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Las segundas oportunidades eran para aquellos que tenían la valentía de aceptarlas... Desde que aquella traición le cambiara la vida, Breena Quinlan lo escondía todo. Escondía sus sentimientos en las páginas de un diario, escondía su cuerpo bajo la enorme ropa y se escondía ella misma en un apartado pueblo de Oregón. Pero Seth Tucker la había encontrado. Con sólo mirarla, e incluso rozarla, le demostraba que la deseaba. Todo en él, sobre todo las ganas con las que intentaba ser un buen padre para su hija, le daba motivos para confiar. Así que Breena dio el gran salto y se atrevió a compartir con él su casa... y su cama.
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Seitenzahl: 226
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Mary J. Forbes
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Lo que ella siempre quiso, n.º 1589- agosto 2017
Título original: Everything She’s Ever Wanted
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-069-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
UNA mujer sola en la carretera a las nueve de la noche puede buscarse problemas. A las afueras del pueblo supone una atracción irresistible».
Breena Quinlan se repetía las palabras a cada paso. En viento azotaba sus mejillas y entumecía sus dedos. Se aferró la bolsa de la compra contra su fina chaqueta, una prenda no muy indicada para el frío mes de octubre.
De pronto, unos faros la alumbraron por detrás, dejándola paralizada contra el asfalto.
«Piensa en los guantes, en la bufanda, en tía Paige, en la tienda… No pienses en el camión que se está deteniendo detrás de ti».
Agachó la cabeza para protegerse de otra ráfaga de viento. El chirrido de unos frenos rasgó la noche. El camión traqueteó y se detuvo.
—¿Es suyo el coche que está detenido ahí detrás, señorita? —preguntó una voz masculina.
Breena levantó la cara. ¿Por qué no habría llevado su teléfono móvil consigo?
—Sé lo que está pensando, señorita —dijo el conductor. Iluminado por las luces del salpicadero, bajó el cristal y apoyó un brazo en la ventanilla—. No soy esa clase de hombre. Mi nombre es Seth Tucker. Soy el dueño de Tucker Contracting Limited, aquí en Misty River —palmeó la puerta del camión—. Si no me cree, lea el logotipo.
Breena se atrevió a echar un vistazo al panel oscuro. Incluso de noche y a siete metros de distancia, las palabras eran inconfundibles. Pero eso no significaba nada. Tal vez aquel hombre fuera un simple camionero contratado por la empresa.
—Escuche —dijo él—. Voy de vuelta a mi oficina para recoger mi vehículo. Deje que llame a una grúa con mi móvil. Así podrá volver a su coche y esperar dentro, protegida del viento.
—Estoy bien —consiguió decir ella.
—Está muerta de frío —replicó él—. ¿Qué piensa hacer si se topa con alguien peligroso?
Touché. Ciertamente, sus manos, cara y piernas se le habían congelado. De hecho, le resultó increíble que pudiera poner un pie delante de otro.
—Muy bien. Camine si eso es lo que quiere —la animó el conductor—. Yo la seguiré en el camión hasta que lleguemos a su destino.
—Por amor de Dios, ¿acaso sabe cuál es mi destino?
—Sí —respondió él, mirando la carretera—. Está a un kilómetro de aquí —desvió la atención hacia su rostro—. ¿No cierra a las cinco?
—Me hospedo en la tienda —dijo, y enseguida se arrepintió de revelar tanta información.
—Ah, usted debe de ser pariente de Paige Quinlan.
Así que la conocía… Eso era lo bueno de los pueblos pequeños.
—Es mi tía abuela —respondió, y al instante sintió un escalofrío—. ¿Tiene calefacción su camión? —le preguntó, sin pensar en lo que decía.
—Por supuesto. ¿La tranquilizaría saber que mi hermano es el jefe de policía local? Debe de haberlo visto por aquí. Es un gigante de dos metros y pelo negro.
—¿Jon Tucker?
—El mismo.
Breena se sorprendió a sí misma sonriendo. El director del motel Sleep Inn, donde ella se había quedado nada más llegar a Misty River, se había referido al jefe de policía Tucker como «el tío más grande que haya visto en su vida». Un titán que había limpiado el pueblo de camellos y delincuentes el otoño pasado.
—¿Señorita? Llame desde mi móvil, si quiere. O llame a su tía… Ella me conoce.
—No, no es necesario —dijo ella. Para bien o para mal, confiaba en aquel camionero. Además, ¿qué clase de psicópata le pediría a su víctima que llamara a la policía? Cruzó la calzada hacia el camión y él abrió la puerta.
Era alto. Tal vez no tanto como su hermano, pero casi, y tenía unos hombros anchos y poderosos, muy adecuados para conducir un camión de aquella envergadura. Durante unos segundos, las luces del interior al abrirse la puerta iluminaron una mata de pelo oscuro y revuelto y un rostro de facciones duras y angulosas.
—Seth Tucker el camionero, encantado, señorita —se presentó a sí mismo con una lenta sonrisa, y extendió la mano para estrechársela. Era cálida y agradable al tacto.
—Breena Quinlan —respondió ella, y él asintió cortésmente.
—Será mejor que suba, señorita Quinlan, antes de que se convierta en un témpano de hielo.
—Llámeme Breena —lo corrigió ella. Retiró la mano y lamentó la pérdida de calor.
Él tomó la bolsa de sus brazos rígidos y doloridos y le hizo rodear el motor para sentarse en el asiento del copiloto. La gravilla rechinaba bajo sus botas mientras abría la puerta y dejaba las compras de Breena en el suelo del camión.
—Agárrese de este asidero —le indicó—. Con cuidado. Hay dos escalones.
Breena pisó el primer peldaño, cerró la mano en torno al aro y él la asió del codo y la ayudó a encaramarse al asiento. El interior de la cabina era cálido y agradable. Recordaba a la carlinga de un avión pequeño, con el salpicadero iluminado de diales y pilotos y con un volante del tamaño de un neumático. Un par de altavoces digitales emitían suaves canciones populares.
Seth Tucker se sentó al volante, subió la calefacción y, tras mirar por el espejo retrovisor, piso el embrague y puso el camión en marcha.
—Frótese las manos y los brazos.
—¿Q…qué?
—Las manos y los brazos. Fróteselos. Entrará antes en calor.
Ella obedeció y sintió cómo la sangre volvía a fluir por sus venas, calentándole la piel.
—Gracias —murmuró. Los labios se le relajaron y los dientes dejaron de castañetearle.
—No hay de qué —respondió él, cambiando de marcha.
—¿Es normal este tiempo en Oregon?
—En octubre sí —volvió a esbozar una lenta sonrisa—. Tiene suerte de que no esté lloviendo. ¿De dónde es usted?
—De San Francisco.
—¿Está de visita?
—En cierto modo —respondió ella. La decisión de visitar el noroeste de Oregon le había parecido bastante sensata tres semanas atrás… hasta dos días antes, cuando la idea de invertir en la tienda de su tía abuela le pareció de repente demasiado precipitada.
Después de todo, ¿qué sabía ella sobre un comercio tan pintoresco como el de su tía Paige, con sus velas, campanas, cerámicas y espejos? Lo suyo era la revisión de historiales delictivos, los casos de drogas y abuso infantil, los fugitivos y los allanamientos de morada. Y su especialidad, ayudar a personas con el corazón roto y la vida destrozada.
O al menos así había sido… antes de la traición de Leo.
Así que tal vez aquélla fuera la mejor decisión, al fin y al cabo. Al menos aprendería algo. Su doctorado en Psicología le había enseñado a trabajar duro años atrás.
¿Y si fracasaba? Entonces volvería a San Francisco y a sus terapias familiares, por mucho que le costara vivir en la misma ciudad que Leo y Lizbeth. Oh, Dios. Incluso ahora, siete meses después, el estómago se le seguía revolviendo al recordar a su marido y a su hermana besándose y acariciándose en una playa de California.
Se aferró al reposabrazos y se obligó a resistir el dolor. El pasado vivía dentro de ella, mientras que el futuro se abría como un camino serpenteante a través de un bosque denso y oscuro.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó el hombre, con la vista fija en la carretera y las manos relajadas sobre el volante.
Ella se recostó en el asiento y se cruzó las manos en el regazo.
—Sí, estoy… bien.
—¿Su coche se quedó sin gasolina?
—No, creo que algo ha fallado en el motor. Hacía mucho ruido —se fijó en el impresionante cuadro de mandos—. Nunca había estado en un camión tan grande. Me resulta un poco extraño.
—Lo extraño también puede ser seguro —respondió él con una sonrisa.
¿Se refería al camión o a sí mismo? Tal vez la viese a ella como a una sofisticada chica de ciudad. O como una californiana despreocupada que estuviese buscando una nueva experiencia. Breena no quería darle una imagen equivocada, pero ¿cómo? Si le decía que estaba cansada del mundo competitivo y cruel de los negocios, él pensaría que era rica y excéntrica. Pero si decía que quería un cambio en su vida, tal vez la malinterpretara todavía más.
Sí, quería un cambio. Deseaba vivir en un pueblo. Pero, sobre todo, aspiraba a echar raíces y que la aceptaran como parte de una comunidad. Lejos de Leo y Lizbeth.
El roce de los neumáticos contra el asfalto armonizaba con Hey, Judes. El clásico de los Beatles la ayudó a calmar un poco sus nervios.
—No podía quedarme en San Francisco —se encontró a sí misma diciendo—. Y no sé si puedo regresar.
—A veces es mejor cambiar de sitio.
Breena observó una fila de árboles tenuemente iluminados por la luna. Unas pocas casas aparecieron en la oscuridad. El suave resplandor de sus luces amarillas aparecía cálido y acogedor en la noche.
—Misty River parece un buen lugar para cambiar —murmuró.
—No está mal. Todo el mundo se conoce. Y eso puede ser una ventaja o un fastidio. Si usted se queda, todos la conocerán.
—Algunos ya me conocen —dijo ella—. Y ahora también usted.
—Sí —respondió él, mirándola con una sonrisa torcida—. Y ahora yo.
Breena pensó en preguntarle si su familia había vivido allí desde siempre, si tenía mujer e hijos. Una charla trivial para pasar el tiempo.
El letrero ovalado de la tienda, con su bonita mezcla de palabras e hiedra pintadas sobre madera y enmarcado en hierro forjado, parecía dar la bienvenida con su luz ambarina en la estrecha calle flanqueada de olmos.
—Déjeme en la esquina —le pidió ella—. Puedo recorrer a pie los últimos metros.
No quería que aparcara delante de la tienda. No quería que Delwood Owens, el vecino cotilla, se asomara a la ventana y viera a una desconocida bajándose del camión de Seth Tucker, un hombre bueno y decente, en una noche fría y ventosa. Y no quería que Seth se preguntara por qué no se alojaba en casa de su tía Paige, sino en la parte trasera de la tienda.
Pero a Seth Tucker no parecía importarle nada lo que ella o los vecinos pensaran. Detuvo el camión junto a la acera, salió del mismo y lo rodeó para abrirle la puerta y quitarle la bolsa de los brazos. A continuación la llevó hacia la verja que se abría en el muro de piedra y subieron por el camino inclinado y lleno de baches que conducía a la casa.
—¿Por qué puerta? —preguntó él, deteniéndose en los escalones del porche—. ¿Por ésta o por la trasera?
—Por la trasera —respondió ella, y ambos rodearon la casa. Las luces de la calle proyectaban sombras inquietantes en el jardín. Parecía una postal de Halloween, con el pequeño garaje y el viejo sauce retorcido adivinándose en la oscuridad.
Al llegar a la puerta trasera, Breena sacó la llave del bolso y recuperó su bolsa.
—Gracias de nuevo. Ha sido muy amable —le ofreció una sonrisa, deseando en silencio que él no esperara que lo invitase a entrar.
—Llamaré a Bill, a ver si puede mandar una grúa para recoger su coche.
—¿Bill?
—El dueño del taller. Le harán falta sus llaves.
—No es necesario —dijo ella, negando con la cabeza—. Puedo llamar por teléfono —abrió la puerta y encendió la luz interior—. Ya ha hecho bastante. No quiero abusar de…
—No se preocupe. Conozco a Bill desde que éramos unos críos. Él se hará cargo de su vehículo.
—De acuerdo. ¿Quiere entrar y usar el teléfono?
—Tengo mi móvil —respondió él, y miró hacia el callejón. Alguien se había asomado a la ventana de una cocina—. Entre usted. Se está congelando.
Ella le tendió las llaves del coche y entró, dejando una mano en el borde de la puerta.
—Muchas gracias, Seth. Aprecio mucho su ayuda.
—Es un placer —dijo él con un atisbo de sonrisa.
Breena lo vio alejarse y entonces cerró la puerta, apoyó la frente contra la madera y dejó escapar el aire que había estado conteniendo.
Cerró los ojos y, por primera vez en muchos meses, no vio el rostro de Leo.
Seth aparcó frente al garaje, detrás de su casa, y apagó el motor y las luces. Durante unos minutos permaneció sentado y en silencio, pensando en aquella mujer. Estaba huyendo de algo, sin duda. Pero ¿de qué? ¿De un marido? ¿Un amante? ¿Las dos cosas?
«Olvídalo». Ya tenía bastantes preocupaciones en su vida.
Giró la cabeza hacia el inmenso granero que había transformado en taller. Le encantaban sus ocho acres de tierra que había comprado dos años antes. Algún día pasaría a manos de Hallie, quien sin duda vendería el terreno e invertiría las ganancias en sus sueños particulares, fueran cuales fueran.
Una punzada de culpa lo traspasó. No sabía nada de los sueños de Hallie. Ni de sus intimidades. ¿Qué clase de hombre, qué clase de padre no conocía a su propia hija?
Un padre que no mostraba interés. Salvo cuando tenía que pagarle mensualmente la pensión a su ex mujer. Diez años antes, incluso había abierto un fondo de ahorro para los estudios universitarios de su hija. Pero ¿sería la universidad el sueño de Hallie? Tal vez prefiriera tocar en un grupo de jazz, o vivir en el desierto australiano. O tal vez, sólo tal vez, lo único que deseaba era ver a su familia unida.
Furioso por aquel pensamiento, agarró sus cosas y abrió la puerta con un empujón. Un hocico frío y húmedo le rozó la mano.
—Hola, Roach, viejo zorro —murmuró, rascando al perro tras las grandes orejas—. ¿Me echabas de menos?
El enorme animal se puso a brincar sobre sus garras del tamaño de sartenes y salió disparado hacia el porche trasero.
—Siéntate —ordenó una voz femenina.
Seth se detuvo bruscamente y escudriñó las sombras, distinguiendo un pequeño bulto.
—¿Hallie? —llamó a su hija de quince años—. ¿Qué estás haciendo aquí? —era viernes por la noche. Faltaban dos días para la visita concertada.
—Mamá y yo hemos discutido.
—¿Cómo has venido? —le preguntó él.
—Andando.
A Seth se le pusieron los pelos de punta. Su casa estaba a cuatro kilómetros del pueblo.
—Es de noche —dijo.
—Ya lo sé, pero no podía aguantar más, y mi amiga Susanne se va este fin de semana con sus padres a algún sitio, la tía Rianne tiene compañía y… y yo quería venir aquí.
—Vamos adentro —dijo, tendiéndole una mano.
Ella se puso en pie sin aceptar su ayuda, y Seth intentó ignorar la sensación que le atenazaba el corazón. Una vez en la cocina, el perro se dirigió hacia el cuenco con agua que había en un rincón, y Seth dejó las cosas en la encimera.
—¿Le has dicho a tu madre que venías aquí?
—No —respondió ella con el ceño fruncido.
—Entonces llámala enseguida.
—No le importa adónde vaya ni dónde esté.
—Bueno, pues a mí sí. Llámala, cariño.
La niña se quitó la mochila y la dejó caer al suelo.
—Iba a salir con ese cretino de Roy-Dean.
—Déjale un mensaje en el contestador —le sugirió él, asintiendo en dirección hacia su despacho. No quería que llamara desde la cocina, y tener que oír la conversación con la mujer a la que él tendría que haber abandonado dieciséis años antes.
Joven y lunático, eso había sido, pensando sólo con la parte inferior de su anatomía. Melody Owens se había arrojado sobre él como una hiena hambrienta. Él había tenido veintidós años; ella, dieciocho… Pero aparentaba muchos más. Conseguía engañar a todo el mundo con su edad. Incluido a él.
«Admítelo, no podías apartar los ojos de ella. Ni las manos». Era la mujer que más lo había excitado en su vida. Fueron tres meses de desenfreno y pasión. Hasta que una mañana, Melody se presentó en su puerta para informarlo de que estaba embarazada. Cinco minutos de diversión en el asiento trasero de su viejo Impala dejaban paso a dieciséis años de dolor.
Pero no eludió la responsabilidad. De ninguna manera. Una vez repuesto del shock, un amor inmenso lo invadió cuando se encontró mirando a los grandes ojos azules de una criaturita sin dientes. Ver a Hallie avivó sus sueños y esperanzas.
Sueños que se hundieron en el barro del matrimonio. Él, que siempre había trabajado duro para conseguirlo todo, no había sido lo suficientemente bueno. No para el padre de Melody ni para ella. Pero el vientre de Melody había llevado sus genes. A su dulce Hallie. Y eso lo ataba de por vida a su mujer.
Pensó en la mujer de aquella noche… Breena, y recordó su voz tranquila y triste. Su olor a jabón. Su largo pelo negro. Era todo lo opuesto a Melody.
Se acercó al fregadero para lavarse las manos. Tenía que olvidarse de Breena y de Melody. Hallie era lo único que importaba,
En la nevera encontró una mezcla de verduras y sobras de carne. Se sirvió un plato y lo calentó en el microondas. Hallie regresó con una expresión de resignación y se quitó el abrigo que él le había comprado la primavera pasada.
—No estaba en casa —dijo, dejando el abrigo sobre una silla.
¿Qué podía decir él?, se preguntó Seth. ¿Que su madre era una idiota? O mejor, ¿que su madre debía aceptar que tenía a una adolescente viviendo bajo su techo?
Prefirió mantener la boca cerrada y se ocupó en poner la mesa. Sacó la comida del microondas y los dos comieron en silencio. Al acabar, retiró los platos y los enjuagó en el fregadero.
Hallie se acercó a él y agarró el trapo que colgaba de la puerta del horno.
—¿Puedo quedarme contigo esta noche?
A Seth le dio un vuelco el corazón. Era una sensación dulce y dolorosa al mismo tiempo. ¿Cuántas veces había deseado que su hija lo eligiera a él voluntariamente? Pero no quería que su decisión estuviese motivada por la angustia.
—No tienes ni que preguntarlo, Hallie —le dijo, mirando su rostro pálido y suave y su nariz pequeña y recta—. Ésta también es tu casa.
Hallie secó los platos con el trapo y los dejó en la encimera.
—En cualquier caso, mamá se quedará en casa de Roy-Dean.
—¿Hace eso a menudo? —preguntó él—. ¿Dejarte sola por la noche?
—Sólo desde que empezó a salir con él.
En otras palabras, desde agosto, cuando Melody había vuelto a mudarse a Misty River desde Eugene. De eso hacía dos meses. ¿Por qué Hallie no se lo había dicho antes?
Roy-Dean Lunn era ocho años más joven que Melody. Un chico guapo al que ella exhibía por el pueblo como si fuera un talismán para su rostro marchito. Lunn trabajaba en el mantenimiento de carreteras y autopistas; durante los inviernos, retiraba la nieve en los estados de Washington y Idaho, y después malgastaba su dinero en mujeres y alcohol. Ahora se lo gastaba en Melody, mientras ella se olvidaba de su responsabilidad legal hacia Hallie.
¿Y de quién era la culpa?
«Mía, maldita sea. Debería haber luchado más cuando tuve la ocasión».
Había luchado todo lo que sus miserables ahorros le permitieron. Pero Melody procedía de una generación con dinero e influencia. Su padre era el dueño de un importante concesionario de vehículos, y Seth se encontró frente a una jueza que no fue precisamente imparcial.
Al escuchar cómo se le concedía el pleno derecho para educar a su hija, Melody se puso a llorar delante de la jueza, y Seth no pudo hacer otra cosa que acatar la decisión. Hallie tenía por aquel entonces cinco años, y Seth sabía que su horario laboral no era el más favorable para una niña. Su pequeña necesitaba a su madre, y así fue.
Al final, consiguió que se le permitiera visitarla todos los domingos y que se le concediera la custodia compartida. Gracias a ello, podía intervenir en la educación de la niña, su salud y otros aspectos importantes de su vida.
Pero cinco años atrás, Melody se había mudado a Eugene, junto a su hermano. Según ella, era «la última gran oportunidad de su vida». El pueblo quedaba a tres horas en coche. Las facturas de los moteles y el tiempo del trayecto hicieron mella en las visitas, y por tanto en la confianza de Hallie en su padre. Ni siquiera las llamadas telefónicas pudieron compensar el abismo que se abrió entre ambos al tiempo que ella entraba en la adolescencia. Y todo había sido culpa de él.
Bueno, no podía cambiar el pasado, pero sí podía hacer algo con Roy-Dean Lunn.
—Desde ahora en adelante, cuando ese tipo se presente —dijo—, llámame e iré por ti.
—No pasa nada —respondió ella, colocando los utensilios en el escurreplatos—. Puedo quedarme en casa de Susanne o con la abuela. Esta noche no… Mamá no lo esperaba, eso es todo.
—Quiero que te vengas aquí, Hallie. No molestes a tu abuela ni a tu amiga.
—Papá, no pasa nada, de verdad.
—Sí que pasa —insistió él—. La próxima vez me llamas al móvil o le dejas un mensaje a Wanda en la oficina —al ver las emociones reflejadas en el rostro de su hija, le puso una mano en el hombro—. ¿De qué habéis discutido?
—De nada —dijo ella, agachando la cabeza.
—Has venido caminando hasta aquí.
—Estaba muy furiosa.
Seth le quitó el trapo de las manos y lo colgó en la puerta del horno.
—¿Quieres contarme por qué?
Hallie apretó fuertemente los labios, y él prefirió no presionarla más. Sabía que se lo contaría cuando llegara el momento. Guardó los platos en el armario y los cubiertos en el cajón.
—¿No vas a darme la lata? —le preguntó ella.
—No.
—Mamá siempre lo hace cuando no le cuento algo.
—¿Quieres ver la televisión o jugar una partida de ajedrez?
Ella se encogió de hombros.
—Claro. Lo que sea.
Seth se decantó por el ajedrez y jugaron en el salón, al calor de la chimenea. Jugaron tres partidas, de las que ella le ganó dos. A Seth lo invadió un arrebato de orgullo. Su hija era una rival formidable. Quiso alargar el brazo y acariciarle la cola de caballo, pero dejó caer la mano. Era demasiado pronto. No podía recordar cuándo había sido el último abrazo, el último beso. ¿Cuando ella tenía cinco años? ¿Diez?
«Te echo de menos».
Algo debió de mostrarse en su rostro, porque Hallie guardó las piezas y el tablero en la caja y se levantó para llevar el juego al dormitorio que usaba en sus visitas concertadas. Seth estaba cansado de aquel régimen de visitas. Quería que su hija fuera a verlo cuando ella quisiera, no cuando él lo pidiera o cuando el sistema lo estimara correcto.
Se acercó a la chimenea y recolocó los troncos que se consumían. La fragancia de las piñas impregnó el salón.
—¿Papá?
—Dime, cariño.
Hallie estaba de pie junto a la mesa. Tenía las manos en los bolsillos de sus pantalones de peto holgados y una expresión de timidez. A Seth se le hizo un nudo en la garganta al verla.
—Mamá no quiere que salga con chicos.
Aquél había sido el motivo de la discusión, sin duda.
—Entiendo.
—No es justo —dijo ella, suplicándole con la mirada que la entendiera—. Ella empezó a salir cuando tenía trece años y yo ya tengo quince. Soy más madura que la mayoría de mis amigas.
Seth colgó el atizador junto a la chimenea y se levantó.
—¿Quieres un chocolate caliente?
—No. Quiero hablar de esto.
—Podemos hablar mientras se hace el chocolate —insistió él, y volvió a la cocina para calentar la leche. Con el rabillo del ojo vio cómo Hallie se agachaba junto a Roach, que estaba tendido junto a la puerta trasera, y le acariciaba la cabeza. El perro golpeó el rabo contra el suelo de linóleo y siguió sus movimientos con atención.
Aquella escena le recordó a Seth cómo le había quitado a Breena Quinlan la bolsa de sus entumecidos brazos. Después de haber encontrado a Roach escondido bajo su porche, se había preguntado con frecuencia acerca del pasado de aquel animal. ¿Por qué había elegido el perro su propiedad para ocultarse?
Esa noche, se preguntaba acercaba del pasado de esa mujer. ¿Qué la había llevado hasta aquel pueblo y a ocultarse en aquella casucha? ¿Y cuánto tiempo costaría convencerla para que asomara la cabeza?
«Ella no es un animal callejero, Seth. No puedes curar sus males».
Ni tampoco pretendía curárselos. Lo último que necesitaba era preocuparse por una mujer a la que había llevado en su camión.
—La leche está lista —dijo, irritado consigo mismo. Sacó los malvaviscos de la despensa y lo dispuso todo en la vieja mesa de roble—. Bueno, ¿quién es ese chico con el que quieres salir?
—Se llama Tristan. Es muy guapo y quiere ir al cine mañana. Es la sesión de tarde, pero mamá también quiere venir —levantó la cabeza—. ¿Te imaginas lo que pensaría todo el mundo?
Seth podía imaginárselo sin problemas. Todos los chicos mayores de diez años se pondrían a cuchichear sobre cómo Hallie Tucker iba al cine con un chico y con su madre de carabina. Y aunque a Seth no lo entusiasmaba mucho la idea de que su hija estuviera a solas con un chico, menos le gustaba que Melody se entrometiera.
Con una minifalda minúscula, labios embadurnados de rojo pasión y tacones de aguja.
—Se niega a escucharme —continuó Hallie—. Todo lo que dice es que ella también fue adolescente una vez. Como si hubiera sido una diva o algo parecido.
A Seth no lo sorprendía. Melody siempre había sido así.
—¿Qué te parece si hablo yo con tu madre?
—No te escuchará. No escucha a nadie.
—Tal vez lo haga esta vez.
—No lo hará. O se hacen las cosas como ella diga o a la calle —Hallie giró la cabeza y miró sus reflejos en el cristal de la ventana—. La odio.
—No puedes decir eso en serio, cariño.
—Claro que sí. Se está volviendo muy rara. Siempre que viene a la escuela, oigo a los chicos reírse a sus espaldas. Su modo de comportarse, su peinado, su ropa… Desde que se hizo esos implantes la primavera pasada sólo se compra tops para enseñar sus…
—Hallie.
—¡Es cierto! Va por ahí como si siempre estuviera caliente.
—¡Hallie!
—Me da igual —dijo ella, pero Seth pudo reconocer su dolor—. Es como si estuviéramos en algún concurso de belleza. Es ridículo.
—Es tu madre, pequeña.
—Sí, pero ojalá no lo fuera. Los hombres la miran como si fuera una… una vulgar ramera —dijo con voz temblorosa.
Seth sintió una punzada de dolor en el pecho. No había nada más que decir. Hallie tenía razón y ambos lo sabían.
—Bébete el chocolate —fue lo único que le dijo.