Cadenas del pasado - Mary J. Forbes - E-Book
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Cadenas del pasado E-Book

Mary J. Forbes

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Beschreibung

Como jefa de policía del pueblo, Meg McKee mantenía la paz en Sweet Creek. Pero para Ethan Red Wolf, Meggie era algo más que una eficiente agente de la ley, era su alma gemela, el primer amor del que había huido creyendo que nunca sería digno de ella. La vida de Meg no había salido como ella había previsto. Su matrimonio se había venido abajo después de que ella venciera al cáncer de mama y su hijo adolescente no paraba de hacer gamberradas… en las tierras de Ethan. Lo único que Meg sabía era que con sólo ver a Ethan su corazón levantaba el vuelo como las águilas que habitaban aquellos cielos…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Mary J. Forbes

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cadenas del pasado, n.º 1729- septiembre 2018

Título original: Red Wolf’s Return

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9188-963-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

UNA suave neblina se cernía sobre la laguna de Blue Mountain aquella mañana de septiembre en que Ethan Red Wolf se enfrentó al pasado que había enterrado muchos años antes.

«Esta vez no será hola y adiós, Meggie», pensó.

Tendría que hacer un informe detallado sobre el águila herida que yacía sobre la roca, y sería necesario hablar con ella.

—Tranquila —susurró al ver que el ave se movía.

Tras guardar la cámara en el bolso, se agachó para examinarla. Le habían arrancado las plumas de la cola, pero las lluvias habían aplacado el olor y mantenido a raya a coyotes y lobos. Ethan dejó escapar un suspiro. Después de tantos años, tendría que volver a ver a la jefa de policía de Sweet Creek.

Meggie McKee.

—No pasa nada.

Tomó al pájaro en brazos y partió rumbo a casa. Aquella iba a ser la primera conversación que tendría con Meggie desde que regresara a Montana seis años atrás. Se habían visto por la calle cuando él trabajaba como capataz en el rancho Flying Bar T, pero siempre terminaban esquivándose. Él se había alejado de ella porque estaba casada y por muchas otras razones. Ella, en cambio, le había dado una razón que él jamás había podido olvidar.

«No eres el hombre que quiero», le había dicho.

Desde la cima de un montículo se veía la pequeña granja que su abuelo, Davis O’Conner, había construido medio siglo antes. La casa se encontraba a unos metros de la laguna, a la sombra de un bosque de pinos y abedules.

Ése era su hogar, pero habían pasado muchos años.

La Meggie a la que había besado con dieciocho años ya no existía. Tenía un hijo de dieciséis años y no perdería ni un segundo recordando un amor de adolescencia.

Ethan levantó la vista y miró hacia la roca donde había encontrado al águila. En aquel lugar, bajo un cielo de estrellas, Meggie le había dicho que lo amaría para siempre, pero… había llovido mucho desde entonces.

 

 

La clínica veterinaria de Sweet Creek estaba a las afueras del pueblo, rodeada por una espesa alameda, y allí fue adonde se dirigió Ethan. Kell Tanner, el veterinario del pueblo, era uno de sus mejores amigos.

—¿Podrás salvarla, Doc? —preguntó Ethan.

—No estoy seguro. Por suerte es joven —retiró el vendaje que Ethan le había puesto alrededor de las alas y le dio un poco de agua con un gotero antes de examinar la herida.

—Qué pena.

—Haz lo que puedas, Doc. Se lo merece.

—Vuelve en un par de horas. Estará en la sala de recuperación.

—Gracias —Ethan se dirigió a la puerta.

—No creo que les haga mucha gracia lo que estás pensando. Podría haber un furtivo entre sus amigos pistoleros.

—Me arriesgaré —dijo Ethan encogiéndose de hombros.

—Buena suerte.

Ethan asintió y se marchó.

Ya en el exterior, sintió la cálida caricia del sol de la mañana y miró hacia los árboles que separaban la clínica del pueblo. Un rato antes había visto el todoterreno de Meggie delante de la comisaría así que fue hacia allí. No pudo evitar preguntarse cómo se lo tomaría ella, sobre todo si implicaba al club de tiro… y a su hijo, pero no tenía otro remedio. Beau se había convertido en un adolescente con aires de chico malo.

Meggie había salido con otros hombres durante esos años, pero él no. Había tenido alguna que otra aventura esporádica, pero nadie había significado tanto para él como ella.

Con el pulso acelerado, aparcó delante de la comisaría y entró en el edificio. Ella estaba mirando un mapa del condado junto con Gilby Pierce y la secretaria, Sally Dunn. Al verlo entrar los tres se volvieron hacia él.

Meggie lo miró con ojos expresivos y esbozó una sonrisa afectada.

—Señor Red Wolf.

—Inspectora McKee.

—¿En que podemos ayudarlo?

—Han disparado a un águila en mi propiedad y me pregunto si no habrá sido un furtivo.

—¿Podría explicarnos qué pasó?

—Le faltan las plumas de la cola y de un ala. Kell le está suturando la herida del muslo y le va a entablillar el ala.

—¿Aún está viva?

—Sí, pero está muy mal.

Ella lo miró fijamente y Ethan pudo comprobar lo mucho que había cambiado. Llevaba el pelo más corto que él y no llevaba maquillaje alguno. Las penas del corazón parecían haber hecho mella en ella, y tal vez seguía queriendo a su ex marido, el respetado doctor Doug Sutcliffe.

—Pasemos a mi oficina —le dijo.

En su despacho tenía un escritorio de madera con un ordenador, y varias estanterías de archivos. Desde la ventana se podía ver Blue Mountain.

—Tome asiento, por favor.

Ethan se sentó en la única silla que no estaba ocupada por archivos. Ella se sentó detrás del escritorio y abrió el ordenador.

—¿Dónde encontró al pájaro?

—A orillas de la laguna, muy cerca de mi casa — contestó él.

—¿Cree que han usado el campo de tiro sin su consentimiento?

—El campo de tiro ya no existe, como usted bien sabe.

Después de vencer el contrato de arrendamiento con el Ayuntamiento, Ethan había desmantelado el campo de tiro para crear un centro de rehabilitación para chicos con problemas, chicos como el que él había sido.

—Ya sé que el campo ya no existe. Sin embargo, eso no significa que la gente haya dejado de ir —levantó la comisura derecha de laboca—. Las viejas costumbres nunca mueren. Seguro que algunos creen que sigue abierto.

—No he puesto ningún cartel, pero tiene razón. No se puede descartar a los colegas pistoleros del alcalde.

—¿Qué quieres decir, Ethan?

Una chispa de fuego le recorrió el cuerpo. No recordaba la última vez que había dicho su nombre…

—Digo que he visto cazadores por Blue Mountain.

—¿Quién? —dijo sin quitar las manos del teclado del ordenador.

—Un par de chicos.

—¿Con rifles?

—Del calibre veintidós.

—Necesito nombres, Ethan.

—Randy Leland, el hijo de Linc y el nieto del alcalde…

—Conozco a los Leland —dijo ella rápidamente—. Lo siento. No quería interrumpir. Es sólo que… no me sorprende.

Linc Leland, Jock Ralston y Gilby Pierce le habían hecho la vida imposible a Ethan en el instituto y Meggie le había defendido en más de una ocasión. Para que por fin lo dejaran en paz él había tenido que enfrentarse a ellos y había terminado con la nariz rota.

—También vi a tu hijo.

—¿Beau? —se le dilataron las pupilas—. ¿Con Randy? ¿Cuándo?

—El fin de semana pasado. El domingo, para ser exactos. Estaban disparando a unos troncos en mi propiedad.

—¿Hablaste con ellos?

—Les dije que se fueran al campo de tiro de Livingston o al de Bozeman, y que estaban en una propiedad privada.

El hijo de Meggie lo había insultado, así que Ethan le había amenazado con llevarle a comisaría, pero el chico se había echado a reír.

—¿Se fueron?

—Sí.

Había tenido que seguirles hasta el todoterreno de Beau para que se marcharan al pueblo.

—¿Ha sido ésa la única vez que les has visto en tu propiedad?

—Beau ya había estado una vez, por lo que sé.

—¿Cuándo?

—A finales de julio. Lo vi andando por el límete a eso de las siete y media de la mañana.

—¿Con el rifle?

—Lo llevaba colgado por encima del hombro.

—¿Hablaste con él esa vez?

—No. Pasó por mi propiedad de camino a la montaña.

Meggie se levantó de la silla y fue hasta la ventana.

—Eso no significa que esos chicos hayan disparado al águila —dijo ella.

—Cierto.

Podría haber sido un furtivo. De vez en cuando se oían historias sobre el tráfico de animales salvajes en las noticias y periódicos.

—Necesito una declaración. Esta tarde hablaré con Beau.

Ethan ya había oído rumores sobre el chico de Meg McKee. Beau se había convertido en un matón adolescente. La misma historia de siempre…

Pero la gente no olvidaba, no en aquel pueblo. Impaciente por marcharse, Ethan agarró el papel y el lápiz.

—Puedes ir a la sala de enfrente —dijo ella.

Él se puso en pie y ella hizo lo propio. Aquélla era la oficina de Meg la policía. Meg, la mujer a la que apenas conocía.

Sus miradas se encontraron durante un instante y entonces él se dirigió hacia la otra sala.

—Ethan —dijo ella—. Llegaré al fondo de este asunto.

—Sé que lo harás.

Ella se recostó contra el marco de la puerta y él supo que algo le preocupaba.

—Ha pasado… ha pasado mucho tiempo desde que… —empezó a decir ella—. ¿Qué tal estás?

—Bien. Muy bien. Creo que debería ir a hacer esto de una vez.

—Por supuesto. Déjaselo a Sally cuando termines. Y… Ethan, gracias de nuevo.

Con esas palabras volvió a entrar en la oficina y cerró la puerta.

Ethan se quedó mirando la hoja en blanco. Por fin habían roto el hielo, pero… ¿qué haría a partir de ese momento?

Dejó a un lado el bolígrafo de Meg y se sacó un lápiz del bolsillo para escribir la declaración.

 

 

Meg se sentó frente al escritorio y apoyó la barbilla sobre ambas manos. Ethan… Aún rescataba criaturas salvajes y aliviaba a los que sufrían.

La invadió un sinfín de recuerdos del Ethan adolescente ayudando a una ardilla herida, a un petirrojo con una pata rota… La vida pasaba demasiado deprisa y antes de lo previsto el futuro se convertía en pasado. Aquel rostro aún le resultaba familiar, pero los surcos de la experiencia ya habían marcado el contorno de sus ojos y llevaba el pelo mucho más largo. Sintió un cosquilleo en las puntas de los dedos al recordar el suave tacto de su cabello…

Pero ella ya había elegido veinte años atrás. Miró hacia la puerta y oyó el ruido de sus botas al acercarse al despacho. Él se detuvo ante la puerta, pero no llamó, sino que siguió de largo, tal y como ella había hecho a la edad de diecisiete años.

Meg se dio cuenta de que no la había llamado por su nombre durante la conversación. Seguramente la veía como una extraña, como alguien a quien ya no conocía.

¿Acaso no era eso lo que había querido tras regresar a Sweet Creek seis años atrás? ¿No era ése el motivo por el que había decidido no buscarle para reanudar la amistad?

Alguien llamó a la puerta.

—Pase, por favor.

—Jefa, creo que debería ver esto antes de escanearlo —dijo Sally asomando la cabeza.

—¿Qué es?

—Es la… declaración de Ethan Red Wolf.

—¿Acaso no lo ha puesto todo por escrito?

—Eh, bueno, sí, pero no de la forma esperada —puso el documento sobre la mesa de Meg.

Era un dibujo. Él había dibujado todos los detalles tal y como solía hacer antaño.

—¿Qué hago con esto?

Meg recogió la hoja y la puso sobre un montón de carpetas.

—Nada, Sal. Yo me ocuparé.

«De él…».

—Me dio su número de teléfono. ¿Lo llamo para que venga?

Meg sacudió al cabeza.

—Voy a echar un vistazo por la mañana. Tengo que hacer algunas fotos del lugar donde encontraron al águila —dijo Meg y se apresuró a cambiar de tema—. ¿Ya se fue Gilby? Hoy le tocaba recoger los bollos de la pastelería del viejo Joe.

—Se fue hace cinco minutos.

—Bien. Avísame cuando vuelva. Me estoy muriendo de hambre.

—Siempre te estás muriendo de hambre —dijo Sally entre risas—. Ojalá tuviera yo tu metabolismo y no engordara ni un gramo.

—Ser madre de un adolescente te quita mucha energía, Sal.

—Ya veo. Menos mal que ya he pasado por eso —con una carcajada la secretaria salió del despacho.

Una vez sola, Meg miró la declaración de Ethan. Había puesto fechas sobre más de una docena de viñetas con notas al pie que explicaban lo ocurrido. Pudo identificar a Randy Leland y a su propio hijo. La mueca de los labios de Beau revelaba una actitud rebelde y Randy tenía la típica expresión desconfiada que adoptaba cuando venía a su casa, que estaba dos millas al este de Sweet Creek.

«Y a unos pocos kilómetros de la casa de Ethan».

Un año antes se había enterado de que Ethan había heredado la casa de O’Conner, y sus planes de mudarse allí la habían hecho sentirse inquieta, pues sabía que lo único que los separaría sería un pequeño arroyo.

Meg volvió a la realidad y observó el dibujo de su hijo y de Randy. No eran malos chicos. Tan sólo eran adolescentes que buscaban independencia.

También había una joven sentada sobre la roca en la que había encontrado al águila. La muchacha estaba de espaldas, pero… Meg se sobresaltó al darse cuenta de que se trataba de ella cuando tenía diecisiete años. Entonces el pelo le llegaba a la cintura y miraba al futuro con inocencia.

¿Por qué la había incluido en el dibujo?

No tardó en entenderlo. Él sabía que ella reconocería la roca donde habían pasado muchas horas juntos, donde la había besado… Pero era más que eso. En esa roca Ethan y ella habían soñado con tener un hogar, con formar una familia. Habían hecho tantos planes…

«Ethan, nunca lo olvidaste. Ni tú tampoco, Meg», se dijo a sí misma con tristeza.

Mientras recordaba a aquella joven que una vez había sido, y volvía a ver la emoción en los ojos de Ethan, no pudo evitar preguntarse qué diría él si conociera su secreto… aquella cicatriz que la había dejado marcada para siempre.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

UN rato más tarde denunciaron la profanación de cinco tumbas en el cementerio de Sweet Creek así que Meg mandó a Gilby, y poco después llegó Beth Ellen Woodley. Ulysses McLeod había aparcado en el césped de su jardín y se había quedado dormido frente al volante.

Cuando Meg salió de la comisaría eran casi las diez.

—Sal, voy a Blue Mountain a buscar la declaración escrita de Ethan Red Wolf. No creo que me lleve mucho tiempo, pero si pasa…

—Sí, sí —murmuró Sally mientras escribía a máquina—. Si se inunda el pueblo, o si hay un terremoto, te llamo al móvil.

Con una sonrisa, Meg agarró uno de los bollos que había comprado Gilby.

—Qué bien me conoces, Sal.

—No hables con la boca llena.

—Sí, mamá.

Cuando dejó atrás las afueras del pueblo, Meg empezó a tamborilear sobre el volante con las puntas de los dedos. Habían pasado seis años sin apenas hablarse y ya era la segunda vez que tenía que hablar con él esa mañana.

Ethan siempre había sido tan misterioso como sus ancestros, e incluso su nombre recordaba a la palabra «tierra», un elemento con el que él se identificaba profundamente.

En el dibujo la había pintado con pelo largo y ondulado, pero eso era parte del pasado, y él debía de haber notado el cambio en su aspecto.

Absorta en aquellos pensamientos, Meg estuvo a punto de pasarse el desvío que llevaba hasta la propiedad de Ethan. Flanqueado por altos pinos y álamos dorados, el camino serpenteaba cuesta abajo hasta desembocar en una senda de grava recién hecha.

Había pintado la casa de Davis O’Conner de un tono terracota que resaltaba el rojo intenso de las agujas de pino. Las persianas en tono ocre daban un toque de color a la vivienda, que tenía un porche techado.

Meg apagó el motor y miró a su alrededor. A la izquierda se alzaba el cobertizo donde el viejo O’Conner guardaba la canoa y el equipo, y a la derecha había un camino que conducía a una pequeña edificación. ¿Acaso era ése el taller de fotografía y pintura de Ethan?

A lo largo de los años, él se había labrado una reputación artística con sus fotografías de paisajes, dibujos y cuadros, y Meg había tenido ocasión de ver algunos de ellos en una galería de arte de Billings. Además, muchas de sus obras decoraban calendarios que se podían comprar en las tiendas de Sweet Creek.

El todoterreno de Ethan estaba aparcado justo delante de aquella edificación, así que Meg se dirigió hacia ella. Un enorme sauce llorón de hojas doradas se erguía como un centinela por encima de Ethan, que estaba inclinado sobre un soporte de madera. Alrededor de la cintura llevaba un cinturón de herramientas y tenía un martillo en la mano. Al verla acercarse, se levantó lentamente y un rottweiler que Meg no había visto empezó a correr rumbo al embarcadero.

—Lila —dijo Ethan—. Pórtate bien.

La perra se paró en seco y se quedó mirando a Meg mientras avanzaba.

—Pero qué guapa eres —le dijo suavemente mientras el animal la olisqueaba—. Apuesto a que eres el mejor perro guardián —le acarició la cabeza y Lila meneó la cola.

Meg se dejó llevar por la tranquilidad del lugar. Una suave brisa agitaba las hojas de los árboles y se oía el canto de un pájaro carbonero.

Olía a invierno en la montaña, a tierra y a agua.

—Ethan —dijo ella y avanzó hacia el embarcadero.

—Meggie.

—Tengo que hacer fotos del lugar donde encontraste al águila. ¿Tienes tiempo ahora?

—Tú sabes dónde es.

—Sí, pero me gustaría que me explicaras lo que viste. También necesito una declaración escrita, Ethan.

—El dibujo no sirve en el juzgado, ¿verdad? —dijo con un tono irónico.

—No cuando el juez sabe que no eres analfabeto.

—¿Pillarás al que lo hizo?

—Haré lo que pueda.

—Podemos ir en mi camión hasta el embarcadero de Ted y seguir a pie desde allí. ¿Has traído botas?

—Sí —Meg había aprendido a llevar otro calzado en el coche.

—Bien. Las necesitarás.

Mientras Ethan guardaba las herramientas en el cobertizo, Meg se cambió de zapatos y buscó la cámara y un cuaderno. ¿Realmente estaba preparada para volver a ser su amiga, o acaso volvería a dejarle marchar… otra vez?

 

 

Él conducía con el brazo apoyado sobre la ventanilla abierta y cambiaba las marchas sin esfuerzo alguno. Una avalancha de calor recorrió el vientre de Meg al observar sus vigorosos antebrazos e imaginar el tacto de aquellos músculos macizos. El tono bronceado de su piel hacía contraste con la pálida tez de Meg.

Impaciente por huir de esos pensamientos, ella miró hacia la laguna, que ya se podía vislumbrar más allá de los árboles alineados a ambos lados del camino. Llevaba años sin mirar a un hombre de aquella manera y no podía caer presa de esas sensaciones.

Hubo una época en la que era joven y estúpida, y entonces creía saber cómo seducir a un hombre, pero aquello no había sido más que una fantasía.

El mejor escondite que había encontrado a lo largo de los años era aquel trabajo masculino que le permitía llevar una máscara de autoridad respaldada por una pistola. Tras perder un pecho a causa del cáncer se había vuelto muy sensible, sobre todo porque su marido, el doctor Sutcliffe, había dejado de verla como lo había hecho hasta entonces.

Si Ethan hubiera sabido la verdad, no la habría dibujado como cuando era joven, ni tampoco la hubiera mirado con esos ojos que guardaban los secretos de la Madre Tierra.

Un rato después llegaron al embarcadero de Ted, un viejo muelle en el que Ted Barns solía amarrar su hidroavión antes de marcharse a Kentucky. Ethan paró el camión y sacó dos botellas de la guantera para la caminata.

—Iremos andando desde aquí.

—Lo sé —dijo Meg y salió del vehículo.

Antes de existir el embarcadero de Ted, ese lugar había sido el comienzo del camino para llegar a la roca donde tantas cosas habían compartido.

—¿Vienes por aquí a menudo?

—Le doy la vuelta a laguna cuatro o cinco veces a la semana con la cámara y el cuaderno de dibujo.

Ethan y Meg se adentraron en el bosque y tardaron unos veinte minutos en llegar al lugar. Meg se dio cuenta de lo poco que había cambiado todo a lo largo de los años. Aquella roca con forma de elefante aún estaba a orillas del agua y detrás de ella se alzaba un acantilado cubierto de sauces y arbustos cuya cornisa albergaba un nido de águilas.

—Eso tiene que pesar una tonelada —dijo ella, alzando la vista—. ¿Todavía vuelven en primavera?

—No es la misma pareja, Meggie.

—Por supuesto que no. Sólo me preguntaba si la pareja de esta primavera había regresado como lo hacían las otras.

—El nido estuvo vacío durante muchos años por el campo de tiro. Ésta es la primera primavera en que regresan.

—Lo siento, Ethan. Sé lo mucho que te gustan las águilas.

Escondía una mirada impenetrable bajo la visera.

—A ti también te gustaban —dijo él de pronto.

Era cierto. Cuando eran jóvenes, solían observar a los pájaros con binoculares y telescopios.

—Enséñame dónde encontraste el águila.

Siguieron el procedimiento al pie de la letra. Meg hizo fotos y le tomó declaración al tiempo que Ethan describía lo ocurrido. Cuando terminaron, ella le enseñó lo que había escrito.

—¿Te importaría leerlo para ver si está correcto? Tienes que firmar donde está la X.

Ethan agarró el informe y lo firmó sin más.

—¿No vas a leerlo?

—Me fío de ti, Meggie.

—Llámame Meg. Ya nadie me dice Meggie.

Él echó la cabeza hacia atrás y bebió un poco de agua sin dejar de mirarla.

—Siempre serás Meggie para mí. Meg es la policía. Meggie es la mujer.

—Las dos son la misma. Ya no soy la persona que conociste, Ethan.

—No creo que pueda recordar eso.

—Bueno, inténtalo. Por cierto, gracias por venir conmigo.

—No creo que tu hijo haya disparado al águila.

—Eso está por ver. Ha estado… —no terminó la frase.

Ethan Red Wolf ya no era parte de su vida y no tenía por qué contarle sus preocupaciones de madre.

—¿Ha estado qué?

Ella se paró bajo la sombra de los árboles.

—Digamos que Beau está un poco rebelde.

—Es lo normal en un adolescente. Recuerdo que nosotros también lo fuimos cuando teníamos dieciséis años.

—Pero no éramos irresponsables. Si no nuestros padres nos hubieran castigado.

Él la miró con ojos risueños.

—Oh, Meggie. Te olvidas muy fácilmente de las cosas. ¿Y qué pasa con aquella vez en que íbamos en el camión y empezamos a hacer círculos sobre el campo de heno de Freeley? ¿Y aquella vez que te llevaste el todoterreno de tu padre sin permiso? Mandó a la policía a buscarnos.

Meg frunció los labios para contener una sonrisa.

—Eso era diferente.

—¿Ah, sí?

—Lo hacíamos por diversión. Lo de Beau es una cuestión de actitud. Hace las cosas con intención.

Ethan frunció el ceño.