parto y por eso el bebé es recibido por una madre totalmente relajada y positiva. La lactancia continúa estimulando la producción de oxitocina, y el vínculo madre-hijo se fortalece. Algo parecido sucede con muchas especies animales, también con las cabras que mi familia y yo tenemos en nuestra casa del guardabosques (y que, dicho sea de paso, también producen oxitocina). En su caso, empiezan a conocer a los cabritos lamiendo el líquido mucoso expulsado en el parto. Este procedimiento afianza el vínculo, además de que la madre bala con afecto y recibe una respuesta aguda y débil de sus crías, con lo que memorizan sus voces.

Pero ¡ay, si el procedimiento del líquido mucoso no se hace bien! Para alumbrar metemos a los animales de nuestro pequeño rebaño en un box individual, para que puedan parir con calma. La puerta de este box tiene una pequeña ranura sobre el suelo, y por ella se escurrió un cabrito especialmente menudo durante un parto. Hasta que nos dimos cuenta del percance, transcurrió un tiempo valioso en el que la mucosa se secó. En consecuencia, la cabra, pese a todos los intentos, ya no aceptó a su cabrito, por lo que el amor maternal no pudo manifestarse. Con los humanos suele ocurrir algo similar: si después del parto los bebés pasan mucho tiempo en los hospitales separados de sus madres, aumenta la probabilidad de que el amor maternal no surja. Desde luego, no con la gravedad y el dramatismo de las cabras, puesto que los seres humanos son capaces de desarrollar amor maternal y no dependen únicamente de las hormonas; de lo contrario, no serían viables las adopciones en las que madres e hijos que no se conocen de nada no acostumbran a verse hasta años después de haber nacido.

Por eso, las adopciones son el mejor planteamiento para comprobar si el amor maternal se puede aprender y no es sólo un reflejo instintivo. Pero antes de ahondar en esta cuestión, quisiera analizar la calidad de los instintos.

Instintos: ¿Sentimientos inferiores?

A menudo oigo que las comparaciones de sentimientos animales con los de seres humanos no son pertinentes, porque, a fin de cuentas, los animales siempre actúan y sienten instintivamente; nosotros, en cambio, lo hacemos de manera consciente. Antes de que abordemos la cuestión de si la actuación por instinto es un tanto inferior, veamos primero qué son realmente los instintos. Con este término, la ciencia engloba las acciones que tienen lugar de forma inconsciente, es decir, que no están sujetas a proceso mental alguno. Pueden determinarse genéticamente o aprenderse; todas ellas tienen en común que se desarrollan muy deprisa, porque sortean los procesos cognitivos del cerebro. Suele haber hormonas que se segregan por motivos concretos (por ejemplo, un enfado) y luego provocan reacciones físicas. Así pues, ¿son los animales unos biorrobots controlados automáticamente? Antes de emitir un juicio precipitado, deberíamos observar nuestra propia especie. Tampoco nosotros estamos exentos de acciones instintivas, todo lo contrario. Piensa, por ejemplo, en una cocina eléctrica caliente. Si pones la mano encima accidentalmente, la retirarás a la velocidad del rayo. No hay ninguna reflexión consciente previa del tipo: «No sé, pero huele mal, como a carne a la parrilla, y de repente me duele mucho la mano. Será mejor que la retire». No, todo eso pasa de manera totalmente automática y sin decisión alguna consciente. Así pues, también hay instintos en los seres humanos; el quid de la cuestión es hasta qué punto determinan nuestro día a día.

Para arrojar un poco de luz en la oscuridad, deberíamos abordar las investigaciones cerebrales recientes. El Instituto Max Planck de Leip­zig publicó algo asombroso en un estudio del año 2008. Con ayuda de la tomografía por resonancia magnética, que plasma las actividades cerebrales por ordenador, unos sujetos experimentales fueron objeto de estudio durante una toma de decisión (pulsar un botón con la mano izquierda o la derecha). Hasta los siete segundos, antes de que los sujetos de prueba se decantaran de forma consciente, a través de la actividad cerebral se vio de lejos a qué conclusión llegarían. Así pues, la acción ya se había iniciado cuando los sujetos aún estaban decidiéndose. Por lo tanto, no fue la conciencia, sino el subconsciente lo que provocó el impulso de la acción. La conciencia, como quien dice, aportó la explicación unos cuantos segundos después.

Como la investigación de semejantes procesos es muy incipiente, no puede afirmarse aún qué porcentaje y qué tipo de decisiones de esta naturaleza operan, y si también somos capaces de oponer resistencia a los procesos determinados por el subconsciente. Es bastante asombroso, de todos modos, que el llamado libre albedrío vaya en muchos casos a la zaga de la realidad. En el fondo, no supone más que un pretexto para nuestro ego sensible, que así se reafirma en todo momento como dueño absoluto de la situación.1

En muchos casos, por lo tanto, se impone lo contrario, nuestro subconsciente. En definitiva, da igual cuánto regule nuestra razón, ya que la proporción probable y sorprendentemente elevada de reacciones instintivas demuestra que la experimentación del miedo, el duelo, la alegría y la felicidad no se ve empañada por el desencadenamiento instintivo, sino que simplemente deja de iniciarse de manera activa. Eso no menoscaba ni mucho menos la intensidad de los sentimientos. Porque a estas alturas está claro que las emociones son el lenguaje del subconsciente, el cual nos ayuda a diario a no perdernos en una avalancha de información. El dolor de la mano sobre la placa caliente te permite actuar sin dilación. Los sentimientos de felicidad aumentan las acciones positivas, el miedo te librará de tomar una decisión racional que podría ser peligrosa. Tan sólo los contados problemas que verdaderamente pueden y deben solucionarse mediante la reflexión penetran en nuestra conciencia, donde se analizan con calma.

Así pues, los sentimientos están, en principio, asociados al subconsciente, no a la conciencia. Si los animales no tuvieran conciencia, significaría básicamente que no son capaces de reflexionar; sin embargo, todas las especies cuentan con un subconsciente y, como éste ha de intervenir con contundencia, todo animal tiene necesariamente sentimientos también. Por consiguiente, el amor maternal instintivo no puede ser de ninguna manera inferior, porque la cosa es que no hay otra clase de amor maternal. La única diferencia entre animales y humanos es que nosotros podemos activar el amor maternal (y otros sentimientos) conscientemente –por ejemplo, en caso de adopción–. En tal caso no puede surgir un vínculo automático entre padres e hijo fruto de la coyuntura del parto, puesto que su primer contacto no suele producirse hasta mucho más adelante. Aun así, con el paso del tiempo aparece un amor maternal instintivo, incluido el consabido cóctel hormonal en la sangre.

Así pues, ¿habremos logrado al fin dar con un enclave emocional humano al que los animales no tienen acceso? Volvamos a echar un vistazo a nuestra ardilla. Los investigadores canadienses observaron durante más de veinte años a sus parientes del Yukón. Cerca de siete mil animales formaron parte del estudio, y aunque las ardillas son solitarias, se dieron hasta cinco casos de adopción. Por supuesto, siempre eran crías de ardillas con las que estaban emparentadas las que habían sido criadas por una madre ajena. Sólo adoptaron a sobrinas, sobrinos o nietos, con lo que el altruismo de las ardillas tenía unos límites claros. Cosa ventajosa desde un punto de vista puramente evolutivo, porque así pueden conservar y seguir transmitiendo una herencia genética muy similar.2 De todos modos, cinco casos en veinte años no es precisamente una demostración concluyente de una actitud básicamente propensa a la adopción. Echemos un vistazo, pues, a otras especies.

¿Qué hay de los perros? En el año 2012, la hembra de bulldog francés Baby acaparó los titulares. Vivía en una perrera de Brandemburgo, adonde un buen día llevaron seis jabatos. Se daba por hecho que a la jabalina la habían matado unos cazadores, y las crías a rayas no hubieran tenido ninguna posibilidad de sobrevivir solas. En la perrera, los animales recibían leche grasa y amor. La leche salía de los biberones de los responsables del lugar, mientras que el amor y el calor salían de las crías. La bulldog adoptó sin dilación a la piara entera y dejó que durmiera acurrucada a su lado. Asimismo, de día vigilaba atentamente a la revoltosa camada.3 ¿Se trata de una adopción en toda regla? Al fin y al cabo, los jabatos no fueron amamantados, pero tampoco sucede con los hijos adoptivos humanos. Fuera de eso, hay estudios de perros, como la perra cubana Yeti, que ha llegado a hacerlo. Dieron a todos sus cachorros menos a uno, con lo que el animal tenía mucha leche sobrante. Como en aquel momento en la granja había varios gorrinos, Yeti no dudó en adoptar catorce lechones, aunque sus madres aún vivieran. Seguían a su nueva mamá por la granja y, por encima de todo, eran amamantados.4

¿Fue una modalidad consciente de adopción o Yeti sólo rebosaba de sentimientos maternales que simplemente proyectaba en los lechones? Estas preguntas podríamos también plantearlas en el caso de las adopciones humanas, en las que los fuertes sentimientos propios buscan y consiguen un objetivo. La actitud de los perros y demás mascotas puede incluso compararse con las adopciones entre distintas especies animales, después de todo, en la sociedad humana algunos cuadrúpedos son acogidos casi como un miembro más de la familia.

Pero también hay otros casos en los que el excedente de hormonas o la leche sobrante no pueden ser el motor. La corneja Moses es un conmovedor ejemplo del que enseguida hablaré. Cuando los pájaros pierden su nidada, tienen por naturaleza otra oportunidad para canalizar sus instintos acumulados: pueden sencillamente volver a empezar de cero e incubar de nuevo. En particular, una corneja aislada como Moses no tiene, pues, ningún motivo para cuidar de otros animales. Pero es que, encima, Moses eligió un enemigo potencial: un gato doméstico. Hay que reconocer que el gatito era realmente pequeño y estaba, además, considerablemente desamparado, ya que por lo visto había perdido a su madre y llevaba mucho tiempo sin probar apenas bocado. El animal callejero apareció en el jardín de Ann y Wally Collito. Vivían en una casita al norte de Attleboro (Massachusetts) y desde entonces habían podido observar cosas asombrosas. Porque el gatito llevaba pegada una corneja que aparentemente protegía al cachorro. El pájaro alimentaba al pequeño huérfano con lombrices y escarabajos, y naturalmente los Collito no se quedaron mirando con los brazos cruzados y ayudaron al gato dándole pienso. La amistad entre la corneja y el gato doméstico se mantuvo incluso en la edad adulta, hasta que pasados cinco años el pájaro desapareció.5

Pero volvamos a los instintos. Que los sentimientos maternos surjan a través de semejantes órdenes del subconsciente o a través de reflexiones conscientes no supone, en mi opinión, diferencia cualitativa alguna. Después de todo, en ambos casos se sienten (!) exactamente igual. Está claro que en los humanos se dan las dos cosas, y seguramente los instintos generados por las hormonas sea la variante más habitual. Incluso cuando el amor materno animal no puede surgir de forma consciente (y la adopción de crías de otras especies debiera darnos que pensar), el subconsciente permanece y es por lo menos igual de bonito e intenso. La ardilla que llevaba a su bebé al cuello por el resplandeciente césped ardiente, lo hizo desde un amor profundo, lo que aposteriori hace la experiencia aún más bonita, si cabe.

1. Simon, N.: «Freier Wille – eine Illusion?», stern.de, 14-04-2008, www.stern.de/wissenschaft/mensch/617174.html, consultado el 29-10-2015.

2. www.mcgill.ca/newsroom/channels/news/squirrels-schow-softer-side-adopting-orphans-163790, consultado el 29-10-2015.

3. www.welt.de/vermischtes/kurioses/article13869594/Bulldogge-adoptiert-sechs-Wildschwein-Frischlinge.html, consultado el 30-10-2015.

4. www.spiegel.de/panorama/ungewoehnliche-mutterschaft-huendin-saeugt-14-ferkel-a-784291.html, consultado el 01-11-2015.

5. DeMelia, A.: «The tale of Cassie and Moses», The Sun Chronicle, 05-09-2011, www.thesunchronicle.com/news/the-tale-of-cassie-and-moses/article_e9d792d1-c55a-51cf-9739-9593d39a8ba2.html, consultado el 05-09-2011.

Del amor a los humanos

¿Pueden los animales querernos de verdad? En el episodio de la ardilla ya hemos visto lo difícil que es verificar este sentimiento de por sí incluso entre los animales de una especie. Pero ¿y el amor más allá de las fronteras entre especies y justamente hacia nosotros los humanos? En ese caso aflora la idea de que no es más que una ilusión, para que podamos sobrellevar mejor el hecho de mantener a nuestras mascotas en cautividad.

Volvamos a examinar primero el amor maternal, puesto que esta variante especialmente intensa podemos, en efecto, provocarla, tal como pude experimentar de joven.

Ya entonces la naturaleza y el entorno eran mis principales intereses, y pasaba cada minuto que tenía libre fuera en el bosque o en el lago artificial junto al Rin. Imitaba el croar de las ranas para provocar sus respuestas, de vez en cuando guardaba arañas en tarros para observarlas y criaba gusanos de la harina en harina para ser testigo de su metamorfosis en escarabajos negros. Además, por las noches me enfrascaba en la lectura de libros sobre etología (tranquilo, también Karl May y Jack London estaban en mi mesilla de noche). En una de estas obras leí que los pollitos también pueden adaptarse a los humanos. Para ello sólo hay que incubar un huevo y «hablarle» poco antes de la eclosión, de forma que la criaturilla de dentro dependa de la persona y no ya de la gallina. Este lazo podría durar toda la vida. ¡Emocionante! En aquella época, mi padre tenía en el jardín varias gallinas y un gallo, por lo que tuve acceso a huevos fecundados. Evidentemente, no tenía una incubadora, así que tuve que recurrir a una vieja almohadilla eléctrica. Problema: los huevos de gallina necesitan una temperatura de incubación de 38 grados y hay que irlos rotando varias veces al día para que a su vez se enfríen un poco. Lo que una gallina clueca domina por naturaleza, yo tuve que esmerarme en inventármelo con un chal y un termómetro. Registré la temperatura durante veintiún días, reajusté el chal alrededor del huevo, lo fui rotando meticulosamente y unos días antes de la eclosión prevista empecé con el monólogo. Y, en efecto, exactamente el día veintiuno una pequeña bola de pelusa se abrió paso hacia la libertad con el pico y lo bauticé en el acto con el nombre de Robin Hood.

¡Increíble lo cariñoso que era el polluelo! Sus plumas amarillas estaban llenas de puntitos, sus redondos ojos negros dirigidos hacia mí. No me dejaba a sol ni a sombra y si en algún momento me perdía de vista, se ponía a piar de angustia. Tanto en el lavabo, como delante de la televisión o junto a la cama, Robin siempre estaba pegado a mí. Sólo cuando estaba en el colegio tenía que dejar con gran pesar al pequeño solo, pero a la vuelta me saludaba invariablemente con alborozo. Sin embargo, esta estrecha relación era demasiado abrumadora. Mi hermano se apiadó de mí y a veces me relevaba en los cuidados para que pudiera hacer algo sin Robin, pero él también acabó agobiándose. Robin, para entonces una gallina joven, se arrimó a un antiguo profesor de inglés, gran amante de los animales. Hombre y gallina no tardaron en hacerse amigos y durante mucho tiempo se los vio pasear por el pueblo vecino: el profesor a pie y Robin sobre su hombro.

Se considera probado que Robin había creado un auténtico vínculo. Algo similar puede referir todo propietario de animal que sustituya a la madre de unas crías. Así, los corderos alimentados con biberón que crio mi mujer a mano son muy dependientes de por vida. El ser humano desempeña aquí el papel de madre adoptiva, lo que no deja de ser conmovedor. Pero no es tan voluntario este vínculo, por lo menos para el animal en cuestión, aun cuando le deba a éste su vida. Sería más bonito que un ser se uniera a nosotros espontáneamente y se quedara a nuestro lado. Pero ¿acaso existe eso?

Para ello tenemos que abandonar el terreno del amor maternal y buscar esas relaciones en general. Porque, al fin y al cabo, el animal en cuestión crecerá y estará en disposición de tomar libremente la decisión de si se arrima a nosotros o prefiere seguir siendo independiente. No en vano muchos gatos y perros se unen a nosotros ya de bebés. Ahí no hay margen para una decisión de la pequeña criatura, lo que hay que interpretar de forma positiva: tras unos días de adaptación, tal vez de un ligero dolor por la separación de la madre, los cachorros con semanas de vida se adaptan enseguida a su nueva persona de referencia y, exactamente igual que en el caso de los corderos criados con biberón, estos lazos seguirán siendo especialmente intensos de por vida. Todos se encuentran a gusto y aun así sigue en el aire la pregunta de si hay una conexión voluntaria también en los animales adultos.

En el caso de las mascotas, la pregunta se contesta con un sí rotundo; hay un sinfín de ejemplos de gatos y perros callejeros que prácticamente imponen su presencia a bípedos afectuosos. Pero para responder a la pregunta preferiría echar un vistazo a los animales salvajes, puesto que su crianza no fue alterada para lograr la mansedumbre y, por lo tanto, la predisposición al contacto con los humanos. Y quisiera descartar algo más: la domesticación a base de comida. Porque los animales salvajes a los que se da de comer lo único que quieren es comer y por eso toleran nuestra presencia a partir de cierto grado de habituación. Hasta qué punto puede eso llegar a ser desagradable es algo que vivieron nuestros anteriores vecinos con una ardilla. Habían atraído al animal durante semanas con cacahuetes, así que acabó acercándose hasta la puerta abierta de la terraza. Estaban encantados con el duende, que casi se había convertido en un miembro de la familia. Pero pobres de ellos como los dispensadores de alimento humanos no fueran lo bastante rápidos. Entonces el esciúrido arañaba con impaciencia el marco de la ventana y lo demolía en cuestión de semanas –las uñas son afiladas.

Las amistades entre animales salvajes y humanos es más habitual encontrarlas en el mar, con los delfines. Una estrella peculiar es Fungie, que vive en la bahía de Dingle, en Irlanda. Se deja ver a menudo, acompaña a las pequeñas embarcaciones de recreo y hace cabriolas delante de los visitantes, por lo que se ha convertido en un auténtico imán para los turistas del que hacen publicidad en los folletos oficiales. Ni siquiera el que se mete en el agua con él tiene de qué preocuparse: el gran delfín mular acompaña a los nadadores, contribuyendo así a una magnífica y extraordinaria experiencia. Esta mansedumbre no radica en la comida, el delfín incluso la rechaza.

Desde hace más de treinta años es imposible concebir la vida de la ciudad sin Fungie. ¿No es conmovedor? Por lo visto, no para todo el mundo, pues el diario DieWelt habló con científicos y planteó la cuestión de si el animal no estaría simplemente loco. ¿Es posible que aquella criatura solitaria se acerque a los humanos sólo porque no le gusta ningún otro delfín?6

Dejando aparte el hecho de que las amistades entre humanos y animales en ocasiones se traban por razones similares –por ejemplo, debido a la soledad surgida por la pérdida de la pareja–, quisiera seguir explorando la fauna terrestre autóctona. Lo que no es en absoluto tan sencillo, ya que la característica común de los animales salvajes es que son precisamente salvajes, por lo que no suelen buscar el contacto con los humanos. A ello hay que añadir las decenas de miles de años en los que el ser humano ha cazado a sus semejantes. En consecuencia, éstos han desarrollado evolutivamente hablando un recelo hacia nosotros: el que no huye a tiempo corre peligro de muerte. Y para muchas especies animales ha sido así hasta la actualidad, como pone de manifiesto una ojeada a las listas de animales cuya caza está permitida. Tanto si se trata de mamíferos grandes como el ciervo, el corzo y el jabalí, como de cuadrúpedos pequeños como el zorro y la liebre o incluso las aves, desde los cuervos pasando por los gansos y patos hasta las becadas, miles de ellos acaban cada año bajo una lluvia de balas. Es perfectamente comprensible cierta desconfianza hacia todos los bípedos, lo que hace aún más bonito que una criatura suspicaz se sobreponga y, pese a ello, busque el contacto con nosotros.

Pero ¿cuál podría ser el móvil? Habría que descartar el señuelo de la comida, porque de lo contrario no sabemos si es solamente el hambre lo que reprime el recelo. Hay, sin embargo, otra fuerza que también es muy importante para los humanos: la curiosidad. Y renos cuando menos curiosos es lo que vimos mi mujer Miriam y yo en Laponia. Bueno, completamente salvajes no son, ya que la población indígena, los sami, poseen estas manadas y las arrean con helicópteros y motos de nieve cuando quieren seleccionar animales para sacrificarlos o marcarlos; por lo demás, han conservado su carácter salvaje y, por regla general, son muy ariscos con los humanos. Acampamos en las montañas del Parque Nacional de Sarek y, como buen madrugador, por las mañanas era el primero en salir del saco de dormir. Me puse a contemplar un rato el impresionante panorama de la naturaleza virgen cuando de repente percibí movimiento cerca. ¡Un reno! ¿Uno? No, por la ladera bajaban más, y desperté a Miriam para que también pudiese contemplar a los animales. Para el desayuno había cada vez más y al final toda la manada se había reunido a nuestro alrededor –cerca de trescientos animales–. Estuvieron todo el día cerca de nuestra tienda de campaña y una joven cría se atrevió incluso a acercarse a un metro de distancia para echar una siestecita junto a ésta. Era como estar en el paraíso.