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El camino hacia el corazón de un hombre... El poderoso y seductor Rey Hart se quedó hipnotizado con solo ver a Meredith Johns. Aquella encantadora joven había conseguido conmoverle el alma con su inocencia, y además había descubierto que era una magnífica cocinera. Así que Rey no dudó en llevarla al rancho como su nueva cocinera y así además la libraba de una dura situación familiar. Lo que no había previsto era que la presencia de Meredith iba a poner en peligro sus planes de permanecer soltero, especialmente después de aquel increíble beso. ¿Podría su relación sobrevivir a pesar del orgullo de Rey y del peligroso pasado de Meredith?
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Seitenzahl: 175
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Diana Palmer. Todos los derechos reservados.
LEJOS DEL MATRIMONIO, Nº 1242 - septiembre 2012
Título original: A Man of Means
Publicada originalmente por Silhouette Books.
Publicada en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0827-0
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Meredith Johns observó preocupada a los asistentes a las fiestas de Halloween ataviados con coloridos disfraces. Ella había tenido que optar por una indumentaria de sus años de instituto porque, a pesar de que no tenía mal sueldo, no podía permitirse lujos como la compra de disfraces. En realidad el salario le permitía solo estar al día con las facturas de la casa que compartía con su padre.
Los últimos dos meses habían sido demasiado traumáticos para ocultarlo con un simple disfraz. Jill y el resto de sus amigos la habían convencido de que le vendría bien salir de su casa y, aunque Meredith tenía ciertas reticencias porque su padre acababa de regresar, Jill había conseguido que por fin acudiera a su fiesta. Sin embargo, de camino al apartamento situado en el centro de la ciudad, Meredith no podía evitar sentirse un poco estúpida.
Aunque también era cierto que habían pasado una semana terrible y necesitaba relajarse y olvidarse de todo. El comportamiento de su padre se había vuelto cada vez más violento desde la tragedia porque se sentía responsable. Así había sido como un profesor de universidad como él había dejado su trabajo de repente y se había convertido en un alcohólico. Meredith había intentado que se pusiera en tratamiento de todas las maneras posibles, pero él se había negado rotundamente. Su último episodio violento le había hecho pasar tres días en la cárcel, tiempo durante el cual Meredith había podido al menos descansar de la tensión que le provocaba estar con su padre. Esa noche sin embargo estaría allí cuando ella regresara de la fiesta, y le había insistido mucho en que no llegara tarde, y no porque fuera eso lo que ella hacía normalmente.
Dio un sorbo a su refresco con el corazón inundado por la tristeza. No tenía ánimo para beber el alcohol, con lo que allí se encontraba completamente fuera de lugar. Y, para colmo de males, su disfraz, y su larga melena rubia, atraían la atención de todos los hombres. Cada vez resultaba más obvio que había elegido la indumentaria equivocada para ese tipo de fiestas, pero creía que de haber asistido vestida con su ropa habitual también habría llamado la atención.
Huyendo de un tipo que insistía en enseñarle el dormitorio de Jill, se encontró con la anfitriona, puso como excusa un fuerte dolor de cabeza y se dirigió a la puerta. Una vez en la calle, se llenó los pulmones de aire fresco y comenzó a caminar.
«Vaya locura de fiesta», pensó mientras recordaba el humo que llenaba la casa, tan denso que dificultaba la visión. Por un momento había pensado que sería divertido ir a una fiesta, pensó incluso que podría conocer a un hombre que la sacara de todo aquello y que fuera capaz de hablar con su padre. Y que las vacas comenzarían a volar... Lo cierto era que llevaba meses sin salir con nadie; la última vez había invitado a cenar a casa a un posible pretendiente que, después de ver los modales de su padre, había desaparecido para siempre. Tras esa experiencia, Meredith había perdido la esperanza de atraer a nadie. Además, por el momento ya tenía demasiadas cosas en que pensar.
En aquel momento un ruido la distrajo de sus pensamientos y, al acordarse del tipo que la había estado acosando en la fiesta, deseó con todas sus fuerzas tener un abrigo que le tapara al menos las piernas. Llevaba un minifalda muy estrecha, una blusa escotada y una boa de plumas rosas, por no hablar de la cantidad de maquillaje... en definitiva, era el blanco perfecto para cualquier degenerado.
Al dar la vuelta a la esquina vio a dos personas agachadas en mitad de la oscuridad, rodeando a lo que parecía un hombre tumbado en mitad de la acera.
–¡Eh! ¿Qué demonios hacéis ahí? –gritó ella haciendo aspavientos para asustarlos y que salieran corriendo, como efectivamente sucedió.
La mejor defensa siempre era un buen ataque, pensó todavía con el corazón en un puño mientras se acercaba al hombre que permanecía tendido en el suelo. Parecía inconsciente, Meredith no tardó en descubrir que estaba sangrando; parecía que los asaltantes lo habían golpeado con saña. Lo palpó con mucho cuidado a la altura de la cintura y enseguida encontró lo que esperaba. Estaba claro que alguien tan elegantemente vestido tenía que llevar un teléfono móvil. Después de llamar a una ambulancia, se sentó en el suelo a su lado y se dispuso a esperar con la mano del desconocido entre las suyas.
Unos minutos más tarde, él se movió y gimió de dolor al intentar decir algo.
–No, no hable –le dijo con firmeza–. No debe moverse hasta que no llegue la ambulancia.
–Mi cabeza...
–Sí, me imagino que debe de dolerle muchísimo. Tiene un buen golpe, pero quédese tumbado.
Le pareció oír la sirena de la ambulancia, que ya se encontraba cerca. El hospital estaba a menos de dos manzanas, era una suerte para aquel tipo. Una herida en la cabeza como aquella podía ser muy peligrosa.
–Mis hermanos... –susurró él a duras penas–. Rancho Hart... Jacobsville... Texas.
–Me aseguraré de que los llamen, no se preocupe –le prometió Meredith.
Entonces él le apretó la mano y la miró a los ojos.
–No me deje solo.
–No lo haré, se lo juro.
–Es usted un... ángel –al decir aquella última palabra volvió al túnel negro del que había salido tan brevemente. Aquello no tenía buena pinta.
Las luces de la ambulancia iluminaron el rostro del herido y, solo unos segundos después, los dos operarios, un hombre y una mujer, estaban subiéndolo a la camilla para trasladarlo a toda prisa.
–Tiene un herida en la cabeza, el pulso es lento pero continuo. Está orientado y muy sudoroso.
–¡Yo a ti te conozco! –le dijo de pronto la operaria–. ¡Ya lo tengo! ¡Tú eres Johns!
–Sí, parece que soy famosa –respondió Meredith con una sonrisa.
–En realidad el famoso es tu padre.
–Claro –suspiró decepcionada–. Últimamente ha pasado mucho tiempo en ambulancias.
–¿Qué ha pasado? –preguntó la mujer cambiando de tema–. ¿Has visto algo?
–No, solo vi a dos tipos que salieron corriendo cuando yo les grité –explicó Meredith–. Pero no sé si eran los que lo habían golpeado.
–Parece una conmoción –dijo mientras examinaba al herido–. No tiene nada roto, solo un chichón del tamaño del Océano Pacífico. Nos lo llevamos. ¿Quieres venir con nosotros?
–Debería ir, pero no voy vestida para ir al hospital.
–¿Te importa si te pregunto por qué vas vestida así? –le dijo la operaria–. ¿Sabe tu jefe que estás pluriempleada?
–Vengo de una fiesta en casa de Jill Baxley.
–Las fiestas de Jill tienen fama de salvajes, y yo ni siquiera te he visto nunca tomándote una copa.
–Mi padre ya bebe por los dos –replicó ella con triste sarcasmo–. No bebo ni consumo drogas, por eso me marché tan pronto de la fiesta, y por eso encontré a este hombre.
–Ha tenido mucha suerte –dijo la operaria mientras metían la camilla en la ambulancia–. Podría haber muerto si no llegas a encontrarlo.
Meredith se sentó al lado del desconocido e inmediatamente se puso en marcha la ambulancia. Aquella iba a ser una noche muy larga y su padre se preocuparía al ver que no llegaba. Su madre y él habían estado muy unidos, pero a su madre siempre le había gustado ir a fiestas y quedarse hasta altas horas de la madrugada, a veces con otros hombres. Los últimos acontecimientos habían provocado que él no dejara de pensar en tales costumbres y parecía haber traspasado a Meredith el desprecio que había sentido por su esposa en esas ocasiones. La preocupaba lo que pudiera pasar cuando él viera que llegaba a esas horas, pero tampoco podía dejar solo a aquel hombre herido. Ella era la única que sabía con quién ponerse en contacto; además le había prometido que no se marcharía y no podía faltar a su promesa.
Fue inconsciente todo el camino hasta el hospital, a excepción de un instante en el que había abierto los ojos y había mirado a Meredith al tiempo que le apretaba la mano con la que ella estrechaba sus dedos. Una vez en urgencias, mientras lo examinaban, las enfermeras le pidieron a Meredith que por favor se pusiera ella en contacto con la familia del herido. Le dieron un teléfono y una guía para que buscara el nombre de Hart en el apartado de Jacobsville.
–¿Rancho Hart? –respondió una voz profunda al otro lado.
–Ho... hola –comenzó a decir ella titubeante–. Llamo en nombre de Leo Hart –así se llamaba, de acuerdo con el permiso de conducir que habían encontrado en su traje–. Está en el hospital...
–¿Qué ha ocurrido? –preguntó con impaciencia–. ¿Está bien?
–Lo atracaron y ha sufrido una conmoción. No ha podido darle a los médicos ninguna información...
–¿Quién es usted?
–Meredith Johns. Yo...
–¿Quién lo encontró?
–Fui yo. Llamé a la ambulancia desde su teléfono móvil. Fue él el que me pidió que llamara a sus hermanos...
–¡Son las dos de la mañana! –exclamó con repentino enfado.
–Sí, lo sé. Pero es que acabamos de llegar al hospital. Yo iba por la calle cuando lo vi tirado en la acera. Necesita a su familia.
–Bueno, pues yo soy su hermano, Rey. Estaré allí dentro de treinta minutos.
–Pero señor, hay un largo camino hasta Houston; si conduce tan rápido...
–No, iré en avión. Voy a despertar al piloto ahora mismo. Gracias –añadió la última palabra como si le doliera al pronunciarla.
Después de colgar, Meredith volvió a la sala de espera, donde no tuvo que esperar más que unos minutos antes de que la doctora le permitiera entrar a la habitación.
–Está consciente –la informó antes de entrar–. Lo vamos a dejar en observación toda la noche para asegurarnos de que todo está en orden. ¿Ha podido localizar a su familia?
–Sí, parece ser que su hermano está de camino. Pero no me ha dado ninguna información. Lo siento.
–No se preocupe, la gente se enfada y no se para a pensar –le explicó con sonrisa comprensiva–. ¿Y usted podría quedarse con él? Andamos un poco justos de personal a causa del virus respiratorio y no debería quedarse solo.
–Yo estaré con él –accedió ella enseguida–. No es que mi vida social se vaya a resentir por esto.
La doctora se echó a reír al tiempo que la miraba de arriba abajo.
–Es Halloween –aclaró en pocas palabras–. La próxima vez que me inviten a una fiesta, diré que me he roto una pierna.
Cuarenta y cinco minutos después surgieron los problemas. Debía de medir casi un metro noventa, tenía el pelo y los ojos negros y entró en el hospital como un verdadero torbellino. Llevaba puestos unos vaqueros, una camisa negra y una chaqueta de cuero gastado que parecía haberse echado por encima sin el menor cuidado. Parecía increíblemente rico e increíblemente enfadado.
Al ver a su hermano mayor tendido en la cama, el enfado se convirtió en sincera preocupación. No obstante, tuvo tiempo para lanzarle una terrible mirada a Meredith.
–Ahora me explico qué hacía usted paseando por la calle a las dos de la mañana –dijo en tono despreciativo–. ¿Qué pasó? ¿Se sintió culpable y decidió llamar a una ambulancia después de intentar robarle? –añadió sarcástico y mirándola de una manera que podría haberla partido en dos.
–Mire –empezó a decir ella.
–No se moleste –la interrumpió al tiempo que se daba la vuelta para mirar a su hermano, que perdía y recuperaba el conocimiento de manera intermitente–. Leo, soy yo, Rey –le dijo poniéndole la mano en el pecho–. ¿Puedes oírme?
El herido abrió los ojos brevemente.
–¿Rey?
–¿Qué te ha pasado, Leo?
El aludido sonrió débilmente.
–Iba tan distraído pensando en los nuevos piensos que no me di cuenta de lo que había a mi alrededor. Algo me golpeó en la cabeza y me caí redondo. No vi nada –entonces se tocó torpemente los bolsillos–. ¡Maldita sea! Me han quitado la cartera y el teléfono.
Meredith comenzó a decir que ella tenía ambas cosas, pero antes de que pudiera terminar, Rey Hart volvió a mirarla lleno de ira y salió de la sala como alma que llevara el diablo.
Su hermano volvió a perder el conocimiento y ella se quedó allí parada sin saber qué hacer. Cinco minutos después, Rey apareció acompañado de un policía que le resultaba extrañamente familiar. Sabía que lo había visto en algún sitio antes.
–Es esa –le dijo Rey al agente–. Firmaré lo que sea necesario, pero quiero que se la lleve de aquí.
–No se preocupe, yo me encargo –el policía se acercó a Meredith y la esposó sin darle oportunidad a que dijera ni palabra.
–¿Me está arrestando? –preguntó ella sin dar crédito a lo que le estaba ocurriendo–. Pero si yo no he hecho nada.
–Sí, eso ya lo he oído antes –replicó el agente con aburrimiento–. Nunca nadie hace nada. Pero vestida de ese modo y en medio de la calle a esas horas, permítame que no la crea. ¿Qué ha hecho con la cartera y el teléfono del señor Hart?
–Están en mi bolso –empezó a decir.
El policía la agarró del hombro y la sacó del edificio.
–Me temo que se ha metido en un buen lío. No eligió bien al hombre que debía atracar.
–¡Pero si yo no he atracado a nadie! Fueron dos hombres, no pude verles la cara, pero estaban a su lado cuando yo pasé por allí.
–¿Sabe que la prostitución es un delito?
–¡Yo no me estaba prostituyendo! Venía de un fiesta de Halloween. ¡Voy disfrazada de bailarina de revista! –estaba iracunda porque la estuvieran castigando por haberle hecho un favor a alguien–. Tiene que creerme, agente Sanders –añadió leyendo el nombre de su placa.
Pero él no dijo ni palabra, sino que se la llevó hasta el coche patrulla, eso sí, con un poco más de delicadeza.
–Espere –le pidió antes de que cerrara la puerta–. Saque mi cartera del bolso y mire mi carnet. Ahora, por favor.
El policía la miró con impaciencia, pero hizo lo que ella le pedía.
–Ya me parecía que tu cara me resultaba familiar, Johns –le dijo llamándola por su apellido, como hacía la mayoría de la gente en su trabajo.
–Yo no he atracado al señor Hart –insistió Meredith–. Y puedo demostrar dónde estaba cuando lo atacaron –le dio la dirección de Jill.
Después de aquella breve explicación, el agente condujo hasta el apartamento de Jill, que para entonces ya estaba bastante intoxicada, y volvió al coche patrulla, dejó salir a Meredith y le quitó las esposas. Al salir al frío de la calle y a pesar de que él ya sabía la verdad, se sintió increíblemente ridícula con la indumentaria que llevaba.
–Lo lamento mucho –le dijo con una sonrisa de incomodidad–. No la había reconocido. Solo sabía lo que me había contado el señor Hart, que probablemente estaba demasiado enfadado para detenerse a pensar. Pero tendrá que admitir que esta noche no parece ninguna ejecutiva.
–Sí, lo sé. El señor Hart estaba preocupado por su hermano y no sabía lo que había ocurrido. Cuando entró y vio a su hermano en ese estado y a mí vestida así –explicó Meredith mirándose el atuendo–. No se lo puede culpar por pensar lo que pensó, pero lo cierto es que los dos tipos que lo atacaron le habrían quitado la cartera si no llego a aparecer yo. Y esos siguen por ahí.
–¿Podría enseñarme el lugar donde lo encontró?
–Claro. Está a solo unos metros.
Comenzó a andar y él la siguió mirando a su alrededor. Una vez allí, Meredith se quedó en la acera y el agente inspeccionó detenidamente el terreno en busca de pruebas, pero no encontró más que un papel de caramelo y una colilla de cigarrillo.
–Usted no sabrá si el señor Hart fuma, o si le gustan los caramelos, ¿verdad?
–Me temo que no. Solo me dijo el nombre de su hermano y dónde vivía. No sé nada más de él.
–Bueno, ya les preguntaré más tarde –dijo caminando hacia el coche de nuevo–. Quédate aquí mientras llamo a alguien para que venga a recoger estas pruebas.
–Les encantará que los saquen de la cama para venir a ver un papel de caramelo y una colilla –bromeó Meredith mientras intentaba cubrirse lo más posible con la boa de plumas.
–La sorprendería saber lo que les gustan estas cosas –respondió él riendo–. Esta gente se toma muy en serio lo de atrapar a los pequeños delincuentes.
–Pues espero que atrapen a estos dos –comentó ella con seriedad–. Nadie debería tener miedo de andar por la calle. Da igual que sea de noche o vayas vestida del modo que sea –añadió haciendo referencia a su indumentaria.
–Tiene razón.
Mientras llegaban los expertos a la escena del crimen, Meredith se quedó en el coche patrulla redactando la declaración de lo ocurrido.
–¿Puedo marcharme ya? –preguntó cuando hubo terminado de escribir lo poco que sabía–. Vivo con mi padre y, a la hora que es, debe de estar muy preocupado. Iré caminando, estoy solo a un par de manzanas.
–Tu padre es Alan Johns, ¿verdad? –dijo el agente frunciendo el ceño–. ¿Quiere que la acompañe?
En cualquier otra ocasión habría respondido que no; normalmente no la acobardaba tener que enfrentarse a su padre, pero ya le habían sucedido demasiadas cosas aquella noche.
–¿No le importa? –le resultaba muy incómodo dejar ver que le daba miedo llegar a casa.
–Claro que no.
La llevó en coche y la acompañó hasta la puerta. Todo estaba a oscuras y en silencio.
–Está todo bien; si estuviera despierto, habría alguna luz encendida –dijo con un suspiro de alivio–. Muchas gracias.
–Llámenos si necesita cualquier cosa –le dijo con amabilidad–. Me temo que volveremos a vernos pronto. Rey Hart ya me ha recordado que su hermano Simon es el Fiscal General del Estado y que no va a permitir que se queden así las cosas.
–Es lógico. Bueno, muchas gracias.
–A usted, y siento mucho lo de las esposas –añadió con una enorme sonrisa, la primera que aparecía en su rostro en toda la noche.
–No importa. Gracias otra vez por traerme a casa.
Rey Hart permaneció hasta el amanecer sentado junto a la cama de su hermano, en la habitación individual que había conseguido en el hospital. Estaba realmente preocupado. Leo era el más fuerte de todos y normalmente también era el más cauto. También era el más bromista, el que siempre estaba contando chistes y los animaba a todos en los momentos difíciles. Y ahora que lo tenía frente a él se daba cuenta de cuánto lo quería. Por eso lo ponía tan furioso que aquella mujer le hubiera robado mientras se encontraba herido e indefenso. Todavía no entendía cómo habría conseguido golpearlo en la cabeza. No pudo evitar recordar con desagrado el modo en el que iba vestida.
Él no era ningún mojigato, pero hacía años había tenido un romance con una mujer que luego había resultado ser una prostituta. Aquello había supuesto un gran desengaño, porque creía que ella lo amaba cuando descubrió que solo había estado con él porque sabía quién era y cuánto dinero tenía. Como el resto de sus hermanos, sentía cierto recelo a las mujeres. Si pudiera encontrar un hombre que supiera hacer galletas, no volvería a permitir que otra mujer entrara en su casa, ni siquiera para trabajar allí.
Eso le hizo recordar con tristeza su última hallazgo. Leo y él habían encontrado una repostera ya retirada que había entrado a trabajar para ellos, los últimos solteros de la familia Hart, para hacerles las galletas que tanto les gustaban. Desgraciadamente, poco después había caído enferma y les había comunicado que aquel empleo era demasiado para ella en aquellos momentos. Ambos sabían que les iba a resultar muy difícil encontrar un sustituto. No había mucha gente que quisiera vivir en un rancho aislado y hacer galletas a cualquier hora del día y de la noche. Ni siquiera los anuncios que prometían un alto salario habían conseguido atraer a ningún candidato. Era deprimente, pero más lo era tener allí a Leo, inmóvil en aquella horrible cama de hospital.
Acostumbrado a dormir hasta sobre la silla de montar, Leo se quedó dormido apoyado sobre la cama de su hermano. Pero se despertó en cuanto el agente Sanders entró en la habitación.
–Lo siento, pero es que acabo de terminar mi turno –se disculpó nada más abrir la puerta–. El caso es que se me ha ocurrido pasar por aquí para contarle lo que hemos encontrado en el lugar donde atacaron a su hermano. Los detectives ya han empezado a buscar a los responsables del ataque.
–¿Los responsables? –preguntó Rey enfadado–. Pero si usted ya había arrestado a la responsable.
El agente apartó la mirada de Hart.
–Tuve que dejarla libre –respondió con cierta incomodidad–. Tenía una coartada que ya ha sido confirmada. Así que prestó declaración y luego la dejé en su casa.
Rey se puso en pie y miró al policía desde su imponente altura.